CAPÍTULO IX
Hubo unos segundos de gran confusión. El aviso fue tan inesperado que nadie supo cómo obrar de momento. Andrew reaccionó en seguida:
—¡Ustedes vayan hacia la entrada, y apóstense ante la cerca, si llegan a tiempo! ¡Ustedes cuatro, a los caminos; dos a cada uno! ¡El resto, que forme otro cordón aquí, detrás, en el término de la explanada!
Un grupo de jinetes apareció en aquel momento.
—¡Hola, Genn!—saludó el pecoso nerviosamente—. Pueden ocuparse de la entrada también. Esos hombres van allí.
—De acuerdo.
—¿Y yo?... ¿Se ha olvidado de que existo?
—¡Tú puedes esconderte hondo, David! Si alguno de esos hombres te pone el ojo encima, será a ti precisamente a quien aten a la montura para llevarte a Brandon. ¡Vamos, lárgate pronto!
—Pero yo puedo...
—Esconderte, ya te lo he dicho. Ten en cuenta que, arriesgándote, pones también en peligro la vida de Virginia.
Le dejó solo y el joven no tuvo más remedio que obedecer.
Reinaba gran actividad. Genn y sus hombres, sobre los caballos, se habían adelantado al grupo que se dirigía a la cerca. Los demás se apostaron ante la explanada. Corrían de un lado para otro, escogiendo puntos estratégicos. Se daban órdenes en voz alta. Se amartillaban las armas... Y sonaron los primeros disparos.
Klein se refugió en la vivienda de Andrew, en la planta baja. Por una ventana se asomó al exterior repetidas veces, pero la lucha no era visible desde allí. Tuvo que conformarse con escuchar los disparos que se incrementaban por momentos. Estaba nervioso, impaciente. Hubiera querido intervenir. El papel pasivo que Andrew le asignó resultaba difícil.
No sabía qué hacer, no podía dominarse. El tiempo pasó trabajosamente. Paseaba por la habitación. Fumaba sin descansar. Se apretaba las manos y no cesaba de mirar por la ventana una y otra vez... El fragor de la lucha era intenso.
¡Virginia! Se acordó de pronto. ¿Qué sería de ella? Debía estar asustada.
Subió la escalera rápidamente. La puerta abierta de par en par. La estancia abandonada. Todo en su sitio, en orden. Pocas cosas habían cambiado. Ahora estaban abiertos los postigos y apagada la lámpara. ¿Y ella? ¿Cómo se atrevió a salir? ¿Dónde había ido?
Klein se apartó súbitamente del ventanal. Había visto a dos hombres de Stanford a sus pies, pegados a la pared del edificio. ¿Cómo habían conseguido llegar hasta allí? Estaban detrás de la última línea que Andrew estableció. ¿Qué se proponían?
Bajó rápidamente la escalera y, en la misma puerta de la casa, esperó. Los hombres aparecieron en la esquina. Seguían pegados a la pared. Miraban a uno y otro lado. Avanzaban.
Klein disparó su revólver y uno de los individuos hizo un brusco movimiento. Dejó caer el arma. Se llevó las manos a la cabeza. Se desplomó. El otro disparó al mismo tiempo, obligando a Klein a esconderse. Emprendió veloz carrera. Iba en dirección a uno de los barracones y el joven no vaciló en seguirle. Corrieron. Se cruzaron varios disparos.
David estaba demasiado nervioso para usar de ninguna precaución. No se detuvo en la entrada de la nave, sino que penetró en ella resueltamente. En cuanto dio unos pasos...
—¡Estese quieto, forastero!... ¡No dé un paso más! ¡Tire ese revólver y vuélvase despacio!
Se extrañó de que su enemigo le llamase de aquel modo. ¿Cómo le había reconocido? ¿Era quizá Stanford?...
Obedeció lentamente, resignado.
—¡Ah! ¿Es usted, Neff?... Creí que me había alcanzado el honor de enfrentarme con su jefe.
El guardaespaldas de Stanford rió, sin dejar de apuntar con su arma al pecho de Klein.
—Yo también soy importante, no crea. Morir a mis manos es una suerte.
—Menos mal. Siempre me desagradó la idea de que me liquidara un tipo insignificante.
—Está bien. Puede dejarse de palabrería. No piense que va a entretenerme mientras consigue una forma de rehacerse. Le he dejado que hable para que se dé cuenta de sus últimos momentos, y también para que sepa quién le quitó la vida. Tenía que saber muchas cosas más, pero no queda tiempo.
—¡Espere un momento!... ¡No dispare!... ¿A qué se ha referido? ¿A Laurence?... No quisiera irme al otro mundo sin saber quién le quitó de en medio. Es un último deseo. Fueron ustedes. Bueno, Stanford, quiero decir.
—Lo siento. Le he dicho que no queda tiempo. Tengo que terminar de una vez.
Alzó el revólver. Apretó los labios despectivamente. Achicó los ojos. Klein no hizo más que encogerse sobre sí mismo...
Neff puso en movimiento el disparador. Sonó un chasquido metálico, seco. En seguida, otro; y otros más...
Intentó arrojar a David el revólver vacío, pero ya no tuvo tiempo. El joven había saltado sobre él. Cayeron juntos, enlazados. Rodaron por el suelo. Cada uno luchaba con furia por conseguir una posición ventajosa sobre el otro. Se detuvieron por fin.
Klein quedó encima, pero su postura no era estable. Agarró a su rival por el cuello. Lo golpeó fuertemente en pleno rostro. Ello le hizo perder ventaja, porque Neff, con las piernas, pudo desplazarse. Volvieron a rodar juntos, abrazados. Les detuvo una pila de cajones...
Ahora gozaba Neff de ventaja. Se aprovechó de ella como lo hizo Klein, pero fue desplazado igualmente. Este consiguió despedirle a un par de yardas.
Se incorporaron al mismo tiempo. Ninguno quiso atacar de nuevo. Guardaron la distancia que les separaba, de pie, encorvados, con el rostro sangrante, con los brazos colgando y las manos entreabiertas. Se movieron de un lado para otro, observándose, esperando la menor falla, el menor descuido... Neff fue el primero en lanzarse.
—¡Has tenido suerte!—gruñó—. ¡Mucha suerte!
David aguantó la embestida con el antebrazo, y con la otra mano envió un golpe seco, fortísimo. Neff retrocedió cómicamente, con las piernas y los brazos encogidos. Le detuvo la pila de cajones. Movió la cabeza, aturdido, conmocionado. Pero aún tuvo ánimo para recibir a Klein con la rodilla. Le despidió fuertemente.
Ahora no titubearon como antes. Fue un choque estrepitoso, violento, que arrancó una queja en cada contrincante. Forcejearon. Cayeron y se volvieron a levantar. Los golpes se sucedían alternativamente, golpes formidables, encajados con la mayor dureza. Los cuerpos chocaban en la pared, sobre los cajones, en el suelo. Ambos tenían las ropas desgarradas, ensangrentado el rostro y los puños. Pero volvían a acometerse con más empuje...
La lucha, sin embargo, fue lenta y pesada al final. Estuvieron durante unos segundos de pie, asidos mutuamente, sin agredirse. Klein echó un brazo hacia atrás, despacio. Su enemigo tenía que haber visto aquel movimiento y haber comprendido las intenciones. Pero quizá no le era posible ver ni comprender...
El puño de David le cayó encima. En él iban las últimas energías del forastero. Neff salió despedido y fue a dar pesadamente contra los cajones. La pila se deshizo. Las cajas de madera rodaron sobre su cabeza. Le aplastaron.
Klein tuvo que apoyarse en la pared. Le faltaban las fuerzas y no podía ver con claridad. Con la manga se limpió el sudor que empañaba sus ojos, la sangre. Anduvo torpemente.
Su primer pensamiento fue para preguntarse qué habría ocurrido fuera. Los disparos no se escuchaban ya, y todo parecía envuelto en un silencio extraño, frío y desagradable. Levantó la cabeza.
En la puerta había varios hombres observándole. Por suerte, rostros conocidos: Andrew, Murray, Stone... Otros obreros de Yungs también.
Se dio cuenta asimismo que todos miraban luego hacia otro lado. Volvió la cabeza. Unas piernas inertes asomaban entre el montón de cajones. El resto del cuerpo estaba completamente bajo ellos.
—¡Es Neff!...—balbució.
Y entonces, al mirar de nuevo a sus amigos, descubrió un peligro inminente... ¡El «sheriff» estaba allí!
Retrocedió tan aprisa como su estado le permitía...
—¡No me alcanzará vivo, Goodman!...
Y fue a refugiarse tras los cajones.
—¡Salga de ahí, Klein!...
—¡Venga a cogerme si puede!... ¡Estoy armado! ¡No me importa meterle un tiro en la cabeza! ...
—¿Haría usted eso?
—¡Puede salir de dudas!... ¡Virginia es inocente y la defenderé mientras pueda!
—¡No diga sandeces, Klein! La señorita Dennis está en Brandon, en mi oficina. En cuanto a su inocencia, ya sé que es cierta. ¡Ella no mató a Laurence! ¡Lo he averiguado tarde, pero no tarde del todo! ¡Vamos, salga de una vez! Tenemos mucho que hablar.
* * *
Aunque se había bañado con agua fría y curado las heridas, presentaba un aspecto lastimoso. Muchas señales producidas por los golpes de Neff no quedaban ocultas bajo la gasa. De sus labios manaba un hilillo de sangre, que en vano pretendía cortar con ayuda del pañuelo. Andrew estaba satisfecho.
—¿Has terminado? Siéntate aquí.
—¿Dónde está Goodman?...
—No te preocupes por él. Vendrá en seguida.
—¿Y Neff?
—Tendrá que guardar cama unos meses. Ha sido una paliza ejemplar.
—¿Qué más ha ocurrido?
—Ya puedes figurarte. Hay heridos y muertos, pero al fin ganamos la partida.
—¿Stanford?
—Muerto... No se sabe quién disparó sobre él. Luchó junto a sus hombres.
—Cuando miré por la ventana las cosas no iban bien.
—Fue al principio. Luego, cambió la suerte.
—¿Qué dice Goodman de todo esto?
—¿Qué va a decir?... Al fin tenemos la prueba que tanto pidió. Esos hombres han sido cogidos en mi terreno.
—Entonces el asunto ha terminado para siempre.
—Tengo un poco de remordimiento... Yo también ataqué a Stanford alguna vez.
—Usted es bueno, Andrew. ¡Y pensar que dudé de su inocencia en lo de Laurence!... Es cierto que Stanford y usted se agredieron mutuamente, pero fue él quien empezó.
—Eso es verdad...
—¿Cómo vino el «sheriff»? ¿Lo llamaron?
—Hubiera sido muy difícil salir de la factoría con tanto jaleo. Vino por Virginia. Ella escapó de aquí antes de que Stanford llegara. Fue a entregarse.
—¿Hizo eso?
—¡Claro; tenemos que comprenderlo! Nuestra sospecha le hirió demasiado. No fuimos considerados con ella.
—Pero ¿es seguro que no es culpable?
—Eso dijiste tú no hace mucho.
—Sí, pero después...
—Te comprendo. Es Goodman quien lo mantiene ahora.
—¿Quién entonces?
—Estoy rabiando por saberlo, David.
Fue hasta la ventana y la abrió de par en par.
—¡Eh, Goodman! ¡Venga para acá! ¡Klein ha resucitado!
El «sheriff» dijo algo, y Andrew volvió a la mesa.
—Espero que todo se haya resuelto como deseamos. Antes le pregunté y no quiso decirlo hasta que pudieras oírlo.
Goodman no tardó demasiado.
—¿Cómo va eso, Klein?
—Míreme a la cara.
—Sí, es verdad. Pero a usted se le puede mirar.
Tomó asiento satisfecho.
—Bueno... Sospecho su curiosidad por saber quién mató a Laurence.
—No, no nos importa—dijo Andrew burlón.
—Me lo figuro. La señorita Dennis no fue, por supuesto. Ustedes dos tampoco. Y yo, mucho menos... ¿No se les ocurre?
—¿Le conocemos acaso?—quiso saber Klein.
—¡De sobra, amigos míos!
—¿Stanford?
—No.
—¿Neff? ¿Beery? ¿El doctor Masen?...
—¡Alto, Yungs! Terminará con toda la lista de sospechosos.
—¿Quién entonces?
—Se van a reír. ¡Leonard Dennis!
—¿Leonard?—saltó Klein poniéndose en pie.
—¡Pero si Leonard murió antes que Laurence!
—¡Exacto!... Por eso hemos tardado tanto en averiguarlo. Los dos lucharon en el despacho del viejo. Este murió primero; pero consiguió alcanzar a su enemigo antes. Laurence, herido de muerte, cayó más tarde.
Hubo un silencio.
—¿Cómo se explica?
—¡Muy fácil! En medio de la discusión, Dennis sacó su revólver y disparó. El tiro alcanzó a Tell en la cabeza, pero no de lleno. Atacó al viejo, le quitó el revólver y le mató a su vez de dos disparos. Luego huyó. En su casa se practicó una ligera cura. El arma de Dennis, que la había llevado consigo, la dejó abandonada allí. Puesto el vendaje, se dispuso a escapar de Brandon. Pero ya saben ustedes lo que son las heridas. No pudo llegar ni a la frontera.
—Entonces, ¿las señales de lucha que usted encontró en su casa?
—Fueron las mismas que halló Virginia también, poco antes. Recuerden ustedes que Beery, el capataz, peleó con Laurence antes de que éste fuera en busca del viejo Dennis.
—Todo parece lógico... Muy claro.
—Como que en realidad sucedió de esta manera.
—Me gustaría saber de qué medios se ha valido usted para descubrirlo.
—Una corazonada. ¡Fue una lástima que no la tuviese antes!... Anoche fui a envolver el revólver de Leonard, para enviárselo al juez. Lo tuve en mis manos y recordé que le faltaban tres balas... «Tres balas, me dije; precisamente el número de ellas que fue preciso para matar a los dos hombres: una Laurence y dos Dennis. ¿Por qué no pudo ser que ambos se mataron entre sí y con la misma arma?...»
»Era lamentable que no dispusiéramos del cuerpo de Leonard para comprobar si, en efecto, los dos proyectiles eran del calibre de su revólver. Pero, a pesar de todo, me dispuse a desarrollar tan inesperada hipótesis. Fui a casa de la señorita Dennis y vi a la criada negra. Le pregunté si oyó los disparos aquella noche. Me dijo que sí. Entonces le invité a que me dijera cuántos fueron en total. Le hice saber asimismo la importancia de su respuesta. Meditó durante un buen rato. Luego aseguró haber escuchado tres. Uno primero, y dos seguidos, a continuación.
»Aquello significaba mucho. Era evidente que la mujer no mentía, ya que no tenía razones para hacerlo. La forma en que los disparos se produjeron confirmaba también mis sospechas. Uno primero, el que alcanzó a Laurence, y dos más tarde, los de Leonard.
»Pero tuve aún otra prueba contundente. Si los proyectiles fueron disparados en el despacho, uno de ellos, el que no hizo más que rozar a Tell, debía estar incrustado en alguna parte... Y estaba allí, en efecto. En la pared del fondo, cerca del techo... Con estas pruebas, no creo que exista ya duda sobre lo ocurrido. Ha sido lamentable no comprenderlo todo unos días antes. Hubiéramos evitado muchas cosas desagradables...
Los tres guardaron un significativo silencio.
—No era difícil, y, sin embargo...
—Ningún problema es difícil cuando ya está resuelto, Klein. Pero no se preocupe demasiado. Ahora tendrá muchas cosas que hacer y no desagradables... Usted agredió a uno de mis hombres, y debía castigarle por ello. Yo también le produje demasiadas molestias, sin que tuviera culpa de nada... Una compensación, ¿no le parece?
—Por mi parte, encantado.
—Y por la mía.
—Gracias, «sheriff». Pero, dígame, ¿es cierto que Virginia está en su despacho?
—Estaba cuando vine para acá. Ella también coincidió con la negra en lo de los disparos. Otra prueba de refuerzo... Ahora creo que estará en su casa.
Klein no esperó más. Salió corriendo de la estancia y montó de un salto sobre el primer caballo que encontró a mano. Goodman y Andrew le siguieron hasta el umbral.
—¡Oiga, Klein!... ¡Que se lleva usted mi caballo!...
—¡Descuide, «sheriff», se lo devolveré!... ¡Eh, Andrew, puede mandar que limpien la casita de marras! ¡Creo que me hará falta pronto!...
Y arrancó al galope.
Todos le observaron entusiasmados, como si nunca hubiesen visto un jinete galopando por los campos verdes y frondosos de Brandon...
F I N