Para Marcia

«¿Deben los crímenes ser castigados
con crímenes nuevos
y con criminales mayores?»

Byron

PRÓLOGO

Dejó que la bata de seda cayera desde sus hombros, y la tela blanca se deslizó hasta formar un charco de pliegues de acordeón a sus pies.

Su cuerpo desnudo se convirtió en un derroche de color, bañado por el rótulo de neón que coronaba el patio del tejado. Letras gigantes trazaban el nombre de SHEHEREZADE por encima de ella, en destellos de verde y rojo. La luz se derramaba sobre su piel y pintaba psicodélicos graffiti encima de las urnas, las fuentes y las palmeras que adornaban la terraza de estilo marroquí.

La ciudad vivía de la luz. Rótulos chillones iluminaban el valle, pero sus nombres revelaban la verdad de dónde se encontraban. Las Arenas. Las Dunas. La Frontera. Reductos en mitad de ninguna parte. Santuarios de polvo y arena.

Allí donde no alcanzaba el brillo del neón, el tejado del Sheherezade estaba oscuro, como el negro desierto que acechaba la franja del Strip. No escudriñó las sombras. No vio que había un hombre esperándola.

Se sintió atraída por el agua azul y luminosa de la piscina. Se había duchado después de su actuación, pero aún sentía el calor del baile y anheló el impacto fresco del agua. Sin nada más que sus altos tacones, se deslizó por encima del mármol y rodeó el borde de la piscina. Un viento tibio y arenoso sopló sobre su cuerpo. Tras quitarse los zapatos de aguja y dar un paso por el trampolín, se sumergió en el agua con la gracia de una sirena, y luego nadó de costado y sin prisas hacia la parte poco profunda. Al ponerse en pie, el agua chorreó de sus pechos. Se pasó los dedos por el cabello negro y mojado.

Esto era el paraíso. Estaba hecha para vivir así.

Muy pronto, podría hacerlo en cualquier parte del mundo. Basta ya de espectáculos bochornosos con coros de aficionados. Basta de jugar a la ramera en los armarios. Hacía meses que había tomado la decisión de escaparse. Esta noche era la última; mañana sería libre.

Se preguntaba si lo echaría de menos: el poder que sentía en el escenario, la avidez en los ojos de los hombres mientras gritaban su nombre: «¡Amira!».

Amira Luz. La belleza española de piel oscura y ojos provocadores. Su cabello lustroso y largo. Su nariz afilada y angulosa como una hoja de acero. Su carne, repleta de sensuales curvas. Amira Luz, la diosa del Sheherezade.

Sí, lo echaría de menos. Aquello era Las Vegas, donde todo resultaba excitante. La voz de Sinatra, diamantes en un cuello femenino, incluso el humo de un cigarrillo recién encendido. Podía pasearse por todos los casinos y oír el rastro de susurros que dejaba tras de sí. Aquí era una estrella. Una vez que dejara atrás las luces brillantes, no podría volver; pero ya no seguiría siendo una prisionera.

Un fuerte chapuzón la sobresaltó. Con el corazón palpitante, se volvió para ver una forma lechosa que avanzaba hacia ella por debajo del agua. Quedó paralizada por el miedo, pero después se relajó, sonriendo: él había llegado rápido para sorprenderla. Sintió una oleada de deseo ante la expectativa de hacer el amor con él en la piscina.

–Eres un idiota -dijo alegremente, mientras él emergía del agua delante de ella, sólido y robusto y también desnudo.

Pero no era el rostro que ella esperaba ver. Lo conocía. Todos los días la miraba con lascivia en el casino. Un vicioso que no valía lo que un escupitajo suyo.

Supo por qué estaba allí.

Amira retrocedió en un brusco movimiento y se puso a chillar, pero él se le echó encima en un instante, le cubrió la boca con la mano y con el otro brazo le rodeó la cintura. Atrajo hacia él aquel cuerpo que se retorcía. Le apartó la mano de la boca, pero antes de que ella pudiera gritar la besó con fuerza. Ella dio furiosas patadas por debajo del agua, intentando desestabilizarlo, pero él tenía las piernas clavadas en el suelo de baldosas de la piscina. La alzó sin esfuerzo. Ella sintió su miembro erecto a lo largo de su estómago.

Comprendió que primero la violaría.Y después la mataría.

Sus bocas se separaron. Ella tomó aire y gritó pidiendo ayuda.

–Grita todo lo que quieras -dijo él, riéndose.

Dejó de rodearla con el brazo y le propinó una dolorosa bofetada en la cara, cortando sus chillidos de raíz. Ella intentó zafarse, pero él la volvió a agarrar y la sumergió de cuerpo entero en el agua. Ella sintió su rodilla en el estómago y cómo se propulsaba hacia arriba, comprimiéndole los pulmones. Abrió la boca involuntariamente y se le llenó de agua. Burbujas de aire brotaban de su nariz. Revolviéndose atemorizada, trató de impulsarse hacia la superficie, pero aquellas manos la aferraban como un torniquete.

Supo que ahora ya no habría libertad para ella. Siempre sería una prisionera.

Los ojos abiertos de par en par le ardían por el cloro. A través de la distorsión líquida, vio el escroto del hombre colgando como una enorme mazorca, a unos centímetros de su rostro. El brazo le daba el suficiente juego como para agarrarlo, y a la vez que apretaba y retorcía, clavó sus largas y elegantes uñas en los testículos como si estuviera ensartando una uva.

El aullido brutal llegó a sus oídos a través del agua. El hombre se echó atrás y la soltó. Ella resurgió con un chapoteo y tomó varias, largas y dificultosas bocanadas de aire, sintiendo la brisa caliente de verano entrar de nuevo en sus pulmones. Su asaltante se sujetaba los genitales mientras maldecía. Furiosa, le colocó las manos en el pecho y lo empujó. A él le resbalaron los talones y perdió pie, cayendo hacia atrás en el agua. Amira buceó por encima de él y nadó hacia el extremo de la piscina.

A su espalda, oyó que él forcejeaba para recuperar el equilibrio. Notó que sus dedos le arañaban la pierna al intentar alcanzarla. Rozó con la mano derecha el mármol liso y colocó ambas palmas sobre la baldosa, impulsándose hacia arriba. Intentó levantar la pierna por encima del borde, pero el pie le resbaló y volvió a tambalearse hacia el agua.

Amira volvió a aferrarse a las baldosas rápidamente, pero no fue lo bastante veloz.

Lo tenía justo detrás.

Él la obligó a darse la vuelta. Vio sus ojos, crispados en oscuros puntitos de furia, que con una sucia mirada se deslizaron por su rostro hasta sus pechos generosos, y por debajo del agua hasta el triángulo oscuro entre sus piernas.

–No te vas a follar a nadie esta noche -dijo ella, sonriéndole a la muerte y escupiéndole las palabras a la cara.

–Tú tampoco -murmuró él con una voz impregnada de malicia.

Le tiró del largo pelo y le echó el cuello hacia atrás. Con una mano alrededor de su garganta, le golpeó el cráneo contra el borde de mármol afilado, donde el hueso se partió con un horrible chasquido. Una descarga eléctrica estalló en los ojos de Amira, y la agonía penetró en cada una de sus terminaciones nerviosas. Luego, tan deprisa como había llegado, el dolor desapareció y ya no sintió nada. Notó que su cuerpo se hundía, se deslizaba y serpenteaba, con los miembros tan inertes como los de una marioneta. Con la mirada plácidamente fija en el cielo nocturno que la cubría y en el intenso resplandor del rótulo de neón, el agua se cerró sobre su rostro. Fue su última visión de aquella ciudad que vivía de la luz y moría con la luz. Su cuerpo descendió en un tirabuzón hacia la profundidad. Nubes de color rojo se desprendían detrás de ella. Para cuando tocó el fondo, ya estaba muy lejos, en algún escenario de madera, con los pies traqueteando a ritmo de flamenco mientras la gente la aclamaba.

«¡Amira!»

Primera parte

AMIRA

Capítulo 1

Elonda oteó Flamingo Road con la mirada experta de un ave de rapiña, acechando con pereza el paisaje desértico en busca de una presa. La detectó a media manzana del casino Oasis y la evaluó.

Alto y bronceado, como un surfero aspirado por la ciudad, el cabello rubio y ondulado le caía por detrás de las orejas y llevaba gafas con cristal curvado de espejo. Joven, veintidós años quizá. Llevaba una camisa chillona de manga corta por fuera del pantalón y con los botones mal abrochados, unos shorts blancos y holgados, y zapatillas de deporte sucias, sin calcetines. Sus andares de gallito le delataban que tenía dinero. Llevaba gafas de sol aun siendo de noche, y supo que detrás de los espejos su mirada también estaba a la caza, igual que la de ella.

El chico giró la cabeza en su dirección, la vio y sonrió.

Su radar para policías aún funcionaba. Los polis no andaban: llamaban a las chicas desde el interior de su sedán camuflado y con aire acondicionado. Sólo las nuevas caían.

Elonda atravesó decidida la ancha calle, alzando las manos para detener a los coches y deslumbrando a los conductores con sus dientes blancos y el bailoteo de sus senos. Había mucho tráfico a la una de la madrugada. La ciudad se regía por las normas de la jungla: alimentarse bajo el fresco manto de la oscuridad y buscar algo de sombra donde dormir y pasar los tórridos días.

Ya en la acera opuesta, se ocultó en el umbral de una tienda de magia. Sacó una botella de K-Y[1] del bolsillo de atrás y se echó en los dedos. Escondió tripa, deslizó una mano dentro de sus ajustados pantalones y se lubricó. Con una pequeña danza se frotó bien. Trucos del gremio. «Oh, estoy tan húmeda, cariño.» Aunque en esa época la mayoría de los tíos no pretendían metérsela: les asustaba demasiado el sida o eran muy torpes para penetrarla estando de pie, así que se dedicaban al tema oral.

Con la grasa entre las piernas, Elonda se echó el pelo hacia atrás y escuchó el tintineo de las cuentas multicolores que salpicaban sus trencitas afro, tiró de su ceñido top rosa con plumas hasta que se le transparentaron las lunas oscuras de sus pezones y se puso un caramelo de menta encima de la lengua. Otro truquito; a los tíos les encantaba el ardor de la menta en su boca cálida.

Volvió a salir a la acera y echó un vistazo a la calle, buscando competidoras. Pero no vio a nadie; el chico y ella estaban solos. Las luces del Strip brillaban como fuego a través de la autopista. A este lado de la carretera I-15, donde los casinos se extendían desde Las Vegas Boulevard como una rebosante bolsa de palomitas, el Gold Coast y el Rio resplandecían en el lado norte de la calle, y la torre del Oasis sobresalía una manzana más allá. Pero en el lugar donde se encontraba ella, la calle Flamingo estaba a oscuras; no había más que un aparcamiento vacío y el viejo edificio de la tienda de magia irrumpiendo en la calle.

Elonda apoyó los hombros en el escaparate de la tienda, sacó las caderas y se mordisqueó una uña pintada con aire distraído. Dejó que una lenta sonrisa aflorase a su rostro, volvió la cabeza y devoró al chico con la mirada. Éste se dirigía directamente hacia ella, pisando los folletos con chicas desnudas que cubrían el suelo. Sin vacilar. No era su primera vez.

Mientras se acercaba, ella entornó los ojos. Él le sonaba, aunque no pudo ubicarlo. No era un habitual, pues no se lo había trabajado antes, pero empezó a pensar que reconocía su cara, tal vez de algún periódico. Resultaba difícil decirlo entre las sombras. Elonda lo estudió largo y tendido, porque un famoso que paga por sexo a una prostituta de Las Vegas podía valer una considerable cantidad de dinero para según quién.

Se paró al lado de ella.

–Hola.

Tenía una voz juvenil y despreocupada. Aburrida. Gangosa.

–Hola. – Elonda extendió la mano y metió un dedo dentro de su camisa, dibujando un círculo en su pecho-. ¿Te conozco de algo, cariño?

–¿Has estado alguna vez en Iowa? – preguntó él.

Un campesino con un rostro familiar. Mierda.

–Está lleno de vacas y maíz, ¿verdad? Y mierda en los zapatos. No, gracias.

Elonda echó un vistazo a derecha e izquierda de la calle, en busca de coches de la Metro[2]. El tráfico iba de aquí para allá -todoterrenos, limusinas, camionetas, coches familiares-, pero nadie la estorbaba. Una manzana más allá, cerca del Oasis, divisó a un hombre esperando junto a una parada de autobús, con aspecto de aburrimiento y consultando su reloj. En la otra dirección, nada de nada. El panorama estaba despejado.

–¿Mamada o follar? – preguntó ella.

Él no respondió, sino que sacó la lengua y la agitó para ella. Elonda olió la ginebra que emanaba de su boca. Le dijo un precio y él se sacó dos billetes arrugados del bolsillo. Ella posó la palma en su pecho y lo empujó suavemente hacia el umbral de la tienda de magia; luego se arrodilló y le bajó la cremallera. Miró hacia arriba. Él tenía los ojos cerrados, y vio la barba amarillenta de un par de días en su barbilla.

Empezó a contar mentalmente. Era su pequeño juego, algo para hacer pasar el tiempo, como los oficinistas con sus iPods mientras teclean todo el día. Uno, dos, tres, cuatro. Ningún tío había aguantado nunca hasta cien. La mayoría no llegaba ni a diez.

Le llevó unos segundos que se le pusiera dura. Ella supuso que era por la ginebra; pero aplicó su magia y el cuerpo de su cliente respondió. Oyó el suave ronquido en su garganta, un ronroneo de placer. Cuando levantó la vista de lo que tenía entre manos, vio que él tenía la boca abierta.

Treinta y dos, treinta y tres, treinta y cuatro.

Ya estaba muy cerca. Ella notó el movimiento de sus caderas, que empezaba a dar estocadas, y chupó con más fuerza y movió la cabeza más deprisa.

Treinta y nueve.

Elonda oyó como un ruido de cascos por allí cerca: el sonido de unas botas pesadas sobre la acera. Alguien venía en su dirección desde el casino. Volvió a mirar hacia arriba, pero el granjero ya estaba en otro planeta y no oía nada. Clip, clap, clip, clap.

La verdad es que a ella no le importaba. La espiaban todo el tiempo y oía los cuchicheos sorprendidos de hombres que secretamente deseaban tenerla de rodillas delante de ellos. Si miraba a donde estaban, que disfrutara del espectáculo.

Cuarenta y cinco, cuarenta y seis. El granjero estaba a punto de estallar.

Las pisadas de bota llegaron detrás de ella y entonces se detuvieron. Elonda oyó un rumor de tela y un extraño clic metálico. El putero seguía con los ojos cerrados y gimió en voz alta.

Era asqueroso tener a ese hombre detrás de ella, observando. Tuvo una mala sensación; el vello de la nuca se le erizó y supo que él aún seguía ahí, aunque no podía siquiera oírle respirar. Sentía sus ojos. Una nube amenazadora la envolvió; era la clase de sexto sentido adquirido después de pasar un tiempo en la calle.

Elonda dejó caer la verga del hombre de su boca. Se mordió el labio y miró hacia arriba, pero no miraría hacia atrás por nada del mundo. De inmediato, los ojos de su cliente se abrieron de golpe y sus labios se retorcieron en una mueca de enojo. Luego, lo observó mientras él detectaba al extraño que tenía a su espalda.

–Pero ¿qué…?

Su enojo se transformó en un asombro que le tensó la mandíbula, sus ojos se abrieron como platos y Elonda vio la incredulidad reflejada en su rostro. Y luego ya no tuvo rostro alguno.

El ruido más fuerte que Elonda hubiera oído nunca detonó en sus oídos como si un volcán entrara en erupción. Al granjero le salió un tercer ojo y su cabeza cayó hacia delante, de modo que a Elonda le quedó justo enfrente y pudo mirar por el agujero que horadaba su cráneo y del que brotaba un río de color rojo. Mientras lo contemplaba, él se doblegó y se desmoronó encima de ella, inmovilizándola contra el suelo. La sangre fluía sobre Elonda, ondeaba como gusanos por su piel y empapaba su ropa. Olió a orina y a mierda cuando los intestinos del hombre se vaciaron.

Finalmente, Elonda se acordó de gritar. Cerró los ojos y soltó un alarido que duró y duró hasta que se quedó sin aliento. Nadie pareció oírla; ningún coche se paró. Lo único que oyó fue el sonido de los pasos otra vez, ahora alejándose en dirección al otro lado de la calle con la misma naturalidad con que habían llegado. Clip, clap, clip, clap.

Capítulo 2

Un pez fuera del agua.

Jonathan Stride intentaba concentrarse en Elonda, que estaba desplomada en la acera con el cuerpo y la ropa teñidos de sangre seca. Hablaba a mil por hora y él trataba de seguirla, aunque los ojos se le desviaban por encima de la cabeza de ella, hacia el escaparate de la tienda de magia. Dentro había una caja negra con una pecera redonda de cristal en una mitad, llena de agua. En la otra mitad de la caja, un pez naranja nadaba de un lado a otro. Fuera de la pecera. Aparentemente en el aire.

Era un truco espléndido, y Stride se preguntaba cuánto tiempo podía sobrevivir un pez en esas condiciones.

Intentó apaciguar a Elonda.

–Cálmate, ¿de acuerdo? Necesitamos tu ayuda.

–¡Coged a ese bastardo! – chilló Elonda agitando los brazos, y las cuentas de sus trencitas tintinearon como bolitas en un abaco-. Seguro que el muy hijo de puta me ha dejado sorda. Ha sonado como si estallara una bomba.

Stride se puso de cuclillas para que sus ojos quedaran a la misma altura que los de Elonda, y agarró firmemente una de sus muñecas desaforadas.

–Ahora vendrás conmigo. Vamos a lavarte, te pondremos ropa nueva y podrás comer hasta reventar en el bufé del Rio, todo cortesía de la Metro. ¿Vale? ¿Te parece un buen trato? Pero antes necesito que me des algo de información.

–Me gusta más el bufé del Harrah's -soltó Elonda.

–Muy bien, pues que sea en el Harrah's. Y ahora, ¿estás lista para hablar conmigo?

Elonda hizo un mohín con sus gruesos labios y se rodeó las rodillas desnudas con los brazos. Stride se dejó caer al suelo y sacó un cuaderno y un bolígrafo del bolsillo interior de su blazer azul marino. Llevaba el abrigo sobre una camisa de vestir de color hueso y cuello abotonado, y unos vaqueros nuevos, negros y crujientes. Serena había insistido en que empezara su nuevo empleo estrenando pantalones, y finalmente él había transigido, aunque odiaba tener que abandonar el desgastado par que se había adaptado a su cuerpo como un viejo amigo durante los últimos diez años en Minnesota. La tela almidonada era rígida como el carbón, y así es como se sentía aquí, en Las Vegas. Un pez fuera del agua. Era otro universo comparado con el medio oeste donde había pasado toda su vida.

–La víctima; ¿has visto de dónde salía?

–Del Oasis -dijo Elonda.

Stride echó un vistazo al casino y a su torre delgada y fálica. El hotel era el escenario de un pase de la colección de Victoria's Secret, y una provocativa modelo de treinta pisos de altura miraba imperiosamente hacia atrás desde un inmenso cartel vertical que se extendía casi hasta el tejado del Oasis. Llevaba alas blancas, como si pudiera echar a volar y atemorizar a la ciudad. Un King Kong con sostén de talla grande.

–¿Estaba solo? – preguntó Stride.

Elonda asintió.

–Sí. Ha venido hacia mí como un jodido rayo láser.

–¿Te ha dicho algo sobre sí mismo? ¿Te ha dicho quién era?

–Pues claro, cielo, hemos tenido una agradable conversación. La gente me conoce y le entran ganas de hablar -gruñó Elonda. Después añadió-: Ha dicho que era de Iowa.

Stride sacudió la cabeza.

–No lo era. En su carné pone que es de Vancouver.

–¿El cabrón me ha mentido? Vaya, Dios lo castigará por eso. – Sonrió a Stride.

–¿Había alguien más en la calle? – preguntó él.

–Nadie.

Stride observó el área circundante a la tienda de magia. Era una calle abierta y ancha, y se podía ver varias manzanas más allá. No creía que el asesino hubiera aparecido de la nada como en uno de los trucos del escaparate.

–Me has contado que has oído al asesino caminar hacia ti. ¿De dónde ha salido?

–No lo sé, tío. No había un alma. – Se mordía una uña y se rascó la entrepierna sin darse cuenta-. Espera, espera, un momento. Había alguien en esa parada de autobús de ahí.

Stride se dio unos golpecitos con el bolígrafo en sus dientes frontales y bizqueó mientras escudriñaba la parada de autobús, que estaba cerca del camino de entrada del Oasis, a unos treinta metros de donde se encontraban ellos. No había donde resguardarse, sólo una señal y una muesca en el pavimento para que el autobús despejara la calzada.

–¿Qué aspecto tenía? – preguntó Stride.

Elonda se encogió de hombros.

–Como no era poli, no me he fijado.

–¿Alto? ¿Bajo?

–Joder, no lo sé.

Stride se pasó la mano por su despeinado cabello entrecano. Era ondulado, rebelde y con más canas y menos cabello oscuro cada día que pasaba. Se mordió el labio al imaginar la calle vacía, sin rastro de actividad policial; sólo Elonda y el canadiense cachondo.

Y un hombre esperando el autobús.

–¿Has oído algún autobús? – preguntó él-. Lo habrías notado si hubiera pasado uno justo a tu espalda.

Elonda recapituló.

–No, ninguno.

–¿Cuánto tiempo habéis estado en el portal antes del crimen?

–Unos cuarenta y cinco segundos -respondió Elonda.

–Pareces muy segura.

–Cuento -dijo ella, y le dedicó un ostentoso guiño.

Stride podía ver la escena. Ningún autobús y menos de un minuto antes del disparo. Llamó con un gesto a uno de los agentes uniformados que estaban por allí, un chaval corpulento con el pelo rubio, peinado moderno y perilla incipiente.

–Ve a esa parada de autobús -le pidió Stride-. Luego cronometra cuánto tardas en volver aquí. Sin prisas. Sólo eres un peatón que camina por la calle, ¿de acuerdo?

El policía asintió. No le llevó mucho. Cuando regresó frente a la tienda de magia, apretó un botón de su reloj deportivo y anunció:

–Treinta y dos segundos.

Stride volvió a agacharse delante de Elonda.

–Voy a necesitar que hagas un esfuerzo y pienses en el hombre de la parada de autobús.

–Ha sido ese tío, ¿verdad? – dijo Elonda-. Mierda, ya te he dicho que no me acuerdo de él.

–Hagamos una prueba -empezó Stride.

Se detuvo al oír una bocina de coche que mugió de pronto detrás de él, y luego oyó el caro ronroneo de un coche deportivo arrancar cerca de allí, justo al otro lado de la cinta que delimitaba la escena del crimen. La puerta se abrió y Stride vio al policía de la perilla, que aún rondaba por allí, mascullar alguna grosería entre dientes. Stride miró tras de sí a tiempo para ver un Maserati Spyder amarillo despegar rumbo al Strip.

–¿Quién es esa chula? – preguntó Elonda mirando por encima del hombro de Stride.

El Spyder había dejado a una mujer que ahora estaba de pie inspeccionando la escena, con los brazos plegados sobre un pecho generoso y con un pie en el bordillo. Llevaba el pelo corto y en punta, de un rubio oscuro con mechas negras. Era alta, probablemente sólo unos centímetros menos que el metro ochenta de Stride, y se la veía tuerte y bien torneada, con unos brazos que llenaban las mangas de su apretada camiseta blanca. En el brazo derecho lucía un tatuaje con una cabeza de lobo. Una placa dorada de policía colgaba del cinturón de sus vaqueros azules.

–No te preocupes por eso -le dijo Stride a Elonda-. Ahora mismo, lo que quiero es que cierres los ojos. Relájate y piensa otra vez en cuándo has descubierto a tu cliente por primera vez.

–¿Estás intentando hipnotizarme? – preguntó Elonda-. ¿Puedes hacer que deje de morderme las uñas?

Stride sonrió.

–No, sólo quiero que hagas memoria. Imagínatelo en tu mente, ¿vale? Acabas de ver a tu objetivo. Estás cruzando la calle. ¿El otro hombre ya está esperando el autobús?

Elonda empezó a canturrear. Meneaba la cabeza adelante y atrás siguiendo cierto ritmo. Luego, de repente, abrió los ojos de par en par.

–No, no estaba allí. ¡Oye, esto está muy bien!

–Vuelve a cerrar los ojos. Sigue reproduciéndolo.

–Sí, ahora el tío está detrás de él en la parada de autobús. Le veo. ¿De dónde coño ha salido?

–¿Qué está haciendo?

–Consultar su reloj. Mirar a un lado y a otro de la calle. Esto está pero que muy bien.

–¿Qué lleva puesto? – preguntó Stride. Pensó en un modo de estimular la memoria de la chica, y añadió-: Cuando consulta su reloj, ¿ves si su brazo está desnudo?

Elonda frunció la boca, como si estuviera a punto de dar un beso. Se le arrugó la frente.

–¡Un abrigo! – dijo, alegremente-. Lleva una cazadora… marrón, creo. Y pantalones marrones también, militares, quizá.

–Lo estás haciendo muy bien. ¿Es un tipo grande?

–No es muy alto. Ni realmente grande. Pero parece, no sé… duro. Un tío chungo.

–¿Y el color de su pelo?

–Oscuro -dijo Elonda-. Corto. Y barba también. Lleva barba.

–Elonda, eres estupenda -dijo Stride, y observó a la chica, que estaba radiante de orgullo.

Se pasó diez minutos más recreando el resto de la escena, pero cuanto más se acercaba al asesino, más en blanco se quedaba su mente. Una vez terminado, Stride volvió a llamar al perillas y le dijo con voz susurrante lo que tenía que hacer.

–¿El Harrah's? – preguntó el policía, incrédulo-. Me toma el pelo. Sawhill flipará si pido el reembolso de algo así.

Stride se metió una mano en el bolsillo y se sacó dos billetes de veinte de la cartera.

–Toma, coge esto, y pide algo tú también. Se te ve muy delgado.

El policía se frotó su cuello descomunal y sonrió.

–Como usted diga.

–Pero manten las manos apartadas de la chica -añadió Stride.

Cuando Elonda estuvo a salvo en el asiento de atrás de un coche patrulla, Stride buscó a su nuevo compañero.

Era raro trabajar otra vez en las calles; un detective en plena acción. Había sido teniente en Duluth, un pez grande en un estanque pequeño, y ahora sólo era un investigador más en el departamento de homicidios de la Metro, en Las Vegas. Lo más cerca que había estado nunca de un compañero fue con Maggie Bei, la sargento primera de su división. Stride y Maggie habían trabajado juntos durante más de una década, y aquella menuda policía china con su lengua afilada y sarcástica se había convertido en su mejor amiga. Pero Maggie seguía en Minnesota, con un marido que no pertenecía al cuerpo y un bebé en camino. Y Stride estaba en Sin City[3], el último lugar donde hubiera imaginado que estaría.

Gracias a Serena.

Había conocido a Serena Dial durante el verano, cuando ambos investigaban un asesinato en Las Vegas cuyas raíces llegaban hasta una adolescente desaparecida en Minnesota unos años atrás[4]. La investigación había puesto punto final a su vida en Duluth y destrozado su segundo matrimonio, que él sabía equivocado desde el principio. Maggie rara vez desperdiciaba la ocasión de recordarle que ella había visto el divorcio acechándolo como un tren descarrilado, aunque Stride había ignorado sus advertencias.

Pero lo viejo termina y empieza lo nuevo. Conocer a Serena lo había cambiado todo. Era hermosa, lista y divertida, a pesar de las afiladas aristas debidas a su turbulento pasado. Se enamoró de ella, mucho y deprisa. Al terminar la investigación había seguido a Serena hasta aquí, a este universo salvaje, y volvió a acabar en la calle.

Ahora tendría otra compañera, a quien no parecía hacerle ninguna gracia hacer de segundona de un recién llegado a Las Vegas.

–Amanda Gillen -anunció bruscamente cuando él se aproximaba, como si esperara un desafío.

Tenía una voz ronca. O a lo mejor sólo estaba medio dormida, igual que Stride, después de que una llamada telefónica lo apartara de su cama, y de los brazos de Serena, en mitad de la noche. Su primer caso de asesinato en Las Vegas. Un cadáver en la calle, en Flamingo.

–Yo soy Stride -anunció él.

Amanda asintió y empezó a tamborilear nerviosamente con el pie. Su labio inferior sobresalía, y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie les oía. Tenía el rostro tenso y triste.

–Mira, a todo el mundo le concedo un chiste antes de cabrearme, así que, ¿quieres hacerlo ahora o prefieres guardártelo para un día lluvioso?

Stride ladeó la cabeza.

–¿Qué?

–Ya lo sabes -dijo ella con acritud.

–No te sigo, Amanda.

Ella entornó los ojos al comprobar la confusión que mostraba él. Las arrugas de su frente se esfumaron y su mandíbula se aflojó. Le dedicó una extraña y chispeante sonrisa que, de pronto, resultó amistosa y nada distante.

–Está bien, tal vez no lo sepas. Olvídalo, no es nada. Son las dos de la madrugada y estoy de mal humor.

–Ya somos dos.

–Has estado bien con la prostituta. El modo en que has conseguido que hablara. Eres bueno.

–Gracias -respondió Stride. Y luego-: Me gusta el coche de tu novio.

Amanda soltó una sonrisita.

–Ah, el Spyder. La verdad es que es mío. Habíamos salido a bailar cuando recibí el aviso. Le he dicho que si le hace una sola abolladura, yo le abollo a él la polla.

–Vaya, es un buen incentivo -dijo Stride-. ¿Lo ganaste en las tragaperras?

–Algo por el estilo.

Stride vio que tragaba saliva y el rubor se propagaba por sus mejillas. Tenía una cara alargada que se afilaba en una barbilla algo prominente. Tenía los labios gruesos y de color rosa pálido, y las cejas finas y negras. Se había tomado su tiempo para aplicarse el maquillaje con una atención considerable. Su look de sábado por la noche, supuso Stride. A pesar de sus fanfarronadas de tía dura, era bonita cuando sonreía y parecía vulnerable cuando se ponía nerviosa. Stride calculó que tendría unos treinta años.

–¿Has encontrado el carné de la víctima? – preguntó Amanda.

Stride asintió.

–Permiso de conducir canadiense. Seguramente un turista al que se le acabó la suerte. El nombre es Michael Johnson Lane.

Amanda tardó en reaccionar.

–¿MJ Lane?

–Así es.

Silbó y sacudió la cabeza.

–Oh, mierda.

–¿Le conoces?

–Revisa de vez en cuando tu carpeta de correo basura, Stride -le aconsejó Amanda-. Su culo desnudo sale en la mitad de los mensajes. Por no hablar de cada número de la revista Us.

–Mi suscripción ha caducado -contestó Stride.

Amanda estudió su rostro el tiempo suficiente para darse cuenta de que estaba bromeando, y una sonrisa curvó sus labios rollizos.

–En fin, ahora estás en Las Vegas -replicó-. Por aquí, People, Us y el Enquirer son lecturas más importantes que una circular de la DEA[5].

Amanda avanzó hacia el cadáver. Llevaba unos tacones ridiculamente altos, y Stride advirtió que era unos centímetros más baja de lo que había pensado nada más verla. Notó que un miembro del cuerpo forense la miraba nervioso y se apartaba para dejarle espacio. Amanda no le prestó ninguna atención. Dobló la cintura hasta que sus manos quedaron llanas sobre la acera y giró la cabeza a un lado para observar los ojos sin vida de la víctima. Stride se sorprendió reparando en sus atractivas y musculosas nalgas y en sus piernas firmes, ceñidas por los vaqueros. Rápidamente apartó la mirada cuando ella se enderezó y anunció:

–Sí, es MJ.

–Muy bien. ¿Y quién es MJ Lane?

–Un joven heredero -contestó Amanda-. Su padre es Walker Lane. Ya sabes, el productor millonario de Vancouver.

–Y aparte del dinero de papá, ¿a qué debe su fama?

–Se codea con la gente adecuada. Contactos en Hollywood. Pasaba desapercibido hasta que el año pasado filmó una cinta repugnante con una joven actriz de culebrones. Alguien robó la cinta y la colgó en internet. Manos atadas, sexo anal… algo de lo más pervertido.

–Ha nacido una estrella.

–Exacto. Será todo un bombazo que se lo hayan cargado. Tu foto aparecerá en toda la prensa sensacionalista.

–Procuraré blanquearme los dientes -dijo Stride.

–¿Y bien? ¿Qué opinas? ¿Crees que alguien estaba acechando a MJ?

–Parece un crimen profesional -respondió Stride.

–Pero no mató a la chica -señaló Amanda-. Un profesional liquidaría a la testigo.

–Sí, es cierto. También dejó el casquillo de la bala. A.357.

–Así que tal vez no sea un profesional.

–Tal vez no -admitió Stride-. Pero lo había planeado bien. Frío y rápido. La pregunta es: ¿iba ese tío detrás de Lane concretamente, o estamos ante alguna clase de cruzada moralista para eliminar el problema de la prostitución de las calles de la ciudad?

–Quizás ambas cosas -dijo Amanda-. MJ no es el primer famoso que se deja lamer el cucurucho por aquí. El responsable de esto podría haber estado vigilando el casino con la intención de armarla gorda y conseguir varios titulares por el golpe.

Stride asintió.

–Salvo que, por lo que cuentas de MJ, podría haber un montón de razones para que alguien quisiera verle muerto.

Capítulo 3

Pete, uno de los mozos del Oasis, se acordaba de MJ Lane.

–Ha venido alrededor de las diez -les explicó a Stride y Amanda cuando le interrogaron en la entrada para vehículos del casino.

Pete era joven y tan blanco como un tubo de dentífrico, pelo castaño alisado, para que le quedara aplanado sobre la cabeza. Llevaba unos pantalones negros y zapatillas de deporte, y una chaqueta bien ajustada y larga hasta la cintura de color burdeos.

–¿Solo? – preguntó Stride.

–¿El señor Lane? No precisamente. Iba con Karyn del brazo. Karyn Westermark, ya sabe, la actriz de culebrones. – Se abanicó como si el aire fresco de la noche se tornase tórrido-. ¿Vio el vídeo en la red? Era ella. Está buenísima. Tío, mejor que una actriz porno.

–¿Cómo llegaron? – quiso saber Amanda-. ¿Taxi? ¿Limusina?

Sin responder, Pete se fue a atender a un Lexus; abrió la portezuela del pasajero y corrió después al otro lado del coche para coger las llaves y entregarle al conductor el resguardo del aparcamiento. Regresó disculpándose y embolsándose una propina de cincuenta dólares. Echó un vistazo nervioso cuando otros dos coches se acercaron por el camino de entrada. Las dos de la madrugada de un sábado en el Oasis era hora punta.

–¿Cómo ha llegado MJ aquí esta noche? – repitió Amanda.

–Conduciendo él mismo -les explicó Pete-. Tiene un piso en la ciudad, en las Charlcombe Towers, justo a la salida del Strip.

–¿Por qué no pidió su coche al marcharse? – preguntó Stride.

–Me ha parecido que se iba a dar un paseo, ¿sabe?

Stride alzó una ceja y se inclinó hacia el rostro de Pete.

–¿Por qué necesitaría un «paseo» si tenía a Karyn con él?

–Karyn se ha ido una hora antes que MJ -contó Pete-. Le he pedido un taxi.

–¿Parecía disgustada? – preguntó Amanda.

Pete negó con la cabeza.

–Más bien aburrida. Le ha pedido al taxista que la llevara al Ra, allá en el Luxor. Iba a la caza de otra fiesta.

–¿Ha dicho algo MJ al marcharse? – quiso saber Stride.

–No, se le veía bastante borracho. Ha salido directamente a la acera. Yo ya sabía adónde iba.

–¿Es que MJ «paseaba» mucho? – preguntó Amanda.

El mozo palideció.

–No muy a menudo. Un tío como él no necesita pagar por eso. Pero a veces te apetece algo de la calle, así no tienes que despertarte con ella al lado, ¿vale?

–Eso explícaselo a tu novia -dijo Stride-. ¿Le ha seguido alguien cuando ha salido por la puerta?

Pete se encogió de hombros.

–No lo sé. Los coches iban y venían. Sólo me he fijado en MJ porque es un habitual.

La bocina de un coche bramó ruidosamente, y el mozo hizo una seña y se puso a dar saltitos con ambos pies, ansioso ante su próxima propina.

–¿Nada más? – preguntó Pete, impaciente.

–¿Quién es el jefe de seguridad aquí?

–Gerard Plante. Entrando, todo recto hasta la parte de atrás.

–Gracias. Enviaremos a un equipo para que examine el coche de MJ -añadió Stride-. Asegúrate de que nadie se acerque antes que ellos. Tú incluido.

–Claro.

Stride dio unas palmaditas en el hombro del chico.

–Si leo algo en la revista Us sobre unos condones en la guantera de MJ, me aseguraré de que Hacienda llame a tu puerta para preguntarte por esas propinas de cincuenta dólares. ¿Entendido?

Pete abrió los ojos de par en par y se pasó la lengua por el labio superior, intentando adivinar si Stride hablaba en serio. Luego tragó saliva y corrió hacia el siguiente coche.

–La revista Us -dijo Amanda-. Muy bien.

–He pensado que te gustaría.

Stride llevó a Amanda por la puerta giratoria rumbo al océano de humo y ruido del interior del casino. El rancio olor de los cigarrillos entró en sus pulmones como un viejo amigo, y así de fácil volvieron las ansias. Era curioso que nunca se marcharan. Llevaba más de un año sin fumar, pero se percató de que juntaba el pulgar y el índice, como si hubiera un Camel encendido entre ellos. Respiró hondo, inspirando y espirando y preguntándose si algún ángel sarcástico habría dejado caer Las Vegas en pleno desierto para poner a prueba la fuerza de voluntad de los ex pecadores.

También se sorprendió excitándose. Era erotismo inducido, parte del juego de control mental que ejercitaban los casinos. No podía pretender ser inmune. Reaccionaba a la pulsación de aquel torrente sanguíneo que era el casino. No era avaricia, como pensaba la mayor parte de la gente. Era hambre. De dinero, de carne, de comida, de alcohol y de humo… pura avidez que rezumaba, obsesionaba y abrumaba. Así lo programaban los casinos. Tal vez las pequeñas medias lunas negras del techo no fueran cámaras después de todo, espiando cada dedo sobre el botón de una tragaperras o cada volteo de una carta. Tal vez estuvieran rociando alguna droga inodora para desatar la psicosis, que duraba hasta que todo tu dinero desaparecía o escapabas de regreso a tu casa.

El Oasis era uno de los casinos de Las Vegas más explícitos en utilizar el sexo para vender sus máquinas y mesas, y de cultivar la imagen de lugar de moda donde codearse con los famosos. Mientras echaba un vistazo al casino, Stride vio por todas partes pósteres de mujeres increíblemente hermosas enfundadas en biquinis, que lo miraban con lascivia mientras promocionaban torneos de tragaperras, timbas de póquer y bufes de patas de cangrejo. Funcionaba. El casino en sí no era grande, no era un inmenso pulpo como el Caesars, pero todas las máquinas estaban ocupadas y todos los asientos de las mesas de blackjack estaban llenos, con una multitud apretujándose para observar la acción. Era gente joven, con mujeres tan sensacionales como las de los pósteres.

Stride recordó lo que el compañero de Serena, Cordy, había dicho sobre las noches en Las Vegas: la hora en que las tetas salían a jugar.

Estaba empalmado. Y eso le cabreaba.

–Vamos -gruñó.

Amanda tenía una mirada de frío asombro. La droga también estaba actuando sobre ella.

Se abrieron camino por entre las filas de máquinas tragaperras y hallaron la oficina de seguridad en la parte de atrás del casino, un imponente monolito de roble regentado por la única mujer fea y severa del recinto. Hablando por encima de los mamporros de la música rock, Stride preguntó por Gerard Plante.

Luego le mostró su placa. Ella le pidió que esperase.

Amanda se sentó ante una tragaperras frente a la puerta de seguridad y metió un billete de cinco dólares que se había sacado del bolsillo. La máquina exhibía a los personajes de un antiguo programa de televisión que Stride recordaba haber visto cuando era un crío en Duluth. Le vino una imagen de la ventana de su dormitorio y de la nieve azotando al otro lado del cristal.

Stride se apoyó en la máquina y hundió con impaciencia las manos en los bolsillos. Se inclinó hacia Amanda.

–¿Y qué has hecho para acabar siendo mi compañera?

Amanda apartó la vista de la tragaperras y le dedicó una mirada de recelo.

–¿Disculpa?

–El teniente cree que debería volver a Minnesota a recoger nieve con una pala -dijo Stride-. Tienes que haberle cabreado para que te coloquen a un novato como yo que además está en la lista negra de Sawhill.

Stride sabía que Sawhill simplemente estaba enfadado con el mundo. Él mismo solía ponerse de ese modo cuando era teniente, durante esos períodos en que iba mal todo aquello que podía ir mal. Sawhill había perdido a su detective predilecto cuando el tío ganó el jackpot Megabucks y se había retirado al instante, ocho millones de dólares más rico. Entonces Serena pasó por encima de Sawhill y se dirigió al sheriff para enchufar a Stride, un investigador de homicidios experimentado que, mira por dónde, estaba en la ciudad, disponible, aburrido y sin nada mejor que hacer que dejar que la ciudad lo sacara de quicio. Y así es como Sawhill se encontró a Stride atragantado, y se había asegurado de dejarle bien claro que no creía que su nuevo detective estuviera a la altura del trabajo en la gran capital del crimen.

–Ah, vale, ya lo pillo -dijo Amanda, medio para sí misma-. Yo me estaba preguntando qué habías hecho para acabar conmigo. Ahora lo entiendo todo. Sawhill la tiene tomada contigo.

Stride se encogió de hombros.

–A mí me caes bien. Pareces lista. Y también eres digna de ver. En principio me está haciendo un favor.

–No del todo -le aseguró Amanda.

–¿Quieres ponerme al corriente?

Amanda lo miró largamente.

–No lo sabes, ¿verdad? ¿Serena no te lo ha explicado?

–Creo que no.

–¿Seguro que no estás jugando a hacerte el estúpido conmigo?

–No llevo en esta ciudad el tiempo suficiente para jugar a nada -contestó Stride.

Amanda soltó una risa larga y profunda.

–Vaya, eso está muy bien. Pero que muy bien.

–¿Me vas a contar el chiste?

–Soy una no operada -dijo Amanda.

–¿Qué es eso? – preguntó Stride, sinceramente confuso.

–Soy transexual. Una transexual no operada. He pasado por cirugía para feminizarme, tomo complementos de estrógenos para impulsar el desarrollo de los pechos, la piel suave, el peso adecuado y cosas así. Pero decidí no recurrir a la cirugía para quitarme los genitales. ¿Lo pillas? Antes era un tío.

Stride sintió que su rostro adoptaba múltiples tonos carmesí.

–Joder.

–Así que ya lo ves, no estoy precisamente la primera en la lista para potenciales compañeros.

No pudo evitarlo. Se encontró mirando los onerosos pechos que despuntaban por debajo de la camiseta de Amanda y luego la entrepierna de sus vaqueros ajustados, donde su imaginación pareció congelarse. Se dio cuenta de que estaba mirando y no se le ocurrió nada que decir.

–¿Quieres verlo? – le preguntó Amanda.

–¡No! – replicó Stride, y entonces se dio cuenta de la risita nerviosa de Amanda-. Lo siento -añadió-. Esto es estupendo. Sawhill me está mandando un mensaje, ¿sabes? «Apuesto a que no tenéis no operadas allí en Ninguna Parte, Minnesota, ¿eh, Stride?»

–¿Va a representar un problema?

Stride reflexionó sobre ello. Durante toda su vida, hasta hacía un par de meses, había vivido a orillas del lago Superior, en una ciudad liberal respecto a los sindicatos de trabajadores y la atención sanitaria, y conservadora respecto a la religión y el sexo. Pero Stride no se consideraba sentencioso sobre cualquier cosa que ocurriera a puerta cerrada, siempre que nadie saliera herido.

Se encogió de hombros.

–Como ya he dicho, eres lista, y eres el tío más guapo que he visto nunca.

–Ahora soy una chica. Pero gracias. Casi todos los del cuerpo, hombres y mujeres, han sido un poco más cerrados de mente.

–Me lo creo.

Stride tenía muchas preguntas para Amanda, pero no estaba dispuesto a preguntar nada que le hiciera parecer más idiota.

Notó una mano en su hombro. Stride se volvió y levantó la mirada hacia el rostro de color aceituna de un hombre muy alto, que llevaba gafas de sol plateadas incluso en plena noche y dentro del casino. Su cabello negro se erguía en un rasurado perfecto de una pulgada de longitud.

–¿Detective? – dijo-. Soy Gerard Plante, jefe de seguridad del Oasis.

Stride se presentó y Amanda se puso en pie, haciendo lo mismo. Gerard vestía traje azul marino cuya tela brillaba bajo las luces. Un pañuelo color borgoña, con el logotipo del Oasis bordado, asomaba de su bolsillo superior. Cuando se dieron la mano, el tacto de su piel fue como el de una tersa cartera de cien dólares.

–Vamos adentro, ¿les parece? – propuso Gerard.

Los guió hacia la oficina de seguridad y, cuando la pesada puerta de roble se cerró a sus espaldas, el estruendo del casino pareció esfumarse como por arte de magia y vino a reemplazarlo un relajante ruido blanco. Sin banda sonora. Sin zumbidos eléctricos. Aquí era donde los volcanes y los tigres blancos desaparecían, donde de lo único que se trataba era de dinero, el río que nunca sufría sequía.

Gerard les hizo entrar en un amplio despacho sin ventanas, decorado con un gusto exquisito e inmaculado. Era evidente que Gerard no era un hombre que creyera en el papel, porque no había ni un pedacito en ningún lugar del despacho, y su escritorio era de cristal con patas de acero triangulares y sin un solo cajón a la vista. Stride no detectó ni una mancha o huella dactilar en él.

Detrás de Gerard, en el escritorio, se encontraba la mayor pantalla de ordenador que Stride hubiera visto jamás, cromada y de líneas elegantes, que más bien parecía un televisor de plasma. Un anexo corredizo suspendido debajo del tablón de cristal albergaba un teclado, un ratón y un joystick.

Gerard invitó a Stride y Amanda a sentarse en dos sillas minimalistas delante del escritorio y él tomó asiento en una silla Aeron negra que había detrás. Se movía con gracilidad arrogante. Cuando se hubo sentado inclinó la silla, pero sus piernas eran lo bastante largas para seguir tocando holgadamente el suelo. Se quitó las gafas de sol con sumo cuidado, las dobló y las depositó en el escritorio de cristal, y después juntó los dedos en forma de campanario. Sus ojos eran azul grisáceo bajo unas cejas estilizadas.

–Supongo que se trata del señor Lane -dijo Gerard. Alzó una mano antes de que Stride pudiera interrumpirle-. He enviado allí a uno de mis hombres en cuanto hemos visto llegar a la policía. Él me ha informado del incidente.

–¿Incidente? – preguntó Stride-. Uno de sus clientes ha sido brutalmente asesinado a menos de cien metros de su puerta.

–Sí. Ha sido muy desafortunado.

–¿A causa de la publicidad negativa? – subrayó Stride con acritud, sin saber muy bien por qué el hombre le crispaba los nervios.

Él mismo se había planteado trabajar en la seguridad de un casino algún día en verano, pero decidió que no quería vivir en la boca del lobo.

Gerard sonrió fríamente.

–En absoluto. La triste verdad, detective, es que la publicidad tan sólo nos beneficia. Nuestros ingresos crecerán durante semanas debido al asesinato. Si sólo se tratara de eso, yo mismo le habría disparado. No, el señor Lane era cliente habitual, y de los generosos. Le echaremos de menos.

–¿Sabía que el señor Lane estaba en el casino esta noche? – quiso saber Stride.

–Por supuesto. El señor Lane y la señorita Westermark han llegado juntos hacia las diez y han sido escoltados a una sala privada para jugar al blackjack.

–¿Esta sala es visible desde la platea del casino?

–No. Los huéspedes que juegan no desean tener espectadores.

–¿Estaban solamente ellos dos, o había más gente en la misma sala? – preguntó Stride.

–No era infrecuente que MJ se mezclara con la multitud -dijo Gerard-. Pero esta noche estaban solamente ellos dos.

–¿Cuánto tiempo han estado jugando?

–Cerca de dos horas. Hacia medianoche, ambos han salido de la sala para visitar su suite.

–¿Han atravesado el casino para acceder a su habitación? – preguntó Stride.

–No, hay un ascensor privado -respondió Gerard.

–¿Los vigilaban? – inquirió Amanda.

Gerard no pestañeó, y su voz fue como la miel.

–¿Qué quiere decir?

–Quiero decir que ambos sabemos que tienen una cámara en ese ascensor privado. Así que podemos sentarnos aquí mientras usted encuentra el vídeo, o puede contarnos que recibió una llamada cuando MJ y Karyn se marchaban y les siguió la pista en el ascensor a través de esa hermosa y enorme pantalla de ahí.

Stride no estaba seguro de que Gerard fuera de la clase de hombres que sudan alguna vez, pero creyó ver que se estaba formando una película pegajosa en la nuca de aquel tío. Los tres sabían que Amanda había dado en el blanco.

Gerard inclinó la cabeza levemente, como un político que concede un punto en un debate.

–Estaban juguetones -reconoció.

–Pero su mozo ha dicho que Karyn se ha marchado antes.

–Así es. La señorita Westermark ha dejado su suite al cabo de cinco o diez minutos, sola. El señor Lane lo ha hecho unos minutos después. Parecía inquieto.

–Sabemos que Karyn ha abandonado el casino -dijo Amanda-. ¿Qué ha hecho MJ?

–Ha regresado a la mesa de blackjack y ha jugado otra hora. Estaba bebiendo mucho. Hacia la una de la madrugada, el señor Lane me ha dicho que estaba pensando en dar un paseo. Me he hecho una idea de para qué.

–¿De qué ha hablado MJ después de bajar?

–Ha hablado sobre todo de Walker Lane, su padre. No es ningún secreto para nadie que conozca al señor Lane que él y su padre no consiguen ponerse de acuerdo. Yo tampoco me llevo precisamente bien con el mío.

–¿Ha tenido algún problema inusual con la seguridad del casino últimamente?

Gerard se rió lo suficiente para mostrar un destello en sus dientes.

–Inusual sería el día en que no tuviéramos algo inusual, detective. Los casinos se basan en dinero, alcohol, sexo y emociones. No hace falta que le diga que es una combinación imprevisible.

–Pero ¿nada que implique a MJ? – preguntó Amanda.

–No. Nuestros clientes VIP rara vez nos causan esa clase de problemas. Son más bien como niños que juegan demasiado fuerte. Y a veces sus juguetes se rompen.

–Queremos ver algunas de las cintas que el casino ha grabado esta noche -dijo Stride-. ¿Podemos hacerlo desde aquí?

–Por supuesto. Pero no ha sucedido nada extraño en la sala de blackjack, se lo aseguro. Y no hay sonido en los vídeos.

Stride negó con la cabeza.

–No quiero la sala de blackjack. Quiero la platea del casino. Si alguien estaba siguiendo a MJ, quiero saber si ha estado aquí dentro.

Gerard estaba orgulloso de sus «ojos en el firmamento».

Cuando le dio al botón del ratón, docenas de ventanitas de vídeo del tamaño de uñas de pulgar aparecieron en su pantalla, como cartas repartidas sobre una mesa.

–Fuimos uno de los primeros casinos en digitalizar todo su sistema de cámaras -explicó Gerard-. Todo queda guardado permanentemente. Se acabó lo de cambiar cientos de cintas cada día. Si ganas más de mil dólares de una sentada, tenemos tu cara en el archivo para siempre. Y podemos capturar el rostro de cualquiera que esté en el casino y comparar nuestra base de datos con los archivos de la Metro y de la Junta de Control del Juego en cuestión de segundos. Algunos de nuestros técnicos trabajaron para el Departamento.

Utilizó el ratón para hacer clic sobre una de las uñas, y una imagen de una mujer asiática de mediana edad que jugaba en una máquina de vídeo-póquer Five Play llenó media pantalla. Stride tuvo que admitir que la calidad era rematadamente buena. Con un experimentado movimiento del joystick, Gerard enfocó las manos de la mujer y se acercó con el zoom, hasta ver con toda claridad sus dedos rechonchos eligiendo cada botón.

–La mayor parte de la gente sabe que les estamos observando -dijo Gerard-. Pero no se dan cuenta del poder de la tecnología.

–Veamos la cámara de la puerta principal hacia las diez -dijo Stride-. ¿Puede hacerlo?

Gerard asintió.

–Todas las imágenes indican la hora.

–Quiero ver llegar a MJ y si alguien le está siguiendo -añadió Stride.

Stride se apartó de su silla y él y Amanda se colocaron detrás de Gerard, mirando por encima de su hombro. Éste desplazó su asiento por debajo del escritorio y se sacudió una pelusa imaginaria de la solapa de la chaqueta. Acarició el ratón como un amante mientras deslizaba el cursor por la pantalla a la velocidad de la luz.

–Aquí lo tenemos.

Stride observó a MJ Lane y Karyn Westermark llegar a través de la puerta giratoria. Karyn llevaba una sudadera violeta que le venía demasiado grande, shorts blancos muy cortos y unas botas blancas de tacón alto que le abrazaban las pantorrillas y resaltaban sus largas piernas. MJ llevaba el mismo atuendo grunge (camisa por fuera y shorts holgados) con el que le habían encontrado unas horas más tarde. Totalmente despreocupado. Stride siempre sentía una ligera náusea cuando veía los vídeos de las víctimas poco antes de su muerte. Sus rostros eran inconscientes, ajenos al hecho de que la arena casi se había filtrado por completo en el reloj. El demonio de la capucha negra estaba justo a su espalda, afilando su guadaña, y ellos sonreían y se reían como si la muerte estuviera a años de distancia, y no exhalando en su piel.

–Deje que corran las imágenes -dijo Stride.

Siguieron el desfile de personas que entraban y salían del casino durante otros dos minutos. Y entonces Amanda apuntó con el dedo, tocando casi la pantalla.

–Ahí -dijo-. A la izquierda.

El hombre que aparecía por la puerta de más a la izquierda llevaba una gorra de béisbol azul desvaído y con la visera muy baja. Iba con la cabeza gacha y contemplaba el suelo al caminar. A duras penas pudieron adivinar la mancha oscura de la barba que ensombrecía la mitad inferior de su rostro.

–Militares marrones -dijo Stride-. Cazadora. Creo que es él. El hijo de puta elude las cámaras.

–Diez a uno a que la barba es falsa -dijo Amanda.

–Tenemos que volver a encontrarle -dijo Stride cuando el hombre desapareció del alcance de la cámara-. Parecía que se dirigía hacia el mostrador principal.

Gerard manejó el joystick. Menos de un minuto después, localizó al asesino en una tragaperras. Llevaba la gorra torcida, con un ángulo casual para cualquiera que lo mirase pero estratégicamente colocada para minimizar la visión de la cámara.

–Sabe dónde tenemos las cámaras -observó Gerard, mosqueado.

–¿Dónde está esa máquina? – preguntó Stride.

–Enfrente de la sala VIP.

Stride asintió.

–Así que puede ver cuándo se marcha MJ.

Gerard se acercó con el zoom, pero las nuevas secuencias no les ofrecieron nada nuevo. Al observar la espesa barba, Stride se mostró de acuerdo con Amanda: era falsa. Incluso los pómulos y la nariz daban la impresión de que aquel hombre había utilizado masilla para modificar aún más su aspecto.

–Queremos una copia -le anunció Stride a Gerard-, por lo que nos pueda servir. Y estaría bien que hiciera revisar las demás cámaras para ver si conseguimos un ángulo mejor de ese tipo.

–Por supuesto.

–Veamos lo que queda de material -le pidió Stride-. A ver lo que hace.

Gerard aceleró la imagen, pero los movimientos del asesino eran tan precisos que apenas importaba. Parecía congelado, con toda la actividad del casino apresurándose detrás de él en una mancha borrosa. Cada minuto se jugaba sólo cinco centavos del billete de veinte dólares que había metido en la máquina; lo bastante despacio para poder estar ahí sentado durante horas sin agotar su capital. En ningún momento pareció estar estudiando la entrada a la protegida zona VIP, pero Stride lo reconoció instintivamente como la clase de individuo al que nada se le escapaba. Frío y metódico.

Poco antes de la una en punto, MJ apareció otra vez. Gerard volvió a ralentizar el vídeo. Ahora MJ estaba manifiestamente borracho, y gesticulaba mientras se dirigía hacia la salida. El asesino de la máquina tragaperras estiró los brazos perezosamente, simulando no tener ningún interés; pero se puso en pie, dispuesto a seguirle. Stride pudo imaginarse el bombeo de adrenalina volviendo al hombre hiperconsciente. MJ estaba solo. El asesino estaba cerca. Listo para pisarle los talones a su víctima.

Entonces, el hombre de la máquina hizo algo. Ocurrió tan deprisa que Stride no estaba seguro de haberlo visto realmente.

–Pare, pare -insistió Stride-. Atrás. ¿Qué diablos es eso?

Ni Gerard ni Amanda se habían dado cuenta de nada. Gerard rebobino el vídeo y luego, siguiendo instrucciones de Stride, lo hizo correr hacia delante a poca velocidad, fotograma a fotograma. Mientras MJ desaparecía al fondo, el asesino se levantó, ahora con movimientos entrecortados y poco naturales, como en una película antigua.

Se desperezó. Empujó la silla hacia dentro con el pie. Rozó la máquina al ponerse en marcha para seguir a MJ.

Y alargó la mano hacia atrás.

–Hijo de puta -exclamó Amanda al verlo.

–¡Congélelo! – le ordenó Stride a Gerard.

Al alejarse, el asesino había colocado el pulgar en el centro del cristal de la máquina, como si nada, y había presionado, dejando una huella perfecta.

Stride sintió que se le revolvía el estómago, como si se hubiera subido a un vagón del túnel del amor y en lugar de eso se encontrara en los salvajes rieles de una montaña rusa. Notó el hormigueante escalofrío del miedo en sus terminaciones nerviosas.

–Debe de saber que no está en el banco de datos -murmuró Amanda.

Stride se quedó mirando la imagen congelada en la pantalla.

–Es más que eso -dijo-. Quiere que le demos caza.

Capítulo 4

Cuando Amanda y Stride montaron en el Bronco de éste, a él le sonó el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo del blazer. No hacía mucho que había cambiado el tono de llamada del Chattahooche de Alan Jackson por Restless, de Sara Evans, aunque no era lo mismo sin la increíble voz de Sara. Pero había algo en esa canción que a Stride le tocaba la fibra solitaria cada vez que la oía. Hablaba del hogar, y en los últimos meses su sentido del hogar, del lugar al que pertenecía, lo había abandonado.

Abrió la tapa del móvil y oyó la voz de Serena.

–Seguro que echabas de menos el glamour de este trabajo -le dijo.

Stride se había arrastrado fuera de la cama, malhumorado, a la una de la madrugada.

Se sintió más relajado. Estaba tan enamorado de ella que lo notaba físicamente, en lo más hondo de sus entrañas, aunque no entendía cómo podían sobrevivir los dos juntos en aquella ciudad. O cómo podía sobrevivir él. Ella era su oasis, un sueño al que podía aferrarse un hombre perdido en el desierto.

–Sí, echaba de menos salir con las criaturas de la noche -dijo Stride-. Creo que Sawhill ha disfrutado haciéndomelo recordar.

–Oye, Jonny, fuiste tú quien quiso volver a entrar en el juego -le provocó Serena-. Yo te aconsejé que te quedaras en casa y fueras mi mantenido.

Stride se rió: ella tenía razón. Cuando dejó el cuerpo en Duluth y se trasladó a Las Vegas en pos de Serena, estaba como en esa canción de Sara Evans: inquieto[6]. Toda su vida había transcurrido en Minnesota: su primera mujer, el precioso amor de su infancia, ya fallecida; su segunda esposa, de la que se había divorciado recientemente; Maggie, su compañera y su amiga más cercana; y todo ese frío, y los vastos espacios del norte lejano: el gran lago, las extensiones inacabables de abedules y pinos… Su hogar.

Pero después del último caso de asesinato que investigó -el mismo en el que conoció a Serena-, sus raíces habían quedado desenterradas. Se había pasado los dos últimos meses en Las Vegas sin nada que hacer, con la necesidad de volver a trabajar de nuevo. Había pensado en sacarse una licencia de investigador privado, pero no lograba imaginarse a sí mismo escondiéndose entre los matorrales del desierto para espiar a esposas adúlteras. Y entonces, tras un giro de la rueda de una máquina tragaperras, un detective de homicidios de Las Vegas había dejado su empleo con una fortuna en el bolsillo. De repente, Stride volvía a estar dentro.

–¿Alguna queja? – preguntó Serena-. ¿Preferirías haberte quedado en la cama? ¿O haberte quedado en Minnesota?

Aunque su voz era ligera, él captó una interrogación solapada. De vez en cuando, ella quería dejar patente la realidad de dónde se encontraban.

–Definitivamente, preferiría haberme quedado en la cama.

No había mordido el anzuelo con lo de Minnesota. Sabía que era demasiado pronto para opinar sobre el trabajo y Las Vegas y lo que deseaba para el futuro. No habían hablado realmente sobre ello, porque a los dos les gustaban las cosas tal como estaban y no querían joderla.

–¿Cuál es el caso? – preguntó Serena.

Stride le contó lo del cadáver y la oyó silbar largo y alto cuando le dijo que la víctima era MJ Lane.

–¿Por qué todo el mundo conoce a ese tío excepto yo? – preguntó.

–Si leyeras la revista Us en el baño de vez en cuando, sabrías estas cosas -contestó Serena.

Stride suspiró.

–Ya me han comentado mis carencias culturales -y añadió-: Ahora nos dirigimos al apartamento de MJ.

–¿Vas con algún compañero?

–Con Amanda Gillen -le dijo Stride.

–¿Amanda? – replicó Serena.

Lo dijo en voz lo bastante alta para que resonara en toda la furgoneta. Stride desvió la mirada hacia Amanda, que la mantenía discretamente fija en las luces de la ciudad mientras él conducía. Pero detectó el temblor de una leve sonrisa en la comisura de sus labios.

–Una chica muy maja -dijo Stride.

Amanda soltó una carcajada.

–Oh, Jonny, ¿es que no sabes…? – preguntó Serena.

–Sí, lo sé.

–Espero que eso signifique que no tengo que preocuparme -comentó Serena.

–Eso nunca se sabe -y añadió-: Tú también has madrugado. ¿Qué pasa?

–Un agente ha localizado un coche abandonado en el aparcamiento del centro comercial Meadows. Voy a recoger a Cordy. El poli cree que puede ser el vehículo que se dio a la fuga tras atropellar al chico de Summerlin la semana pasada.

–Eso está bien. Necesitabas un punto de partida.

–Sí.

Sonó más cansada que excitada. Y Stride lo entendía. Los asesinatos de niños eran los casos más difíciles de llevar, y la muerte de ese chico, Pete Hale, había afectado mucho a Serena.

–Tengo que dejarte -le dijo Stride.

Se estaban acercando al apartamento de MJ.

–Lo sé. Yo también.

Ninguno de los dos colgó, incluso el silencio del aire a través del teléfono era como un hilo de salvación que los unía.

–Oye, Jonny -Serena añadió-: Debes tener cuidado. Esto no es Duluth.

Stride dejó Paradise Road delante del complejo residencial de las Charlcombe Towers. Se inclinó hacia delante y levantó la mirada a través del parabrisas. Lo viejo y lo nuevo, pensó.

Las tres torres blancas de cuarenta pisos, flamantes y relucientes, se elevaban hacia el cielo nocturno en el lado oeste de Paradise. Los balcones de los pisos multimillonarios trepaban por las paredes de los edificios como escaleras hacia el cielo. Apenas una manzana más allá, oscuro y en ruinas, quedaba un vestigio del viejo Las Vegas, uno de los últimos casinos de la época de los sesenta. Había sido una princesa en su tiempo, pero se había ido quedando consumida y demacrada. Todavía en pie, aunque no por mucho tiempo. Stride ya había comprendido que lo viejo no duraba mucho en esa ciudad.

Amanda señaló el casino abandonado, listo para el derribo.

–Boni Fisso está ultimando un gran proyecto para ese espacio, tan pronto como hayan hecho detonar el viejo edificio. Un complejo turístico de tema asiático. Dicen que costará casi dos billones de dólares.

–¿Por qué asiático? – preguntó Stride.

–Supongo que hay muchos peces gordos en Japón y Singapur. Y creo que imaginan que China es la próxima promesa capitalista. El exterior tendrá el aspecto de un palacio de la dinastía Ming.

–Lástima que MJ ya no esté aquí para verlo -dijo Stride.

Atravesó la entrada y les hizo un gesto a los guardias, que mostraron unos rostros pétreos y recelosos mientras estudiaban la furgoneta polvorienta de Stride.

–Deberíamos haber traído el Spyder -le dijo Amanda.

Les llevó casi cuarenta y cinco minutos salvar el puesto de los guardias y llegar al apartamento de un solo dormitorio de MJ Lane, que estaba a la mitad de la torre norte, en el piso veintiocho. Dentro, Stride se enfundó unos guantes, pero se detuvo en el vestíbulo con suelo de parqué. Frunció la nariz.

–Hierba -dijo.

Bajó dos escalones hacia la sala de estar, que exhibía una fuente gigante de piedra en el centro, dos opulentos sofás de piel y un equipo audiovisual que ocupaba la mayor parte de la pared oeste e incluía un televisor de alta definición de setenta y dos pulgadas. Aquel lugar era un desastre, a pesar de las decenas de miles de dólares que alguien -¿MJ padre?– había invertido en acabados de cromo, una mesa de comedor de madera de cerezo y candelabros esculpidos en plata y cristal. MJ lo tenía como el dormitorio de una residencia de estudiantes. Había una revista porno abierta sobre uno de los sofás, docenas de DVD esparcidos por el suelo en una caótica pila delante del televisor y restos de un desayuno para dos -cereales con leche y café frío- olvidados en la mesa de comedor, además del olor a porro a medio fumar que planeaba en el aire viciado. Vio ropa interior de hombre y unas bragas en la alfombra, cerca de la puerta abierta que conducía al gran dormitorio.

–MJ tenía una invitada -dijo Stride.

–Y no era Karyn Westermark -añadió Amanda.

La frente de Stride se arrugó.

–¿Cómo lo sabes?

–Karyn nunca lleva ropa interior.

Stride rió entre dientes. Observó los DVD sin nombre del suelo y pulsó el botón del reproductor digital. Una imagen surgió en la inmensa pantalla. Gemidos guturales los envolvieron desde unos altavoces ocultos por todo el apartamento. Stride vio a un hombre con las piernas y los brazos abiertos encima de la cama, y con una chica desnuda sentada a horcajadas sobre él y haciendo oscilar sus cónicos senos encima de su boca. Por un instante pensó que estaba viendo una película porno, pero se trataba de una cinta casera. El hombre de la cama era MJ. No reconoció a la mujer, pero su cabello rizado y castaño no concordaba con los mechones rubios y lisos como un palo que habían visto en la imagen de Karyn Westermark del servicio de seguridad del Oasis.

–Hay tíos que no aprenden nunca -dijo Amanda-. Creía que ver tu propia peli de destape en internet te hacía ser un poquitín más cuidadoso con estas cosas.

Stride detuvo la exhibición. Vio un teléfono y un contestador automático sobre la pantalla de vidrio que rodeaba la fuente gorjeante. El piloto rojo parpadeaba. Cuando Stride le dio al botón, una voz electrónica anunció que MJ tenía tres mensajes.

«MJ, soy Rex Terrell. He pensado que podríamos intercambiar algún secreto. Yo ya te enseñé los míos, ¿por qué no me enseñas tú los tuyos? Llámame, ¿vale?»

Terrell dejó un número, que Stride anotó en su cuaderno. La llamada había sido realizada justo después de la medianoche del sábado.

–¿Sabes quién es Rex Terrell? – preguntó Stride.

Amanda negó con la cabeza.

El siguiente mensaje era de Karyn Westermark, dulce y breve.

«Soy Karyn. Estoy en la ciudad, cariño. A las siete en punto en el Olives. Nos vemos. Te quiero.»

–Ya sabemos que han cenado en Bellagio -dijo Amanda-. Me pregunto si Karyn sabe algo de la morenita que protagoniza la última película de MJ.

El último mensaje empezaba con unos segundos de silencio. La cinta crujió. Stride oyó unos movimientos de fondo, un hombre que se aclaraba la garganta y algo de música clásica. Finalmente llegaron las palabras, con una voz quejosa y entrecortada por incómodas pausas. Intervalos en los que no sabía qué decir. Había un intenso dolor en su tono.

«MJ, soy Walker… por favor no dejes de escuchar, no borres el mensaje. Tenemos que hablar… estás equivocado…»

Stride pulsó el botón de pausa.

–¿Walker? – preguntó.

Amanda asintió.

–Walker Lane, el productor. El padre de MJ.

«Lo que has oído no es verdad, y ojalá supiera qué decir para conseguir que creyeras que…»

La última pausa fue más prolongada que las otras, y Stride pensó que el mensaje había terminado. Pero entonces la voz continuó, más suave, suplicante:

«Me gustaría que vinieras a casa. Le pido a Dios que dejes de vivir ahí… Quiero contarte la verdad, cara a cara… Voy a intentarlo con tu móvil. Si aún no hemos hablado cuando oigas esto, llámame.»

Walker Lane colgó el teléfono. La hora grabada en el contestador era medianoche, más o menos cuando MJ y Karyn estaban entrando en su habitación del Oasis. Una hora antes de que alguien siguiera a MJ a la calle y le disparase.

Stride volvió a mirar la habitación. Vio algunas fotos enmarcadas de MJ con varios famosos, la mayoría mujeres. Había una foto de hacía años con un MJ muy joven y una mujer que Stride supuso que sería su madre. Pero ni rastro de su padre; ni la menor señal en ninguna parte de que Walker existiera, salvo por el olor a dinero.

–Me pregunto si habrá llamado al móvil de MJ. Eso tal vez explicaría por qué Karyn se ha marchado, antes y por qué MJ estaba disgustado.

–No es la voz de un hombre que pagaría para ver muerto a su hijo -dijo Amanda.

–No. Pero quiero saber sobre qué discutían.

Continuaron registrando el apartamento. Stride encontró más drogas dentro de un muy bien provisto mueble bar, un arca de madera esculpida que contenía una bolsa grande de marihuana, un sobre plastificado con muchos gramos de cocaína y dos frascos de lo que parecía ser Oxycontin. Habían rascado las etiquetas.

–Parece un consumidor refinado, pero no un vendedor -dijo Amanda.

Stride estuvo de acuerdo. Se puso a guardar y sellar las drogas en bolsas de pruebas.

–¿Qué hay del Maserati? – preguntó Stride, captando la atención de Amanda-. No te lo compraste con un sueldo de policía.

Ella se encogió de hombros.

–Tuve que demandar al municipio el año pasado. Discriminación. Acoso. No creerías la mierda que tuve que aguantar.

–Me parece que sí -dijo Stride.

–En cualquier caso, el municipio pactó conmigo. El tribunal obligó a los jefes a declarar lo correcto, y la mayor parte de las gilipolleces se acabaron. Pero no quieren tener nada que ver conmigo.

–Todos los policías son hombres, Amanda. Hasta las mujeres.

–No creas que no lo sé -dijo-. El acuerdo era bastante satisfactorio. Seis cifras. Nadie se imaginó que yo resistiría. Estoy segura de que creían que cogería el dinero y me largaría. Pero ni hablar de eso. Me compré el Maserati, guardé el resto del capital en el banco y seguí trabajando. Se pusieron como locos.

Stride se rió. Le gustaba su actitud desafiante. Le recordaba a Maggie, la que había sido su compañera en Duluth durante tanto tiempo.

–Aunque ha sido muy duro para mi novio -añadió Amanda-. Me siento peor por él que por mí misma. Apareció unos seis meses después de que yo hiciera el cambio, y eso fue hace cuatro años. Y no, al principio no lo sabía. Y sí, fue un gran impacto. Pero lo ha aceptado.

–La verdad es que no iba a preguntarlo -le dijo Stride.

–Venga ya, sentías curiosidad. Todo el mundo la siente, no pasa nada.

–Culpable -admitió él.

–Tienes suerte, ¿sabes? – afirmó Amanda-. Con Serena. Es preciosa.

–Sí, lo es.

La belleza de Serena lo arrolló cuando la vio por primera vez. Largo cabello negro por el que no podía dejar de deslizar los dedos. Ojos verde esmeralda que lo provocaban con su danza. Piel dorada por el sol y unas pocas líneas que arrugaban su piel para decirle que pasaba de los treinta e iba rumbo a los cuarenta. Un cuerpo alto y atlético que mantenía estilizado a base de duro trabajo.

Amanda se lo vio en la mirada.

–La quieres, ¿verdad?

–Claro que sí -contestó él.

–Yo también quiero a Bobby -dijo Amanda-. Se traga un montón de mierda, y aun así lo acepta.

–Eso vale mucho. – Stride se detuvo en seco y puso los ojos en blanco-. Has pillado lo del nombre, ¿no? A man-da[7].

Amanda sonrió con timidez.

–La mayoría de la gente no lo pilla nunca.

–Vamos al dormitorio -dijo Stride. Y rápidamente añadió-: Para registrarlo.

La suntuosa alfombra del dormitorio de MJ era negra, al igual que los muebles, todos lacados y brillantes. En la pared del lado izquierdo había ventanas que llegaban desde el suelo hasta el techo, con puerta doble en el medio, y Stride pudo ver las luces de la ciudad a través de las lamas verticales de madera. La cama de MJ, California extra grande, se encontraba en la pared opuesta. El edredón de tablero de ajedrez rojo y negro estaba medio caído de la cama, y las sábanas de color granate, hechas un revoltijo. Stride divisó un envoltorio de condón en el suelo.

–Ve a revisar el baño, ¿de acuerdo? – dijo.

Amanda desapareció por la puerta que había cerca de la cama. La atención de Stride se desvió hacia el escritorio, en el otro extremo de la habitación, un campo de batalla de correo sin abrir, comunicados de banco, revistas masculinas y cuentas de restaurantes y hoteles. Se sentó y empezó a buscar entre el desorden.

–Más pastillas -anunció Amanda al regresar-. Montones de éxtasis. Y puedes escoger: Levitra, Cialis y Viagra. Podría haber jugado al tenis con la polla.

Stride tuvo un escalofrío.

–¿Hay algo ahí? – preguntó Amanda.

–No encuentro ninguna agenda, ni electrónica ni de las normales. Tenía más de diez millones en sus cuentas, seguramente cortesía de Walker. Jugaba mucho, por toda la ciudad y también en el Caribe.

–¿Acosadores? ¿Cartas amenazadoras? ¿Pleitos?

–De momento, no.

–Y ¿cuál es el móvil? ¿Por qué alguien querría matar a este tío?

Stride se frotó los ojos, pues notaba que la falta de sueño le estaba afectando.

–No parece que le debiera dinero a nadie. Tal vez se trate de un triángulo amoroso entre Karyn y la morenita misteriosa del vídeo, aunque creo que todos andan detrás de todos entre esta clase de gente. En principio no es motivo para un asesinato; no con un asesino a sueldo. Tomaba drogas, pero ¿qué tiene eso de especial? Estaba enemistado con su padre: eso es todo lo que tenemos, y no es mucho.

–A no ser que tengamos a un psicópata entre manos.

Stride se levantó del escritorio. Pensó en el asesino del vídeo, dejándoles su huella.

–Sí, eso es algo que debemos tener en cuenta.

Vio un periódico doblado en la mesita junto a la cama sin hacer de MJ y lo cogió. Las páginas ya estaban amarillentas, y al comprobar la fecha vio que tenía más de tres meses. Leyó el titular:

DEMOLICIÓN PARA DEJAR PASO

AL ORIENT

Las fotografías ocupaban casi toda la primera plana. Boni Fisso dándole la mano al gobernador Mike Durand frente a una maqueta arquitectónica del espléndido complejo nuevo. El salón del viejo casino en su época de apogeo, hacía cuarenta años, con chicas bailando semidesnudas en el escenario. La nube de polvo de uno de los antiguos casinos que habían sido arrasados en cuestión de segundos con la eficiencia de una bomba.

–¿Has visto alguna vez una demolición? – le preguntó Stride a Amanda.

–Sí, era vigilante de seguridad cuando derribaron la última torre del Desert Inn -dijo-. Es impresionante. Por aquí una implosión siempre es sinónimo de fiesta.

Stride asintió. Vio un número de LV, la revista mensual de la ciudad, que descansaba debajo del periódico. En una esquina de la portada había una foto del mismo casino y un titular provocativo al lado:

TRAPOS SUCIOS DE UN CASINO

Amanda espió por encima de su hombro.

–Vive arriba, ¿sabes? Por si quieres pasar a decir hola…

–¿Quién?

–Boni Fisso. Este complejo es suyo, igual que el hotel de la calle de enfrente. Estoy casi segura de que su ático está en esta torre.

Stride conocía la reputación de Fisso. Era un empresario perteneciente a una raza en extinción en Las Vegas, una reliquia de la época en que mandaba la mafia, antes de que la ciudad se convirtiera en un mercado corporativo. Fisso debía de tener más de ochenta años, pero seguía apareciendo sofisticado y robusto en las fotografías, como un hombre viejo que se resiste a desfallecer. Era bajo, de apenas metro setenta, pero con la constitución de una boca de incendios a la que podías patear sin llegar a abollar nunca.

–¿Qué sabes de Boni? – preguntó Stride-. ¿Está limpio su dinero?

–Cuesta creerlo, pero nadie ha demostrado jamás lo contrario -dijo Amanda-. Lleva años en el punto de mira de la Junta de Control del Juego, pero nunca han obtenido pruebas para ponerle en la lista negra. O eso, o Boni tiene algún contacto amigo entre los políticos. Sea como sea, ha sabido jugar sus cartas. Pretende ser como Steve Wynn[8]: nada más que un promotor honrado y filántropo.

–¿Tiene Boni alguna relación con MJ?

Amanda se encogió de hombros.

–No, que yo sepa. ¿Por qué?

Stride señaló el periódico y la revista.

–Parece ser que MJ estaba muy interesado en su nuevo complejo.

–Bueno, este balcón da directamente al lugar de la demolición. Durante los próximos dos años habría contemplado cómo surgía el Orient de entre las cenizas, si alguien no le hubiera volado los sesos.

Stride asintió. Sabía que Amanda estaba en lo cierto: no era nada significativo. Pero algo le inquietaba, de todos modos. Las pequeñas cosas causaban ese efecto sobre él; piezas descoloridas del rompecabezas que no encajaban. MJ tenía cosas más importantes que hacer en esta ciudad. Drogas. Fiestas. Mujeres. ¿Por qué razón guardaría un periódico varios meses atrasado junto a su cama?

¿Qué había en el proyecto Orient que fuera tan importante para él?

Y una explotación de dos billones de dólares, financiada por un hombre de quien todo el mundo sospechaba que tenía conexiones con la mafia. Eso sí que era un motivo por el que matar, si alguien se entrometía en tu camino. Aunque Stride no veía cómo un playboy como MJ podía resultar una amenaza para un hombre como Boni Fisso.

Stride atravesó el dormitorio hasta las puertas dobles de cristal que daban al balcón. Las abrió y salió afuera. Una brisa hizo sacudir las lamas verticales. En el exterior no había muebles, sólo una larga verja de hierro y vistas al extremo norte del Strip. Se agarró a la reja. El corazón le palpitaba un poco desbocado con las alturas. Se imaginó a MJ ahí de pie, ciego de cocaína, preguntándose si podrían brotarle alas con las que volar. «Los jóvenes son estúpidos», pensó Stride. Comprendió que seguramente MJ jamás habría salido allí; seguramente, ni siquiera llegó a abrir nunca la puerta. Tenía a Karyn Westermark desnuda en su cama, y quizás a incontables mujeres más, y eso era una vista mejor que todas las luces del Strip juntas.

Pero Stride se entretuvo ahí de todos modos. Se preguntó, tan sólo por un instante, si él podría volar. Era un lugar hermoso, el ambiente estaba fresco con aquel clima de finales de septiembre, cuando lo peor del calor ya había pasado y las noches tenían cierto sabor otoñal. Hacia el este había un resplandor rojizo allí donde el sol asomaba para nacer por encima de las montañas; pero el valle aún estaba arropado por la noche.

Aunque, en realidad, allí la noche nunca caía del todo. Era el país del sol de neón.

Dirigió la mirada al viejo casino de Boni, al otro lado de la calle, cuyo tejado quedaba a unos diez pisos por debajo de él. El edificio en sí era lóbrego, despojado de vida. A la altura de la calle, una valla protectora y un provisional muro contrachapado custodiaban la propiedad; ya no había huéspedes ni jugadores. En las semanas transcurridas desde que cerrara el centro, el equipo de demolición ya se había hecho dueño del lugar, había destripado los interiores y taladrado agujeros en las paredes para introducir cilindros de dinamita. En un par de semanas más, pulsarían un botón, una simple descarga eléctrica, y todo el castillo de naipes se vendría abajo.

Stride pensó en la fotografía del periódico. Chicas sobre el escenario. Hombres en esmoquin. Martinis. Dinero. Ahora, vanos fantasmas.

Dejó vagar la mirada piso por piso, todos ellos silenciosos y oscuros.

Excepto el tejado. El tejado resplandecía.

Era algo muy propio de Las Vegas, pensó Stride: dejar la luz encendida cuando la fiesta había terminado.

Vio un ornamento con iconos de Oriente Próximo que se extendían a lo largo de la baranda como cúpulas diminutas. Allí donde el tejado se hundía en el centro del hotel, vio vagamente las losas y los árboles de lo que alguna vez debió de ser el jardín del ático del casino. Todo estaba iluminado por el letrero del establecimiento, que todavía centelleaba en la oscuridad con parpadeos de neón rojo y verde, proporcionando a los fantasmas del interior un motivo para creer que aún eran de carne y hueso. Nadie les había dicho que ya era hora de irse.

Cada pocos segundos, el letrero se fundía en negro, y luego todas las letras se encendían de nuevo, una por una, como si nada hubiera cambiado, como si los pisos de debajo palpitaran de vida. Una a una, letra a letra, hasta que el nombre completo parpadeaba en lo alto del tejado: Sheherezade.

Capítulo 5