II. Baal
YA ESTOY EN PARÍS…
Pero no esperen que les diga muchas cosas de la ciudad de París. Me figuro que habrán leído en ruso tantas cosas ya sobre este tema, que estarán cansados de este género de lecturas. Además es probable que también hayan ido a París y lo hayan visto mejor que yo, porque cuando yo me encuentro en el extranjero no puedo someterme a la guía, ni en general a las reglas y preceptos que suele aceptar el viajero, y a causa de esto, en muchos, aunque me dé vergüenza confesarlo, he pasado por alto cosas verdaderamente importantes. Hasta en París me ha ocurrido esto, y no les hablaré de lo que allí no he visto; pero, en cambio, les diré que he dado una definición de París y que lo he adornado con un epíteto, y a esto me atengo. A saber: París es la ciudad más moral y más virtuosa del mundo. ¡Qué orden! ¡Qué prudencia! ¡Con qué exactitud están definidas y establecidas todas las relaciones! Todo está asegurado y reglamentado de antemano; todos se sienten contentos y perfectamente dichosos y todos, en fin, han llegado al punto de persuadirse de que están contentos y son plenamente dichosos y… y… a ello se atienen. Sería imposible ir más lejos. Tal vez les cueste trabajo creer que se atienen a esto y protestarán que yo exagero y que lo dicho por mí es una amarga calumnia inspirada por mi patriotismo. Ya en otra ocasión les advertí que en estos relatos no mentiría exageradamente. No discutan, pues. Saben además que, si yo llego a mentir, mentiré con la certeza de que no lo hago. No os quepa duda. Creo que debe bastar con esto. Ahora déjenme hacer.
Sí; París es una ciudad sorprendente. ¡Qué confort! ¡Qué de comodidades diversas para aquellos que tienen derecho a tenerlas! Y, de nuevo, ¡qué orden, qué ensenada de orden, por decirlo así! Sí; un poco más de tiempo y este París de 1 500 000 habitantes se habrá transformado en una pequeña ciudad universitaria alemana, enclavada en la calma y en el orden, del tipo de Heidelberg, por ejemplo. Todo tiende a esto. Y ¿por qué no ha de haber un Heidelberg en grande? ¡Qué reglamentación! Pero entiéndanme, que no hablo de la reglamentación aparente, que sólo puede tener una importancia relativa, sino de la enorme reglamentación interior, de la reglamentación espiritual que procede del alma. París se contrae, se achica con amor, se estrecha con ternura. ¡Cómo se diferencia de Londres, por ejemplo, en este aspecto! No he pasado en Londres más que ocho días y, sin embargo, ateniéndome a las apariencias, ¡en qué amplios cuadros, en qué planos resplandecientes, particulares, desmesurados, con qué relieve se destaca ante mis recuerdos! Su originalidad es vasta y áspera. Hasta se puede uno dejar engañar por esta originalidad. Toda contradicción, aunque se haya truncado, sigue viviendo frente a su antítesis; van una junto a otra, orgullosas las dos, contradiciéndose, y evidentemente no se excluyen. Las dos mantienen con obstinación su personalidad sin que la una disguste a la otra. En consecuencia, hasta en esto subsiste esta lucha tenaz, sorda, ya inveterada, este duelo a muerte del principio individual, tal como se le concibe en Occidente, y la necesidad de agruparse de algún modo, de formar una sociedad y de transformarse en un hormiguero, y aunque no sea precisamente en un hormiguero, de entenderse en esta forma y de no devorarse los unos a los otros, de no hacerse antropófagos. En este aspecto, por otra parte, se observa lo mismo en París: la misma voluntad desesperada de detenerse en un statu quo, de arrancar de sí, con la propia carne, todo deseo, toda esperanza; de maldecir el propio porvenir, en que ni los mismos que están a la cabeza del progreso tienen acaso bastante fe; y de adorar a Baal.
Mientras tanto, no se dejen arrastrar por las grandes palabras, yo se los ruego. Esto no se determina conscientemente sino en las almas de la vanguardia que piensa; pero inconscientemente, de una manera instintiva, se realiza en las funciones vitales de la masa. El burgués parisién, por ejemplo, vive contento, casi conscientemente, puesto que está persuadido de que todo debe ser así. Les pegará si dudan de ello, les pegará, porque hasta en estos momentos, y a pesar de toda su confianza en sí mismo, teme algo…
Y aun cuando esto mismo acaezca en Londres, ¡cómo se diferencia de París aun a primera vista! Esta ciudad bulliciosa día y noche, inmensa como el mar, con sus gritos, con los aullidos de las máquinas, con sus vías férreas por encima de los tejados (y bien pronto las tendrá por debajo del suelo), con esta audacia en las empresas, con este falso desorden, que en realidad es el orden burgués en su grado supremo, con este Támesis envenenado, con este aire saturado de carbón, con estas plazas y estos parques magníficos, con estos rincones espantosos de la ciudad, como Whitechapel y su población medio desnuda, salvaje y hambrienta; la City, sus millones y su comercio mundial, el Palacio de Cristal, la Exposición Universal… Sí, esta Exposición aplana. Sienten una fuerza terrible, que ha venido aquí en un solo rebaño, toda esta multitud incontable de hombres, llegados de todos los rincones del mundo y en ellos reconocéis un pensamiento abrumador; sienten que ya se ha realizado algo, que están ante una victoria, ante un triunfo. Diríase que hasta una especie de pavor les toma el alma; por independiente que sea vuestro espíritu un no sé qué les llega de terror. ¿No es esto ya un ideal en realidad logrado? —piensan—. ¿No es esto ya un fin? ¿No es éste ya el rebaño único? ¿No sería realmente preciso aceptar esto como un hecho consumado y callarse para siempre?
Todo allí es tan triunfal, tan victorioso, tan lleno de orgullo, que el alma comienza a sobrecogerse. Contemplan esos cientos de millares de hombres, esos millones de hombres que con docilidad llegan allí en oleadas de todo el universo, esos hombres animados por una sola idea, oprimiéndose en el silencio, con obstinación, sin hablar en ese palacio inmenso y sienten algo como definitivamente terminado, terminado y concluido.
Es éste un cuadro bíblico, una especie de Babilonia, una profecía del Apocalipsis que se realiza ante vuestros ojos. Sienten que hay necesidad de una gran fuerza de alma eterna y de un gran renunciamiento para no sucumbir, para no someterse a la impresión, para no inclinarse ante el hecho y adorar a Baal, es decir, tomar lo existente por el ideal…
—¡Bah! —dirán—. Eso es absurdo. Un absurdo enfermizo, de nervios, de exageraciones. Nadie incurrirá en esto; nadie tomará esto como su ideal. Además, ni el hambre ni la esclavitud son amadas por nadie. Y aún más: ellos son los que impulsarán al renunciamiento y engendrarán el escepticismo. Y los ociosos que se pasean para su placer, pueden, evidentemente, imaginar los cuadros del Apocalipsis, y contentar sus nervios exagerando todos los sucesos, para excitarse por medio de las impresiones fuertes…
—Sí —contestaré yo—. Supongamos que me he dejado dominar por la exterioridad. Concedido. ¡Pero si vieran qué sugestivo es el espíritu poderoso que ha creado esta vasta decoración, y con qué orgullo este espíritu está seguro de su victoria y de su triunfo, temblarían ante su soberbia, ante su tozudez y ante su ceguedad, y temblarían más aún al pensar en aquellos sobre los que vuela y reina este espíritu orgulloso!
Ante este inmenso, ante este gigantesco orgullo del espíritu que reina, ante la perfección triunfal de sus obras, hasta el alma más valiente se sobrecoge, se humilla, se somete, busca la salvación en el alcohol y en la licencia, y comienza a creer que todo debe ser así. El hecho aplasta, la masa desfallece y se crea una inercia china. Pero si el escepticismo nace entonces sombrío y profiriendo maldiciones, busca la salvación en el mormonismo.
En Londres la masa alcanza tales proporciones, y adopta tales gestos, que en ninguna parte del mundo puede verse cosa semejante, si no es en sueños. Me han contado, por ejemplo, que el sábado por la tarde, medio millón de obreros y de obreras, con sus hijos, se extienden como un mar por la ciudad; con preferencia se agrupan en determinados distritos, y durante toda la noche, hasta las cinco de la mañana, festejan el sábado, es decir, beben y comen hasta reventar, igual que las bestias para toda la semana. Todos derrochan las economías de sus salarios, el dinero que han ganado penosa y duramente y jurando. En las salchicherías y en las casas de comidas el gas arde en gruesos haces de luz, que esparcen por las calles un resplandor deslumbrante. Diríase que se dispone un baile para estos negros blancos. La multitud se agrupa en las tabernas abiertas y en las calles. Se come y se bebe. Todos están borrachos, pero sin alegría, sombríamente, pesadamente, y todos se muestran extrañamente taciturnos.
Únicamente algunos juramentos y algunas riñas, de tarde en tarde, turban aquel silencio sospechoso y entristecedor.
Todos quieren embriagarse hasta perder la conciencia. Las hembras no quieren ser menos que sus maridos y beben con ellos; los niños corren y trepan por las piernas de sus padres.
En una de estas noches, yo me perdí a las dos de la madrugada y rodé largo tiempo por las calles entre la masa inmensa de esta multitud, preguntando mi camino por señas, puesto que no sabía una palabra de inglés. Lo encontré al fin, y la impresión de lo que había visto, me atormentó durante tres días.
La turba es la turba en todas partes pero aquí era tan enorme, tan movediza, que sentían la sensación de percibir lo que hasta entonces sólo habrían podido imaginar.
Lo que allí vi, no es precisamente la multitud, sino el embrutecimiento sistemático y sumiso que la domina. Pensarán al mirar estos parias de la sociedad, que habrá de transcurrir mucho tiempo todavía antes de que la profecía se cumpla para ellos; que han de esperar largamente hasta que se les dé los vestidos blancos y los ramos de palmera, y que durante siglos todavía continuarán lanzando ante el trono del Todopoderoso su llamamiento: «¡Hasta cuándo, Señor!». Lo saben ellos y durante la espera se vengan de la sociedad con los asedios sordos de los mormones, con las epilepsias, con las peregrinaciones…
Nos asombramos de esa necedad que los conduce a ser epilépticos o peregrinos; pero no dudamos un instante de que en esto se manifiesta el desdén hacia toda fórmula social; un desdén enfermizo, inconsciente, un desdén instintivo, requerido a toda costa para la salvación; una separación de nosotros con disgusto y con horror.
Estos millones de hombres abandonados y arrojados del festín de la vida, rodeándose y apretujándose en las tinieblas subterráneas, llaman con fuertes golpes a cualquier puerta y buscan una salida para no asfixiarse en la oscura cueva. Es la última tentativa, desesperada, para agruparse y separarse de todo, hasta de la imagen del hombre, únicamente para destacar un yo, a cualquier precio, para no estar con nosotros.
He visto en Londres, además, otra multitud parecida a ésta, tan grande como no podrían verla en ningún otro sitio sino en Londres. Una decoración distinta. Quien haya estado en Londres, no habrá dejado de ir, por lo menos una noche, a Haymarket. Es éste un distrito en el que por las noches, en algunas de sus calles, se agrupan por millares las mujeres públicas. Las calles están alumbradas por faroles de gas, que lanzan un resplandor del que no hay idea en nuestros países. A cada paso cafés magníficos adornados de espejos y de dorados. Abundan los lugares de reunión y los refugios a precios económicos.
Un temblor de espanto te asalta cuando te mezclas con esta multitud, a causa, sin duda, de lo extraño de su composición. Se encuentran mujeres viejas y bellezas tales que ante ellas te detienes con asombro. No hay en todo el mundo tipos de mujer de una belleza tan perfecta como entre las hembras inglesas.
Es muy difícil abrirse un camino en aquellas calles entre la turba humana pesada y densa, que rebasa las aceras y llena todo el arroyo. Todas acechan la presa y se arrojan con descarado cinismo sobre el último que llega. Se ve ropa brillante y de alto precio y andrajos, todo mezclado así con las diferencias cortadas de edad. Por entre esta horrible multitud rueda el vagabundo borracho y a ella llega el ricachón cubierto de honores. Se oyen juramentos, disputas, interpelaciones y los arrullos tiernos e invitadores de alguna belleza tímida todavía. ¡Y qué belleza!
Recuerdo haber entrado una vez en un «casino». Resonaba la música y las danzas iban a compás. Una inmensa multitud se apretujaba. El decorado era magnífico. Pero el humor sombrío de los ingleses, se hace notar aun en plena fiesta. Hasta en la danza permanecen serios y graves y ejecutan los pasos como por deber. En lo alto de la galería he visto una joven y me he quedado suspenso; jamás encontré un ideal de belleza semejante. Estaba sentada junto a una mesa con un muchacho, un rico gentleman, al parecer, en el que todos los gestos revelaban que no era un habitual del establecimiento. Tal vez había rebuscado a la joven y se encontraron al fin, o se habían dado cita allí. Hablaba él poco y bruscamente, como si no hablasen de lo que desearan hablar. Su conversación se veía, con frecuencia, cortada por largos silencios. También ella estaba triste. Sus rasgos eran delicados y finos y tenía algo de misterioso y de triste en su bella mirada, un poco orgullosa y llena de pensamiento y de ansiedad. Supongo que estaba tuberculosa. Sin duda, era, me parece imposible que no lo fuese, superior por su cultura a todas aquellas desventuradas mujeres, o el rostro humano nada significa. Y, sin embargo, estaba allí y bebía la ginebra que pagaba el galán. Al fin se levantó, le estrechó la mano y se separaron. Salió él, y ella, con el rostro inflamado y enrojecido por el alcohol, con las pálidas mejillas sembradas de amplias manchas, se fue por otro lado y se perdió entre la multitud de las profesionales.
En Haymarket he visto yo madres que llevaban «al trabajo» a sus hijas menores. Muchachitas de una docena de años os toman de la mano y os ruegan que vayáis con ellas. Recuerdo también haber visto una vez en la calle, entre la multitud, una niñita de seis años apenas, vestida de harapos, sucia, con los pies desnudos, descarnada, macilenta; su cuerpo, que se veía por entre los jirones de la ropa, estaba cubierto de cardenales. Andaba como inconsciente, lentamente y sin rumbo. Dios sabe por qué rodaría entre la multitud; acaso tenía hambre. Nadie ponía atención en ella, pero —y esto es lo que más llamó mi atención— avanzaba con tal angustia, con el rostro marcado de tal desesperación, que la vida de aquel ser infantil, portadora de tanta maldición y de tanta desgracia, era algo tan monstruoso que causaba al espectador terrible malestar. Continuamente sacudía su cabecita desmelenada, como si meditase alguna cosa; movía sus manecitas gesticulando y luego las golpeaba bruscamente una con otra y las ocultaba en su pecho desnudo. Me dirigí a ella y le di seis peniques. Tomó la pequeña moneda de plata y salvajemente me miró a los ojos con un asombro tímido; de pronto echó a correr en sentido inverso, todo lo que podía, como si temiera que yo volviese a quitarle el dinero. De todas maneras, es singular…
Y he aquí que una noche, entre la turbamulta de esas mujeres perdidas, una que enérgicamente trataba de abrirse camino, me detuvo. Iba vestida completamente de negro; su sombrero le ocultaba el rostro casi por completo, así que yo apenas pude verla y recuerdo únicamente su mirada fija.
Me dijo algo que no pude comprender en un francés defectuoso, me deslizó en la mano un papelito y se fue muy de prisa. Examiné el papel ante la vidriera iluminada de un café. En la pequeña cuartilla había escrito por un lado: «¿Lo creerás?», y por el otro, en francés también: «Yo soy el renacimiento y la vida»…,[2] etc. Algunas otras frases conocidas. Convendréis en que esto es bastante original. Luego me explicaron que aquello era una manifestación de la propaganda católica, que se insinuaba en todas partes obstinada, incesante. Tan pronto distribuye en la calle papelitos como libros con extractos de los Evangelios y de la Biblia. Te los da gratuitamente; te obliga a tomarlos, los desliza en tus manos. Hay innumerables propagandistas, hombres y mujeres. Es una propaganda sutil y calculada. El sacerdote católico busca por sí mismo una pobre familia obrera y entre ella se instala. Encuentra, por ejemplo, un enfermo tendido sobre sus andrajos, en el suelo húmedo y rodeado de niños a quienes el hambre y el frío han hecho salvajes y una mujer hambrienta y, con frecuencia, borracha. El sacerdote les da de comer a todos y los viste, los calienta, comienza a cuidar al enfermo, compra los medicamentos, se hace el gran amigo de la casa y, al final, los convierte a todos al catolicismo. No deja de ser frecuente también el que después de la curación se le arroje entre injurias, y acaso, entre golpes. Pero no se da por vencido y se va a otra casa. Le dan con la puerta en las narices; pero todo lo soporta y acaba por captar a alguien.
El sacerdote anglicano no irá a la casa del pobre, ni dejará entrar a los pobres en su iglesia, puesto que no tienen con qué pagar el sitio.
Los matrimonios entre los obreros y, en general, entre los pobres, son casi siempre ilegítimos, porque el matrimonio legal cuesta caro. Acaso, como consecuencia, ocurre frecuentemente que estos maridos golpean de un modo brutal a sus mujeres; a veces les asestan golpes mortales, sirviéndose del hierro con el que atizan el carbón en la hornilla. Este hierro tiene principalmente este uso. Al menos los periódicos hablan siempre de él en sus relatos de querellas domésticas, de mutilaciones y de asesinatos. Los niños, en cuanto saben andar, se marchan a la calle, se mezclan con la multitud y acaban por no volver a casa de sus padres.
Los sacerdotes anglicanos y sus obispos son orgullosos y ricos, viven de parroquias prósperas y engordan en plena tranquilidad de conciencia. Son grandes pedantes, muy instruidos, que tienen fe, con seriedad y con su importancia, en su estúpida dignidad moral, en su derecho a predicar una ética tranquila y segura de sí misma, a engordar y a vivir aquí para los ricos. Su religión es la de los ricos, pero ya a cara descubierta y sin engaño.
Estos profesores de religión, convencidos hasta la estupidez, tienen una diversión: las misiones. Recorren el mundo entero; van hasta el corazón del África para convertir a un solo salvaje, y olvidan el millón de salvajes de Londres, porque éstos no tienen con qué pagarles. Pero los ingleses ricos y, en general, todos los becerros de oro de este país son muy religiosos, de la manera sombría y egoísta que les es peculiar.
Desde hace muchos siglos, los poetas ingleses gustan de cantar la felicidad de las moradas de los Pastores en la campiña, a la sombra de las encinas seculares y de los olmos, con sus mujeres virtuosas y bellísimas y con sus hijas rubias de ojos azules.
Pero en el momento en que concluye la noche y el día comienza, este mismo espíritu orgulloso y sombrío, elévase de nuevo como una luz sobre la ciudad gigante. No se preocupa de lo que ha pasado durante la noche, ni de lo que en torno suyo ve en pleno día. Baal reina, y no exige sumisión, porque está seguro de que han de rendírsela. Su fe en sí mismo es ilimitada; con desprecio y con calma, sencillamente, obtiene la autonomía organizada, y después de esto ya no puede ser quebrantada la confianza en sí mismo. Baal no trata de disimular aquí, como hace en París, ciertos fenómenos de la vida, salvajes, sospechosos, inquietantes. Los murmullos, la pobreza, los sufrimientos y la estupidez de la masa, en modo alguno le afectan. Con este mismo desprecio, con esta misma despreocupación, deja que todos estos fenómenos sospechosos y siniestros vivan al lado de su propia vida, ante sus propios ojos. No trata tímidamente, como el parisién, de tranquilizarse a toda costa, de animarse y de decir que todo aquello es apacible y feliz. No oculta en rincones oscuros, como se hace en París, a las gentes pobres, para que no le den miedo ni turben su sueño. El parisién, como el avestruz, gusta de esconder la cabeza entre la arena para no ver a los cazadores que le persiguen. En París… Pero, ¡Dios mío!, ¿qué es lo que ocurre?… Ya estoy de nuevo fuera de París… Pero ¡cuándo, Señor, voy a adquirir hábitos de orden!