Capítulo 9

En el descansillo superior de la ancha escalinata del hotel, transportada peldaños arriba en un sillón, rodeada de criados, doncellas y el numeroso y servil personal del hotel, en presencia del Oberkellner, que había salido al encuentro de una destacada visitante que llegaba con tanta bulla y alharaca, acompañada de su propia servidumbre y de un sinfín de baúles y maletas, sentada como reina en su trono estaba… la abuela. Sí, ella misma, formidable y rica, con sus setenta y cinco años a cuestas: Antonida Vasilyevna Tarassevitcheva, terrateniente y aristocrática moscovita, la baboulinka, acerca de la cual se expedían y recibían telegramas, moribunda pero no muerta, quien de repente aparecía en persona entre nosotros como llovida del cielo. La traían, por fallo de las piernas, en un sillón, como siempre en estos últimos años, pero, también como siempre, marrullera, briosa, pagada de sí misma, muy tiesa en su asiento, vociferante, autoritaria y con todos regañona; en fin, exactamente como yo había tenido el honor de verla dos veces desde que entré como tutor en casa del general. Como es de suponer, me quedé ante ella paralizado de asombro. Me había visto a cien pasos de distancia cuando la llevaban en el sillón, me había reconocido con sus ojos de lince y llamado por mi nombre y patronímico, detalle que, también según costumbre suya, recordaba de una vez para siempre. «¡Y a ésta —pensé— esperaban verla en un ataúd, enterrada y dejando tras sí una herencia! ¡Pero si es ella la que nos enterrará a todos y a todo el hotel! Pero, santo Dios, ¿qué será de nuestra gente ahora?, ¿qué será ahora del general? ¡Va a poner el hotel patas arriba!».

—Bueno, amigo, ¿por qué estás plantado ahí con esos ojos saltones? —continuó gritándome la abuela—. ¿Es que no sabes dar la bienvenida? ¿No sabes saludar? ¿O es que el orgullo te lo impide? ¿Quizá no me has reconocido? ¿Oyes, Potapych? —dijo volviéndose a un viejo canoso, de calva sonrosada, vestido de frac y corbata blanca, su mayordomo, que la acompañaba cuando iba de viaje—; ¿oyes? ¡No me reconoce! Me han enterrado. Han estado mandando un telegrama tras otro: ¿ha muerto o no ha muerto? ¡Pero si lo sé todo! ¡Y yo, como ves, vivita y coleando!

—Por Dios, Antonida Vasilyevna, ¿por qué había yo de desearle nada malo? —respondí alegremente cuando volví en mi acuerdo—. Era sólo la sorpresa… ¿y cómo no maravillarse cuando tan inesperadamente…?

—¿Y qué hay de maravilla en ello? Me metí en el tren y vine. En el vagón va una muy cómoda, sin traqueteo ninguno. ¿Has estado de paseo?

—Sí, me he llegado al Casino.

—Esto es bonito —dijo la abuela mirando en torno—; el aire es tibio y los árboles son hermosos. Me gusta. ¿Está la familia en casa? ¿El general?

—En casa, sí; a esta hora están todos de seguro en casa.

—¿Y qué? ¿Lo hacen aquí todo según el reloj y con toda ceremonia? Quieren dar el tono. ¡Me han dicho que tienen coche, les seigneurs russes! Se gastan lo que tienen y luego se van al extranjero. ¿Praskovya está también con ellos?

—Sí, Polina Aleksandrovna está también.

—¿Y el franchute? En fin, yo misma los veré a todos. Aleksei Ivanovich, enseña el camino y vamos derechos allá. ¿Lo pasas bien aquí?

—Así, así, Antonida Vasilyevna.

—Tú, Potapych, dile a ese mentecato de Kellner que me preparen una habitación cómoda, bonita, baja, y lleva las cosas allí en seguida. ¿Pero por qué quiere toda esta gente llevarme? ¿Por qué se meten donde no los llaman? ¡Pero qué gente más servil! ¿Quién es ése que está contigo? —preguntó dirigiéndose de nuevo a mí.

—Éste es míster Astley —contesté.

—¿Y quién es míster Astley?

—Un viajero y un buen amigo mío; amigo también del general.

—Un inglés. Por eso me mira de hito en hito y no abre los labios. A mí, sin embargo, me gustan los ingleses. Bueno, levantadme y arriba; derechos al cuarto del general. ¿Por dónde cae?

Cargaron con la abuela. Yo iba delante por la ancha escalera del hotel. Nuestra procesión era muy vistosa. Todos los que topaban con ella se paraban y nos miraban con ojos desorbitados. Nuestro hotel era considerado como el mejor, el más caro y el más aristocrático del balneario. En la escalera y en los pasillos se tropezaba de continuo con damas espléndidas e ingleses de digno aspecto. Muchos pedían informes abajo al Oberkellner, también hondamente impresionado. Éste, por supuesto, respondía que era una extranjera de alto copete, une russe, une comtesse, grande dame, que se instalaría en los mismos aposentos que una semana antes había ocupado la grande duchesse de N. El aspecto imperioso e imponente de la abuela, transportada en un sillón, era lo que causaba el mayor efecto. Cuando se encontraba con una nueva persona la medía con una mirada de curiosidad y en voz alta me hacía preguntas sobre ella. La abuela era de un natural vigoroso y, aunque no se levantaba del sillón, se presentía al mirarla que era de elevada estatura. Mantenía la espina tiesa como un huso y no se apoyaba en el respaldo del asiento. Llevaba alta la cabeza, que era grande y canosa, de fuertes y acusados rasgos. Había en su modo de mirar algo arrogante y provocativo, y estaba claro que tanto esa mirada como sus gestos eran perfectamente naturales. A pesar de sus setenta y cinco años tenía el rostro bastante fresco y hasta la dentadura en buen estado. Llevaba un vestido negro de seda y una cofia blanca.

—Me interesa extraordinariamente —murmuró míster Astley, que subía junto a mí.

«Ya sabe lo de los telegramas —pensaba yo—. Conoce también a Des Grieux, pero por lo visto no sabe todavía mucho de mademoiselle Blanche». Informé de esto a míster Astley.

¡Pecador de mí! En cuanto me repuse de mi sorpresa inicial me alegré sobremanera del golpe feroz que íbamos a asestar al general dentro de un instante. Era como un estimulante, y yo iba en cabeza con singular alegría.

Nuestra gente estaba instalada en el tercer piso. Yo no anuncié nuestra llegada y ni siquiera llamé a la puerta, sino que sencillamente la abrí de par en par y por ella metieron a la abuela en triunfo. Todo el mundo, como de propósito, estaba allí, en el gabinete del general. Eran las doce y, al parecer, proyectaban una excursión: unos irían en coche, otros a caballo, toda la pandilla; y además habían invitado a algunos conocidos. Amén del general, de Polina con los niños y de la niñera, estaban en el gabinete Des Grieux, mlle. Blanche, una vez más en traje de amazona, su madre, el pequeño príncipe y un erudito alemán, que estaba de viaje, a quien yo veía con ellos por primera vez.

Colocaron el sillón con la abuela en el centro del gabinete, a tres pasos del general. ¡Dios mío, nunca olvidaré la impresión que ello produjo! Cuando entramos, el general estaba contando algo, y Des Grieux le corregía. Es menester indicar que desde hacía dos o tres días, y no se sabe por qué motivo, Des Grieux y mlle. Blanche hacían la rueda abiertamente al pequeño príncipe à la barbe du pauvre général, y que el grupo, aunque quizá con estudiado esfuerzo, tenía un aire de cordial familiaridad. A la vista de la abuela el general perdió el habla y se quedó en mitad de una frase con la boca abierta. Fijó en ella los ojos desencajados, como hipnotizado por la mirada de un basilisco. La abuela también le observó en silencio, inmóvil, ¡pero con qué mirada triunfal, provocativa y burlona! Así estuvieron mirándose diez segundos largos, ante el profundo silencio de todos los circunstantes. Des Grieux quedó al principio estupefacto, pero en su rostro empezó pronto a dibujarse una inquietud inusitada. Mlle. Blanche, con las cejas enarcadas y la boca abierta, observaba atolondrada a la abuela. El príncipe y el erudito, ambos presa de honda confusión, contemplaban la escena. El rostro de Polina reflejaba extraordinaria sorpresa y perplejidad, pero de súbito se quedó más blanco que la cera; un momento después la sangre volvió de golpe y coloreó las mejillas. ¡Sí, era una catástrofe para todos! Yo no hacía más que pasear los ojos desde la abuela hasta los concurrentes y viceversa. Míster Astley, según su costumbre, se mantenía aparte, tranquilo y digno.

—¡Bueno, aquí estoy! ¡En lugar de un telegrama! —exclamó por fin la abuela rompiendo el silencio—. ¿Qué, no me esperabais?

—Antonida Vasilyevna… tía… ¿pero cómo…? —balbuceó el infeliz general. Si la abuela no le hubiera hablado, en unos segundos más le habría dado quizá una apoplejía.

—¿Cómo que cómo? Me metí en el tren y vine. ¿Para qué sirve el ferrocarril? ¿Y vosotros pensabais que ya había estirado la pata y que os había dejado una fortuna? Ya sé que mandabas telegramas desde aquí; tu buen dinero te habrán costado, porque desde aquí no son baratos. Me eché las piernas al hombro y aquí estoy. ¿Es éste el francés? ¿Monsieur Des Grieux, por lo visto?

Oui, madame —confirmó Des Grieux— et croyez je suis si enchanté… votre santé… c’est un miracle… vous voir ici, une surprise charmante

—Sí, sí, charmante. Ya te conozco, farsante. ¡No me fío de ti ni tanto así! —y le enseñaba el dedo meñique—. Y ésta, ¿quién es? —dijo volviéndose y señalando a mlle. Blanche. La llamativa francesa, en traje de amazona y con el látigo en la mano, evidentemente la impresionó—. ¿Es de aquí?

—Es mademoiselle Blanche de Cominges y ésta es su madre, madame de Cominges. Se hospedan en este hotel —dije yo.

—¿Está casada la hija? —preguntó la abuela sin pararse en barras.

—Mademoiselle de Cominges es soltera —respondí lo más cortésmente posible y, de propósito, a media voz.

—¿Es alegre?

Yo no alcancé a entender la pregunta.

—¿No se aburre uno con ella? ¿Entiende el ruso? Porque cuando Des Grieux estuvo con nosotros en Moscú llegó a chapurrearlo un poco.

Le expliqué que mlle. de Cominges no había estado nunca en Rusia.

Bonjour! —dijo la abuela encarándose bruscamente con mlle. Blanche.

Bonjour, madame! —Mlle. Blanche, con elegancia y ceremonia, hizo una leve reverencia. Bajo la desusada modestia y cortesía se apresuró a manifestar, con toda la expresión de su rostro y figura, el asombro extraordinario que le causaba una pregunta tan extraña y un comportamiento semejante.

—¡Ah, ha bajado los ojos, es amanerada y artificiosa! Ya se ve qué clase de pájaro es: una actriz de ésas. Estoy abajo, en este hotel —dijo dirigiéndose de pronto al general—. Seré vecina tuya. ¿Estás contento o no?

—¡Oh, tía! Puede creer en mi sentimiento sincero… de satisfacción —dijo el general cogiendo al vuelo la pregunta. Ya había recobrado en parte su presencia de ánimo, y como cuando se ofrecía ocasión sabía hablar bien, con gravedad y cierta pretensión de persuadir, se preparó a declamar ahora también—. Hemos estado tan afectados y alarmados con las noticias sobre su estado de salud… Hemos recibido telegramas que daban tan poca esperanza, y de pronto…

—¡Pues mientes, mientes! —interrumpió al momento la abuela.

—¿Pero cómo es —interrumpió a su vez en seguida el general, levantando la voz y tratando de no reparar en ese «mientes»—, cómo es que, a pesar de todo, decidió usted emprender un viaje como éste? Reconozca que a sus años y dada su salud…; de todos modos ha sido tan inesperado que no es de extrañar nuestro asombro. Pero estoy tan contento…; y todos nosotros (y aquí inició una sonrisa afable y seductora) haremos todo lo posible para que su temporada aquí sea de lo más agradable…

—Bueno, basta; cháchara inútil; tonterías como de costumbre; yo sé bien cómo pasar el tiempo. Pero no te tengo inquina; no guardo rencor. Preguntas que cómo he venido. ¿Pero qué hay de extraordinario en esto? De la manera más sencilla. No veo por qué todos se sorprenden. Hola, Praskovya. ¿Tú qué haces aquí?

—Hola, abuela —dijo Polina acercándose a ella—. ¿Ha estado mucho tiempo en camino?

—Ésta ha hecho una pregunta inteligente, en vez de soltar tantos «ohs» y «ahs». Pues mira: me tenían en cama día tras día, y me daban medicinas y más medicinas; conque mandé a paseo a los médicos y llamé al sacristán de Nikola, que le había curado a una campesina una enfermedad igual con polvos de heno. Pues a mí también me sentó bien. A los tres días tuve un sudor muy grande y me levanté. Luego tuvieron otra consulta mis médicos alemanes, se calaron los anteojos y dijeron en coro: «Si ahora va a un balneario extranjero y hace una cura de aguas, expulsaría esa obstrucción que tiene». ¿Y por qué no?, pensé yo. Esos tontos de los Zazhigin se escandalizaron: «¿Hasta dónde va a ir usted?», me preguntaban. Bueno, en un día lo dispuse todo, y el viernes de la semana pasada cogí a mi doncella, y a Potapych, y a Fiodor el lacayo (pero a Fiodor le mandé a casa desde Berlín porque vi que no lo necesitaba), y me vine solita… Tomé un vagón particular, y hay mozos en todas las estaciones que por veinte copecs te llevan adonde quieras. ¡Vaya habitaciones que tenéis! —dijo en conclusión mirando alrededor—. ¿De dónde has sacado el dinero, amigo? Porque lo tienes todo hipotecado. ¿Cuántos cuartos le debes a este franchute, sin ir más lejos? ¡Si lo sé todo, lo sé todo!

—Yo, tía… —apuntó el general todo confuso—, me sorprende, tía… me parece que puedo sin fiscalización de nadie… sin contar que mis gastos no exceden de mis medios, y nosotros aquí…

—¿Que no exceden de tus medios? ¿Y así lo dices? ¡Como guardián de los niños les habrás robado hasta el último kopek!

—Después de esto, después de tales palabras… —intervino el general con indignación— ya no sé qué…

—¡En efecto, no sabes! Seguramente no te apartas de la ruleta aquí. ¿Te lo has jugado todo?

El general quedó tan desconcertado que estuvo a punto de ahogarse en el torrente de sus agitados sentimientos.

—¿De la ruleta? ¿Yo? Con mi categoría… ¿yo? Vuelva en su acuerdo, tía; quizá sigue usted indispuesta…

—Bueno, mientes, mientes; de seguro que no pueden arrancarte de ella; mientes con toda la boca. Pues yo, hoy mismo, voy a ver qué es eso de la ruleta. Tú, Praskovya, cuéntame lo que hay que ver por aquí; Aleksei Ivanovich me lo enseñará; y tú, Potapych, apunta todos los sitios adonde hay que ir. ¿Qué es lo que se visita aquí? —preguntó volviéndose a Polina.

—Aquí cerca están las ruinas de un castillo; luego hay el Schlangenberg.

—¿Qué es ese Schlangenberg? ¿Un bosque?

—No, no es un bosque; es una montaña, con una cúspide…

—¿Qué es eso de una cúspide?

—El punto más alto de la montaña, un lugar con una barandilla alrededor. Desde allí se descubre una vista sin igual.

—¿Y suben sillas a la montaña? No podrán subirlas, ¿verdad?

—¡Oh, se pueden encontrar cargadores! —contesté yo.

En este momento entró Fedosya, la niñera, con los hijos del general, a saludar a la abuela.

—¡Bueno, nada de besos! No me gusta besar a los niños; están llenos de mocos. Y tú, Fedosya, ¿cómo lo pasas aquí?

—Bien, muy bien, Antonida Vasilyevna —replicó Fedosya—. ¿Y a usted cómo le ha ido, señora? ¡Aquí hemos estado tan preocupados por usted!

—Lo sé, tú eres un alma sencilla. ¿Y éstos qué son? ¿Más invitados? —dijo encarándose de nuevo con Polina—. ¿Quién es este tío menudillo de las gafas?

—El príncipe Nilski, abuela —susurró Polina.

—¿Conque ruso? ¡Y yo que pensaba que no me entendería! ¡Quizá no me haya oído! A míster Astley ya le he visto. ¡Ah, aquí está otra vez! —la abuela le vio—. ¡Muy buenas! —y se volvió de repente hacia él.

Míster Astley se inclinó en silencio.

—¿Qué me dice usted de bueno? Dígame algo. Tradúcele eso, Praskovya.

Polina lo tradujo.

—Que estoy mirándola con grandísimo gusto y que me alegro de que esté bien de salud —respondió míster Astley seriamente, pero con notable animación. Se tradujo a la abuela lo que había dicho y a ella evidentemente le agradó.

—¡Qué bien contestan siempre los ingleses! —subrayó—. A mí, no sé por qué, me han gustado siempre los ingleses; ¡no tienen comparación con los franchutes! Venga usted a verme —dijo de nuevo a míster Astley—. Trataré de no molestarle demasiado. Tradúcele eso y dile que estoy aquí abajo —le repitió a míster Astley señalando hacia abajo con el dedo.

Míster Astley quedó muy satisfecho de la invitación.

La abuela miró atenta y complacida a Polina de pies a cabeza.

—Yo te quería mucho, Praskovya —le dijo de pronto—. Eres una buena chica, la mejor de todos, y con un genio que ¡vaya! Pero yo también tengo mi genio ¡Da la vuelta! ¿Es eso que llevas en el pelo moño postizo?

—No, abuela, es mi propio pelo.

—Bien, no me gustan las modas absurdas de ahora. Eres muy guapa. Si fuera un señorito me enamoraría de ti. ¿Por qué no te casas? Pero ya es hora de que me vaya. Me apetece dar un paseo después de tanto vagón… ¿Bueno, qué? ¿Sigues todavía enfadado? —preguntó mirando al general.

—¡Por favor, tía, no diga tal! —exclamó el general rebosante de contento—. Comprendo que a sus años…

Cette vieille est tombée en enfance —me dijo en voz baja Des Grieux.

—Quiero ver todo lo que hay por aquí. ¿Me prestas a Aleksei Ivanovich? —inquirió la abuela del general.

—Ah, como quiera, pero yo mismo… y Polina y monsieur Des Grieux… para todos nosotros será un placer acompañarla…

Mais, madame, cela sera un plaisir —insinuó Des Grieux con sonrisa cautivante.

—Sí, sí, plaisir. Me haces reír, amigo. Pero lo que es dinero no te doy —añadió dirigiéndose inopinadamente al general—. Ahora, a mis habitaciones. Es preciso echarles un vistazo y después salir a ver todos esos sitios. ¡Hala, levantadme!

Levantaron de nuevo a la abuela, y todos, en grupo, fueron siguiendo el sillón por la escalera abajo. El general iba aturdido, como si le hubieran dado un garrotazo en la cabeza. Des Grieux iba cavilando alguna cosa. Mademoiselle Blanche hubiera preferido quedarse, pero por algún motivo decidió irse con los demás. Tras ella salió en seguida el príncipe, y arriba, en las habitaciones del general, quedaron sólo el alemán y madame veuve Cominges.