Primera noche
Era una noche maravillosa, una noche de esas que puede que sólo se den cuando somos jóvenes, querido lector. El cielo estaba tan estrellado, estaba tan claro que, al mirarlo, involuntariamente uno tenía que preguntarse: ¿Será posible que bajo este cielo pueda vivir gente con todo tipo de caprichos y enfados? Esta es también una pregunta de jóvenes, querido lector, de muy jóvenes aunque, ¡ojalá el Señor la enviara más a vuestra alma! Hablando de señores caprichosos y con todo tipo de enfados, no puedo por menos que recordar mi comportamiento ejemplar de ese día. Ya por la mañana temprano me había empezado a atormentar una extraña congoja. De repente, me pareció que todos me abandonaban, a mí, que soy un solitario, y que todos me daban la espalda. Aquí, claro, cualquiera tendría derecho a preguntar: ¿Quiénes son todos? Porque llevo ocho años viviendo en San Petersburgo y no he sabido entablar ni una sola amistad. Pero ¿para qué quiero yo esa amistad? Aun sin ella, me conozco todo Petersburgo. Y por eso me pareció que todos me abandonaban cuando la ciudad entera se ponía en pie para, acto seguido, irse a la dacha. Me dio miedo quedarme solo, y tres días enteros anduve vagando apesadumbrado por la ciudad sin lograr entender qué me ocurría. Ya fuera a Nevski, ya fuera a un jardín, o incluso si paseaba por la orilla, no había ni una sola persona de las que acostumbraba a ver el resto del año en esos mismos lugares a una hora determinada. Por supuesto, ellos a mí no me conocen, pero yo a ellos sí. Y, además, bien: casi me he aprendido su fisonomía, me deleito cuando están alegres y me aflijo cuando su ánimo se nubla. Casi he trabado amistad con un viejecito al que me encuentro en Fontanka todos los días a la misma hora. Su fisonomía es tan majestuosa, tan soñadora… Siempre va murmurando y moviendo la mano izquierda, en la derecha lleva un bastón largo y nudoso de puño dorado. Él ha reparado en mí y muestra sincero interés. Si se diera el caso de que yo no estuviera a la hora acostumbrada en Fontanka, estoy seguro de que sentiría añoranza. Y es que a veces nos falta poco para saludarnos, sobre todo cuando los dos estamos de buen humor. Hace poco, después de dos días sin habernos visto, al encontrarnos el tercero ya íbamos a llevarnos la mano al sombrero, pero afortunadamente recapacitamos a tiempo, bajamos la mano y, con simpatía, pasamos el uno junto al otro. También las casas me son conocidas. Cuando camino, todas parecen correr por la calle delante de mí, todas sus ventanas me miran y casi me hablan: «Muy buenas, ¿qué tal está? Yo bien, gracias a Dios, pero en el mes de mayo me añadirán un piso». O: «¿Qué tal está? Resulta que mañana vienen a hacerme unos arreglos». O: «Por poco no salgo ardiendo, me asusté». Entre ellas tengo favoritas, amigas íntimas; una tiene intención de que este verano le trate un arquitecto. Pasaré a propósito todos los días para que no la curen de cualquier forma, ¡protégela, Señor! Y nunca olvidaré la historia de una casita muy linda, color rosa claro. Era una casa de piedra muy bonita, me miraba tan afablemente, miraba a sus torpes vecinas con tanto orgullo que mi corazón se alegraba cuando tenía ocasión de pasar junto a ella. Y, de repente, la semana pasada voy paseando por la calle y fue mirar a mi amiga y oír un grito lastimero: «¡Van a pintarme de amarillo!». ¡Canallas! ¡Bárbaros! No se apiadaron de nada, ni de las columnas ni de las cornisas, y mi amiga amarilleció como un canario. Por poco no se me altera la bilis por este incidente y hasta hoy no he sido capaz de visitar mi desfigurada casita, a la que cubrieron con el color del Imperio del dragón.
Y ahora, lector, comprende de qué manera me conozco todo San Petersburgo.
Ya he dicho que estuve tres días atormentado por la inquietud mientras no adiviné su causa. En la calle me sentía mal —este no está, ese tampoco, ¿dónde se habrá metido el otro?—, pero en casa tampoco era yo. Dos noches estuve buscando respuestas —¿qué es lo que falta en mi rincón? ¿Por qué me molesta quedarme aquí?— y observaba perplejo las paredes verdes, enhollinadas, el techo repleto de telarañas que Matriona criaba con gran acierto, revisaba una y otra vez todos mis muebles, examinaba cada silla: ¿no estaría aquí mi desgracia? —y es que basta con que una silla no esté como debiera, como ayer, para que yo ya no sea yo—, miraba por la ventana, y todo en vano… ¡No me sentía ni una pizca mejor! Incluso se me ocurrió llamar a Matriona y, como si fuera un padre, echarle una bronca por las telarañas y por el desaliño en general. Pero ella sólo me miró sorprendida y se marchó sin haber dicho ni palabra, así que las telarañas siguen hoy felizmente colgadas. Por fin esta mañana adiviné lo que ocurría. ¡Oh! Pero… ¡si se libran de mí para ir a la dacha! Discúlpeme por esta frase trivial, pero no estaba yo para estilos elevados…, y es que todo lo que podía existir en Petersburgo o se había trasladado a la dacha o iba de camino. Porque todo señor respetable de apariencia seria que hubiera contratado un cochero al momento se transformaba, para mí, en un respetable padre de familia que, después de sus obligaciones habituales, se encamina ligero a las entrañas de su familia, a la dacha. Porque cada transeúnte tenía ahora un aspecto completamente especial que por poco no decía a todo aquel que se encontraba: «Señores, nosotros estamos aquí de paso, dentro de dos días nos vamos a la dacha». Si se abría una ventana en la que primero tamborileaban unos dedos finos, blancos como el azúcar, y luego se asomaba la cabecita de una linda muchacha que llamaba al vendedor ambulante de tiestos y flores, enseguida me figuraba que esas flores se habían comprado porque sí, es decir, que no eran en absoluto para disfrutar de la primavera y de las flores en un piso sofocante de la ciudad, sino que muy pronto todos se irían a la dacha y se llevarían las flores. Es más, ya había hecho tales progresos en este género nuevo, especial, de descubrimientos que podía indicar a simple vista y sin equivocarme quién vivía en qué dacha. Los habitantes de las islas Kámenny y Aptékarsky y los del camino de Petergof se distinguían por su estudiada finura en las maneras, por su elegante ropa de verano y por los coches espléndidos en los que llegaban a la ciudad. Los vecinos de Párgolovo y más allá «inspiraban» desde el primer momento con su cordura y seriedad; el habitual de la isla Krestovski se distinguía por su aspecto impasiblemente alegre. Solía encontrarme una larga procesión de carreteros que marchaban perezosos, rienda en mano, junto a carros cargados de montañas de toda clase de muebles, mesas, sillas, camas turcas y no turcas y demás bártulos domésticos, y arriba del todo, en la cumbre del carro, se aposentaba a ratos una cocinera frágil, que guardaba los bienes de los señores como a las niñas de sus ojos. Veía barcas cargadas de pesadas vajillas y cacharros de cocina que se deslizaban por el Nevá o por Fontanka hasta el río Chórnaia o hasta las islas —carros y barcas se multiplicaban por diez, por cien ante mí; parecía que todo se ponía en pie y se marchaba: formando caravanas todo se trasladaba a la dacha; parecía que todo Petersburgo amenazara con regresar al desierto, así que al final me sentí avergonzado, agraviado y triste. Definitivamente yo no tenía sitio ni razones para ir a una dacha. Estaba dispuesto a partir en cada carro, a marcharme con cada señor de apariencia respetable que hubiera contratado un cochero, pero nadie, ni uno solo me invitó, como si se hubieran olvidado de mí, como si en realidad ¡yo fuera un extraño para ellos!
Había caminado largo y tendido, así que ya me había dado tiempo a olvidarme de donde estaba, tal como acostumbraba, cuando de pronto me vi en el control de entrada a la ciudad. Al momento me sentí alegre y crucé la barrera, anduve entre campos y praderas sembrados sin prestar atención al cansancio, pero percibiendo tanto todo mi organismo que cierto peso desapareció de mi alma. Los viajeros me miraban con tanta cordialidad que por poco no les saludaba resueltamente, todos estaban contentos, todos sin excepción fumaban cigarros. Yo también estaba contento como nunca lo había estado. De repente me pareció estar en Italia —con tanta fuerza me había golpeado la naturaleza, a mí, un ciudadano medio enfermo a punto de asfixiarse dentro de los muros de la ciudad.
Hay algo indeciblemente conmovedor en la naturaleza de nuestro Petersburgo cuando llega la primavera y, de pronto, muestra todo su poder, todas las fuerzas con las que le ha agraciado el cielo, se guarnece con vegetación, se emperejila, las flores se visten de tonalidades… De alguna manera me recuerda involuntariamente a esa muchacha marchita y delicada a la que a veces mira con pena, a veces con cierto amor compasivo, otras simplemente no repara en ella, pero que en un instante y como de improviso se vuelve indecible y maravillosamente bella, y usted, atónito, sin querer se pregunta: ¿Qué fuerza ha hecho brillar con tal luz esos ojos tristes, pensativos? ¿Qué hizo subir la sangre a esas mejillas pálidas, delgadas? ¿Qué bañó con pasión esos tiernos rasgos? ¿Por qué se hinchó ese pecho? ¿Qué despertó tan repentinamente la fuerza, la vida y la belleza en el rostro de la pobre muchacha e hizo que brillara con una sonrisa, que reviviera con una risa tan resplandeciente, chispeante? Mira a su alrededor, busca, intuye… Pero el instante pasa y quizá mañana mismo vea la misma mirada pensativa y distraída de antes, el mismo rostro pálido, la misma sumisión y timidez en los movimientos y puede que incluso arrepentimiento, incluso huellas de cierta melancolía opresiva y de enojo por la momentánea distracción… Y a usted le dará pena que esa belleza momentánea se haya marchitado tan rápida, tan irrevocablemente, que haya brillado frente a usted tan engañosa e inútilmente, le dará pena no haber tenido siquiera tiempo para quererla…
Con todo ¡mi noche fue mejor que el día! Esto es lo que ocurrió:
Regresé a la ciudad muy tarde, ya habían dado las diez cuando empezaba a acercarme a casa. El camino seguía la orilla del canal, donde no se ve ni un alma a esas horas. La verdad es que vivo en una zona bastante retirada de la ciudad. Caminaba y cantaba porque, cuando me siento feliz, es inevitable que tararee algo, igual que cualquier hombre feliz que no tiene ni amigos ni buenos conocidos y que en los momentos alegres no tiene con quien compartir su alegría. Y entonces me sucedió la aventura más inesperada.
Apartada, había una mujer apoyada en la barandilla del canal. Acodada en la reja, parecía observar con mucha atención el agua turbia del canal. Llevaba un encantador sombrero amarillo y una mantilla negra y coqueta. «Es joven, y seguro que morena», pensé yo. A lo que parece, ella no había oído mis pasos, ni siquiera se inmutó cuando pasé por su lado conteniendo la respiración y el corazón latiéndome con fuerza. «¡Qué extraño! —pensé—, debe de estar muy absorta en sus pensamientos», y entonces me quedé clavado. Me había parecido oír un sollozo ahogado. Así era, no me había equivocado: la joven estaba llorando y su pena aumentaba a cada momento. ¡Dios mío! Tenía el corazón en un puño. Y, por muy tímido que fuera con las mujeres, era una situación que… Retrocedí, caminé hacia ella y sin duda alguna hubiera dicho: «¡Señorita!», de no haber sabido que esta exclamación se había dicho ya miles de veces en todas las novelas rusas sobre la aristocracia. Fue lo único que me detuvo. Mientras yo andaba buscando una palabra, la joven salió de su ensimismamiento, giró la cabeza, me descubrió, bajó la vista y se escabulló de mí siguiendo la orilla. Habría salido tras ella, pero se dio cuenta y se apartó de la orilla, cruzó la calle y echó a andar por la acera. Yo no me atreví a cruzar la calle. Mi corazón trepidaba igual que el de un pajarito atrapado. Y entonces un incidente vino en mi ayuda.
En el otro lado de la acera, cerca de mi desconocida, apareció de pronto un señor de frac, de edad sobria, pero no se puede decir que anduviera con sobriedad. Se tambaleaba a cada paso y caminaba apoyándose con cuidado en la pared. La muchacha caminaba como una flecha, presurosa y discretamente, como suelen andar las muchachas que no quieren que alguien se ofrezca a acompañarlas a casa por la noche y, por supuesto, el señor tambaleante nunca la habría alcanzado si mi destino no le hubiera aconsejado que recurriera a métodos artificiales. De pronto, sin decir ni una palabra, mi señor sale disparado con todas sus fuerzas, corre intentando dar alcance a mi desconocida. Ella camina como el viento, pero el señor oscilante se acerca, la alcanza, la muchacha grita y yo… yo bendigo al destino por el excelente palo nudoso que en ese momento apareció en mi mano derecha. Al momento estaba en la otra acera, al momento el señor no invitado comprendió qué ocurría, su imaginación encontró una razón irrefutable, guardó silencio, se apartó y sólo cuando ya estábamos muy lejos me lanzó sus protestas en términos bastante enérgicos. Pero apenas nos llegaron sus palabras.
—Deme la mano —le dije a la desconocida—, y no se atreverá a importunarnos más.
Me alargó la mano en silencio, aún temblaba de inquietud y de espanto. ¡Oh, señor no invitado, cuánto te bendije en ese momento! La miré fugazmente: era muy linda y morena —¡lo había adivinado!—. En las pestañas negras todavía le brillaban las lágrimas por el susto reciente o por la pena sufrida, no lo sabía. Pero en sus labios brotaba ya una sonrisa. Ella también me miró a escondidas, enrojeció ligeramente y bajó la vista.
—Ya ve, ¿por qué se asustó y se apartó antes de mí? Si yo hubiera estado con usted nada le habría pasado…
—Es que no lo conocía, pensaba que usted también…
—¿Y ahora sí me conoce?
—Un poco. Por ejemplo, ¿por qué está temblando?
—¡Oh, lo ha adivinado a la primera! —respondí yo encantado de que mi muchacha fuera inteligente: esto es algo que, si hay belleza, nunca molesta—. Así es, ha adivinado usted a la primera con quién ha ido a dar. En efecto, soy tímido con las mujeres, no voy a discutírselo, y no estoy menos nervioso que hace unos minutos, cuando ese hombre la asustó… Y ahora yo, de alguna manera, estoy asustado. Es como un sueño, aunque ni siquiera en sueños he conjeturado que alguna vez iba a hablar con una mujer.
—¿Cómo? ¿De verdad?
—Así es, si mi mano tiembla es porque nunca la había abrazado una mano tan dulce y pequeña como la suya. Me he deshabituado de las mujeres, quiero decir que nunca me acostumbré a ellas, es que estoy solo… Ni siquiera sé cómo hablar con ellas. Bueno, ahora tampoco sé, ¿no le habré dicho alguna tontería? Hable con franqueza, le aviso de que no suelo ofenderme…
—No, para nada, al contrario. Y si usted me está pidiendo que sea sincera, entonces le diré que a las mujeres les gusta esa timidez. Y, si quiere saber más, a mí también me gusta y ya no dejaré que se aparte de mí hasta que lleguemos a casa.
—Va a hacer que pierda mi timidez ya mismo —empecé yo ahogado por la emoción—, y entonces… ¡adiós a mis métodos!
—¿Métodos? ¿Qué métodos? ¿Para qué? Ahora sí que ha hecho el tonto.
—Lo reconozco, y no lo haré más, se me ha escapado sin querer, aunque cómo pretende que en un momento así no exista el deseo de…
—¿De gustar, por ejemplo?
—Pues sí, pero sea buena, por Dios, sea buena. Juzgue quién soy: ya tengo veintiséis años y nunca he tenido trato con nadie. ¿Cómo puedo hablar bien y, además, con habilidad? Será más provechoso cuando se haya contado todo abiertamente. No sé callar cuando el corazón habla en mi interior. Bueno, no importa… Créalo, ni una sola mujer, nunca, ¡nunca! ¡Ningún trato! Y día tras día sólo sueño con encontrar por fin a alguien. Ay, si usted supiera las veces que me he enamorado así…
—Pero ¿cómo es eso? ¿Y de quién?
—Pues de nadie, de un ideal, de aquella con la que haya soñado. En mis sueños creo novelas enteras. ¡Huy, usted no me conoce! Claro que habré tratado con dos o tres mujeres —de otra forma no se puede—, pero ¿qué mujeres eran? No eran más que dueñas que… Pero le estoy haciendo reír, le contaré que más de una vez he pensado en ponerme a hablar así por las buenas, en la calle, con alguna aristócrata, cuando estuviera sola, claro está. Hablar con timidez, por supuesto, con respeto y pasión. Decirle que perezco en soledad para que ella no se aparte de mí, que no tengo métodos para conocer siquiera a una sola mujer, sugerirle que incluso es su obligación como mujer no rechazar una súplica tan tímida de alguien tan desgraciado como yo. Que, finalmente, todo lo que pido es que me digan con simpatía dos palabras fraternales, que no me aparten a la primera, que crean en mí de palabra, que escuchen atentas lo que voy a decir, que se rían de mí si quieren, que me infundan esperanzas, que me digan dos palabras, dos palabras nada más, y luego no importa si no nos vemos más… Pero se ríe usted… Bueno, también hablo para eso…
—No se enoje, me río porque es usted su propio enemigo y, si lo intentara, lo conseguiría, puede que aun en la calle le salga bien. Cuanto más sencillo, mejor le saldrá… Ni una sola mujer buena, a no ser que sea tonta o, sobre todo, que en ese momento esté enfadada por algo, se resolvería a echarlo a usted sin esas dos palabras que ha implorado tan tímidamente… Aunque yo le tomaría por un loco, sin duda. De hecho, así le juzgué. ¡Bien sé yo qué gente hay por ahí!
—Oh, muchas gracias —grité yo—, no sabe lo que acaba de hacer por mí.
—Está bien, está bien… Pero, dígame, ¿por qué sabía que yo era una mujer con la que…? Bueno, que usted me creía digna de… atención y amistad…; resumiendo, no una dueña, como las ha llamado usted. ¿Por qué se resolvió a acercarse?
—¿Por qué? ¿Por qué? Pero si usted estaba sola, ese señor fue demasiado osado, es de noche. Estará usted de acuerdo conmigo en que era mi obligación…
—No, no, antes, en el otro lado. Porque usted quería acercarse a mí, ¿no?
—¿En el otro lado? Pues, la verdad, no sé qué responder, temo que… ¿Sabe? Hoy he sido feliz; he caminado y cantado. He estado en el campo, nunca había sentido unos momentos tan felices. Y usted… Me pareció que era posible… Bueno, perdóneme si le hago recordar: me pareció que usted lloraba y yo…, yo no podía oírlo…, mi corazón se encogió… ¡Dios mío! ¿Acaso no podía sentirme triste por usted? ¿Acaso es un pecado sentir por usted compasión fraternal?… Perdone, he dicho «compasión…». Bueno, en fin, ¿acaso podía molestarle que involuntariamente se me ocurriera acercarme a usted?
—Déjelo ya, es suficiente, no diga nada —dijo la chica bajando la vista y estrechándome la mano—. La culpa es mía por haber sacado el tema, pero estoy contenta de no haberme equivocado con usted. Bueno, ya estoy en casa. Tengo que seguir por aquí, por la travesía, está cerca, a dos pasos… Adiós, le agradezco que…
—¿Entonces es verdad? ¿De veras que no nos vamos a ver nunca más?… ¿De veras que se termina aquí?
—Ya ve —dijo la muchacha entre risas—, al principio quería sólo dos palabras y ahora… De todas formas no voy a decirle nada… Puede que nos veamos…
—Vendré aquí mañana —dije yo—. Ay, discúlpeme, ya estoy exigiendo…
—Sí, es usted un impaciente… Casi está exigiendo…
—¡Oiga, escúcheme! —interrumpí yo—. Discúlpeme si de nuevo le digo algo un poco… Pero aquí va: Es imposible que no venga mañana. Soy un soñador, tengo tan poca vida real y momentos como este, como el de ahora, los cuento tan raramente que es imposible que no repita estos momentos en sueños. Soñaré con usted toda la noche, toda la semana, el año entero. Seguro que vengo mañana aquí, justo aquí, a este mismo lugar justo a esta hora, y seré feliz recordando el día de ayer. Este sitio ya me es querido. Tengo otros dos o tres sitios así en San Petersburgo. Incluso una vez me eché a llorar por los recuerdos, como usted… Quién sabe, quizá también a usted, hace diez minutos, los recuerdos le hicieron llorar… Pero perdóneme, he vuelto a dejarme llevar. Quizá usted haya sido especialmente feliz aquí…
—Está bien —dijo la muchacha—, puede que venga mañana, también a las diez. Veo que ya no puedo prohibírselo… Lo que ocurre es que tengo que estar aquí, no piense que estoy acordando una cita, le aviso de que tengo que estar aquí por algo personal. Pero… bueno, seré sincera con usted: no pasa nada si viene; en primer lugar, podría volver a suceder algo desagradable, pero dejemos eso a un lado…, en resumen, simplemente me gustaría verlo…, para decirle dos palabras. Con tal de que no me censure, no piense que suelo citarme con nadie tan alegremente… No lo habría citado si… Bueno ¡dejemos que este sea mi secreto! Pero con una condición…
—¡Una condición! ¿Cuál? Dígala, dígamela de antemano; estoy de acuerdo con todo, estoy dispuesto a todo —exclamé yo entusiasmado—, respondo de mí mismo: seré obediente, respetuoso… Usted me conoce…
—Precisamente porque lo conozco, lo invito a venir mañana —dijo la muchacha entre risas—. Lo conozco perfectamente. Pero si lo hace es con una condición, en primer lugar —ande, sea bueno y cumpla lo que voy a pedirle, ya ve que le hablo con franqueza—, no se enamore de mí… No es posible, se lo aseguro. Estoy dispuesta a ser su amiga, aquí tiene mi mano… Pero no puede enamorarse, ¡por favor se lo pido!
—Se lo juro —grité yo atrapando su mano.
—Pare, no jure, sé bien que es capaz de estallar como la pólvora. No me censure por hablarle así. Si usted supiera… Yo tampoco tengo a nadie, a nadie con quien poder intercambiar una palabra, a quien pedir consejo. Por supuesto que los consejeros no deben buscarse en la calle, pero usted es una excepción. Lo conozco como si lleváramos veinte años siendo amigos… Usted no cambiará, ¿verdad?
—Ya lo verá…, aunque no sé cómo voy a sobrevivir un día.
—Duerma profundamente, buenas noches… Y recuerde que yo ya confío plenamente en usted. Aunque acaba de expresarlo muy bien, ¿de veras hay que dar cuenta de cada sentimiento, aunque sea compasión fraternal? ¿Sabe? Lo ha dicho tan bien que enseguida despertó en mí la idea de confiarle…
—Por Dios, ¿el qué?
—Hasta mañana. Dejemos que sea un secreto por ahora. Mejor para usted, al menos en la distancia parecerá una novela. Puede que mañana se lo cuente, o puede que no… Le aviso de antemano, vamos a conocernos mejor.
—Oh, entonces ¡mañana le contaré todo sobre mí! Pero ¿qué es esto? Es como si hubiera ocurrido un milagro… Dios mío, ¿dónde estoy? Dígame, ¿acaso está disgustada por no haberse enfadado, como habría hecho otra, y por no haberme alejado desde el principio? Dos minutos y ya me ha hecho feliz para siempre. Así es, ¡feliz! Cómo saberlo, pero puede que usted me haya reconciliado conmigo mismo, que haya resuelto mis dudas… Quizá sobre mí caigan esos momentos… Sí, mañana se lo contaré todo, lo sabrá todo, todo…
—Me parece bien, usted empezará.
—De acuerdo.
—¡Hasta la vista!
—¡Hasta la vista!
Y nos separamos. Yo caminé toda la noche, no me decidía a volver a casa. Era tan feliz… ¡Hasta mañana!