La ingratitud
I
El brigadier de marina retirado D. Daniel Osorio era el hombre más feliz de la tierra…
Pero antes de pasar adelante, el lector debe conocer las causas de esta felicidad fenomenal, haciendo una revista retrospectiva.
El año de 1868, algunos días después del pronunciamiento de la escuadra que mandaba el general Topete, que fue el prólogo de la Revolución de Septiembre, un hermano mayor del susodicho brigadier, que residía en Valencia, recibió una larga carta de la que entresacaremos los párrafos siguientes:
Cádiz, 25.
Queridísimo hermano Servando: No bien me lo permiten la sorpresa, la irritación y la bilis, me apresuro a escribirte. Tan luego como vi que la topetada era un hecho, me presenté a nuestro leal jefe, le expuse las razones por las cuales no podía adherirme al movimiento revolucionario, y obtuve permiso para esperar en esta ciudad a que se constituya un gobierno y pedir mi separación del cuerpo de marina.
Espero que aprobarás mi conducta; te he oído decir muchas veces que la ingratitud es el más feo de los delitos, y yo no quiero cometerlo. Si bien por tu mediación, todo se lo debo a la reina, y no puedo servir al lado de los ingratos y desleales que se han unido para derrocar su trono.
Ya en Madrid el brigadier, recibió contestación a esta carta:
No solo apruebo tu proceder —le decía su hermano—, sino que me llena de satisfacción, aunque no me sorprende.
Todo, en efecto, se lo debemos a la dinastía caída, tú tus rápidos ascensos y yo mi fortuna, y no podemos servir a una patria sin rey que la simbolice. Deploro que este fatal acontecimiento haya truncado tu carrera; mas es de esperar que cuando pase la avalancha revolucionaria podrás reanudarla. Entretanto, procede como tengas por conveniente, siempre contando conmigo. Establécete donde sea de tu gusto. Pero si algo te tira mi cariño y nuestra hermosa Valencia, me atrevería a formular un deseo de mi corazón. Yo, desde que perdí a mi inolvidable Valentina, estoy sin sombra y abrumado por mis setenta años y mis muchos achaques. Quisiera tener una mano amiga que me cerrase los ojos al morir, y ¿cuál mejor que la de un hermano?
Decide y contéstame pronto; no puedes formarte idea de la ansiedad con que espero tu respuesta.
Puesto que estás en Madrid, ve a Toledo a ver a nuestro sobrino Federico; materialmente nada le falta; mas quisiera conocer su estado moral y los informes de sus profesores referentes a su aplicación y conducta.
D. Daniel Osorio no dudó ni un solo momento; prescindiendo del cariño, todo lo posponía al cumplimiento de su deber. Su hermano anciano y enfermo, a quien tanto debía, le llamaba; así, pues, tan luego como obtuvo su separación del servicio, y después de ver en Toledo a su sobrino, hijo de una hermana muerta hacía años, se trasladó a Valencia. Su hermano mayor, que había ejercido altos cargos en Ultramar, trayéndose de Cuba una pingüe fortuna, vivía espléndidamente en la ciudad del Turia, en la que habían nacido ambos hermanos. Tenía una antigua y espaciosa casa en la calle de Las Barcas, y un hotel que se había hecho construir en el Grao para habitarlo durante el verano, pues don Servando Osorio, valenciano encarnizado, no se ausentaba nunca de su ciudad natal.
El ex brigadier Osorio tenía cuarenta y siete años de edad y estaba fuerte y vigoroso. Era soltero y de carácter serio y un tanto retraído. Se dedicó con asiduidad a cuidar a su hermano, y ambos invertían la mayor parte de su tiempo en leer periódicos, siguiendo las fases de la revolución y halagando la esperanza de una restauración próxima.
Un día en que el reuma le atormentaba mucho, D. Servando Osorio dijo a su hermano:
—Oye, Daniel, me siento muy mal y creo que estoy en el principio del fin. Tengo hecho testamento; todo lo que poseo será para ti, ni siquiera he consignado una manda para nuestro sobrino Federico, por creerlo excusado; tú serás para él lo que yo he sido, ¿no es cierto?
—¿Y me lo preguntas? Me has hecho la justicia que merezco, mas que no viene al caso; tus recelos son solo lucubraciones de enfermo.
Pero aquellas lucubraciones se realizaron: dos meses después falleció don Servando Osorio casi de repente; el reuma habíale invadido el corazón.
II
Iba a entrar la primavera y el ex brigadier Osorio habitaba ya en el hotel de Grao. Hacía una vida retirada y todos sus pensamientos eran tristes. Había perdido a su hermano y en parte sus ilusiones de restauración borbónica; pues D. Amadeo de Saboya podía consolidarse en el trono.
Además la guerra carlista, que tomaba incremento, hacíale temer
nuevas desventuras para la patria. Por otra parte, sentía vacío en
su existencia, una vaga necesidad de familia, esos movimientos más
o menos formulados que sienten la mayoría de los célibes de
corazón. Una tarde, paseando por el Grao, vio unas cuantas mujeres
y chicos parados ante una tienda que tenía una muestra con este
letrero: «Leche de vacas vista ordeñar»
, y en la que en uno
de sus lados un pintor de brocha gorda pintaba una vaca y una mujer
ordeñándola. A la puerta de la vaquería había una joven haciendo
labor, que llamó poderosamente la atención del ex brigadier. Estaba
en el albor de la adolescencia y era el prototipo de la belleza
valenciana más perfecta; hermosísimo pelo, ojos negros sombreados
por largas pestañas, color ambarino que tan bien sienta a las
criollas y a las hijas del Turia, formas mórbidas y esculturales;
pero lo que D. Daniel Osorio encontró de más atractivo en
ella fueron su expresión candorosa y la limpidez acariciadora de su
mirada.
El ex brigadier entró en la lechería, se sentó a una mesa y pidió un vaso de leche.
—¡Jacoba, pon vaso a este señor! —dijo una mujer ya entrada en años que estaba en el mostrador—. Voy por la leche.
La muchacha, que cosía, suspendió su labor, y con suma gracia y gentileza puso un vaso y un cestillo con tortas y bollos de varias clases en la mesa de D. Daniel. Mientras le servía, mirándole sonriente, dijo:
—Si no me equivoco, usted vive en esa hermosa casa que está ahí arriba.
—No te equivocas; la casa es mía y tuya, monina.
Desde aquel día el ex marino iba frecuentemente a la vaquería y por fin dio en ir diariamente.
«El amor es como el mar, agitado en la superficie, que es la juventud, y profundo en la edad madura», y esto que dice Victor Hugo puede aplicarse a la afección intensa que D. Daniel sintió por aquella encantadora muchacha. Cada día la encontraba más linda, más cariñosa y más buena. Titubeó algún tiempo por consideraciones sociales; mas al cabo se sobrepuso su pasión y la hizo su esposa apenas dejó el luto que llevaba por su hermano.
Desde entonces parece que llovían satisfacciones sobre él. El mismo día de su boda recibiose en Valencia la noticia de la proclamación de D. Alfonso XII en Sagunto, y poco después su sobrino Federico, que era teniente de caballería, le anunció su próxima llegada a Valencia, adonde su regimiento iba de guarnición. Estaban, pues, colmados su amor, sus afecciones de familia y su lealtad monárquica, con el aditamento de una esperanza que le halagaba y que no había podido ver cumplida en cuatro meses de matrimonio: su joven esposa Jacoba estaba nerviosa, inquieta y había perdido el apetito, y el médico le había dicho: «Eso no es nada de cuidado y puede anunciar mucho bueno».
Por todas estas cosas reunidas y cada una de por sí, según diría Cervantes, he dicho yo al principio de este relato que el brigadier Osorio era el hombre más feliz de la tierra.
III
El sobrino de D. Daniel, que ya tenía el grado de capitán, llegó a Valencia como había anunciado.
Era un joven de veintidós años, brillante oficial, no por sus hechos de armas ni sus conocimientos militares, sino por la elegancia de sus irreprochables y flamantes uniformes. Tenía buena figura y el desparpajo, digámoslo así, de los jóvenes de buena familia; pero su inteligencia no pasaba de muy mediana. Cuando llegó le dijo su tío:
—¿Dónde quieres vivir, en nuestra casa de Valencia o aquí con nosotros? En ambas partes hay habitaciones de sobra.
—Aquí, tío —contestó el oficial—. Esta casa es más alegre.
Así, pues, esta familia llevaba una existencia dichosa. A Jacoba gustábanle los paseos por mar, y bastó una indicación suya para que el ex marino hiciese construir una bonita y cómoda balandra con mullidos divanes en ambas bandas y un lindo camarote a popa. Además iban frecuentemente a Valencia, en donde habitaba la madre de Jacoba, y en Valencia conoció esta al nuevo rey de España. No se realizaban los deseos de paternidad de D. Daniel, pero no desesperaba, siendo su esposa tan joven y estando él todavía en buena edad.
Habían estado en Madrid con motivo de las bodas de D. Alfonso con su prima la infanta Mercedes.
Entonces un primo de Osorio, alto dignatario de palacio, le había dicho: «¿Por qué no vuelves al servicio? Aún te quedan altos puestos que escalar», a lo cual contestó aquel: «Déjame de puestos, mientras que la patria o el rey no peligren».
Cuando regresaron a Valencia, Jacoba se quejaba del calor, y volvió a estar nerviosa y desasosegada. D. Daniel le propuso un viaje a San Sebastián o algún otro punto del Norte, pero ella respondió con mucha viveza: «No, no, en parte alguna se está tan bien como en la propia casa. Este calor excesivo no puede durar». El ex marino notaba en ella leves mutaciones de carácter que no acertaba a explicarse; a veces una alegría casi petulante y a veces tristeza y abatimiento. La observaba con ahínco, y él a su vez experimentaba un resquemor no formulado.
Transcurrieron dos meses.
Llegó el 21 de julio, día de la fiesta onomástica de D. Daniel. Por la mañana estuvo en Valencia a hacer pagos y compras. La madre de Jacoba hallábase en Denia de temporada en casa de una amiga, y los esposos y el joven Federico comieron como de costumbre a las tres de la tarde, con algunas golosinas extraordinarias. Hacía un calor insufrible y Jacoba abanicándose violentamente dijo a su marido:
—Mira, Daniel, así que caiga más la tarde, debemos ir al mar; esto es un ahogo.
—Iba a proponértelo. Daré orden a Vicente de que tenga preparado el barco.
Vicente era un antiguo marinero, a cuyo cargo estaba la balandra del ex marino, y que juntamente con un muchacho de trece años, hijo de aquel, constituían la tripulación.
Levantose alguna brisa, vistiéronse poco antes de las seis ambos cónyuges y Federico, que estaba muy galvanoso, y viendo el barco fondeado delante del hotel, iban a salir, cuando se presentó Juanito, el hijo de Vicente, y dijo a D. Daniel:
—Vengo de parte de mi padre; está enfermo, y me ha dicho que diga a usted que, si puede ser, le dispense de servicio.
—¿Pero es cosa de cuidado?
—Irritación de vientre, pero tiene náuseas y mareos.
—Pues bien: dile que se meta en cama y se cuide. ¿Puedes tú acompañarnos?
—Yo, sí, señor.
—Entonces no hay nada perdido más que la salud de tu padre; yo le supliré. Vamos.
Instaláronse todos en la balandra; Jacoba y Federico en el diván, D. Daniel al timón, y Juanito cerca del velacho para enfacharlo.
—¡Esta es ya otra atmósfera! —exclamó Federico.
Costearon el puerto, y cuando se metieron algo en el mar dijo el ex brigadier:
—Durante la comida, no he querido decíroslo por no entristecerla; estoy muy preocupado.
—¿Por qué? —preguntó Jacoba.
—Sabéis que esta mañana estuve en Valencia. Cuando acabé mis compras, me dio idea de asomarme al Casino de Mirasol, a hojear periódicos, y en la sala de lectura me encontré a un antiguo amigo todo enlutado. Le pregunté la causa y me contestó que llevaba luto por sus dos hermanos. Es de advertir que el mayor de ellos y yo nos queríamos entrañablemente; como que fuimos compañeros de juventud. La noticia me dejó consternado. Hacía años que yo no veía a Rosell, que así se llamaba, pero sabía de él constantemente. Lo que el único hermano superviviente me ha referido aumenta mi pena, porque no han muerto de muerte natural.
—¿Pues de qué? —preguntó Federico.
—¡Qué sé yo! No acierto a explicármelo; hay familias predestinadas a la catástrofe.
Al decir esto D. Daniel, sonó una explosión y viose un chispazo en el aire. Jacoba hizo un movimiento nervioso.
—¿Han hecho un disparo? —preguntó Federico.
—No, señorito; son cohetes que tiran en la isla del merendero —dijo Juanito.
Llaman así a un islote que está a unos tres kilómetros del puerto de Valencia. En él hay una casa de comidas, sombreada por algunos árboles, donde suelen detenerse a beber y comer los pescadores. Lo tiene una viuda con cuatro hijos.
—¿Y por qué tiran esos cohetes? —preguntó don Daniel al muchacho.
—¡Anda, anda, señor! Pues si hoy son los días de la señá Daniela, y va a haber allí baile esta noche.
—¡Ah! Sí, la conozco, pero no me acordaba de mi tocaya.
El ex marino enderezó la embarcación hacia el islote.
Siguieron bogando unos minutos.
Federico dijo:
—Pero, tío, no nos has contado de qué muerte extranatural han fallecido esos hermanos.
—¿Los Rosell? ¡Ah, sí! Es que no me he enterado bien, porque el hermano que vive está tan afectado que se expresaba muy mal. Según parece, ha intervenido la eterna Eva; una joven humilde con la que se casó Rosell el mayor. Por lo que deduzco, este se cercioró de que su hermano segundo y su esposa estaban en relaciones adúlteras. En esto de adulterios surgen incidentes imprevistos, descuidos de los culpables, señas o cartas sorprendidas; vaya usted a saber…
Estaban cerca de la isla del merendero. El ex brigadier dijo a Juanito:
—Ve al merendero y compra dos o tres docenas de rosquillas de yema. ¿No las habéis comido? —preguntó a Jacoba y Federico.
Ambos hicieron un signo negativo.
—Pues son muy ricas y tienen la particularidad de que nunca se endurecen. Anda, Juanito.
D. Daniel dio un duro al muchacho, acercó la balandra a un pontón de embarque que había en el islote y continuó diciendo:
—Compra también para ti lo que se te antoje.
Juanito entrose en tierra e inmediatamente el ex marino hizo boyar la balandra.
—Pues qué, ¿no esperamos a Juan? —preguntó sorprendida Jacoba.
—No, mujer; lo de las rosquillas ha sido un pretexto; ese pobre muchacho estaba rabiando por asistir al jolgorio de la isla.
—¿Y cómo va a volver a Valencia?
—Con cualquiera de los huelguistas; probablemente el jaleo se prolongará hasta mañana. De todos modos, cena y cama no han de faltarle.
Transcurrieron algunos minutos y Jacoba dijo:
—Hay humedad en el suelo del barco.
—Es resaca del mar, que dura este mes y el próximo.
La joven hizo un movimiento de cabeza; estaba intranquila; las mujeres tienen presentimientos que son previsiones; por algo ha colocado San Pablo a las sibilas en la Ciudad de Dios. Federico, que era muy curioso, y de no muchos alcances, como ya sabemos, inclinose indolentemente en el diván sobre que se sentaba diciendo:
—Esa historia de los Rosell parece un folletín interrumpido.
—¡Pobre amigo mío! —exclamó entonces el marino—. ¡No puedo desechar su recuerdo!
Y luego continuó diciendo como si hablase consigo mismo:
—Yo, que le conocía, comprendo su terrible decepción; odiaba la ingratitud sobre todas las cosas, y se convence de que aquella mujer a la que había sacado de la miseria y aquel hermano que había vivido a su costa a cuerpo de rey, le engañan infamemente en un contubernio monstruoso…
Interrumpiole una exclamación de Jacoba, que levantándose dijo:
—Tengo mojados los pies; en el barco entra agua.
—No te asustes hasta que te llegue al corazón —contestó D. Daniel dejando el timón y poniéndose en pie—. Tú y Federico necesitáis mucha agua para calmar vuestros ardores juveniles…
—¡Pero, tío!… —exclamó Federico, que empezaba a comprender.
—Calla y oídme —prosiguió diciendo el marino—. Ya que hablamos por última vez, que lo que hablemos sea conciso.
Hizo una breve pausa, envolviendo a los dos jóvenes en una mirada en la que relampagueaba la ira; luego repuso:
—Hace muchos días, muchos, que descubrí vuestro fuego amoroso; estrechabas en tus brazos a Jacoba en ocasión en que yo entraba en la pieza contigua, y un espejo indiscreto me reveló la infame caricia. Aquello era tan monstruoso, que dudé de lo que había visto; quise cerciorarme, aceché, registré y encontré lo que encuentran todos los que se hallan en mi caso; cartas, prendas de amor, pruebas irrecusables…
Hizo otra pausa, Federico estaba anonadado; en cuanto a Jacoba, aun cuando tenía los ojos abiertos y se agitaba en movimientos convulsivos, era evidente que estaba privada de sentido.
Entretanto, el suelo de la balandra íbase cubriendo de agua.
—No sé cuál ha sido mi mayor tormento: si descubrir vuestra pasión inicua, o reprimirme durante tanto tiempo; pensé mataros y matarme a la luz del día; pero no he querido que se sepa que un Osorio, faltando a las leyes de la gratitud y del honor, ha deshonrado a otro Osorio. Desde que me heristeis en el corazón, el mundo está sombrío y solitario para mí; quiero que me acompañéis en esta soledad. El mar es una tumba inmensa en que caben todos los cuerpos y todos los dolores; yo he preparado bien esta tumba; vamos, pues, a sepultarnos en ella.
D. Daniel hizo un movimiento, y Jacoba prorrumpió en un sollozo, debido tal vez a las visiones de su desmayo. Mirola aquel un momento, vaciló; mas luego, inclinándose a un costado de la balandra, separó una tabla falseada de antemano, diciendo a Federico, que no le oía:
—¡Cuando te digo que todo lo he preparado bien!
El agua entró a borbotones en el barco, que se inclinó hacia el lado por donde penetraba, y cubrió la parte inferior del cuerpo de Jacoba. Federico, loco de espanto y como obedeciendo a un movimiento instintivo, agarrose al mastelero, haciendo ademán de querer trepar por él.
—¡Ah, no piensas en ella, sino en ti! —exclamó entonces el ex marino—. Eres tan miserable en muerte como en vida. ¡Sí, trepa, trepa; cuanto más subas, de más alto caerás!
La inundación rebasó la borda de la balandra, sonó un chasquido como de tablas que se desunen y hubo un tumulto en las aguas, que formaron remolino.
Después… nada; solo la fosforescencia de los peces lunas, que acuden siempre a donde hay agitación marina, uniéndose a las últimas claridades de la luz crepuscular.