Día 9, miércoles, de las 4:00 a las 18:00 hrs.

 

El insomnio fue intermitente. Observó el reloj y al fijarse que eran las cuatro de la mañana decidió levantarse a hurtadillas con el objetivo de no perturbar el sueño de su esposa. Pero apenas cruzaba el vano de la puerta de la habitación escuchó la voz femenina afectada por la modorra.

–¿A dónde vas tan temprano, amor?

Héctor giró sobre sus talones y observó a su compañera. Era preciosa aun a esa hora de la mañana, tapada hasta los hombros con la frazada, despeinada y forzando los párpados para mantener los ojos abiertos. El desorden psicológico, causado tal vez por la inesperada coincidencia con Teresa la tarde anterior, era injusto para su esposa. La infidelidad de Héctor no era genital, pero infidelidad al fin. Por otra parte, su desasosiego podría ser consecuencia de multiplicidad de factores: además del encuentro con Teresa y enterarse de su relación con un grupo mafioso, la anulación de pruebas en el juicio por el homicidio de Fabio Alfaro y la espera del dictamen sobre presencia de benzodiazepina en el cuerpo de María Fernanda Zamora… «¡Qué montón de cosas Dios mío!», gritaba en su interior.

–Necesito pensar amor… tengo mucha carga en este momento.

–Dame un abrazo –propuso la mujer.

Héctor fue hacia la cama y se sentó al borde, se reclinó sobre su esposa y cada uno rodeó con sus brazos el cuerpo del otro. Ella experimentó fusión con el ser amado, en tanto él estrechaba físicamente a su esposa pero extrañaba el sensual cuerpo de Teresa.

–No necesito explicaciones amor, siempre estaré aquí –dijo la señora–. Estoy orgullosa de vos, de tu trabajo, de lo que hacés por el país y de tu honestidad profesional. Sos un ejemplo para nuestros hijos.

–Gracias amor –al pronunciar estas palabras Héctor se sintió culpable.

Se separaron lentamente y él caminó hasta la cocina, donde preparó gallopinto, huevos con tomate, jugo de naranja natural y café. Al terminar puso manteles individuales sobre el desayunador, sirvió los alimentos y llamó a su esposa e hijos.

–Deberías desvelarte de preocupación todas las noches, así te levantarías y harías un buen desayuno en la mañana –bromeó la señora de la casa.

–¿Es domingo? –preguntó el menor de los niños.

En tanto avanzaba el desayuno, la tensión acumulada fue bajando en intensidad y Héctor logró un momento de amor familiar, excelente para iniciar el día. Cuando terminaron, madre e hijos fueron a la cocina a lavar los platos y Héctor sacó el celular del bolsillo de la bata; pensó que era temprano para hablar con sus subalternos, pero no había opción pues ellos entrarían a juicio temprano. Hizo la llamada a uno de los fiscales del juicio por el homicidio de Fabio Alfaro.

–Aló –escuchó una voz grave al otro lado.

–Buenos días y mil disculpas por llamar tan temprano, le habla Héctor Vargas.

–Buenos días jefe, en qué puedo servirle.

–Me dijo Marcela López sobre la anulación de las pruebas anticipadas.

–¿Cómo? –se escuchaba sorprendido el fiscal de juicio.

–Le pregunto acerca de las nulidades de las pruebas anticipadas… de las declaraciones de Mamerto y Jaguar.

–¡Nulidades! ¿Cuáles? –dijo con asombro y algo de burla el subalterno.

–¿Cómo dice? –Héctor sintió el irrespeto.

–Perdón jefe, fui muy sarcástico, pero Marcela le informó mal porque no se ha anulado prueba alguna… Usted sabe que Satanás está jodiéndonos, pero el tribunal postergó la resolución del pedido de nulidad y no se han pronunciado.

–¿Está seguro? –Marcela no podría haber cometido un error así, pensó Héctor.

–Completamente.

Héctor no estaba convencido de las respuestas.

–No sé qué pasa –explicó Héctor–, pero Marcela me dijo ayer que habían anulado las declaraciones de Mamerto y de Jaguar, tomadas por prueba anticipada…

–No señor –trató de interrumpir el fiscal de juicio.

–Permítame terminar –se impuso Héctor–. Según Marcela, el tribunal encontró un error de procedimiento porque la policía judicial y el Ministerio Público sabían que Mamerto implicaría al Pana y a los otros sicarios colombianos. En ese entendimiento, dijo el tribunal, debió nombrarse un defensor público para proveer de representación a los futuros imputados, pero al no hacerlo se violó el derecho de defensa y la prueba anticipada es nula.

–Eso no es cierto –replicó el fiscal encargado del juicio oral.

–Y en el caso de Jaguar, el tribunal anuló la prueba anticipada por considerar que el juez Torres no tenía competencia para tomar la declaración en Guatemala.

–Es otra información ajena a la realidad –reiteró el fiscal de juicio.

–¿Está seguro? –insistió Héctor.

–Don Héctor, yo no mentiría nunca, menos en un tema tan serio.

–Pero Marcela me dijo que usted le había dado la información.

–Si se lo dijo… mintió –fue categórico el fiscal de juicio.

–¿Habló con Marcela ayer?

–Con Marcela no hablo hace una semana.

–Está bien… disculpe si lo he incomodado, pero me dieron una información errada.

 

 

Los diarios abrían sucesos con titulares alusivos a una persecución del Ministerio Público en contra del abogado penalista Manolo Araya, basados en las declaraciones brindadas por él una vez terminada la audiencia de apertura de evidencia de la tarde anterior. El abogado Max Gordillo despotricaba en Nota Roja por la «mala fe del Ministerio Público» al ocuparse de unas armas de Manolo Araya, cuando María Fernanda Zamora había muerto estrangulada. «Eso revela que el fiscal general da palos de ciego y no tiene prueba alguna contra el imputado», declaraba Gordillo. No obstante, Julián sonreía discretamente.

El vehículo del fiscal general entró lentamente al parqueo por el costado sur del edificio de la Corte Suprema. Los guardas de seguridad, como siempre, autorizaron el ingreso e indicaron ocupar un sitio en el área de limpieza de los autos. A muy baja velocidad avanzó hasta el centro del sótano. Julián bajó y caminó unos metros hasta parar frente a los ascensores. Allí se encontraba, esperando para subir también, La Diaconisa.

–Buenos días –saludó Julián.

–Buenos días –contestó y sonrió con hipocresía la mujer–. ¿Para dónde va?

La Diaconisa hacía este tipo de preguntas sin educación alguna.

–Tal vez su pregunta debió ser: ¿cómo le va? –la retó Julián.

–Bueno, está bien. ¿Cómo le va y para dónde va?

–Me va bien ¿y a usted? –ignoró Julián la segunda parte de la pregunta.

–A mí me va bien –respondió con la falsa sonrisa nuevamente e insistió–, ¿y para dónde va?

–Y usted, ¿para dónde va? –sonrió él también.

Ella comprendió, por más alta funcionaria del poder judicial que fuera, que el fiscal general no se subordinaría a sus impertinencias. Entonces borró su sonrisa, desvió la mirada hacia la puerta del ascensor y se mantuvo inmóvil esperando.

Se abrió finalmente la puerta del elevador. La Diaconisa ingresó seguida de Julián y dos guardaespaldas. Nadie pronunció palabra, excepto para solicitar al operador los números de piso que interesaba a la señora y al fiscal general. Julián dejó el ascensor y caminó por los anchos pasillos privados de los magistrados, cuya sobriedad vino a menos por la nueva instalación de una serie de puertas metálicas que asemejaban la entrada a una cocina de hotel barato. Finalmente ingresó al despacho del magistrado que buscaba, se anunció y la secretaria lo hizo pasar al privado de Roberto Esquivel.

–Buenos días –dijo Julián en tanto caminó hacia el escritorio de Roberto Esquivel y extendió la mano derecha para saludarlo.

–Buenos días Santerra –Roberto correspondió el saludo e indicó al visitante tomar asiento frente al escritorio.

–¿Cómo va todo? –preguntó Julián.

Roberto Esquivel recargó su espalda en el respaldo de su silla ejecutiva, mientras descansó el codo izquierdo en el brazo del asiento y se tomó la barbilla con la mano derecha.

–Con pena debo preguntarle algo –habló pausadamente.

–Pregunte lo que desee don Roberto.

–Voy al grano porque no tenemos mucho tiempo: ¿conoció usted en vida a la esposa de Manolo Araya?

–¿A María Fernanda Zamora? –preguntó Julián, adivinando por qué había sido citado tan temprano.

–Exactamente.

–No –Julián fue categórico–, no la conocí, no sabía quién era, nunca me relacioné con ella.

–Oiga bien esto –Roberto Esquivel casi susurraba–. La Diaconisa visitó a todos los magistrados ayer por la tarde para decirnos que esa señora estaba embarazada y esperaba un hijo suyo, razón por la cual usted se ha interesado tanto en la investigación del uxoricidio.

La Diaconisa está atrasada en rumores –respondió Julián– pues con esa historia fueron al jefe de prensa del poder judicial el lunes… hace dos días.

–¿Sí?

–Sí señor.

–¿Y? –Roberto Esquivel esperaba la respuesta.

–Solamente pudo ser por inseminación artificial…

La respuesta de Julián fue interrumpida por una carcajada de Roberto.

–¡Eso estuvo muy bueno! –exclamó el magistrado mientras reía.

–Nunca la conocí, no sabría decir cómo hablaba ni qué pensaba. Yo asumí el caso porque me gusta investigar homicidios y recibí la denuncia por teléfono en mi casa; pero además, no quiero otra vergüenza como la de hace algunos años, cuando un alto funcionario administrativo del poder judicial mató a un joven abogado y el proceso fue un desastre para favorecerlo.

–Sé de qué caso habla –dijo Roberto al tiempo de aprobar con la cabeza– y tiene mucha razón, pues es un sonrojo para la corte.

–Por favor tenga claro –habló Julián con vehemencia– que esta es otra especie propalada para perjudicarme.

–Suficiente, me basta con su palabra; pero sepa que esto se va a tratar en corte plena mañana jueves.

–¡Qué mierda y qué pereza! –Julián no ocultó su molestia.

–Cuente conmigo –dijo Roberto–. Hablaré con otros magistrados.

–¿Por qué me irían a creer?

–Está equivocado Santerra, la pregunta es por qué habríamos de creer en ella. Después de todos los intentos fallidos para perjudicarlo, La Diaconisa ha caído en el descrédito.

–Eso me tranquiliza –Julián creyó terminar allí la conversación.

–Ahora vamos a lo importante; quiero su palabra de no revelar mi nombre como informante del caso de Manolo Araya.

–Don Roberto, usted no me ha comunicado dato alguno para la investigación del caso de Manolo.

–Pero se lo voy a decir a continuación.

–Ah. Tiene entonces mi palabra.

El magistrado Roberto Esquivel narró a Julián los hechos que a su vez le describiera la sirvienta de su vecina. Ésta trabajó medio tiempo de lunes a viernes, durante las mañanas en horario de seis a doce, en casa de Manolo Araya. Fue contratada por María Fernanda cuando recién volvió de la luna de miel, de modo que cumplió sus labores domésticas durante casi un año.

Cuando la sirvienta inició su trabajo, percibió a María Fernanda como una señora feliz, amante de su marido, amable y dedicada a su casa y a su función judicial. Corrieron así unos meses, pero un día por la mañana todo cambió de repente. Su patrona se había incapacitado por razones médicas y lloraba en su habitación por muchas horas. Cuando salía a tomar los alimentos en la cocina se notaba desmejorada física y anímicamente, aunque no evidenciaba ser víctima de violencia corporal. La informante interpretó que la pareja discutía a diario y esto dañaba el equilibrio de María Fernanda. Aunque también dijo que Manolo Araya nunca fue un hombre amable y sólo lo escuchaba hablar del trabajo con su esposa.

El tiempo corrió con la salud de María Fernanda entre altibajos, hasta el lunes de la semana antepasada. La informante servía el desayuno a la pareja dueña de casa, cuando escuchó a Manolo manifestar su intención de divorciarse. María Fernanda lloró con amargura mientras su esposo tomó el desayuno con la mayor indiferencia. Una vez detenido el llanto, la cónyuge herida se dirigió a Manolo.

–De alguna forma esta será una liberación de muchas cosas –le dijo–. Se detendrá este martirio psicológico al que me has sometido en los últimos meses, recuperaré mi libertad y podré buscar la felicidad. Además, no callaré sobre la asesoría que esa zorra amiga tuya vende sin escrúpulos…

No había terminado de comunicar sus propósitos cuando Manolo Araya con el anverso de su mano derecha golpeó fuertemente a María Fernanda en la boca, haciéndola caer al piso. Después le gritó:

–Aquí la única zorra sos vos, hija de puta, y a mi amiga la respetás.

La informante observó el acometimiento y escuchó los gritos llenándose de miedo, pero sólo atinó a refugiarse en el baño de visitas.

–Te voy a advertir algo zorra hija de puta: no vas a salir más de este apartamento, te quedarás aquí hasta podrirte maldita. Y como te atrevás a contar a alguien de la asesoría te mataré. ¿Está claro?

María Fernanda no contestaba y eso encendía aun más la cólera de Manolo.

–Contestá hija de puta, ¿está claro?

Desde el baño la informante no escuchaba respuesta alguna de la mujer agredida.

–Hija de puta te voy a matar ya, te voy a dar un balazo.

Manolo caminó velozmente a la habitación principal, trajo un arma de fuego y con ella amenazó a María Fernanda.

–Te doy la última oportunidad, ¿está claro que si decís algo sobre la asesoría te mataré?

La sirvienta lloraba en silencio en su escondite. Suplicaba a Dios que María Fernanda se comprometiera a no contar de la supuesta asesoría. «Si el señor la mata, después vendrá por mí para eliminarme», pensó.

–No contaré nada Manolo, solamente te pido que me dejés en paz –dijo finalmente María Fernanda.

–Ves que fácil se conserva la vida, pedazo de hija de puta.

Después la sirvienta escuchó un portazo y el motor del automóvil de Manolo que se alejó por la calle interna del condominio, pero no se atrevía a salir del baño. Estaba paralizada por el terror. En medio del silencio sintió cómo temblaba cada célula de su cuerpo. Rezó, suplicó a Dios mil veces y finalmente se llenó de valor y fue al comedor. Allí se encontraba tendida en el piso María Fernanda, sangrando profusamente por la boca. La sirvienta trajo hielo en una servilleta de tela y lo aplicó a los labios. Los minutos transcurrían lentos, muy lentos. De vez en cuando María Fernanda abría los ojos y observaba a aquella bondadosa mujer que en vez de huir la atendía con visible temor y angustia.

De repente se escuchó el vehículo de Manolo que entraba de nuevo al garaje. La informante retiró el hielo de la boca de María Fernanda y con ansiedad observó fijamente la puerta principal.

–Agradezco profundamente lo que hace –dijo la víctima tratando de encontrar fortaleza–, pero no tiene sentido esto. Váyase mientras pueda, sálvese.

Se abrió la puerta y apareció Manolo con otro hombre.

–Amor –dijo–, traje al doctor para que te atienda.

Cuando Manolo notó la presencia de la empleada doméstica agregó:

–Gracias por atender a María Fernanda mientras yo iba por el médico.

La sirvienta y el doctor ayudaron a la señora de casa a llegar a su cama y recostarse. Después fue auscultada con cuidado: presión, pulso, corazón y pulmones. Finalmente, los labios y los dientes.

–¡Está completa! –diagnosticó el médico mientras se dirigía al agresor.

–¿Y la boca? –interrogó Manolo.

–Recetaré antiinflamatorios, no creo necesario suturar y le vendrá bien un poco de benzodiazepina para tranquilizarla.

–¿Y la incapacidad para el trabajo? –inquirió Manolo.

–Le daré un mes.

–Que sea por razones mentales –solicitó Manolo.

–Como vos digás –concedió el facultativo–. ¿Un mes está bien?

–Sobrado… muchas gracias.

La informante cuidó a su patrona durante ocho días, hasta la víspera del uxoricidio. Ese lunes María Fernanda le contó que iría a vivir a los Estados Unidos con tal de librarse de Manolo.

–¿Tiene miedo por lo de la asesoría? –preguntó la mujer.

–¡Cállese! –gritó María Fernanda–. ¡Por lo que más quiera en el mundo, cállese porque la pueden matar!

El martes, por la mañana, se presentó la empleada a trabajar en el apartamento de Manolo Araya, pero no le permitió la entrada. La despidió y le pagó las prestaciones sociales.

–Esos son los datos que le tenía y usted nunca escuchó de mí –dijo Roberto Esquivel con seriedad.

–Descuide don Roberto –respondió Julián–. Y esa señora, la sirvienta, ¿declarará?

–Jamás. Tenga la información que le di y olvídese de esa mujer.

 

 

Simultáneamente a la entrevista entre Roberto Esquivel y Julián Santerra en la Corte Suprema, tenía lugar una discusión en el quinto piso del edificio de los tribunales de justicia, en las oficinas de la unidad de apoyo.

–¡Quiero una explicación ahora! –Héctor omitió saludar a Marcela cuando entró al cubículo de ésta.

–Jefecito, ¿qué pasa, por qué me grita? –dijo Marcela con voz normal.

–¿Por qué me dijo que anularon las declaraciones de Mamerto y Jaguar? –subió más la voz Héctor.

Marcela estaba desconcertada. El fiscal coordinador de la unidad de apoyo nunca se enojaba y era inesperado que vociferara. Ella, mujer de carácter fuerte y controlado, lo observó pacientemente hasta que terminó su pregunta.

–Eso me informó el fiscal de juicio en el caso de Fabio Alfaro –contestó.

–Imposible –Héctor no dejaba de gritar y se agitaba.

–Jefe –dijo Marcela al tiempo de levantarse de su silla con la pretensión de imponerse–, con seguridad hay un malentendido y lo vamos a aclarar ahora. Por favor cálmese y tome asiento.

–No me diga qué hacer –desgañitaba Héctor– y si no tiene una explicación lo que va a tener es un problema.

Marcela volvió a su asiento, tomó el celular de su bolso y marcó un número.

–Habla Marcela –dijo mientras observaba a Héctor que caminaba de un lado a otro de la oficina–. Estoy con el fiscal coordinador y quiero confirmar que la defensa argumentó la nulidad de las pruebas anticipadas de Mamerto y Jaguar.

En tanto Marcela escuchaba la respuesta de su interlocutor, Héctor observó cómo se desfiguraba: inclinó la cabeza, se llevó la mano a la frente, acomodó su largo cabello, fue inconsistente con la mirada. Finalmente terminó la conversación telefónica.

–¿Qué? ¿Qué? –increpaba Héctor con voz muy alta.

–Tiene razón jefe, las pruebas no fueron anuladas.

–¡Pero la defensa no ha insistido en la nulidad! ¿Cómo las iban a anular?

–Entendí mal a los fiscales del juicio.

Héctor apoyó las manos en el sobre del escritorio, acercó su cara a la de Marcela y continuó su interrogatorio:

–¿Cuál es su juego?

–No comprendo.

–Yo soy quien no entiende. Hoy me aseguró uno de los fiscales del juicio de Fabio Alfaro que usted no habla con ellos hace una semana.

–¿Cómo ese fiscal se atrevió a hacer tal afirmación?

Héctor tomó su celular y marcó un número ante la mirada de angustia de Marcela.

–Hola, habla Héctor Vargas otra vez. Con su permiso voy a abrir el «manos libres».

Retiró el teléfono de su cabeza, oprimió una tecla y lo puso sobre el escritorio de Marcela.

–¿Hace cuánto no habla o no ve a Marcela López?

–Una semana aproximadamente.

Marcela bajó la cabeza.

–¿Han insistido los defensores de Enrique Santos y de los colombianos en la nulidad de las declaraciones de Mamerto y de Jaguar?

–No señor.

–¿Las anularon?

–No señor.

–Gracias –y cortó la comunicación.

Enfurecido, golpeó el escritorio con la palma de la mano.

–Me va a explicar ahora mismo varias cosas: ¿Qué ha hecho esta semana en vez de asistir a los fiscales del juicio de Fabio Alfaro? ¿Por qué mintió respecto de las nulidades? ¿A quién consultó hace unos minutos?

Marcela se sintió atrapada:

–No estoy obligada a soportar esta agresión verbal –se levantó, tomó su bolso y salió.

 

 

Héctor se encontraba literalmente fulminado, debido a la irresponsabilidad de Marcela en informar lo que no era cierto y a la evasiva a contestar haciéndose la víctima y huir de la oficina. Le intrigaba, además, la llamada que hiciera frente a él para consultar con «alguien» acerca de las nulidades no interpuestas y no declaradas. Lo único cierto de todo es que esa llamada no se hizo a los fiscales del juicio de Fabio Alfaro. Podía sentir la transpiración que humedecía su camisa.

–Buenos días don Héctor –asomó a la puerta uno de los fiscales auxiliares que lo acompañara a la audiencia de apertura de la caja decomisada al abogado Salomón Pacheco.

–Adelante caballero –Héctor trató de ocultar su estado de ánimo.

El joven fiscal auxiliar avanzó hasta el escritorio, pero omitió el saludo con su mano derecha; en su lugar puso un papel sobre el mueble y explicó:

–Jefe, aquí está la certificación del Registro de Armas. Se hace constar que no está inscrita la Smith & Wesson, calibre 44, Magnum y tampoco la Heckler & Koch, calibre 9 milímetros Parabellum.

–¿De las armas de Manolo? –se sorprendió Héctor por la rapidez con que consiguieron el documento.

–Sí señor.

–¿Cómo la consiguió tan rápido?

–Tengo un amigo en el Registro de Armas y como lo noté a usted tan preocupado anoche…

Héctor tomó el papel, lo leyó despacio y en silencio.

–¡Esto es fenomenal! ¡Las armas no están inscritas! –exclamó Héctor casi celebrando.

–No lo comprendo jefe.

–¿Qué no comprende? –rió.

–Manolo Araya no mató a María Fernanda Zamora con arma de fuego y, respetuosamente me permito manifestar, creo haber perdido el tiempo esta mañana solicitando esta certificación.

–¿Está hablando en serio?

–Muy en serio jefe.

–Colega, no me juzgue tan duro. Cuando tengamos la valoración final del caso comprenderá la razón de mi alegría.

Entre tanto el jefe Negro recibió en su oficina, procedentes de la OPO, los análisis de los rastreos telefónicos faltantes.

Abrió el sobre a la brevedad, estudió los gráficos y leyó las conclusiones periciales. Las relaciones telefónicas de María Fernanda no aportaban algo interesante a la investigación. En cuanto a los registros de llamadas de los teléfonos de Marcela López y de Manolo Araya reflejaban datos curiosos: en los últimos tres meses había un tráfico intenso de llamadas de Marcela a la otra policía del OIJ Consuelo Hernández y a Manolo Araya. También había un intercambio inusual de llamadas entre los teléfonos de Consuelo y Manolo.

Después de hablar con Marcela, la oficial Hernández siempre llamó a Manolo y éste al abogado de Enrique Santos. «¡Curioso!», susurró Fernando Negro.

 

 

–Don Julián –dijo Laura al otro lado del teléfono–, están aquí la señora que vino ayer… la periodista Teresa González y otras dos señoras.

–¿Quiénes son ellas?

–La doctora Sandra Galicia, psiquiatra y su madre doña Dolores Galicia.

–Páselas adelante y que venga también Héctor Vargas.

Laura abrió la puerta a las tres visitantes. La sensualidad natural de Teresa, incrementada por su vestimenta provocativa, era opacada por la hermosura y elegancia de Sandra. «No necesita recurrir a la vulgaridad para atrapar a cualquiera», pensó Julián. Teresa, como siempre, hacía lo posible por conquistar con su imagen; la doctora Galicia se notaba nerviosa, pero doña Dolores transmitía la paz que deja la vida. Después del saludo protocolario tomaron todos asiento y esperaron a que Héctor Vargas se incorporara a la reunión.

–Doña Dolores Galicia y doctora Sandra Galicia –dijo Julián–, les presento al fiscal coordinador Héctor Vargas.

–Mucho gusto –dijeron las tres al unísono.

Julián tomó la presidencia de la reunión y entró en materia, seguro de no obtener la versión de la doctora Galicia, pues se acogería, como era lo correcto, a la regla deontológica del secreto profesional. Pero no comprendía la presencia de doña Dolores.

–Doctora Galicia –la observó Julián fijamente mientras le hablaba–, ayer estuvo aquí Teresa González y fue entrevistada sobre el caso del uxoricidio de María Fernanda Zamora, quien presuntamente fuera asesinada por su esposo Manolo Araya.

–Ella me comentó –dijo la doctora al tiempo de recriminar con la mirada a Teresa.

–Al parecer Manolo Araya le consultó profesionalmente a usted la semana pasada –Julián consultó los apuntes–, para ser exacto el miércoles. Le dijo haber dado muerte a su esposa, tener el cadáver en la sala de su apartamento y necesitar ayuda para cargar el cuerpo en su vehículo pues era muy pesado para él solo.

Levantó su mirada y observó a la doctora Galicia, quien guardó silencio.

Entonces Julián continuó.

–Si Manolo Araya le contó todo eso como parte de la consulta psiquiátrica, comprendo se ampare al secreto profesional. El problema es que usted se lo dijera a Teresa González u otras personas, porque de ser así su acción constituye delito.

–Señor fiscal general –la doctora Galicia estaba visiblemente molesta–, no he contado a Teresa ni a otra persona absolutamente nada acerca de mis pacientes. Lo que me dijera Manolo durante la consulta debo guardarlo en secreto y no lo diré a usted ni a nadie.

–Terminamos entonces la entrevista –manifestó Julián al tiempo de ponerse de pie invitando con ello a salir de su oficina.

Sin embargo, solamente Julián y la doctora Galicia dejaron sus sillas y caminaron hacia la puerta de salida, provocando la curiosidad de Héctor Vargas.

–Teresa, ¿ustedes dos se quedan por otro asunto? –dijo refiriéndose a doña Dolores también.

–Yo me quedaré sólo un minuto más.

Julián, sorprendido, se despidió de la doctora Galicia y retornó a su asiento.

–Don Julián –habló Teresa–, usted confunde mucho las cosas. Ayer dijo que yo calificaba a la oficial Marcela López como cómplice del uxoricidio de María Fernanda Zamora, cuando en verdad yo dije otra cosa. Afirmé que esa policía aconsejó a Manolo acerca de cómo deshacerse del cadáver. Hoy aseveró que la doctora Galicia me dio información que Manolo Araya, en condición de paciente, le hubiera confiado.

–¿No fue así? –inquirió asombrado Julián.

–No don Julián… no fue así. Yo dije que Manolo consultó profesionalmente a Sandra, pero no que ella me transmitiera el contenido de dicha consulta.

–¿Cómo se enteró usted?

–Me voy –se levantó Teresa de la silla–. Doña Dolores tiene mucho para contarle.

–¿Doña Dolores?

–Sí y de paso me llevo a Héctor, que me invitará a un café mientras usted la entrevista.

Julián comprendió que Dolores Galicia no daría información frente a Héctor y con un ademán autorizó que saliera de la oficina con Teresa.

 

 

La situación política de El Salvador al terminar la década de los setenta e inicio de los ochenta hizo que muchos ciudadanos de ese país buscaran mejor fortuna en Costa Rica, siguiendo así el ejemplo de miles de nicaragüenses que desde 1979 iniciaron la migración ilegal hacia el sur de Centroamérica. Los salvadoreños fueron en gran cantidad a los Estados Unidos, pero muchos vinieron a tierras ticas. En su momento se estableció un refugio en el Colegio Adventista en La Ceiba de Alajuela, donde fueron atendidos y se les trató de incorporar a la sociedad. Muchos regresaron después a su país natal y otros se trasladaron de Costa Rica a territorio estadounidense.

Pocos se quedaron, entre ellos una odontóloga de treinta y dos años de nombre Claudia Fuentes, quien tenía dificultad para caminar debido a una lesión sufrida cuando integraba la guerrilla. Fue una figura muy buscada por las autoridades salvadoreñas. Para no ser descubierta compró documentos de identidad falsos, donde se hacía constar el nombre de Dolores Galicia. La nueva mujer encontró su modus vivendi como asistente en una discreta clínica odontológica, donde se ganó la simpatía y el respeto de su patrono, a quien nunca reveló su verdadera identidad. Con el tiempo conoció a un costarricense y de esa relación nació Sandra quien, ante la irresponsabilidad del padre, lleva el apellido Galicia. Dolores «trabajó como salvadoreña», es decir con disciplina incansable, hasta convertir a Sandrita en psiquiatra.

Sin embargo, en el fondo Dolores seguía siendo Claudia Fuentes –la revolucionaria– y no renunció del todo a luchar por sus compatriotas. Se vinculó a una red de «coyotes» que llevaba salvadoreños a los Estados Unidos. Ella no lo hacía por negocio sino por convicción ideológica, pues no ganaba un dólar en esa actividad clandestina, que no era constante sino aislada, para ayudar a sus antiguos «compas» o a familiares de estos. Cuando era contactada, se comunicaba con otra exguerrillera que también cambió su nombre y otras calidades personales para no ser reconocida, logró llegar a los Estados Unidos, obtener la nacionalidad americana y, con el tiempo, convertirse en funcionaria del servicio de inmigración. Cuando alguno de los viejos amigos de Dolores la informaba de la necesidad de ir al país del norte, ella contactaba a Mariangélica –nombre de guerra de su vieja compañera de armas– quien por la suma de tres mil dólares falsificaba una green card y con esto el interesado pasaba por residente de la unión americana. Pensaba que las remesas de los salvadoreños eran una forma de repatriar el dinero sustraído por el imperio.

Dolores y Julián encontraron compatibilidad química. Ella le contó su historia, sus convicciones, sus batallas ideológicas, sus heridas de combate, su huida a Costa Rica, su falsa identidad y sus acciones para llevar a Estados Unidos a sus paisanos.

–Señor fiscal general, usted conoce mi vida a detalle y puede aprehenderme ahora mismo por «coyotaje».

–¿Quién le ha dicho tal cosa?

–El licenciado Manolo Araya, cuando me defendió y logró que me absolvieran, pero ahora nos amenaza a mi hija y a mí con denunciar que mentí en el juicio y llevarme a la cárcel.

–¿Cuándo fue ese juicio?

–Hace años. La sentencia se dictó en el tribunal de juicio de San José.

–Tiene los datos del expediente.

–Los encontrará en este papel –dijo doña Dolores al darle una hoja con el apunte.

Julián levantó el teléfono y pidió a Laura buscar la información sobre el expediente.

–En tanto su secretaria nos entera del destino de la sentencia, contaré cuanto conozco del caso del licenciado Manolo Araya –dijo Dolores.

–Mejor espere un momento para saber si la sentencia tiene carácter de cosa juzgada, pues si así fuera no debe temer la amenaza de Manolo.

–Don Julián –dijo ella con voz pausada y una sonrisa en los labios–, hace muchos años dejé mi profesión para luchar por la justicia social. Quedé coja y mis camaradas me abandonaron. Por ayudar a compañeros a buscar la libertad fui perseguida como criminal, mi abogado defensor terminó extorsionándome… En cuanto he luchado por mis convicciones, las personas o la propia vida me han pegado duro.

Julián no comprendía por qué el discurso, aunque sus simpatías comenzaban a inclinarse por doña Dolores.

–Hoy es el día de mi liberación –siguió diciendo ella–. Ni Sandra sabe que soy Claudia Fuentes, buscada por las autoridades de mi país al que jamás pude regresar. Rompí ante usted mi secreto y me extraditará, supongo; también sabe que mentí para ser absuelta y me perseguirá hasta verme en la cárcel.

–¿Por qué confiesa todo eso ahora?

–Porque a pesar de todas las traiciones y reveses que me ha dejado la vida, hace mucho tiempo decidí creer y luchar por la justicia sin anteponer mis intereses. La justicia debe estar por encima de mi agenda personal.

–No la comprendo –dijo Julián sin ocultar su asombro, aunque su voz era pausada–. Después de fracasar en la lucha por su patria, de perder su profesión, del abandono de sus amigos y de la traición de su abogado defensor, ahora se sacrifica por un proceso judicial costarricense.

–Don Julián, este país es mi segunda patria y para ella quiero lo mejor, pero la vida en la que espero vivir bien es en la otra, no en esta. Es tan poco el tiempo que vivimos aquí como para condenarse y perder la eternidad por guardar silencio y favorecer a un asesino.

Julián se llenó de respeto por aquella mujer.

–Realmente admiro su forma de enfrentar la vida y ojalá muchas personas pensaran así, pero hay un problema que no es menor.

–¿Cuál es?

–Hasta donde me he enterado, Manolo Araya fue atendido en condición de paciente por la psiquiatra… por su hija la doctora Sandra Galicia, y en la consulta confesó haber matado a María Fernanda Zamora y pidió ayuda para ocultar el cadáver. Si su hija compartió esta información con usted, ella cometió el delito de revelación de secretos y podría ser condenada, por lo que usted tiene derecho a no declarar para no implicar a su hija.

–Agradezco mucho su preocupación por mis derechos, pero, con todo mi respeto, no conoce usted los hechos y su razonamiento es equivocado.

–¿A qué se refiere?

–Manolo Araya fue a mi casa la noche del miércoles de la semana pasada a consultar profesionalmente a mi hija, pero yo lo atendí pues Sandra había salido con su amiga Teresa González. Pasó a la sala y me contó lo que hizo, lo que no me extrañó porque María Fernanda me confió unos días antes estar amenazada de muerte por Manolo.

–Vamos por partes, porque son tres aristas con un solo vértice –dijo Julián tratando de comprender.

Dolores Galicia contó haber ayudado a un salvadoreño a obtener una «tarjeta verde» falsa para residir en los Estados Unidos, para lo cual contactó a su compatriota Mariangélica en el servicio de inmigración de ese país. Sin embargo, el hombre fue devuelto del aeropuerto de Miami por razones que no fueron aclaradas, pues por lógica debió ser detenido y juzgado ante los tribunales locales. De regreso en Costa Rica se abrió una causa penal, la policía y la fiscalía sospecharon de Dolores Galicia porque el salvadoreño ingresó a tierras ticas y solamente tuvo contacto con ella hasta dirigirse a Estados Unidos. En el curso de la investigación, autoridades estadounidenses y del OIJ entregaron a la fiscalía de Costa Rica rastreos de llamadas de un teléfono del servicio de inmigración. El análisis criminal daba cuenta que esas comunicaciones fueron al celular de Dolores, por lo que se le imputó el delito de «coyotaje». Cuando la doctora Sandra Galicia supo que su madre era perseguida penalmente, contrató al famoso abogado Manolo Araya como defensor particular. Logró sacar del país al otro acusado, al que iba a los Estados Unidos y como dejó de presentarse a los tribunales, fue declarado rebelde. Luego, aconsejó a Dolores mentir en juicio y así declaró que el salvadoreño se ganó su amistad y le pidió el teléfono en varias oportunidades, percatándose ella –cuando le llegó la cuenta telefónica– que ese hombre había llamado a los Estados Unidos. Fue absuelta, pero comenzó una relación extorsiva para la doctora Sandra Galicia, pues Manolo pedía dinero y favores para no informar a los jueces sobre la mentira declarada por Dolores en su propia defensa.

–Perdone la interrupción –intervino Julián–. En este país es un derecho del imputado guardar silencio o faltar a la verdad en su defensa. De modo que si a este momento se cae en cuenta de su declaración mendaz, no habrá consecuencia siempre que la sentencia esté firme. Es decir, que no se pueda impugnar más.

–No sé si esa es la situación de mi sentencia. Ahora tampoco importa.

–Continúe.

–En el curso del proceso en mi contra, Manolo me presentó a la licenciada María Fernanda Zamora, su novia para ese entonces. Peleaba mucho con ella y por un tiempo fui confidente suya y me enteré de golpizas, violencia psicológica, amenazas y otras barbaridades.

Julián se concentró tanto en la narración que dejó sus apuntes a un lado. Dolores siguió su relato:

–María Fernanda me habló por teléfono el lunes de la semana pasada, para contarme de una nueva agresión física de Manolo. No había enojo en sus palabras sino miedo, un gran temor de ser muerta a manos de su esposo. Según me dijo María Fernanda, el licenciado Araya le pidió se divorciaran y ella aceptó, pero cometió el error de decir a Manolo que entonces podría hablar de una supuesta asesoría de una oficial del OIJ en un caso importante. En razón de eso Manolo Araya le pegó en la cara y la amenazó de muerte. Estaba en manos de una organización secreta a la que pertenece Manolo y este grupo tenía el poder para ordenar que la mataran. Decidió huir a los Estados Unidos y como ella sabía de mis conexiones con Mariangélica, porque muchas veces mi caso fue discutido en su presencia, me solicitó conseguir una tarjeta verde falsa que le permitiera vivir como residente en suelo estadounidense. Yo hice la conexión y Mariangélica cobró tres mil dólares. Así se lo comuniqué a María Fernanda, pero no alcanzó a traerme el dinero porque Manolo la mató.

«Eso calzaba como anillo al dedo con la información del magistrado Roberto Esquivel», concluyó preliminarmente Julián.

–¿Por qué afirma que Manolo Araya mató a María Fernanda Zamora?

–Como dije antes Manolo Araya fue a mi casa el miércoles de la semana pasada como a las once de la noche. En verdad es la casa de mi hija Sandra y yo vivo allí. Mi hija no estaba, pero Manolo entró sin que yo lo invitara haciendo gala de su prepotencia. Sentados en la sala, me dijo haber ahorcado a su esposa María Fernanda porque ella tenía un amante. Apenas había dicho esto cuando llegó Sandra y Manolo la consultó como psiquiatra. Yo me levanté para abandonar el recinto pero él me invitó a quedarme por conocer ya su versión que repitió a mi hija. Lo único nuevo fue su solicitud de ayuda a Sandra para ocultar el cadáver, porque, según dijo, era muy pesado y no podía solo. Mi hija se negó a colaborar y aconsejó entregarse a la policía porque lo descubrirían de cualquier forma, pero Manolo afirmó que eso no sucedería pues la oficial Marcela López le estaba sugiriendo la forma de desaparecer el cuerpo. Una de sus recomendaciones fue envolver el cadáver en bolsas plásticas, sobre todo la cabeza, porque los fluidos fisiológicos brotarían pronto por la boca. Cuando Manolo abandonó la casa insistí a Sandra en llamar a la policía, pero me dijo que eso sería violación del secreto profesional. Entonces llamé por teléfono a Teresa González y le conté todo.

–Usted es una testigo importantísima.

–Y voy a cumplir con la justicia, pero no declararé lo de la tarjeta verde porque no puedo traicionar a Mariangélica.

–Necesitamos declare eso también.

–Bajo concepto alguno lo haré y espero me comprenda. Si esto se sabe, Mariangélica terminará en una cárcel en Estados Unidos.

–¿María Fernanda Zamora le dijo a usted algo de una policía del OIJ y de una asesoría en un caso importante?

–Sí don Julián.

–¿Quién es esa policía?

–No sé.

–¿Será Marcela López?

–No sé porque María Fernanda nunca mencionó el nombre. Sin embargo, Manolo Araya dijo que una policía llamada Marcela López lo recomendó acerca de cómo deshacerse del cuerpo de María Fernanda.

–¿Está segura?

–Completamente.

Laura ingresó de súbito a la oficina.

–Don Julián, la sentencia absolutoria de doña Dolores Galicia está firme –dijo y se retiró.

–Nada qué temer, puede declarar sin problemas… y comprendo lo de Mariangélica.

–Gracias don Julián.

–La remitiré a la unidad de apoyo para que le tomen la declaración.

Terminada la entrevista, Julián hizo un resumen en su computadora. Acto seguido tomó el teléfono y llamó a Carmen Lacomme.

–Diga.

–¿Cómo estás Carmen?

–Amigo mío, ¿cómo van esas investigaciones?

–Necesito tomar las declaraciones tuya y de Rubén Mora.

–¿Tenés otra persona a quien Manolo pidiera ayuda para ocultar el cadáver de María Fernanda?

–La tengo… soy hombre de palabra y ahora Rubén debe cumplir su parte y venir a declarar.

–Lo hará sin duda.

–Entonces, mañana por la tarde el fiscal coordinador Héctor Vargas te llamará. Nos hablamos después.

–Por favor no cortés aquí la conversación –el tono imperativo de Carmen no permitió establecer si era una súplica o una orden.

–Te escucho –dijo Julián intrigado.

–Gracias amigo mío, por la memoria de María Fernanda.

 

 

Al salir de la oficina del fiscal general, dejando allí a Dolores Galicia, Héctor y Teresa fueron a la sala Francisco Chaverri. Laura trajo café y compartió con el fiscal coordinador y con la periodista una parte de su sánguche, para compensar con un pequeño aporte personal los recortes presupuestarios para bocadillos y relaciones públicas. Laura amaba al Ministerio Público y nunca escatimó esfuerzos, aunque significara algún pequeño desembolso de su parte, para cuidar la imagen de la institución.

Una vez solos en un extremo de la larga mesa de sesiones, Héctor y Teresa pudieron conversar con absoluta confianza.

–Hoy les pega duro la prensa –dijo Teresa mientras se arrellanaba en la silla.

–Sí. Es por lo de las armas de Manolo Araya. En este país cualquiera cree saber de todo: futbol, operaciones médicas, economía y no podía faltar la abogacía.

–Pero es que no se entiende lo que están haciendo. ¿Para qué interesarse por unas armas de fuego si María Fernanda Zamora fue ahorcada o estrangulada?

–Yo creo que el detalle de las armas de fuego nos ha dado un indicio importante del que no puedo hablarte en este momento. Pero ponete a pensar, ¿podríamos dejar de lado una caja de cartón que Manolo le dio a guardar a un abogado la víspera del uxoricidio?

–No.

–Exacto, no podemos dejar de estudiar evidencia alguna. Ahora bien, la caja contenía armas, pero pudo contener ropa o repuestos de automóvil. El punto es determinar por qué quiso Manolo esconder esos bienes un día antes de cometer el delito.

–Entiendo Héctor, pero hoy les viene dando duro el impresentable de Max Gordillo.

–Nunca he comprendido la actitud de la prensa de tomar declaraciones a ese demente.

–Como periodista te digo que es una fuente exquisita para un periódico como Nota Roja. Es un sensacionalista y no tiene escrúpulo para decir lo que suscite escándalo.

–Aparte de eso, muere por figurar.

–Porque tiene un severo complejo de inferioridad. Max Gordillo diría cualquier cosa con tal de aparecer en titulares, porque compensa su incapacidad con el reconocimiento que según él tiene.

–Pero la prensa seria no trabaja así.

–¿Por qué creés que sólo lo entrevistan en Nota Roja y en los noticiarios amarillistas de la televisión?

Héctor no dio respuesta y volvió al origen del reencuentro con Teresa:

–Ahora sí te metiste en un problema –Héctor usaba un tono paternal.

Ella interpretó bien la solidaridad del amigo.

–Hoy me podés regañar, pues estoy consciente de mi error al ingresar a la comunidad secreta.

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

Héctor la tomó de la mano y esperó que recuperara el aliento.

–Tengo mucho miedo… vivo bajo mucha presión –confesó mientras con suplicante mirada pedía la ayuda de Héctor.

–No me interpretés mal, pero me resulta inaudito que una mujer inteligente e independiente como vos llegara a vincularse con la comunidad secreta.

–Una palabra lo explica todo: «poder».

–¡Siempre buscaste el poder!

–Toda mi vida. A fin de escalar puestos me acosté con quien fuera y lo más cerca que estuve de una jefatura fue cuando asistí invitada a alguna reunión. Nunca recibí un ascenso, todo lo contrario, cuando los jefes se enteraron de mi forma de conducirme fui despedida.

–¿Despedida? –la confesión de Teresa asombraba.

–En realidad me solicitaron la renuncia y la firmé para no manchar mi currículo… En términos precisos: «me renunciaron».

–Con toda sinceridad lo siento por vos, pero era la consecuencia lógica y esperable.

–Pero lo más grave fue no sacar rentabilidad a la experiencia y volví a usar mis métodos para tratar de ascender, ahora en política. Ya estoy en mitad de la cuarta década y no he accedido a puesto importante alguno.

–¡Dios mío! ¿Por qué hacés esas cosas?

–Para tener poder, porque siempre he querido estar en una posición de poder. Vos sos fiscal coordinador y tenés poder. Cualquiera con quien me relacione tiene poder, tienen la posibilidad de destacar, de ser persona pública… de ser alguien. Yo, en cambio, no soy nadie… no soy nada.

Sin decir lo que pensaba, Héctor relacionó las palabras de Teresa con el diagnóstico que ella misma dio de Max Gordillo tan solo unos segundos atrás.

–¿Querés el poder? ¿Para qué?

Teresa frunció el ceño, bajó la mirada y sollozó.

–¿Para qué querés el poder? ¿Qué harías con el poder? ¿Cuál es tu proyecto? –insistió Héctor.

–No sé.

–Entonces, ¿para qué tener poder si no sabés qué hacer con él?

–Por favor… tengo mucho miedo –Teresa rompió en llanto y Héctor acercó la silla hasta que pudo pasar su brazo sobre los hombros de ella.

–No es mi intención reprenderte, pero nunca te diste cuenta de todo el poder que tenías.

–¿Cuándo?

–Cuando eras periodista de sucesos.

–¿Cuál poder?

–El de informar a la ciudadanía sobre las actuaciones de los operadores de justicia, de comparar el deber ser con el ser; de contrastar lo establecido por la ley con las actuaciones concretas de policías, fiscales y jueces. Tuviste el poder de poner en evidencia la injusticia, la parcialidad, la falta de objetividad, el abuso y la omisión; lo tenías para destacar también a los buenos funcionarios, para poner en evidencia las maniobras de algunos abogados que recurren a las malas artes… Allí hubieras destacado. Lo tenías en las manos y lo dejaste ir.

Se impuso un solemne silencio mientras Teresa lloraba con amargura.

–Tenés razón –dijo secándose las mejillas y los ojos–. Siempre la has tenido y tampoco lo vi en su momento.

–No importa ahora el pasado… Debés resolver este presente tan peligroso que te rodea.

–¿Cómo hago? –casi gritaba y vino otra vez el llanto–. Estoy desesperada.

–No te abandonaré, somos amigos y te ayudaré a salir de tus enredos.

Teresa dejó su silla y caminó por la sala en tanto secaba sus lágrimas.

–Quiero ser completamente honesta con vos.

–Te escucho.

–Sé que por mi causa te has sentido lastimado y a pesar de esto nunca dejaste tu preocupación por mi vida, por mi forma de conducirme, por mis ambiciones… Sé que en el fondo me amás.

Héctor quedó sentimentalmente desnudo y se estremeció por dentro.

–Te alejaste de mí cuando te conté de mis relaciones íntimas con mujeres –sobrevino una vez más el llanto.

–No tenés que darme explicaciones, es tu vida y yo te respeto. ¿Tu amor es Sandra Galicia? –susurró Héctor al oído de Teresa.

–Es la primera vez que amo verdaderamente a alguien.

Gota a gota Héctor se desangraba.

–Respeto tus sentimientos y tu decisión.

–Gracias Héctor.

Después de unos minutos separaron sus cuerpos, se miraron y sin pronunciar palabra regresaron a sus sillas.

–Ahora soy yo quien desea ser totalmente sincero con vos. Quería aprovechar el momento para entrevistarte como testigo sobre la comunidad secreta y su relación con el uxoricidio de María Fernanda Zamora.

–¿Qué conexión puede haber entre la comunidad secreta y el delito cometido por Manolo Araya?

–Fuiste vos ayer quien solicitó la venia del fiscal general para narrar antecedentes del uxoricidio y estos fueron precisamente tu relato sobre la comunidad secreta.

–Confío plenamente en vos, pero cuanto te diga sobre la comunidad secreta debe quedar bajo reserva entre nosotros.

–Doy mi palabra –concedió Héctor.

–Estoy lista… preguntá.

–¿La comunidad tiene un nombre?

Teresa observó con intensidad a Héctor.

–¿Para qué querés saber eso? –se resistía a contestar.

–¿La comunidad lleva el nombre de La Secta? –Héctor intentó un interrogatorio aseverativo.

–Te podrían matar por conocer ese dato –era evidente su preocupación.

–Interpreto eso como una respuesta positiva: la comunidad secreta es La Secta.

Teresa asintió con la cabeza.

–¿Quién presidió la ceremonia de iniciación?

–No puedo decirlo –era notoria la angustia de Teresa.

–¿No podés o no querés?

–No puedo ni quiero.

–¿Fue el que llaman El Padre?

Teresa se cubrió el rostro con las manos y sollozó.

–Sos un excelente fiscal, un excelente investigador, pero te van a matar si seguís con eso.

–Interpreto una respuesta positiva también.

Héctor dio otra espera en tanto Teresa podía hablar.

–Amigo, más allá de un uxoricidio o muchos homicidios, esta es una lucha entre el bien y el mal, por encima de la carne y por encima de la materia. Contra eso no tenés protección.

–La fuerza que respalda esto me protegerá –sacó del bolsillo una medalla de San Benito.

–¿Qué es?

–San Benito.

–¿Dónde la obtuviste?

–Me llegó anónimamente y después una mujer llamó para decir que es mi escudo contra las potestades del mal, que libran una guerra espiritual. Al fiscal general también le hizo llegar una.

–Es una de las hermandades –dijo Teresa con una mezcla de sorpresa y satisfacción.

–¿Cómo?

–Existen grupos que enfrentan a organizaciones como La Secta con oraciones, ayuno, sacrificios y obras. Si ellos te mandaron la medalla, la protección te la dará la energía positiva de muchísimas personas.

Héctor no creía mucho ni poco en la explicación de Teresa. En realidad exhibió el disco de San Benito para calmar a su interlocutora y dejar espacio al resto del interrogatorio.

–¿Qué relación tienen La Secta con el uxoricidio?

–No estoy muy al tanto y por favor guardá la reserva –ella se notaba más tranquila, como si tuviera fe en el símbolo mostrado por Héctor.

–Decíme lo que sepás.

–En La Secta hay un órgano denominado Concilio, que toma decisiones radicales. Según parece, Enrique Santos puso en conocimiento de ese cuerpo deliberante unos hechos… María Fernanda Zamora sabía algo relativo a Santos y el Concilio ordenó matarla para evitar la denuncia de esos hechos.

–¿Cuáles son esos hechos?

–Con honestidad no lo sé.

–¿Cuándo supiste sobre la decisión del Concilio?

–El jueves de la semana pasada… dos días después del uxoricidio.

–¿Cómo te enteraste?

–Nunca lo voy a decir –Héctor recordó su promesa de respetar la reserva de Teresa.

–¿Quiénes integran el Concilio?

–En verdad no lo sé, porque Sandra y yo somos nuevas y queremos salirnos de La Secta antes de estar metidas en algún enredo.