Vargas y Machuca
I
La y de este epígrafe indica que estos apellidos pertenecen a dos personas y que nada tienen que ver con el esforzado amigo del rey D. Alfonso el Sabio. Hablemos primero de Vargas, para ocuparnos después de Machuca, puesto que ambos se completan en esta verídica narración.
Diego Vargas era un joven originario de Cuenca e injerto en Madrid, que por sus cortos alcances machucaba al sentido común. Pero si sus alcances eran cortos, sus pretensiones eran muchas, y a estas debe el honor de salir en los papeles públicos; pues si no, hubiérase quedado en la oscuridad en que vegetan otros muchos tan necios como él, pero más modestos. Vargas era huérfano de padre y madre, y sin más que parientes sumamente lejanos, rico por su casa, puesto que tenía dos: una en la calle del Desengaño y otra en la de ¡Válgame Dios! Poseía además en tierra de Cuenca un coto redondo, y una huerta en la ribera del Manzanares; y con esto y con ser algo tacaño (cuando no se trataba de sus vicios y vanidades) nunca tenía escasez de dinero. Mucho del que manejaba gastábalo en trajes y perifollos, y especialmente en cosmético para el bigote, que era su constante preocupación, retorciéndoselo a cada instante, hasta cuando dormía. ¡Qué guías las de Vargas; asemejábanse a dos agudas lancetas! Con ellas pretendía atravesar los corazones femeninos. Porque, regla general, no hay nadie que se retuerza el bigote que no tenga conatos por lo menos de conquistador amoroso. Ya se ve, ¿qué mujer resiste a unos botines blancos sobre el brodequín de charol, a un bastón bien llevado debajo de la capa, y sobre todo a un bigote retorcido con cierto chic? Pero veo que me extralimito y que con lo dicho basta y sobra para que el discreto lector comprenda que Vargas era un tonto de capirote, con pretensiones de elegante, y sobre todo, con ínfulas de Tenorio. ¡Qué no hubiera dado él por poseer la lista de mujeres rendidas del amante de doña Inés, hasta prescindiendo de la princesa real, y contentándose con una marquesa, aunque fuera de nueva hornada! Como no sabía ni siquiera lo que era el equinoccio, solo hablaba de mujeres, vencidas ya o asediadas: en esto era insaciable, según y como se explicará más adelante. Por lo demás Vargas no era ni feo ni guapo, y solo se distinguía por su diminuta estatura, a la que debía el diminutivo de Varguitas.
II
Una tarde entró Varguitas en la cervecería de la calle del Príncipe y atisbó a Machuca que en un velador de rincón tomaba café, fumaba un cigarro que, por la dorada abrazadera, debía ser habano, y tenía delante una copa de coñac. Por estos esplendores supuso Varguitas que Machuca estaba en fondos, y se sentó a su mesa sin recelo.
¿Quién era Machuca?
De positivo nadie lo ha sabido; pero por los pelos, señales y sablazos podía deducirse que era un vividor. Su rostro era inteligente y simpático, su palabra fácil y su acento persuasivo, como conviene a todo el que pelea en el mundo. Solo tenía un defecto físico (prescindo de los morales) y era el de ser tan pequeño y exiguo como Varguitas. Sin embargo, no tenía diminutivo como este, merced al alcance de su sable.
Vargas se sentó con cierto interés al lado de Machuca, aun a riesgo de tener que pagarle la consumación, como dicen los franceses, porque estaba intrigado, como también dicen los susodichos transpirenaicos. Dos días antes, pasando Vargas al anochecer por junto a la tapia de la huerta del convento de Santa Teresa (ya derribado), observó que Machuca, envuelto en las sombras del crepúsculo, se bajaba al vertedero de aguas pluviales que había en dicha tapia y extraía un objeto que Varguitas no pudo distinguir. Aquello olía a intriga amorosa, pero lo extraño era el sitio, por lo cual este, que entonces pasó de largo, se propuso preguntar a Machuca no bien tuviera ocasión. Precisamente una intriga de tal clase era su bello ideal para aproximarse al de Tenorio.
Sentados, pues, ambos en el velador de la cervecería, Varguitas pidió un ponche de huevo y preguntó a Machuca:
—¿Puede saberse, si no es indiscreción, qué hacía usted la otra tarde en la calle del Barquillo registrando un vertedero?
—¡Hombre! —contestó Machuca sonriendo—, usted que es aficionado no debe extrañarse…
—Lo que me extraña es el sitio, ¡la tapia de un convento!
—Como que se trata de una aspirante a monja.
—¿Una novicia?
—Precisamente.
—¡Ah!
Este ¡ah! hizo abrir mucho los ojos a Machuca, señal en él de que se le ocurría una idea, y dijo:
—Si a mí me sobrara el dinero como a usted, ¡qué feliz sería!
—Pues ¿cómo?
—Porque no veo resultados a mi conquista no habiendo monises, y eso que la novicita es muy corriente. ¿Sabe usted lo que me dice en su última carta? Pues me dice que daría diez años de vida por ir a un baile de máscaras del Real.
—¡Vaya!
—Ya se ve, ¡como yo le doy periódicos, está soliviantada de cascos!
Varguitas bebía su ponche pensativamente. Machuca le observaba con el rabillo del ojo.
Hubo una pausa de silencio, que rompió Varguitas diciendo:
—¡Quién estuviera en el puesto de usted!
—Pues a poco que me hurgue le cedo a usted plaza.
—Pero ¿y ella?
—Mire usted, Varguitas, yo supongo que ella no me quiere por mi linda cara, sino porque soy hombre, sin contar que usted es más guapo que yo y está mejor vestido. Lo que ella desea es volar, y creo que lo mismo le dará hacerlo en compañía de un jilguero o de un verderón…
Ocupose el velador próximo al en que estaban los dos interlocutores, y como la conversación era reservada, saliéronse ambos a la calle.
El diálogo debía tener consecuencias.
III
Tres noches después había baile de máscaras en el teatro Real. A la media noche próximamente veíase un coche parado en la calle de Hortaleza, esquina a la del Barquillo, y en esta, paseando hasta la de Santa Teresa, iba, venía y se detenía un hombre envuelto en un amplio gabán de pieles, cuyo cuello alzado le tapaba hasta los ojos.
A veces se asomaba con precaución a la última de dichas calles, pero sin torcer la esquina.
Era Varguitas.
Habíase arreglado con Machuca, y esperaba a la novicia de las Teresas. ¡Cómo le palpitaba el corazón al joven Tenorio! Estaba en plena aventura llena de emociones. ¡Una casi religiosa! Esta idea era lo que más le conmovía. Pero ¿cómo tomaría la novicia la sustitución de un galán por otro? Todas estas cosas le tenían inquieto. Asomábase con recato a la calle de Santa Teresa, porque así se lo había encargado Machuca, y esperaba el fin de la aventura con tanto interés y casi con igual miedo que Sancho Panza la de los batanes.
Por fin, al asomarse a la esquina vio una sombra que se destacaba de la puerta del convento.
Abandonó él la esquina, e instantáneamente aproximósele el bulto y se agarró a su brazo. El joven Tenorio le examinó a la lejana luz de un farol y pudo distinguir que sobre el hábito llevaba un dominó negro y una careta de seda cuya guarnición llegaba hasta la mitad del pecho.
—Nos espera un coche.
—Bueno, pues vamos —dijo la novicia en voz casi imperceptible.
—Quítate la careta.
—Ahora no, ¿estás loco? Luego.
Varguitas se apoderó de una mano de su pareja: mano pequeña y enguantada.
Subieron al coche que partió no muy de prisa. El joven conquistador quiso permitirse alguna libertad, pero su pareja le rechazó, diciendo muy por lo bajo:
—Mira, Luis (Machuca se llamaba Luis), ten juicio hasta la hora de no tenerlo; oye mi programa: ahora son las doce próximamente, puedo disponer de cuatro horas. Vamos al Real, me convidas a cenar…
—Eso por supuesto.
—Después damos una vuelta por el baile para que yo me entere…
—Bien, ¿y luego?
—Entre cena y paseo estamos en el baile hasta las dos…
—Bueno, pero ¿y después?
—¿Tienes dónde llevarme?
—A mi casa, vivo solo con una vieja ama de llaves que ahora estará roncando.
—Pues vamos a tu casa.
Al oír tan seductor programa, Varguitas se estremeció de esperanza. Oprimía la mano de su pareja; esta, que correspondía a los apretones, exclamó de repente:
—¡Ah! ¡Tú no eres Luis!
—Yo…
—¡Me has engañado!…
El seductor vaciló y después dijo:
—Pues bueno, sí, no soy Luis; este me ha pedido que le sustituya a tu lado, porque a última hora ha recibido un telegrama de su pueblo anunciándole que su madre está moribunda.
—¡Pobre Luis! ¿Está muy lejos su pueblo?
—No, en esta misma provincia; es Bocigas. Vaya, ¿te conformas con la sustitución?
—Cuando pasemos frente a un farol, bájate un poco el cuello del gabán.
—Pues ahora, ¿me ves?
—Sí, no tengo más remedio que conformarme.
—«Bien dijo Machuca que la novicita es muy corriente» —pensó Varguitas, satisfecho de haber salido de aquel apuro.
IV
Entraron en el Real y dieron una rápida vuelta por el salón. La novicia miraba hacia todas partes como embebecida; pero pronto dijo:
—Desfallezco. Vamos a cenar.
—Quítate la careta.
—Repito que estás loco, ¿para encontrarme quizá con alguno de mis hermanos?
La futura religiosa levantose un poco el rebocillo e hizo honor al ambigú; comía por cien marineros después de la tempestad. Varguitas estaba desganado de emoción. Cuando llegaron a los postres la novicia se levantó, llamó a un camarero y le preguntó dónde estaba el tocador. «Si la señora gusta, yo la guiaré», dijo aquel, y ambos salieron de la sala.
Apresurose Varguitas a pagar la cuenta ansioso de llevarse a su pareja lo más pronto posible. La presunta monjita apenas había hablado durante la cena, lo cual el joven calavera atribuyó a timidez, pues al fin y al cabo era una novicia. Esperábala con impaciencia, y cuál fue su sorpresa al ver que el camarero se le aproximaba presentándole una cartita en una bandeja.
Miró el sobre dirigido a él, abrió el billete y leyó:
Amigo Varguitas: ¡Gracias por la cena que usted me ha dado, y gracias también por sus veinte duros, que no han servido para catequizar a ninguna portera: pero sí para que su humilde servidor pueda efectuar un viaje a su tierra para cumplir un voto hecho a Nuestra Señora de Utrera.
Por lo demás, la novicia existe; y en cuanto a la portera, me consta, aunque no por experiencia, que no es insensible a las monedas del Rey nene.
Así, pues, ¡Varguitas y a ella!
Siempre suyo, hasta por el camino.
L. Machuca
¡Pobre Varguitas!