La última encarnación del diablo Leyenda marítima

Victor Hugo ha dejado una obra póstuma titulada La redención de Satán, que ignoro si se ha publicado, cuyo pensamiento debe de ser el de que Dios, bien por propio impulso o por sumisión del culpable, ha perdonado y vuelto a su gracia al espíritu de las tinieblas; lo cual, según a mí me consta de buena tinta, es solo una lucubración o fantasía de poeta, como comprenderá el lector por el siguiente verídico relato. Desde la institución de la Iglesia Católica hase escrito mucho referente a demonología, o sea conocimiento del diablo. Yo he leído tres comentaristas de esta materia, que son el padre Sforcia, de Milán; el cardenal Edvarst, antes del cisma de Inglaterra, y el beato Simón de Rojas, natural de la villa de Móstoles, en España, y citaré con frecuencia en letra bastardilla textos suyos, para mayor claridad de esta narración, que comienzo del modo siguiente:

I

En el año de 1880 el diablo se hallaba en Barcelona, lo cual nada tiene de particular por las siguientes razones: aunque el diablo recorre todo el universo, cumpliendo su perversa tarea, siente predilección por Europa, que es la región más civilizada; pues sabe que cuanta más cultura, hay más choque de intereses y pasiones, y por consiguiente, más gérmenes de perdición; y de Europa prefiere los climas meridionales, como más sensuales y por lo tanto más propensos al pecado.

Estaba, pues, el diablo una mañana, en forma invisible, por supuesto, sentado en un banco de la Rambla de Santa Mónica, de Barcelona, aspirando la brisa del mar que refrescaba su frente abrasada de malos pensamientos, cuando vio pasar a una señora acompañada de un criado, y examinola con la atención con que miraba a todas las mujeres, no porque él fuese libidinoso, sino porque sabía que no hay anzuelos de pecado más seguros ni mejores, según ha dicho un poeta.

La señora aludida representaba tener veintiocho o treinta años de edad, y era hermosa y elegante sobre todo encarecimiento. Era blanca, rubia, de tipo extranjero, pero con ojos de matadora andaluza, y llevaba mantilla prendida con donaire español. Ella tenía en la mano un libro, al parecer devocionario, y el criadito que la acompañaba un paraguas, pues si bien no llovía, estaba muy nublado. El diablo, que todo lo escudriña, observó también que era seguida por dos personas: un caballerete con macferlán y sombrero de copa muy reluciente, que iba por el lado derecho de la Rambla, y un capitán de infantería que seguía la otra acera.

El diablo quizá supuso que le había caído qué hacer, se puso en pie y siguió a la señora, quedándose indeciso y contrariado al verla entrarse en la iglesia de Santa Mónica; pues él no podía penetrar en la casa de Dios invisiblemente, ni en figura humana, teniendo para ello que adoptar la de un animal cualquiera. Tomó, pues, la forma de un perrito dogo y se introdujo en la iglesia, en cuya puerta solo había una ligera cortina. Ya dentro, vio al caballerete y al capitán, sentados en distinto lado, en bancos arrimados a la pared, y vio a la hermosa señora, próxima al altar mayor, sentada en el suelo sobre un ruedo, como era costumbre en aquella época, en la que aún no se había generalizado el uso de las sillas en los templos. Al perrito-diablo le vino como de perlas para sus fines particulares la humilde postura de la elegante devota. Así, pues, deslizándose por entre los fieles que esperaban a que saliera al altar mayor la misa de diez, acercose por detrás a aquella, hizo una media rosca con el cuerpo y apoyó el hocico en un volante del riquísimo vestido de muaré, que estaba al borde del ruedo, porque sabía que las telas transmiten las corrientes magnéticas, y esperaba a que las suyas de perdición y pecado labrasen en la señora, haciéndole, como preliminar de otros excesos, tomar varas del capitán o del caballerete susodichos. Pero el diabólico perrito contaba sin la huéspeda, es decir, sin un acólito o monaguillo de la iglesia, muchacho guapo y algo alocado que tendría unos once años de edad, el cual se indignó de que aquel animalucho durmiera tranquilamente en lugar sagrado, manchando el hermoso vestido de una señora, que él tenía en particular aprecio. Así fue que cogió al perro por el cerviguillo, llevóselo a la entrada del templo, y sin encomendarse a Dios ni al diablo, zambulló a este en una pila de agua bendita que hay allí.

El mayor tormento para el diablo es el de que le pongan en contacto con el agua de una piscina bendecida; experimenta más dolor físico que el del gato escaldado, y además una angustia moral imposible de expresar. El diablo, pues, metido en la pila, que era grande, honda y llena de agua hasta el borde, comenzó a aullar e intentó salir de aquel baño para él infernal; consiguiolo con trabajo, porque se escurría en la piedra lisa, y cuando se vio en el suelo, salió de la iglesia, atravesó la Rambla corriendo como perro con maza y metiose por la calle del Dormitorio de San Francisco. Volvió al infierno en su forma perruna, pues solo en el infierno puede el diablo transformado recobrar su figura de príncipe de las tinieblas. Pero ¡cómo llegó a sus dominios! Con el cuerpo plagado de llagas leprosas, que se reprodujeron en su cuerpo de demonio. Bramaba de dolor, y hasta dio lástima a los por él condenados. Auxiliole Kibbas, su bufón y ayuda de cámara, y Kabbas, que es el médico del infierno, le hizo las primeras curas. Pasó un mes delirando de sufrimiento, y ya más sosegado, pudo pensar. Pensó en su mala aventura, en el monaguillo de Santa Mónica, su verdugo, y en la señora, causa inconsciente de aquella; y juró vengarse de ellos.

Preocupábale una idea.

Dios abarca con su mirada todo el universo, mas el poder del diablo es limitado. Para conocer a las personas necesita verlas, si bien una vez vistas, sabe quiénes son, su historia, sus pensamientos y el sitio en donde están. Así, pues, Satanás sabía que la hermosa devota llamábase mistris Gorris Morton, y el monaguillo Vicente; sabía que este hallábase en compañía de aquella, que ambos habían estado en Londres, Napóles y Venecia; pero en su memoria había vacíos, y les perdía de vista durante largos intervalos de tiempo.

¿Cómo explicarse esto?

Sufría de incertidumbre, como Hamlet en su monólogo, porque su idea de venganza llegó a ser en él una obsesión permanente, e impulsado por ella, dejó el infierno, aún no bien cerradas sus llagas, y se trasladó a Barcelona.

Tenía un plan.

Espió la iglesia de Santa Mónica, pero sin entrar en ella. Habían transcurrido cinco meses desde su baño en la pililla, y mediaba el de julio. Hacía, pues, mucho calor, y el sacristán y los dos monaguillos de la iglesia salían cuando podían a la puerta para respirar el aire del mar. El diablo fijose bien en el sacristán; esperó hasta el mediodía, hora en que cerraban la iglesia, y le vio salir de ella, sin ropa talar, por supuesto.

II

El sacristán atravesó la Rambla limpiándose el sudor y se sentó en un puesto de bebidas que hay allí al aire libre, entoldado por una cortina de lona. El diablo, en forma de lugareño, hizo lo propio, se sentó en un velador próximo al que ocupaba el sacristán, sacó una petaca y le ofreció un cigarro, después de pedir un refresco de sidra.

Con este motivo se entabló el siguiente diálogo:

—Paréceme, buen amigo, que conozco a usted. ¿Usted es el sacristán de Santa Mónica?

—Para servir a usted.

—¿Sigue en la iglesia un muchachuelo muy guapo y muy listo llamado Vicente?

—¿Vicentillo? ¡Ca!, no, señor; su tía y él se marcharon por el mes de marzo.

—¿Tiene una tía?

—Sí, señor; doña Virtudes, una señora muy buena y de mucho talento. Estaba agregada a la iglesia, y era nuestra Providencia, porque nos lo hacía todo. Las señoras parroquianas estaban encantadas de ella, por la finura con que las atendía y servía los ruedos.

—¿Y por qué se fueron Vicente y su tía?

—Casualidades del mundo; se los llevó una señora extranjera, que dicen que tiene millones de duros. Pasó el invierno anterior en Barcelona, asistía todos los días a la misa de diez, simpatizó con doña Virtudes y Vicentillo, y se los llevó por marzo, como ya he dicho. En la iglesia todos lo hemos sentido mucho, porque servían a cual mejor, y eso que el muchacho era algo travieso; había aprendido primeras letras en la escuela de la Barceloneta, adonde suelen ir chicos franceses, y estos le enseñaron picardías de los pilluelos de París. Un día que estaba algo peneque, porque era el cumpleaños del señor cura, que nos obsequió con vino y salchichón, Vicentillo cogió un perro que se había entrado en la iglesia, y lo zambulló en la pila del agua bendita…

El diablo se estremeció e interrumpió al sacristán preguntándole:

—¿Y dónde están?

—No hemos vuelto a saber de ellos, pero deben de estar bien, porque como dice en el Quijote

Al que a buen árbol se arri-, buena sombra le cobi-.

Marchose el sacristán, dejando a Satanás sumamente caviloso. Lo que había oído era claro y preciso; pero resultaba que no obstante sus especiales privilegios, hacía dos meses que él nada sabía de mistris Gorris ni del aborrecido ex monaguillo. Preocupado con esta idea, se trasladó desde Barcelona a Viena bajo la figura de un viajante de comercio, porque en la capital de Austria tenía que influir para que se suicidara un príncipe, sin saber por qué. Cumplida su infernal misión, dedicose a ver la ciudad detenidamente, y una mañana, al desembocar en el paseo del Prater, llamó su atención un puesto de libros y de estampas. Aproximose, pues era muy curioso, y en una hoja abierta de un álbum inglés vio un buque dibujado en colores, y leyendo el epígrafe que estaba debajo, dio un grito de sorpresa.

El epígrafe decía: «Orión, yate de mistris Gorris Morton».

Entró en el puesto, compró el álbum y lo examinó, sentado en un banco del paseo. Estaba impreso en mayo de 1880, y era una reseña de embarcaciones célebres, que estaban pintadas en una hoja sí y otra no, y en las hojas intermedias la explicación referente a cada una.

Miró el yate que le interesaba con prolija atención; era de regulares dimensiones, y tenía la obra muerta pintada de encarnado, y de blanco sus dos chimeneas. En la hoja siguiente leyó la reseña, en la que después de especificar las condiciones marineras del buque, decía: «Este yate, mandado construir por Mr. Jackson, banquero de la City, pasó a ser propiedad de mistris Gorris Morton, en mayo del presente año. Desde entonces navega en él, con la particularidad o rareza de que nunca desembarca, lo cual prueba su afición al mar».

El diablo se dio una palmada en la frente; había resuelto el problema que tanto le preocupaba. Porque Satanás no tiene influencia en el mar, pierde en él su presciencia, se ocultan a su memoria las personas que por él navegan. Si alguna vez lo surcase se vería reducido a las condiciones de un simple mortal. Algunos genesíacos, comentando la frase bíblica, de que antes de la creación Spíritus Dei ferebatur super aquas, creen que estas han sido increadas y que tal vez por esta asimilación con la divinidad, el Ser Supremo ha substraído al mar del funesto poder del demonio.

El diablo sabía todo esto, y se dijo a sí propio sarcásticamente:

«¡Ah! ¿Conque mistris Gorris nunca desembarca? Pues bien: puesto que la montaña no viene a mí, yo iré a la montaña, según ha dicho mi amigo y cómplice Mahoma».

Y como lo dijo lo hizo. Compró en Génova, donde suele haber buques de venta, un gran vapor de tres chimeneas, hizo que le pusieran un gran espolón de acero, como aún se estilaba en las construcciones náuticas, lo tripuló a su gusto con gente desaforada, metiose en él y adoptó para navegar un traje especial, que se componía de un sombrero de fieltro verde y cazadora y pantalón del mismo color. Entendía poco de mar, pero sí lo suficiente para dirigir un barco, y aunque había piloto a bordo, gustábale sentarse a la caña del timón y explorar el mar con un anteojo de gran potencia. Era muy conocido en ambos mares y en los puertos, y en atención a su traje le apodaban el piloto verde. Se le suponía un millonario de la 5ª Avenida de Nueva York apasionado del mar. No siempre estaba embarcado, porque su perversa misión le retenía largas temporadas en tierra; mas así que podía, volvía a su buque. Su deseo de vengarse del ex monaguillo y de mistris Gorris degeneró en locura; y como pasaban días y meses sin encontrar al yate perseguido, Satanás estaba dado al diablo, según expresión de Manuel Fernández y González.

III

Sepamos ahora lo que había sido de las personas a quienes el diablo distinguía con su odio. Las cosas habían pasado tal y como las había referido el sacristán de Santa Mónica.

Mistris Gorris, prendada del talento y finura de doña Virtudes y del despejo de su sobrino, llevóselos consigo cuando se fue de Barcelona.

Era aquella irlandesa, católica y viuda de un mercader de diamantes, que había hecho en la India inglesa una fortuna avalorada en siete millones de libras esterlinas. Aunque joven y hermosa, no sentía inclinación a devaneos amorosos, y sí solo a la vida retraída y tranquila. El mar constituía su única pasión; así fue que pasado el luto de la viudez e inmediatamente después de dejar Barcelona, compró en Londres el yate ya mencionado, escogió una tripulación de gente honrada y embarcose en él, acompañada de doña Virtudes y de Vicentillo. Navegaba siempre costeando, y al principio desembarcaba alguna vez en poblaciones o sitios notables; pero transcurrido algún tiempo, doña Virtudes le dijo: «Conviene que no salgamos del mar», dándole explicaciones que la convencieron. A bordo del yate se hacía una vida apacible: mistris Gorris era indolente, y solo tenía de mundana su cuidado en vestirse y acicalarse. Vicentillo era su lector, y le leía libros de viajes, novelas y poesías; doña Virtudes la encantaba con su conversación; así era que la buena señora estaba en su buque tan satisfecha como el pez en el agua. Ambas señoras eran muy cristianas. Había en el yate un oratorio con dos altarcitos, uno del Crucificado, el otro de la Virgen de la Concepción; y mistris Gorris rezaba por la mañana y a la hora del Ángelus. Pero doña Virtudes compartía su existencia entre la oración y el estudio. Su camarote estaba lleno de libros y mapas, y yo supongo que estas cualidades reunidas hiciéronle adquirir un don de que más adelante se enterará el lector. Un mes después de navegar sintió un ligero ataque de reuma en las piernas, y más preocupada de lo que parecía natural, tuvo una larga conferencia con mistris Gorris, de lo cual resultó una cosa inaudita; el yate fondeó en los astilleros da Glasgow, la señora irlandesa llamó precipitadamente a uno de los dos administradores de su fortuna, que residía en Londres, y se puso de acuerdo con él. Hecho esto, alquiló un Slop y se trasladó a él con toda su tripulación. El Orión entró en dique: acudieron una nube de artífices y operarios, y trabajando día y noche despojaron al yate de todo su herraje, que era igual al de todos los buques, y le pusieron otro de oro. Sí, amigo lector, de oro, como no lo ha tenido embarcación alguna en el mundo. No quedó en el Orión ni un átomo de otro metal. Verificado el cambio, mistris Gorris, doña Virtudes, Vicentillo y todos los tripulantes volvieron a embarcarse en el yate.

Pero me temo que los lectores, si los tengo y les interesa algo este relato, lo encuentren un tanto obscuro; así, pues, voy a aclararlo un poco. He dicho antes que doña Virtudes, tal vez a fuerza de rezar y estudiar, había adquirido un don, don extraordinario, cual era el de la segunda vista o adivinación. En consecuencia, pues, adivinó las vengativas ideas del diablo, y por esto aconsejó a mistris Gorris la constante permanencia en el mar. Posteriormente, cuando aquel comenzó a navegar, la inteligente señora marcaba siempre la dirección del buque. Sabía, como Satanás, que encontrar en el mar una embarcación que no tiene derrotero ni puerto fijos, era casi tan difícil como hallar a una rata en Londres o París; pero temía a la casualidad, en la que confiaba el demonio. En efecto, la casualidad hizo que en dos ocasiones, una en el golfo de Nápoles y otra a la entrada del estrecho de Gibraltar, se hallaran los buques perseguido y perseguidor, próximo uno al otro. Pero doña Virtudes lo adivinó, y haciendo variar el rumbo, resultó fuera de cacho, como dicen los taurómacos. Poco después aquejola el primer ataque de reuma, lo cual la sobresaltó, puesto que en caso de enfermedad no podría dar órdenes tan claras y precisas como exigía el peligro cercano. Así, pues, su alta inteligencia e instrucción le inspiraron un nuevo recurso de defensa, y esto motivó el extraño cambio del herraje del yate, cambio que fue considerado como capricho de una histérica millonaria.

¿Cuál fue la causa de este cambio?

Pronto lo sabrá el lector.

No engañó su previsión a doña Virtudes; el reuma, de que estaba casi curada, se reprodujo con más incremento, quedándose casi baldada de brazos y piernas. Era reuma articular, y el médico de a bordo le prescribió que guardase cama, pues el aire húmedo le era muy nocivo. Ella resistió cuanto pudo levantada, hasta que acosada por los ruegos de mistris Gorris, de Vicentillo y de toda la tripulación accedió a los deseos de todos. Pero antes de meterse en la cama dictó muchas disposiciones. Hizo que el yate, que estaba en la costa de México, se abasteciese de combustible y víveres para tres meses; luego llamó al piloto y al contramaestre y les dijo:

—Desde aquí, y a todo vapor, hagan ustedes rumbo para el mar de la China…

—¿Para el mar de la China?

—Sí, para el mar de la China. Sé que es peligroso, pero ahora es el mejor tiempo; además es preciso. Ya en ese mar, se internan ustedes en dirección al norte, hasta que vean una altísima montaña. ¿Conoce usted el Himalaya? —preguntó al piloto.

—Yo lo he visto —contestó el contramaestre.

—Pues bien —repuso doña Virtudes—, la montaña a que aludo tiene tanta base y es casi tan alta como el Himalaya, con estribaciones que se prolongan en el mar cerca de una milla; por lo cual procurarán no aproximarse a ella en doble distancia.

—Está bien.

—Lo demás es sencillo; hasta que yo disponga otra cosa, costean ustedes incesantemente la montaña, anclando cuando lo disponga mistris Gorris. Es necesario, pues, que no nos separemos de esa montaña mientras yo esté enferma.

Ambos marinos, que no tenían noticia de la gran eminencia mencionada, hallaron algo extrañas las órdenes de doña Virtudes, pero estaban acostumbrados a obedecerla ciegamente, por repetidas advertencias de la señora del buque. Entraron en el mar de la China, que estaba tranquilo como una balsa de aceite; siguieron la dirección marcada, y después de internarse muchas millas, vieron la montaña indicada, que les asombró. Era, en efecto, colosal y tan tersa que parecía hecha de pizarra. Mistris Gorris, que estaba en el secreto, les mandó acortar la marcha, y el yate comenzó a bogar en derredor de la eminencia, anclando a veces horas y aun días, con algún aburrimiento de Vicentillo en aquel mar en donde no se veían ni costas ni buques.

Así se pasaron dos meses. Doña Virtudes iba aliviándose poco a poco. Cedió el reuma hasta el punto que le permitió dejar la cama, y algo después subir con muletas sobre cubierta. Una mañana se hallaba en esta, sentada bajo la toldilla, mirando hacia el horizonte con un anteojo. De repente se puso de pie, llamó a gritos al piloto, que estaba en un pañol, y exclamó:

—¡Pronto, Olao, vire usted a estribor y deténgase a la media milla!

Luego, apoyándose en las muletas, acercose a una escotilla, y gritó:

—¡Señora, señora, suba usted así que pueda!

Momentos después presentose sobre cubierta mistris Gorris, envuelta en una bata de casimir y a medio peinar.

—¿Qué sucede? —dijo—. ¿Por qué me llama usted?

—Porque ya está ahí —contestó doña Virtudes señalando al mar.

La señora irlandesa palideció, y tomando un anteojo miró en la dirección que doña Virtudes.

El piloto, el contramaestre, Vicentillo y una parte de la tripulación hicieron lo mismo; aunque no sabían qué, comprendían que iba a pasar algo extraordinario. En la zona norte de la lontananza marina vieron un punto negro que avanzaba con rapidez. Tomó cuerpo; era un vapor de tres chimeneas; el lector habrá adivinado que era el del diablo. El piloto verde había ya surcado todos los mares y ríos en los que le permitía entrar el calado de su buque. Solo le faltaba explorar el mar de la China, como última esperanza de dar cima a su vengativa empresa. Satanás era obstinado; cuanta más dificultad en hallarlos, tanto más se aumentaba su encono contra las personas que habían sido causa de sus padecimientos de cinco meses. Engolfose, pues, en el mar de la China y llegó a una latitud adonde pocos llegan, o porque conocen el peligro, o por ser inútil para la navegación. El vapor diabólico bogaba a toda máquina, y ¡cosa rara!, aumentó su velocidad por causa desconocida. A poco distinguieron una montaña de la que no tenían conocimiento, ni el diablo, casi nulo en marina, ni la tripulación de su buque, más desalmada que inteligente. Preocupoles la rapidez con que se dirigían hacia ella en línea recta. Presintiendo un peligro, quisieron variar el rumbo; en vano: el buque no obedecía al timón, y con la velocidad de un proyectil y como impulsado por un huracán, aproximábase a la inmensa mole que ya distintamente percibían.

Satanás estaba atónito y la tripulación asombrada y temerosa. Si hubieran sido tan sabios como doña Virtudes, no habrían ignorado que aquella eminencia, aborto y prodigio de la naturaleza, era una montaña de imán, cuya fuerza magnética atraía al herraje de su buque, y que las pocas embarcaciones que se habían acercado a distancia de algunas millas, por la misma causa quedáronse clavadas en ella como alfileres en un acerico. Por esto el Orión, el yate de mistris Gorris, en el que no había más metal que oro, sobre el cual no ejerce el imán influencia alguna, bordeaba tranquilo en derredor de aquel temible gigante.

El vapor del Piloto verde sufrió la contingencia general; impulsado como por un torbellino, llegó a la montaña y quedose incrustado en ella por su gran espolón de acero. El choque fue terrible, los tripulantes cayéronse todos sobre cubierta, más o menos maltrechos, y el mismo Satanás se hizo una profunda herida en la cabeza chocando con la puertecilla de un pañol. Se repuso y miró hacia todas partes, profiriendo una serie de blasfemias. Vio su buque adherido a aquella inmensa mole como un pulpo a una roca, a la mayor parte de su tripulación herida o contusa, y la cubierta sembrada de tablas, planchas, espeques y relingas, porque el vapor estaba casi deshecho. Tomó un anteojo y exploró el mar para ver si divisaba algún buque, y vio… vio uno anclado a media milla de distancia, un yate con la obra muerta pintada de rojo, y las chimeneas blancas, tal como lo había visto en el álbum comprado en Viena… Sí, aquel era el yate odiado y perseguido con tanto tesón inútilmente. Y para que no le quedase duda, vio a toda la tripulación agolpada a la proa, detrás de tres personas que se destacaban en primer término: dos mujeres y un muchacho. Y aquel muchacho era Vicente, el execrado monaguillo de Santa Mónica, que habíale hecho estar leproso durante cinco meses y arrostrar los peligros del mar, que le condujeron a aquel trance de perdición. Entonces maldijo su imprevisión de no haber puesto cañones a su buque para echar a pique al buque enemigo, ya que no podía apresarlo; pero si los hubiera tenido, doña Virtudes no estaría tan tranquila asestándole su anteojo.

Satanás sintió que le invadía el cerebro una ola de bilis y de sangre, cuando para colmo de su rabia impotente, vio al ex monaguillo, que subido a la borda, puso junto a la nariz sus dos manos extendidas haciéndole un pied de nez, mueca de pillo parisiense, que en castellano tiene un nombre que no quiero consignar.

El réprobo, entonces, dio una vuelta como el que recibe un balazo en la cabeza, extendió hacia el yate los brazos con los puños cerrados, y desde la popa, que rebasaba de la montaña, se arrojó de bruces al mar. Por esto dije al empezar mi narración que La Redención de Satán, de Victor Hugo, es solo fantasía poética. Satanás tuvo en el océano una tumba inmensa, digna de él.

Pero consuélense las gentes de mala voluntad: si el diablo ha muerto en el mar, aún quedan muchos en la tierra.

La última encarnación del diablo
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