El poeta y la pastora

I

Tenía dieciocho años, se llamaba Alonso, y bien lo merecía, porque era el Quijote de la poesía clásica. ¡Un poeta clásico a fin de siglo! ¿Hase visto cosa igual? Alonso aún no había roto a hacer versos pero era poeta que pensaba y sentía arcaísticamente. En su colegio de Sigüenza había devorado a todos los autores antiguos y modernos, desde Homero hasta Carulla; y ¿lo creerán ustedes?, solo habíanle satisfecho tres: Virgilio, en las Églogas; Cervantes, en la Galatea, y Florián.

Porque tenía la manía de los pastores y especialmente de las pastoras; no comprendía la vida sino en la apacibilidad del campo. Despreciaba a los reyes, a los héroes y a los sabios. Soñaba, naturalmente, con la mujer, pero con sombrero de paja y cayado. Su padre era rico y viudo hacía años y retrajo a Alonso en el colegio de Sigüenza. El colegial estudió poco y leyó muchas cosas fantásticas. No se inclinó a seguir ninguna carrera, lo cual no preocupó a su padre, pues siendo rico, su hijo único no la necesitaba. Sacó a este del colegio al cumplir los diecisiete años, y se lo trajo a Madrid para que se formara, siendo así que las grandes poblaciones solo sirven para deformar. Alonso no sufrió esta contingencia: Madrid pareciole feísimo y sus moradores insoportables. Se ahogaba en la Carrera de San Jerónimo, en aquel paseo vespertino y estúpido, entre tenorios, y damiselas con sombreros extravagantes y antucás. Estaba triste y retraído: no encontraba allí la realización de sus sueños.

Su padre murió de una pulmonía prematura, que cogió por octubre, precisamente en el susodicho paseo de la Carrera de San Jerónimo; y a consecuencia Alonso hízose aún más retraído. Quedó bajo la tutela de un tío segundo, y este le dijo cuando iba a terminar el luto que ambos llevaban:

—Mira, chiquito, tu padre al morir me encargó que te dejara hacer tu voluntad, si esta no era pecaminosa. ¿Vives contento en Madrid? ¿Quieres ir a otra parte o viajar? Eres rico, y puedo pasarte suficientes asistencias.

—Justamente, tío, iba yo a hablar a usted de esto —contestó Alonso—. ¿No dice usted que tenemos una casa de campo, con hacienda, cerca de Madrid?

—Sí, en Morata de Tajona.

—¿Y está aislada?

—En el campo, a dos tiros de bala del pueblo.

—Pues bueno, quiero irme allí.

Este deseo de aislarse a los dieciocho años de edad no sorprendió al tutor; pues harto observaba que su sobrino estaba algo chiflado; y además como el deseo no era pecaminoso, accedió a la pretensión de su pupilo.

Y ya tenemos a Alonso instalado en la casa del campo de Morata, buscando en la naturaleza pastores y pastoras. Su bello ideal era encontrar una pastora aceptable, casarse con ella para que nadie tuviera que decir, y andarse con ella por las campiñas pastorando rebaños de ovejas y corderos, con el blanco vellón entrelazado con cintas y flores.

¿Quién puede ni siquiera imaginar las innumerables fases de la locura?

Pero Alonso solo encontró algunas pastoras imposibles, una pavera y una cabrera viejas, que parecían la estampa de la herejía.

¡Qué desencanto! El mundo de Virgilio, de Cervantes y de Florián habíase transformado.

Una tarde Alonso hizo una excursión lejana, atravesó el Tajuña, vio un monte en lontananza y se dirigió hacia él. Había muchas nubes y el sol jugaba al escondite. Sobre el monte distinguió el joven poeta un pequeño bulto que se movía: sería algún buitre posado, de los que por allí abundan. Siguió aquel avanzando, y ya próximo a la eminencia, quedose parado de sorpresa y emoción.

Sí, no cabía duda, era una mujer, joven a juzgar por la rapidez y gracia de sus movimientos al golpear en el aire con una rama de árbol, como si cazara mariposas. Destacábase su esbelto perfil, y ¡oh ventura!, llevaba sombrero de paja: era una pastora.

Alonso corrió hacia el monte, envuelto en un chaparrón súbito que comenzó a caer: la pastora desapareció por el lado opuesto, el poeta ya en la cumbre registró con la vista todo el campo, vio una manada de cerdos que se dispersaban; pero «¿dónde está la pastora?».

Alonso pasó tres días en cama, con calentura. Apenas convaleciente, volvió a pasar el río, buscó el monte, y se encaminó hacia él, aunque con desaliento, pues nada distinguía en la cumbre.

Pero ¡oh dicha!: súbito, de entre un grupo de árboles que había a un lado de la eminencia, vio destacarse un bulto… Sí, era ella: la pastora del sombrero de paja, la figura graciosa y esbelta.

El poeta subió al monte de una carrera, acercose a la pastora, sorprendida, pero no asustada, y le dijo a quemarropa:

II

—¡Oh, pastora de este monte, por fin te encuentro! Porque mi corazón me ha traído a ti. Antes vagaba por estos campos con la inseguridad del espíritu abstraído; hoy me ha guiado la eterna estrella que brilla en los cielos de la fe y en los cielos del amor.

—Pero, señor, ¡una estrella a las cuatro de la tarde!… ¿Dónde está? Yo no la veo.

—No la ves porque todavía no me amas, porque todavía no ha llegado la conjunción de nuestras almas, que más tarde se fundirán en un ángel-astro. Te veo de cerca por primera vez, pero ya te conocía. Cuando atravesé ese vallado, cuando me acercaba a ti, así que fijé en ti mi ansiosa mirada, mi corazón me dijo: «Esa es».

—Pues miste que es raro. Yo no estoy en el pueblo más que acostá y dende por la mañana hasta por la noche ando por estos vericuetos. ¿Dónde ma visto usté?

—Te vi el otro día coronando este montículo. Corrí a ti desalado y desapareciste como si te hubieses evaporado en el éter.

—Llovería y me refugiaría en la cueva que hay al pie del monte.

—Además, ¡oh candor inmaculado de la naturaleza!, ¿que dónde te he visto? En los obscuros limbos de mi alma, iluminándolos con la enunciación de tu presencia. Tú eres la mujer prometida, la eterna Eva.

—Oiga usté, señor, aunque ruda no soy tan inocente. No me llamo Eva, ni soy casá, ni he dao a naide manzanas podrías.

—¿Reposas en esta eminencia mientras tu ganado pace allá abajo florentem citisum? Así se posa el alción en su nido. ¡Qué hermosos me parecen hoy estos grandes árboles que te dan sombra!

—¿Sí? ¡Pues buenos están! No tienen más que castañas más chicas que aceitunas y más duras que peernales.

—El tibio rayo del sol poniente, atravesando la fronda, te acaricia. En esa actitud, sentada bajo la copa, te asemejas a la esposa del Cantar de los cantares

—¡Otra vez! Le he dicho a usté que soy soltera. No tengo ni siquiá novio. Aunque he cumplido los dieciocho años, naide ma dicho buenos ojos tienes.

—Tus ojos son dos océanos azules recién brotados, tu frente es tersa como la urna de donde nacen los ríos, tus cabellos son el monte de oro que Omar veía en sus sueños; gallarda es tu cintura como la palma de Cedar, y tus mejillas se asemejan a dos amapolas en el campo de trigo… Pero ¿qué es esto? ¡El sol oculta sus rayos!

—¡Ca de ser! Que viene cerrazón por allá abajo. Milagro será que no me ponga como una sopa antes de volver al pueblo.

—¡Ah, sí, las nubes! Ya las veo. Parecen ninfas fugitivas. Son las mensajeras de mi dicha. Van a anunciar a esas regiones donde se elaboran las emociones humanas, que he realizado mi ideal de poeta: el amor en la naturaleza.

—Pero ¡qué cosas dice usté, señor! Paece usté al señor cura cuando pedrica. Pero entoavía le entiendo a usté menos.

—Es que tu alma duerme. Es que eres la Hada de los gérmenes del amor de la balada

—¡Dormir! ¡Pardiobre! Estoy bien dispierta. Enantes me quedé traspuesta y los abejorros man despertao. No duermo ni en el camastro; hogaño hay muchos mosquitos.

—¡Ah! ¿Te disfrazas de rústica? ¿Es ese tu encanto? Pues bien: voy a hacerlo cesar. Los gérmenes van a brotar, las moléculas divinas del amor van a unirse, el halo va a reconcentrarse en la estrella de donde dimana…

—¿Otra vez la estrella?

—Dame tu mano.

—¿La mano? ¿Pa qué? ¿Va usté a dicirme la buenaventura? Too eso son chirigotas. Por Carnaval pasaron por aquí unas gitanas y me vieron y tocaron las rayas de la palmeta, y me ijeron que pasaría el mar con un jovencito rubio como unas candelas, y que tendría dos hijos, uno abogao y otro fiel de fechos, y ¡qué sé yo cuántas cosas más! Too mentira. Las di un pan de centeno y real y medio, y na. Sigo lo mismo que siempre, sin que naide, ni rubios ni bermejos sacuerden de mí.

—Tú no necesitas mentidos oráculos para realizar tus destinos. Tú debes cumplir los de los demás. Mujer, joven y hermosa, eres la pitonisa inconsciente del amor, una de las ideas madres de Goethe. No recibes la dicha; la das. Cuando la flor que está oculta en tu corazón como la inca filamentosa en el centro de la tierra, se desparza, habrás cumplido la ley de los seres unidos unos a otros por misteriosa concatenación. Pero ¿qué digo? Te he llamado mujer; no, no lo eres…

—¿Pus qué soy?, ¿hombre o alguna bestia?

—Hay en ti algo superior a la naturaleza humana. Te veo envuelta en un limbo desconocido que rechaza el análisis. Me haces creer en las ficciones de la mitología y en los espíritus elementales.

—¡A que va usté a icir que bebo aguardiente, como la tía Guiñeta, que está siempre peneca! ¡No faltaba más!…

—Por eso te pido la mano, para convencerme de la realidad de tu ser. A veces temo que te disuelvas en el aire, que te desvanezcas entre los átomos de ese rayo de sol. Te he buscado tanto tiempo en vano, que estoy receloso de perderte. ¡Oh! Dame tu mano.

—¡Miste que es tema! Usté está lila, señor. ¡Mi mano! ¿Pa qué la quie usté? Mejor le vendría una mano de almodrote de vaca, como dicen en la comedia que vi por la Pascua; porque tiene usté cara de necesitao.

—Deja que selle el homenaje del amor, el culto a la mujer, si lo eres, o la unión del ángel con el hombre. Dios, bajo la forma de las cosas finitas te ha hecho arquetipo de las infinitas. Tú eres la misteriosa escala de Jacob que une el cielo a la tierra. Aquí sopla algo de lo alto…

—Ya lo creo. Como que sa levantao el aire de Toledo, que siempre trae agua. Bien lo icía yo.

—¡Ah! ¿No quieres darme la mano? ¿Te crees merecedora de mayor rendimiento? Es verdad. La mujer inmaculada es imagen de la divinidad, y como a esta, se le debe adorar de rodillas: heme aquí a tus pies.

—Pero ¿cace usté, señor? Levántese presto. ¡Pus bueno fuera que pasara por aquí el guarda del coto!… Creería que estaba usté loco o borracho.

—Deja que bese tus pies.

—¿Mis pies? ¡Pus estarán buenos! Hace dos meses que no me los he lavao.

—¡Ah! ¿Qué haces? ¿Vas a darme una flor, una cinta, un talismán quizá, que me consuele de tu ausencia? ¿Qué es eso?

—El cuerno.

—¡Silbas! ¿A quién llamas? ¿A quién evocas?

—A los cochinos.

Y con efecto, el cerdoso ganado acude con su impetuosidad acostumbrada, y atropella al pobre Alonso, que estaba de rodillas, haciéndole caer de bruces al suelo.

¡Siempre lo mismo! ¡Siempre la materia sobreponiéndose al espíritu! ¡Siempre la poesía arrollada y maltrecha por la prosa!