Edad
Moderna
EN TIEMPOS DE LOS ÚLTIMOS PIRATAS DEL
CARIBE
Europa
Guerra de Sucesión española. Victoria de Felipe V, nieto de Luis XIV, «el Rey Sol»: 1701-1714.
Fundación de San Petersburgo por Pedro I el Grande: 1703.
Unión de Escocia y de Inglaterra (Union Act): 1707.
Guerra de Sucesión española. Sitio de Barcelona y Paz de Utrecht: 1701-1714.
Reinado de Luis XV de Francia: 1715-1774.
Muere Pedro el Grande, el zar que denominó a sus dominios el imperio ruso: 1725.
Federico II convierte a Prusia en una gran potencia: 1740-1786.
Comienza a publicarse la Enciclopedia: 1751.
Franklin inventa el pararrayos: 1752.
Guerra de los Siete Años: 1756-1763.
Reinado de Carlos III de España: 1759-1788.
Reinado de Catalina II, emperatriz de Rusia: 1762-1796.
Francia pierde la mayor parte de su imperio colonial en provecho de Gran Bretaña: 1763.
Motín de Esquilache: 1766.
Máquina de vapor de James Watt y nomenclatura química de Lavoisier: 1769.
Adam Smith expone los principios del liberalismo económico: 1776.
Toma de la Bastilla. Inicio de la Revolución francesa: 1789.
Ejecución de María Antonieta y Luis XVI: 1793.
Jenner, vacuna contra la viruela: 1796.
Próximo y Medio Oriente
Las rutas navales bordeando África perjudican a las rutas terrestres hacia Oriente.
Los afganos ponen fin al Imperio safávida: 1722.
Nadir Shah expulsa a los afganos de Persia y crea la dinastía de los afsháridas: 1736-1795.
Asia
CHINA.
Auge de la dinastía Qin, o «manchó»: 1644-1911.
INDIA.
Nadir Shah toma la ciudad de Delhi, masacrando a miles y llevándose un inmenso botín: 1739.
Constantes conflictos dentro del Imperio maratha.
Inicio del dominio británico.
JAPÓN.
Período Tokugawa: 1603 (hasta 1867).
Las islas del reino de Ryukyu, con centro en Okinawa, siguen siendo independientes de Japón.
América
Últimos piratas en el mar del Caribe.
Guerra de Independencia de (EE. UU.): 1775-1783.
Revueltas de esclavos en Haití: 1791 y 1802.
África
Auge de los Estados negreros en el golfo de Guinea.
Oceanía y Australia
Mares del sur: primer viaje de James Cook: 1768-1771.
Colonización por franceses, ingleses y holandeses.
Piratas del Caribe I
Nadie sabe a ciencia cierta cuándo nació, pero en 1718, Edward Teach, Thatch, Thache, Drummond, o el que fuera el verdadero apellido de Barbanegra, recibió más de 25 heridas antes de morir, completamente borracho y atacado por sorpresa. Mientras aún sangraba, su cabeza fue cortada y colgada, primero del bauprés del barco cuya tripulación lo había capturado, y después en el patio de una guarnición perdida, como todo en estas latitudes.
Dos años más tarde, cuando esa cabeza ya debía de estar pelada por las aves carroñeras, apenas quedaban piratas de renombre en las antaño infestas aguas del Caribe, con la excepción de Bartholomew Roberts († 1722) y Jack Rackham, más conocido como Calicó Jack o Jack el Calicó († 1720) por sus vestiduras estampadas con ricos colores. ¿No sabes qué es el calicó? Es un tejido de algodón, normalmente de vistosos colores, que los franceses llaman calicot, por el nombre de la ciudad de Calcuta, Calicut, en el suroeste de la India, de donde procede. Así era Jack, sí, vistoso… pero la bandera de su barco, el Dragón, siempre fue negra, con una calavera blanca y dos sables cruzados también de color blanco debajo de la calavera. Bajo esta bandera navegaron las más famosas mujeres piratas: Anne Bonny (1697-¿1734?), y Mary Read († 1720).
A pesar de su endemoniada fama, fue muy fácil apresar aquel temido barco. Un tal capitán Barnet, antiguo filibustero, solo tuvo que esperar a que los tripulantes del Dragón se adueñaran de un mercante español repleto de alcohol y, después de fliparse, se quedaran groguis. De creer a los testigos que contaron esta historia, solo opusieron resistencia Anne y Mary, las únicas criaturas sobrias a bordo. Pero ¿qué podían hacer ellas contra un barco entero de atacantes? Una vez capturados, la tripulación de Calicó Jack fue enviada a Santiago de La Vega (Jamaica) que, a pesar de su españolísimo nombre, como tantas otras localidades caribeñas, pertenecía a la jurisdicción británica. Por esta noble acción, el capitán Barnet se llevó una exorbitante recompensa.
Durante la mañana de la ejecución, Jack el Calicó recibió una cariñosa despedida de Mary Read: «¡No me da ninguna pena verte así! ¡Si te hubieras portado como un hombre no tendrías que verte ahora ahorcado como un perro!». Cuando el pirata subió al patíbulo, junto a los restantes miembros de la tripulación, sus últimas palabras fueron:
Desdichado sea aquel que encuentre mis innumerables tesoros, ya que no habrá barco ninguno que encima pueda cargarlos todos.
Piratas del Caribe II
Aunque existe una morbosa fijación en atribuir un carácter erótico a la relación entre estas dos mujeres, no hay ninguna evidencia. Una se llamaba Anne Bonny (ca. 1697-¿1734?), y la otra Mary Read († 1720), pero ella prefería el nombre de Mark, puesto que se vestía y se hizo pasar por un hombre. Ambas fueron piratas, compartieron el amor de Jack Rackham († 1720), pirata inglés, y ambas fueron condenadas a la horca, en Jamaica, el mayor exportador de azúcar del mundo y colonia británica desde 1655, cuando fue arrebatada a la Corona española. Para salvarse, alegaron estar embarazadas. Bonny recibió un perdón oficial y Read murió de unas fiebres cuando aún estaban en prisión. Cuentan, empero, que antes de expiar, esta última declaró ante el juez:
No me asusta la horca. Nunca he temido a la muerte, eso lo dejo para los cobardes que, gracias a Dios, permanecen lejos del mar por miedo a los castigos pendientes y se contentan con robar en tierra, engañar a viudas y huérfanos, perjudicar al prójimo y, sin embargo, son considerados gente decente. Si semejantes bribones invadieran el mar al no tener castigos, pronto se acabaría toda clase de piratería, hecha y derecha.
Una historia, de tan dudosa procedencia como cualquier respetable historia de piratas, dice que el indulto de Anne Bonny llegó por otras razones de mayor peso que el fruto de su vientre. Juran unos que fue por una alta suma reunida por su padre o sus admiradores, y perjuran otros que se debió a una carta que a buen seguro el gobernador de Jamaica entendería:
«Si Anne Bonny no es liberada inmediatamente será mejor que se preparen desde Port Royal hasta Kingston para el trueno de los cañones de mis barcos». Firmada: Bartholomew Roberts († 1722), uno de los piratas más temidos de todos los tiempos. Tal vez el último.
Piratas del Caribe III
Nacía sabemos a ciencia cierta de los avatares que el destino deparó a Anne Bonny tras su liberación. A buen seguro, debía de tener apenas 20 años, y no hay razones para pensar que no diera a luz a su hijo en libertad, aunque tampoco podamos afirmarlo. Sabemos, sin embargo, que su marido durante aquella delicada etapa de su vida, fue víctima de un terrible huracán que azotó las Bahamas. La viuda bien pudo volver a casarse. Si es verdad que un procurador colonial le ayudó a pagar su libertad, ¿quién negará que pudiera casarse con él? Algunos dicen incluso que llegó a ser nada menos que la esposa del gobernador de Jamaica. De ser así, ¿en qué mundo murió Anne Bonny y creció su hijo?…
Los primeros esclavos en las islas del Caribe, también llamadas Antillas o «Indias Occidentales», fueron introducidos hacia 1502. En 1713, como consecuencia de la Guerra de Sucesión española, la Compañía de Inglaterra logró el monopolio de la introducción de esclavos negros en la América Española. Concesión que incluía Jamaica, la isla donde se desarrollaba la historia de Anne Bonny. Podía parecer que el verdadero mal de aquellos mares eran los piratas, pero de manera secreta otro peligro mayor se agazapaba en todas las ricas plantaciones: los esclavos… No mucho después de la muerte de la famosa pirata, hacia 1734, las rebeliones de esclavos en Jamaica llegaron a tal extremo que la Asamblea de Jamaica se vio en la necesidad de enviar una petición de ayuda a la metrópoli.
En 1787, cuando el recuerdo de Anne Bonny comenzaba a ser ya una leyenda, se fundó en Londres la Sociedad Británica Antiesclavista, que serviría de base de asociaciones en los demás países europeos y americanos. Pero las ansiadas reformas no solo se retrasaban sino que la mayor actividad en el comercio de esclavos se produce a finales del siglo XVIII. En 1791, los esclavos se rebelaron en Haití, y en 1804 declararon su independencia. La primera de muchas otras sublevaciones. Así fueron los mares descubiertos por los colonizadores, mares de piratas, mares de negreros y esclavos. ¿Quién necesitaba tiburones para sentirse en peligro?…
¿Nigromante o científico?
Sir Isaac Newton (1643-1727) escribió aproximadamente 1 400 000 palabras sobre teología y 1 200 000 sobre alquimia. «Para hacerse una idea de lo que esto significa —precisa el físico José Marquina—, considérese que, en una aproximación optimista, los tres tomos de El Capital de Carlos Marx tienen 1 000 000 de palabras, la prosa completa de Jorge Luis Borges tiene 500 000, La Ilíada y La Odisea son 300 000, Don Quijote 450 000, La Divina Comedia 180 000, Cien años de soledad, 170 000. La suma es de 2 600 000 de palabras».
J. M. Keynes (1883-1946), uno de los economistas más influyentes del siglo XX y bibliófilo apasionado que adquirió gran parte de los manuscritos originales del científico y los estudió detenidamente, llegó a la conclusión de que «Newton no fue el primero de la Edad de la Razón. Fue el último de los magos, el último de los babilonios y de los sumerios». Friedrich Nietzsche (1844-1900), el demoledor filósofo alemán, ya había escrito:
Entonces, ¿creen ustedes que las ciencias habrían surgido y habrían llegado a su enorme dimensión actual si no hubiera habido previamente magos, alquimistas, astrólogos y hechiceros que con sed y hambre persiguieron poderes ocultos y prohibidos?
Poco antes de morir, el propio sir Isaac Newton hizo balance de todo lo que había escrito, de todo lo que había soñado o intuido, y confesó:
No sé cómo puedo ser visto por el mundo, pero en mi opinión, me he comportado como un niño que juega al borde del mar, y que se divierte buscando de vez en cuando una piedra más pulida y una concha más bonita de lo normal, mientras que el gran océano de la verdad se exponía ante mí completamente desconocido.
Y los hombres se elevarán a los cielos
Además de una sala con mil espejos, el palacio de Versalles tuvo el primer ascensor conocido (los de tipo mecánico datan de 1857). Era de uso privado de Luis XV (1710-1774), también conocido como Le Bien-Aimé («el Bien-Amado»). Su excelencia residía en el primer piso y sus diversas amantes estaban lujosamente instaladas en las plantas superiores. Gracias al ascensor, Le Bien-Aimé podía visitarlas evitando las siempre indiscretas escaleras. La duquesa de châteauroux (1714-1744), la amante oficial, tuvo el honor de ser la primera en utilizar el invento, en 1743.
En realidad, el mecanismo era bien conocido en los teatros: una serie de contrapesos de fácil manejo. Pero solo el Rey se divertía con su ascensor privado, y muy francés, confesó:
No está mal que al cielo suba uno en tan ligero vuelo…
1752, el año en que el mundo se sincronizó
El calendario juliano, llamado así por haber sido instituido por Julio César (100-44 a. C.), no se ajustaba lo suficiente a los días que realmente emplea la Tierra para dar la vuelta alrededor del Sol, es decir, al «año». En consecuencia, era causa de constante confusión a la hora de establecer las fiestas cristianas. Además, cada año se acumulaba un retraso de once minutos, que, después de dieciséis siglos, se convirtieron en once días.
Con el propósito de encontrar alguna solución, el papa Gregorio XIII (1502-1585) solicitó al astrónomo Christopher Clavius (1538-1612) que proyectara una reforma. En el año 1582 el Pontífice promulgó el calendario gregoriano, lo que obligó a que en España, Italia y Portugal, el jueves 4 de octubre de 1582 fuera seguido del 15 de octubre de 1582. El resto de Europa, opuesta al Pontífice y los países católicos, por sus creencias protestantes, se negaron a hacer el cambio. No obstante, en dichos países el retraso de once minutos siguió acumulándose, hasta que también ellos se dieron cuenta de que el calendario gregoriano era mucho mejor, fuera o no una invención «papista».
Alemania adoptó el calendario gregoriano en 1700, e Inglaterra en 1752, lo que obligó a los ingleses aquel año a pasar del 2 de septiembre al 14. Un cambio que afectó a todas las colonias o zonas de influencia angloparlantes, que, al ser muchas, equivalieron a gran parte del mundo. Suecia y Finlandia lo hicieron en 1753. A lo largo del siglo XIX los países con calendarios propios como Japón y Egipto. De 1912 a 1923 lo hicieron China, Albania, Turquía, Bulgaria, Rusia, Estonia, Rumanía, Yugoslavia y Grecia.
Cómo morir al mismo tiempo en diferentes días
La muerte de Shakespeare se supone que tuvo lugar el 23 de abril, fecha en la que también se afirma que falleció Cervantes. Ni cierto ni verdad. En aquella época, Inglaterra y España utilizaban calendarios diferentes.
De acuerdo con el calendario gregoriano, que no estaba en vigor en Inglaterra aquel año, William Shakespeare murió el 3 de mayo de 1616. Pero, teniendo en cuenta el calendario juliano, vigente entonces, la fecha fue el 23 de abril de 1616.
Miguel de Cervantes, natural de un país fiel al calendario gregoriano, nació el 29 de septiembre de 1574 y murió el 22 de abril de 1616. Ahora bien, fue enterrado el 23 de abril.
Dejarme solo
En el curso de su historia, Prusia, el Estado precursor de la actual Alemania, ha tenido diversos nombres y una extensión desigual. Fue fundada por los Caballeros Teutónicos, una de las órdenes militares surgidas durante las Cruzadas. Adoptó el protestantismo en el siglo XVI, y de ducado pasó a convertirse en reino con una de las figuras principales del siglo XVIII: Federico II el Grande (1712-1786), monarca famoso, a la vez, por sus batallas y su afición a las artes, la ciencia y la filosofía. Por lo tanto, hay retratos de Federico II —o «el viejo Fritz», según el apodo popular— como músico y mecenas, y hay retratos de Federico II —o «el Rey Sargento», según otro apodo popular— como general.
Durante un reinado excepcionalmente largo, de 1740 a 1786, el rey de Prusia se convirtió en el mejor exponente del despotismo ilustrado, una forma de gobierno que reafirmaba el poder de la monarquía y, dentro de los límites sociales de aquella época, el fomento de la agricultura, la industria, el comercio y la cultura en general. En su faceta de «Rey Sargento» llegó a disponer del mejor ejército de Europa, y entre todos los mitos nacionales alemanes ensalzados por el nazismo, «el Rey Sargento» fue, sin lugar a dudas, el más destacado. No en vano, él había inspirado la famosa disciplina militar y la eficaz burocracia prusiana. Adolf Hitler (1889-1945), en sus distintos despachos de campaña, solía tener siempre colgado un retrato de Federico II, y en una ocasión, declaró a uno de sus generales: «de este retrato extraigo nuevas fuerzas cuando las malas noticias amenazan con hundirme».
Una de las frases de Federico II que más repetía Hitler era: «¡Quién envíe el último batallón al combate será el vencedor!». En 1757, los austríacos defendían Praga de las acometidas del temible ejército prusiano, pero en aquella ocasión, ni el ingenio de Federico II ni el valor de sus tropas conseguía doblegar la obstinada resistencia de los sitiados. Una y otra vez, «el Rey Sargento» lanzó nuevos regimientos, y los austríacos volvían a rechazarlos. Sin apenas hombres en la retaguardia, un oficial prusiano se atrevió a preguntar a su rey:
¿Vuestra Majestad tiene intención de asaltar las baterías enemigas en solitario?
El viejo Fritz
La historia recuerda muchas conversaciones memorables de Federico II el Grande (1712-1786), también conocido como «el viejo Fritz». En cierta ocasión, medio en broma medio en serio, el rey preguntó a su médico, el suizo Johann Georg von Zimmermann (1728-1795):
—Hablemos francamente, doctor, ¿cuántas muertes tenéis en vuestra conciencia?
Señor —respondió el médico, correspondiendo a la solicitada franqueza—, aproximadamente unas trescientas mil menos que Vuestra Majestad.
«El viejo Fritz», también conocido popularmente como «el Rey Sargento» por su formidable faceta como general, tenía mucho sentido del humor. En cierta ocasión que sus tácticas fracasaron (batalla de Kunersdorf, 1760), vio cómo unos soldados se daban a la fuga e, indignado, dijo en viva voz:
—¿Por qué desertan esos hombres?
Porque las cosas van muy mal para Su Majestad —respondió un oficial—.
De acuerdo —fue la respuesta de «el viejo Fritz»—, pero que esperen un poco y, si las cosas no mejoran, desertemos todos juntos.
La pequeña gran diferencia
Federico II el Grande (1712-1786) fue un gran protector de las artes, y de la música en especial. Wolfang Amadeus Mozart (1756-1791) y Ludwig van Beethoven (1770-1827) gozaron de sus favores, y la orquesta privada del Monarca se hizo famosa en Europa. Él mismo se esforzaba por ser un distinguido intérprete de flauta y animaba a sus conciudadanos a hacer lo mismo.
En aquel motivador ambiente, Mozart se paró a escuchar a un aspirante a músico, que deseaba aprender a componer una sinfonía. El maestro le contestó que era muy joven, y tal vez debía comenzar con baladas. «Vos compusisteis sinfonías a los diez años», le recordó el estudiante. «Sí, pero yo no pregunté cómo se componían», matizó el genio.
La respuesta a Leonardo
En 1981 se descubrió el llamado Codex Romanoff, un texto inédito de Leonardo da Vinci (1452-1519). En una de sus páginas leemos:
Las máquinas que aún he de diseñar para mis cocinas:
una para desplumar patos
una para cortar cerdos en taquitos
una para amasar
una para moler cerdos
una para prensar ovejas.
Mas ¿cómo las haré funcionar? ¿Por viento o por agua? ¿Por ruedas dentadas y manivelas? ¿Por la fuerza de los bueyes y los campesinos?
Resulta curioso que aquel gran genio, tan aficionado a la gastronomía, no se diera cuenta de que la respuesta la tenía justo delante de él, en el vapor que se desprendía en todo momento de las cocinas. Este descubrimiento prodigioso —la fuerza motriz del vapor— se produjo alrededor de 1763. Aquel año, el ingeniero James Watt (1736-1819) perfeccionó la máquina de vapor que su compatriota Thomas Newcomen (1663-1729) había inventado primero. Unos años antes, fabricantes de hierro habían comenzado a utilizar el carbón de coque para fundir este mineral a temperaturas cada vez más altas en los llamados altos hornos. La combinación de estos tres materiales, el carbón, el hierro y el vapor, impulsaron la revolución industrial, en un momento de crecientes y radicales transformaciones agrícolas, sanitarias, económicas y políticas. No se trataba de una serie de meros descubrimientos más. ¡Era la revolución industrial!… nuestro mundo.
Para algunos historiadores, solo el descubrimiento del fuego y el nacimiento de la agricultura son comparables al cambio que tuvo lugar cuando se comenzaron a fabricar las primeras máquinas impulsadas por vapor y el humo de las chimeneas de los altos hornos oscurecía el cielo. No obstante, nuevas formas de energía las han sustituido: la electricidad, el petróleo, la energía nuclear. Algunos nostálgicos empedernidos se preguntan cómo sería el presente si hubiéramos continuado el camino de la tecnología a vapor y el combustible de carbón. Esto es el steampunk (de steam, «vapor» en inglés, y punk, «persona sin valor»), un subgénero de la ciencia ficción que combina los retos del futuro —racismo, pobreza, desempleo— con los más extraños inventos propulsados solo por vapor y carbón, o, con máquinas inspiradas en la estética de aquella época. Un mundo impensable incluso para Leonardo da Vinci.
El censor ideal
1 de julio de 1751. El estamento religioso se escandaliza por la aparición en Francia del primer volumen de la Encyclopédie, o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios. Esta obra, dirigida por Denis Diderot (1713-1784) y Jean Baptiste d’Alembert (1717-1783), fue el principal instrumento de la llamada «Ilustración». En ella colaboraron los pensadores más importantes del siglo XVIII: Montesquieu (1689-1755), Voltaire (1694-1778), Rousseau (1712-1778), y otros muchos «ilustrados» de menor renombre. Ellos cultivaron la imagen del intelectual moderno. La Encyclopédie sería su nueva Biblia.
A pesar de su elevado precio y el rechazo de la Iglesia, la Encyclopédie se vendió hasta el último de los 4250 ejemplares impresos. Curiosamente, la obra logró burlar la censura gracias a Madame de Pompadour (1721-1764), estrella rutilante del Palacio de Versalles, y del máximo responsable de la censura en Francia: C. G. de Lamoignon de Malesherbes (1721-1794), uno de los personajes más curiosos del siglo XVIII. Una dama de su tiempo le definió como «un hombre sencillamente sencillo». Aunque su verdadera pasión era la botánica, la vida le hizo jugar un importante papel en la política de su tiempo. Antes de requisar los escritos de Diderot, le previno, y cuando este se lamentó de no saber dónde esconderlos, Malesherbes le ofreció su propia casa como el lugar más seguro. Censurado a causa de su tolerancia por los sectores más conservadores, el hombre sencillamente sencillo se defendió arguyendo:
Un hombre que hubiera leído únicamente los libros publicados con expreso consentimiento del Gobierno estaría casi un siglo por detrás de sus contemporáneos.
Nunca te fíes
Cuando se publicó la Encyclopédie, sucedió lo impensable: faltaban algunos fragmentos. Enseguida las sospechas recayeron en André François le Breton (1708-1779), su propio editor y autor de algunas entradas. Había sido él quien había mutilado las frases más susceptibles de herir la sensibilidad de los posibles compradores de la obra. De este modo, la temida censura se había colado por el lugar menos esperado. El 12 de noviembre de 1764, Diderot (1713-1784) escribió a Le Bretón: «Me ha asestado usted una puñalada en el corazón».
Afortunadamente, el mal no fue tan grave como lo pintaba Diderot. En una obra de 16 500 páginas, se calcula que Le Bretón solo censuró el equivalente a 40 páginas. Entre las partes mutiladas se han podido recuperar algunas. En la entrada «lujuria», se mencionaba que era considerada un pecado capital, y la frase eliminada fue:
Imaginad cuántos condenados debe de haber.
¡El delirio!
Las simplificaciones, y no las comparaciones, son siempre odiosas. En el caso de la Ilustración, el estilo asociado al hombre ideal del siglo XVIII, esta afirmación es particularmente cierta. Son bien conocidos los estereotipos de este período: defensa de la razón en detrimento de la emoción, fe en el progreso opuesta a la religión, literatura poco creativa y sin fantasía, artes plásticas recargadas y academicistas, etc. Ahora bien, como toda realidad examinada de cerca, tanto la Ilustración como el siglo XVIII pueden convertirse en un pozo de sorpresas…
En opinión de Denis Diderot (1713-1784), uno de los modelos de Ilustración: «El colmo de la locura es proponerse la ruina de las pasiones. No pasa de ser un hermoso sueño que un devoto se atormente furiosamente para no desear nada, para no amar nada, para no sentir nada, pues acabaría convirtiéndose en un verdadero monstruo, si lo consiguiera». La Ilustración fue también el siglo del conocido Marqués de Sade (1740-1814), y del desconocido William Beckford of Fonthill (1760-1844), precursor del estilo decadente y maldito del romanticismo más siniestro, además del obligado tour por España e Italia. Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832), el padre del romanticismo alemán, desencadenó una auténtica oleada de suicidios con una obra publicada en 1774: Las desventuras del joven Werther.
Fernando Savater (1947), consciente de estos matices, escribió: «En aquella bendita época, ser filósofo significaba por lo común ser libertino, lo mismo que ahora significa generalmente ser profesor»; por esta razón, hasta hace muy poco la denominación «libros filosóficos» incluía en el catálogo de muchos libreros las «obras pornográficas», como La philosophie du bon sens, de Jean-Baptiste de Boyer (1704-1771), marqués de Argens, en la que se define la voluptuosidad como «la tranquilidad del espíritu y la salud del cuerpo».
En virtud de lo dicho, o mejor dicho, en su pecado… no debería sorprendernos ya la frase de Tayllerand (1754-1838), renombrado político antes y después del imperio napoleónico: «Desconoce la dulzura de vivir quien no ha vivido los días anteriores de la Revolución». A su vez, el novelista francés Stendhal (1783-1842) expresó que si en su tiempo hacer el amor implicaba «éxtasis», bajo el Antiguo Régimen se hacía «más alegremente»; y agregaba «era el delirio».
Una de sombreros
En el año 1763, Carlos III de España (1716-1788), y rey de Nápoles y Sicilia con el nombre de Carlos VII, por mediación de su favorito, el italiano Marqués de Esquilache (1700-1785), instituyó la Lotería Nacional y la costumbre de los belenes, dos instituciones muy consolidadas en Nápoles.
De la misma época es la fundación de montepíos para viudas y huérfanos militares, el levantamiento de los edificios de Correos y de Aduanas en la corte de Madrid, el alumbrado nocturno de la capital, y diversas reformas de sanidad. El Rey y su ministro también promovieron otros signos de «modernidad», como la liberación del comercio de cereales y el aumento del precio de los alimentos, sobre todo del pan, motivo de no pocas insatisfacciones populares, pero como rezaba el lema del Despotismo Ilustrado: «Todo para el pueblo, pero sin el pueblo»… Cuando estalló la reacción popular, el Rey, pensando solo en las reformas de sanidad, se limitó a decir:
Los españoles son como niños: lloran cuando se les limpia.
El verbo «llorar» hacía referencia a los tumultos iniciados el 23 de marzo de 1766. En la Plaza Mayor de Madrid, ese día no había toros, tampoco se quemaban herejes. Era Domingo de Ramos por la tarde. Después de una creciente agitación en las tabernas y en las calles adyacentes, la tensión se fue adueñando de las calles. A la mañana siguiente, algunos soldados de la Guardia Real fueron asesinados defendiendo el Palacio Real y Carlos III huyó en secreto a Aranjuez, con toda su familia. El día 26 las aguas volvieron gradualmente a su cauce. Detrás quedaba una multitud de preguntas para los historiadores. ¿Cómo interpretar «el Motín de Esquilache», llamado así por utilizar al ministro italiano de chivo expiatorio por todo lo ocurrido? ¿Fue una protesta popular, como el famoso «todos a una» de Fuenteovejuna? ¿Tal vez una insurrección avivada por intereses extranjeros? ¿Es verdad que los jesuitas estaban detrás de los tumultos?
José Ortega y Gasset (1883-1955), agudo ensayista español, al margen de los debates económicos y sociales de este motín, se fijó en un detalle curioso de lo sucedido entonces. Los guardias asesinados eran valones (región francófila y católica de los Países Bajos); Esquilache, italiano. La chispa que convirtió Madrid en una hoguera fue un bando publicado por orden de Esquiladle para que el pueblo de Madrid recortara sus largas capas y las enormes alas de sus sombreros. La guardia valona fue la encargada de dar cumplimiento al bando. Para los madrileños, el chambergo o gacho, que es como se llamaba el sombrero prohibido, era el símbolo de su traje popular, y su prohibición se interpretó como un ataque contra la esencia nacional. No obstante, chambergo viene de Friedrich Hermann Schombert (1615-1690), el comandante de la guardia valona traída a España en tiempos de Carlos II (1661-1700), aproximadamente un siglo antes del motín. Aquellos soldados extranjeros también avivaron la antipatía popular entonces, y, de modo despectivo, se llamó a sus sombreros de ala ancha «a lo Schomberg». Cien años después, sin embargo, el pueblo había asumido aquellos mismos sombreros como suyos, y estuvo dispuesto a salir a la calle para defender su derecho a seguir llevándolos.
Gasset se servía de esta anécdota para reflexionar sobre cómo lo popular se basa antes en la «ilusión de vetustez» que en la efectiva antigüedad de sus atributos:
Ningún traje popular es autóctono ni eterno, y, sin embargo, todos lo parecen.
La menor masacre de la historia
Las vicisitudes del té reflejan los cambios sociales y políticos mundiales. Durante muchos siglos, esta planta fue una mercancía exclusiva de la nobleza china y, algo más tarde, de la japonesa. A partir del siglo XII, comenzó a extenderse entre la población de dichos países.
Hacia 1560, el té entró en Europa a través del creciente poder de Venecia, Portugal y Holanda (entonces llamada Provincias Unidas). A continuación, Inglaterra se hizo con el control de su comercio, e introdujo su cultivo en la India y África.
Antes de ser derrotados por los ingleses, los holandeses habían introducido el té en el Nuevo Mundo y, a partir de la ocupación británica de las colonias holandesas, esta bebida tuvo tanta aceptación que se organizaron las llamadas tea-party («fiestas del té»). El 16 de diciembre de 1775, los colonos de Boston lanzaron al mar un cargamento entero de té como protesta contra el elevado impuesto gravado sobre este producto por el Gobierno inglés, y las reacciones desencadenadas por este incidente encendieron la mecha de la revolución que llevaría a la independencia de Estados Unidos, en 1783. Aquella protesta recibió el nombre de Boston Tea Party.
Tres años antes, sin embargo, tuvo lugar otro suceso que, de manera retrospectiva, se ha utilizado para marcar el inicio de la revolución americana. Para ser exactos, fue la nevada noche del 5 de marzo de 1770, cuando los soldados ingleses dispararon contra la multitud para disolver unos disturbios. John Adams (1735-1826), el segundo presidente de Estados Unidos, por motivos de propaganda, describió aquellos disparos como «la Masacre de Boston», y el funeral por las personas fallecidas aquella noche fue el acto que congregó al mayor número de personas hasta esa época en América del Norte. En realidad, solo habían muerto… ¡5 personas!
En 1524, la región de la futura Nueva York estaba habitada por alrededor de 5000 indios lenape. En 1614, esta región pasó a ser colonia holandesa, y en 1664, británica. Hacia el año 1700, la población lenape había sido reducida a 200 miembros. En la época de «la Masacre de Boston», los lenape, al igual que muchas otras tribus indias, no existían. En 1712, los esclavos africanos se rebelaron y fueron reprimidos con brutal violencia. De esta —y otras matanzas— John Adams, y quienes le eligieron Presidente de Estados Unidos, no hicieron ninguna mención, y mucho menos, un funeral. La única «masacre» consignada en aquella época fue la de Boston…
La toilette, la marquesa y el fin del mundo
Con esta palabra no aceptada por el DRAE (el Diccionario de la Lengua Española) se designaba una habitación privada, reservada para la mujer (los hombres, en cambio, disfrutaban del «cabinet»). El sentido original, tanto en inglés como en francés, era el de «paño» o «tela», uno de los elementos utilizados para el «aseo personal» en una época solo con palanganas de porcelana. Una traducción posible de toilette sería «vestidor» o «tocador», pero dicha habitación podía ser mucho más, como demuestra el cuadro del pintor satírico inglés William Hogarth (1697-1764) titulado Marriage A-la-Mode: 4. The Toilette («Matrimonio a la moda: la toilette»), pintado hacia 1743. En este lienzo se muestran los arreglos de una boda en la toilette de la novia, con diferentes familiares y personajes allegados a esta.
Fig. 14 François Boucher, La toilette, 1742, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.
Otro pintor representativo de esta época, François Boucher (1703-1770), mostró más escenas de este peculiar espacio doméstico. En una de ellas, sorprendemos a una dama en el acto de colocarse una liga de su pierna mientras elige el tocado que adornará su cabello, en manos de su sirvienta, retratada de espaldas. En la otra escena, simplemente vemos el retrato de uno de los personajes más representativos del siglo XVIII francés: Jeanne-Antoinette Poisson, Marquesa de Pompadour (1721-1764), y en opinión de Luis XV (1710-1774), su protector, «la mujer más encantadora de Francia». El hecho de que Boucher denominara a su retrato la toilette es prueba suficiente del carácter tan diferente de la palabra en aquella época.
Fig. 15.
Se cuenta que la copa de champán de la marquesa estaba modelada con su pecho cuando era joven. De manera similar, la marquesa modeló Versalles a su estilo, promoviendo espléndidas fiestas y comidillas de palacio (las segundas eran más apreciadas que las primeras, ya que permitían distraer el aburrimiento en todo momento y no solo en días señalados). Por lo tanto, cuando todos se dejaban ver en los grandes salones, y ya llevaban demasiado tiempo dejándose ver, la Pompadour se retiraba a su toilette. De esta manera, los invitados podían regresar a sus habitaciones u hogares divulgando rumores absolutamente ciertos de lo que pasaba dentro de aquel boudoir. ¿Se podía hacer más por Francia?
En los últimos años de su convivencia, no había ninguna relación íntima entre la marquesa y el Rey. Muchos cortesanos celebraron, al principio, este hecho, imaginando la caída de la favorita, pero no fue así. Aquella joven de origen humilde siguió ocupando los mismos aposentos y su amistad con el Soberano no se alteró. El secreto del éxito de la Pompadour no fue, por lo tanto, la pasión irresistible que despertara en Luis XV, sino su talento natural para entretenerle. En cierta ocasión, solo la marquesa pudo consolar a su Majestad después de la derrota de una batalla del ejército francés, y eso lo logró con unas pocas palabras:
Au reste, après nous, le déluge. (Por lo demás, después de nosotros, que caiga el Diluvio).
Desgraciadamente, a juicio de algunos historiadores, que entienden muy poco de rumores, consideran la frase apócrifa. Valle-Inclán (1866-1936), en La Corte de los Milagros (1927), supo reinventarla: «Y, como dijo el gitano del cuento, aluego de menda, el deluvio».
Sinfonía Incompleta del Nuevo Mundo
Cristóbal Colón (1505-1536) murió sin reconocer que había descubierto un Nuevo Mundo y tenía razón: a nivel social, el mundo apenas cambió: seguía anclando en el llamado «Antiguo Régimen». El verdadero descubrimiento de algo diferente comenzó cuando se firmó la Declaración de la Independencia de Estados Unidos (1776), precursora de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), durante la Revolución francesa. Aunque imperfectas y con muchas limitaciones, a partir de estos documentos, una oleada de revoluciones y procesos de independencia barrió todo el mundo. Tal vez, nadie comprendió mejor ese verdadero Nuevo Mundo que el marqués Lafayette (1757-1834), aristócrata que tuvo una intervención destacada en la Guerra de la Independencia de Estados Unidos (1775-1783). Consciente de que se aproximaba una época de vacas flacas, de regreso a Francia, en 1783, Lafayette se aseguró de que sus vasallos en Chavaniac llenaran los graneros de higo. Cuando la cosecha fue muy pobre, uno de sus administradores le aconsejó: «La mala cosecha ha elevado el precio del trigo. Es el momento de vender». Sin embargo, la respuesta del marqués fue…
No; es el momento de dar.
Desgraciadamente, nadie siguió el ejemplo de Lafayette.
La torre sobrecargada
La Bastilla fue edificada durante el reinado de Carlos V de Francia (1338-1380), de 1370 a 1383, para defender el flanco oriental de la ciudad de París. El cardenal Richelieu (1585-1642) la transformó en prisión de Estado. Parte del edificio estaba destinado para nobles, que disponían de elegantes celdas y suculentas comidas, y la otra parte para prisioneros comunes, que, lógicamente, eran tratados de modo muy diferente. En cualquier caso, la invitación para entrar en tan ejemplar reflejo del mundo eran las le tires de cachet, unas cartas firmadas por el rey —o sus ministros—, a prueba de atascos judiciales: la orden de ingresar en prisión carecía de juicio.
Las más tenebrosas leyendas flotaron siempre alrededor de la Bastilla. La leyenda de la «máscara de hierro» sigue siendo famosa. Los historiadores franceses magnificaron la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1789, como una gran batalla del pueblo contra las fuerzas de la opresión. No obstante, los días que precedieron al asalto, dentro del recinto solo había siete prisioneros, y el ambiente de la prisión era tan relajado que su defensa estaba confiada a unos pocos soldados, algunos inválidos. La verdadera importancia del hecho fue simbólica, confirmando así el valor de los símbolos para cambiar el mundo. Escribía la ilustre historiadora francesa Arlette Farge (1941-):
Casi vacía, sin duda, pero sobrecargada: sobrecargada de una larga historia mantenida entre la monarquía y su justicia.