ASÍ EMPIEZA ESTE TINGLADO
La mujer se detuvo repentinamente casi en mitad del pasillo que recorría la planta baja de la residencia, de norte a sur.
Se detuvo, sí.
Como sobresaltada.
Tensa.
Lo mismo que si de pronto una garra enorme, monstruosa, llena de fuerza y poder, invisible a la vez, tirase de ella con furor.
Sin duda se trataba de un reflejo condicionado.
Porque en apariencia no existía motivo que justificara la detención tan inmediata que ella, la espléndida rubia, acababa de protagonizar.
¿Por qué entonces?
Lute Mae Hoffman, señora de Whitman, en directa prolongación del reflejo condicionado que la había detenido, aguzó el oído.
Tratando de constatar de un modo casi físico la nota disonante del pentagrama envolvente que actuaba sobre su sistema emocional.
Un susurro.
La voz le llegaba como un susurro.
Pero aquella no podía ser la causa. Porque la voz era familiar. Le era familiar… Entonces no se trataba de la voz sino del tono. ¿Tono de misterio acaso? ¿Contenido intrigante del mismo?
Despacio, casi metódicamente, sofocando la propia respiración y esforzándose en no producir el más leve crujido, torció la cabeza al máximo que le permitían las cervicales para seguir aguzando el oído.
Más que aguzando… agudizándolo.
Después, retrocedió.
Sobre la puntera de sus zapatos de fino tacón cuyo sonido quedaba amortiguado, casi opaco, bajo la mullida alfombra.
Caminó atrás.
Sintiendo que su corazón cabalgaba excitadamente produciendo, más que latidos, secos aldabonazos.
Un nudo se apelotonó en su garganta producto del miedo que le causaba su acción, una acción que sin saber por qué juzgaba ella misma de subrepticia
Tuvo la sensación de que había tardado un siglo en llegar desde el punto donde se detuviera bruscamente hasta el sitio del que procedía la alarma que la sobresaltaba.
La voz, en efecto. Como un susurro… Brotando queda, apagada, a través de la escueta rendija que la hoja de madera, entreabierta, dejaba entre ella y el quicio de la puerta.
Con una mueca de miedo contrayendo sus bellas facciones plenas de encanto sensual, atisbo por la rendija observando de espaldas a ella al hombre que se encontraba sentado a la mesa de despacho con el auricular del teléfono incrustado contra su oreja izquierda.
Los ojos de la hermosa se agigantaron como si tratara con ello de engullir todo el protocolo sigiloso que se estaba produciendo dentro de la amplia estancia poblada de cortinajes y mobiliario barroco.
—…
Obvio que no podía llegar hasta los oídos de la exótica Lute Mae el registro fónico de quién hablaba al otro extremo del cable con el hombre que se hallaba sentado dentro del regio despacho.
—No podemos demorarlo más, amigo. Hay que actuar… ya.
—…
—Vivir en sí, es un riesgo. Ha llegado el momento de correr uno más.
—…
—No debes preocuparte por eso, amigo. La palabra «fracaso» está desterrada de nuestro diccionario. Nadie espera nuestra acción. Ningún servicio de inteligencia estadounidense tiene la más ligera sospecha, no ya de nuestro ataque, sino de que existimos tan siquiera. El movimiento neonazi americano alcanzará un esplendor no conocido ni por el propio Tercer Reich. Llegaremos a ser los más fuertes y poderosos. Tengo la certeza de que la humanidad se nos ha de someter hasta hacernos fácil conseguir lo que en su día soñó el fürher.
—…
—¡Nada de genocidio, amigo! —la exclamación de la voz que le era familiar a Lute Mae fue seguida de un amago de erguir todo el cuerpo desde el fondo del asiento como si su interlocutor pudiera verlo.
GENOCIDIO…
Lute Mae Hoffman de Whitman tuvo la sensación de que acababan de clavarle una finísima y larga hipodérmica en mitad de la cerviz.
—¡No se le puede llamar genocidio a la justicia! Es obligación nuestra depurar el mundo, someterlo a un proceso de asepsia que dé paso a nuevas, limpias y perfectas generaciones. Lo nuestro, amigo, es eso… un beneficioso proceso de asepsia.
—…
—Sí, claro, hay que matar. Para conseguir esa base aséptica sobre la que se asentará una humanidad exquisita y pura hay que eliminar, primero, esa cantidad ingente de hierbas perniciosas, nocivas, que pueblan nuestro planeta.
—…
—¿Muchos…? ¿Muchos muertos, dices? Calculo, en principio, una cifra aquí en Estados Unidos que puede estar entre los setecientos y un millón doscientos mil. ¿Y qué son un millón de cadáveres y los que pueden venir después si se constituyen en la base auténtica de nuestro principio de salvación? ¿Qué son, realmente, si con ellos conseguimos redimir el mundo y mejorarlo?
La hembra que en silencio y con el corazón encogido era testigo de las palabras del individuo, se sobrecogió al máximo.
¡MILLONES DE MUERTOS!
—…
—Espero que con la llegada del éxito se vayan diluyendo esos absurdos dogmas morales a los que aún pareces atender. Y no deja de sorprenderme, amigo… —la voz que era familiar a quién escuchaba con el corazón en un puño, destilaba ahora escepticismo y causticidad—, que siendo testigo como eres de la corrupción, la concupiscencia, el crimen, la podredumbre física y psíquica, el cohecho, la perversión y demás plagas pecaminosas que asolan y arruinan a la mayoría de los mortales, te queden dudas acerca de lo que es el bien y el mal. De cuál es la verdad y el auténtico camino a seguir.
—…
Lute Mae renunció a seguir oyendo las palabras que pronunciaba aquella voz. Y con mayores precauciones que al aproximarse se aprestó a deshacer lo andado. Un sonoro suspiro, prolongado y vehemente a la vez, pleno de angustia, asfixiante casi, huyó por entre sus labios de agrietada carnosidad cuando se supo en la calle.
Al tiempo que echaba al galope en pos de una cabina telefónica.
Tanto ansiaba encontrarla que se sobresaltó al tropezar con los cristales de la misma al doblar, agitada y excitada, la primera esquina.
Se metió en el interior haciendo girar el dial con nerviosismo atropellado.
—¿Sí…?
—¡Operadora, por favor! ¡OPERADORA!
—¡Sí, sí…! La oigo, señora. ¿Qué le sucede?
—¡Necesito que me comunique urgentemente con alguien de la CIA!
Sorpresa en la otra punta del hilo.
—¿Cómo…? ¿La CIA? Comprenda que no nos constan los teléfonos de la Central de Inteligencia ni en pantalla electrónica ni tampoco en los listines…
—¡La vida de millones de seres humanos está en juego! —gritó Lute Mae—. ¡Haga lo imposible! ¡HAGALO, POR DIOS!
—Está bien, está bien… Intentaré algo.
Unos instantes de silencio y fue luego una voz masculina, átona, la que interrogó:
—¿Me dice su nombre, por favor?
—¿Con quién hablo? —quiso saber a su vez la muchacha.
—Manfred Stewart del Departamento de Homicidios.
—¡Es la CIA a la…!
—¿Por qué no se calma y me dice su nombre y lo que le sucede?
—Soy Lute Mae Hoffman esposa de Lambert Whitman… ¡Van a morir millones de personas!
—¿Cómo sabe usted eso, señora?
—¡Acabo de escucharlo!
—¿A quién se lo ha escuchado? —indagó el policía. Insistiendo con marcada entonación—: ¿A quién?
—Mire, señor… ¡No puedo seguir en esta cabina! Tengo miedo. Mucho miedo. ¿Dónde están las oficinas de la CIA, aquí, en Los Angeles?
—Señora Hoffman, ¿por qué no me dice dónde se encuentra y pasaremos a recogerla inmediatamente, ¿eh?
Se mordió la hembra su voluptuoso labio inferior, dubitativa.
Exclamando acto seguido:
—¡Estoy en la confluencia de…!
Detuvo de repente el estallido igual que si sus cuerdas vocales hubieran enmudecido, todas al mismo tiempo.
La puerta de la cabina… acababa de abrirse.
—¿Con quién estás hablando tan sofocada, pequeña?
Una sonrisa siniestra, letal, ocupaba la boca cruel, crispada, del hombre.
—¡No…!
—¡Señora… señora Hoffman! ¿Qué está sucediendo ahí? —se inquietaba el funcionario del Departamento de Homicidios.
El que había interrumpido la conversación decidió ahora cortarla golpeando con brusquedad la horquilla del teléfono.
—¡No me mates, te lo suplico!
—¿Esperas acaso que te dé un premio por tu estúpido altruismo, Lute Mae? Lo que has oído, pequeña, no puede repetirse. ¿Entiendes, verdad?
—¿Vas a asesinarme…?
—Si lo quieres llamar así… sí.
Una puntiaguda navaja de filo azul acerado brilló en la diestra del hombre. Ella, inició un movimiento de defensa, alargando la pierna izquierda en baldío intento de alcanzar el bajo vientre del que acababa de confesar su condición de asesino.
Evitó él la inocente acometida a la vez que lanzaba adelante la zurda para pasarla alrededor de la nuca femenina atrapando un puñado de cabellos y tirando atrás para obligarla a levantar el cuello… a ofrecerlo al criminal azulado de la navaja.
—No sufrirás, preciosa. Te seccionaré la yugular de un tajo.
—¡Mmmmmm…!
—Mira, observa como aproximo el acero a tu lindo cuello de cisne, chismosa. ¿Sabes que me gustaría hacer antes de rebanarte el pescuezo, linda?
—¡Mmmmmm…!
—Amarte apasionadamente aquí mismo, dentro de la cabina. Me enloquecería rasgarte las bragas con la navaja, llenar de cortes tu monte de Venus y penetrarte sintiendo salpicar en mi piel tu sangre caliente. Pero no hay tiempo para ello, ¿sabes?
—¡Por fav…! —le pegó otro tirón al pelo rubio—. ¡Mmmmmm!
La derecha armada se movió centelleante para hincar el acero, de punta, en medio de la nuez femenina.
Un extraño gorgoteo pobló la garganta de Lute Mae Hoffman, señora de Whitman. Y por el agujero que recién abría el cuchillo surgieron oleadas tumultuosas de un líquido rojo, viscoso, pareciendo explotar con toda su fuerza, huyendo del recipiente humano que hasta entonces lo contuviera, empujando con su rabia expansiva, hacia afuera. la vida que segundos ha se hallaba dentro del voluptuoso y exótico estuche femenino.
El asesino, reflejando en sus pupilas contraídas y rojizas como la misma sangre que estaba vomitando Lute Mae un estremecedor placer morboso, echó hacia él la navaja, ladeándola, para volverla adelante y de derecha a izquierda produciendo en la garganta de la mujer un tajo monumental y definitivo.
Las oleadas se convirtieron esta vez en océano escarlata que amenazó con inundar la cabina.
Escapó una carcajada de la boca siniestra y cruel al contemplar el espanto mortal, vidrioso, que escenificaban las desorbitadas pupilas de la hermosa Lute Mae. Repitió un segundo tajo y ahora la cabeza no rodó por el piso del encristalado recinto debido a que él la mantenía firme asida por los cabellos.
La acercó hasta su rostro para besar la boca sangrante de la mujer tiñendo sus labios de rojo.
Por último y antes de tirar la cabeza al suelo, escupió con desprecio:
—¡Perra! ¡Te lo tenías ganado y merecido!
Y ASÍ CONTINUA…
Ni la veteranía, aptitudes y recursos técnicos de Elaine Winston, maquilladora jefe del Canal I de la «TV Queen's York», habían sido suficientes en aquella ocasión para restar el tinte cerúleo, cadavérico, y la expresión desolada que lucía el rostro agraciado de Robin Brown, popular presentador del programa matinal de mayor difusión de la TV estadounidense, que llevaba por título: Un mundo de locos en manos de locos.
—Buenos días, señores…
Y enmudeció, quedando estático frente a la cámara que ahora ofrecía un primer plano de él.
—¡Que estamos en el aire, Robin! —exclamó, susurrante, el realizador del programa, con un gesto inquieto y temeroso.
—Señores…. mi amigo y excelente técnico Spencer McQueen me insiste en que estoy saliendo al aire, confuso ante mi inusual torpeza y estatismo. Y es que estoy verdaderamente confuso, anonadado, abatido y me atrevería a añadir que asqueado, a causa de esa noticia que la mayoría de mis televidentes ya conocen pero que yo, obvio, tengo la obligación de repetir. Sobre la que profesionalmente estoy forzado a insistir. Que tengo que desmenuzar lo mismo que si se tratase de una morbosa y espectacular autopsia de cara al público.
Carraspeó, sin que al parecer le importase en exceso que aquel acto de aclararse la garganta, impropio de un presentador de su prestigio, llegara a miles de hogares americanos, neoyorkinos concretamente.
—Perdón… —silabeó no obstante. Continuando—: Creo que son casi doce años los que llevo sentándome cada día a la misma hora, en esta butaca, frente a esta mesa del plató número 5 estudio 2 del Canal I de esta emisora de televisión y cada día del mundo lo he hecho rebosante de optimismo, de alegría, con cientos de cosas que decirles y con mil distintas palabras para hablar de cada una de ellas. Hoy, por primera vez, mi explosiva verborrea me ha abandonado; como los malos desodorantes. Hoy, mi apabullante catarata terminológica, mi fluidez arrolladora, parecen encerradas en el hosco jardín de la parquedad. Sólo… sólo se me ocurre decirles que cuando concebí este programa, cuando lo parí para estas ondas televisivas con ustedes de directos y mudos testigos no pensé jamás… —hizo un breve alto para repetir con énfasis— JAMAS, que el mundo estuviera tan tremendamente loco y habitado por un número tan alto de peligrosos paranoicos, desquiciados, psicópatas y asesinos. ¿Ya saben a lo que me estoy refiriendo, no?
Hizo un nuevo silencio. Más estudiado y prolongado todavía que el anterior. Y lo aprovechó Spencer McQueen para ofrecer a través de la cámara 4 un primer plano del rostro demudado del presentador y un segundo de sus ojos elocuentemente expresivos. Llenos de angustia y desidia a la misma vez.
—Sí… lo saben. Aludo a esos miles de víctimas mortales que se calculan entre los siete u ocho… ¡siete u ocho mil…! Me refiero a esa cantidad de seres humanos que han perdido la vida en las últimas treinta y seis horas a causa de haber ingerido un fármaco, concretamente el «Nervrelax»… Uno de los mayoritariamente utilizados por los consumidores farmacéuticos de este país a causa de su benéfica y activa acción sobre las irregularidades del sistema nervioso central, específico manipulado por manos criminales, asesinamente adulterado, canallescamente tergiversado de forma que se ha sustituido una de las sustancias base de su fórmula química, según se desprende de los primeros análisis de urgencia realizados en distintos frascos escogidos entre los que se hallaban en el almacén del laboratorio fabricante preparados para su expedición…. habiendo sido sustituida, decíamos, una de las sustancias base por: estricnina 1. Estricnina pura. Porque amén de los análisis a los que acabo de referirme, las autopsias practicadas hasta el momento en los fallecidos, arrojan idéntico informe: óbito producido por ingestión de estricnina.
Realizó un tercer silencio.
—¿Mundo de locos en manos de locos? ¿Mundo de infelices en manos de canallas? ¿Existe alguna razón, filosófica, política o social, que pueda justificar semejante genocidio? ¿Cómo debe ser. que tendrá en su interior la mente siniestra y mefistofélica capaz de haber planeado crimen tan atroz? ¿Qué sensación morboparanoica debe experimentar ahora ese engendro canallesco, deleznable, al saber que su acto vesánico lo corroboran entre siete y ocho mil cadáveres? Ya sé que ese no es el camino y que hurgando en mi diccionario en busca de mil y un calificativos, de mil y un sinónimos acerca de la condición moral de quién o quiénes han llevado a término semejante masacre, nada se soluciona. Y pregunto de nuevo… ¿Es que puede solucionarse algo ahora? ¿Queda tiempo o existe arte malabar capaz de devolver la vida a los siete mil y pico de muertos? Demagogia, sí. Lo sé, lo sé… ¿Y el Gobierno? ¿Y sanidad? Pues han tomado las medidas que hacen al caso bloqueando en todos los almacenes y mayoristas farmacéuticos de la nación ese específico canallescamente adulterado; se ha dictado una prohibición taxativa a todas las farmacias y expendedurías médicas del país para que bajo ningún concepto se suministre un solo frasco de «Nervrelax»… Pero los siete mil y pico siguen muertos. Extraña y terriblemente muertos.
Se introdujo en un nuevo silencio acrecentando su sincera expresión de patetismo. Luego, tras un suspiro vehemente y profundo que alcanzó al interior de todos los hogares y establecimientos que sintonizaban el Canal I de la «TV Queen's York», preguntó a quiénes le veían; se preguntó a sí mismo:
—¿Y nuestras autoridades… qué? ¿Qué hacen nuestras autoridades? Los que comen del presupuesto y de los impuestos, ¿dónde están y qué dicen? ¡Ah, nuestras autoridades! Bueno…, el aparato legal ya se ha pronunciado porque esta misma mañana, Steve Ryan, juez que instruye el sumario, ha dictado auto de procesamiento y privación inmediata de libertad contra Lambert Whitman, médico, farmacéutico y director propietario de la «CHEMICAL WORLD WHITMAN», laboratorio que elabora el «Nervrelax». A mí, y ya sé que no deja de ser un criterio muy subjetivo, eso, encarcelar y procesar a Whitman, se me antoja una soberana estupidez. ¿Iba el propio Lambert Whitman a hundir su imperio, arruinar su carrera profesional, comprometer su condición moral de ciudadano honesto, adulterando un específico de su propia fabricación y en cuya fórmula, si nuestros informes son correctos, tuvo en su día una participación directa? Del género estúpido… Pero el señor, magistrado sabe más que yo y que ustedes de esas cosas; el señor magistrado, aunque digan que el poder judicial no atiende a presiones ni se somete a ningún tipo de injerencias, ha tenido desde primera hora de esta mañana más de veinte llamadas que le aconsejaban y puede que alguna hasta le ordenara: HACER ALGO, algo que de momento tranquilizara la opinión pública e hiciera del pánico general un simple temor ordenadamente conducido. ¿Y cuál ha sido la alternativa? Meter entre rejas y procesar a Lambert Whitman. Me gustaría saber de qué pruebas o elementos decisorios dispone el señor magistrado para hacer de Whitman un presunto culpable. Y tratando de meterme en el pensamiento de Whitman ya que de él estamos hablando, no puedo por menos que llegar a la conclusión de que, desde su vertiente, está lloviendo… ¿Qué digo lloviendo?, ¡diluviando sobre mojado! Lambert Whitman se ha convertido en poco tiempo en una sacrificada víctima propiciatoria de un sinfín de circunstancias trágicas y desfavorables ya que, no podemos ocultar, olvidar ni soslayar, que hace apenas ocho días, su esposa Lute Mae, fue bárbaramente asesinada, horrorosamente mutilada, por un fanático de la sangre y la navaja en el interior de una cabina telefónica de la ciudad de Los Angeles, en los aledaños de su domicilio.
Optó por un nuevo paréntesis de mutismo como pretendiendo con ello que sus televidentes asimilasen, digerieran, las últimas palabras que les había enviado.
—Señores… ¿Qué? —torció la cabeza atrás, cosa impropia también de un presentador de su categoría, ofreciendo al público televidente un encuadre al perfil de su cuello y rostro. A algunos, aquello, debió de parecerles una herejía. Pero Robin Brown siguió hablando con alguien que estaba a su espalda, probablemente con el realizador del programa, puesto que preguntaba—: ¿Cómo? ¿Qué es lo que sucede, Robin? —silencio. Luego—: ¡Sí, si, por supuesto! Pásala ha sonido en vivo —giró para dar su expresión frontal a la pantalla, diciendo—: Señores, entiendo que el de hoy es un programa que permite rebasar las coordenadas de lo estricto, por lo cual, me estoy produciendo anómalamente y voy a seguir haciéndolo porque me comunican de control que se ha producido la llamada de un telespectador que pretende hablar en directo conmigo… y con ustedes al mismo tiempo, claro. Si les parece bien, sepamos de quién se trata y qué es lo que pretende —Robin Brown atrapó el auricular del teléfono de teclado verde que descansaba encima de la mesa, inquiriendo—: ¿Con quién hablo, por favor?
—Me llamo Jenkins Hagman, señor Brown. Y quiero… ¡quiero gritar desde su programa!
—Gritar… ¿Ha dicho gritar? —pareció sorprenderse o simuló sorpresa el popular presentador—: Bueno. ¿A qué espera entonces? ¡Grite, hombre de Dios, grite!
—¡AL DIABLO LAS AUTORIDADES! ¡JUBILEMOS A ESA PLEYADE DE INEPTOS QUE NO SON CAPACES DE IMPEDIR QUE SE COMETAN MONSTRUOSIDADES COMO ESTAS! ¿QUE CLASE DE CONTROL EXISTE EN ESTE PAIS QUE ALGUIEN SE PUEDE PERMITIR LA IMPUNIDAD DE ENVENENAR A OCHO MIL CIUDADANOS DE UN PLUMAZO? ¡TENEMOS QUE ENCENDER TODAS LAS LUCES Y HACER SONAR TODAS LAS SEÑALES DE ALARMA! ¿QUIEN NOS PROTEJE DE LOS MANEJOS Y MANIPULACIONES DE ESOS CANALLAS? ¿NUESTRAS AUTORIDADES… QUE AUTORIDADES? ¿DONDE ESTAN… QUE HACEN LOS QUE DEBIAN HABER IMPEDIDO QUE ALGO ASI SUCEDIERA?
—Cálmese, señor Hagman, cálmese…
—¿Cómo quiere que me calme, señor Brown? ¿Cómo voy a calmarme si ahora sé que mañana puedo morirme luego de tomar una simple aspirina sin que quiénes deben sean capaces de evitarlo? No puedo calmarme, ¡no puedo ni quiero! Tengo que seguir gritando, preguntando, aullando si es preciso… ¿QUE HACEN NUESTRAS AUTORIDADES, LOS JERARCAS DE WASHINGTON, PARA PONER DE INMEDIATO COTO A SEMEJANTE DESMAN? ¿QUE HACEN, SEÑOR BROWN, QUE HACEN?
—Lo de siempre, amigo Hagman. Estudiar la situación… y tomar medidas.
—¿Medidas…? ¿Ha dicho medidas, señor Brown?
—Sí…
—¿Para los ataúdes de los ocho mil muertos quizá?
Robin Brown dejó que se produjera el más estudiado y largo de cuantos silencios había protagonizado en el transcurso del programa. Un programa que aquella mañana presentaba una serie de matices y peculiaridades que lo hacían diferente, diametralmente opuesto, a cuántos le habían precedido. Y puede que a todos los que le siguieran.
En el silencio, siguió sonando, resonando en los hogares que sintonizaban el Canal I de la «TV Queen's York», la pregunta que esta vez no había gritado el espontáneo comunicante.
Qué había pronunciado como un extraño rezo:
«—¿Para los ataúdes de los ocho mil muertos?»
PRÓLOGO
—Pero qué coño se creen los contribuyentes de este país, ¿eh? —pareció preguntarle a su superior y preguntarse a sí mismo. James Lancaster, segundo de a bordo en la poderosa nave de inteligencia conocida bajo las siglas CIA. Insistiendo en igual tono iracundo—: ¿Qué se creen? ¿Qué los que cobramos del presupuesto, como dicen ellos, por ese simple hecho disponemos de una varita mágica para conjurar lo inconjurable y más?
—Usted es todavía muy joven, Lancaster. Y muy temperamental también —le sonrió, afable y casi paternal, su interlocutor.
Paseó el otro por el amplio y confortable despacho como un tigre enjaulado. Revolviéndose, de pronto, para estallar con patetismo espectacular, brazos al cielo y mirada encendida:
—¡Sólo nos faltaba ese hijo de puta de Robin Brown, alentando los ánimos desde la televisión!
—Es su oficio, Lancaster. La gente espera eso de él y tiene que hacerlo. Brown vive del público y tiene que darle a su público lo que su público espera de él. Así de sencillo, muchacho.
—¡Hombre! ¿Me está diciendo que aprueba el modus operandi de ese pregonero de feria sensacionalista, morboso y de tendencias casi sediciosas?
Brooke Wilson, director de la Central Intelligence Agency dejó pasar por sus labios ajados de pálida tonalidad el atisbo de una sonrisa comprensiva. Luego, despacio, alisó con la palma de la diestra sus aladares poblados y canosos al tiempo que erguía su recia humanidad en el cómodo asiento donde la tenía arrellanada, musitando sin específica entonación:
—Ni apruebo, ni dejo de aprobar. Comprendo… y hasta tolero si es que a usted se le antoja que soy en exceso tolerante con algunas formas de proceder o producirse de determinados protagonistas de la vida pública de este país. Yo quisiera que usted entendiese, Lancaster, que las cosas no son como queremos que sean. El mundo lo hemos encontrado hecho y es una utopía absurda pretender cambiarlo al amparo de la manida filosofía de hacerlo mejor. Pienso, a veces, que lo único que debemos pretender es qué no empeore. En eso debemos volcar todo nuestro empeño.
—¡Pero ahí afuera tenemos un país de uñas porque han muerto ocho mil conciudadanos a causa de una manipulación en un fármaco!
—Evidencia esa, mi querido amigo, del todo incuestionable —afirmó con un cabezazo, Brooke Wilson.
—Como es incuestionable, irreversible y todos los adjetivos y sinónimos que usted quiera encontrarle, señor… que entre los consumidores del «Nervrelax» que han perdido la vida, se cuenta un difunto ilustre: Dragan Vujovic, embajador en Washington del Gobierno de todas las Rusias. Y nuestro cuerpo diplomático, su aparato de burócratas en peso, aguarda ansioso que le digamos lo que deben explicarle a Moscú, oficialmente, al respecto.
—Sólo se me ocurre que le manden una carta condolente al jefe de la diplomacia soviética acompañándole en el sentimiento por tan sensible pérdida… y diciendo como el que no quiere que su embajador andaba con el sistema emocional hecho polvo, por lo cual, se había aficionado al consumo del «Nervrelax».
—¡Eso, señor, con todos mis respetos, es improcedente! —se desesperó James Lancaster.
—Tanto como su insistencia en remarcar unos hechos que son evidencias y que, por lo tanto, no admiten réplica. Dragan Vujovic y otros siete mil novecientos noventa y nueve seres humanos están muertos. ¿Considera más importante justificarse ante Moscú que frente a las familias de los otros?
—El peso específico de Dragan Vujovic es…
—¡Basta ya, Lancaster! —pareció cabrearse por vez primera en el transcurso del diálogo, el jefe de la CIA. Agregando, tras calmarse—: Aquí no estamos para juzgar la condición, o peso específico como usted gusta decir, de las personas por separado. Estamos para analizar un hecho en toda su magnitud y tomar las medidas necesarias para evitar que vuelva a producirse.
—Si hemos sido impotentes una vez… ¿No se le ocurre pensar que esto pueda ser un ensayo de la guerra bactereológica, un amago de exterminio ejecutado por cualquier Gobierno enemigo para demostrarnos que somos vulnerables en nuestra propia casa?
—No lo asociaría yo con un procedimiento de guerra bactereológica pero sí debo admitir, Lancaster, que ha pronunciado usted el primer razonamiento coherente y verosímil desde que hemos iniciado esta conversación. Lo cual indica que sin en vez de columpiarse en su propia vehemencia perdiéndose en censuras y vaguedades explosivas, pierde el tiempo pensando, es capaz de establecer conclusiones lógicas. Vulnerabilidad a domicilio, sí… esa puede ser la cuestión. Y la pauta que nos indica que algunos servicios de inteligencia tienen metida más de una cuña en nuestras propias y más secretas organizaciones; y lo que es peor: que cuentan con la colaboración suficiente a nivel ciudadano, de personas sin historia aparente a las que nosotros no tenemos controladas, para permitirse el lujo de ensayar un genocidio luego de manipular impunemente en la elaboración de un fármaco.
—Las conexiones de Whitman con un individuo cuya esposa trabaja en la embajada soviética dan mucho que pensar y es posible que encajen en ese contexto que usted acaba de esbozar, ¿no?
—No, Lancaster. No… ¿A qué diablos llama usted conexiones? ¿Al hecho de que la mujer de Lambert Whitman se acostara con un tal Gerry Nicholl, casado a su vez con la secretaria, intérprete y no sé cuantas más, del embajador soviético? ¡Eso no es serio, muchacho! Whitman, como todo marido traicionado, ha sido el último en enterarse. Esa conexión que usted pretende, es además de absurda, literalmente rocambolesca. ¿Se olvida de que Dragan Vujovic es una de las víctimas de la adulteración?
James Lancaster, cariacontecido, inclinó la cabeza como los niños malos en la escuela frente a la regañina, cariñosa si se quiere, de su superior.
Sólo acertó a musitar, interrogante:
—¿Entonces…?
—Estoy en lo de que el asunto es grave y no me lo tomo con la flema que aparento. Lo de la flema, el cielo gris, la sonrisa jesuita y el paraguas al brazo, se queda para nuestros amigos los británicos. El asunto es grave… lo sé. Amén de la inestabilidad interior que va a crear, que está creando, del juego de sospechas y acusaciones directas e indirectas, puede tener una reverberación perniciosa en el aspecto social política USA en nuestras relaciones con otros países.
—¿Entonces…? —volvió a interrogar James Lancaster, sin atreverse a lanzar nuevas teorías de la propia cosecha.
—Tenemos que cortar por lo sano jugando fuerte. Se impone una rápida operación aséptica. Un proceso de limpieza interior… y exterior si se hace necesario, a fondo. Asepsia, sí. Esa es la palabra: ASEPSIA 2. Y eso me lleva a la conclusión de que necesitamos aquí, lo antes posible, la presencia física de «El Argelino».
—¿Se refiere, supongo, a Faisal Saad Mubarak?
—Supone bien, Lancaster —repuso, como triste y apesadumbrado, el director de la Central de Inteligencia.
—¿Por qué «El Argelino», señor? —no parecía estar demasiado de acuerdo el otro.
Alzó su rostro firme de expresión, de facciones que trataban de esconder su dureza bajo amagos afables y paternalistas, de piel con surcos y pliegues que pregonaban el paso de los años, de casi sesenta, por la faz y la persona de Brooke Wilson, aunque para su espíritu parecían haber transcurrido menos… Alzó su rostro, sí, para ensayar una sonrisa que ahora asomó contundente al tiempo que musitaba:
—Por muchas razones, y todas de peso, que trataré de condensar en pocas… Porque este trabajo no se puede encomendar a ningún hombre relacionado con la Central en mayor o menor grado, directa o indirectamente. Ni a nadie que no ser sea un auténtico profesional con nervios de acero capaz de ejecutar sin mover las pestañas ni sentir remordimientos absurdos. Ni tampoco a un elemento que no sea metódico. eficaz, matemático, frío y personal. En una palabra, a nadie que no sea «El Argelino» —miró a Lancaster con extraña y extraordinaria fijeza antes de añadir una exclamación—: ¡Ah!
—¿Sí, señor?
—Una última razón, amigo. La de mayor peso posiblemente. Porque, mientras no se demuestre lo contrario y el presidente de los Estados Unidos no cambie de opinión… el director de la Central Intelligence Agency, soy yo: BROOKE WILSON. Y he decidido que sea Faisal Saad Mubarak quien encarne nuestra operación de ASEPSIA. ¿Está claro, James Lancaster?
Se mordió el labio molesto por la rigurosidad de que en los últimos compases había hecho gala su superior. Pero supuso con subordinada aquiescencia:
—Lo que usted ordene, señor.
—Vaya al departamento de cifrados y curse instrucciones para que se le envíe un mensaje a «El Argelino» con las calificaciones Top Secret y Urgent.
—Ahora mismo, señor.
—Quiero a Faisal, aquí, en este despacho, antes de veinticuatro horas,
—O.K.
Y salió Lancaster del lugar.
CAPÍTULO PRIMERO
La mujer, suspiró profundamente.
Todas las mujeres suspiraban, ponían los ojos en blanco y ofrecían expresión de hallarse en éxtasis cuando Faisal Saad Mubarak acariciaba «profesional» y profundamente sus pechos, retozaba las coronas con el filo de los dientes, rodeaba con su lengua las aureolas y por último subía con los labios por la garganta femenina causando verdaderos estragos en la columna vertebral que era donde se reflejaban las cosquillas, el zigzagueo electrizante, que producía en la hembra el caudal erotizante desplegado por aquel extraordinario ejemplar masculino.
Y acababa robándoles la boca para depositar en ella un beso volcánico, rugiente lo mismo que un huracán de Florida… Todas, todas suspiraban, sí.
Vencidas, desarboladas, ante el influjo magnético de los ojos de aquel espléndido animal macho y de la controlada violencia sexual de que las hacía «víctimas»; con que acababa por enloquecerlas.
La pelirroja que se encontraba bajo el cuerpo atlético, hercúleo, de piel brillante como si acabaran de friccionarla con aceite, no iba a ser una excepción.
Y suspiró profundamente, claro.
Con sus ojos azul tormenta del Pacífico expresó mil sensaciones y una común oración. Un solo deseo, producto del deseo que la excitaba.
—Tienes cuerpo de dios mitológico, amor. Eres… eres como un dios pagano del Olimpo. Pero en moreno.
En efecto, moreno. Casi tórrido. Con un cabello ensortijado tan perfecto en su ejecución que parecía haber sido esculpido, cincelado alrededor de su cabeza redonda por las manos expertas de un artesano escultor. Cabello sedoso que le cubría por completo las orejas y que se alborotaba aún más encima de la frente a cuyo alrededor componía una varonil visera que acrecentaba, incluso, su poderoso atractivo físico. El clímax de la apostura lo alcanzaban sus ojos verdes como un misterio oriental, profundos y penetrantes, escrutadores, que daban la sensación de poder leer todos los pensamientos que se le pusieran delante. La firme y suave cuadratura de sus mandíbulas que alojaban unos labios de sensual contorno, eran otra prueba de la personalidad sin límites de Faisal Saad Mubarak. Y la gracia estaba presente en aquel hoyuelo picaresco que partía su barbilla, en la que el brillo aceitoso de la piel parecía cobrar mayor esplendor, insinuarse con atrevida desvergüenza.
Seguía el tórax poderoso, los brazos de pronunciados bíceps. La escultura total de su físico de atleta en el que la grasa estaba ausente dejando vía libre a una exhibición total de músculo y fibra… El talle escueto y las piernas de Coloso de Rodas. Apabullante explosión la de Faisal ante la que ellas no tenían más opción, otra alternativa y devoción, que inclinarse.
Gustosamente por supuesto.
—Estás orgulloso de tu cuerpo, ¿verdad? —le preguntó la desnuda pelirroja de pechos pujantes.
Faisal le besó primero por enésima vez. Luego:
—¿Qué te hace suponerlo, bonita?
—Tu manera casi exhibicionista de hacer el amor.
—Eso es absurdo, querida. Soy así, de veras. ¿Dónde cabe el exhibicionismo si estamos solos? Tú y yo… No hay nadie que pueda aplaudirme por ese cuerpo mitológico que me atribuyes, ni por mi experiencia en las lides del amor. Sólo tú estás para juzgar, decidir, hablar de satisfacción o decepción…
—Sabes de sobra que estoy satisfecha, ebria de placer. Nadie hasta hoy me había hecho gozar lo que tú. Pero sigo pensando que eres demasiado perfecto… físicamente.
Cosquilleó con las yemas de los dedos en las ingles femeninas y después bajó la cabeza para besar el terso vientre
—¿Nada más cuenta lo físico cuando te entregas a un hombre?
—Procuro no enamorarme.
—Yo, muñeca, diría que eres tú quien está… excesivamente preparada para el amor. Para halagar a tu pareja. Y pienso por ello que no eres sincera. Cuándo nos conocimos ayer noche, ¿cómo me dijiste que te llamabas?
Lo envolvió en una mirada cautivadora.
—Raquel… —fue apenas un susurro.
—¿Y cómo te llamas en realidad?
—¿Importa mucho. Apolo?
—Pienso que si —se irguió, apoyando la palma de las manos en el lecho para dejar un vacío entra su cuerpo y el de la chica. Añadiendo—: Y lo pienso porque los dos sabemos que no llegaste a mí casualmente. Cierto, ¿no?
Fingió la que decía llamarse Raquel, expresión desconcertada.
—No entiendo lo que pretendes…
—Que no juegas limpio. Raquel o como demonios te llames. ¿A qué has venido a esta cama?
—A lo que todas las mujeres: por placer. A encontrarlo bajo el cuerpo del coloso más impresionante que he conocido en mi vida.
Él sonrió con cáustica ominosidad.
—Suena bien, sí. Es una bonita mentira.
—¿Quieres que me vaya? —hizo ella ademán de salir de la cama.
Faisal la retuvo con violencia controlada.
—No sin antes preguntarme lo que has venido a saber.
—¡Suéltame!
Aumentó la presión ejercida en torno a la muñeca diestra de Raquel.
—¿Quién te ha enviado a mí, pequeña?
—¡Ya te he dicho que he venido a pasar una noche de pasión contigo! ¡Y déjame ya, estúpido! Quiero largarme de aquí.
Le dio un par de bofetadas que pusieron círculos grana en las mejillas femeninas aumentando, incluso, su atractivo.
—¿Quién? Habla, mujer. Si haces que me ponga nervioso voy a resultar muy desagradable. ¿Quién y por qué?
La puerta del dormitorio se abrió con sigilo dejando paso a dos simiescas naturalezas. Uno de aquellos mendas con cara de gorila empuñaba un enorme pistolón provisto de silenciador.
—Déjala tranquila, bonito. Nosotros te preguntaremos. ¿Eh?
Faisal se revolvió, sonriéndoles. Como si fuera lo más natural del mundo que ellos estuvieran allí.
—No es correcto que me veáis así… En putos cueros. En pelotas que dicen algunos. A no ser que seáis una pareja de mariconas locas, claro. Pinta de machos, lo que se entiende por muy machos, no la tenéis, desde luego. Y como eso me hace estar intranquilo, ¿permitís que cubra mis vergüenzas?
Raquel había saltado de la cama aprovechando que Faisal dejó libre su brazo al aparecer los simios.
—¡Es todo vuestro, pareja! —les dijo a los que parecía conocer. Explicándoles—: No lleva arma alguna como podéis ver, ni existe el menor truco a lo James Bond en ninguna parte de su anatomía. Eso, he tenido ocasión de comprobarlo. ¡Ah! Un ruego… No le hagáis sufrir, ¿eh? Haciendo el amor es una verdadera delicia de hombre —miró a Faisal con burlona sonrisa en sus labios excitantes—: ¡Ciao amore!
Raquel estaba de pie desperezando provocativa su exuberante erotismo cuando Mubarak se encogió disparando su pierna zurda, cuyo pie estalló, nunca mejor dicho, clavando las puntas de los dedos que parecían hierro en mitad del vientre femenino.
Ella lanzó un chillido y el tipo del pistolón le dio al gatillo.
El hercúleo y despelotado Faisal se fue por los aires como una nube. Nube que pasó vertiginosa por encima de la encogida Raquel, hurtándose milagrosamente al plomo, abarcando el cuello de la chica con los tobillos para tirarse al suelo naciendo arco con la espalda y proyectarla fuerte, adelante, trompicándola con estrépito contra el fulano que había hecho «cantar» el arma.
—¡Maldit…!
Mubarak tras dar una vuelta sobre sí cobró de nuevo altura, saliendo cabeza en ristre al encuentro del otro gorila, que iniciaba una embestida espectacular, haciéndole sentir con el brutal impacto un impresionante vacío de estómago, náuseas, vértigo… El mastodonte, de todas maneras y a pesar de tener la mente en blanco y los ojos estrábicos, hundió la diestra en la axila buscando su automática.
Faisal le atrapó la muñeca que no había logrado descubrir por completo la pistola, doblándosela… doblándosela con esfuerzo titánico hasta que se escuchó un espeluznante crujido para oírse después, como prolongación del ruido anterior, el estrépito de un disparo. Producto del arma cuyo gatillo se había accionado a causa de la torsión aplicada por Mubarak a la muñeca de su antagonista. La bala, obvio, se incrustó entre los pulmones del simio causándole una muerte tan inesperada, absurda, como instantánea.
Raquel, que acababa de conseguir desenredarse de su compinche, tal como estaba, echó atrás el talón derecho con fuerza impropia de mujer contactando con los genitales de Faisal quien lanzó una imprecación.
—¡Zorra…!
Para caer de rodillas cubriendo con las manos la zona castigada.
Detrás de la mujer lo que aprovechó, dando muestras de una asombrosa capacidad psíquica para controlar el dolor físico, para separar ambos brazos al máximo y recogerlos al segundo siguiente, centelleante, furioso, descargando los cantos de las manos en los laterales del talle femenino, acto que fue saludado con un grito espasmódico de ella lo mismo que si acabaran de explotarle los pulmones.
—¡Aparta de ahí! —le gritó el energúmeno que aún quedaba en pie, buscando con el cañón de la pistola la cabeza de Faisal.
Raquel quiso obedecer, pero se sintió, además de mecida por las secuelas lacerantes del golpe bestial, alzada en vilo, catapultada como un pedrusco y su frente se convirtió en cavidad receptora de la bala expulsada por el arma del maleante. haciéndosela estallar y pintando delante de sus aturdidas pupilas, complicadas y grotescas nubes de impenetrable negrura por entre las cuales se precipitó vertiginosamente hacia la inconcreta dimensión de la muerte.
Faisal Saad Mubarak volaba.
Volaba, sí, por lo alto del cuerpo sin vida, exuberante aún de la que decía llamarse Raquel, trazando un giro completo en el aire para desplegar luego sus piernas hercúleas y clavarlas como lanzas en mitad del tórax del asesino, estrellándolo con violencia contra la pared.
Cuando volvió adelante rebotado como un muñeco de trapo, incapaz de coordinar movimientos, carente de reflejos y aturdido. Faisal le puso la espalda a manera de cama para que el tipo diera una espectacular voltereta, desnucándose a tomar tierra.
Muerto.
Porque Faisal Saad Mubarak no podía dejar tras de sí, cuando la violencia hacía aparición, a nadie vivo. Sus enemigos lo eran a muerte y ésta tenía que producirse. La cuestión estaba muy clara para «El Argelino» desde que decidiera dedicarse a luchar contra lo que suponía la perversión e intriga criminal: él, o los demás. Obvio que Saad Mubarak procuraba siempre, ponía todo su empeño, en que fueran los demás.
Porque apreciaba lo que de bello tenía la vida.
El sol, la verde fragancia de la naturaleza, la dulzura de las mujeres… Desnudas a poder ser y él se pintaba solo para que las hembras le mostrasen a la intemperie sus pródigos encantos; la música, la poesía, el arte en general… Eran muchas cosas hermosas las que ofrecía la vida a quienes sabían disfrutarlas; demasiadas para largarse así por las buenas de aquel barrio que era éste.
Faisal se vistió disponiéndose a llamar por teléfono a un buen amigo, como había sucedido en anteriores ocasiones y volvería a suceder otras muchas —era su sino—, el cual se haría cargo de los cadáveres para entregarlos a la tierra de donde procedían.
Polvo eres… etcétera.
Al pasar al living le sorprendió la luminosidad que se reflejaba en la pantalla del televisor.
—¡Vaya! La niña me puso tan fuera de mí… que ni de apagar la tele me acordé.
Pero al acercarse al aparato y contemplar de lleno la pantalla vio que no se trataba de un descuido.
Era otra cosa.
Porque encima del fondo iluminado habían unas letras enviadas desde muy lejos por un sistema computado de alta sofisticación. Y aquellas letras, claro, formaban un texto.
Un mensaje para ser más exactos; éste:
«TIO "MAS" AQUEJADO DE GRAVE ENFERMEDAD INFECCIOSA. HA PEDIDO VERTE ANTES DE LA PARTIDA FINAL. SU ADIOS DEFINITIVO ES CUESTION DE HORAS. DE VEINTICUATRO CONCRETAMENTE SEGUN OPINIONES MÉDICAS. TE ESPERAMOS. LA FAMILIA.»
Una sonrisa irónica afluyó a los labios sensuales de aquel fulano desconcertante, cuyos ojos verdes y su apostura varonil causaban estragos en la milicia femenina.
Al tiempo que pulsaba hacia dentro el botón que borraba las letras reproducidas en la pantalla, musitó:
—Siempre tan ocurrente el amigo Wilson. ¿Qué tripa se le habrá agujereado esta vez?
Luego, se acercó a la mesa ratona donde descansaba el teléfono, alzando el auricular para discar un número a renglón seguido.
—¿Diga? —preguntaron con apatía al otro extremo.
—¿Mustapha…?
—¡Oh, no! ¿Cuántos son esta vez, Faisal?
—Tres…
—¡Joder compañero, no paras!
—Quisiera evitarlo, Mustapha. Hago lo imposible para que no…
—¡Pues menos mal! —exclamó su amigo burlonamente—. Porque si no pusieras de tu parte, ¡me saldría más a cuenta montar una funeraria!
—Exageras… Cuando hayas hecho lo que tienes que hacer, proa al aeropuerto.
—¡Pero…!
—En la terminal aérea dentro de hora y media, Mustapha.
—¿Washington? —indagó el otro, renunciando a poner objeciones que sabía de memoria iban a ser rechazadas.
—¿Cómo lo has adivinado, compañero?
CAPÍTULO II
—Ustedes ya se conocen, ¿verdad? —preguntó el director de la Central Intelligence Agency.
«El Argelino» se limitó a asentir con la cabeza.
—Sí —dijo escueto, malhumorado, y sin hacer nada por disimularlo, James Lancaster.
—Nos odiamos cordialmente —dijo ahora el recién llegado. Añadiendo con indiferencia—: Al menos somos consecuentes con nuestras ideas, no fingimos como hacen algunos. Lo que más me preocupa de la gente, señor, es su falsedad. Pero Lancaster me dice sin ambages, con la mirada, que no me puede tragar; y yo, así, sé que debo cuidarme de él.
Hizo un amago agresivo el aludido que detuvo la voz de Brooke Wilson. Interrogando:
—¿Todavía no sabe usted del peculiar sentido del humor de nuestro amigo Faisal. Lancaster?
—Si a eso se le llama «peculiar sentido del humor»…
—¿Usted cómo lo calificaría, Lancaster? —el tono del árabe era casi insultante.
—¡Creo que le voy a…!
—Por favor, señores, por favor… Seamos serios, ¿les parece? —intervino de nuevo Wilson.
—Eso me estaba preguntando, señor —Faisal ocupaba la butaca gemela a la que acogía las posaderas del mandamás, al otro lado de la mesa—. Si me ha llamado para algo serio.
—Si no fuera porque usted y Lancaster parecen no llevarse demasiado bien, le diría que a él que glosara sobre la seriedad de la cuestión. ¡Ah…! No habré interrumpido algo especial con mi inoportuno mensaje, ¿verdad, Faisal?
—No…Y a punto he estado de no recibirlo.
—¿Problemas con su televisor?
—No. Con la gente… Gente que no ve con buenos ojos que uno ande por ahí desfaciendo entuertos.
—¡No se las dé de Quijote, amigo! —gritó, cabreado, Lancaster—. El héroe español era un caballero andante, el prototipo altruista de la utopía… y usted, Faisal, cobra por sus andanzas. A eso no se le llama desfacer entuertos. Tiene un nombre feo lo suyo, muy feo.
—¿Otra vez empezamos? —intervino Brooke, muy divertido al parecer por la animadversión que se profesaban los otros. Añadiendo sin abandonar su matiz irónico—: Lancaster, ¿por qué no le cuenta a su amigo Faisal que estamos dispuestos a pagarle un millón quinientos mil, que serán depositados en la cuenta bancaria de siempre, si protagoniza una verdadera operación de asepsia?
«El Argelino» enarcó las cejas.
—¿Asepsia?
—Como la cosa está relacionada con fármacos, nos ha parecido que la palabra idónea para bautizar esta operación es, precisamente… ASEPSIA —respondió el director de la Central de Inteligencia.
—¿De qué se trata, señor?
—¿No lee usted los periódicos, allá en su país?
Otra sonrisa burlona cubriendo los labios de Saad Mubarak.
—«Nervrelax», siete mil y pico de fiambres, Whitman enchiquerado, pánico en el país, los de Washington subiéndose por las pareces, un embajador ruso de cuerpo presenta más que diplomático… Se lo han puesto difícil esta vez, ¿eh, Wilson?
—Para eso está usted aquí, Mubarak. Para ponérselo fácil.
—¿Me quiere hacer un resumen de los hechos, señor?
—Será un placer.
Cuando Brooke Wilson, número uno de la CIA, hubo terminado su exposición, inquirió al árabe:
—¿Maniobra extranjera destinada a intranquilizar la nación y ponerla de uñas con su Gobierno… o se piensa en movimientos internos de ideología opuesta a los dogmas de Washington?
—¿Supone, apunta o…?
—Pregunto, señor. Pregunto.
—¡Ah…! —fingió meditar Brooke Wilson la respuesta, mordiéndose la comisura del labio a la par que restregaba la palma de su diestra contra la barbilla, musitando—: Verá, Faisal… Lancaster opina que se trata de una jugada muy sucia destinada a demostrarle al mundo que somos vulnerables desde dentro mismo. Y eso, de ser así, sólo puede pretenderse desde afuera.
—Felicito a Lancaster por su habilidad deductiva.
—¡Ahórrese las ironías! Todo lo que usted diga me parece de mal gusto, Faisal. ¿Queda claro? —era James Lancaster, obvio, quien acababa de pronunciarse.
—¡Qué vehemente! —ironizó Mubarak. Y luego, encarándose con la máxima autoridad del aparato de inteligencia estadounidense, dijo, parco y dictatorial—: Quiero carta blanca y responsabilidad plena.
Una carcajada precedió en boca de Wilson a la exclamación:
—¡Por favor, Faisal! ¿Es que no nos conocemos sobradamente? Para qué supone que lo he llamado, ¿eh? ¿Para ponerle trabas en lo que es su método habitual de producirse… para censurar sus métodos acaso, atarle las manos y decirle cómo tiene que hacer su trabajo? Confiamos en usted, ¡por supuesto! Yo, particularmente, tengo grandes esperanzas depositadas en su persona. Sólo le pido… Le exijo —insistió con énfasis vibrante—, EXIJO, una excelente operación aséptica. Y PUNTO. Su único enemigo amén de los muchos que usted tiene la mala costumbre de irse encontrando por doquier, será el tiempo.
—¿Funestas predicciones meteorológicas? —sonrió caustico, una vez más, «El Argelino».
—El reloj, Faisal… El reloj. La gente de Washington es terriblemente impaciente. Lo comprende, ¿verdad?
—¡Oh, sí, claro! Me hago perfecto cargo. Usted lo sabe… ¿Dónde tienen encerrado a Whitman?
—¿Piensa hablar con él?
—O.K. Quiero que me explique cosas de su esposa, del horrible crimen… De los horribles cuernos con que ella le adornaba amorosamente la frente, etc.
—Muy sutil, sí. No ha cambiado usted nada, Faisal.
—Apenas, señor. ¿Dónde?
—Tendrá que ir a Los Angeles.
—Iré, señor, iré. Por supuesto que iré. Aunque antes voy a mantener un cambio de impresiones con un viejo amigo que deambula por Nueva York… Uno de esos hombres que no está en ningún lugar concreto, que oye y ve, que retiene y memoriza, que necesita fuertes sumas de dinero para abastecerse de la heroína pura que le ayuda a mantener aunque sólo sea un tránsito una realidad que quiso ser y nunca fue.
—¿Me está usted hablando de «El Alemán», Faisal?
—¡Cuánto sabe, señor! ¡Cuánto…! No me extraña lo más mínimo que le hicieran director de esto —se puso en pie elevando desde el fondo de la cómoda butaca su impresionante naturaleza, movimiento que fue seguido con una mirada desaprobatoria, desconfiada y plena de envidia, eso estaba claro, por parte de James Lancaster. Inquirió, con una nueva de aquellas sonrisas suyas que siempre parecía la anterior, la de siempre—: ¿Algo más, mister Brooke Wilson?
—No… ¡Sí!
—¿Se trata?
—De que no olvide mirar el reloj con frecuencia para tener presente las inquietudes horarias de mis amigos de Washington. Usted entiende, ¿verdad Faisal?
—Más que entender… comprendo. Señor Wilson —ladeó la cabeza más irónico que nunca, hacia el otro—, señor Lancaster… Ha sido nuevamente un placer. Buenos días, caballeros.
—Buenos días —replicó con acritud el segundo de a bordo.
—Manténganos informados, Faisal.
—Lo haré, señor. Lo haré… ¿Qué duda cabe?
CAPÍTULO III
El Yellow Eyes eran más bien un sitio vulgar.
Uno más, un night-club como otro cualquiera de los muchos que podían encontrarse en aquella área comprendida entre el centro de la Vía Broadway y las neoyorkinas 42 a 52 West Street.
Podían encontrarse cincuenta o cien locales como aquél recorriendo la noche de Nueva York en busca de ellos. Los había, sí… Aunque en el Yellow Eyes, según las malas lenguas (que siempre son las que calumnian porque algo queda), se suministraba yerba y no para infusiones medicinales precisamente, «cocó», heroína y demás porquerías que hacían las delicias de los drogodependientes.
Pero eso, también sucedía en buena parte de los otros cincuenta o cien tugurios de características parecidas.
Lo que en verdad hacía diferente al Yellow Eyes del resto, era su show de variedades.
Eso sí que no era igual al de la otra cincuentena o centenar de night-club's. Era superior el de aquí, con gancho. Y el público, que a veces hasta sabe agradecer esas cosas, llenaba noche sí y noche también, la platea de aquel cabaret que, por lo demás, nada nuevo aportaba.
La culpa de todo aquello había que cargársela a Joanna Grey.
Joanna Grey pertenecía a esa clase de chicas que por una serie de razones, explicables unas e inexplicables otras, comía aparte. Joanna Grey andaba por la vida haciendo pinitos periodísticos, se había matriculado en la Facultad de Derecho con la pretensión de llegar, un día no muy lejano, a licenciarse en criminología, era inteligente por más señas (hecho éste que algunos solían reprocharles a las mujeres), inquieta… y tenía un físico digno de considerar acompañado de una voz más que aceptable. Y Joanna utilizaba ese físico y esa voz, en el mejor de los sentidos, para procurarse los ingresos necesarios que le permitieran estudiar y mantener sus apetencias periodísticas, por las cuales, hasta la fecha, no había cobrado aún ni un centavo.
Por eso actuaba de showgirl en el Yellow Eyes, lo hacía bien y se permitía el lujo de alcanzar el lleno por noche.
Faisal le echó una ojeada contemporizadora primero y aprobatoria después a las fotografías grandotas que en ambos laterales de la entrada del lugar, reproducían la fisonomía y demás de Joanna Grey.
Luego entró.
Ya se respiraba ambiente en el local y también humo de pitillos en el que se mezclaba algún puntazo de «yerba», perfumes penetrantes de las chicas que se buscaban la vida por medios seculares e inherentes a la condición femenina, etcétera.
Se fue a la barra, bastante concurrida también.
El camarero, puntual, se le vino de cara:
—¿Qué va a ser, señor?
—Whisky…
—¿Alguna marca en especial?
—Mientras sea bueno.
—O.K.
Le sirvió en el fondo de un vaso de cristal tallado una generosa ración de «Ancestor».
Faisal puso un billete encima del mostrador al tiempo que interrogaba:
—¿Sigue viniendo por aquí «El Alemán»?
—Lo encontrará en una de las mesas del fondo, la más cercana a la pista posiblemente.
—Se agradece —y tomando el vaso se alejó del mostrador.
—¡Eh, señor! Su cambio.
—Déjelo.
—¿Cómo? ¡Oh, gracias! —se sorprendió el camarero—. ¡Muchas gracias!
En efecto, la ocupada por aquel fulano esquelético de piel casi amarilla, cabellos largos y sucios de dorado deslucido, impedimenta existencialista por obligación seguro que despedía un tufillo característico de reñida enemistad con duchas, baños y similares… Era aquella, en efecto, la mesa más cercana a la pista y plataforma de actuaciones.
Faisal tomó asiento en la otra silla.
—Hola, Ulrich. Estás que das asco.
Los ojos perdidos dentro de las órbitas del germano se perdieron ahora hacia afuera buscando reconocer al que hablaba.
Tras un lapso de silencio, exclamó con voz apagada:
—¡Faisal! ¿Eres tú de verdad?
—¿Tú qué opinas?
—Parece que ha pasado un siglo desde la última vez…
—Entonces ibas de persona por la vida, Ulrich. Y sólo hace cuatro años.
—¿Qué buscas por Nueva York?
—Compañía —Faisal Saad Mubarak ensayó una de sus cáusticas sonrisas—. Me siento muy solo.
Los ojos turbios y huidizos de Ulrich Fisher, que en otra época se conocía como «El Alemán» en los intrincados y siniestros laberintos del mundo de la intriga, miraron con pena a su interlocutor. El encuentro con tipos de las características de Mubarak eran el detonante para que Fisher sintiera una pena tremenda de sí mismo.
—No te creo.
—Busco un amigo al que contarle una historia para que él me ayude a completarla. Sigo siendo muy lento de reflejos y siempre se me abren lagunas en los argumentos.
—¿Soy yo esa persona, Faisal?
—Algo muy dentro de mi corazón me dice que sí… ¿Y tú, qué me dices?
Ulrich se pasó la lengua con avidez y nerviosismo, con aquel flash de ansiedad que solía crispar las facciones de quienes dependían de algo para seguir viviendo, mientras miraba a Mubarak con ojos hambrientos.
—Puede… Se trata del genocidio, ¿verdad?
—Verdad.
—Vuelves a trabajar para la Central, ¿no?
La diestra de Faisal ciñó con cierta violencia las mugrientas solapas del terno que Ulrich llevaba encima de sus curvas espaldas, trayéndolo para sí por encima de la mesa hasta que sus rostros quedaron cerca, muy cerca.
—Vivirás poco si te falta la droga y te empeñas en hacer preguntas. Son dos vicios mortales, «Alemán». Mortales… ¿Quieres que te cuente mi historia?
Cabeceó varias veces con nerviosismo in crescendo.
—Sí, sí. Sí. Claro… Cuéntame, cuéntame…
—Hace pocos días, en Los Angeles, a una chica le cortaron la cabeza dentro de una cabina telefónica cuando, al parecer, pretendía comunicarse con la CIA para prevenir a la inteligencia de la nación de una maniobra destinada a producir muchos cadáveres. Según se dice, esa chica era un poco inquieta, un poco puta quizá, porque se revolcaba en el catre con un tipo que no era su marido… Un tipo guapo él, otrora maquereau según se rumorea, que hace tres años contrajo nupcias con Khrysna Belloumi, traductora, taquimecanógrafa y relaciones públicas de origen ruso-siria, actualmente secretaria del malogrado embajador soviético en Washington, Dragan Vujovic. No entiendo, Ulrich… ¿Me sigues. Ulrich?
—¡Sí, sí! ¡Naturalmente!
—No entiendo —prosiguió «El Argelino»—, cómo la señora Whitman mantenía relaciones de catre y placer con un fulano tan geográficamente alejado de ella. Porque de Los Angeles a Washington hay la tira de kilómetros… ¿Tú lo entiendes, Ulrich?
—El matrimonio Whitman veraneó este julio pasado en Miami Beach y allí conocieron a Gerry Nicholl y su esposa Khrysna, que también estaban pasando unos días de asueto.
—Y entre Lute Mae y Gerry, ¡zas!, el flechazo. ¿Fue así, amigo?
—Eso dicen… —murmuró «El Alemán».
—¿Y tú, qué opinas?
—Que debió ser así. Que fue fruto de la casualidad si es que tú piensas que en ese encuentro hubo algo de intencionado. Luego Lute Mae Whitman, aprovechando que su marido pasaba mucho tiempo fuera de Los Angeles asistiendo a convenciones médicas y reuniones por el estilo, tomaba el avión para plantarse en Washington. Alguna que otra vez era Gerry quien volaba a Los Angeles.
Faisal Saad Mubarak apuró el whisky con lentitud y deleite. Después chasqueando la lengua contra el paladar, dijo:
—Se produce la llamada, Lute Mae está nerviosa, alterada, habla de muchos muertos y quiere comunicarse con la CIA. ¿Por qué desde una cabina telefónica cercana a su domicilio y no desde éste mismo con toda tranquilidad y calma?
—Porque no desearía seguramente que su marido la oyese…
—¿Porque era a él a quien le había oído hablar de esa cantidad de crímenes?
—Quizá por eso el juez Ryan ha instruido expediente en su contra —apuntó «El Alemán».
—He venido en busca de respuestas, Ulrich —había amenazante impaciencia en la voz de Faisal.
—¿Cuánto…?
—Uno de los grandes si lo que me dices vale la pena.
—Necesito más, Faisal. ¡Por favor!
—Gánatelos. ¿Decías?
—Es absurdo que Lambert Whitman hiciera cierto tipo de concesiones al oído desde su propio domicilio, pero al parecer, Lute Mae, oyó algo trascendente. No cabe otra explicación al hecho de que corriera en busca de una cabina para comunicarse con la CIA. Además, sotto voce y sin confirmación plena, corre la versión de que Whitman estaba o está, ideológicamente identificado con un movimiento político clandestino de connotaciones fascistas y nacionalsocialistas.
—¿Cuál es tu opinión?
—Pienso que Lambert Whitman es un hombre que siempre ha hecho poco por disimular que está a la derecha de la derecha.
—Entiendo… ¿Pero no te parece absurdo, infantil, que el ensayo se haya llevado a término manipulando un fármaco elaborado precisamente por la «CHEMICAL WORLD WHITMAN»?
—Cuestión de matices, Faisal. A mí me parece la jugada perfecta. Por eso, porque la pregunta se dispara sola: ¿Cómo Whitman va a hundir a Whitman? Se ha hecho otras veces. Tú lo sabes.
Afirmó con lento cabezazo «El Argelino», al tiempo que murmuraba mordiéndose el labio inferior:
—Sí… Tienes razón. ¿Qué pasa con Gerry Nicholl? .
—Un vividor como de costumbre. No deslumbra por su inteligencia, pero se lo pasa bien, que de eso se trata. Khrysna le da sopas con onda en lo intelectual, pero al mismo tiempo manifiesta una debilidad grande por meterse debajo de Gerry. Esa chica terminó la carrera diplomática hace un par de años y parece ser fiel a la ideología de Moscú. Cuenta al menos con las simpatías de algunos miembros del Kremlin…
—¿Cómo es que sabiendo tantas cosas andas tirado por la vida, Ulrich Fisher?
—Porque tengo los ojos y los oídos bien abiertos… Me siento a gusto tal como estoy aunque pueda parecer lo contrario, Faisal.
—Sigues pretendiendo engañarte, ¿no?
—Dejemos eso. ¿Me das la pasta?
—¿Volverás tú a Washington para tener un cambio de impresiones con el matrimonio Nicholl?
—Sí —afirmó «El Alemán». Matizando—: Pero lo haría teniendo mucho cuidado con el terreno que pisase, ¿eh?
Faisal Mubarak metió la diestra en un bolsillo exterior de su chaqueta para arrugar dos billetes de mil entre los dedos de aquella, trasladándolos después a Ulrich.
Advirtiendo:
—No te pases con el «consumado», amigo —y se puso en pie.
Fisher le conminó con un ademán que tuvo algo de imperioso y mucho de patético.
—¡Espera, Faisal!
Arqueó las cejas con genuina sorpresa.
—¿Qué ocurre, muchacho?
—Quiero presentarte a una persona.
Creció el asombro en la expresión de Mubarak.
—No te entiendo, Ulrich… ¿De quién se trata?
—Joanna Grey.
—¿La showgirl de este antro?
—Sí… Es una fuera de serie.
Una sonrisa complicada y de complicidad iluminó la boca sensual de «El Argelino».
—Sí, sí. No me cabe duda. He visto los posters de la entrada.
—Te estoy hablando de una chica inteligente e inquieta, de una mujer que pretende de la vida algo más que el sexo. Te estoy hablando de una mujer de verdad.
—¡Fascinante! ¿Qué puedo hacer yo por ella?
—Ayudarla… —murmuró Ulrich, casi suplicante.
—¡Por favor, amigo! ¿Te olvidas de quién soy yo? Oye, Ulrich… Tú, tú, ¿estás enamorado de Joanna Grey?
Inclinó la cabeza como avergonzado.
—Sí…
Un suspiro profundo huyó desde la garganta hasta el ámbito cuando Mubarak entreabrió la boca.
Y dijo, con una repentina seriedad que posiblemente se gestaba en el abatimiento de Ulrich Fisher:
—Te escucho, «Alemán». Te escucho.
Le explicó el de los cabellos roñosos y vestimenta con mugre el por qué Joanna Grey actuaba allí. Las ilusiones que la alentaban y los logros que pretendía.
Para concluir diciendo:
—Quiere escribir un buen artículo contando toda la verdad sobre las muertes ocasionadas por el «Nervrelax».
—Si no he entendido mal esto último… ¿Le ha pasado por la caja de los fusibles escribir un segundo Watergate?
—Más o menos.
—¡Ulrich, amigo! ¿Y tú no le has contado de qué va la película?
—Es joven, inexperta, está llena de vida y necesita vivirla intensamente.
—Ya es bien cierto que cada día se aprende una de nueva. Ulrich, yo te quiero y tú lo sabes. Te salvé la piel en un par de ocasiones. Pero… ¿Cómo quieres que la ayude?
—Llevátela contigo, Faisal.
Por primera vez en su vida, Saad Mubarak no supo qué contestar. Qué decir. Qué responder. Ni qué objetar, de tantas objeciones, precisamente, que se atropellaban en su mente.
Fue entonces cuando desde varios ángulos del local, súbitamente, empezaron a sonar unos tambores y agitarse unas maracas.
CAPÍTULO IV
El sonido rítmico, cálido, electrizante, lleno de sensual febrilidad, fue elevándose paulatinamente desde un tímido, lento, pausado dom-dom-dom. Seguro que aquello era el producto tropical de unas manos negras, de palma blanca, batiendo en la oscuridad la piel de los tambores.
Creció el ritmo.
Creció… Creció… ¡Creció!
De una forma rabiosa, trepidante, frenética, enloquecedora.
Llegando, incluso, a impresionar el espíritu curtido de un fulano como Faisal Saad Mubarak. Proyectándolo todavía más hacia el abismo del silencio en que se había sumido… En que le había sumido el ruego emotivo de Ulrich Fisher.
¡Dom-dom-dom…!
Y aquella rabiosa trepidancia, aquel ritmo frenético y enloquecedor, de repente, tan de repente como al comenzar, se detuvo.
En seco.
No por estudiado y preconcebido dejaba de tener garra, impacto.
Consiguiendo, obvio, lo que se pretendía: abstraer a la concurrencia que, de manera instintiva, había contenido la respiración.
Pero el lapso de silencio fue fugaz, brevísimo, casi inexistente. Porque un atronador redoble de tambores hizo vibrar las paredes de la sala y estremecer a cada uno de cuantos en ella se encontraban.
Otro emotivo redoble.
Y un tercero casi canibalesco, bestial.
Para, de pronto y por segunda vez, hacerse un silencio al que podía pegársele fuego por lo tupido.
Era un silencio con presencia.
—Es una chica extraordinaria, Faisal. Ahora lo verás.
Sin saber con exactitud el por qué, aquel a quien llamaban «El Argelino», aquel al que acudía la Central de Inteligencia cuando un país como Estados Unidos tenía graves problemas, aquel que caminaba por la jungla de la existencia defendiendo su pellejo en lucha continua, casi cotidiana… sin conocer la razón, decíamos, sintió en su cuerpo atlético un vivo estremecimiento.
Algo muy parecido a un latigazo eléctrico.
Y como todos, al igual que todos, la presintió.
Presintió su llegada.
La llegada de ella.
Pero no tal como se produjo, desde luego.
Cayó…
Sí, cayó. Del cielo, de las nubes, de algún lugar… La esplendorosa y fascinante Joanna Grey cayó justamente en mitad de una media luna brillante, polícroma, que pendiendo de cables invisibles se había descolgado desde lo alto de la pista.
Y al punto se escuchó un nuevo redoble, un desesperado batir de manos encima de la piel de los tambores.
¡Dom-dom-dom…! ¡DOM-DOM-DOM…!
Y se pudo oír también el cosquilleante siseo de las maracas, siempre tropicales, matizando aquel redoble furioso que recibía a la premiére estelar del show.
Y se hizo un tercer silencio mucho más estudiado, matizado incluso, que los anteriores. En cuyo transcurso la muda quietud de los tambores preludió las culebreantes ondulaciones del cuerpo exuberante, agonístico, de la sensacional Joanna por encima de aquella luna artificial, bajo el impacto estridente de los focos, reptando lenta, sutilmente, igual que un ofidio al despertar de un larguísimo letargo.
Faisal Saad Mubarak, sin tener consciencia de ello, había encajado las mandíbulas con fuerza, tenía las manos crispadas y los ojos hipnóticamente fijos en el cuerpo exhaustivo cae evolucionaba bajo los haces luminosos.
Y otra vez, una más, rompiendo el silencio y rompiéndolo todo, el redoble de los dedos magnéticos encima del parche.
¡Dom-dom-dom…! ¡DOM-DOM-DOM…!
Mientras que la premiére estelar, el éxito número uno del Yellow Eyes y de todo Manhattan, iniciaba unos cimbreos paradisíacos, unas flexiones que evidenciaban la dúctil agilidad de su anatomía. Ondulaban tenuemente sus rotundas caceras en el interior de aquel ceñido lamé de plata y cadenilla de oro, vibraba la firmeza de sus pechos bajo el corpiño en forma de plumaje, recordando en algo o en mucho las usanzas hawaianas o tahitianas.
Una franja de cinco centímetros al descubierto manifestando la tersura de su piel isleña, cobriza, que se contorsionaba con el ritmo tenso de la danza reprimida, latente, a punto de expansionarse en toda su frenética magnitud.
Los tambores, de golpe, aumentaron la velocidad de sus redobles, de su volumen…
¡Dom-dom-dom…! ¡DOM-DOM-DOM…! ¡DOOOM-DOOOM-DOOOM…!
Joanna Grey, en su luna de brillantes escamas, comenzó a agitarse de una forma casi epiléptica, inverosímil, lo mismo que si estuviera hecha de junco y caucho. Todo su cuerpo, cada una de sus articulaciones, era flexible hasta lo inimaginable. sorprendentemente vibrátil, lo mismo que si cada miembro fuera independiente de los demás.
La orquestina se unió a los tambores y maracas prestando al ritmo aquel delirio tropical tan propio de las melodías de Lecuona; y así fue, delirante, el evolucionar de aquella mujer sensacional de larga y azabache cabellera, de ojos densos y negros cual noche impenetrable, llena de sangre y temperamento, de ígnea ebullición.
—Es extraordinaria… —repitió, temblorosos los labios, como capturado en trance de hipnosis. Ulrich Fisher.
—Lo es, sí. Lo es… —admitió el árabe.
Como hervía la de ella, también la sangre de ellos comenzó a hervir.
Y ahora, en una fracción de segundo, el ritmo trepidante y frenético, enloquecedor, fue engullido por el atisbo de unas notas manifiestamente lentas, melódico-eróticas, suaves y acariciantes.
Un micrófono descendió del techo para detenerse casi junto y por delante de la boca de Joanna.
Para que la caricia de su voz se transmitiera de inmediato a todos.
A través de una canción antigua, sí.
De aquellas que, pese al transcurrir de los años, nunca se hacían viejas.
«Nadie…
comprende lo que sufro yo,
canto…
porque no puedo sollozar…»
«Perfidia.»
Boca carnosa de labios rojos, sensuales, jadeando más que cantando la letra de aquella antiquísima pieza que ahora quedaba convertida en un hit de última hora mientras no decrecía ni un solo segundo…
—¿Y dices que quiere licenciarse en Derecho y especializarse en criminología? —inquirió Faisal en un susurro,
—Sí…
—No creo que sea lo suyo.
—Joanna es mucho más que el cuerpo que ahora estás viendo —dijo Ulrich, sentencioso.
—Me alarma admitir que una hembra con esos poderes físicos, además, pueda ser inteligente. ¡De veras!
—Es… es inteligente.
…mientras la melena negrísima se agitaba cual bandera de un bajel pirata, mientras sus caderas mórbidas y mimbreñas contagiaban a los pechos vibrátiles una cadencia electrizante.
«…pregúntale si alguna vez,
te he dejado de adorar.
Y al mar…
espejo de mi corazón…»
Casi no se percataron, pero sucedió.
O fue quizá, que cuando se dieron cuenta todo había sucedido ya.
Las prendas no estaban ya sobre su cuerpo. Desaparecidas de repente dejaban paso a una desnudez fugaz, apenas constatada. Merced a un juego limpio, espontáneo, natural, que hacía de aquel escueto flash de strip-tease una modalidad admirable dentro del mismo. Porque estaba exento de la malicia calmosa y estudiada de suprimir prenda tras prenda, porque se apartaba de la procacidad vulgar inherente a la provocación; porque carecía de las poses lascivas en estatua que tan frecuentemente se empleaban.
Distinto. Cautivador. Insólito. Casi infantil.
Y desapareció la luna de escamaje multicolor llevándose a la sirena cobriza en su veloz e instantánea huida. Todo había concluido. Todo… menos la cerrada salva de aplausos que saludaba la actuación de Joanna y que hacía estremecer, como antes el redoble de tambores, las paredes del Yellow Eyes.
—¿Quieres conocerla, Faisal?
—¡Por supuesto! —y la exclamación acababa de brotarle del alma.
CAPÍTULO V
—¿Así que quieres escribir un artículo sobre el genocidio gestado en la manipulación del «Nervrelax»?
—Quiero… escribir la verdad. Informar a la gente de este país de lo que sucede en este país.
—Suena bien. Y muy democrático. ¿Crees que podrás conseguirlo?
—Si alguien me ayuda, sí —afirmó, evolucionando en el interior de su camerino, la hermosa Joanna.
—Suponiendo que lo hicieras y que alguien te lo publicara, ¿qué beneficio piensas que te reportaría?
—El de estar al lado de la razón. El de convertirme en portavoz de la conciencia de la gente.
—Si hablas de conciencia —sonrió Faisal—, nunca serás una buena abogada.
—Ser fiel a mí misma es lo que me importa por encima de todo.
—¡Debes irte con Faisal, Joanna! —exclamó Ulrich—. Es el único que te puede ayudar en los logros que te has propuesto.
Los ojos negros llenos de hechizo resbalaron por la figura de Saad Mubarak para acabar deteniéndose, fijos, extraordinariamente fijos, en las verdosas pupilas de «El Argelino».
—No le he oído pedírmelo.
La pregunta de Faisal la hizo temblar de alegría. Por lo espontáneo y casi vehemente de la misma.
—¿Tienes las maletas hechas, Joanna?
Saltó al cuello del árabe para besarlo plenamente en la boca.
—¡Sí! ¿Adónde vamos?
—Primero a recoger un amiguete que se llama Mustapha y que anda por ahí haciendo preguntas. Luego, a Washington. Por último, a Los Angeles. Durante todo ese periplo irás recopilando los datos e informes de tu artículo.
—¿Podré publicarlo?
—Mi amigo Mustapha, entre otras cosas, es reportero gráfico del Life.
Volvió a besarlo.
—Se me están comiendo los celos pero soy a la vez tremendamente feliz —musitó Ulrich. Añadiendo—: Aprovecharé para decirte, ahora que apenas me oyes, que eres la única mujer que me ha hecho sentir algo.
Joanna se descolgó de Faisal para decirle al otro:
—Quizá la alegría de este momento te haga suponer que lo que voy a decirte no son más que palabras… Ulrich, juro que nada me habría satisfecho más que llegar a corresponderte. Pero tú, mejor que yo quizá, sabes que no se manda en el corazón.
—Nómbrame en tus artículos, algún día, cuando seas famosa. ¡Adiós y buena suerte!
«El Alemán» salió corriendo del camerino. Con lágrimas en los ojos y un espeso nudo en la garganta.
—¡Ulrich…! —estalló la chica.
—No le hagas volver, Joanna. A Ulrich no le gustaría que le vieses llorar… Y a mí, no me gusta asistir al derrumbamiento de un hombre que lo fue todo y que ya no es nada. Ahora siente enormes deseos de morir porque es feliz, dentro de unos instantes necesitará la droga para vivir la realidad de lo irreal. ¿Estás lista?
—Todo esto me parece imposible, Faisal.
—¡Y a mí! Hasta el extremo que me pregunto si habré envejecido de pronto.
—Además de futura abogada y showgirl, soy mujer.
—Salta a la vista, muñeca. Pero no ando por el mundo obteniendo cuerpos hermosos a cambio de promesas que no sé si podré cumplir por entero.
—¿No me deseas?
—Admitir eso sería tanto como negar mi masculinidad. Te estoy deseando desde el mismo instante en que has aparecido encima de ese escenario de ahí afuera. Yo soy muy consciente de mis actos y sé que no basta con desear y sí con ser deseado. Cuando nuestra comunión de ideas y pensamientos sea una realidad, todo lo demás será perfecto. Llegará por sí solo.
—Eres un tipo extraño, Faisal. Cuando te he besado he creído sentir tu frialdad hacia mí.
—Sólo era distancia. ¿Dónde está tu equipaje?
Joanna Grey lanzó una argentina carcajada a la vez que inclinaba la cabeza para mirarse a sí misma.
—¡Lo llevo puesto!
Le tendió la diestra con una sonrisa amigable y dijo:
—Vámonos, pues, linda.
Instantes después la puerta del Yellow Eyes quedaba a sus espaldas.
—Tomaremos un taxi —anunció Saad Mubarak. Agregando—: Mustapha debe estar inquieto por mi tardanza. Hace una hora que teníamos que habernos reunido.
—Me harás sentirme culpable.
—No seas boba…
—¡Faisal! —bramó, de pronto, una voz detrás de la pareja.
Lo lógico era que «El Argelino» se hubiese vuelto para conocer o reconocer al que gritaba su nombre.
Pero no lo hizo.
Quizá porque él no era lógico.
Y porque gracias a no reunir los mínimos de lógica exigidos, seguramente, seguía viviendo.
Le pegó un violento empujón a Joanna lanzándola de bruces, trompicada, al suelo.
El hizo lo propio, pero girando al mismo tiempo y tirando con una rapidez increíble del «Magnum» que llevaba bajo la axila.
Vio al tipo plantado en mitad de la acera exhibiendo una automática de gran calibre, por cuya expresión adivinó que el índice ya había oprimido, rabioso, el gatillo.
Estampido; proyectil perdiéndose por encima de la rizada testa del árabe y éste, que en posición tan incómoda como inverosímil, respondía al fuego.
Una sola vez.
La cabeza del agresor reventó en pedazos y el cuerpo comenzó a brincar espasmódicamente ensayando la danza tétrica de la muerte. Hasta doblarse y estrellar la boca en el cemento.
Un coche estacionado en doble fila y confundido con las sombras de la noche por su color, echó adelante tras brusco acelerón atronando la calle con el áspero gruñido de su motor.
—¡Quieta en el suelo, Joanna! —rugió Faisal.
Y pegó un brinco que vulneraba todas las leyes físicas, habidas y por haber, saltando por encima del auto aparcado delante, aterrizando en la calzada temerario y perniabierto desafiando la muerte y a quienes pretendían acercarla a su persona, estirada la diestra y con los dedos de la zurda aferrando aquella que empuñaba el «Magnum» para precisar al máximo, al límite, la puntería.
Suave presión al gatillo y…
¡BANG! ¡BANG!
Dos proyectiles.
Que astillaron el parabris del «Oldsmobile» que corría hacia Mubarak como un obús a la exigua distancia de dos metros para incrustarse luego en la garganta del conductor, entrándole la segunda bala por el agujero abierto por la primera, doblarle al momento encima del volante, hacerle perder la dirección por lo cual el coche trazó varias «eses», y acabar subiendo a la acera que le sirvió de trampolín para estrellar la carrocería contra el muro.
Explosión instantánea y llamas.
El fulano que al estilo «Chicago-30» iba subido por fuera y agarrado a la ventanilla pregonando una metralleta de asalto con la que se proponía coser a tiros a Faisal Saad Mubarak, salió por los aires al colisionar el «Oldsmobile» con el bordillo y «El Argelino» le puso en pleno vuelo un plomo en el entrecejo que le hizo llegar a tierra formalmente muerto.
Dando varios tumbos merced a la inercia de la despedida.
Sin preocuparse de nada más, el árabe corrió al lugar donde Joanna estaba encogida, aterrada y sollozante.
—¿Continúas firme en la idea de ser criminóloga y escribir artículos sensacionalistas?
Temblaba y era evidencia ésta que no podía negar. Pero gritó:
—¡Sí!
—¡Pues larguémonos de aquí antes de que la policía se encargue de truncar en flor tus ambiciones futuras! ¡Vamos, pequeña! ¡Muévete!
Se la llevó de un brutal tirón, corriendo veloz, hasta dejar varios metros atrás la esquina por la que doblaron alejándose del lugar donde acababa de producirse la espectacular refriega.
—¿Quiénes eran, Faisal?
Se golpeó, burlón, la frente.
—¡Vaya…! ¿Me crees si te digo que he olvidado preguntárselo?
Ignoró la chica el sarcasmo de Mubarak, volviendo testaruda a la carga:
—¿Tendrán que ver con lo del «Nervrelax»?
—Sin duda. Aunque debemos considerar que por todo el orbe se mueve gente que no me quiere bien.
—En serio, Faisal. Por favor…
—Pienso que sí. Al saber que estoy aquí saben también el porqué y son conscientes, aunque sea inmodesto por mi parte significarlo, de que soy un profesional competente que trabaja rápido y bien.
—¿Podrás llegar hasta el fondo, hasta la verdad?
—Mi vida está empeñada en ello, preciosa. Y le tengo un cariño enorme a… —vio un coche de servicio público que circulaba a su altura con la luz de «libre» brillando y exclamó, interrumpiéndose—: ¡Taxi, taxi!
Maniobró el chófer estacionando al lado de la pareja. Una vez dentro, Faisal le dio las señas, y mientras duraba el trayecto él y Joanna mantuvieron una conversación intrascendente.
Veinte minutos después el taxi se detenía delante del edificio señalado con el número 1.027 de Castleton Avenue, en Staten Island.
—Son 3:40 señor —dijo el taxista.
Tras abonar la carrera Mubarak tomó la mano de Joanna, que parecía agradecer el acto calificándolo para sí de caricia, pues no era ajena ni extraña al atractivo poderío físico del árabe, encaminándose hacia la entrada del 1.027 que correspondía en su totalidad a un moderno y confortable hotel en cuyo cartel frontal se leía: Garden Room Hotel.
Faisal se fue recto a uno de los empleados que se movían tras el mostrador de recepción que le recibió con una sonrisa y el saludo:
—Buenas noches, señores. ¿Desea su llave?
—Quisiera saber si ha llegado ya mister Mustapha Kaci Said.
—Hace como un par de horas, señor. Ha preguntado varias veces por usted… Ocupa la habitación 708, planta séptima. ¿Algo más, señor Mubarak?
—La señorita Grey pasará aquí la noche. ¿Quiere asignarle su estancia, por favor?
El empleado nada dijo con los labios, pero su mirada fue tan elocuente, tan expresiva, que se pudo leer sin grandes dificultades:
«—¿Es que la señorita no va a dormir con usted?»
Y como Faisal era habilísimo en esas cuestiones interpretativas, recalcó:
—La señorita pernoctará en su habitación. ¿Cuál?
—La 823 —dijo con presteza el otro. Y ofreciendo una ficha cuadrangular de color beige, pidió—: ¿Quiere firmar aquí, señorita? Por favor…
Un minuto después se perdían dentro del elevador que les condujo a la planta séptima.
—¿No crees que has estado un poco grosero con el muchacho de recepción?
El rostro cetrino de piel brillante se iluminó gracias a un pícaro fogonazo que le dio mayor poder de atracción.
—¿Con él… —hizo una pausa deliberada tras iniciar la pregunta—, o contigo?
—¿Qué estás insinuando, Faisal?
—Que a lo mejor te apetecía dormir conmigo.
—¡Estúpido! Vas de guapo por la vida entre otras cosas, ¿no? Todas las mujeres estamos obligadas a rendirnos…
—En tu camerino creí entender un ofrecimiento.
—He querido averiguar qué clase de hombre eras.
—¡Por favor, criatura! Yo no nací ayer —estaban frente a la puerta señalada con el número 708. Faisal se revolvió entonces para ceñir el talle grácil de Joanna y besarla en la boca profundamente. Tras el agresivo ósculo al que ella amagó resistirse en principio, pero al que se entregó después con fruición y reciprocidad, inquirió Mubarak—: ¿Amigos?
Los negros ojos de hembra acariciaron el rostro del árabe.
—Lo que tú quieras…
Faisal golpeó con los nudillos, suavemente, la puerta. Acercando los labios a la rendija cerrada para susurrar:
—Soy yo, Mustapha.
La puerta, al punto, se abrió de par en par.
—¡Ya me iba a cagar en…! —interrumpió su grosero recibimiento al percatarse de la femenina presencia. Rectificando—: ¡Oh, perdón! Discúlpeme señorita… —miró a Faisal con las cejas enarcadas, inquiriendo—: ¿Quién es ella?
—Te presento a Joanna Grey, ex showgirl de éxito que ha decidido sustituir el escenario y los aplausos por las incomodidades periodístico-literarias, las aficiones criminológicas, la abogacía y un sinfín de cosas más. Ulrich me ha encargado que la cuide.
—¿Quieres decir que ella, que Joanna…?
—¿Podemos pasar, Mustapha?
—¡Oh, sí, naturalmente! —y se hizo a un lado permitiéndoles el acceso.
—A lo que ibas a preguntarme, la respuesta es… sí.
—¡Tú estás loco, Faisal!
—¿Y te enteras ahora de eso? —tras la burlona pregunta cogió la mano derecha de la muchacha llevándola hacia la del otro y dijo—: Joanna…, te presento a Mustapha Kaci Said. Él va por ahí presumiendo de fotógrafo del Life, pero yo sé que está involucrado siempre en sucias intrigas de espionaje.
El jovencísimo y simpático Mustapha estrechó la tibia manita de Joanna. Comentando, para jorobar a su compañero y paisano:
—Tienes una piel que es pura caricia, cristiana.
—Por menos me he puesto como un tomate…
Faisal empujó a su compañero hacia el interior de la estancia hasta hacerle desembocar en una antesala amueblada con esmero y comodidad. Dejándose caer en un sofá tapizado en crema, murmuró:
—Progresos, muchachito. Háblame de tus progresos en el campo de la informática.
Mustapha se dejó caer con gesto resignado en la butaca de enfrente y Joanna ocupó la que estaba a su diestra.
—Gerry Nicholl no parece estar nada preocupado por la muerte del embajador, ni dicen que se disgustó tampoco cuando a su amiguita Lute Mae le cortaron el gaznate en una cabina de teléfonos. Se rumorea que Gerry introdujo en la vida erótica, muy agitada por cierto de la señora Whitman, a un fulano llamado Jenkins Hagman que, al parecer, tendría todos los números si se hubiese sorteado la plaza de asesino de Lute Mae Hoffman, difunta señora de Whitman?
—¿Gerry hizo asesinar a Lute Mae… dices? —la pregunta parecía dirigírsela Faisal a sí mismo. Respondiendo—: Entonces tendríamos que aceptar que la maniobra genocida procede de Washington…
—Las apuestas están 10 a 1 en contra de esa opción, compañero —dijo Mustapha. Explicando—: Si consideras que Lute Mae salió de su domicilio para tratar de comunicarse con la CIA, queda fuera de toda duda que intentaba hacerlo a espaldas de su marido. ¿Por qué…? Porque quizá la información que Lute Mae pretendía trasladar al servicio de inteligencia, la había recogido precisamente de Lambert Whitman…
—No me hago a una teoría tan cómoda y simple.
—Hay hechos que son complicados porque nos empeñamos en complicarlos…, y tardamos en descubrir lo sencillos que realmente son.
—O sea que según tú —sonrió apagadamente Saad Mubarak—, voy por Whitman allá donde el juez lo tiene encerrado, le aprieto el gaznate hasta que me dé la lista de conspiradores, le hago masticar cianuro luego… ¡y adiós muy buenas!
—Eso es asunto tuyo, Faisal.
—Ya… ¿Qué me cuentas de Khrysna Belloumi?
—Que es un monumento de mujer… —miró instintivamente a Joanna que les escuchaba silenciosa y haciendo anotaciones mentales; disculpándose—: ¡Vaya, muñeca! Tendrás que perdonarme otra vez. He vuelto a meter la pata.
—Tranquilo, Mustapha —le sonrió ella. Agregando—: Soy consciente de que en el mundo existen mujeres mucho más hermosas que yo. No me sucede como algunos que se creen en posesión de la patente del atractivo y la belleza.
—Si va eso por mí, me resbala criatura. Pero entiendo que sabes apreciar mi gran carisma, mi personal atractivo masculino. Algún día te dejaré participar, palabra.
—¡Fatuo! —rabió ella—. ¡Hummmm!
—¿Decías de Khrysna, Mustapha?
—Que está loca por Gerry.
—¿Entiendo que haría lo que él quisiera, fuera lo que fuese?
—Entiendes bien. ¡Oye, tengo una anécdota! En Nueva York precisamente, el Canal I de la «TV Queen's York» emite a diario un programa presentado por Robin Brown que se titula Un mundo de locos en manos de locos. Al día siguiente de conocerse la noticia de las muertes masivas por manipulación del «Nervrelax», Brown… —detalló las peculiaridades que se habían sucedido en aquel programa tan especialísimo, que el popular presentador ofreciera veinticuatro horas después de la tragedia, concluyendo—: Durante el espacio se produjo una llamada en directo para Robin Brown de un telespectador que pretendía dirigirse a los ciudadanos del país para arengarlos, como así hizo, contra las autoridades y poderes fácticos de la nación. ¿Sabes quién era ese televidente?
—No me hagas sufrir —ironizó Faisal.
—Jenkins Hagman.
—¡Vaya! El enviado por Gerry Nicholl a los brazos lujuriosos de Lute Mae, ¿eh? ¿Y dónde podemos cambiar impresiones con Hagman?
—En Los Angeles.
—O.K. Nos cogerá de camino cuando luego de darnos otra vueltecita por Washington vayamos a charlar con Lambert Whitman.
—¿Me estás diciendo que quieres entrevistarte con Gerry Nicholl? —arqueó las cejas y las frunció a la vez Mustapha Kaci Said.
—Con Khrysna Belloumi compañero, con Khrysna… —miró por el rabillo del ojo a la atenta y silenciosa Joanna, intencionadamente, al tiempo que preguntaba—: ¿No has dicho que es un monumento?
La morenaza se puso en pie.
—¡Muérete! Adiós, Mustapha. Me retiro a la 823.
—¿No quieres que te acompañe? —Faisal sonreía provocativo.
—¡Oooooh! ¡No sabes que a gusto te sacaría esos ojos de araña que tienes!
—Siempre he mantenido la teoría de que eras un mal bicho, Faisal —dijo el fotógrafo del Life con pluriempleo de espía—, Pero no había caído en la clase de bicho… ¿Araña has dicho, Joanna?
—¡Sois tal para cual!
—Pero simpáticos, ¿no? —preguntó el de las refulgentes pupilas esmeralda.
La ex showgirl que durante un par de meses había llenado noche tras noche el Yellow Eyes de Broadway, salió de la habitación dando un sonoro portazo.
—Veo que te gusta por lo mordaz que eres con ella, Faisal.
—Es toda una mujer, Mustapha. Tiene extraordinarias cualidades físicas…
—¡Salta a la vista!
—…y posee un excelente nivel intelectual. Diría que es la chica que llevo buscando toda mi vida.
—No te conozco, compañero. ¿Tú enamorado?
—¿Es que no tengo derecho a ello? —pareció enfadarse Faisal Saad Mubarak.
—¿He dicho yo lo contrario? —Mustapha clavó el propio pulgar de su diestra contra el torso, en signo evidente de eludir responsabilidades. Y preguntó, cambiando ahora el curso de la conversación—: ¿Cuándo salimos para Washington?
—Joanna y yo en el vuelo de las 8:26. ¿Por qué no llamas a la «TWA» y reservas dos pasajes?
—¿Me estás diciendo que yo debo viajar directamente a Los Angeles para ir preparando…?
—Sabía que lo entenderías, Mustapha —ahogó un bostezo con el reverso de la zurda, al tiempo que se alzaba del sofá. Y dijo sin darle opción al otro—: Y ahora si me disculpas… ¡Ah, no olvides telefonear a la «TWA»!
—¡Joder que tienes «cara», compañero!
Cuando Mustapha pronunció la exclamación, Faisal ya había salido de la estancia y cerrado la puerta.
CAPÍTULO VI
Caminaban por el vestíbulo del aeropuerto de Washington rumbo a uno de los corredores de salida cuando dos hombres que surgieron de entre quienes se encontraban comprando libros y revistas en uno de los kioskos, se situaron al lado de la pareja.
El tipo con gabán oscuro que se había colocado a la derecha de Faisal, susurró:
—Le ruego que no intente mostrarnos su «Magnum», señor Mubarak. Somos agentes del FBI y estamos autorizados a hacerle unas preguntas. Acompáñenme a la oficina de inmigración del aeropuerto.
Sintió el árabe corroborando las palabras de aquel individuo la presión que debajo de su cintura ejercía el cañón del arma, camuflada dentro del bolsillo de una chaqueta seguramente, con que le estaba apuntando el individuo que con mayor sigilo que los otros dos se había situado a su espalda para hacer ostentación de poder.
De poder pegarle un par de tiros con su pistola provista de silenciador si él declinaba la amable invitación formulada por su compañero el de la gabardina oscura.
Los federales tampoco eran mancos… suponiendo que aquellos tipos fuesen federales, claro.
—¿Estoy obligado a creerme que ustedes pertenecen al Federal Bureau of Investigation?
—Todos los moros son iguales —dijo el que le encañonaba desde atrás. Sentenciando con manifiesto desprecio—: Cobardes y desconfiados.
—No tardará en comerse esas palabras, cerdo —escupió Faisal por un extremo de la boca.
—¿A que te baleo antes de tiempo?
—¡Vosotros no sois federales!
La exclamación de Faisal fue el prólogo a su espectacular modus operandi.
El codo diestro se clavó en el plexo del que estaba a su altura haciéndole soltar una imprecación mientras Mubarak echaba una brutal coz contra los genitales del que tenía a la espalda que, estentóreamente, gritó:
—¡Hijo de puta! —y se retorcía con las manos apretadas contra su castigada masculinidad, habiéndose olvidado a causa del violento impacto de su pistola con silenciador.
Era más urgente cuidar de no quedarse sin pelotas.
El supuesto g-man que iba al lado de Joanna, pillado por sorpresa frente a la vertiginosa reacción del árabe, tardó en intervenir. Y cuando hizo ensayo de sacar su arma, el bolso de la chica colisionó con su cara al tiempo que ella se inclinaba rápidamente para morder la muñeca correspondiente a la mano con que intentaba hacer exhibicionismos agresivos.
—¡Aaaaaaaaaag!
El personal que deambulaba por el vestíbulo del national airport de Washington por una razón u otra, tenían todos razones en aquel momento, para estar asombrados y boquiabiertos.
—¡Hay que llamar a la policía! —exclamó el más decidido o el que antes se familiarizó con la situación.
Faisal, justo entonces, hacía volar por los aires al que anteriormente castigara con el codo, que rompía con su cabezota el cristal del escaparate de una tienda de modas entrando como un obús en el probador protegido entre biombos, donde una dama, vieja y sofisticada, con pellejos bajo el cuello que le colgaban como collares, se estaba ajustando a su esmirriado y esquelético cuerpo un vestido playero al último grito.
—¡Socorrooooooooo! —fue el primer y último grito de la millonaria.
—¡Faisal! —clamaba a su vez Joanna, dejando por fin de morder la muñeca del que juraba desesperadamente en hebreo—. ¡La policía!
—¡Eres una monada, pequeña! Recuérdame que te ame profundamente esta misma noche.
Echaron a correr cuando sonaban los primeros silbatos y la confusión desatada en pocos instantes alcanzaba su clímax.
—¡Cuidado, Faisal! ¡Ha sacado el revólver!
Joanna se refería al asesino cuyos símbolos de hombría habían sido machacados por la coz del árabe.
Dominando el dolor había extraído su arma, sí, cuyo cañón apuntaba con firmeza al centro de la columna vertebral de Saad Mubarak. Este se cayó de rodillas lo mismo que si acabara de herirle un rayo tan invisible como certero y su cintura se rompió asombrando a quienes le contemplaban por la ductilidad elástica del atlético argelino, enviando al frente la mano donde parecía haber nacido el «Magnum» que dirigió un par de plomos contra el que, paradójicamente, también estaba de rodillas.
El que había dicho ser agente federal no llegó a prensar el gatillo de su arma a causa de que ambos proyectiles hicieron blanco definitivo en dos puntos vitales de su anatomía.
Que dejaron de ser vitales para convertirse en mortales, puesto que por ellos acababa de penetrar la muerte en el cuerpo un tanto macilento del individuo.
Ojo derecho y boca.
Mejor puntería, imposible.
Esta vez fue Joanna quien le tendió la diestra a Faisal como queriendo ayudarle a levantarse, a tirar de él y a salir corriendo del aeropuerto.
Preguntando con una sonrisa muy ancha y muy irónica en sus carnosos labios rojos:
—¿Es que no se puede vivir ni un minuto tranquila en tu compañía?
—¿No era ajetreo y juerga para el esqueleto lo que tú pretendías, cristiana?
—¡Entre poco y mucho, bonito!
Ya estaban perdiéndose por uno de los corredores a velocidad que les hubiera proporcionado un buen registro para participar en la próxima olimpíada.
Los silbatos seguían haciéndose oír a lo lejos.
—Tenías que haberte quedado en el Yellow Eyes, criatura.
—¿Y perderme todo esto? ¡Ca, hombre! Vivir contigo es no vivir tranquila… ¡Pero es vivir al menos!
—Lo de escribir se te dará bien a juzgar por la facilidad que tienes para liarte con las palabras.
Ya estaban al descubierto y corrían hacia la zona de parking donde se hallaban estacionados los taxis.
—¿Es eso un halago, Faisal?
—Lo es… —y la metió de un empujón dentro del primer vehículo con que se tropezaron.
—¿Dónde vamos con tanta prisa, pareja?
Saad Mubarak le clavó el cañón del «Magnum» en la nuca.
—Donde te dé la gana pero lejos de aquí inmediatamente.
—¡O.K., patrón! Usted manda… y veo que sabe mandar.
Cuando el aeropuerto quedaba a lo lejos como una milla y media aproximadamente, Faisal se disculpó con el taxista:
—Perdone que haya sido tan brusco, pero es que nos perseguían los malos, ¿sabe?
—¡Oh, claro, por supuesto! Sólo con verle por el retrovisor he comprendido que era usted el héroe de la película. ¿Tiene preferencia por algún lugar determinado?
—¡Hombre! —exclamó Saad Mubarak con su habitual ingenio y socarronería—. Ahora que lo dice… ¿Por qué no nos lleva a la embajada de la Unión Soviética?
—¿Habla en serio, amigo?
—¿Es que no se ha percatado del aire a James Bond que me doy?
—Pues ahora que lo dice…
—Te lo pasas bien, ¿eh, Faisal? —inquirió Joanna Grey cortando la locuacidad burlona del taxista al que, evidentemente, también le iban la «marcha» y el cachondeo.
—¡Y mejor que me lo pienso pasar esta noche, criatura!
—¡Cretino! ¡Brrrrr!
—Estamos a dos manzanas de la embajada —anunció el chófer—, ¿Seguro que no ha cambiado de opinión, héroe?
—Soy un tipo de ideas muy fijas.
—Como debe ser, como debe ser…
Pocos segundos después pisaba el freno delante del edificio de piso y una planta que lucía los emblemas de ritual y a mitad del asta que surgía como un erguido mástil en medio del balcón frontal, la bandera de la Unión Soviética en señal de duelo.
—¡Adiós amigo! —exclamó Faisal Saad Mubarak luego de haber abonado el importe de la carrera.
—¡Que les sea leve, pareja! —gritó a su vez el taxista perdiéndose a la derecha por la primera esquina que bifurcara la avenida donde erguíase el edificio, sede de la representación diplomática de la Unión de Repúblicas Socialistas y Soviéticas en la capital de los Estados Unidos de Norteamérica.
—¿Piensas que te reciba así, sin más… por tu cara linda? —inquirió Joanna cuando recorrían el sendero de arena y grava que serpenteaba por el cuidado jardincillo poniendo en contacto la verja con la entrada principal del edificio.
—Por mi cara linda, criatura, hay mujeres que volverían el mundo al revés. ¿Por qué suponer que Khrysna vaya a ser una excepción?
—Porque toda regla tiene una excepción que la confirma si quieres una respuesta científica… Y porque al parecer y según te informó Mustapha, ella está que bebe los vientos por los huesos de ese tal Gerry Nicholl. Son dos buenas razones, ¿no?
—Espera a que me vea, pequeña. Espera…
—Olvídame, Faisal. Te escucharé cuando quieras hablar en serio. Me da la sensación de que me tratas como a una niña… a la que hay que mimar porque es niña sin enseñarle el lado feo de la vida. Y ese no es el trato que hicimos, ¿o sí?
No contestó el árabe de una forma directa a la pregunta directa que Joanna acababa de formularle. Prefirió ampararse en una terminología filosófica y dijo:
—Lo que vamos a hacer ahora es mucho más serio de lo que tú crees. Pero me gusta emprender las acciones con optimismo, con el optimismo que me proporciona la seguridad de que todo ha de salir bien. Ir por la vida contemplándola desde su perspectiva jovial resulta, casi siempre, beneficioso. Sin olvidarse nunca, claro, que la otra perspectiva es todo lo contrario. El «lado oscuro» que diría el malvado Emperador de El retorno del Jedi…
—Pero tú tienes tu espalda de rayos láser y el poder mental de caballero Jedi para…
—Estoy hablando en serio, Joanna. ¿No es eso lo que acabas de pedirme?
Ella se puso muy seria. Inclinó la cabeza. Dijo:
—Perdona… Creo que no he estado muy acertada.
—Olvídalo —subían las escaleras de mármol que precedían al vestíbulo de la embajada—. ¿Dispuesta?
—Sí.
—Pues ve anotando en tu cabecita privilegiada todo lo que veas y oigas a partir de ahora, ¿de acuerdo?
Movió la azabache melena en afirmativos ires y venires.
—Sí, sí…
—Buenos días, señores —saludó uno de los encopetados funcionarios de recepción—. Ustedes dirán.
—Soy Abdallah Ben Fassis —mintió con un aplomo extraordinario el árabe—, vicesecretario de la embajada de Argel. Ella es la señorita Sohora Ben Abselam, mi introductora. Desearía entrevistarme con mistress Khrysna Belloumi… Podríamos decir que mi visita tiene carácter oficial por lo que represento, pero es de contenido particular porque quiero expresarme personalmente. Usted me comprende, ¿verdad, caballero?
—¡Oh, sí, claro! Entiendo… —el otro estaba palmariamente desconcertado. Hizo un rictus de contrariedad acompañado de un movimiento negativo con la cabeza, al tiempo que susurraba como con temor—: Pero no podrá ser, señor Ben Fassis.
—Yo sí que no le entiendo a usted, amigo.
—La embajada está de luto y se han cancelado todas…
—Por eso precisamente he venido. Y creo, señor, que usted no querrá ser responsable de un problema a nivel diplomático entre su país y el mío. Me da la sensación que no, ¿cierto?
El funcionario empezaba a preocuparse. Sentíase desbordado ante la personalidad de quien decía representar a la embajada de Argel.
—No. Claro que no. Esto… Bien. Sígame, por favor.
Avanzaron tras él por un ancho pasillo de muelle alfombrado al que asomaban varias puertas pintadas de blanco con sobresalientes molduras en color oro.
Abrió el hombre una de ellas invitándoles a pasar al interior; diciéndoles:
—Tengan la amabilidad de esperar un instante, ¿eh?
—Gracias —inclinó la cabeza muy protocolario él, Faisal Saad Mubarak.
—Serías capaz de confundir al lucero del alba —musitó Joanna, empinándose, para llegar bajo el oído de «El Argelino».
—Para eso me pagan, criatura. Y bien…
—El dinero no lo es todo, Faisal.
—No… cuando se tiene poco.
—¡Ja, ja! ¡Qué gracioso! ¿Pretendes hacerme creer que todo cuanto haces lo haces única y exclusivamente por dinero?
—Hay cosas que se llevan en la sangre, criatura. Pero al estómago hay que darle pienso y el pienso se compra con dinero. Lo mismo que los buenos trajes, las mujeres hermosas…
Se abrió de nuevo la puerta.
—Buenos días —saludó una voz deliciosa de timbre celestial en un correctísimo yankee—. ¿Mister Abdallah Ben Fassis?
Él se adelantó, para recoger la diestra que ella le tendía, inclinarse ceremoniosamente, llevar aquella mano tibia hasta la boca y besarla con verdadera satisfacción.
—Me habría gustado conocerla en otras circunstancias, mistress Belloumi. Quiero, en principio, expresarle mi más sentido pésame y el de mi país por el fallecimiento del señor embajador, Dragan Vujovic. Una sensible pérdida sin duda —giró la cabeza hacia Joanna, diciendo—: Miss Sohora, por favor… —cuando la ex showgirl se hubo puesto a su altura, dijo—: Su excelencia la embajadora en funciones, mistress Khrysna Belloumi. Mi introductora de protocolo, miss Sohora Ben Abselam.
Las dos mujeres se estrecharon las manos.
Luego, la de origen ruso-sirio, mirando a sus visitantes y concretamente al rostro del árabe, con una suave sonrisa en sus labios, preguntó:
—¿Piensas prolongar por mucho tiempo esta comedia, Faisal Saad Mubarak? ¿Te ha enviado la CIA a comprobar si Vujovic está muerto de veras o se trata de una jugada dirigida desde el Kremlin? O… ¿a lo peor piensa el turbio cerebro de mister Brooke Wilson, acostumbrado a lucubrar permanentemente, que lo del «Nervrelax» es una maniobra comunista dirigida contra el sistema y que, somos tan perversos, que hemos sacrificado a Dragan Vujovic para alejar de nosotros cualquier sospecha?
—Khrysna… Palabra que me alucinas. ¡Palabra! Admito que seas tan hermosa, sí. Pero, ¿tan inteligente también?
—Tanto. ¿A qué has venido concretamente, Faisal?
La miró, convenciéndose de que era aquella una auténtica mujer. Una mujer de pies a cabeza. De una sola pieza.
Y elegante. Señorialmente elegante.
Y bella. Extraordinariamente bella.
Luciendo casi con ostentación la hermosa lozanía, la frescura penetrante y sutil, el encantador misterio que les era peculiar a las mujeres de su raza y que las hacía, además de bellas, intrigantes, exóticas, deseadas. El óvalo facial de Khrysna Belloumi, embajadora en funciones de la URSS en Washington en aquel momento, era de trazo agudo y prolongado con suaves ángulos que semejaban pinceladas de hechizo, emanando de él un aura de inocencia que aumentaba el atractivo de aquella faz hasta límites insospechados. Las cejas depiladas con esmero al pie de una frente ancha y despejada, tersa sin apenas líneas, formaban un arabesco de pícara ingenuidad, dando marco a unas órbitas en elipse que contenían un verde caudal de luz, dos discos vivísimos que explotaban en sus propias chispas verdosas llenas de colorido y esplendor. Eran los ojos de Khrysna de un verde distinto al de Faisal aunque ahora, como las pupilas de uno estaban fijas en las de la otra, el espectro de ambos verdes llegaba a fundirse y hasta a confundirse.
La boca en dulce arco de cupido hablaba de lo excelso que debía ser besarla.
Una pena, debió pensar Mubarak, que semejante primor estuviera suciamente enamorada de un tipo como Gerry Nicholl.
C'est la vie, claro.
—He venido… ¡Oye! ¿A ti no te descubrió Marco Polo en uno de sus viajes?
—Me obligarás a pedir que te echen.
—Entonces… —la sonrisa pareció quedarse permanente, helada, glacial, en los labios sensuales del que apodaban «El Argelino»—, divina, me obligarás a que te… mate.
Khrysna Belloumi supo, al instante, que Saad Mubarak estaba hablando en serio. Que no se trataba de una amenaza baldía, chulesca, procedente de un matón barriobajero. Era la expresión sencilla, firme, de quien estaba acostumbrado a matar sin un parpadeo y con una sonrisa en la boca.
Tras el breve y tenso silencio que se había hecho, fue el propio Saad Mubarak quien, sin borrar del rostro la falsa expresión jovial, reanudó el diálogo, diciendo:
—No sé quién es él… ¿mister Brooke Wilson has dicho? Es la primera vez que oigo ese nombre. ¿A que te sorprende? —no le dio opción a responder, prosiguiendo—: Lo que sí sé es que un tal Gerry Nicholl… A que sí te suena a ti ese nombre, ¿eh? Pues el tal Nicholl, digo, tenía relaciones asombrosamente íntimas con una dama de inquietudes lúbricas que se llamaba Lute Mae Hoffman, señora de Whitman. Como habrás oído contar, a Lute Mae le quitaron la cabeza de donde normalmente la tenía, hecho éste que le impidió seguir viviendo. ¡Y lo que son las cosas, mi querida Khrysna! Resulta que su marido, el cornificado para que nos entendamos mejor, es director de unos laboratorios químico-farmacéuticos, la «CHEMICAL WORLD WHITMAN», que fabrican el «Nervrelax»…, fármaco que aparece de pronto a la venta con una sustancia adulterada, sustituida por estricnina para ser más concretos, lo que causa la muerte fulminante de siete mil y pico de ciudadanos, entre los que se cuenta el embajador en Washington de todas las Rusias, Dragan Vujovic. Tú, hermosa Khrysna…, ¿crees en las casualidades? ¿Crees en tantas casualidades?
Silencio.
Los ojos de la Belloumi estaban más metidos que antes, aún, en los del atrevido y personalísimo Mubarak.
—Dos y dos son cuatro y a otra cosa, ¿no?
—No hablemos de cuatro, Khrysna. Estamos hablando de ocho mil muertos.
—¡Gerry no tiene nada que ver en eso! —casi chilló.
—¿Piensas que no sería capaz de alimentar semejante maniobra sabiendo que a la muerte de Vujovic, su esposa tenía todos los vientos favorables y los hados propicios para convertirse en la nueva embajadora de la URSS en Estados Unidos?
El hermoso rostro de Khrysna se crispó ahora en un rictus que expresaba furia, asombro y hasta odio.
—¡Es ruin lo que estás insinuando! Demencial…!
—Las células desestabilizadoras que se mueven por todas las latitudes del planeta cometen a diario dos, tres o veinte movimientos demenciales, si lo consideran necesario. Se asesina sin piedad, se fomenta el confusionismo a todos los niveles, se especula cruelmente… El fin sigue justificando los medios. Pero personalmente, Khrysna, entiendo que ocho mil, son muchos cadáveres. Muchos… Y quiero saber el por qué. Quiero saber qué fin tan importante pretende justificar esa metodología.
—¿Y piensas que la respuesta está aquí? ¿Que la tengo yo?
—Bueno… —se mordió Faisal el labio inferior—. Quizá puedas ayudarme al menos, ¿no?
—¿Admitiendo la hipótesis de que mi marido es un genocida sin escrúpulos? ¡Por favor, Faisal! ¡Por favor! —había un patetismo irónico en la voz bien timbrada de la Belloumi. Añadió tras una pausa apenas perceptible—: Te diré más…
—¡No le digas nada más a ese esbirro cretino puesto en marcha por la jerarquía! —la puerta habíase abierto por segunda vez, dejando paso a un huracán en forma de persona… Huracán que el servicio meteorológico judicial bautizó en su día con el nombre y apellido de Gerry Nicholl, sin duda. Y gritó, arrogándose una autoridad que obviamente no le correspondía—: ¡Voy a echarles a la calle a puntapiés! ¡Largo de aquí, intrigante de mierda! ¡Largo tú y la furcia que te acompaña!
—¡Gerry! —estalló Khrysna—. ¿Es que te has vuelto loco? ¿Qué formas son estas de…?
—¡Las únicas que pueden emplearse con un cerdo de ese tamaño y calibre!
Faisal Saad Mubarak hacinó sus verdes pupilas en la persona del otro. Fue una mirada terriblemente elocuente y sin embargo, no hubo en el rostro del árabe asomo de crispación. Había tanto en los ojos como en la expresión un mensaje helado, glacial. Un mensaje de muerte. Una sentencia casi irrevocable.
Aún tuvo humor «El Argelino» para reconocer in mente que pese a la extraordinaria vulgaridad de aquel hombre, no sólo por su lenguaje de hampón barato si no por los signos externos de maquereau profesional, era de los que gustaban a las mujeres. De los que arrasaban al «enemigo» femenino.
Dijo:
—Dale gracias a tu Dios si crees en El y a tu esposa Khrysna, de que aún estés vivo. Y si quieres seguir estándolo, discúlpate inmediatamente ante la señorita. Se llama Joanna Grey…
Toda la agresiva explosividad de Gerry Nicholl se vino abajo en menos de lo que cuesta decirlo.
—Perdón, señorita —reconoció con la cabeza inclinada—. No pretendía ser grosero con usted. Admito que he estado muy desafortunado… Ocurre que las acusaciones que he oído verter hacia mi persona me han sacado de casillas.
—Olvídelo —Joanna se sentía muy violenta pero a la vez satisfecha. No por el hecho de que Nicholl le hubiera pedido disculpas, sino por la cantidad de material periodístico que había acumulado en pocos minutos. Insistió—: Por mi parte no hay problemas.
—Lute Mae Hoffman murió asesinada —anunció Faisal sin mayores matices.
—¡No tuve que ver en eso! Lo de esa mujer fue un grave error por mi parte, en lo referente a nuestras relaciones sentimentales, por el cual le pedí perdón a Khrysna humildemente arrepentido. Prometiéndole con toda la solemnidad que hace al caso que jamás volvería a suceder. Yo, Faisal, en contra de lo que puedas opinar tú y de lo que opinen otros, amo a Khrysna.
—¿Supongo que no negarás tus vinculaciones con un tal Jenkins Hagman?
Afirmó con la cabeza.
—Pertenece a otra etapa de mi vida. Un día fuimos amigos. sí… Le pedí simplemente que se acercara a Lute Mae para, digamos sustituirme en la parcela erótica que ella parecía tener muy desierta hasta que yo aparecí en su camino. Ya sé que no es muy ético, pero sólo pretendía salvar mi matrimonio. No tuve la menor relación con su brutal asesinato como tampoco la he tenido en el asunto del «Nervrelax». Me enteré de una y otra cosa, como casi todos, a través de la información facilitada por los medios de difusión. Es cuanto tengo que decir al respecto, me creas o no. Y ahora, os ruego que salgáis de esta embajada.
—Bien —musitó Mubarak—. Sigo teniendo muchas dudas, pero de momento debo aceptar tus explicaciones. Si me has mentido, Gerry Nicholl, volveré. Y cuando vuelva, tú… serás hombre muerto. Señora Belloumi —inició una inclinación versallesca—, ha sido un placer, aunque las cuestiones expuestas hayan contribuido en poco a facilitar una relación cordial. Espero para bien de todos que no volvamos a vernos.
—¿Me tratas de usted ahora, Faisal?
—Me estaba despidiendo de la embajadora en funciones.
Una luz afectuosa brilló en los preciosos ojos de la hembra.
—Gracias, Faisal. Gracias… Eres mucho mejor de lo que me habían dicho.
—Soy el primero en celebrarlo. Adiós, Khrysna.
Joanna hizo un gesto de saludo.
—Adiós, señora Belloumi.
—No lo deje escapar señorita Grey —se refería a Faisal. Añadiendo—: Difícilmente encontrará otro como él.
Ya estaban fuera de la embajada cuando el árabe le preguntó a Joanna con fingido endiosamiento:
—¿Has oído bien el consejo de Khrysna Belloumi?
—¡Lo que te faltaba! Si ella supiera el daño que me ha hecho seguro que no habría…
—¿Dormiremos junto esta noche?
Joanna retrasó como treinta segundos la respuesta. Parecía meditarla en profundidad. Al fin, dijo:
—Si decido meterme en la cama contigo, no será para dormir.
En mitad de la calle Faisal engarfió la femenina cintura apretando el cuerpo de Joanna contra el suyo para besarla con largueza en la boca.
—Cuando lo decidas, serás bienvenida. Y no dormirás, desde luego. Haré todo lo que esté en mis manos por evitarlo. ¿Te parece que ahora volvamos al aeropuerto? Hay un vuelo a Los Angeles a las 2:47 p.m.
—¿Y si nos reconocen?
—No creo que quede nadie de los que nos hayan podido ver a primera hora de esta mañana.
—¿Qué piensas encontrar en Los Angeles, Faisal?
—El fin. Allí empezó prácticamente todo con el asesinato de Lute Mae Hoffman y allí ha de terminar. Seguro.
CAPÍTULO VII
Mustapha Kaci Said, al que previamente había telefoneado Faisal desde la terminal aérea de Washington, les esperaba en el aeropuerto de Los Angeles.
—¿Tienes localizado a Jenkins Hagman? —le preguntó apenas asomó al vestíbulo.
—Siempre dando facilidades, ¿eh? ¿No querías interrogar primero a Lambert Whitman?
—Para eso necesito un permiso especial del juez Ryan. Y tal permiso no me será concedido hasta que el número uno no se ponga al habla con el magistrado, ¿me sigues? Y no podré comunicarme con el número uno antes de mañana en la mañana. ¿Qué hay entonces de Hagman?
—Tiene una amiguita a la que ve todas, las noches en Culver City. Es un bungalow rústico en el 312 de La Ciénaga Boulevard.
Ya estaban fuera de las instalaciones del aeropuerto.
—¿Dónde vive él?
—No me has dado tiempo material de averiguarlo.
Faisal consultó su reloj de pulsera.
—Bien… —dijo encogiendo los hombros—. Esperaremos a la noche. ¿Cómo se llama la chica?
—Carolyn Jones.
—¿A qué hora suele dejarse caer Hagman por el lugar?
—No tiene un reloj en la puerta ni una ficha para marcar…
—Siempre tan puntilloso. Mustapha. Tú ya me has entendido.
—Sobre las once.
—A las diez estaré yo allí.
—¿Sólo?
—Tú entrarás a espaldas de Jenkins Hagman para evitar que pueda tener un mal pensamiento.
—¿Y yo? —Joanna Grey clavó el índice de su diestra entre el abismo profundo que abrían aquel par de enhiestas cordilleras que eran sus pechos agrestes y agresivos, tropicales.
—Esperarás afuera —repuso «El Argelino»—. Al volante del coche que dentro de unos minutos vamos a alquilar.
—¡Bonita forma de tomar notas para mi artículo!
—Mustapha y yo prometemos solemnemente explicarte con todo detalle lo que suceda en ese bungalow. ¿Verdad Mustapha?
—¿Me dices a mí? —fingió sorprenderse burlonamente—. ¡Que me registren! Eres tú quien está al cuidado de Joanna, ¿no? Ese es al pacto que hiciste con «El Alemán»… ¿A qué viene meterme a mí en todo esto?
—Pareja, pareja… —intervino mosqueadísima y más guapa que nunca la desafiante periodista en agraz—, debo entender que estáis hablando de mí, ¿no? Pues si es así, yo, Joanna Grey, no he sido objeto de ningún tratado entre este individuo —ahora le metió el índice a Faisal en el tórax, pretendiendo empujarle hacia atrás lo que no consiguió— y ese a quien llamáis «El Alemán», ni admito que nadie decida por mí lo que debo o no…
—Esperarás al volante del coche y punto —sentenció Mubarak, autoritario, interrumpiéndola.
—Joanna… —susurró el fotógrafo del Life.
—¿Sí? —arqueó ella las cejas con expresión manifiesta de sentirse discriminada y hasta ofendida.
—Bromas a un lado, Faisal sabe lo que hace. Los hombres como Hagman suelen ser peligrosos. No les importa morir llegado el momento…, y no les preocupa en absoluto llevarse por delante a su madre si se les cruza. Ignoramos lo que pueda suceder en el bungalow de Carolyn Jones, pero estamos preparados para lo que ocurra. Tú no… todavía. Y estar pendientes de tu seguridad nos restaría atención, ¿comprendes?
—Explicado así suena mejor.
—Mustapha siempre ha sido muy solícito y cortés con las damas. Su señora madre lo parió así.
—¡A veces pienso que odiarte me costaría muy poco, Faisal!
—Tan poco como amarme, ¿verdad?
—¡Eres horrible!
—Por qué no cambiamos de conversación, ¿eh? —apuntó el fotógrafo metido a espía.
—Sí… Será cuestión de alquilar un coche.
—Si molesto no vengo, ¿eh? —habló, resentida, Joanna.
—Como sigas mostrándote como una niña mal criada, muchacha —Faisal le enseñó los dientes en forzada sonrisa—, tendré que darte una zurra en el culito.
—¡Atrévete!
—¿Qué…? ¡Ahora verás!
—¡No, Faisal, no! ¡No lo inten…! —viendo que el árabe se le echaba encima, Joanna perdió aquello que él acababa de prometer que le azotaría, corriendo por una de las zonas de aparcamiento abiertas frente al vestíbulo del aeropuerto.
Mubarak salió como un rayo tras ella.
—¡Yo te enseñaré, mal educada!
CAPÍTULO VIII
Transcurrieron unos veinte segundos entre el momento en que Faisal pulsó el timbre y aquel en que la puerta, que era un parche de troncos verticales puesto en la fachada de troncos horizontales, se abrió.
—¡Hola, chica! Tú eres Carolyn, ¿no?
La cara picara y viciosa de Carolyn Jones con huellas evidentes de pegarle a la droga sin excesivos miramientos, mostró sorpresa.
Instintivamente le salió un:
—Sí… ¿Y tú?
—Dany Armstrong de Chicago. ¿Ha llegado ya Hagman?
—¿Te envía él?
—¿Cómo supones entonces que he llegado hasta aquí? —siguió Mubarak, en su falso papel de Armstrong, con el juego de interrogantes.
Carolyn le miró ahora con la máxima atención.
—¿Qué pretendes?
—Oye, nena… ¿No crees que te estás pasando? Jenkins Hagman me ha hecho venir desde Chicago para un trabajo importante. A qué viene esto, ¿eh?
—Pasa… —se hizo a un lado cerrando la puerta cuando Faisal se hubo introducido en el bungalow. Protestó ella—: Jenkins no me ha hablado de ti.
—Todo ha sido muy repentino, nena —miró el árabe a su alrededor aprobando con un movimiento de cabeza el mobiliario y decoración del living. Preguntando, al tiempo que señalaba una de las dos butaquitas idénticas tapizadas con skai azulrojo—: ¿Puedo…?
—Sí —afirmó ella. Indagando—: ¿Qué es exactamente lo que ocurre, Armstrong?
Cruzó el hombre, displicente, una pierna sobre otra.
—Tengo que «liquidar» a un tipo…
—¿Quién?
—Un médico. El tal Whitman que es director del laboratorio donde se fabrica la medicina envenenada.
Carolyn también cruzó sus fabulosas piernas sin importarle que los prietos muslos quedaran bastante en evidencia.
—¿Lambert Whitman? —se preguntó más que preguntó. Exclamando—: ¡Es absurdo! ¿Te ha dicho Jenkins el por qué?
Lució una sonrisa torpe e hizo un gesto brutal.
—¡Oh, sí, claro! Nunca me cargo a un tío sin saber el porqué, nena. Ese Lambert presenció como Hagman le cortaba el cuello a su mujer dentro de una cabina telefónica.
—Imposible —Carolyn también sonrió… pero de manera muy extraña. Con algo parecido a una complicidad que Faisal no supo, de momento, entender muy bien. Ella se encargó de aclarar—: Yo le cubría las espaldas a Jenkins el día que le rebanó el gaznate a Lute Mae Hoffman. ¿Quién eres realmente, Dany Armstrong? —la sonrisa de la Jones era cruel ahora, perversa, casi homicida, diabólica podía decirse. Insistió—: ¿No te llamarás en verdad Faisal Saad Mubarak?
—¡Joder! —tampoco pareció inmutarse demasiado el árabe—. En este país me conocen hasta las ratas.
—Es que últimamente haces mucho ruido, «Argelino». Pero tengo la impresión de que eso se te ha terminado. Eso de vivir, ¿entiendes?
—¿Me vas a matar, zorra? ¿Cómo? —le sonreía aviesamente a la que presentaba huellas faciales de drogadicción.
—Ella no. Yo… —habló con voz bronca, seca, a espaldas de Faisal. La voz de alguien que había salido sigilosamente de la habitación cuya puerta se abría junto al ángulo izquierdo del living y que, con fuerza, empotraba el cañón de una pistola contra la nuca de Mubarak como si pretendiera horadársela. Repitiendo con odio—: Yo, SI.
—Levanta las manos, enterado de la vida —ordenó Carolyn—. Voy a librarte del peso de la «ferretería».
—Haz lo que ella te dice.
Obedeció Faisal.
Y Carolyn Jones, con experiencia, quitó a Mubarak el «Magnum» que llevaba bajo la axila y la «Parabellum» que ocultaba en una funda en la parte izquierda de la cintura sujeta a la propia correa.
Jenkins Hagman salió de atrás para sonreírle lobunamente a Faisal con su cara de gigoló y asesino despiadado. Eso no preocupaba al árabe pero sí el hecho de que… pese a haberse situado el tipo frente a él un arma, el cañón de ella, seguía apretando su nuca.
—¿Cómo…?
—Sorprendido, ¿eh? —amplió la despiadada sonrisa Hagman. Agregando—: Eso te hará comprender que todo estaba estudiado, calculado, meticulosamente preparado, para cazarte. Siempre no se puede ganar, Faisal. Siempre no… —levantó sus ojos de sucio homicida por encima de la cabeza de «El Argelino» para cruzarlos con los de quien seguía estando tras de aquel. Invitando—: Jefe, ¿quiere usted pasar para que su amigo le conozca?
—Di mejor, para que me reconozca.
Jenkins se fue detrás de la butaca para tomar el arma que obligadamente debía estar apuntada contra el cogote de Mubarak y el otro, el que había de ser reconocido, ocupó el puesto de aquél.
Faisal no pudo evitar una crispación de sorpresa y desconcierto.
Porque pese a sus dotes intelectuales, intuitivas y deductivas, aquello, no lo hubiera imaginado nunca.
NUNCA…
—Sorprendido, ¿eh, Faisal? —inquirió el otro con despectiva ironía—. Lo que te ha dicho Jenkins, muchacho. Lo que te ha dicho… No se puede ganar siempre. Y para ser esta la primera y última vez que pierdes, te quedas encima con la boca abierta. Siempre me habías menospreciado, ridiculizado… ¿Y ahora, qué?
Dominando su inicial desconcierto, Saad Mubarak, sin pestañear y pensando, eso sí, que las cosas se le habían puesto de pronto, precipitadamente, muy difíciles, dificilísimas… habló:
—Sabía que todo este tinglado era obra de un hijo de puta, pero lo que no sabía es que ese hijo de puta eras tú, tú James Lancaster. ¿Por qué?
En efecto. El hombre triunfal y sonriente que estaba saboreando su victoria sobre «El Argelino» era… era el segundo de a bordo en la nave de la inteligencia estadounidense. James Lancaster.
—Luego hablaremos de todo, Faisal. Del cómo y el por qué. Primero, Jenkins saldrá a la calle por la parte trasera del bungalow para fingir seguidamente su llegada y atraerse a tu amigo y colaborador Mustapha Kaci Said. Yo tampoco descuido ningún detalle, como puedes comprobar, Jenkins…
Hagman fue relevado a la espalda de Mubarak por el propio Lancaster para que el cañón del arma siguiera apretándose casi lúbricamente contra la nuca del árabe.
—El principal objetivo de esta operación aséptica, mi querido amigo Faisal —habló Lancaster cuando su adlátere hubo abandonado el lugar por la salida de emergencia—, ha sido librar al mundo de tu repugnante presencia. Mejor y mayor asepsia, ¡imposible!
—¿Por mi causa has asesinado ocho mil inocentes? ¿Tanto valgo?
—Tampoco es eso, moro. Ocurre que mi inteligencia hasta hoy ignorada ha conjugado diversos y distintos factores en favor del movimiento que represento y del que ostento el liderazgo. Una importante célula neonazi con la que vamos a cambiar el rumbo absurdo de la humanidad reconduciéndola por los senderos del orden…
—La tiranía y el oscurantismo, ¿no?
—El principio era crear conflictos entre Washington y Moscú y nada mejor que provocar un accidente mortal en la persona del embajador Dragan Vujovic. ¿Cómo…? Luego de meditarlo con largueza estudiando las costumbres del soviético, llegué a la conclusión de que sus aficiones a los tranquilizantes me daban la respuesta: tomaba diariamente el «Nervrelax». Estaba previsto también crearle graves problemas internos al Gobierno. ¿Cómo? Un genocidio que evidenciara ante el mundo la vulnerabilidad del coloso USA. Muchos americanos consumían y consumen… ahora ya no, claro, el «Nervrelax», porque los sistemas de vida impuestos destrozan los nervios del ciudadano medio. Intervenir una expedición completa de ese fármaco no ofrecía demasiadas dificultades y así se hizo. Pero… ¿Por qué precisamente el «Nervrelax».
—¿Te lo contesto yo? —le interrumpió Faisal. Insistiendo—: ¿O te importa que ofrezca la impronta de mi intelecto?
—Ilústrame…
—Las relaciones de Gerry Nicholl con la mujer de Whitman y las tendencias derechistas del médico te lo pusieron en bandeja. Así como el tener acceso a un hombre que en otros tiempos había gozado de la total confianza del esposo de Khrysna Belloumi: Jenkins Hagman. Así mezclabas en el complicadísimo rompecabezas ideado por tu mente enfermiza y maquiavélica la posibilidad de que Nicholl actuase por libre para conseguir que su mujer accediera al puesto de embajadora. Ofreciendo como sospechoso al propio Nicholl y a Lambert Whitman en verso a su ideología ultraderechista, ¿quién iba a suponer que la eminencia gris de la sanguinaria asepsia fuese un hombre de confianza de Washington? Lo de Lute Mae, aunque me duela, debo reconocer que estuvo primorosa y asesinamente planeado.
—En efecto…, ¡y me descubro también ante tu talento! Pero fue sencillo. Hagman ya había sustituido en la parcela erótica de Lute Mae Hoffman, una auténtica ninfómana, a Gerry Nicholl, por petición de éste que veía peligrar su estabilidad matrimonial con Khrysna. Y fue el propio Hagman quien se encargó de introducir en la residencia de los Whitman al individuo que por unos instantes iba a ocupar la plaza del doctor Lambert… Vestido con sus ropas y sentado de espaldas a la puerta en el despacho de Whitman, Lute Mae le tomó por su marido cuando el individuo fingía una conversación telefónica inexistente en la que hablaba de muchos muertos, de genocidio, de asepsia, de ideas políticas, etcétera. Acto seguido y como teníamos previsto, Lute Mae salió a la calle desesperada y con la firme convicción de que ciudadanamente estaba obligada a comunicar a la inteligencia del país lo que acababa de oírle decir a su… marido.
—La llamada incompleta de Lute Mae Hoffman venía a complicar las cosas, de hecho las complicaría en su momento, confundiendo el curso de las investigaciones y encaminándolas hacia la persona de Lambert Whitman.
—Y Washington, el número uno de la Central, requeriría tu presencia. La del infalible Faisal Saad Mubarak… Otro de nuestros objetivos. Un ejecutor al que había que eliminar a las primeras de cambio para que no interfiriese en futuras y casi inmediatas operaciones de nuestra célula desestabilizadora. Pero no te sientas triste, «Argelino»… —la voz quebrada de James Lancaster destilaba una serie de extraños y crueles sentimientos que desembocaban en una inflexión de diabólica megalomanía—. Todo este sacrificio, tu sacrificio, servirá para construir un mundo mejor que el que ahora tenemos.
—¡Estás rematadamente loco, Lancaster!
—Vuelve a decir eso… Vuelve a decirlo y te perforo el gaznate antes de tiempo.
—¿Qué más da antes que después?
En aquel instante sonó el timbre de la puerta.
Carolyn fue a abrir y Hagman accedió de nuevo al interior del bungalow situándose, al momento, detrás de la puerta. Hubo un lapso de silencio que no alcanzó al minuto, roto por una nueva presión sobre el zumbador, y Carolyn que franqueó el acceso a un Mustapha Kaci Said que no tuvo tiempo ni opción a proceder de acuerdo con lo planeado porque Jenkins Hagman le puso el cañón helado de un «Colt» en la sien izquierda.
—Pasa, amiguito. Te estábamos esperando… Camina hacia donde está tu compañero de correrías. Y procura no pestañear más de lo debido porque ardo en deseos de levantarte la tapa de los sesos.
—Trae las cuerdas para atarlos, Carolyn —ordenó el que seguía a espaldas de Faisal.
—¿Qué piensas hacer? —quiso saber el árabe.
—Tú y el fotógrafo —respondió el número dos de la Central de Inteligencia—, sufriréis un fatal accidente. Vais a comer marisco en mal estado que os producirá una fulminante afección renal y seréis encontrados en vuestras respectivas habitaciones del The Downtowner Motel.
—Estás en todo, ¿eh, James? —ironizó «El Argelino» lo mismo que si las cartas en aquel juego de muerte le estuvieran favorables. Y mirando sonriente a su compañero Kaci Said, quiso saber—: ¿Cómo te dejas cazar con semejante candidez, Mustapha?
—¡Ya lo ves!
—No eres el de antes, no. Estás perdiendo muchas facultades. Demasiadas diría yo.
Llegó Carolyn con un manojo de cuerdas, tendiéndolas a Jenkins.
—Os vais a tender en el suelo, de bruces, con ambas manos en la espalda —dijo Lancaster. Puntualizando—: Y si os equivocáis, sustituyo el marisco descompuesto por plomo en buen estado. ¿Entendido? —vio los cabezazos de asentimiento y—: ¡Andando pues!
Faisal se alzó despacio de la butaca procurando no hacer el más mínimo ademán que le diera opción a Lancaster para accionar el gatillo de su arma. Y se disponía a tirarse a tierra decúbito prono cuando una voz musical, cálida, bien timbrada y muy femenina, preguntó, procedente de la misma habitación por donde accedieran al living Hagman y Lancaster a poco de la llegada de Mubarak:
—¿Interrumpo…?
James Lancaster giró sobre los talones como si acabara de morderle un venenoso alacrán.
—¡TU! —gritó con monumental sorpresa.
—¡Tira el revólver, James! —exclamó imperiosa Joanna Grey.
—¡Muere estúpida!
Faisal se vino hacia atrás y en el aire contra el cuerpo del 2 de la CIA trompicando su espalda con la de él y yéndose al suelo ambos. Mustapha entretanto saltó encima del desconcertado Jenkins Hagman metiéndole la rodilla en los testículos arrancándole de la garganta un alarido de dolor.
—¡Aaaaaaaaaaag!
Y al abrir ambas manos para llevarlas al punto machacado, el «Colt» se le cayó en tierra.
Carolyn Jones echó a correr hacia la puerta con expresión despavorida y Joanna, con su «Derringer» firmemente empuñado, le metió una bala en la garganta.
Faisal Mubarak pronto se impuso en el cuerpo a cuerpo con Lancaster dominando con una dolorosa presa el brazo zurdo del traidor a la vez que le rodeaba el cuello en la clásica «corbata» de lucha libre buscando una asfixia definitiva.
Pero en una fugaz concesión del árabe cuando pretendía echar atrás la cabeza del otro provocando una rotura de cervicales, su enemigo le hizo lo que Mustapha a Jenkins instantes ha: le coceó, duramente, los genitales.
—¡Cabrito!
Lancaster pudo hacerse con el arma que había perdido en la embestida inicial del árabe.
Joanna estaba en duda porque darle de nuevo al gatillo podía significar un blanco equivocado en la persona de «El Argelino».
Kaci Said, entretanto, había reducido por completo a Hagman.
Se disponía Lancaster a descerrajar un tiro en la testa enmarañada de Mubarak cuando éste disparó arriba la diestra haciendo uno de sus titánicos esfuerzos para dominar el dolor doblando, brusca, violenta, brutalmente, la muñeca armada.
Primero se escuchó el crujido de huesos rotos.
Subsiguiente ruido, el del disparo.
James Lancaster abrió mucho los ojos. Casi se le salieron de las órbitas igual que la vida se le salía con sorprendente velocidad del cuerpo.
Se vino abajo y Faisal hubo de ladearse para que no le cayera encima, con su cara lívida y los ojos vidriosos… Muerto.
Mubarak dijo:
—No siempre se puede ganar, amigo. No siempre… —y poniéndose en pie para mirar con sonrisa aprobatoria a Joanna, preguntó, como si allí no acabara de suceder absolutamente nada—: ¿De qué te conocía Lancaster?
Ella, correspondiendo a la risa callada de Faisal se limitó a mostrar en el aire, abierta, una cartera de cuero que en uno de los departamentos lucía, cosida por los bordes, una insignia de la Central Intelligence Agency.
Mubarak, como si aquello también entrara dentro del campo de la ilógica lógica, se encogió de hombros diciendo:
—No debí fiarme del cabrón de Ulrich Fisher. Estaba todo demasiado bien montado… Cantante para ganarte las habichuelas y pagarte los estudios de Derecho, con inquietudes periodísticas y afanes criminológicos. Ya lo veo, ya. ¡Menuda cara tenéis los americanos!
—El número uno hace tiempo que albergaba sospechas hacia James Lancaster por ciertas inconcreciones y vacíos que se venían produciendo en su actuación. Brooke Wilson pensó que si estaba en lo cierto, tú eras hombre muerto. Fui encargada de tu cobertura y tienes que admitir que lo he hecho muy bien, ¿no?
—¡De puta madre, criatura! ¿Tú qué opinas, Mustapha?
—Que debemos proceder a un profundo interrogatorio en la persona de este canalla… —señalaba al reducido Jenkins Hagman—. Supongo que tendrá muchas cosas que decirnos.
—Sí, sí —admitió Faisal. Matizando no obstante—: Yo tengo algo mucho más trascendente que hacer.
—¿Qué…? —el fotógrafo del Life con inquietudes hacia el mundo de la intriga mostraba evidencias en su faz aniñada de sorpresa.
—Acostarme con un agente de la CIA. Hacer el amor… ¿Sabes lo que es eso?
—¿Cuentas con mi opinión?
—¿Para qué me has salvado la vida, cristiana?
—Para ser tuya, claro… —se acercó a Faisal aceptando el brazo que él le ofrecía—. Pero siempre.
—¿Siempre?
—Siempre… —insistió Joanna Grey. Conminándole—: Lo tomas o lo dejas.
—Difícil me lo pones. Pero lo tomo, lo tomo…
¡Usted sí que sabe, Faisal Saad Mubarak!
F I N