EPÍLOGO

Cuando don Lotario y Plinio se encontraron a tomar café la tarde de aquel azaroso sábado de carnaval, último capítulo de los crímenes de la calle de la Luz, el veterinario, con gesto de humildad y de admiración a la vez, dijo a su maestro:

—Lo que todavía no he comprendido, Manuel, es cómo supiste que el autor del primer crimen fue Inocente, el padre de Joaquinita.

Manuel, antes de responder, se pasó la mano por la boca. Luego, tomó un sorbo de café. Por fin, entornó los ojos:

—Cuando vimos en «Las Pozas» al padre y a la hija juntos, comprendí su complicidad. Era casi seguro, según las declaraciones de don Onofre y de doña Carmen a raíz del primer crimen, que Joaquinita no había salido a la calle durante todo aquel domingo de Piñata… Encendió la luz del gabinete de su señora al ponerse el sol, es decir, aproximadamente a la hora en que el crimen estaba cometiéndose… Por último, cuando cogí el uniforme famoso entre mis manos, al alzarlo para comprobar si podía venirle bien a don Onofre, noté en los ojos de Inocente una mirada tan extraña…, y resultaba un uniforme tan apropiado para su talla, que no dudé que fuera él. Casi sin pensarlo me lancé sobre él para compararlo. Luego, cuando íbamos hacia el Juzgado, registré los bolsillos del uniforme que yo llevaba en el brazo, como usted recordará, y encontré briznas de tabaco basto, de picadura… Aquella prueba, ya tardía, me quitó las pocas dudas que podían quedarme.

—Yo, cuando le vi sacar la navaja, me di cuenta de que habías acertado.

—Probablemente lo habría hecho igual por defender a su hija.

—No creo.

Plinio concluyó el puro con deleite.

—Mañana, seguro que la Rocío te invita a desayunar.

—Y a usted también…

En la puerta del salón apareció don Gonzalo, que avanzó con los brazos abiertos hacia Manuel. Cuando estaban en pleno abrazo llegó también el cura:

—No puede uno fiarse ni de los «inocentes», Manuel —dijo a grandes voces.

Todos los del Casino rieron.