¡Nochebuena!
I
Así como se aspiraba el aroma de los famosos jardines de Babilonia ocho estadios antes de llegar a ellos, del mismo modo se huele la Nochebuena madrileña ocho días antes de su estrepitoso advenimiento. Vense todas las frentes pensativas y todas las fisonomías preocupadas en el recuento de lo que tienen que dar o recibir. Los que tienen que dar comienzan a recelarse y los que han de recibir preparan la muleta para consumar la suerte. El portero o portera saluda con amabilidad, los recibidores de billetes de los teatros acogen con amable sonrisa a los que en ellos (los teatros) entran gratis, el barbero afeita, corta o riza el pelo al pelo, distrayendo al parroquiano con el minucioso relato del último crimen, y el sereno acude solícito a abrir la puerta acelerando su tradicional paso de tortuga.
Por supuesto que no son necesarios estos signos para conocer que se aproxima la gran noche, puesto que ya hay otros visibles y tangibles en todas partes. En los anaqueles y portadas de las tiendas empiezan a erigirse los monumentales armatostes llenos de comestibles, bebestibles y futuras indigestiones, y la plaza Mayor y calle de Toledo son ya el maremagnum de cuanto Dios crió y el refinamiento del hombre ha aprovechado. Además, los muchachos de Madrid, que no tienen nada de federales, empiezan ya a provocarse, y desde anochecido óyense a son de tambores coplas de la siguiente calaña:
Aunque me ves chiquitito y me ves como me ves, no le niego yo la cara al barrio de Lavapiés.
O bien:
Aunque seáis más de ciento y aunque seáis más de mil, venid que sus esperamos, señores del Barquilli1.
Lo cual prueba que los españoles en crisálida, influidos por el genio de la nación, celebran sus comunes alegrías a pedrada y garrotazo limpios.
Pero los más preocupados en este prólogo de la Nochebuena son los jefes de familia de mediano peculio.
—¿Has encargado el pavo?
—Por supuesto.
—Hay ya que pensar en el regalo para el director del colegio de Joaquinito.
—Por supuesto.
—Y en el de la maestra de piano de la niña.
—Por supuesto.
—¡Ah! Mira, he gastado los cuatro duros que me diste ayer. Pasamos por la plaza Mayor y a los niños se les iban los ojos. Este año hay una colección de panderetas muy bonitas. A Pepito se le antojó una que representa a Sagasta entrando triunfalmente en Barcelona en hombros de la multitud. ¡Que había de hacer más que comprársela! Ya la verás.
—¡Presupuesto!…
II
Por fin llega el gran día.
Madrid se estremece de cabo a rabo como un pólipo partido en pedazos. La población afluye al centro como los ríos al mar, los alrededores de la plaza Mayor y de la de Santa Cruz están intransitables, porque allí es el núcleo de las aspiraciones, de las necesidades, de las transacciones, de las camorras, de los timos y de los afanos.
Debajo de los portales de la primera de las susodichas plazas campean en todo su esplendor los puestos de golosinas, llenos de montones de batatas en dulce, de pirámides de almendras garrapiñadas, de barricadas de tocino del cielo, y de culebras de mazapán salpicadas de motas de oro, enroscadas en su caja. En el exterior de la plaza no hay que decir: en el sitio donde el verano pasado se enchiqueraba el pueblo libre y votante para leer las listas del sufragio, se alzan cajones de madera en bruto atestados de piñas, granadas, melones, uvas de cuelga, naranjas, bellotas rezagadas y otros excesos, y en el hueco de cajón a cajón exhiben sus puestos hechos de tablas de camas primitivas la verdadera tía Javiera y la tía Rompechanclas, célebres por sus nunca bien alabadas rosquillas; y además, una pléyade de alcarreños de ambos sexos, tan curtidos y atezados como el cascajo que venden.
Las manadas de pavos han hecho ya su presentación oficial y lo invaden todo, excepto el jardín central, merced a la energía del guarda, antiguo y consecuente liberal que después de haber peleado por la libertad hase cobijado cabe la estatua de Felipe III.
El que a la caída de la tarde acierte a andar por la plaza Mayor, bien puede decirse que se mete por el ojo de una aguja; porque los pavos se deslizan por entre las piernas del transeúnte, las alcarreñas le zangolotean con sus siete refajos, los vendedores ambulantes le dan quiebros ceñidos con los pollos y gallinas que llevan al hombro: es un milagro si al salir de la plaza no se le ha parado el reloj.
A esa hora vespertina la plaza Mayor está en su apogeo; en cambio la de Santa Cruz va de capa caída, porque ¿qué familia que se respete no tiene ya puesto su peñasco o nacimiento? Así es que es obra de romanos encontrar en los diezmados cajones de figuras de barro un mesonero que se asoma a la ventana o una trilogía de Reyes Magos aceptable. Como los chicos, que en Madrid son los demonios, observan esta decadencia de figuras y de ramajes, suele suceder que para animar a los vendedores semiociosos meten un pedazo de yesca encendida en la oreja de un caballo de un coche de plaza, o bien atan los extremos de una soga a la pata de un puesto de figuras y a la rueda de un carro, y o ya el caballo que se siente quemado embiste desbocado contra los puestos, o ya estos son deshechos y arrastrados por el carro que echa a andar.
De aquí el tumulto consiguiente: los vendedores botan, las figuras no vendidas se hacen añicos, las mujeres chillan, los niños lloran, los agentes de seguridad quieren llevarse preso al cochero o carrero, este protesta, y la clásica plaza se convierte en un campo de Agramante. A veces estos escándalos repercuten en la Mayor, y un año en que el gobierno gobernaba mal (casualidad en España) y se temía un pronunciamiento, creyose que ya había estallado, y la apiñada multitud de esta última plaza se arremolinó y buscó despavorida las salidas entre puestos, cachivaches y tenderetes deshechos, desbordándose en la calle de Toledo, lo cual fue como si el Misisipi se desbordase en el Amazonas, porque esta calle en tal día es más intransitable aún que la plaza. Y como los liberales siempre están apercibidos, y más los de la calle de Toledo, que es belicosa, recibieron a tiros a la guardia del Principal, que acudió presurosa, y por poco se arma una trapatiesta de todos los diablos, y cae un gobierno que merecía la confianza de la corona, porque a tres angelitos desarrapados se les antojó divertirse.
III
Llega la noche: la Nochebuena.
Me río yo del día comparándolo con la noche; es como comparar una escaramuza de matuteros y vigilantes del resguardo con la batalla del Guadalete, que duró tres jornadas. Pues si bien durante el día hay ya síntomas, de noche se declara la locura. A las siete, unos han cenado y otros se jalean para cenar. La gente culta no, pero la oclocracia invade los teatros, y en estos los espectadores alternan en el diálogo con los actores:
—Sé tan franca como yo: ¿Me amas?
—Algo, lo confieso.
—Pues bien, Juana, dame un beso.
—¡Que si quieres!, eso no.
«Que se le de», grita en la galería una voz alcoholizada, etc., etc.
A estas horas hay tranquilidad relativa, porque unos están en los teatros y otros, los del gusto medio, cenando. El Manquillo, que no lo es de lengua, aprovecha esta tregua para exhibir en la plaza de la Cebada su tuti-li-mundi en italiano corrompido, o titiri-mundi en correcto madrileño.
«¡Tan, tarán tan! Ahí están los pastores en la majada. ¿Los veis? Unos hacen una caldereta, otros fríen migas, las mujeres pican ensalada de gamusinos. De repente una nubecilla que hay en el cielo se pone colorada y va bajando, bajando hasta colocarse encima de los pastores, que asustados se echaban ya los pies al hombro para apretar a correr. Pero la nube se abre, y venía dentro un ángel sin alas, desnudo, pero tapado con la crencha de su pelo, que era tan largo que le envolvía todo… ¿Le veis?
»¡Tan, tarán tan! Dice el ángel: “Pues vengo a deciros que el Niño-Dios acaba de nacer en Belén en el pesebre de los peñascos”. Y al oír aquello los pastores saltan de alegría como si estuvieran picados de la tarántula. Tiran la caldera y la sartén y echan a correr hacia Belén. Se quedan dos que dicen respectivamente: “Yo tengo hambre”. “Y yo sed”. Y entonces el ángel les dice: “Andad, que el Niño os dará la hartura”.
»¡Tan, tarán tan! Esa vieja que veis ahí a la puerta de su casita es Cleofé, que tiene casi tantos años como Matusalén. Está muy embebecida poniendo el rocadero a la rueca; tanta es su distracción, que no repara en que al otro lado del torrente Erón bajan por la montaña hombres, caballos y camellos. Y cuando ha enredado el lino en el rocadero alza los ojos y se topa a su lado con un dromedario peludo y alto como una torre, y encima un negrito muy cuco con turbante encarnado y hopalanda verde, ¿le veis?, que empieza a decir: “Ancianita, ¿puedes decirme dónde…?”. Pero no acaba, porque la ancianita, asustada, se ha refugiado en su casa y le da con la puerta en los hocicos. Entonces él se baja del dromedario agarrándose a los pelos, y llama a la puerta gritando: “¡Ancianita, sal, que no te haremos mal y sí mucha merced, que aquí vienen los reyes del Irán, de Senegambia y de Etiopía!”. La vieja, oyendo cosa de reyes, sale a la puerta, y con efeuto, estos habían llegado ya; y el rey negro, que era el más buen mozo y enseñaba unos dientes muy blancos, ¿le veis?, le pregunta: “¿Sabes si ha nacido y dónde el Niño-Dios? Porque nosotros hemos visto una estrella perenne sobre el sitio en que ha de nacer; pero ahora, como es de día, no la vemos”. —“Pues mira —contesta la anciana—, ha cundido la voz de que el nacimiento ha sido en Belén”. —“¿Y dónde está eso?”. —“Pues no tiene pierde. Seguís ese camino, torcéis a la izquierda y luego a la derecha, y encontraréis un barranco con puente y luego tres caminos, no tomáis el de la derecha ni el de la izquierda, sino el de en medio, y luego… Se me ha olvidado”. —“Gracias, ancianita, por la claridad —dice el rey, y manda al negrito, que es su tesorero, que dé a aquella treinta cequíes de oro (cuatro mil perros grandes) y treinta de plata (ciento cincuenta perros chicos). Y con esto muy contenta la vieja ve desfilar a los reyes en caballos que ni los de la plaza de toros, y a pajes y espolistas que arrean los camellos, cargados de presentes para el Niño. Y no bien los ve trasponer el recodo del camino, se pone a contar los cequíes, pero no puede llegar más que hasta trece, se hace un lío y tiene que empezar de nuevo.
»¡Tan, tarán tan! Pues ya veis el portal y os lo sabéis de memoria.
»A la derecha está la Virgen, a la izquierda San José, el Niño en medio incorporado en la cuna, enfrente los reyes magos, y detrás los pajes, y detrás los pastores: todos arrodillados y con la cabeza baja. Luego están las ovejas. Porque se me ha olvidado antes decir que las ovejas no enrediladas andaban descarriadas por el campo; pero al ver correr a sus amos, se reunieron y echaron a correr tras ellos. ¿Y sabéis por qué están todos con la cabeza baja? Pues no es solo por reverencia, sino que de la cara del Niño salía una luz tan fuerte que se vio en la Mancha y en el Perús, que creían que el sol se había caído y que se abrasaba el mundo…
»¡Tan, tarán tan! Se acabó. Pero no os vayáis, pues en cuanto tome una copita en ca de la señá Nemesia, la tabernera de ahí enfrente, que bien la necesito, pues con tanto charlar se queda seco el gaznate, vuelvo y os enseño el milagro de San Gineto con el niño zangolotino que se cayó a un pozo, y cuando caía llamó al santo, y aunque cayó no se ahogó, porque el pozo no tenía agua, pero se estampó los sesos. Ya veréis».
IV
Estamos en la hora del mayor dolor, es decir, de la mayor barahúnda; poco antes de entrar en la Misa del Gallo.
Suena por todas partes un estrépito ensordecedor de tambores, panderas, almireces, cajas de petróleo arrastrando, cantares, disputas, chacota y dicharachos.
Los serenos están atontados, los perros callejeros aúllan, los murciélagos conmovidos azotan las caras, los cafés hierven y en las tabernas menudean las puñaladitas en el costado, que son forasteras, y las puñaladitas en la ingle, que son de Madrid. Porque así como no puede haber cielo sin estrellas, corte sin damas, ni primavera sin flores, ni poeta sin veladas literarias en el Ateneo, ni discurso político sin protestas de patriotismo, del mismo modo no se concibe una Nochebuena sin tres o cuatro muertos y una docena de heridos.
Por eso es Nochebuena, porque los siete pecados capitales andan sueltos haciendo de las suyas.
¡Qué gran noche para los ladrones a domicilio! Verdad que otros días y noches suelen serlo también. A los habitantes de Madrid les gusta dejarse robar en casa, con tal de que no lo presencien. Así es que después de leer con indiferencia en los periódicos el relato diario de tres o cuatro robos, se van de paseo o a los toros o a veranear, dejando su casa atestada de billetes, oro, plata, pedrería y ropas en buen uso. ¿Y qué han de hacer los pobres ladrones que no pueden resistir a la tentación? Pues valerse de sus ganzúas y palanquetas.
Pero lo más chusco es que luego los robados se quejan, y dan parte y echan sapos y culebras contra el descuido de la policía, como si esta estuviera ociosa y no tuviese que ocuparse de elecciones, conspiraciones y otras zarandajas. En la Nochebuena las familias salen al teatro, o a cenar con parientes y amigos, o a la Misa del Gallo, y es lo clásico llevarse a los criados y hasta los gatos; los porteros y serenos están excitados, y por todas estas cosas he dicho que la tal noche es grande para los afanos domésticos.
Los ladrones suelen no ser habidos. ¡No faltaba más que robasen para serlo!
¿Quién se acuerda de la casa ni de los ladrones ante una
suculenta cena, o por ejemplo en la Misa del Gallo? ¡Qué misa, Dios
mío! Pero no quiero meterme en la iglesia, porque como dijo Sancho,
peor es meneallo
. Solo sí diré que si la bondad divina no
fuese ajena a la locura humana, parecería que el Salvador de los
hombres había nacido para perderlos.
La susodicha noche es la de la igualdad ante la indigestión. Se cena en los palacios y en los tugurios: en todas partes, en el fondo, se cometen los mismos excesos, y esto deja una rastra que dura por lo menos hasta Reyes. Cuando se observa a los madrileños a la luz de los días siguientes a la Nochebuena, nótanse las huellas de aquella saturnal: todos están pálidos, ojerosos, desmalazados; hasta los barrenderos públicos apenas pueden sostener la escoba: parece que la capital ha sido sitiada por hambre, cuando precisamente son los estragos de la hartura.
Los únicos que duermen en la Nochebuena, o por lo menos intentan dormir, son una mínima y juiciosa clase de ciudadanos, a los que me he referido en un principio. Rebújanse en su cama a una hora conveniente; pero el sueño huye de sus párpados, no precisamente por el estrépito infernal que turba el silencio nocturno, sino porque despiertos son presa de pesadillas feroces. La obscuridad de su alcoba se puebla de siniestros fantasmas; ante sus ojos, que tienen la propiedad felina de ver en las tinieblas, desfilan espectros íncubos y súcubos, y en la pared del dormitorio ven escrita en letras fosforescentes la siguiente palabra, más terrible que las del festín babilónico:
«¡¡Aguinaldo!!»
¡Ah, sí, el día siguiente es el primero de Pascua! ¡Cuánto darían algunos honrados padres de familia porque la noche de Nochebuena fuese eterna!
V
Pasó la Nochebuena, pero aún quedan dos: la de Año Nuevo y la de Reyes. Porque eso sí, los españoles, y especialmente los madrileños, no tendremos camisa ni escuadra, pero ¡Nochebuenas!… ¡No faltaba más! Antes de llegar la segunda ya se notan los desastrosos efectos de la primera. Los empleados del gobierno, que han cobrado en diciembre la paga de enero, meditan melancólicamente en el mes de treinta y seis días que les espera y, o no van a la oficina, pretextando una gastritis, o si van embrollan las cuentas u olvidan la ortografía. Hay quien suma 8 y 9,36, y hay quien escribe Hinforme. En la vida privada se echa de ver que no se ha pagado al carbonero y que los chicos no tienen zapatos, porque se los han comido en el pasado jaleo. ¡Menudean los juicios de faltas y la sobra de declaraciones ante el juez por motivo de alguna caricia sangrienta!
Los enemigos del gobierno, que en la embriaguez de la Natividad han dado tregua a sus rencores, piensan en la embriaguez del triunfo de su causa y andan torvos y agitados. Todo está fuera de su nivel. En el revuelto mar de leche de almendra, pavo, besugo, turrón, mazapán, cascajo y puñaladas, solo se han salvado unos pocos privilegiados de la fortuna.
Si días después de Nochebuena se ve a alguno, o a alguna, fresco, vivaracho, colorado y decidor, bien puede decirse:
«A ese le ha tocado un buen premio de la Lotería Nacional».
Notas
Licencia poética.