El jaique

I

Yo no sé a punto fijo qué año era, pero sé que estábamos en pleno romanticismo; romanticismo que se reflejaba en todo: en la literatura, en las artes, en las costumbres y en las modas, por más que en estas fuese un romanticismo contrahecho. Han de Islandia, Nuestra Señora de París y Las orientales, de Victor Hugo, recientemente dadas a luz, juntamente con las caballerescas novelas de Walter Scott trastornaban todas las cabezas. No se hablaba más que de paladines, damas errantes, sayones, castillos, torneos, halcones y gerifaltes. Pero a esta literatura movida y brillante se mezclaba una levadura de tristeza y aun desesperación a lo Renato y Corina; así era que los amantes de entonces (y todos lo éramos), en vez de procurar el logro de nuestra pasión removiendo obstáculos y luchando con los de la Edad Media, nos entregábamos a una concentración sombría. No se concebía entonces el amor feliz, sino el contrariado y no correspondido.

El romanticismo repercutía hasta en los relojes de sobremesa y en los cuadros. Las figuras de bronce que adornaban los relojes representaban guerreros blandiendo la maza de armas, o bien damas a caballo descapitotando a su halcón. Los versos eran terribles: elegías feroces, o inacabables descripciones de antiguas ciudades o catedrales góticas.

Todo esto podía pasar, aun con algunos contrasentidos; pero lo inconcebible eran las modas de aquella época. Entonces, para designar a los elegantes de ambos sexos, no se les llamaba ni se llamaban ellos petimetres, currutacos, lechuguinos, lions, dandis, sino románticos.

¡Románticos! ¡Válgame Dios!

En las modas de hombres había algún dejo de Edad Media. Todos llevábamos melena como los reyes merovingios; las levitas, abotonadas hasta el cuello y sobresaliendo una enorme corbata, podían, forzando la imaginación, hacer el efecto de una cota y de una gola de guerra, y el pantalón de botín, casi siempre de color ceniciento, recordaba, aunque vagamente, la malla que los guerreros usaban debajo del arnés. Pero a las mujeres, como románticas, no había por donde cogerlas. Con su alto peinado, sus mangas estrechas, y su falda moratiniana ceñida, parecíanse tanto a una señora feudal como una bolera a un arzobispo.

Mas en materia de romanticismo, el traje era lo secundario, y lo principal era el aspecto. El aspecto debía ser triste, sombrío, patibulario: algo así como el vampiro de Byron. ¡Qué berrinches pasaban entonces los que eran naturalmente robustos, colorados y tenían los ojos vivos y brillantes! Sobre todo, esto último, porque desgraciadamente los ojos no pueden desfigurarse. No se concebía un rostro sin ojeras, y la palidez era la primera distinción.

¡Ser pálido o la muerte!; he aquí la divisa de los románticos.

Por entonces y poco antes de fallecer Juan Martínez Villergas escribía:

Amé a una niña romántica que pretender no debí; pues hasta el amor quería de Londres o de París. Bebía el vinagre a cántaros y en su estómago infeliz tenía siempre más yeso que chaqueta de albañil.

En efecto, entonces bebíase el vinagre, no a cántaros, sino a tinajas, y todos nos desayunábamos con tan agradable líquido.

Porque como entonces el amor tenía que ser contrariado, no se concebía a un amante lucio y coloradote.

II

Juan Girasol, simpático joven de dieciocho años de edad, hijo de la viuda de un brigadier, era el más romántico de todos. No había querido seguir la carrera de su padre, o mejor dicho, no le gustaba más carrera que la de San Jerónimo. Sin embargo, hacía como que estudiaba lógica y matemáticas. ¡Figúrense ustedes qué progresos haría en sus estudios un joven romántico que recordaba siempre la frase terrible de Han de Islandia: «Quiero beber el agua de los mares y la sangre de los hombres en el cráneo de mi padre», o que se embelesaba con el vestido blanco y el cinturón azul de la Elodia del vizconde d'Arlincourt!

Juan Girasol iba pro formula a la universidad, pues faltábale tiempo para esperar el logro de sus ideales. Eran estos el amor de

Una forma celeste, angélica, rubio el cabello, blanco el color, labios carmíneos, la frente pálida, triste sonrisa de oculto amor.

Pero la palidez de la frente debía extenderse a todo el semblante. Juan no hallaba ninguna mujer suficientemente pálida. No transigía con el más pequeño asomo de color; si le hubieran ofrecido una princesa de Asturias, ligeramente sonrosada, hubiera rehusado su mano. Así es que el pobre muchacho andaba maltrecho y triste sufriendo la vaga melancolía del amor sin objeto. ¡Qué había de ocuparse él del rudo latín de los aforismos de la lógica ni de los bárbaros terminachos paralelepípedos!

Pero un día me lo encontré en la calle Mayor, pálido, ojeroso como siempre, aunque agitado. Apretome febrilmente la mano y me dijo con acento indefinible:

—¡La encontré!

—¿Dónde? —pregunté yo, que sabía lo que quería decir aquello.

—En el Retiro.

—¿Cuándo?

—Ayer.

—¿Pálida?

—Vas a verla ahora mismo.

Me hizo bajar la calle Mayor, torcimos el pretil, y nos paramos junto a la esquina de la calle del Sacramento.

—Asómate tú con disimulo —me dijo Juan—; no quiero que me vean.

Me asomé a la calle del Sacramento.

—¿Hay gente en el balcón del piso principal de la casa número…?

—Sí, hay cuatro seres.

—¿Cómo seres?

—Sí, porque hay tres muchachas y un loro.

—¿Tiene una vestido blanco y cinturón azul, como la Virgen de Underlac?

—Sí.

—Pues esa es.

Juan Girasol había encontrado en el Retiro el ideal de sus sueños, bajo la realidad de una joven habanera de dieciocho años, hija de una señora viuda que poseía dos ingenios y hermana de una pollita de trece años de edad. Aquella familia americana tenía el indispensable loro y una criada negra y niña. Razón tuvo Juan de volverse loco por Mercedes (así se llamaba la cubanita), pues esta era más que pálida: era lívida con golpes de sinoples, como se diría en el blasón, y porque además era romántica por todo lo alto, como lo demostraban su blanco vestido y su azul cinturón. Pero los amores del muchacho se estacionaron, por más que siempre pensaba en ellos y se pasaba todos los días y parte de las noches asomándose a las esquinas de la calle del Sacramento. Porque Juan era excesivamente tímido y raras veces se atrevía a pasar por la calle. Cuando esto acontecía sufría mareos, se ponía colorado, ¡horror!, y se le trababan las piernas al sentirse mirado por las dos americanitas y la criadita negra, que casi siempre estaban al balcón. Y así pasaban los días sin que el encogido amante saliera de su cuidado, puesto que no sabía cómo escribir a su ídolo, y solo la veía desde muy lejos. Afortunadamente la señora americana era muy corta de vista; si no, pronto hubiera reparado en aquel palomino atontado, que las seguía a todas partes.

Aquel amor que coincidía con la primavera puso a Juan calenturiento. ¡Qué tal estaría que se decidió a hacer algo!

He aquí lo que hizo.

III

Escribió una carta, largamente meditada, que decía así:

Señorita: mi apellido es un contrasentido. El girasol se vuelve siempre hacia el astro del día y se extiende tanto, que si no lo exterminasen cubriría la tierra. Usted no es como el sol, sino como otra cosa más poética y más bella: la luna; y yo, como la mandrágora que la sacerdotisa gala segaba con su hoz de oro, me vuelvo constantemente hacia usted. Aunque el amor goza en lo que padece, yo ya no puedo sufrir más. Como la planta que me da apellido, necesito expansión: deseo saber si puedo abrigar la esperanza de besarle los pies, o si nunca seré digno de que usted fije en mí su celeste mirada. De todos modos, seré más feliz que ahora: correspondido, viviré en un cielo; desdeñado, el sepulcro me dará la paz de los que mueren de amor. Fíjese bien en estas líneas y deme su contestación. Mi destino depende de usted, o más bien el destino de ambos, pues es imposible que viva sin remordimientos todo el que es causa de la extinción de un cuerpo y tal vez de la perdición de un alma.

Juan Girasol

El romántico muchacho escribió esta estupenda carta en papel de color de lila, y la colocó encima de una almohadilla de olor a violeta para que trascendiese a este perfume.

Después de hecho esto, trató de procurarse dinero, de que andaba no muy sobrado. Vendió libros, como hacen todos los muchachos, no de texto, lo cual poco hubiese importado, sino otros más trascendentales. ¡Qué tal estaría Juan cuando vendió a La Virgen de Underlac, a Esmeralda y al Solitario del Monte Salvaje!

El día 23 de junio, víspera de San Juan, día memorable por varios conceptos, un poco antes de anochecer, Juan, provisto de su amorosa carta y de un flamante duro isabelino, situose en la calle del Cordón, esquina a la del Sacramento. Y se situó allí porque, espía amoroso de la familia americana, sabía que por allí había de pasar la criadita negra, que todas las tardes iba por leche a una vaquería que había y todavía hay en la primera de las susodichas calles. Durante su espera, palpitaba violentamente el corazón del tímido enamorado, pues hasta con la criada era tímido. Pero no tuvo que aguardar mucho: pronto, asomado a la esquina, distinguió el encarnado pañuelo de la negrita, rodeado a la cabeza a guisa de criolla, y el blanco delantal. Torció la muchacha la esquina con su jarra en la mano, parola Juan y le dijo balbuceando:

—Buenas tardes, morenita.

—Buenas tardes, señó —contestó ella, que le conocía de sobra.

—Vas a hacerme un favor.

—¿Un favó… yo?

—Sí. En primer lugar, ten este duro para que compres rosquillas, si vas esta noche a la verbena.

—No, señó, no; de ninguna manera.

—Vaya, no seas tonta, esto no vale nada —repuso Juan dejando caer la moneda en uno de los bolsillos del delantal de la negrita.

—Pero señó

—Oye —interrumpió aquel—, en el favor que te pido me va la vida, ¡y es tan sencillo!…

—Pero…

—Se trata de que des esta carta a la señorita Mercedes.

—¡Una carta! ¡Jesú Dios mío, si lo supiera ama mayó!…

—¿Y quién ha de decírselo? Tu señorita no, yo tampoco, conque así…

Y al decir estas palabras, Juan metió la misiva en el otro bolsillo del delantal de la negra. Siguió esta hacia la vaquería, y el enamorado joven, emocionado por el esfuerzo supremo que tuvo que hacer, se apoyó en la pared de la casa del conde de Revilla Gigedo.

Al volver a la suya le esperaba otra emoción.

IV

Por aquel tiempo empezaba a usarse el jaique. Era este la prenda de vestir más rara, más antiestética y más incómoda que ha inventado la moda.

Figúrese el lector una especie de gabán ancho, hopalanda, anguarina o como quiera llamarse, con las mangas muy amplias, de mucho vuelo y bastante largo, hecho de tela de lana o cúbica, de colores chillones y forrado de seda más chillona todavía. Los románticos, envueltos en aquella flotante veste, parecíanse a alcotanes con las alas extendidas. Como para usado en verano, el jaique llevábase siempre abierto, no obstante tener un sinnúmero de broches de pasamanería y a veces de trencilla de plata u oro; pero aunque abierto, la tela de cúbica o alepín y el forro de seda producían un calor insoportable. Los huracanes del verano solían levantar los faldones del jaique, descubriendo a veces misterios que contrastaban con las pretensiones de tan ridícula prenda, de un orientalismo cursi. He hecho esta somera descripción porque supongo que la mayor parte de los lectores (si los tengo) no habrán, por dicha suya, conocido ni visto el jaique ni aun pintado.

Pero el jaique estaba en moda y hacía furor: un romántico sin jaique asemejábase a un carnero trasquilado. La imaginación sufre tales espejismos. En los tiempos del miriñaque, la mujer que no lo usaba (si había alguna) parecía un escuerzo. Además, el jaique, por modesto que fuese, resultaba caro, y este era un incentivo más para desearlo. Por esto, Juan Girasol, que lo había deseado largo tiempo, hallose al volver a su casa con la grata sorpresa de que el sastre habíale llevado un jaique. La carta entregada a la negrita y la prenda de vestir, en boga, pareciéronle cosas concatenadas y de buen augurio. Al día siguiente, que era el de su santo, estrenaría aquel aditamento indispensable a todo romántico, y con él acabaría de ablandar el corazón de la pálida e interesante habanerita. Probose Juan el jaique en presencia de su madre, y le pareció demasiado largo; pero esta declaró que le estaba que ni pintado, que las prendas cortas de vestir no dan señorío, y además, que como él estaba creciendo todavía, convenía que le pudiese servir para el verano siguiente. El muchacho era docilote y se convenció, dobló cuidadosamente el jaique y entregose de lleno a su amorosa impaciencia, que fue terrible durante la noche, puesto que la familia cubana no salió de su casa, y el enamorado mancebo tuvo que resignarse a ver desde lejos a la creatura bella bianco vestita.

Juan se acostó, pero no pudo dormir, y eso que despreciaba a los o las chinches. Sus amorosos pensamientos teníanle desvelado como el arriero de la venta encantada de Don Quijote. Determinó aturdirse con el movimiento, y aprovechando el sueño de su madre, se fue a la verbena de San Juan. Vagó por la plaza Mayor y por el Prado, entre aquella multitud de gente; pues entonces la había en las verbenas, que no eran como ahora semillero de pulmonías, porque, según dice un político, el sistema parlamentario, reconcentrando el calor en las Cámaras, enfría al país.

Volvió Juan rendido a su casa antes de que se levantara su madre, y como le continuase el insomnio, entretuvo el tiempo rebuscando frases en su imaginación, para el caso de que pudiera hablar a su adorado tormento. Se desayunó, como siempre, con vinagre: precaución inútil, puesto que con la noche en blanco y el jaleo de la verbena estaba ya demasiado pálido y ojeroso. Tenía hasta nariceras, que son esos surcos que van desde la nariz a la boca o viceversa. Estaba archirromántico. A las ocho de la mañana salió de su casa, primorosamente vestido con el flamante jaique, una corbata nueva azul con pintas blancas y llevando en la mano un bastón de roten con puño de hueso de antílope. Pasó por la plaza Mayor, compró un clavel y se lo puso en un ojal del jaique, por si hallaba ocasión de ofrecérselo a la lívida americana. Compró también en un estanco un cigarro de dos reales, suponiendo que el tabaco le daría desparpajo y atrevimiento; pero no lo encendió hasta entrar en campaña. A las nueve paseaba por la plazuela del Cordón. Notaba que los transeúntes se fijaban en él y dedujo que su jaique daba golpe. A las nueve y media se situó en la propia esquina en que la tarde anterior había entregado su carta a la negrita, y desde entonces estuvo en acecho, puesto que sabía que la familia americana, los días de misa de precepto, oía la mayor, que se celebraba en las monjas del Sacramento.

V

Eran las diez menos cuarto: se aproximaba la hora, Juan acechaba, los balcones de su amada estaban desiertos, y el impaciente joven solo oía la charla del loro que estaba, como siempre, en un balcón. ¡Dichoso loro! ¡Cuántas veces acariciaría su cabeza parlante la pálida mano de la joven ultramarina! Juan estaba impaciente, conmovido, pero animoso. La combinación del jaique y del cigarro, que acababa de encender, dábale alientos. Recordaba la frase de Shady, el poeta persa, que dice: ninguna mujer puede resistirse a una pasión verdaderamente sentida. Se embelesaba pensando en sus futuras entrevistas amorosas cuando la habanerita le dijera con su suave acento americano: «¡Chinito, cuánto te quiero!»; en fin, el pobre Juan experimentaba todos los abulelamientos de los verdaderos amantes. Iban a ser las diez, y la familia de Ultramar, contra su costumbre, aún no había salido, los balcones continuaban desiertos. ¿Habríase aquella ausentado de Madrid? Esto no era posible: él a las diez de la noche anterior había oído las risotadas de la negrita. Además, ¿no estaba allí el loro para tranquilizarle?

El impaciente joven chupaba su cigarro con encarnizamiento y sentía mareos. Daba con el bastón volapiés a la casa de Revilla Gigedo, y tenía, como vulgarmente se dice, hormiguillo. Por fin, salió del portal de las americanas un bulto, quiero decir una señora: era ama mayó, según decía la negrita. Pero ¿cómo ella sola, cuando siempre iba a misa con sus hijas? Este incidente desconcertó a Juan. La vio entrar en la iglesia del Sacramento, y el pobre mozo no sabía qué pensar ni qué hacer. En aquel momento el loro redobló sus gritos, y ¡oh, instante feliz! Las dos cubanitas, con la negra por añadidura, aparecieron en el balcón.

Juan se tambaleó.

Las tres muchachas miraban hacia todas partes, esperando quizá el ver al amante rondador presentarse en alguna esquina, según tenía por costumbre. En efecto, Juan se asomó y quedose inmóvil como un espectro. En aquel momento perdió el ánimo que hasta entonces habíale alentado. Le sucedió lo que a algún reo de muerte: en la capilla está resuelto; aun cuando para llegar al patíbulo tenga que recorrer un largo trayecto, pide ir a pie, como yo vi uno en Sevilla, muy jaque, con el cigarro en la boca, saludando a todo el mundo; pero al divisar el fatal monumento de su suplicio, cayó al suelo sin sentido. Aunque la comparación sea un poco fuerte, una cosa parecida sucediole a Juan: la americanita juntamente con su timidez eran sus tormentos. Sin embargo, era preciso hacer algo; pues para algo había escrito él su famosa carta del muérdago, sin acento, y sacrificado un duro isabelino. Pero ¿cómo transponer aquella esquina que era el segundo cabo de los tormentos? Además, aquellos seis ojillos vivarachos que le acechaban, le desvanecían por completo. ¡Si al menos ella hubiera estado sola al balcón!… ¡Oh, prodigio de la casualidad o precoz intuición americana! La hermana menor y la negrita se retiraron del balcón, y la adorada de Juan, con su eterno vestido blanco y cinturón azul, quedose sola.

¿Aquello era providencial o hecho ex profeso?

El joven se decidió. Tiró la ceniza de su cigarro, despechugose el jaique para enseñar la blanca camisa bordada de menudos corazones, puso el bastón verticalmente, escondiendo el puño en el ancho bolsillo de la hopalanda oriental y entrose resueltamente por la calle del Sacramento. La americanita continuaba al balcón y le miraba. Juan sentía vértigos y además el faldón del maldito jaique se le enredaba entre las piernas. Cruzó al cabo aquella vía dulcemente dolorosa, llegó frente al balcón, y con atortolados ojos miró a su amada, la cual hízole una seña como de que subiera a la casa, retirándose ella del balcón.

¡Subir a la casa! Y sin embargo, era lo más natural: no había ella de hablarle o echarle carta desde las alturas, estando la calle, como día festivo (entonces lo era el de San Juan), tan transitada. Además, la moda de aquella época era que los amantes hablasen por la rejilla. El enamorado mancebo se hizo estos cargos. Miró al portal de la casa, la portera brillaba por su ausencia, lo cual diole ánimos. Entró, subió la escalera tambaleándose, pero casi de puntillas, y llegó al piso principal. La puerta estaba cerrada. Juan esperó inmóvil y jadeante. Poco después sintió un ligero ruido, luego se entreabrió la puerta al propio tiempo que todos los poros de Juan, luego apareció una cabeza, pero no la de suaves cabellos de la pálida americanita, sino una cabeza encarnada y una cara de carbonero, y luego el desvanecido amante oyó una vocecita gangosa que dijo:

—Ha dicho mi señorita que se corte usted el jaique.

Y la puerta volvió a cerrarse.

¡Horror!

Juan quedose petrificado; pero sintiendo mareos, volvió en sí. Bajó inconscientemente al primer tramo de la escalera, y allí el cigarro o la emoción hicieron su efecto. Pasole al pobre muchacho lo que a D. Quijote después de tomar el bálsamo de Fierabrás, y… puso perdido el jaique…

Juan vive todavía; pero hasta muchos años después de esta aventura, cuando las canas invadieron su cabeza y fue olvidando sus devaneos juveniles, no volvió a pasar por la calle del Sacramento.