FEDOR DOSTOIEVSKI — EL SEÑOR
PROJARCHIN
Ustinia Fiodorovna había subarrendado el
rincón más humilde y oscuro de su casa a Semion Ivanovich
Projarchin, un hombre de cierta edad, sobrio y muy formal. Se
trataba de un empleado modesto, al que apenas le llegaba el sueldo
para las necesidades más elementales, y en vista de ello Ustinia
Fiodorovna consideraba que en conciencia no podía cobrarle más de
cinco rublos mensuales de alquiler. Algunos decían que tal
generosidad era la consecuencia de ciertas razones personales. De
todos modos, como despreciando a las malas lenguas, el señor
Projarchin había acabado convirtiéndose en el huésped favorito de
Ustinia Fiodorovna, que era una mujer tan respetable como opulenta,
y especialmente aficionada a la carne y al café, al mismo tiempo
que se mostraba como una gran enemiga de los días de vigilia. Tenía
otros huéspedes, pero éstos pagaban efectivamente el doble que
Semion Ivanovich. En realidad, aquellos espíritus revoltosos y
guasones habían perdido su batalla frente a la patrona, al mofarse
de la ínfima posición de su compañero de hospedaje. De no ser
porque eran formales en el pago, Ustinia Fiodorovna jamás hubiera
consentido que estuvieran en su casa.
En cuanto a Semion Ivanovich, podría decirse
que fue elevado al rango de favorito de la patrona desde el día en
que hubieron de conducir hasta el cementerio de Valcovo a cierto
cadáver que en vida había sido muy aficionado a las bebidas
alcohólicas de elevada graduación. Aquel personaje, retirado —por
no decir arrojado— del servicio civil, a pesar de ser tuerto y
faltarle una pierna a consecuencia de lo que suele llamarse un acto
de bravura, había conseguido captarse todos los favores que una
persona como Ustinia podía dispensar, y seguramente habría vivido
mucho más tiempo en aquellas tesituras de no haber sido porque un
buen día sobrepasó el límite de sus posibilidades con el alcohol y
murió de repente a causa de la borrachera. El hecho ocurrió en
Pieski, un barrio característico de San Petersburgo, cuando Ustinia
Fiodorovna tenía únicamente tres huéspedes, de los cuales —al
trasladar y ampliar sus actividades— tan sólo habría de quedarle el
señor Projarchin.
Ya fuese por culpa de los inalienables
defectos del señor Projarchin o por los de sus nuevos compañeros de
hospedaje, la cuestión fue que las relaciones entre unos y otros no
fueron cordiales desde un principio. A tal respecto, se habrá de
constatar que los nuevos huéspedes de Ustinia Fiodorovna se
llevaban entre ellos como auténticos hermanos. Algunos incluso
trabajaban en una misma oficina. Y la mayoría acostumbraban a
dilapidar gran parte de su sueldo en el juego durante los primeros
días de cada mes, aparte de que eran bastante aficionados a gozar
en compañía de las alegrías de la existencia. A veces, justo es
decirlo, encontraban cierto placer en hablar de temas elevados y,
aunque frecuentemente acababan enzarzados en violentas discusiones,
no pasaba mucho tiempo sin que se restableciera entre ellos la
armonía, pues en su pequeña república se hallaban desterrados los
prejuicios.
Entre los huéspedes, destacaban por su
personalidad: Mark Ivanovich, un intelectual que gustaba de la
literatura; Oplevaniev y Prepolovienko, dos jóvenes tan sencillos
como simpáticos, además de un tal Zinovi Prokofievich, qué aspiraba
sobre todo a frecuentar el gran mundo, y el escribiente de juzgado
Okeanov, quien por un momento estuvo a punto de ocupar el puesto de
Semion Ivanovich en la obtención de los favores de Ustinia
Fiodorovna. Pero estaban también Sudvin, otro escribiente de
juzgado, el burgués Kontariov, y algunos más. Ninguno de ellos
llegó a considerar nunca como un camarada a Semion Ivanovich,
aunque tampoco llegara nadie a quererle mal, pues todos le hicieron
justicia desde un principio, reconociendo su bondad y su buen
carácter, así como su discreción en el trato con las gentes. Era
indudable que tenía sus defectos, pero todos creían que el único
realmente grave era el de su absoluta falta de imaginación. Por
otra parte, el señor Projarchin tenía un aspecto físico que no
podía decirse que impresionara a nadie favorablemente, y esto es
tanto más importante si se tiene en cuenta que las gentes de
espíritu burlón suelen fijarse de forma especial en la apariencia
física.
A tal respecto, y en su prurito de hombre
ecuánime, Mark Ivanovich se había erigido en defensor de Semion
Ivanovich frente a los otros huéspedes, proclamando que el señor
Projarchin era un hombre maduro y muy serio, para el que ya había
pasado el tiempo de los elogios fútiles. En consecuencia, cabe
decir que, si Semion Ivanovich no tenía una amistad mayor con sus
compañeros de hospedaje, era culpa suya solamente. Lo que primero
saltó a la vista de aquéllos fue su sórdida avaricia, que se
manifestó en él desde un principio; no consentía, por ejemplo, en
prestar su tetera bajo ninguna excusa, a pesar de que no tomaba té
casi nunca, pues prefería reemplazarlo por la tisana u otras
hierbas de campo, de las que siempre tenía una buena provisión. Su
régimen de comidas era igualmente muy personal, ya que jamás se
concedía ni siquiera la mitad de la ración que Ustinia Fiodorovna
servía a los demás huéspedes. Esto quería decir que, si el precio
general de la comida era de cincuenta copecs, Semion Ivanovich sólo
gastaba veinticinco, conformándose por lo tanto con una sopa de
coles, un trozo de pan y un plato de carne, aunque lo más frecuente
era que no tomase ni carne ni coles, limitándose a un bocadillo de
pan con cebolla y queso blanco o una ración de melón con sal. Si se
producía cualquier sustitución, los límites siempre estaban
marcados por una serie de alimentos esencialmente económicos. Su
lema era no pasar de los veinticinco copecs de gasto, salvo en los
casos perentorios en que se sentía a punto de caer desvanecido por
el hambre...
(El biógrafo debe confesar en este punto que
jamás habría descendido a la descripción de unos pormenores tan
insignificantes, aparentemente tan mezquinos y casi ofensivos —en
especial para los lectores partidarios de los estilos literarios
«nobles»—, si tales pormenores no constituyeran en verdad un
distintivo particular de nuestro personaje, una especie de rasgo
dominante de su carácter, ya que el señor Projarchin no se
encontraba tan desprovisto de recursos económicos como se complacía
en afirmar. Si se imponía todas aquellas privaciones, y además lo
hacía sin temor alguno al qué dirán, era únicamente para satisfacer
su avaricia y por un exceso de previsión, como veremos más
adelante. Por otra parte, consideramos que no sería correcto
aburrir al lector con una prolija enumeración de todos los defectos
de Semion Ivanovich. Renunciaremos, por ejemplo, a describir su
indumentaria, tan pintoresca como divertida, y sólo daremos cuenta
de algún detalle, como el de que Semion Ivanovich jamás entregó una
prenda a la lavandera. Esto es lo que aseguraba al menos Ustinia
Fiodorovna. Durante veinte años consecutivos el bueno de Semion
Ivanovich consideró útil el ir acumulando toda la basura que se
creaba alrededor de su persona, sin dar muestras del menor sonrojo.
En toda su vida jamás había utilizado calcetines, pañuelos y otras
prendas por el estilo, y Ustinia Fiodorovna, que un día atisbo a su
huésped por detrás del viejo biombo que le servía de tabique
separador, consideraba oportuno afirmar que «el buen hombre apenas
tenía nada con que cubrir la desnudez de su cuerpo». Esta clase de
comentarios no comenzaron a hacerse sino después de que hubo
fallecido Semion Ivanovich, pues mientras vivió —y de ello provenía
principalmente su desacuerdo con los demás huéspedes— jamás pudo
sufrir que nadie —incluidas sus más amistosas relaciones— fuera a
meter la nariz en su rincón sin antes haberle pedido autorización
para hacerlo.)
La verdad es que Semion Ivanovich resultaba
un hombre casi intratable, en extremo reconcentrado y de todo punto
inaccesible. No hacía caso ni de los consejos ni de las burlas, y
en más de una ocasión se le había oído rechazar a cajas
destempladas a quien había osado aconsejarle, diciéndole: «¿Y por
qué me vienes a mí con ésas? ¡Un tunante como tú más valdría que se
aconsejara a sí mismo!» Por lo demás, no era nada orgulloso, y se
tuteaba de buena gana con todo el mundo, pero no podía soportar las
indiscreciones ni consentir que nadie que estuviese enterado de sus
manías le preguntara con segunda intención qué era lo que guardaba
en su baúl. Se trataba de un mueble que estimaba más que a las
niñas de sus ojos y que guardaba debajo de la cama. Aun cuando
dicho baúl pareciera el reducto de los más misteriosos secretos, lo
cierto es que Semion Ivanovich no guardaba en él más que una serie
de cosas viejas sin valor. Sin embargo, lo tenía en tanto aprecio
que incluso llegó a hacerse el propósito de comprar una cerradura
con clave, a fin de hacerlo más inaccesible. El día en que,
inspirado por su falta de tacto, Zinovi Prokofievich dejó escapar
la absurda idea de que Semion Ivanovich guardaba en aquel baúl sus
ahorros, con el fin de legárselos en su día a sus herederos, todos
se quedaron aterrados ante las extraordinarias consecuencias que
podía acarrear una manifestación tan intempestiva.
En un primer momento, el señor Projarchin no
acertó a encontrar expresiones adecuadas para rebatir tan absurda
suposición. Durante largo rato no salieron de su boca más que
palabras sueltas como toda respuesta, sin ninguna ilación ni
sentido, hasta que al final pareció recordar algo y decidió echar
en cara a Zinovi Prokofievich un sórdido episodio de su pasado,
directamente relacionado con su prurito de acceder al gran mundo,
al mismo tiempo que le recordaba el aprieto en que en cierta
ocasión le había puesto un sastre al que le debía dinero.
—¡Vamos! —añadió, al final Semion Ivanovich,
en su ataque al indiscreto Prokofievich—. ¡Y pensar que tú aspiras
a ser abanderado de los húsares! Jamás lo conseguirás..., y menos
aún si tus presuntos jefes se enteran de todas esas historias que
vergonzosamente no cuentas a nadie... ¿Comprendes lo que quiero
decir, tunante del demonio?
Después de aquel desahogo, Semion Ivanovich
pareció sentirse más sosegado. Pero al cabo de algunas horas de
silencio volvió a la carga y comenzó de nuevo a sermonear a Zinovi
Prokofievich, con la natural estupefacción de todos los que se
hallaban presentes en la escena. Y lo más insólito fue que no quedó
allí la cosa, pues por la noche, aprovechando la circunstancia de
que Mark Ivanovich y Prepolovienko habían organizado un té e
invitado al oficinista Okeanov, el bueno de Semion Ivanovich se
levantó de la cama y fue a reunirse con ellos, pagando lo que le
correspondía por participar en la reunión. Aquella especie de
capricho, que tan inusitadamente se permitía el tacaño Semion
Ivanovich, no era en realidad sino una excusa para hablar ante sus
compañeros de pensión del tema del «hombre pobre que, siendo
realmente pobre, jamás puede pensar en hacer ahorros». Después,
juzgando la ocasión propicia, el señor Projarchin aprovechó la
coyuntura para reiterar su profesión de pobreza, declarando que dos
días antes incluso había estado a punto de pedir un rublo prestado
a cierto insolente, cosa que ya no pensaba hacer, a fin de evitar
que aquel indiscreto fuese por ahí propagándolo. Se refirió también
a algunas de sus obligaciones, como era la de que todos los meses
tenía que enviar cinco rublos a su cuñada, que de no ser por
aquella ayuda haría ya tiempo que se habría muerto de hambre. Era
un acto de caridad que hacía a gusto, según afirmó Semion
Ivanovich, aunque ello supusiera privarse de un traje nuevo y
alguna que otra cosa.
Semion Ivanovich habló durante largo rato de
aquel tema, llegando a hacer una auténtica apología de su
generosidad para con aquella necesitada mujer que era su pobre
cuñada. Al final, se hizo una especie de lío aritmético con los
cinco rublos... y prefirió guardar silencio definitivamente. Pero
tres días después, y cuando ya nadie pensaba en ninguna clase de
alusión, afirmó que, Zinovi Prokofievich se rompería una pierna en
cuanto entrase a formar parte de los húsares, y esto le obligaría a
ponerse otra de madera, ocurriendo entonces que se vería forzado a
pedir un pedazo de pan a él, a Semion Ivanovich, quien aprovecharía
la circunstancia para negárselo y para mandar a paseo a aquel
mequetrefe.
Como es lógico, todo aquel afán de Semion
Ivanovich por demostrar algo acabó resultando particularmente
curioso a los demás huéspedes, que acordaron seguir atacándole en
aquel punto. No obstante, desde que el señor Projarchin decidiera
integrarse en la reunión, mostró un especial empeño por estar al
corriente de todo, y multiplicaba sus preguntas con no se sabía qué
misteriosos fines, de forma que las discusiones y los diálogos
conflictivos se desarrollaban sin apenas preámbulos. Parecía que se
tratara de un juego preestablecido entre las distintas
partes.
El medio de entrar en materia era siempre el
mismo, por lo que a Semion Ivanovich se refiere: a la hora del té
saltaba de la cama, se acercaba al grupo con extremada humildad, al
mismo tiempo que con una especie de simpática predisposición, y
entregaba sus veinticinco copecs estipulados para los gastos de la
reunión, anunciando su intención de tomar parte en ella. Entonces
todos los jóvenes se ponían de acuerdo mediante gestos convenidos
para entablar una conversación que en principio siempre era
decorosa y seria. Al cabo de cierto tiempo, sin embargo,
indefectiblemente había alguien que comunicaba a los demás algunas
noticias tan apócrifas como inverosímiles. Un ejemplo podía ser el
siguiente: se le había oído decir a Su Excelencia que los empleados
casados eran mucho más eficientes que los solteros y que, en
consecuencia, se les debía dar preferencia en los ascensos, pues
resultaba comprensible que los hombres realmente sensatos y
juiciosos adquirieran en la práctica de la vida matrimonial toda
clase de virtuosas aptitudes. A continuación, el comentarista
exponía su propósito de contraer matrimonio con una determinada
muchacha, ya que le parecía lo más sensato. En otras ocasiones, el
bromista de turno decía haber notado en algunos de sus compañeros
tal ignorancia de las costumbres mundanas y de las buenas formas,
que le parecía imposible que fuesen nunca admitidos en el trato de
ciertas damas, y que, como consecuencia de todo ello, se había
decidido en las altas esferas retener los sueldos a dichos
empleados con objeto de organizar un salón de baile donde pudieran
adquirir una determinada distinción para sus maneras, además de un
porte correcto, bondad de corazón, sentimientos de gratitud y otras
estimables condiciones por el estilo. A veces, alguno de los
componentes de la tertulia salía diciendo que todos los empleados,
incluso los más antiguos, iban a ser sometidos a un examen para que
acreditasen su grado de ilustración, de lo cual resultaría que, por
fin, se iba a saber quién era quién, puesto que muchos se verían
obligados a enseñar sus cartas.
En resumen, como se comprobará, en aquellas
reuniones se decían y comentaban las cosas más disparatadas, que
todos fingían creer, demostrando además que les interesaban
especialmente, ya que incluso hacían las correspondientes alusiones
o comentarios con respecto a los efectos que tal o cual medida
acarrearía a tal o cual miembro de la tertulia. En ocasiones, se
apoderaba de ellos un supuesto aire melancólico, pues movían la
cabeza como si pidiesen consejo a alguien invisible sobre la
conducta que habrían de seguir en un trance semejante.
El lector comprenderá fácilmente que
cualquier persona menos tímida que el señor Projarchin habría
perdido su paciencia ante todas aquellas patrañas y embustes tan
toscamente urdidos. Los indicios demostraban, por tanto, que Semion
Ivanovich era una criatura de cortos alcances y muy poco apta para
el discernimiento de cualquier nueva idea. Era evidente que
comenzaba a dar vueltas y más vueltas en su cabeza a todas aquellas
noticias sensacionales, acabando por perderse en el dédalo de los
pensamientos más insólitos, sin lograr acomodarlos a su particular
comprensión. Este juego mental descubrió en Semion Ivanovich un
cierto número de facultades singulares que nadie habría sido capaz
de suponerle nunca.
A tal respecto se divulgaron rumores lo
suficientemente extendidos como para que llegaran hasta la oficina.
El efecto de tales habladurías quedó subrayado además por el cambio
que acabó operándose en nuestro personaje, de quien nadie recordaba
que hubiera cambiado jamás de expresión. Su rostro denotaba ahora
inquietud, mientras que su mirada era recelosa y tímida. Temblaba
como si tuviese el mal del azogue y podía notarse fácilmente que, a
cada nuevo infundio, alargaba las orejas con una febril ansiedad.
En el colmo de su preocupación, incluso se llegó a convertir en un
apasionado de la investigación, ya que, por lo menos en dos
ocasiones, y en su afán de verificar cuál era la verdad, tuvo la
osadía de interpelar al propio Demid Vasilievich, es decir, a Su
Excelencia. En este sentido, si pasamos por alto las consecuencias
que para Semion Ivanovich tuvieron tales gestiones, lo hacemos tan
sólo por respeto a su memoria.
En un principio, las gentes tomaron a Semion
Ivanovich por una especie de misántropo desdeñoso de los
miramientos sociales, y no se equivocaban, pues frecuentemente se
quedaba como alelado, con la boca abierta y la pluma en el aire; su
apariencia no pasaba de ser la de una persona medianamente
inteligente. A veces, al ver aquella mirada ausente, algún
compañero distraído exteriorizaba su preocupación, comunicándosela
a los demás. La indecorosa conducta de Semion Ivanovich
desconcertaba, por así decirlo, a todas las personas más o menos
normales y sujetas a un comportamiento correcto, e hizo que se le
llegara a considerar como una especie de desequilibrado
mental.
Un día se comenzó a decir por la oficina que
el señor Projarchin había dado un gran susto con su extraño aspecto
al propio Demid Vasilievich, quien retrocedió instintivamente unos
pasos al encontrarse en un pasillo con el inquietante personaje.
Cuando Semion Ivanovich se enteró de esto, se levantó muy despacio,
se abrió paso por entre las mesas, recogió su abrigo y no apareció
por allí en una temporada.
¿A qué se debió este proceder? ¿Fue por
miedo o por alguna otra causa? Nadie pudo averiguarlo. La cuestión
es que durante un cierto tiempo nadie dio razón de él. No estaba en
su casa, ni en ningún otro de los pocos lugares que frecuentaba.
¿Adonde huyó Semion Ivanovich? ¿Qué hizo mientras se halló ausente?
Ni que decir tiene que nuestra intención no es la de explicar los
actos de nuestro héroe utilizando las particularidades de su juicio
o de su estado mental. Diremos, simplemente, que Semion Ivanovich
no era un hombre de mundo y que, hasta entonces, había vivido en
una soledad casi completa, distinguiéndose allí donde iba por su
carácter taciturno. En el barrio de Pieski se pasaba la mayor parte
del tiempo tumbado en su cama, al igual que sus dos compañeros de
pensión, tan misteriosos como él, pudiéndose decir que aquel
terceto de extraños seres pasaron quince años viviendo juntos y sin
dirigirse apenas la palabra. Las horas y los días transcurrían
venturosos y en medio de un soporífero silencio, y todo marchaba
tan bien que ni Semion Ivanovich ni Ustinia Fiodorovna recordaban
ya cómo ni cuándo llegaron a conocerse.
—Debe hacer diez, quince..., o quizá
veinticinco años que está en casa —solía decir la patrona, cuando
se refería a su insólito huésped.
No debe extrañarnos, pues, que Semion
Ivanovich se sintiera un poco a disgusto en los últimos tiempos, al
verse mezclado en la pensión con todos aquellos jóvenes, que
armaban ruido y siempre estaban de broma, siendo como era él tan
serio y reservado.
La desaparición de Semion Ivanovich suscitó
un gran alboroto en la casa de huéspedes. En primer lugar, porque
era el favorito de la patrona, y después por otras varias causas,
entre las cuales estaba el hecho de que no se hubiera encontrado su
pasaporte, que había entregado para que se lo guardara a Ustinia
Fiodorovna; ésta se pasó dos días derramando lágrimas a torrentes,
tal como acostumbraba a hacer en los momentos críticos. Durante
aquellos dos días, no dejó de zaherir además a los otros
pensionistas, recriminándoles el haber ahuyentado a Semion
Ivanovich con sus burlas. Al tercer día, sin embargo, dejó de
llorar y les conminó muy seriamente para que fuesen en busca del
fugitivo y se lo trajesen lo antes posible.
Al atardecer de aquel mismo día llegó Sudvin
y aseguró a la patrona que estaba sobre la pista del desaparecido,
pues le había visto en un mercado y seguido muy de cerca, aunque
sin atreverse a hablarle por no ahuyentarle... Primero se detuvo en
un incendio de la calle Krivoi y después le siguió, con la
esperanza de ver dónde se alojaba, pero al final le había perdido
de vista. A juicio de Sudvin, era cuestión de volver por aquellos
parajes para averiguar cuál era su nuevo domicilio.
Una media hora después llegaron Okeanov y
Kontariov, que corroboraron en todo lo dicho por Sudvin. Kilos
también habían visto al fugitivo muy de cerca, pero tampoco
llegaron a hablarle. No obstante, pudieron constatar el hecho de
que Semion Ivanovich iba acompañado de un individuo con aspecto de
mendigo o de borracho. Por último llegaron los otros dos compañeros
del grupo de pensionistas más allegados al desaparecido, y aunque
ellos no le habían visto, después de escuchar a sus dos amigos,
coincidieron en deducir que el señor Projarchin no podía estar muy
lejos y que lo más probable era que no tardara en volver a su
redil. Añadieron, no obstante, que ellos sabían desde hacía tiempo
que Semion Ivanovich frecuentaba el trato de aquél mendigo, un
hombre con aspecto de taimado, que seguramente le habría engañado
con alguna treta.
Aquel sujeto, en realidad, no era
desconocido de nadie. Había hecho su aparición bajo los auspicios
del huésped Remniov y pasó algunos días en la pensión,
aproximadamente un par de semanas antes de la desaparición del
señor Projarchin. Según él, era una «víctima de la iniquidad», y
había ejercido como oficinista en provincias, donde a consecuencia
de una visita de inspección le destituyeron junto con otros
compañeros. Entonces había venido a San Petersburgo y se había
echado a los pies de Porfiri Grigorievich, pidiéndole un puesto en
cualquier oficina que fuese, cosa que obtuvo con cierta rapidez.
Sin embargo, perseguido por la desdicha, se encontró muy pronto en
la calle al ser cerradas aquellas oficinas, que luego se
reorganizaron; pero entonces nadie contó con él a causa de su
demostrada incapacidad administrativa, como también a causa de su
capacidad no menos demostrada para ciertos trabajos de muy distinta
índole, sin mencionar su admitido «amor a la verdad» y las
maniobras de los enemigos que se había granjeado dentro de la
gerencia de la compañía. Un día, tras contar todas estas peripecias
en la pensión, el tal Zimoveikin abrazó varias veces a su amigo
Remniov, hombre de barba hirsuta, saludó con grandes inclinaciones
de cabeza a todos los presentes, sin olvidarse siquiera de la
criada Avdotia, diciendo que eran sus bienhechores y que se
consideraba culpable de diversas faltas, entre otras la de ser un
necio y una persona indigna, y a continuación rogó a toda aquella
honrada asamblea que no le tomasen nada en cuenta, a la vista de su
denigrante estado. Habiéndose granjeado de esta manera la
protección, si no la conmiseración, de todos los presentes, el
señor Zimoveikin se mostró mas satisfecho, por haberse quitado un
gran peso de encima, y se puso a besar las manos a Ustinia
Fiodorovna, a pesar de las protestas de la patrona, que alegaba
modestamente lo sucias que las llevaba.
El señor Zimoveikin, llevado por su buen
estado espiritual de aquel momento, prometió a los presentes darles
a conocer aquella misma noche todas sus habilidades en una danza
característica. Pero al día siguiente los huéspedes se encontraron
con un imprevisto y lamentable desenlace de aquella aventura. Sea
porque había «deshonrado y afrentado a Ustinia Fiodorovna —según
afirmó ella—, que hacía ya tiempo que hubiera podido ser la esposa
del oficial Yaroslav Ilich», o por cualesquiera otras razones, la
cuestión es que Zimoveikin desapareció de la pensión. Poco después
volvió, pero lo único a que dio lugar fue a que le expulsaran
ignominiosamente, si bien aprovechó la ocasión para congraciarse
con Semion Ivanovich, al que no se sabe cómo consiguió sonsacar los
pantalones más decentes que tenía nuestro personaje. Ahora,
Zimoveikin volvía a aparecer, y lo hacía bajo todas las apariencias
de haber seducido a Semion Ivanovich.
A tal respecto, en cuanto Ustinia Fiodorovna
se hubo enterado de que el fugitivo se encontraba sano y salvo, y
de que por consiguiente no había que dar parte a las autoridades de
la desaparición de su huésped, se sosegó inmediatamente y optó por
marcharse a la cama a descansar. Los huéspedes, sin embargo, se
quedaron parlamentando sobre la situación, y acordaron dispensar al
fugitivo una triunfal recepción. Sin temor a estropear nada,
apartaron el biombo del lecho, revolvieron éste ligeramente, y
colocaron a su pie el famoso baúl. Después, sobre la cama,
colocaron una muñeca, que confeccionaron con el chal de la patrona,
poniéndole incluso su cofia y su mantón. Con aquella puesta en
escena no cabe duda de que hubieran podido sorprender a cualquiera.
Por último, decidieron esperar impacientes la llegada de Semion
Ivanovich. Pensaban anunciarle que su cuñada había venido de
provincias para verle, y que la infortunada, al no encontrarle, no
había tenido más remedio que acostarse en su cama, puesto que él no
la ocupaba.
Aquella noche se la pasaron en vela,
esperando y esperando... Tanto esperaron, que Mark Ivanovich tuvo
tiempo para perder su sueldo de una quincena, que ganaron
Prepolovienko y Kontariov. En cuanto a Okeanov, tuvieron que darle
tantas veces con los naipes en las narices como castigo, que
acabaron poniéndosela roja por completo. Se hizo tan tarde, que
incluso Avdotia se levantó para emprender sus primeras tareas de la
mañana, que eran las de traer leña y encender la estufa. Zinovi
Prokofievich acabó completamente empapado a causa de tanto entrar y
salir a la calle para ver si Semion Ivanovich llegaba, pues durante
toda la noche y la madrugada estuvo lloviendo sin parar. Pero ni
nuestro héroe ni su amigo, el andrajoso Zimoveikin, dieron señales
de vida. Por último, rendidos, fueron todos a acostarse, dejando,
sin embargo, a la «cuñada» sobre el lecho del señor
Projarchin.
Había amanecido ya cuando se oyó resonar ¡a
puerta de un coche con un formidable estrépito que por sí solo
habría sido capaz de despertar a todo un batallón. Era él, Semion
Ivanovich, el tan esperado fugitivo... ¡Pero en qué estado llegaba!
Ante aquel tumulto, se despertaron todos, y al verle no pudieron
hacer otra cosa que coincidir en una expresión general de
emocionada sorpresa. El señor Projarchin parecía haber perdido el
conocimiento. El cochero que le había traído le condujo hasta su
rincón, y allí le depositó, exánime y medio harapiento.
La patrona preguntó al cochero dónde se
había emborrachado su huésped, pero el buen hombre le
contestó:
—Señora, ¿no ve que ese hombre no está
borracho? Puedo asegurarle que no ha bebido ni una gota de
alcohol... El estado en que se halla tiene todo el aspecto de ser
la consecuencia de un síncope o de un ataque de apoplejía.
En función de una mayor comodidad, pusieron
al enfermo junto a la estufa. Después de mirarle detenidamente,
coincidieron todos en que, en efecto, aquello no tenía aspecto de
ser una borrachera. Era indudable que al señor Projarchin le
ocurría algo, pero ¿qué podía ser? No podía mover la lengua y
temblaba como un azogado. Apenas podía pestañear, pero cuando
entreabría los ojos lanzaba miradas de asombro a su alrededor, como
si no conociera a sus demás compañeros de pensión, que habían
acudido todos con sus ropas de dormir. Alguien preguntó al cochero
dónde le había recogido.
—Unos señoritos, que iban muy alegres, me lo
entregaron tal como ustedes le están viendo en estos momentos...
—dijo el buen hombre—. Al parecer venía de la parte del barrio
Kolomna. En un principio me dije que se habría efectuado algún
duelo, pero luego ya no supe qué pensar... Lo que sí puedo
asegurarles es que aquella gente se divertía mucho... Debía
tratarse de una de esas juergas que se arrastran desde la noche
hasta la madrugada, ¿comprenden lo que quiero decir?
Levantaron a Semion Ivanovich y le metieron
en la cama. Cuando al estirarse en el lecho sintió a la «cuñada» a
su lado y el cofre a los pies, lanzó un terrible grito, se puso a
cuatro patas y comenzó a temblar, afanándose por tapar con sus
manos y el cuerpo la mayor parte posible del baúl, al mismo tiempo
que dirigía a los presentes miradas hurañas, como si hubiera
querido decirles que prefería antes la muerte que perder ni
siquiera la centésima parte de su miserable peculio...
Semion Ivanovich permaneció lo menos tres
días en cama, detrás de su biombo, apartado del mundo y de sus
vanas agitaciones, sumido en aquella especie de retiro voluntario,
pues a partir del día siguiente ya nadie volvió a preocuparse de
él. Iban sucediéndose las horas y los días, mientras que una
especie de sopor hacía presa en el ardiente y pesado ánimo del
enfermo. Sin embargo, no se movía ni se quejaba, guardando un
silencio absoluto. Se pegaba a la cama del mismo modo que una
liebre se pega a la tierra en cuanto oye que el cazador se
acerca.
A veces pesaba sobre el cuarto una quietud
triste y desesperante. Aquello era la señal de que todos los
huéspedes habían salido a sus ocupaciones y de que las demás
dependencias se hallaban vacías. Semion Ivanovich podía entonces
distraerse a sus anchas y adormecer su tristeza escuchando los
rumores cercanos de la cocina, donde la patrona desempeñaba sus
quehaceres cotidianos, mientras Avdotia, con sus ligeros pasos,
recorría la casa de un lado a otro, haciendo la limpieza. Así
transcurrían para nuestro héroe las horas, horas de pereza y de
sopor, y tan monótonas como las gotas de agua que caían en el
fregadero de la cocina. Más tarde, poco a poco, regresaban los
huéspedes, y Semion Ivanovich los oía quejarse del tiempo, pedir la
comida, armar sus acostumbrados alborotos, discutir entre ellos,
jugar a las cartas y preparar el té. Instintivamente, el enfermo
hacía ademán de levantarse, con la intención de unirse a ellos,
pero, de pronto, volvía a dejarse caer en el lecho, completamente
aletargado. En tales momentos se dedicaba a soñar que ya estaba en
la mesa, tomando su taza de té y conversando con todos. Zinovi
Prokofievich, siempre dispuesto a coger las ocasiones por los
pelos, deslizaba en la conversación alguna palabra relativa a las
cuñadas y a sus relaciones con las personas decentes. Al llegar a
este punto, Semion Ivanovich hacía lo imposible por disculparse y
responder, pero la frase protocolaria de «como ya hemos dicho en
otras ocasiones», pronunciada por todos los labios a un mismo
tiempo, hacía que el señor Projarchin se desanimara por completo en
su intención de replicar, no quedándole otro recurso que pensar en
el primer día del próximo mes, que era el día esperado en que
cobraba su sueldo. Mientras descendía por la escalera iba doblando
los billetes que le habían dado, después lanzaba una furtiva mirada
a su alrededor y se apresuraba a esconder la mitad de su
mensualidad en la caña de las botas. Todavía en la escalera (y sin
ser consciente de que aquella escena ocurría en su mente mientras
se encontraba en la cama) se prometía que, en cuanto llegara a
casa, pagaría a la patrona y se compraría algunas cosillas
necesarias, procuraría enviar lo más posible a su cuñada, a la que
después compadecería, como era su costumbre. En tales ocasiones, no
era capaz de hablar de otra cosa durante dos días, y pasada una
semana volvía a su tema de la pobreza, en la confianza, sin duda,
de que insistiendo sobre ello acabaría convenciendo a sus
compañeros de pensión...
Una vez tomadas todas estas decisiones, caía
inevitablemente en la cuenta de que Yefimovich, aquel hombrecillo
taciturno y calvo que a lo largo de veinte años viviera a su lado,
sin que nunca hubiera llegado siquiera a saber cómo era el timbre
de su voz, solía detenerse también en la escalera para contar su
paga, murmurando para sí: «¡Esto es una cantidad de dinero...!»
Después, mientras bajaba la escalera, aquel hombre aún decía, con
acento de tristeza: «Está claro; si no hay dinero, no hay comida ni
hay nada.» Y en el último peldaño añadía: «¡En mi casa somos siete
de familia, mi querido señor!» A continuación, y sin preocuparse de
conducirse como un fantasma, én contra de todas las leyes del
comportamiento en la vida real, aquel hombrecillo calvo se alzaba
sobre la punta de sus pies y, trazando en el aire una línea
descendente con mano temblorosa, refunfuñaba algo entre dientes,
asegurando que su hijo mayor iría al liceo, a la vez que asaeteaba
con una mirada fulgurante al señor Projarchin, como si le hiciese
responsable de su numerosa familia y de las penurias que se veía
obligado a soportar. Una vez en la puerta, se calaba el sombrero
hasta los ojos, daba media vuelta a la izquierda y
desaparecía.
Semion Ivanovich quedaba siempre muy
impresionado ante aquella escena, y, aunque estaba seguro de su
inocencia, había comenzado a concebir como algo verosímil que él
tuviese alguna culpa de los apuros de aquel desventurado. En tales
momentos se sentía sobrecogido de un cierto temor y su primera
reacción era echarse a correr, tan aprisa como podía, pues le
parecía que el hombrecillo calvo iba a volver sobre sus pasos con
la decidida intención de registrarle y quitarle su dinero de los
bolsillos, en nombre de las necesidades de su familia y
prescindiendo de toda consideración para con las necesidades del
propio Semion Ivanovich... En efecto, el señor Projarchin corría y
corría hasta perder el aliento, al mismo tiempo que notaba cómo a
su lado corría también mucha gente con dinero en los bolsillos.
Después se dejaban oír las campanas de los bomberos, él se sentía
encumbrado hasta la cima de aquella oleada humana, y luego se veía
rodar... hasta aquel incendio que recientemente había presenciado
en compañía de su amigo el mendigo Zimoveikin, que saliendo a su
encuentro le tendía una mano para volver a conducirle hasta lo más
apretado del gentío. Una especie de borrascosa marea humana se
encrespaba a su alrededor, obstruyendo el paso hacia el muelle de
la Fontanfca, tanto por los dos puentes como por todas las
callejuelas circundantes. La muchedumbre les empujaba hacia el
inmenso arsenal de madera, lleno de curiosos que sin duda procedían
de todas las partes de la ciudad, y principalmente de las casas y
tabernas más próximas...
El señor Projarchin volvía a verlo todo tan
claramente como si lo estuviera presenciando de nuevo entre los
torbellinos de la fiebre y el delirio. Las más extrañas figuras
pasaban por delante de sus ojos, pudiendo reconocer a algunas de
ellas. Allí estaba, por ejemplo, aquel caballero de aspecto tan
imponente, de considerable estatura y con unos grandes bigotes, que
durante todo el incendio permaneció a sus espaldas, felicitándole
cuando nuestro héroe, poseído por una especie de rapto frenético,
se puso a saltar y vitorear a los bomberos por las proezas que
éstos realizaban, y a los que él, desde su punto de observación,
podía contemplar sin perderse ningún detalle. También veía al
vigoroso joven que de un salto salvó un muro, con el propósito de
llevar a cabo no se sabía qué salvamento... De la misma forma, el
señor Projarchin vio desfilar ante él la cara de un anciano de tez
terrosa, arropado en una bata muy usada y teñida por algo
completamente indefinible: aquel buen hombre había salido, al
parecer antes de iniciarse el incendio, a comprar galletas y tabaco
a alguna tienda vecina, y ahora pretendía atravesar la multitud con
dirección a su casa, en cuyo interior se hallaban su mujer, su hija
y todos sus ahorros, treinta rublos escondidos en un lecho de
plumas. La figura que más nítidamente veía era, sin embargo, la de
una pobre mujer con la que ya había soñado más de una vez en el
transcurso de su enfermedad, y a la que veía tal y como era en
realidad, con su calzado de madera, un palo en la mano y cubierta
de harapos, con un atadijo a la espalda: ella sola armaba más
alboroto que los bomberos y la muchedumbre que, la rodeaba, pues
gritaba que sus hijos la habían arrojado a la calle y que, además,
había perdido dos monedas de cinco copecs... «¡Los hijos! ¡El
dinero! ¡Mis diez copecs! ¿Dónde están mis hijos?», repetía una y
otra vez, en medio de un galimatías que por lo demás resultaba
absolutamente incomprensible. Al final, todo el mundo acabó
volviéndole la espalda y no haciéndole caso, lo cual no arredró a
la buena mujer, que seguía chillando y manoteando al aire, sin
prestar ninguna atención al incendio, ni a la gente, ni a la
desgracia ajena, como tampoco a las chispas y a los escombros, que
casi le caían encima.
El señor Projarchin, en su visión, volvió a
sentir el pánico que sintiera cuando, muy cerca de él, un anciano
de cabellos y barba rubios, envuelto en una pelliza hecha jirones,
se puso a azuzar a la muchedumbre en contra de su persona. Pudo ver
cómo crecía aquel gentío, y experimentó el mismo terror que
experimentara al contemplar aquella muchedumbre que amenazaba con
aplastarle, mientras el aldeano seguía vociferando. Nuestro héroe,
petrificado por el terror, recordó de pronto cómo había
identificado a aquel hombre con cierto cochero al que hacía cinco
años le había robado de un modo innoble, saltando del coche antes
de que se detuviera, para no pagarle el importe del alquiler de su
carruaje... El señor Projarchin quería gritar, hablar, explicarse,
pero la voz no le salía de la garganta. Además, sentía sobre todo
su ser la presión de aquel gentío furioso, que le apretujaba como
una serpiente, impidiéndole casi respirar.
Ante aquella angustia, y haciendo un
esfuerzo sobrehumano, el señor Projarchin se despertaba... Pero
entonces descubría que su rincón también estaba ardiendo, así como
el biombo y el resto del piso, mientras que Ustinia Fiodorovna y
los demás huéspedes se debatían en medio de la gigantesca hoguera.
La cama, las ropas, el baúl, todo ardía, y por supuesto también su
apreciado colchón, con el cual cargaba para darse a la fuga y
ponerse a salvo cuanto antes mejor... Y así fue como, en un momento
dado, penetró descalzo y con sus ropas de dormir en la alcoba de la
patrona, donde le cogieron y le ataron con unas cuerdas,
restituyéndole a su rincón, que, por supuesto, ardía mucho menos
que su pobre cabeza.
Es así también como el animador de los
polichinelas reintegra al fondo de su caja a los muñecos que ya
danzaron bastante, expresando su comedia, insultando a todo el
mundo y vendiendo su alma al diablo. El pelele interrumpe así su
existencia hasta la próxima representación, quedando acostado en su
receptáculo y teniendo por compañía no sólo al mencionado demonio,
sino también a Pierrot y Colombina, y al feliz amante de ésta, el
oficial de la policía rural...
Todos los huéspedes de la casa se
congregaron alrededor del lecho de Semion Ivanovich, y allí se
quedaron durante largo rato, mirándose unos a otros con gestos de
interrogación. El primero que rompió el silencio fue Mark
Ivanovich, quien guiado por la sensatez comenzó diciendo que era
preciso guardar la calma. Al enfermo, entre otras cosas, le dijo
que estar enfermo era algo muy feo y propio de niños, por lo cual
era necesario que se repusiera y volviera a la oficina. A tal
respecto, incluso se permitió una broma, manifestando que
consideraba el sueldo que, en buena ley, debían cobrar los
empleados enfermos, si bien parecía evidente que no podía ser muy
ventajoso... En resumen, todos los de la casa se hacían partícipes
del estado de Semion Ivanovich, por quien sentían una especie de
humana compasión.
El enfermo, sin embargo, cegado por la más
irracional de las incomprensiones, se empeñó en seguir en la cama,
tirando el cobertor hacia un lado y sin pronunciar ni una sola
palabra. Mark Ivanovich no se dio por vencido, y prosiguió, con sus
amabilidades dentro de la mayor contención, pues consideraba que
con los enfermos hay que guardar siempre ciertos miramientos. Pero
Semion Ivanovich no le hacía ningún caso, y no cesaba de refunfuñar
con aire desconfiado, hasta que de pronto dirigió miradas recelosas
a diestro y siniestro, como si hubiese querido fulminar a todos los
presentes. Aquella actitud hacía que resultaran superfiuas todas
las precauciones de Mark Ivanovich, quien al final, entre resentido
y defraudado, comenzó a dar muestras de estar a punto de
encolerizarse... Dijo al enfermo, de una forma clara y terminante,
que ya era hora de que se levantara de la cama, puesto que no se
iba a pasar toda la vida tumbado, relatándoles historias más o
menos inverosímiles de incendios, cuñadas, borrachos, baúles y toda
clase de zarandajas. Le reprochó, además, que si no tenía ganas de
dormir, ello no le autorizaba a quitar el sueño a los demás.
Aquel discurso hizo su efecto en el enfermo,
que se encaró a Mark Ivanovich para decirle con entereza, aunque
con voz débil y ronca:
—¡Cállate ya, pareces un charlatán! ¿Quién
te has creído que eres? Por un momento pareció que Mark Ivanovich
iba a perder el control dé sí mismo, pero recordó una vez más que
se hallaba ante un enfermo y se apaciguó, limitándose a reprochar
su conducta a Semion Ivanovich con cierta suavidad, lo cual no
sirvió de nada, porque aquél le replicó, interrumpiéndole, que no
estaba dispuesto a soportar ninguna clase de sermones, por muy
convincentes que pudieran parecer. Después se hizo un prolongado
silencio, que duró hasta que Mark Ivanovich, repuesto de su
asombro, declaró, con tono firme y no sin elocuencia, que Semion
Ivanovich debería tener presente que se encontraba entre personas
decentes, y, por lo tanto, su deber era comportarse de una forma
mínimamente correcta. Cuando era preciso, Mark Ivanovich gustaba de
cultivar un cierto estilo oratorio, pues sabía que de aquel modo
intimidaba con facilidad a sus oyentes. Semion Ivanovich, por el
contrario, y debido quizá a su larga práctica del silencio, era
hombre de pocas palabras. Cuando se arriesgaba a soltar una
parrafada algo extensa, las palabras se agolpaban en sus labios y
le llenaban la boca, de suerte que se veía obligado a soltarlas en
el más arbitrario y pintoresco de los desórdenes. Por esto solía
decir cosas incongruentes y sin demasiado sentido, como ocurrió en
aquella ocasión. — ¡Mientes y eres un libertino! —respondió nuestro
héroe al bienintencionado Mark Ivanovich—. Mientes y obras de mala
fe, pero Dios te castigará y hará que te veas pidiendo limosna...
¡No eres más que un librepensador y un muerto de hambre! — Semion
Ivanovich, continúa usted desvariando, y sólo teniendo en cuenta su
estado... — ¿Qué dices, imbécil? —le interrumpió el enfermo—. El
necio es quien desvaría, pero el sabio emplea su inteligencia. Tú
no sabes nada de nada. Eres un ignorante, que lo único que hace es
hablar como un libro... ¡Algún día arderás como lo que eres, como
un simple atadijo de papel! — ¿Qué es lo que dice? ¿Que voy a arder
como el papel? ¡Oh! ¡Este hombre está loco! Pero Mark Ivanovich ni
siquiera se molestó en terminar la réplica que había pensado. Los
demás, por su parte, comprendieron asimismo que Semion Ivanovich no
había recuperado su equilibrio mental y que seguía desvariando. La
patrona, sin embargo, no dejó de recordar que el incendio de la
calle Krivoi tuvo su origen en una vela que una muchacha se había
dejado encendida, advirtiendo que ella no estaba dispuesta a que
allí ocurriera otro tanto, así es que todos podían considerarse
seguros. — Vamos a ver, Semion Ivanovich, ¿por quién nos ha tomado
usted? —exclamó de pronto Zinovi Prokofievich, interrumpiendo a la
patrona—. ¿Acaso cree que estamos aquí para contarle chismes de su
cuñada o para hablar de bailes y exámenes? ¡Vamos, conteste! — No.
Contéstame antes tú —replicó a su vez nuestro héroe, que pareció
reunir todas sus fuerzas para incorporarse en la cama—. Dime,
Zinovi Prokofievich, ¿sabes lo que es un bufón? ¿Qué eres tú? ¿Un
bufón, el perro del bufón, el que dice las bufonerías..., o un
simple criado de no se sabe quién? En lo que a mí concierne, te
diré que no estoy dispuesto a ser criado de nadie, ¿lo has oído
bien, mequetrefe de los demonios? Semion Ivanovich se disponía a
decir algo más, pero sin duda sintió que se le agotaban las fuerzas
y optó por callar, mientras se desplomaba de nuevo en el lecho.
Todos los presentes se quedaron un tanto estupefactos, pues
comprendían el estado en que se hallaba el enfermo y no sabían muy
bien qué hacer para ayudarle. De pronto se abrió la puerta de la
cocina y vieron asomar por ella la cabeza del señor Zimoveikin, el
amigo borracho de Semion Ivanovich. El recién llegado, sin pasar
adelante, echó una minucioso vistazo a la habitación. Parecía que
le hubieran esperado, pues todos los huéspedes le hicieron señas a
un mismo tiempo para que se acercara. El visitante, al percibir
aquella especie de bienvenida, no dudó ni un segundo en pasar al
interior de la pieza, cosa que hizo muy ufano, y quitándose el
abrigo se acercó al lecho donde se encontraba el enfermo. Todos los
indicios parecían indicar que las últimas horas del señor
Zimoveikin habían sido algo agitadas, pues llevaba una venda a lo
largo del lado derecho de su rostro, a la vez que una especie de
líquido purulento se desprendía de sus ojos. Por lo demás, el lado
izquierdo del gabán y de sus harapos aparecían empapados de una
especie de barrillo. Debajo del brazo llevaba un violín, que sin
duda iba a vender. Cuando comprobó el estado de su amigo, se encaró
a él y, empleando un tono de superioridad muy consciente, como
hombre que conocía el resorte más apropiado, exclamó: — Veamos,
Sionka, ¿qué haces ahí en la cama...? Debes levantarte. Tú eres un
hombre sensato y sabes cuál es tu deber. No obstante, si te empeñas
en mantener esa actitud, tendré que echarte de la cama... ¿Verdad
que no me darás lugar a hacer una cosa así? La energía de aquel
breve discurso no dejó de asombrar a los presentes. Pero todavía
fue mayor su sorpresa cuando comprobaron la impresión que aquellas
palabras habían causado en el señor Projarchin, que apenas se
atrevió a refunfuñar entre dientes: — ¡Cállate ya, desdichado! Es
lo mejor que puedes hacer. ¡Miserable! ¡No eres otra cosa que un
ratero! Por lo que veo, tú también te crees un príncipe. Hoy me
encuentro rodeado de príncipes... ¡Hum! ¡Vaya unos príncipes de
pacotilla! — Amigo mío, creo que nadie mejor que tú sabe que ese
comportamiento no es correcto... —replicó Zimoveikin, sin perder ni
un ápice de su sangre fría—. Pero, si es así, dime una cosa: ¿a
quién pretendes engañar? ¡Vamos, deja de comportarte de esa manera!
Te aconsejo que me hagas caso, porque de lo contrario contaré a
esta gente lo que sé... y de esta forma tendrás que quitarte la
máscara. ¡Vamos, Sionka, obedéceme de una maldita vez! ¿Me oyes?
Semion Ivanovich quedó realmente impresionado ante aquellas
palabras. Dio una especie de respingo y comenzó a mirar a todos,
asustado. Zimoveikin se sentía, al parecer, satisfecho de los
resultados obtenidos, y ya iba a continuar cuando Mark Ivanovich,
anticipándose a su celo y viendo al enfermo en otra actitud más
normal, le hizo notar que el empleo de semejantes métodos de
coacción podía ser nocivo, si no inmoral, dada la situación del
señor Projarchin. Todos los presentes esperaban que aquella
reprensión tuviera los mejores resultados, tanto más cuanto que
Semion Ivanovich parecía estar ya más sosegado, como lo demostró el
que contestara a sus interlocutores con la mayor mesura. El
crispado intercambio de insultos del principio dio paso de este
modo a una cortés discusión, y con fraternal interés preguntaron
los huéspedes al enfermo sobre la causa por la que se había
asustado de aquel modo. Semion Ivanovich les respondió a todos,
pero lo hizo con evasivas. Los demás insistieron, y él se mantuvo
en su ambigua postura explicativa. Se sucedieron las preguntas y
las respuestas, hasta que al final acabó hablando todo el mundo a
la vez. Se organizó tal barahúnda, y la conversación tomó un giro
tan extraño y sorprendente, que por último se transfiguró en algo
imposible de describir. La moderación se trocó en enojo, el enojo
en gritos, y éstos en lamentos, hasta que Mark Ivanovich, furioso,
se marchó, jurando que jamás había topado con un hombre tan
antipático e intratable como Semion Ivanovich. Por su parte,
Oplevaniev escupió en el suelo en señal de desprecio. Okeanov
estaba asustado. Zinovi Prokofievich se lamentaba en tono
dramático. Y Ustinia Fiodorovna vertió un torrente de lágrimas,
gritando que aquel desagradecido había perdido la razón, y se
lamentaba de su orfandad y de que entre todos sólo buscaban
llevarla a la ruina. En resumen, los huéspedes pudieron convencerse
de que la semilla había arraigado en el terreno más propicio, pues
Semion Ivanovich parecía haber perdido el equilibrio mental de una
forma tan prodigiosa como irremediable. Todos guardaron silencio;
seguramente pensaban que, si bien es verdad que habían conseguido
amedrentar en cierto modo al enfermo, no podían evitar cierto temor
por las consecuencias... — ¡Cómo! —exclamó de pronto Mark
Ivanovich—. Veamos, ¿de qué se asusta usted? ¿Qué es lo que le ha
hecho perder la cabeza de esa manera? ¿No será que se cree
demasiado importante? ¿Quién se cree que quiere hacerle daño? La
verdad es que no comprendo su miedo. ¿Cómo puede tener miedo un
cero a la izquierda, o una peladura de naranja, o una simple
piltrafa humana? Porque, no se haga ilusiones, usted no es otra
cosa... ¿O acaso cree que porque hayan matado a una mujer en la
calle le va a ocurrir a usted lo mismo? ¡Vamos, hombre, vamos! —
Tú..., tú..., tú eres un necio... —refunfuñó Semion Ivanovich—.
¡Eso es lo que eres! Un día te comerás tú mismo las narices... y no
te darás ni cuenta. ¡Eres un imbécil! — ¿Imbécil yo? ¿Imbécil yo?
—repetía una y otra vez Mark Ivanovich, como si no fuese capaz de
dar crédito a sus oídos—. Está bien, supongamos que yo soy un
imbécil, pero entonces, ¿qué será usted, puesto que cree que se va
a hundir el mundo y se le va a caer el techo encima por una simple
aprensión de nada? — ¡Bah! ¡Cállate ya! Lo que puedes hacer es
contestar cuando te pregunten, porque después de todo, ¿quién te ha
mandado meterte donde no te llaman...? Yo sé lo que ocurrirá... ¡La
cerrarán y todo acabado! — ¡Cómo! ¿Qué quiere decir? ¿Qué nuevo
enredo es éste? — Bien, pero eso no ha sido obstáculo para que
echaran a ese pobre borracho, así es que... — ¿Y qué quiere decir
con ese nuevo enigma del borracho? ¿Se refiere a su amigo? ¡Bah, él
no es una persona decente! — ¡Decente! ¡Decente...! ¡Y pensar que
ella sigue ahí! — ¿Quién sigue ahí? ¿Quién es ella? — ¡La
ofi-ci-na! ¡La ofi-ci-na! — ¡Pues claro que sí! Porque la oficina
es necesaria, ¿no lo comprende? — ¡Necesaria! ¡Necesaria...! Tal
vez sea hoy necesaria, y mañana, y al otro, pero ¿quién podría
asegurar que lo será siempre? — Si se cerrara la oficina, entonces
le pagarían el sueldo de un año... ¡Ah, por lo que veo, usted es la
incredulidad en persona! Y además, no ha pensado que, en
consideración a sus pasados servicios, podría ser trasladado a otra
oficina... — ¡El sueldo de un año! ¿Y para qué sirve el sueldo de
un año? Todo el mundo acaba comiéndoselo antes de encontrar otra
ocupación... Aparte de que yo tengo la responsabilidad de mi pobre
cuñada, sin contar con el peligro constante de que el dinero
siempre puede ser robado por los ladrones... — ¿Una cuñada? ¿Los
ladrones? Pero... ¿qué dice usted, hombre de Dios? A veces, parece
un ser que no es de este mundo. No se le puede comprender...
Díganos, Semion Ivanovich, ¿es usted realmente un hombre? — ¡Por
supuesto que soy un hombre! ¡Al contrario que tú, que no eres más
que un imbécil! Un imbécil al que no tengo por qué contestar a
ninguna de sus preguntas. Para que lo sepas, pedazo de idiota, hay
ocasiones en que se suprime a todo el personal. El propio Demid
Vasilievich lo ha dicho, así es que... — ¡Ah, Demid Vasilievich!
¡Vaya con Demid Vasilievich! — Si todo el mundo se queda en la
calle, ya me dirás de qué sirven las esperanzas de encontrar otro
puesto... Las posibilidades entonces son nulas, puesto que hay
mucha gente en las mismas condiciones. Bien, Mark Ivanovich, ¿qué
me dices a eso? — Vamos, Semion Ivanovich, no puedo creer que esté
hablando en serio, a menos que se le acabe de caer algún tornillo.
Usted no es hombre para creer en los falsos rumores... — ¿Y llama
falsos rumores a las palabras de Demid Vasilievich...? ¡Ah! Lo que
yo digo: ¡Este Mark Ivanovich es un imbécil! — ¡No está en sus
cabales! ¡Se ha vuelto loco! — exclamaron los presentes casi al
unísono, mirándose los unos a los otros con evidente inquietud.
Entretanto, la patrona tuvo que sujetar a Mark Ivanovich para que
no respondiera con la violencia a los insultos del enfermo. La
escena, a fuerza de tener poco sentido, parecía evidentemente un
incidente de manicomio. — ¡ Sionka! ¡Por favor, Sionka, cálmate!
—comenzó a suplicar de repente su amigo Zimoveikin—. Tú siempre has
sido una persona prudente... ¿Acaso te has vuelto un pagano de
pronto, tú que siempre has sido una persona tan sencilla y
virtuosa? ¿Oyes lo que te digo? Estoy seguro de que esa actitud
procede de un exceso de virtud... Siempre te lo he dicho. En
cambio, yo no soy más que un lioso y un miserable, indigno de tu
amistad, y, sin embargo, debo decirte que esta gente que te rodea,
y en especial la patrona, me han tratado con una encomiable
consideración, cosa que no puedo sino agradecerles a todos...
Mientras pronunciaba estas palabras, Zimoveikin hacía exagerados
gestos de reverencia y agradecimiento a todos los presentes. Hay
que decir que sus ademanes, aunque pretendían ser de reconocimiento
casi servil, no por ello dejaban de tener cierta nobleza. Semion
Ivanovich, entretanto, intentó continuar sus razonamientos. Pero
esta vez no se lo permitieron, ya que los demás emitieron súplicas
y toda clase de argumentos persuasivos para que no siguiera en su
actitud, de forma que nuestro héroe acabó sintiendo vergüenza. —
Está bien —dijo al final, en tono suplicante—. Al menos dejen que
me explique... Al parecer, es cosa convenida que yo soy una persona
buena y amable, un ser fiel y abnegado. De acuerdo, pero quiero que
sepan todos una cosa, y es que estaría dispuesto a dar hasta la
última gota de mi sangre por conservar el empleo que ahora tengo,
ya que de lo contrario tendría que irme por esos caminos de Dios
con un petate a la espalda... ¿Tan difícil de comprender es esto? —
Sionka —observó entonces Zimoveikin, dominando con su voz al
tumulto—, ¿sabes lo que te digo? ¡Que no eres más que un
librepensador! Estoy decidido y voy a contarlo todo. Diré a toda
esta gente lo que eres en realidad. ¡Tú no eres más que un ingenuo,
un hombre de buena fe que, a pesar de sus desconfianzas, cuando
llegue el momento, dejará que le pongan en la calle sin más
requisitos! ¡Dime si tengo razón o no! ¡Vamos, ten el valor de
confesar la verdad! — Creo que tienes toda la razón, amigo
Zimoveikin —dijo Semion Ivanovich con humildad. — ¡Cómo! ¿Dices que
tengo toda la razón? ¡En ese caso, debes ir a hablar con ese
hombre! — ¿Con quién? — ¿Y con quién ha de ser? Vamos, no te hagas
el ignorante... Tú lo sabes bien. Cuando uno es realmente libre, se
pone a hacer cosas, y no piensa en quedarse en la cama, ¿comprendes
lo que quiero decir? — ¿Qué es lo que quieres decir? — Que cuando
un hombre se acostumbra a quedarse en la cama acaba convirtiéndose
en un librepensador... ¡Eso es lo que realmente eres tú, Sionka!
¡Un librepensador! — ¡Basta ya! —gritó de pronto Semion Ivanovich,
manoteando en el aire como para imponer silencio—. Compréndelo de
una vez, insensato: lo que soy en realidad... sólo yo lo sé. ¿Sabes
lo que soy de verdad? ¡Un tímido! Sin embargo, ello no impide que
mañana o pasado, si me da por ahí, pierda de pronto la timidez... y
me eche al mundo para ser de verdad un librepensador. — ¿Pero qué
le ocurre ahora? —exclamó Mark Ivanovich, levantándose de la silla
en la que se había sentado con gesto de cansancio—. ¡Bah, este
hombre no sabe lo que habla! Y cuando no tenga casa ni hogar, ¿qué
dirá entonces? Vamos, señor Projarchin, ¿acaso cree que el mundo
sólo se ha hecho para usted? ¿Acaso se imagina que es una especie
de Napoleón o algo así? Dígame, ¿cree de verdad que es usted
Napoleón? A pesar de la insistencia, el señor Projarohin no se
molestó en contestar a Mark Ivanovich. Y no es que la idea de ser
Napoleón le disgustara, ni que temiera asumir una responsabilidad
semejante, sino que se sentía incapaz de seguir discutiendo, para
lo cual tenía que hilvanar las palabras con cierto sentido. Esta
sensación de impotencia acabó por sacarle de quicio, y ello originó
una nueva crisis. De pronto comenzó a llorar, y un raudal de
lágrimas manó de sus ojos color pardo, requemados por la fiebre, al
mismo tiempo que se cubría el rostro con sus huesudas y
enflaquecidas manos. Al cabo de un momento, volvió a hablar,
jurando y perjurando entre sollozos que era tan pobre y tan
desgraciado, que si alguien había en el mundo digno de lástima esa
persona era él... Debían, por lo tanto, perdonarle todos: debían
defenderle, darle de comer y beber, y sobre todo no abandonarlo.
Sin dejar de lamentarse, lanzaba miradas temerosas a su alrededor,
como si esperara que le cayese el techo encima o que el suelo se
hundiese. Todos le compadecían y todos se enternecían. La patrona,
por ejemplo, estaba deshecha en llanto, y tanto era así que ella
misma se encargó de acostar nuevamente al enfermo. En cuanto a Mark
Ivanovich, convencido de la inutilidad de sus ataques a la memoria
de Napoleón, recobró su habitual benevolencia y ayudó en su tarea a
Ustinia Rodorovna. Los demás, deseosos también de ser útiles, se
ofrecieron en seguida para preparar una tisana de frambuesas, que
estaba considerada como un gran remedio para toda clase de
enfermedades, pero Zimoveikin se opuso a ello, aduciendo que en
tales casos lo más indicado era la manzanilla. En cuanto a Zinovi
Prokofievich, que sollozaba a raudales y con todo su corazón,
juraba a voz en grito que se arrepentía de haber asustado a Semion
Ivanovich contándole aquellos necios infundios, y a continuación,
recordando que el enfermo se había quejado de su pobreza, propuso
abrir una suscripción, que de momento podrían cumplimentar los allí
presentes. Aquello hizo que todos, efectivamente, compadecieran la
mísera suerte de Semion Ivanovich, sin que por ello hubieran
comprendido el repentino pánico que había experimentado el enfermo.
Porque, a fin de cuentas, ¿había motivos para tanta preocupación?
En todo caso, si ocupara una posición importante o tuviera mujer e
hijos, aún habría tenido alguna razón de ser aquel temor. Pero,
así, todo parecía más bien absurdo, ya que Semion Ivanovich
únicamente poseía un baúl viejo, y él mismo no era sino un hombre
que se había pasado veinte años tumbado detrás de un biombo, lo
cual hacía suponer que no debía saber demasiado de la vida ni de
sus pesares. De pronto, una simple broma había hecho que comenzara
a desvariar y se sintiera atemorizado ante la revelación, por otra
parte bastante vulgar, de que la vida es dura y problemática.
¿Acaso no lo era para todos? Como dijo más tarde Okeanov, si el
enfermo se hubiese tomado al menos el trabajo de pensar que la vida
es igualmente dura para todos, no se hubiera visto afectado por
aquella crisis mental. En cualquier caso, lo cierto es que. a
partir de entonces, ya no se habló de otra cosa en la pensión que
de Semion Ivanovich. Todos iban a verle. Le preguntaban
afectuosamente por sus dolencias y no dejaban de prodigarle
consuelo. Sin embargo, al anochecer, ya no tenía necesidad de
aquellas atenciones, pues fue presa de la fiebre y el delirio.
Tuvieron que llamar al médico, y todos los huéspedes, sin
excepción, se comprometieron a cuidar y velar al enfermo durante la
noche, relevándose unos a otros, a fin de prever cualquier peligro
o alarma. Así fue como, tras haber situado al amigo borracho de
Semion Ivanovich en la cabecera de éste, los demás se pusieron a
jugar una partida de cartas, con el objeto de no dormirse. Sin
embargo, como no se jugaban dinero, se aburrieron pronto. Dejaron
entonces el juego y se dedicaron a discutir hasta la exasperación
dando golpes en la mesa, hasta que, al fin, volvieron todos a stis
respectivas habitaciones, lanzándose amenazas e insultos. En medio
del furor, nadie se acordó ya de velar al enfermo, cosa en la que
tanto empeño habían puesto. Por el contrario, acabaron durmiéndose,
y al poco tiempo reinó en toda la casa un silencio casi sepulcral.
La temperatura había bajado considerablemente en el curso de la
noche. Okeanov fue el último en quedarse dormido, y más tarde
contaría que «fuese sueño o realidad, la cuestión era que a él le
había parecido que hacia las tres o las cuatro de la madrugada
hablaban dos hombres muy cerca de su habitación». Uno de ellos,
siempre según la versión de Okeanov, era Zimoveikin, el cual
despertó a su amigo Remniov. Ambos charlaron durante largo rato,
hasta que el primero se separó del otro, para intentar abrir la
puerta de la cocina con una llave. La patrona certificó más tarde
que tal llave solía esconderla ella debajo de la almohada y que
aquella noche había desaparecido... Okeanov, después, creyó oír
voces detrás del biombo, y también que alguien encendía una vela.
Esto fue todo lo que Okeanov pudo contar, porque a continuación
también se quedó dormido, y no despertó hasta que, como los demás,
hubo de saltar de la cama bajo los efectos de un terrible grito,
capaz de despertar a un muerto. Á todos les pareció ver que se
apagaba la luz de una vela, oyéndose detrás del biombo un rumor de
lucha. Cuando encendieron la luz, pudieron ver que se trataba de
Bemniov y de Zimoveikin, que se aporreaban sañudamente, al mismo
tiempo que se cubrían de recriminaciones e insultos. En medio de
aquel alboroto, se oyó decir a Remniov: — ¡Yo no he sido! ¡La culpa
es de éste! — ¡Suéltame inmediatamente! —gritó a su vez
Zimoveikin—. ¡Soy inocente y estoy dispuesto a jurarlo! Lo cierto
era que ninguno de los dos tenía el aspecto de una figura humana,
si bien la atención general se desentendió en seguida de ellos para
preocuparse del señor Projarchin. En cuanto hubieron separado a los
dos beligerantes, se dieron cuenta de que el enfermo no estaba en
la cama. Le buscaron y le encontraron debajo del lecho. Al parecer,
estaba sin conocimiento. Había arrastrado consigo el cobertor y la
almohada, y en el lecho no quedaba más que el colchón, viejo y
grasiento. Sacaron a Semion Ivanovich de su reducto y volvieron a
acostarle en la cama, pero pronto advirtieron que toda preocupación
iba a ser inútil. Apenas respiraba y tenía el cuerpo rígido casi
por completo. Cuando le rodearon, preocupados todos los huéspedes
notaron cómo se esforzaba por hacer gestos y hablar, sin que
pudiera mover las manos ni la lengua. En cambio, movía los
párpados, como si se tratara de una cabeza recién cercenada por el
verdugo. Al final cesaron aquellos temblores y espasmos. El señor
Projarchin estiró las piernas y se marchó al otro mundo para
responder de sus buenas o malas acciones, mientras los presentes
quedaban mudos por la estupefacción, sin atreverse de momento a
hablar ni a emitir ningún comentario.
Nadie podía explicarse lo sucedido. ¿Qué le
había ocurrido al enfermo? Remniov hablaba de una pesadilla, pero
nadie le hacía caso. La verdad era que el señor Projarchin estaba
muerto, pero esto apenas hacía variar el decorado, porque con
anterioridad, aunque hubiese ido el comisario de policía a
detenerle por sus ideas volterianas, o aunque hubiese entrado por
la puerta una mendiga diciendo que era su cuñada, o ardido la casa,
el recién fallecido tampoco habría movido ni un solo dedo.
Poco a poco se disipó el asombro de los
presentes, que recobraron así la facultad de hablar, comenzando a
emitir toda clase de suposiciones. Ustinia Fiodorovna, entretanto,
se puso a registrar febrilmente debajo de la almohada y el colchón,
e incluso en las botas del difunto. Por su parte, Remniov y
Zimoveikin fueron sometidos a un severo interrogatorio, pues
Okeanov, el más tímido de los huéspedes, de pronto recordó todo lo
que había oído antes de dormirse. Unos entraban y otros salían de
la habitación y de la casa, pero en el momento en que la situación
parecía más caótica, se abrió la puerta y vieron aparecer por ella
a un caballero de noble porte, semblante severo y gesto
malhumorado, al que seguían Yaroslav Ilioh y su cabildo, aparte del
propio Okeanov, que había ido en busca de tales personajes. El
caballero de noble aspecto se fue derecho a la cama donde yacía el
cadáver de Semion Ivanovich. Lo examinó, hizo una mueca, se encogió
de hombros y declaró que no había nada que hacer, pues aquel hombre
estaba muerto. Y a continuación recordó el caso de un personaje de
cierta alcurnia, al que recientemente le había ocurrido el mismo
percance, es decir, que «le había dado por morirse». Una vez que
hubo dado esta explicación a los presentes, el caballero se apartó
de la cama, manifestó su opinión de que le habían molestado
inútilmente y se marchó. Yaroslav Ilich ocupó entonces su puesto.
El comisario hizo algunas preguntas a Remniov y Zimoveikin, y
después se apoderó muy discretamente del baúl, que la patrona ya se
disponía a abrir. El diligente funcionario se preocupó igualmente
de volver a colocar las botas del difunto en su sitio, haciendo
notar que estaban llenas de agujeros y prácticamente inservibles.
Ordenó colocar en su sitio la almohada, llamó a Okeanov, pidió que
buscaran la llave del baúl (que fue encontrada por casualidad en el
bolsillo del borrachín) y seguidamente procedió a abrir el
receptáculo de los tesoros de Semion Ivanovich. Allí había de
todo... Podían verse un par de calcetines, dos rodilleras, un
pañuelo, un sombrero viejo, numerosos botones, unas suelas viejas y
los contrafuertes de unas botas. El conjunto de todo ello no era
otra cosa que un hacinamiento de guiñapos que apestaban a miseria.
En realidad, lo más valioso era el candado alemán que cerraba el
baúl.
Okeanov, requerido de forma severa, se
mostró dispuesto a prestar juramento en lo referente a sus
testimonios. El comisario lo examinó todo, sin encontrar nada
excepcional, salvo la relevante suciedad de cuanto rodeaba al
difunto, acabando por requisar las ropas de la cama, en especial el
colchón y la almohada. En el momento de proceder al levantamiento,
ocurrió sin embargo algo insólito. Ante la sorpresa de los
presentes, cayó al suelo un objeto metálico. Lo recogieron y
comprobaron que se trataba de un envoltorio que contenía diez
rublos.
—¡Vaya! —exclamó Yaroslav Ilion, señalando
un roto del colchón, por donde evidentemente se había caído el
envoltorio.
Entonces miraron todos con más cuidado y
comprobaron que aquel roto había sido hecho recientemente con un
cuchillo o algo parecido. Cuando alguien exploró las interioridades
del colchón, encontró, en efecto, un cuchillo, que todo el mundo
reconoció como el perteneciente a la cocina de la patrona.
Yaroslav Ilich no había tenido tiempo de
pronunciar ni siquiera un segundo «¡Vaya!», cuando cayó al suelo un
segundo envoltorio con varias monedas de distinto valor. El
comisario declaró inmediatamente que se incautaba de todo, y a
continuación juzgó oportuno rasgar el colchón de arriba abajo, para
lo cual pidió unas tijeras.
Un pedazo de vela alumbraba la interesante
escena. Alrededor del lecho había agrupadas varias personas,
algunas de las cuales eran huéspedes ataviados de la forma más
pintoresca, ya que unos llevaban los cabellos alborotados, otros
tenían ojos de sueño y los más se cubrían con sus respectivas ropas
de dormir. Algunos estaban muy pálidos y otros sudaban o daban
diente con diente. La patrona, entre expectante y temerosa,
permanecía callada y sin pestañear. Esperaba con los brazos
cruzados a que Yaroslav Ilich tomara una decisión, mientras que la
criada Avdotia, con su gata favorita en los brazos, contemplaba la
escena desde la estufa con ojos asustados.
El baúl del señor Projarchin, violentado por
todas partes, mostraba el nauseabundo misterio de sus entrañas. El
cobertor y la almohada yacían en el suelo, debajo de todo lo que
había salido del colchón. Por último, relucieron sobre la
superficie de la mesa gran cantidad de monedas.
Entretanto, Semion Ivanovich, tendido
tranquilamente en la cama, conservaba su aspecto sosegado, sin el
menor vestigio de que estuviera presintiendo su ruina. No obstante,
en el momento en que llevaron las tijeras, tan pronto como un
celoso subordinado de Yaroslav Ilich tiró con cierta brusquedad del
colchón para sacarlo lo antes posible de debajo de su dueño, Semion
Ivanovich pareció dar una vuelta de costado, como si quisiera
facilitar cortésmente la tarea del funcionario. Al segundo tirón,
se volvió boca abajo. Luego dio otra vuelta, pero como a la cama le
faltaba una tabla, se le hundió primero la cabeza en el hueco y a
continuación todo el cuerpo, no quedando visibles más que sus dos
pies descalzos, flacos y amoratados, cual dos ramas requemadas.
Cuando el cuerpo del señor Projarchin efectuó aquella segunda
sacudida, los presentes experimentaron cierto recelo, y en especial
Zinovi Prokoflevich, que incluso se encaramó sobre la cama para
averiguar sí no habría algo más escondido en aquel hueco. Pero todo
era inútil, pues nadie pudo descubrir nada. Ante la intimación de
Yaroslav Ilich, que invitó a los huéspedes a que abandonaran la
habitación, a fin de efectuar sus indagaciones con más
tranquilidad, dos de los más prudentes tiraron cada uno de una de
las piernas del insospechado capitalista y volvieron a acomodarlo
sobre el lecho, colocándolo en su postura inicial.
Los puñados de borra y algodón desprendidos
del interior del colchón seguían volando por todas partes, formando
aquí y allá pequeños montones. El inopinado tesoro estaba formado
por gruesas y nobles monedas de rublo, de medio rublo y de un
cuarto de rublo, pero también por otras más pequeñas de veinte y
quince copecs. Todo aquel dinero fue ordenado sobre la mesa en
grupos de monedas de igual valor. Entonces se pudo comprobar que
quedaban aparte algunas piezas sueltas, tales como dos monedas de
origen indeterminado, un napoleón de oro y una gruesa pieza, muy
antigua y no identificable, pero que probablemente tenía un gran
valor. Por lo demás, algunas de aquellas monedas se remontaban a
una considerable antigüedad: las había isabelinas, imperiales
alemanas y rublos de la época de Pedro el Grande y Catalina II.
Otras, sin embargo, eran de una rareza que hubiera hecho las
delicias de algún coleccionista. Como máxima curiosidad, se
encontró asimismo un billete de diez rublos.
Cuando fue concluida la autopsia del colchón
y fue sacudida la funda, para cerciorarse de que no había nada
dentro, se hizo un recuento valorativo de las monedas. No es que
allí hubiese un millón, pero la cantidad era de cierta
consideración, ya que ascendía exactamente a dos mil cuatrocientos
noventa y siete rublos y medio, de forma que si se hubiera llevado
a cabo la suscripción propuesta por Zinovi Prokofievich la noche
anterior, con toda seguridad la suma habría alcanzado más de los
dos mil quinientos rublos.
El tesoro fue recogido, haciéndose con él un
paquete. El baúl del difunto fue confiscado, y como la patrona
comenzara a prorrumpir en lamentaciones, uno de los funcionarios le
explicó dónde y cuándo debería presentar una declaración
debidamente certificada de todo lo que le adeudaba el finado. Fue
requerida la firma de algunos de los presentes y entonces alguien
recordó la existencia de la famosa cuñada del señor Projarchin,
pero en seguida se afirmó que la tal cuñada era solamente un mito,
producto de la corta imaginación que tantas veces le había sido
criticada a Semion Ivanovich en aquella misma pensión. Se acordó,
por tanto, no tener en cuenta a aquella supuesta familiar del
difunto, entre otras cosas porque era absurdo buscar a alguien que
no existía, pero también porque tal búsqueda lo único que podía
significar era un perjuicio para la buena reputación del señor
Projarchin.
Una vez pasada la primera emoción y sabido
el secreto del difunto, se quedaron todos los huéspedes
silenciosos. A lo más que se atrevieron fue a intercambiar
recelosas miradas entre sí. Al considerar la forma de proceder de
Semion Ivanovich, algunos se creyeron en la obligación de mostrarse
resentidos. No obstante, la pregunta que se hacían todos era poco
más o menos la misma: ¿cómo pudo aquel hombre llegar a reunir
semejante cantidad de dinero?
Mark Ivanovich, más dueño de sí que los
demás, fue el primero que se decidió a hablar. Según él, ahora
podían explicarse por qué le había entrado aquel extraño terror a
Semion Ivanovich poco antes de morir. Pero, pese a la convicción de
sus palabras, nadie le hizo caso. Zinovi Prokofievich parecía
ensimismado en algo. Okeanov se ocupó en beber un traguito. Y los
demás se agruparon unos junto a otros, mientras que Kontariov, cuya
nariz se asemejaba tanto al pico de un gorrión, decidía cambiar de
pensión, y a este fin se había puesto a hacer paquetes con sus
cosas, replicando a los que le preguntaron sobre sus intenciones
que «los tiempos no eran buenos y que vivir como huésped le
resultaba demasiado caro».
En cuanto a la patrona, seguía llorando sin
tregua, a la vez que no dejaba de maldecir a Semion Ivanovich, que
según ella no había tenido el menor reparo en perjudicar a una
«pobre huérfana». Cuando alguien se preguntó por qué el difunto «no
habría puesto su dinero en algún establecimiento de crédito»,
Ustinia Fiodorovna respondió con la mayor naturalidad del
mundo:
—Está claro que era un pobre de espíritu.
Semion Ivanovich no tenía imaginación. —¡Ah, pues usted no es menos
simple! —le respondió Okeanov—. Porque tuvo a ese hombre durante
veinte años en su casa y no fue capaz de husmear esa pequeña
fortuna. ¡Ah, qué tonta fue usted!
—¿Qué dice? —replicó la patrona a aquel que
había hablado antes que Okeanov, fingiendo no haber oído las
intencionadas palabras de éste—. ¿Para qué necesitaba Semion
Ivanovich un establecimiento de crédito? Lo que habría debido hacer
era haberme entregado un buen puñado de monedas y haberme dicho:
«Mira, Ustinia Fiodorovna, aquí tienes dinero: dame de comer
mientras viva.» Yo entonces le habría alimentado como Dios manda.
No le habría faltado de nada... ¡Ah, era un farsante! ¡Qué bien me
engañó Semion Ivanovich, a mí, que soy una pobre huérfana!
Los huéspedes y la patrona volvieron al
lugar donde se encontraba la cama de Semion Ivanovich, que ahora se
hallaba decorosamente acostado, y vestido con su mejor y único
traje, aun cuando la mal puesta corbata casi quedaba oculta por su
afilada barbilla. Le habían lavado y peinado. Por el contrario, no
había podido ser afeitado, ya que resultaba imposible encontrar una
navaja en toda la casa: es decir, había una, propiedad de Zinovi
Prokofievich, pero hacía tanto tiempo que no era utilizada, que se
hallaba en un lamentable estado. Estaba mellada por completo. Y
ésta era la razón de que todo el mundo en la casa hubiera tenido
que adoptar la costumbre de ir a raparse a la barbería. Por otra
parte, no hubo tiempo material para adecentar mínimamente el rincón
de Semion Ivanovich. El biombo yacía por el suelo, dejando ver la
soledad que envolvía a aquel a quien había cubierto durante tanto
tiempo, simbolizando así esa verdad de que la muerte corre todos
los velos, descubre todos los secretos y pone a la luz del día
todas las mentiras. La borra del colchón seguía esparcida por el
suelo, lo que seguramente habría dado pie a un poeta para comparar
aquel tabuco, ahora frío y desolado, con el «deshecho nido de una
golondrina hacendosa». Era como si la borrasca lo hubiese arrasado
todo: habían muerto la madre y sus crías, y ahora el tibio nidito,
hecho tan amorosamente de plumas, aparecía revuelto y en completo
abandono.
En cuanto a Semion Ivanovich, hay que
reconocer que tenía más aspecto de viejo egoísta que de gorrión
indefenso. Allí estaba tan tranquilo, como si se sintiera en paz
con su conciencia, como si nunca hubiera roto un plato, como si
engañar durante años a la gente hubiera sido lo más natural del
mundo. Y, por supuesto, se mostraba sordo e impasible ante los
gemidos de su abandonada patrona. Por el contrario, cual un maligno
y calculador usurero, resuelto a no caer en la ociosidad ni
siquiera en la tumba, se le hubiese podido suponer ensimismado en
sus innumerables cálculos egoístas. Su rostro mostraba, en efecto,
todas las apariencias de una profunda meditación. Tenía la boca
cerrada y su aspecto era de una absoluta gravedad, un aspecto del
que nunca se le hubiese creído capaz mientras estuvo vivo. Era como
si de pronto se hubiera convertido en un hombre inteligente. Tal
impresión se hallaba refrendada sobre todo por la circunstancia de
que su ojo derecho había quedado a medio cerrar; esto hacía parecer
que el difunto se hallaba en disposición de atrapar al vuelo alguna
idea importante..., que no había tenido tiempo de madurar. En el
fondo, parecía estar diciendo a Ustinia Fiodorovna: «Pero, bueno,
¿por qué eres tan necia? ¿No has llorado ya bastante? Márchate de
una vez a dormir. Estoy muerto y ya no necesito nada. ¿De qué crees
que van a servirme tus lágrimas? Es lógico que te parezca
imposible, pero por otra parte, si me levantara de pronto, ¿crees
tú que ocurriría algo de particular?»