CAPITULO II

El inexorable sino, mata ...a otro hombre de paz,

...a otro ser inocente.

ALBUQUERQUE, territorio de Nuevo México, año 1869

Eran cinco...

Exactamente cinco.

Rodeados por una nube de polvo, fino y dorado, que dejaba adivinar sus figuras, inclinadas sobre el cuello de sus respectivos caballos. Cinco hombres sucios, con las camisas rígidas a causa del sudor y el polvo.

Los caballos demostraban cansancio; chorreaban brillantes gotitas de agua; tenían los ojos enrojecidos lo mismo que sus jinetes.

Iban al paso, silenciosos, como aplastados. Y si algún movimiento realizaban y repetían, de vez en cuando era, instintivamente, el de enjugarse el sudor de la frente con el revés de la mano o la manga de la camisa.

Rostros inexpresivos o demasiado expresivos.

Rostros enjutos algunos... pero curtidos, barbudos, sucios, todos. Ropas descoloridas, muy usadas.

Cinco pistoleros.

Iban mirando a ambos lados de la calle, tranquilos, con indiferente frialdad.

Hasta que, calmosos, sin realizar un gesto o movimiento más rápido o expresivo que otro, detuvieron sus monturas frente a la puerta de entrada de la sucursal en Albuquerque del Comercial Bank of The Mexican. De cuya dirección se ocupaba un tal Joseph Goddard. Aquellos cinco pistoleros eran un funesto presagio para la salud del banquero. Un presagio muy malo, muy negro.

Además...

Sí, no cabía duda. Tres de los individuos estaban desmontando. Los otros dos permanecieron sobre sus caballos, haciéndose cargo de las bridas de las monturas de los restantes. Los tres primeros echaron a andar hacia la entrada del Banco. Subieron tres escalones de madera, hicieron crujir la acera de tablas bajo el peso de sus cuerpos. Caminaban pausadamente como si no tuvieran prisa... como si tuvieran la certeza de que tarde o temprano sucedería lo que tenía que suceder. Los brazos, arqueados, pendían a lo largo de sus osamentas, relativamente cerca de las culatas... muy bajas éstas, de sus revólveres.

Los otros dos, en cuanto sus compañeros desaparecieron en el interior del Banco, cambiaron ligeramente de postura, de modo que quedaron de cara a la calle, escrutando agudamente las fachadas por si alguien demostraba excesivo interés, demasiada curiosidad por lo que allí estaba ocurriendo.

Y precisamente, la mirada de uno de aquellos pistoleros tropezó con la del viejo que se hallaba sentado bajo la marquesina de la herrería. Y éste, mirando de soslayo a su vecina, que cada tarde le obsequiaba con una taza de café calentito, murmuró con evidente nerviosismo:

—Creo..., creo Lupita, que está haciendo una tarde muy calurosa. Iré a casa para echarme un rato en la cama.

En efecto, como todas las precedentes, era una tarde muy cálida. Todas solían serlo en Albuquerque, máxime a aquella hora, las tres del mediodía aproximadamente, hora elegida por el sol para redoblar con despiadada intensidad la fuerza calcinadora de los rayos que enviaba sobre las calles y casas de Albuquerque.

—Sí... sí, me parece que tienes mucha razón, Evelio —cabeceó, asustada, Lupita, echando un vistazo de reojo a los jinetes que tan extraña y silenciosamente se producían. Y terminó—: ¡Será mucho mejor irse a dormir, Evelio!

Sí... era mucho mejor irse a dormir.

Casi en el mismo instante en que Lupita y Evelio desaparecían dentro de sus respectivas casas, se oyó un nuevo galope por la calle Mayor de Albuquerque.

Esta vez no se trataba de una cabalgada lenta, plácida. El jinete que estaba entrando en el pueblo corría, enloquecido, fustigando despiadadamente a su caballo, que iba dejando chorros de baba sobre el polvo.

—¡Diablos! —masculló uno de los pistoleros que aguardaban a la puerta del Banco—, ¡Ahí llega un inoportuno, Philips!

El aludido, curvando hostilmente sus labios repulsivos, inquirió:

—¿Lo baleamos, Lawrence?

—¡No, pedazo de imbécil! ¿Es qué has olvidado las instrucciones del jefe? Nada de ruidos... al menos que sea del todo necesario.

Y entonces, como una contradicción palmaria y sonora a las palabras de Lawrence Detert, claramente, turbando el plácido silencio de la calle, se oyeron varias detonaciones. Provenían del interior del Banco.

Al punto, los dos fulanos que estaban sobre sus monturas, se empezaron a mover impacientes.

—¿Qué habrá ocurrido, Lawrence?

—¡Y qué demonios sé yo, Philips!

Salieron los otros pistoleros del interior del Banco.

—¡Vamos, rápido, a los caballos! —ordenó furiosamente el que parecía llevar la voz cantante entre ellos.

Y, de pronto, todo empezó a adquirir una movilidad inusitada.

Allí, en el centro del pueblo, a unas veinte yardas del Banco, había aparecido el sheriff con su «Winchester» en ristre. Y lejos de perder el tiempo en hablar, correr, o tratar de detener con palabras a aquellos pistoleros, se echó el arma al hombro y apretó el disparador.

El estampido atronó la calle, con su eco prolongado, vibrante, metálico. Y simultáneamente, un grito, mejor aullido de rabia, se confundió con el eco del disparo.

Philips Dickinson, uno de los dos forasteros que estuvieron aguardando la salida de sus compinches sin desmontar, había desmontado ahora. Por la fuerza. Por la fuerza del proyectil que había impactado en mitad de su pecho propulsándole violentamente hacia atrás.

Un reguero de sangre empezó a correr por el desigual cauce de la calle Mayor de Albuquerque.

Los caballos sin jinete, asustados, nerviosos, empezaron a relinchar, a manear.

Y la confusión creció al máximo cuando los pistoleros empezaron a replicar al fuego del sheriff, cosa que hicieron de inmediato no bien su compañero Dickinson hubo rodado en tierra mortalmente herido.

Los asaltantes, incluido Lawrence Detert que había desmontado como una exhalación, buscaban posiciones. Entretanto el sheriff, avanzaba, pegado a las fachadas sin cesar de accionar la palanca del «Winchester» que se había pegado a la cadera derecha.

El que comandaba a los pistoleros hizo una seña elocuente que los demás obedecieron corriendo en zigzag, hurtando sus cuerpos a los atinados disparos del valeroso sheriff de Albuquerque.

Alguien más intervenía en aquel momento apoyando la acción del sheriff. Otro rifle. Inmediatamente, dos rifles más empezaron a acorralar a los asaltantes del Banco.

Los caballos, asustados por el fragor, y estrépito de los disparos, relinchando agudamente, empezaron a galopar por la calle entre plomo y polvo.

Gritos. Voces imperiosas. Relinchos.

Y la ininterrumpida canción de los rifles y revólveres escupiendo rojas emanaciones de cálido plomo.

Los pistoleros corrían, cambiando de continuo sus posiciones, sin dejar de disparar, pegados a las fachadas de edificios, en dirección a la salida norte de Albuquerque.

Y en tanto, el grupo de tiradores del pueblo, malos tiradores, desde luego si se exceptuaba el sheriff, iba aumentando.

De común acuerdo, los salteadores, a trompicones, habían conseguido penetrar en una casa.

—¡Se han metido en la vivienda del doctor Henley! —gritó uno de los que componían el núcleo de deficiente tiradores.

—¡Podemos «freírlos» con toda tranquilidad! —exclamó otro.

—¡Son nuestros! —arguyó un tercero.

—¡Tomad posiciones frente a la casa del médico! —ordenó imperiosamente el sheriff de Albuquerque, predicando con el ejemplo.

Y en aquel preciso instante, cuando las «fuerzas populares» del pueblo se disponían a poner cerco a la casa del médico, un grito estentóreo, agudo, enervante, resonó de un extremo a otro de la calle.

—¡¡Nooo!!

Nadie disparaba ya.

Y temerariamente, en el centro de la calzada, un hombre se había situado entre los dos posibles fuegos.

Mientras seguía resonando aquel grito...

Surgido de la garganta del jinete que habíase situado en mitad de la calle y sobre el que convergían ahora todas las miradas. Estaba apretando las manos con fuerza alrededor de las riendas, sudoroso, con los ojos desorbitados, mirando hacia la casa en donde se habían escondido los pistoleros.

Allí estaba Steve Peasley, el hombre que galopaba enloquecido poco antes de sonar los primeros disparos.

Steve Peasley, el de cabellos cenicientos y transparentes ojos azules; bien conocido y apreciado de todos los habitantes de Albuquerque. Y por eso, cuando la realidad de la situación se fue abriendo paso en el cerebro de las gentes, el silencio en la calle se hizo denso, angustioso, pesado, tangible como una losa de granito.

Se fueron acercando a aquel hombre que ahora, tras desmontar, parecía petrificado, lívido, con mechones de sus cenicientos cabellos, pegados a la frente: abierta su chaqueta negra, deshecho el lazo de la chalina.

Por su parte, Peasley también miraba a aquellos hombres que se acercaban a él, silenciosos, encogidos, como si se confesaran culpables de algo. Les miraba fijamente. La mayoría de aquellos hombres eran amigos suyos; le conocían; y sabían qué podía suceder.

—Te... tenemos que hacer algo —musitó Steve, saltando sus ojos azules de un rostro a otro—. Supongo que habréis adivinado por qué estoy aquí. ¿No?

—Claro, Steve —gruñó uno que apretaba el viejo y pesado rifle contra el pecho—. ¿Algo va mal?

Steve Peasley, antes de responder a la pregunta, se humedeció los labios con la punta de la lengua. Dejaban correr el sudor por su rostro sin preocuparse de secarlo. Repuso al fin, con desaliento, abatido:

—Todo... ¡todo va mal! Necesito... ¡necesito urgentemente al doctor Henley!

Muchos pares de ojos se posaron en la puerta de la casa del médico de Albuquerque. Por allí, por aquella puerta, habían penetrado pocos segundos antes cuatro pistoleros... cuatro asesinos muy capaces de matar a quien fuese con tal de salvar su propia y sucia pelleja.

Nadie decía nada.

El sol calentaba más, mucho más... infinitamente más.

—¡Han asesinado a Joseph Goddard!

La voz, áspera, perentoria, llegó de súbito procedente de la entrada del Comercial Bank of The Mexican. Y con ello, la gente, egoísta al fin y al cabo, se alegró de poder alejar su atención del problema de Steve Peasley. Y éste, fue quedando sólo, sólo, en el centro de la calle.

Sólo...

Con su sombra larga, larguísima, burlona, cómica, grotesca.

Sólo...

Steve Peasley seguía sudando; caía su labio inferior sus ojos enrojecidos parecían buscar algo entre quienes se iban alejando de él.

Y aunque nadie pudo oírle, murmuró muy quedamente:

—¡Roger...! ¡Si tú estuvieses aquí ahora, amigo Roger!

En aquel momento, el sheriff se adelantó, pasando cerca de Steve, rumbo a la casa del médico. Se detuvo a pocas yardas, disponiéndose a lanzar un ultimátum de rendición a los pistoleros.

Tremenda imprudencia.

Porque antes de que tuviera tiempo de pronunciar una sola sílaba, varias llamaradas de color naranja brotaron de una de las ventanas de la casa del médico, y el sheriff se retorció de inmediato por el suelo polvoriento, mortalmente acribillado.

—¡Asesinos! —rugió alguien—. ¡Acabemos de una vez con ellos!

Steve, que pese a haber silbado los disparos muy cerca de su posición, no se había movido, bramó desesperadamente:

—¡Noooo! ¡No disparéis! ¡Escuchadme todos! ¡Hay que hacer algo... hay que salvar la vida del doctor Henley! ¡Es imprescindible que lo salvemos!

—¿Cómo, Steve, cómo quieres que lo salvemos? Esos asesinos están ahí dentro con él y...

—¡Basta con que tiréis vuestras armas al suelo! —le cortó el rubio imperiosamente. Agregando—: Sin armas y todos al descubierto luego de haberles prometido que les dejaremos salir de Albuquerque sin hacer el menor intento por impedirlo... ésa es la única manera de salvar de la muerte al doctor Henley, y de que Henley salve a mi esposa y al hijo que ha de nacer.

—¡Han matado al señor Goddard, y al sheriff... y han asaltado el Banco! —protestó uno—. ¿Pretendes que les dejemos marchar tranquilamente después de todo eso?

Peasley, nervioso, restregándose la sudorosa frente, articuló.

—Yo... ¡yo sólo pretendo salvar a tres personas inocentes!

—Todos aceptamos que seas un hombre de paz, Steve —intervino otro de los agrupados—. También lo soy yo, creo en verdad que lo somos todos. Pero... a veces es necesario defender esa paz con la violencia. ¡Esos canallas no pueden escapar impunemente!

—¡Pero...! —gritó el rubio, retorciéndose una mano dentro de la otra con genuina desesperación—. Pero, ¿es que no comprendéis? ¿No os dais cuenta de que Janet y mi hijo morirán si no la atiende rápidamente el doctor Henley? Si el médico no va a su lado inmediatamente, Janet muere. Y... y ella no merece morir... ¿Por qué ha de morir Janet?

La gente empezó a expresar diversos sentimientos. Se repartían, casi de forma equitativa, en dos bandos. Los que expresaban compasión y los que drásticamente opinaban que había que acabar con los pistoleros, salteadores y asesinos.

Otra vez, fueron apartándose de él.

Buscando posiciones desde las que controlar puerta y ventanas de

casa del doctor. Detrás del abrevadero, protegidos por los postes de columnas y marquesinas, apostados al otro lado de carretas... Un cerco difícil de salvar, desde luego.

Steve Peasley, de súbito, tomó una decisión.

Echó a andar, hasta situarse frente a la ventana de la casa del médico, Desarmado. Sólo. Bien sabían todos que Steve Peasley no llevaba armas... no las había llevado nunca desde que se estableciera en Albuquerque. Igual que su amigo Roger Carson.

—¡Doctor Henley! —gritó.

La gente contuvo la respiración. Steve estaba loco... Lo matarían cobardemente como habían hecho con el sheriff.

Sonó una voz áspera, bronca, que no pertenecía al médico.

—¿Qué ocurre? ¡Lárgate, imbécil! El doctor está muy ocupado.

—¡Escúcheme quien quiera que sea!

—Te escucho, cerdo —respondió el de la voz áspera—. Pero date prisa, ¿eh? Cuando me canse de oírte te «baleo».

Steve Peasley avanzó unas yardas más. A voz en grito, dijo:

—¡Necesito al doctor Henley! Mi esposa va a tener un niño.

—¡O una niña... ja, ja, ja! —se burló con risotadas obscenas el pistolero.

—¡Les dejaremos salir del poblado sin hacer intento de detenerles! ¡Pueden llevarme a mí como rehén!

—No me convences, muchacho —le contestó despectivamente el pistolero—, ¡Lárgate! El doctor saldrá con nosotros cuando yo lo crea conveniente. ¡Fuera, ve a ver si es una niña... Ja, ja, ja, ja!

—¡Malditos... malditos canallas! —rugió Steve Peasley, verdaderamente enloquecido.

Tanto, que perdía la razón, desencajadas las facciones de su rostro, saltó hacia atrás, arrebatándole el rifle al hombre que más cerca tenía, haciéndose de nuevo adelante con la intención de disparar..., de hacer precisamente lo que poco antes tratara de impedir.

—¡Canallas, asesinos!

Steve Peasley, que un día fuese sheriff de Douglas, que un día fuese llamado «El gun-man que nunca ha matado»... Steve Peasley, de cabellos rubio cenicientos y transparentes ojos azules de noble y abierta mirada... Steve Peasley, no llegó a apretar el disparador del rifle.

No.

Porque antes de que consumara su loco intento sonaron varias detonaciones simultáneas en una sola...

Parecieron una sola.

Steve Peasley, se contrajo bruscamente.

Luego, despacio, con un rictus de dolor esculpido en su rostro, se contorsionó...

Y siguió contorsionándose grotescamente, trágicamente, agónicamente, cada vez que un proyectil impactaba en su cuerpo. Casi dos minutos duró aquella danza macabra que el rubio muchacho estaba bailando en mitad de la calle Mayor de Albuquerque.

¿...Y Janet?

—¡Janet!

En aquel grito ronco, agónico, postrero, Peasley aunó todas las fuerzas y energías... las escasas fuerzas y energías que aún quedaban en el interior de su cuerpo. Luego, alzando los brazos al cielo patéticamente, trazó una rapidísima y fulgurante S de beodo, se detuvo, dio un traspié...

—¡Jan...e...!

No pudo completar la tenue exclamación porque cayó de bruces al suelo, de cara al polvo seco, amarillento, áspero.

Y se quedó muy quieto...

Muy inmóvil...

Terriblemente quieto, terriblemente inmóvil...

Terriblemente muerto.

El pueblo, había quedado silencioso como un enorme cementerio. La calle, aparentemente vacía.

Y allá, en lo alto, un sol que calentaba con fuerza infernal, bajo cuyos rayos la tensión de un lugar aumentaba, aumentaba...

 

* * *

 

Daba la sensación de que aquella tierra áspera, dura, se iba abriendo al paso del jinete que cabalgaba a un trote ligero, sin prisas, sin impaciencia.

El hombre iba mirando a su izquierda, contemplando el mar de manchas de diversos tonos, que se movían perezosamente por la alfombra verdosa del valle.

El jinete olía aún a vacas; le parecía estar entre ellas en uno y otro mercado, contemplándolas, observando su calidad, interesándose por sus precios.

Bonito recuerdo, si.

Era... un recuerdo de paz, de la paz disfrutada desde que llegara a Albuquerque, y que sólo se había visto amenazada por los sentimientos de él hacia una mujer y de la mujer hacia él. Janet... extrañamente hermosa, morena, distinta. Por eso él, Roger Carson, había decidido emprender aquel largo viaje por los mercados ganaderos de Texas, Oklahoma y Kansas, con la esperanza de que tantos meses de separación terminarían ahogando un sentimiento imposible... un sentimiento capaz de destrozar la paz de dos hombres que durante toda su vida, sólo habían anhelado la paz.

Ahora, sí, ¿por qué no?, todo habría cambiado.

Como cambiaban las nubes... aquellas nubes que se alejaban por encima del valle con sus matices rojos, rosados y azules, deshaciéndose en jirones, siguiendo el impulso de aquel vientecillo que las empujaba por el interminable cielo, terminando por hacer de ellas un algo gris-negro de matices agrestes, lejanos, inaccesibles.

El aire fresco calmaba el calor del día, del atardecer sofocante y exhaustivo.

El paisaje se abría entre el color de la tierra, que oscilaba del amarillo pálido al marrón, con pinceladas de jugoso verdor.

Todo era enorme, gigantesco, arrollador, proporcionando una sensación de libertad que ensanchaba el pecho del erguido jinete de ojos penetrantes, escrutadores, de extraño color gris-verdes.

El silencio era paz.

La paz que había conseguido disfrutar durante casi dos años.

Y el regreso... el emocionante regreso que aceleraba ruidosamente los latidos de su corazón que le hacía sentirse inmensamente feliz como nunca se había sentido.

Roger Carson seguía avanzando, con una indefinible sonrisa en sus labios sensuales. Parte de aquello era suyo, era obra de su esfuerzo; parte de aquella paz, de aquella tierra, de aquellas manchas móviles, parificas, que de vez en cuando mugían. Y eso significaba sentirse un poco dueño de aquel cielo azul-rosado.

De súbito, como un aldabonazo sobre sus pensamientos, apareció la mole, el edificio del Paz-Boy. Nada, nada había cambiado. O quizá sí. Quizá el porche estaba demasiado silencioso, demasiado desierto. Y aquel excesivo silencio, aquella soledad, aumentaron con más fuerza todavía el latir de su corazón.

Roger, indeciso, permaneció unos instantes junto al caballo del que había desmontado, mirando hacia la entrada del edificio. Luego, se dirigió a la caballeriza. Mientras caminaba, llevando el caballo de la brida, sonreía débilmente, con los ojos entornados, preguntándose lo que habría ocurrido durante todo aquel tiempo, durante su prolongada ausencia.

Con ademanes casi lentos, Roger desensilló su caballo y le proporcionó la correspondiente ración de pienso y agua.

Encendió un cigarrillo, tras liarlo parsimoniosamente, con manos firmes, y salió afuera, al exterior, caminando hacia la entrada del edificio.

Nada.

De súbito, sin saber el cómo y el porqué, aquel silencio empezó a parecerle desagradable, frío, inhóspito.

Ya no era aquel silencio de paz tan querido...

No.

A Roger Carson le pareció que no lo era.

Estaba muy cerca de los peldaños del porche cuando la puerta se abrió de par en par y apareció un hombre.

Un hombre que se quedó mirando al recién llegado con mezcla de sorpresa, confusión y alegría.

Un hombre que traía el rostro desencajado, elocuentemente pálido.

—¡Roger.. Roger, santo Dios! —exclamó al fin, escapando a su mutismo y sorpresa. Añadiendo, con los ojos alzados al cielo—: ¡El... El me ha escuchado!

Carson, tirando al suelo el cigarrillo del que apenas si había dado media docena de chupadas, exclamó a su vez:

—¡Dean... Dean Andersen! ¡Pero...! ¿Ocurre algo grave? ¿Qué es lo que sucede, Dean?

El rudo y bondadoso Andersen, trémulo todo él, se humedeció los labios. Tenía gotas de sudor corriendo como ríos por los surcos de su frente ennegrecida.

—Ella... Janet...

Roger empezó a palidecer. Quizá su palidez fue muy superior a la del otro.

—¡Dean! —barbotó nerviosamente—, ¿Qué le ha sucedido a Janet?

—Tod... todavía nada, pero puede ocurrir de un momento a otro. Puede ocurrir lo peor, lo irremediable... ¿comprendes?

—¡No, Dean, no! ¡Diablos que no entiendo! Acabo de llegar al Paz-Boy tras trece meses de ausencia... ¿cómo quieres que entienda?

Dean Andersen se restregó ambas manos por su faz curtida.

—Ella... está a punto de dar a luz. Pero si Steve no regresa pronto con el doctor Hanely, ¡Janet morirá! Ya está tardando demasiado...

—¡Qué...! ¿Morir? ¿Morir Janet? ¿Has dicho que puede morir, Dean?

—¡Sí, sí... puede morir! —repitió atormentadamente el padre de la muchacha.

Roger Carson ya no pronunció otra palabra.

Girando en seco sobre los tacones de sus botas salió disparado hacia la cuadra y montó su caballo a pelo, sin ensillarlo, lanzándose por el camino que conducía a Albuquerque a galope tendido, a galope suicida y desenfrenado.

 

* * *

 

Albuquerque...

Silencioso como un enorme cementerio. La calle, aparentemente vacía.

Hasta que desembocó por un extremo el caballo que parecía volar por encima del áspero y polvoriento suelo.

Se detuvo en seco y saltó a tierra.

Gente...

De súbito, la gente pareció emerger de todas partes, como si de hormigas se tratara.

—¡Es Roger Carson! —bramó alguien.

Pero el altísimo individuo de personales y penetrantes ojos gris- verde, no parecía haber oído ni visto a nadie.

Porque estaba arrodillado junto al cadáver de Steve Peasley.

Negándose a creer en la terrible y patética evidencia. Diciéndose que no, que no podía ser, que no podía estar muerto.

—¡Steve... Steve, muchacho, no puede ser verdad! ¡No puedes haber muerto!

Fue irguiéndose lentamente.

Comprendiendo que sí, que Steve Peasley, hombre de paz, hombre honrado, había podido morir... había muerto sin llegar a conocer a su hijo... a un hijo que también podía morir.

Roger Carson, en silencio, se mantuvo erecto sin dejar de contemplar el cadáver.

Alto.

Erguido.

Estático.

Inmóvil.

Lo mismo que aquella lejana fecha, en Phoenix, cuando al otro lado de las batientes del Milady Saloon, miraba como sin verlo al muchacho que habíale desafiado dura e insultantemente.

Alguien se puso a su lado, pero Roger siguió dentro de su estática inmovilidad. Alguien, empezó a relatarle lo sucedido, cuyo final era el siguiente:

—... se han escudado con el doctor Henley, llevándoselo con ellos como rehén. Aquél... es uno de los salteadores. Lo ha matado el sheriff antes de que le disparasen cobardemente.

Fue ahora cuando Roger se movió, avanzando lenta, despaciosamente, hacia el lugar donde se encontraba tendido de bruces el pistolero... delante de la puerta del Banco.

Con la puntera de la bota derecha le volvió de cara al cielo.

Y al mirarlo, algo muy extraño hubo de suceder en el interior de Roger Carson ya que su expresión se mudó de forma elocuente, de forma verdaderamente escalofriante, estremecedora, matizada con los chispazos de hielo que surgían como puñales de sus ojos gris- verdosos.

Philips Dickinson... ¡uno de los pistoleros que trabajaban con su hermano Jerry!

Instintivamente, cuantos estaban cerca de Roger, fueron apartándose, temerosos, asustados, de él.

Y es que la gélida expresividad de su rostro granítico, impresionaba poderosamente.

Sin embargo él, Roger Carson, en aquel preciso instante, estaba ausente, lejos en otro lugar... En un lugar fronterizo entre los territorios de Nuevo México y Arizona, arrodillado en tierra, golpeando con los puños las piedras que con su sangre había teñido Walter Allard, mientras que el interior de su cerebro veíase atronado con el eco ronco, ensordecedor, de:

«Jerry Carson... Tú no eres mi hermano. Tú eres una hiena sanguinaria, cruel, un engendro monstruoso que me niego a creer fueses concebido en las mismas entrañas que yo. Escucha una cosa, asesino repugnante: ha de llegar el día en que yo, Roger Carson, te borre de la faz de la tierra. Ha de llegar. Sé con toda certeza que por tu culpa me convertiré en el hombre que jamás he querido ser... pero cuando lo sea, tú y tu corte de asesinos canallas temblaréis con sólo oír pronunciar mi nombre.»

Regresó, bruscamente, a la terrible realidad.

¡Janet...!

Ya nada podía hacer por Steve... ¿Y por ella? Su padre había dicho que podía morir... ¡Que Janet podía morir!

Roger Carson, tan enloquecido como Steve Peasley al tomar el rifle y disparar contra los pistoleros, corrió, jadeante, desencajado, como una fiera, en busca de su caballo sobre el que se irguió de un salto inverosímil.

Y ante el asombro de quienes le observaban en silencio, se lanzó en bestial galope hacia el lugar de donde viniera.

Hacia el Paz-Boy.

Hacia Janet...

 

* * *

Le vio correr hacia él desde el porche del edificio, sin esperar a que desmontase.

Desesperado, loco, pleno de horror, gritando:

—¡Roger... Roger, el niño... ¡El niño ha nacido muerto! ¡Y Janet se está muriendo!

Más que desmontar, aquel enorme torreón humano de músculos de acero perfectamente sincronizados, salió disparado de lo alto del caballo a tierra obteniendo una impecable vertical que parecía inverosímil.

Atrapando por los hombros al rudo y ahora lloroso Andersen, lo sacudió violentamente.

—¿Qué estás diciendo, Dean? ¿Qué dices?

—¡El niño ha muerto... Janet se está desangrando! ¿Por qué no has traído al doctor Henley? ¿Dónde está Steve? ¿Dónde?

Roger Carson, rechinando los dientes de la fuerza conque había encajado las mandíbulas, soltó, glacial:

—Steve ha sido asesinado por unos pistoleros que han robado el Banco de Albuquerque y que se han llevado como rehén al doctor Alex Henley.

Dean Andersen se arañó el curtido rostro con un patetismo que destrozaba el corazón.

—¡Dios mío... Dios mío! —aulló como una bestia herida—. ¿Por qué... por qué tanto horror, por qué tanta muerte? ¡Por qué!

Y cual si de repente hubiese perdido la razón, echó a correr de un lado para otro gritando, tirándose al suelo, destrozándose la cara con las uñas.

Hasta que Roger Carson, como una exhalación, produciéndose con velocidad y fuerza inesperadas, cayó sobre el otro y empezó a golpearle despiadadamente al tiempo que gritaba:

—¡Dean, Dean, vuelve en ti! ¡Vuelve en ti, Dean Andersen! ¡Tú hija se está muriendo y no es así cómo la salvarás! ¡Dean... tu hija se muere!

El golpe fue contundente, terrible, pero obró los efectos apetecidos ya que, Dean Andersen, de su demente exaltación, pasó a un estado de calma, para volver de inmediato a la normalidad.

Roger, sin darle tiempo a que efectuara una sola pregunta, le ordenó imperiosamente:

—¡Envuelve a Janet con mantas! ¡Atala para que no pueda moverse y tráela aquí! ¡De prisa, Dean, de prisa!

De una manera instintiva, Dean Andersen corrió a obedecer.

Mientras que Roger, sumido en un estado de febril actividad en el cual no captaba con fidelidad la terrible magnitud de los hechos ocurridos, del horror que se había reunido para darle la bienvenida, se coló en la caballeriza preparando una de las carretas, la cual, de inmediato, condujo frente al porche del edificio principal del Paz-Boy.

Y no había transcurrido un minuto, cuando abrióse la puerta y salió Dean Andersen llevando entre los brazos un cuerpo envuelto y atado con sábanas y mantas que, a indicación de Roger, depositó encima de la caja del carruaje.

—¡Pero...! ¿Qué piensas hacer, Roger? ¿Adónde la llevas?

—A Santa Fe, que es el pueblo más cercano.

—¡Morirá durante el trayecto! ¿No lo comprendes? ¡Morirá!

Roger Carson, cuadradas las mandíbulas, con una expresión de terrible fiereza en el rostro, aulló:

—¡Sí, maldita sea, puede morir! ¿Y qué ocurrirá si la dejamos aquí sin que la vea un médico? ¿Qué ocurrirá?

—Sí... sí... —murmuró abatido.

—¡Hay que apurar esta última posibilidad! ¡Hay que hacer lo imposible por salvarla! ¡Vamos..., sube!

Dean Andersen se encaramó al pescante y no tuvo tiempo de situarse cuando ya Roger, frenético, despiadado, fustigaba a los animales para que se lanzasen a un trote suicida... suicida para aquel cuerpo envuelto entre mantas y sábanas cuya vida intentaban salvar en un auténtico imposible.

El altísimo Carson, el de personalidad avasalladora, erguido en lo alto del pescante con una fuerza terrible, más que humana, no cesaba en sus gritos, no dejaba de hacer restallar el látigo una y otra vez contra el lomo de los animales que relucía brillantemente a consecuencia del sudor.

Dean, a su lado, giraba continuamente la cabeza para mirar el bulto que brincaba encima de la caja por la desigualdad del abrupto sendero y la veloz marcha que el incansable Roger imprimía a los caballos.

Santa Fe podía estar muy lejos, lejísimos...

Santa Fe podía estar muy cerca, demasiado cerca, terriblemente cerca, si al llegar allí...

Roger Carson, de pie, seguía agitando el vergajo, lo agitaba sin tregua, continuaba gritando roncamente, sudoroso, enrojecido, impresionante la expresión y desorbitados los penetrantes y personalísimos ojos gris-verdes.

La angustia que dominaba su corazón, al pensar, porque no podía evitarlo, que de él dependía la vida de la única mujer que había amado loca, apasionadamente, se iba haciendo cada vez mayor, convirtiéndose en una garra invisible pero monstruosamente enorme, que iba despedazándole lo mismo que si el látigo que sostenía en la diestra fustigara sobre su cuerpo.

Era horrible... ¡Aquella incertidumbre era horrible!

CAPITULO III

 

Angustia, y

¡decisión irrevocable!

SA NT A FE, territorio de Nuevo México, año 1869

Alexander Bladine, hombre menudo, poca cosa en verdad, compensaba su escasa apariencia física con aquella inexplicable sensación de seguridad, con la confianza que inspiraba a quienes lo miraban aunque fuese por primera vez.

Era admirado tanto por su bondad y desinterés como por su inteligencia y extraordinarias manera profesionales.

Se hablaba mucho de él, se decía, incluso, que obraba milagros. —Los milagros, querido amigos, sólo puede hacerlos Dios. Yo, y todos cuantos servimos a la ciencia médica y por ende a la humanidad, sólo podemos poner a contribución nuestros precarios y modestos conocimientos. ¡Ah, milagros! Milagros como el que acabo de presenciar, sólo Dios y únicamente Dios, puede hacerlos.

Roger, respirando agitadamente, exhausto todavía por las muchas energías puestas en el peligroso intento de llevar a Janet con vida hasta Santa Fe, avanzó unos pasos y se detuvo frente aquel hombrecillo insignificante, todo afabilidad y ternura.

—¿Se... se salvará, doctor?

Alexander Bladine miró de abajo arriba a su antítesis física representada en la persona de aquel gigantón de tórax poderoso, músculos de hierro y personales ojos de mirada penetrante, ojos de un frío y enigmático gris-verde, que respondía al nombre de Roger Carson.

—Hijo mío... —habló reposadamente como era su costumbre—, cuando un ser humano, en el estado que se encuentra la señora Andersen, es capaz de resistir un viaje de Albuquerque a Santa Fe como el que ella ha resistido, hay que pensar que si Dios la ha salvado de una muerte cierta, lógica, ya no la dejará morir después. Confío, dado que ella ha demostrado también tener una naturaleza fuera de lo común, que pasadas unas tres semanas ya estará en condiciones de levantarse del lecho. Por tanto... —el médico sonrió bondadosamente—, pueden ustedes desterrar esa horrible incertidumbre, esa angustia desgarradora que ha viajado en sus corazones hasta Santa Fe.

—Muchas gracias, doctor —suspiró emocionado, Roger.

—Nunca... —articuló con voz trémula, Dean Andersen—, nunca podré pagarle... darle tan siquiera una pequeña muestra de mi agradecimiento, doctor. Deberle la vida de mi hija es más, mucho más, que deberle la mía propia.

—¡Oh, no, no, no! —hizo un gesto aparatoso el médico—. Nada de eso, amigo Andersen. La vida de su hija la debe a la decisión de este muchacho todo fuerza y valor... En fin, no hablemos más de eso. Ella se quedará en mi casa hasta que esté fuera de todo peligro; ustedes pueden alojarse en una de las dos fondas de Santa Fe, y venir aquí, a verla, tantas veces como gusten.

—Es usted un hombre bueno, doctor Bladine —le dijo Roger al estrecharle la mano.

—Dios le recompense todas sus bondades, doctor —le deseó el rudo y bondadoso Dean, estrechándole también la mano con patente emoción.

Horas más tarde, Roger Carson y Dean Andersen, siguiendo las instrucciones del médico, se alojaron en una de las fondas del pueblo.

Y siguiendo sus instrucciones también, empezaron a desterrar la angustia desgarradora que durante muchas horas habíase adueñado de sus corazones, amenazando con destrozarlos.

Roger, tendido encima de un humilde camastro, pasadas ambas manos por debajo de la nuca y clavados en el abovedado y negruzco techo, sus ojos personales, más fríos y glaciales que nunca, pareció irse aislando, pareció olvidarse de todo para pensar únicamente...

La paz de que disfrutara desde que llegasen a Albuquerque había sido solamente un espejismo.

Espejismo...

Sí, el espejismo de unos seres ávidos de paz que, vagando por el mundano desierto de la violencia habían supuesto encontrar la fuente en que saciar su sed... Sí, un espejismo.

La muerte y la violencia seguían persiguiéndoles.

Un hombre de paz había muerto, había sido cobardemente asesinado. Y un ser inocente, no había dispuesto de tiempo para vivir en el mundo.

Steve Peasley, Walter Allard... una noche lejana en el Rancho del «Loco» Chapman, el destino, la firmeza de espíritu depositada en el noble ideal de la paz.

¿Para qué?

Walter Allard... ¡asesinado!

Steve Peasley y su hijo... ¡asesinados!

¿Dónde..., dónde estaba la paz?

En ningún lugar. La paz no estaba en ningún lugar del mundo, no podría estarlo mientras siguieran viviendo hombres como su hermano y los pistoleros que con él estaban... autores de la muerte de dos hombres de paz y un ser inocente, del desengaño de quien había vivido un maravilloso espejismo, que ahora convertíase en otro retazo cruel de la vida.

Espejismo.

Porque hombres como su hermano mataban, asesinaban, robaban, sin piedad, sin piedad.

«—Jerry Carson... tú no eres mi hermano. Tú eres una hiena sanguinaria, cruel, un engendro monstruoso...»

«—Ha de llegar el día en que yo, Roger Carson, te borre de la faz de la tierra...»

«—Sé con toda certeza que por tu culpa me convertiré en el hombre que jamás he querido ser...»

Bruscamente, rotos sus pensamientos como por un invisible y callado disparo, Roger Carson saltó del catre.

Erguido.

Alto.

Estático.

Inmóvil.

Así permaneció por espacio de varios minutos, hasta que Dean Andersen, sorprendido por aquella actitud incomprensible, preguntó:

—¿Qué sucede, Roger? ¡Roger...! ¿Te ocurre algo?

Roger Carson prosiguió estático e inmóvil.

Incluso diríase que sus labios no se movieron al musitar:

—Durante mucho tiempo... fui llamado «El gun-man que nunca ha matado»; no me hizo falta «sacar», y mucho menos matar, para imponer la paz y el orden. Un día maté... ello me hizo anhelar la paz más que nunca. Walter Allard, Steve Peasley, tú... también la

buscabais. Pero ya lo has visto, Dean. No existe. Tres hombre buenos la buscaron, y dos sólo han hallado la muerte; yo, un fugaz espejismo. No hay paz, no... ¡pero hay venganza! ¡Hay violencia! Hay un hombre que siempre intuyó su destino verdadero, que siempre supo que se convertiría en el que no deseaba ser...

—¡Roger! ¿Qué estás diciendo?

—Estoy diciendo, Dean Andersen... que voy a matar a los asesinos de Walter Allard, de Steve Peasley, de su hijo... y de la paz de un gun-man que nunca quiso matar.

El otro, totalmente sorprendido y desconcertado, trémulo, balbució interrogante:

—¿Quieres decir que... que tu hermano ha sido el causante...?

Roger Carson parecía una estatua.

Un algo no terreno, un algo frío y sentencioso que lo mismo podía ser piedra que aire, muerte que vida.

Murmuraron sus labios sensuales, casi inmóviles, unas palabras que hicieron estremecer a Dean Andersen. Así:

—Quiero decir... que mi hermano ha sido mi propio sino fatídico desde que vinimos al mundo... que le he visto matar y destruir... que siempre me ha perseguido con sus alas de buitre asesino destrozando lo bueno que tenía a mi alrededor... Mató a Walter Allard, luego de humillarle y poner su cabeza a precio, ha sido el causante de la muerte de Steve y de una criatura que hubiese alegrado un hogar y unos seres que habían vivido para él... Es un monstruo, Dean, un monstruo que succiona cruelmente la vida y felicidad de gentes pacíficas, una bestia ávida de placeres y ambiciones... un engendro que lo ha destrozado todo y me ha destrozado a mí. Pero éste es el fin, Dean. El fin. Porque yo, Roger Carson, voy a destrozarlo a él definitivamente... voy a ser el gun-man violento dispuesto a matar, a extinguir todo aquello que como una planta venenosa succione la savia de arbustos honrados.

Dean en pie, suplicante, trató de convencerle:

—¡No, no lo hagas, Roger! ¡Olvídalo! ¡Vete lejos... donde no puedas saber de él! Tú... tú quieres a Janet, lo sé. Y ella a ti. Ahora, cuando sane, te necesitará más que nunca.

—Es inútil, Dean. He tomado una decisión irrevocable. Mañana al amanecer saldré hacia Winslow en el territorio de Arizona. Cuéntale a... —momentáneamente pareció quebrarse su voz—, cuéntale a Janet todo lo ocurrido y pídele que me perdone.

—Roger..., ¿tan firme es tu decisión?

—¿Firme...? ¡Es irrevocable!

 

TERCERA PARTE

VIOLENCIA

CAPITULO PRIMERO

Una vieja ley del Oeste:

...la del más rápido.

WINSLOW, territorio de Arizona, año 1869

Sólo minutos antes brillaba la luz del sol en lo alto de las silenciosas montañas, escupiendo destellos de sangre desde las erguidas crestas hasta las caídas laderas donde se iniciaba la vida de Winslow.

Ahora, reinaba la noche envolviéndolo todo con su oscuro manto de tinieblas. Una noche aromática, bañada por los mil distintos y naturales perfumes que llegaban del río y los bosques agrestes.

Así eran todas las noches en Winslow. Suaves, frescas, olorosas... enrarecidas a veces por el humo acre de los fogonazos y arrulladas por el canto silbante de los agoreros proyectiles.

Porque en aquel lugar de Arizona nacido al susurro tenue de las aguas del río y al amparo silencioso de las fieles montañas, como en todos los lugares del Oeste, se bebía, cantaba, alborotaba, discutía... y acataba una vieja ley: la del más rápido.

Ya brillaban las luces a través de las cristaleras de los saloons. Pronto el canto de las puertas batientes se convertiría en partitura continua y monótona que no habría de cesar hasta la madrugada.

Bajo los porches y marquesinas, algunos dejábanse caer con ojos melancólicos, soplando en las armónicas el tema triste de un jinete solitario, del indio enamorado que rondaba a su amada a la luz de la luna, o del viejo buscador de oro sepultado entre sus sueños de riqueza.

Y en tanto, la brisa tenue y fresca azotaba sus rostros curtidos por el sol, como amorosa caricia de la noche.

Nadie...

Al menos no lo pareció... que nadie se fijase en el jinete que acababa de detener su montura en una callejuela estrecha y poco concurrida, amarrando después las riendas, parsimoniosamente, a un poste horizontal sostenido por dos verticales.

Un hombre extraño, si.

Alto.

Erguido.

De personalidad arrolladora.

De enigmáticos y fríos ojos gris-verdes.

¿Un hombre? ¿Un gun-man?

Roger Carson...

Que había mutado totalmente aquella su elegante indumentaria sustituyéndola por otra más cómoda, por otra que facilitaba mayormente la elasticidad felina de sus músculos tensos, dúctiles, recios. Ahora, Roger Carson, vestía de negro por entero. Camisa, chaquetilla, pantalones y sombrero.

Negro... como la muerte que él llevaba en su alma.

Confundido en la oscuridad, se movió sin prisas, despacio, mostrándose estremecedoramente frío... Todo lo frío que debía estar un gun-man que deseaba matar. Su lentitud de aquellos movimientos contrastaba con la rapidez de las largas y exhaustivas galopadas a que obligara a su montura para, en el menor tiempo posible, salvar la distancia que separaba Santa Fe de Winslow.

Winslow... allí había tenido siempre, Jerry Carson, su cuartel general, su refugio.

Mientras se dirigía con pausados y medidos pasos hacia la Main Street del pueblo. Roger no pudo evitar que su pensamiento se alejara en busca de la imagen de aquella mujer extrañamente morena, extrañamente hermosa, distinta, que se llamaba Janet.

Y luego, pensó en el amigo muerto.

Y luego, pensó en aquel hombre de paz cobardemente acribillado en la frontera entre Arizona y Nuevo México... En él, Roger Carson, de rodillas en el cauce abrupto y pedregoso del cañón golpeando con los puños cerrados, frenéticamente, la roca que Walter Allard tiñera con su sangre.

Así, desembocó a la Main Street.

Las luces de quinqués y lámparas de petróleo, colgando de los porches y bañando con su claridad ora, encendida ora mortecina del centro de la calle, le devolvió a la realidad. Voces, risas, comentarios, gritos, bullicio y algazara, brotando por encima y debajo de las medias puertas de los saloons, también de las tabernas y cantinas... aquella nota de vida le hizo sentir más dentro de sí la muerte.

Muerte...

A menos de veinte yardas, Roger Carson descubrió el objetivo de su viaje a Winslow.

Devil’s Saloon.

Salón del diablo... Y en su interior moraban muchos diablos y un cruel y sanguinario Satanás.

Roger, instintivamente, palpó las cachas del par de «45» que, desde hacía dos años, no golpeaban con su peso funesto contra sus enjutas caderas. Era aquél un movimiento de gun-man, realizado con la pericia y familiaridad de un gun-man, del hombre que está impuesto de lo mucho que significa para su vida la seguridad en el manejo de tan mortíferos artefactos.

Subió a la acera.

Los tacones de sus botas, clavándose con fuerza y seguridad, repiquetearon sonoramente encima de las tablas desiguales, rajadas.

Se inmovilizó unos segundos frente a las batientes del Devil’s Saloon.

Miró, por encima de aquéllas, hacia el interior.

Alto.

Erguido.

Estático.

Inmóvil.

Mirando, sí, hacia el interior pero como si no viera nada, como si sus personalísimas pupilas de enigmático gris-verde se hallaran muy lejos de lo que tenían delante.

Finalmente, su tórax poderoso, se estrelló contra las medias puertas que, locas, saltaron y se bambolearon con más sonoridad de la acostumbrada.

Nada nuevo.

Bebedores solitarios acodados en la barra. Grupos de cow-boys compartiendo mesas y whisky con profesionales de la baraja. Viejos barbudos que bebían y jugaban cuando tenían dinero... que se consolaban contemplando a las muchachas cuando no lo tenían.

Muchachas..., de ésas había más que en otros lugares de la misma índole que el Devil's Saloon. Revoloteando alrededor de las mesas, o yendo de mesa en mesa, aceptando palmadas y sonrisas, devolviendo guiños picarescos... mostrando con descaro sus incitantes y poco cubiertos encantos.

Bonitas todas, sí.

Ambiciosas, también. Más de una había sido causa de que el plomo atronase las paredes del local y de que un hombre rodase por encima de las tablas con el corazón partido por un balazo. Eso, a ellas, las complacía. Si los hombres se mataban por poseerlas...

Muchas cabezas se levantaron al paso lento, intencionado, de Roger Carson, mirándole con ojos expectantes... de asombro. Obvio que la mayor parte de ellos le confundían con Jerry Carson.

Siguió avanzando, indiferente, despectivo, rumbo al mostrador.

Pero una voz imperiosa, drástica, le obligó a detenerse antes de alcanzar la barra.

Así:

—¡Quieto, ahí, Carson! ¡No te muevas!

Eso hizo. Quieto y sin moverse.

Le ordenaron de nuevo:

—Vuélvete, Carson. Pero procura mantener las manos bien alejadas de los revólveres, ¿eh? Si me imagino que intentas el «saque», dispararé. ¿Entendido? ¡Vuélvete ya!

Las partidas se habían interrumpido, los bebedores se habían olvidado de sus botellas y vasos, las chicas se habían dejado de guiños y revoloteos. Todo el mundo expectante, estaba pendiente de lo que iba a suceder.

Roger, entretanto, obedeció al pie de la letra las ominosas instrucciones recibidas.

Tropezándose, al girar, con el tipo que le encañonaba, de cuyo pecho sobresalía una brillante y reluciente estrella de sheriff. Era más bien alto, de contextura recia y fuerte, facciones vulgares, duro, con destellos en la mirada de sus ojos que lo delataban como un habilidoso pistolero.

Ahora, metido a sheriff.

—Te di dos horas para abandonar Winslow y no volver jamás, Carson.

El de penetrantes ojos gris-verdes, inexpresivo, frió, murmuró, apenas moviendo sus labios sensuales:

—Creo que me confunde, sheriff. Yo soy Roger, Roger Carson. Hermano gemelo de Jerry Carson a que usted se refiere.

Harvey Eggert, sheriff de Winslow, soltó una estentórea risotada.

—¿Oyeron eso...? —preguntó a los concurrentes, abarcándolos con una mirada—. ¡Hermano gemelo de Jerry Carson!

Roger, para sus adentros, empezó a comprender... Comprender que era de todo punto imposible que aquel fulano hubiese expulsado al canalla de su hermano de Winslow... Comprender que, como fuese, Jerry estaba impuesto a su llegada y le había preparado aquella trampa para eliminarlo «legalmente».

No obstante, sin salir de su fría inexpresividad, insistió:

—Le estoy diciendo la verdad, sheriff. Jerry Carson y yo, somos hermanos gemelos.

Eggert, le miró aviesamente.

—Encima pretendes burlarte, ¿eh? —y tras una fugaz pausa, llamó—: ¡Marjorie, ven acá!

Por la izquierda del enlutado Carson surgió aquella maravillosa mujer extrañamente rubia, de cabellos casi blancos que, sin embargo, no llegaban a parecer canosos. Estaba mucho más hermosa y provocativa que la última vez que la viera Roger, allá en la divisoria entre Nuevo México y Arizona. Se cubría con un vestido verde. Sonreía con la boca y con los ojos explosivamente azules, sonreía pérfidamente.

—¿Me llamaba, sheriff? —inquirió con lentitud y deleite, sin dejar de observar a Roger

—Sí... ¿Quién es ese tipo vestido de negro, Marjorie?

La animadora de saloon y cómplice de crímenes, robos, canalladas, sin borrar de su boca brutal la pérfida sonrisa, repuso con intención:

—Creo que no hace falta preguntarlo, ¿verdad? ¡Es Jerry Carson! ¡Todos le conocen bien en Winslow!

Roger también le sonrió a ella. Pero con una frialdad, con un rictus ominoso, que hizo estremecer a Marjorie visiblemente.

—¡Carson! —estalló entonces el sheriff, amartillando sus revólveres—. Recuerdas lo que te dije hace dos días, ¿no? Que si te volvía a ver por Winslow te mataría cómo a un perro:.., ¡cómo lo que eres! ¿Lo recuerdas?

Al Roger Carson frío e inexpresivo, enlutado de pies a cabeza, no le cabía la menor duda de que el sheriff trabajaba para el canalla de su hermano.

Le dijo, simplemente:

—Te voy a matar, sheriff. Los que trabajan para Jerry son tan asesinos como él.

Obvio que tales palabras sembraron la confusión entre los espectadores que, de buena fe, creían que Roger era Jerry. Pero no sucedió así con Marjorie ni con Harvey Eggert, a quienes el Carson asesino había encargado matar a su hermano.

Hubo una rápida y prudente desbandada.

—¿Matarme...? ¡Toma plomo, imbécil!

No existían dudas con respecto a quien iba a ser el muerto.

Dos revólveres empuñados y amartillados contra dos revólveres que todavía estaban en sus respectivas fundas..., ¿qué duda podía caber?

Una sola. La duda de lo que podía hacer un gun-man, un auténtico y perfecto gun-man, que deseaba matar tanto como había deseado la paz.

Matar...

Eggert curvó rápidamente, con torcida sonrisa en la boca, los gatillos.

Brillaron los fogonazos.

Crepitaron los proyectiles.

Roger Carson, el que durante mucho tiempo no necesitara «sacar» y durante otro mucho tiempo tan siquiera llevase armas... Roger Carson, el hombre que siempre era incógnita, se movió con una celeridad apoteósica.

Imposible.

Se fue a tierra en fracciones de segundo, como si quisiera barrenar las tablas con su cabeza, girando sobre sí y protegiéndose tras una mesa al recobrar prodigiosamente el equilibrio... ¡con los dos «Colt» empuñados!

El sheriff soltó un rugido de dolor al comprobar cómo los proyectiles de Carson le horadaban el pecho.

Soltó los revólveres junto con un tercer rugido, dio un traspié y se fue de bruces encima de las tablas manchadas de whisky y de escupitajos.

Roger, haciendo girar sus «45» alrededor de los índices velocísimamente, los devolvió al interior de las fundas.

Ni se preocupó de los atónitos concurrentes que, con rictus de la más viva y genuina estupefacción, le contemplaban con las bocas y los ojos abiertos.

Y es que Roger había captado la precipitada huida de Marjorie por detrás de los cortinajes que ocultaban el escenario o tablado.

En cuatro zancadas se plantó al otro lado de aquellos verdes y tupidos colgantes de terciopelo, corriendo por la pasarela y alcanzando el corredor donde una puerta se cerraba.

La abrió de un tremendo punterazo, casi arrancándola de los goznes.

—Hola, Marjorie.

Era un saludo mortal. Era como si la figura de la guadaña hubiese entrado en la habitación sonriendo y saludando cortésmente.

La extraordinaria rubia, la bella y pérfida Marjorie, retrocedió hasta que la pared se interpuso en su camino empujando su frágil espalda hacia adelante.

—Tienes una bonita habitación, pequeña. Lástima que ya no puedas disfrutarla.

—¡No... no me mates, Roger! ¡No me mates! ¡Soy una mujer... y tú un hombre justo! ¡No puedes matarme!

Roger Carson, muy despacio, como si se recreara en el infinito terror que estaba leyendo en la expresiva mueca que contraía las bellas facciones de Marjorie, fue avanzando hacia el interior de la habitación.

Con una gélida, sentenciosa sonrisa esculpida en sus labios sensuales.

—¿De veras, muñeca? ¿Estás segura de que soy un hombre justo? ¿De que no puedo matarte? Hace unos minutos, afuera, te he oído asegurar que yo... Soy Jerry Carson. ¿Supones que Jerry Carson tiene piedad de las mujeres?

Marjorie estaba aterrorizada. Con ambas manos ciñendo la tersa piel de su cuello de cisne, arañándolo.

—¡No... no me mates, Roger! ¡Nooo! ¡Por Dios!

—Deja de blasfemar, víbora impúdica. Tus labios no pueden mentar el nombre de Dios... ¿Dónde está mi hermano, Marjorie?

—No... Roger, yo, te juro que...

La expresión de terror seguía siendo patética, maravillosamente bien fingida.

Roger Carson jamás hubiese intuido el mortal peligro que se cernía tras él de no haber avanzado ligeramente en diagonal y de no haber fijado los suyos en aquellos ojos explosivamente azules...

Ojos que eran como un nítido y traslúcido espejo.

Ojos en los que se reflejaba la imagen del individuo que se acercaba con el sigilo de un tigre llevando empuñado un revólver.

Roger, de súbito, se encogió con una flexibilidad inverosímil al tiempo que giraba sobre sí a una velocidad de vértigo efectuando el pasmoso «saque» de gun-man único.

Le clavó dos proyectiles.

—¡Aaah! —rugió Lawrence Detert, uno de los que estuvieron en el asalto del Banco de Albuquerque, dejando escapar el revólver para apretarse ambas manos contra su abdomen.

Tras una agónicas y espectaculares contorsiones, cayó a tierra convulsionándose, retorciéndose como una culebra hasta que le llegó la definitiva inmovilidad.

Ahora sí que lo intuyó.

Roger Carson supo que un mortal peligro le amenazaba otra vez.

Porque Marjorie se había precipitado atropelladamente, jadeante, hacia el tocador, extrayendo de uno de los cajones un pesado «Smith & Wesson» del 44 que, tras amartillar con pericia, enfilaba a la espalda de Roger.

Una décima de segundo... Ese fue el exiguo lapso de tiempo en que la intuición de Carson aventajó a la maniobra de Marjorie. Y de nuevo el agorero canto de los «45» inundó con su eco fúnebre el interior de la habitación.

Marjorie Drayton dio un salto atrás. Y el vestido verde empezó a teñirse de rojo, porque entre sus senos una fuente de sangre escupía borbotones de aquel líquido. Un gemido se ahogó dentro de su garganta mientras el «Smith & Wesson» huía de sus dedos lánguidos, sin fuerza, exánimes.

Hizo un esfuerzo... terrible y patético esfuerzo por aferrarse a la vida. Porque comprendía que todo estaba concluyendo. Placeres, amor malsano, riqueza, lujuria... eso seguiría quedándose allí aunque ella partiera. Y partió al fin. Con una expresión estúpida crispando las facciones de su rostro bello, deseable.

Roger Carson, despacio, como si no tuviese aliento, sopló los cañones de sus revólveres.

Alto.

Erguido.

Estático.

Inmóvil.

Completamente vestido de negro.

Así, Roger Carson, permaneció por espacio de varios minutos como hipnotizado por la morbosidad de aquel lienzo de muerte... De una muerte con la que empezaba a identificarse terriblemente.

—Vosotros lo habéis querido... vosotros me habéis pedido durante muchos años que os matara sin piedad, que os borrara de la faz de la tierra. Ya estáis muertos... ya.

Pero que él supiera, Jerry a un lado, aún quedaban tres. Un terceto peligrosísimo de asesinos profesionales, de seres que no habían hecho otra cosa en su vida que matar...

Matar.

Jerome Citizens; Marvin Clark; Kenneth Daffron.

Matar.

Igual de inexpresivo el rostro, igual de gélidos los personalísimos ojos gris-verdes, el altísimo individuo vestido de negro, vestido de muerte, abandonó con lentitud aquella habitación.

Y sin que él lo supiera, Roger Carson se encontró pensando en la extrañamente hermosa Janet, en la extrañamente morena de ojos misteriosos color azabache. ¿Pensando...? ¡Y preguntándose cuánto la amaba! Frente a la duda de si aquella mujer podría ser suya alguna vez... Frente a la duda de si haciéndola suya no profanaría la memoria de un fiel amigo, de un hombre de paz.

Era absurdo ahora, pensar en el amor, en la misma Janet, cuando tan siquiera podía tener la certeza de salir de Winslow vivo, encima de su caballo.

Cuando lo más probable es que saliera dentro de un negro vehículo llamado ataúd.

No se percató el altísimo gun-man de negras vestiduras de que había llegado al saloon y que el saloon estaba completamente desierto, vacío.

¿Vacío?

No.

Porque el escapar a sus pensamientos, Roger Carson se tropezó con los ojos de la muerte clavados en él con fijeza.

Sí, la muerte lo estaba mirando.

Muerte...