Uno se vino acá, pues, al DF, a estudiar leyes, a hacerse de mundo, a tomar el punto como plataforma que pudiera satisfacer su avidez por conocer Veracruz, Yucatán, el sureste tabasqueño y chiapaneco. En semana santa, navidad, mayo o agosto, uno agarraba el Ado o el Tresestrellas y se perdía por Michoacán o las playas de Oaxaca. Por eso se vino uno al DF en 1960. Para conocer México. Para ver qué era esa ciudad de la que tanto y con tanto amor hablaba Pepe Alvarado en Siempre!, cómo pintaba el pueblo grandote de Efraín Huerta en sus poemas, qué tan neoyorkina era la urbe de Ixca Cienfuegos y Gladys García, los personajes de La región más transparente.
Era la ciudad de México —la médula, el sistema nervioso central— que llegaba a través de las películas que se exhibían en el cine Zaragoza: Aventurera, Esquina bajan, Distinto amanecer, Los Fernández de Peralvillo, Los olvidados. La imaginaba uno asimismo entre las páginas de las revistas rotograbadas en tinta verde o sepia: publicaciones de Box y Lucha o ejemplares de secreta y dilatada lectura como los de Vea y Vodevil. Más de una imagen femenina, más de una inequívoca polarización sexual hubo de definirse, así fuera por la vía no siempre falsa ni insuficiente de la representación, y configurando en el cerebro medio —el corazón del durazno, diría un anatomista— de más de un adolescente tijuanense gracias a las mujeres desnudas que posaban en los sensacionales desplegados de Vea y Vodevil. Eran las mujeres de la capital. Y eran también las rumberas: María Antonieta Pons, Meche Barba, Ninón Sevilla. Pero los hombres aparecían de pronto, como el Santo y Blue Demon, enmascarados, o desenmascarados: Alejandro Cruz descubierto bajo la desgarrada capucha (el rostro sobre la máscara, diría Sciascia) de Black Shadow.
Y uno volvía la vista de un lado a otro, de Los Ángeles al DF y viceversa, como en un juego de ping pong. No se decidía uno muy bien hacia cuál de los dos polos dejarse atraer; no quedaba muy claro si las innovaciones en el caló o el buen vestir («Sólo queríamos darle un estilo a las calles de Los Ángeles», diría más tarde Eddy Olmos) procedían de Tepito o del East Side.
Uno (ninguno y cien mil, diría Pirandello) llegó, pues, a México en enero de 1960 y a los diez días tuvo que regresarse a Tijuana porque había muerto su padre. Fue la primera vez en su vida que se subió a un avión. Era un DC-6 de Aeronaves, blanco, entre las nubes de algodón y el deseo de quedarse flotando en el espacio sin gravedad que conformaban. Nunca había experimentado esa dimensión del miedo, el de volar sobre una ciudad deforme, chata, inconmensurable, sin trazo discernible ni comparación alguna con las formas o las líneas más elementales —euclidianas— de la geometría plana.
No se le arrancaba de un cuerpo al que se sintiera injertado. Apenas empezaba a reconocer algunas de sus calles y ya volvería… pronto, en un Tresestrellas: unas 52 horas de trayecto ininterrumpido desde la calle Primera hasta Niño Perdido. La misma sensación del vuelo de ida y el traqueteo de regreso se diluía en el sentimiento de haberse quedado en algún lugar intermedio. Ni aquí ni allá. A la vuelta de cuarenta años, con más de la mitad de su vida consumida en México, empezó a sospechar que en algún tramo del camino cometió un error de navegación sentimental. Nunca hizo suya la ciudad. Nunca sintió que le pertenecía ni que perteneciera a ella. Una ciudad, pensó, es como una persona; uno se entiende bien o no con ella. Se puede tener una buena relación con Londres pero no con París. Puede uno insistir en París para encontrar de nuevo el fracaso o puede uno sentirse feliz, en Roma, en su elemento, como si allí hubiera transcurrido toda su vida. Imaginaba, con esa nostalgia fuera de lugar que consiste en extrañar lo que nunca se ha tenido, con esa íntima megalomanía que pierde el sentido de la proporción y no sabe disimular el paralelismo entre uno y los nombres citados, la relación que pudo haber tenido Joyce con Dublín, Stendhal con Milán, Capote con Manhattan o Pasolini con Roma: un lazo, una complicidad, un enamoramiento perdurable, una pasión. Y es que esta ciudad no podía asirse de esa manera, no había por dónde agarrarla, ni recorrerse a deshoras como fatigaba Borges las calles de Buenos Aires o el caballero Auguste Dupin las adoquinadas aceras de París en la húmeda noche.
Probablemente la ciudad no tenía por qué haber tenido el mismo trazo medieval de Siena o San Gimignano, un dibujo en caracol y del centro a la periferia, una dimensión exactamente humana. No era su estilo y no era europea y se agigantó como loca. Tampoco tenía por qué reproducir las etapas arquitectónicas de Barcelona: el barrio gótico circunscrito en un pentágono amurallado, la retícula del siglo XIX con las esquinas achatadas en cada bocacalle. Ni siquiera debía seguir la cuadriculación de Nueva York ni el tipo de traza urbana en diagonales propia del siglo XIX como la que de Indianápolis se transplantó a Tijuana en 1889. No, muy suyo su caos fue siempre; se desparramó sin plano regulador de su salud que contuviera la especulación y la corrupción inmobiliarias.
Uno, ninguno y cien mil, llegó a México en 1960 y le tomó tres años sentir que había llegado, tres años sentir que al fin se dormía profundamente en una cama que estaba en un cuarto que estaba en un departamento que estaba en la colonia Cuauhtémoc que estaba en la ciudad de México. Más años le tomó aún darse cuenta de que no vivía en la ciudad de México, de que no la habitaba toda, sino únicamente en una cierta parte de la ciudad, en una zona, en un muy determinado territorio del que había excluido, incluso por dos y tres años, la visión del Zócalo y de la Catedral. Vivía acaso en uno de sus barrios, de Insurgentes Sur al Viaducto Miguel Alemán, de allí a Coyoacán y San Ángel —el jardín del Distrito—, una serie de pequeñas y asoleadas y arboladas ciudades dentro de la ancha y ajena ciudad de las afueras.
No teniendo la costumbre de pensar en términos topográficos, su manera de apreciar el país se le iba dando más bien según ciertos patrones horizontales, como si viviera en una meseta de igual clima e idéntica presión en todas sus latitudes. Pero de pronto amaneció un día con la idea de que el poder —esta cosa pública federal y centralista— no sólo estaba en el centro sino también arriba, elevado a lo alto de la pirámide: la punta del cerro, el pezón de la teta, el asiento del poder en el altiplano. Por eso, pensó, se le contempla de abajo a arriba. Por eso, en forma por demás centrífuga, el poder se ejerce fulminante, implacable, soberbio, despiadado, desde la capital: de arriba a abajo.
Y es escabroso el terreno, accidentado. Uno no vive en una mesa de billar ni en los parajes promiscuos del Bosco en el Jardín de las Delicias, entre pescados, ranas y con el culo en pompa. Así, a pesar de que más de la mitad de la vida uno la haya dilapidado en esta cresta de la montaña o esta altiplanicie del poder mexicano que aprovecha un segmento por debajo y a lo largo del Trópico de Cáncer, la relación no del todo definida que de manera trivial y desapasionada se dio hasta el 18 de septiembre de 1985 empieza a ser otra.
Uno no quiere vivir en Londres ni en París ni en Barcelona. Uno quiere vivir aquí porque no hace frío. Porque aquí están sus amigos y como decía Henry Miller, porque se tiene al menos una relación importante con alguno de sus habitantes. Porque aquí están sus pasiones. Y de pronto quedó hecha pedazos. Se nos hizo pedazos la ciudad, como una madre finalmente desahuciada y carcomida.
Se nos movió el piso.
Mutilaciones se establecieron como uniones entre la ciudad y uno que a veces tenía la impresión de que en el Distrito Federal muy difícilmente se podía tener un mundo. (Hay novelistas con mundo y novelistas sin mundo.) Era más factible que lo tuviera un novelista de provincia, aunque allá le sobrara mundo y le faltara oficio, porque en lo personal uno (ninguno y cien mil) se había quedado entre la provincia y la capital: no era del DF ni era de Tijuana. Se había quedado paralizado en una tierra de nadie de la literatura en la que no se sabía qué era más falso, si lo tijuanense o lo capitalino, y no lograba entender muy bien cuál era la relación entre Henry Miller y el desierto nocturno de Insurgentes Sur a pesar de que alguna asociación de ideas había tenido mientras leía Big Sur y las naranjas de Jerónimo Bosch sentado en el bar del Torremolinos. El apunte para un posible cuento había estado durante muchos años en las páginas del libro y desde el taburete del Torremolinos vio pasar los autobuses de la Ruta 100 con cientos de muchachos sentados en las ventanas y en los techos que regresaban de Ciudad Universitaria a lo largo de todo Insurgentes, custodiados por patrullas en una perfecta operación de despeje hacia el norte, tendiente a evitar el rompimiento de vitrinas y el saqueo. Era una fantasía secreta, unas notas garabateadas algunos años atrás entre las páginas de Henry Miller, el autor del deseo. Pero no precisamente una fantasía política sino una fantasía coral, paráfrasis de un motivo operístico:
Si se hubiera tenido un punto de observación —empezaba a correr el cuento inconcluso— desde la cabina del helicóptero se habría visto cómo buena parte de la multitud, a veces formando un agusanado cordón o una hilera de hormigas, emergía del estadio de Ciudad Universitaria y se introducía en el Pedregal de San Ángel. Al principio el grupo compacto de jóvenes excitados avanzó velozmente en fila cerrada, afilando cada vez más la punta y acuchillándose en los altos portones amarillos que daban acceso (o lo negaban) a la zona residencial. Pero en cuanto se montó en las rejas, la columna de jóvenes se abrió y desde lo alto empezó a desparramarse por las calles del Pedregal como movida en su sangre por una corriente de anfetaminas.
Casi todas las casas estaban cubiertas por bardas altísimas. La finca de los Artigas tenía 29 kilómetros cuadrados y por encima de sus infinitos jardines —en servidumbre legal de paso— cortaba el camino pavimentado rumbo al Desierto de los Leones. Los jardines de golf se comunicaban por túneles perforados debajo de las calles públicas de arriba. Los muchachos se sintieron en territorio enemigo cuando descubrieron la calle Lluvia, emprendieron el asalto a las residencias de roca sin premeditación alguna, sin estrategia por el momento comprensible, y avanzaron por Niebla, Agua, Fumarola, Sendero, Cráter, Rocío, Huracán, Pirules, Nubes, Fuego, Picacho, Crestón, Llama, Meseta, Cantera, Pizarra, Piedra, Nieve, Vereda, Pradera, Valle, Lava, Risco, Cascada, Ciclón, Volcán y Granizo… Cataratas y Alud.