Epílogo
La despedida
Sergio se despertó sobresaltado. Tenía la boca seca, tan seca que se bebió de un trago el vaso de agua que siempre deja en la mesita de noche antes de acostarse. Luego encendió la luz de la pequeña lámpara y buscó el reloj. Aún faltaba un cuarto de hora para las 7 de la mañana. «¡Qué temprano! », se dijo. Y ya se disponía a seguir durmiendo, cuando de repente sintió que alguien lo observaba.
—Buenos días —saludó Verne—. Lo siento. Ya sé que es muy temprano. Pero debo hacer un largo viaje —añadió.
Aturdido, Sergio echó una mirada a la calle. Casi esperaba encontrar allí al capitán Shackleton, de pie en la cubierta del Endurance. Pero afuera no había ningún rastro del explorador de la Antártida. Solo nieve y granizo. Igual que antes de dormirse.
—¿Te han gustado las historias que te han contado mis embajadores? —preguntó Verne.
Sergio asintió.
—Mucho... —dijo por fin, y volvió a mirar el reloj.
Solo entonces se dio cuenta de verdad del milagro. ¡Había soñado tantas cosas! Había estado con Ptolomeo en Alejandría, la ciudad de la orgullosa Cleopatra. Había visto el país de Punt y visitado la Ciudad Prohibida. Había llegado a Calicut junto a Vasco de Gama y dado la vuelta al mundo en los barcos de Magallanes y Elcano. Había viajado sobre las aguas caudalosas del Amazonas junto a unos hombres demacrados y horribles. Había ido en busca de El Dorado. Había acompañado al capitán Cook en sus navegaciones por el Pacífico. Había convivido con los beduinos en el desierto. Había llegado a la Antártida. Había vivido tantas, tantas aventuras. Había visto y oído cosas que jamás hubiera imaginado. Y todo, todo en una noche. ¡Sí, en una noche!
—¿Hay algo más fabuloso que las palabras? —dijo sonriendo Verne—. Puertas a mundos maravillosos, eso son, Sergio. Alfombras voladoras, como las que surcan los cielos de la vieja Bagdad —añadió.
De pronto, Sergio se dio cuenta de que Verne comenzaba a desdibujarse . Los ojos repletos de historias, la barba plateada, el traje negro, el tono firme y cortés de su voz... ¡Sí, sí! Verne se desvanecía poco a poco. Aún tuvo tiempo de decir:
—Saborea cada palabra, cada párrafo... deja que se deshagan en tu lengua. ¿No saboreas las golosinas? ¿No saboreas los helados? Saborea las palabras, pequeño amigo, y descubrirás que no miento. Sí, sí, muchacho... Leer es como mirar hacia el horizonte. Al principio no se ve más que una línea negra. Después, uno se imagina mundos.
¡Oh, qué razón tenía Julio Verne! Durante los días siguientes, Sergio se dedicó a leer el libro que le había regalado. Creo que estuvo muchas noches seguidas sin dormir. Leyendo y leyendo y leyendo. Así descubrió que algunos libros son como los galeones de Hernán Cortés: también traen tesoros, que no almacenan en las bodegas, sino en las páginas. Además, el libro de Verne era como aquel que Marco Polo había dictado a Rustichello de Pisa entre los muros de la cárcel de Génova: las historias engendraban otras historias, siempre nuevas historias, más y más historias.
Pasó el tiempo, semanas, meses, y Sergio hizo nuevos y maravillosos viajes. Al espacio, donde nadie puede oír tus gritos, con Yuri Gagarin, el valiente cosmonauta ruso. A la misteriosa cueva de Montespán, en compañía del espeleólogo Norbert Casteret, por grutas de ignorado fin, profundas cámaras de estalactitas y lagos de aguas dormidas. A las oscuras profundidades marinas a bordo del Alvin, un sumergible diseñado por los científicos para explorar el suelo oceánico. Al Polo Norte en globo. A la fabulosa ciudad de Angkor, remontando el sinuoso curso del río Mekong. A Lhasa, con el soldado y agente secreto Francis Younghusband...
Cada día, un viaje. Cada día, Sergio aprendía algo nuevo sobre los rincones más apartados de nuestro planeta. Página a página. Relato a relato. Hoy, ya lo he dicho al principio, ningún libro le hace soñar tanto. Con ningún libro vive aventuras tan asombrosas.
A veces, también se suma su hermanita Blanca. A ella le gustan, sobre todo, las historias de África. Una y otra vez le pide a Sergio que le cuente la historia del médico, misionero y filósofo Schweitzer, que versa sobre la construcción de un hospital en el corazón de África. Nadie, salvo el doctor Livingstone, comprendió mejor que Schweitzer a los nativos de África; nadie vio con ojos más piadosos la pobreza y los problemas a que se veían sometidos.
¡Oh, si viérais cómo aplaude Blanca cuando, entre la maleza, descubre la figura serena e inquebrantable de Schweitzer, con la visera en la cabeza y el bastón en la mano!
Sergio... Blanca... Ambos niños pueden pasarse días y días en África. Pero basta de hablar. Quien haya disfrutado una tarde entera delante de un libro, olvidado del mundo, sin darse cuenta de que tenía hambre o frío... Quien alguna vez haya leído en secreto a la luz de una linterna, bajo la manta, porque papá o mamá han apagado la luz diciendo: «Hay que dormir; mañana tienes que madrugar»... Quien haya amado, en alguna ocasión, el horizonte, la aventura , podrá comprender lo felices que son Sergio y Blanca esos días de los que os hablo. Para mí, algunos ya lo sabéis, esa habitación donde los dos niños se divierten con los cuentos de la historia o los viajes de los exploradores es el más hermoso lugar del mundo. Sí, el más fabuloso.