¿QUIÉN MATÓ A LAURA STARR?

Por Tish Verdure

4 de julio de 1977

Cuando llegué a casa, casi a medianoche, aún se oían los silbidos y estallidos de los fuegos artificiales del barrio. Por fin, la intensa lluvia había amainado hasta convertirse en llovizna y niebla, y las calles estaban animadas con celebraciones espontáneas. Los destellos de los fuegos artificiales se abrían como flores brumosas por encima de los árboles. Las bengalas silbaban. Los cohetes de botella aullaban. La noche de verano olía a caramelo y cerillas encendidas mientras yo permanecía de pie en el patio y contemplaba el arco iris de luces a mi alrededor. En la manzana de al lado se oían los chillidos alegres de unos niños que jugaban a ser indios sanguinarios. Yo estaba empapada y me sentía también como una salvaje.

Al levantar la vista vi la ventana de Laura, en el piso de arriba, a oscuras. No había signos de vida.

Entré sigilosamente en nuestra casa por la puerta mosquitera y seguí el rastro húmedo de unas pisadas desnudas a través del suelo de la cocina. Me movía en silencio. No quería que mi padre me oyera y me preguntara dónde había estado y qué había hecho esa noche. Mi boca podía mentir, pero mi cara no. Si me descubría allí, también me haría preguntas sobre Laura. ¿Dónde estaba? ¿Con quién estaba? No quería arriesgarme a que se repitiera lo de la noche anterior.

Papá y Laura. Una amarga discusión.

Subí las escaleras de dos en dos, me precipité en mi cuarto y eché el pestillo en cuanto entré. Me sentía confusa. Puede que así se sintiera uno cuando estaba bajo los efectos de las drogas. Con las luces apagadas me desprendí de la ropa empapada, que resbaló por mi piel sucia. Tenía los muslos magullados y doloridos. Estaban pegajosos por donde me había goteado eso. Me dolía el cuerpo por dentro, pero era un dolor agradable. El dolor de la primera vez.

Mi día de la independencia.

¡Oh, Dios, la píldora! No podía olvidarme, no esa noche. Rebusqué en el cajón de la ropa interior y encontré el envase de plástico rosa que ocultaba en el fondo. Pensé en tomarme dos, sólo para asegurarme, pero era una estupidez. También pensé en abrir la ventana de mi dormitorio de par en par y gritarle al mundo: «¡CINDY STARR YA NO ES VIRGEN!». Una verdadera estupidez.

Me puse unas bragas limpias, me metí de un brinco en los pantalones del pijama y me pasé por la cabeza una camiseta de Fleetwood Mac. No me duché ni me cepillé los dientes. Me tumbé sobre las mantas con los ojos abiertos como platos. De ningún modo iba a dormirme esa noche. Estaba demasiado llena de Jonny.

Lo había dejado en su casa después de marcharnos del parque. Su madre lo esperaba despierta. A ella no le gusto, pero sé por lo que ha tenido que pasar desde que perdió al padre de Jonny. Es lo mismo que le ocurrió a mi padre hace tres años, cuando mi madre murió. A la señora Stride le aterroriza perder a su hijo, puesto que Jonny es lo único que le recuerda a su marido. Y yo soy una amenaza. Ella sabe que le quiero. Vamos a casarnos; no sé cuándo, pero vamos a casarnos. Voy a alejarlo de ella.

¡Demasiadas cosas en la cabeza!

Me incorporé en la cama y me recogí la larga melena detrás de las orejas. Necesitaba hablar con alguien. No tengo precisamente un millón de amigas; siempre hay demasiado que hacer en casa para salir y pasar el rato con los amigos. Se me pasó por la cabeza bajar las escaleras y telefonear a Jonny de nuevo, sólo para escuchar su voz una última vez, pero lo más probable es que ya estuviera en la cama y fuera su madre la que respondiera, lo que, al fin y al cabo, no sería nada bueno.

Decidí hablar con Laura. La verdad es que no lo hago a menudo.

Lo cierto es que Laura y yo siempre hemos tenido una buena relación, pero no demasiado íntima. Yo tengo diecisiete años y ella dieciocho. Sólo estamos nosotras dos y, sin embargo, somos como imanes que se repelen entre sí. Yo soy la graciosa, la atleta, la coqueta, y Laura es la esquiva, la misteriosa y a la que le asustan los chicos. Ser lo contrario que tu hermana no resulta muy agradable. Siempre te miras en un espejo y piensas en lo que no tienes.

Laura lo ha pasado muy mal desde que mamá murió. Papá y ella se gritan constantemente. Casi siempre discuten sobre Dios. Laura dejó de ir a la iglesia después del accidente de mamá, como si Dios tuviera la culpa de que la perdiéramos. Papá dice que irá al infierno por haberle vuelto la espalda a Jesús. Oh, sí, de verdad que dice cosas como ésa. Papá siempre ha sido un cristiano-de-domingo-y-ca-misa-almidonada, sobre todo estos últimos años sin mamá. Afirma que Dios lo castigó por sus pecados. Yo creo que fue sólo un conductor borracho.

Y en cuanto a mí, después de que perdiéramos a mamá descubrí quién era yo. Sé cómo suena eso, pero tuve que tomar el mando, cocinar, limpiar, mantener el hogar unido. Decidí que había que elegir un rumbo en la vida y seguirlo, no hay más. Iré a la universidad, me casaré con Jonny, seré fisioterapeuta y ayudaré a la gente a recuperarse de heridas graves. Eso es, como mamá nunca pudo hacer. Laura tiene celos de que yo esté tan segura de adonde me encamino.

Me decidí a hablar con ella. Salí de la cama y me escabullí pasillo abajo hasta llegar a su cuarto. Imposible hacerlo en silencio, porque los tablones del suelo chirrían como brujas. Llamé con suavidad a su puerta.

–¿Laura?

La mayoría de noches la lámpara amarilla que había junto a su cama permanecía encendida hasta muy tarde, y lo más probable era encontrarla con un libro bajo la nariz. Esa noche no se colaba luz alguna por debajo de la puerta. Como no respondía, giré el pomo con cuidado y entré.

–¿Laura? – pregunté de nuevo.

No estaba allí. Aún no había vuelto a casa. Encendí la luz, lo que hizo que mis ojos se entrecerraran y parpadearan. Su dormitorio estaba como siempre. Laura era desordenada. Ropa en el suelo. Álbumes amontonados encima del tocador, junto al tocadiscos. Pósters de Carly Simón y Linda Ronstadt, combados en las esquinas clavadas en la pared. Libros por todas partes. Virginia Woolf. Sylvia Plath. Gail Sheehy.

¿Dónde se había metido?

Intenté recordar la noche en el parque. Laura y yo nos habíamos acercado juntas en coche hasta allí. Yo había quedado con Jonny después del partido de béisbol para bajar al lago a nadar. Sabía que esa noche iba a ser nuestra primera vez. Lo había estado planeando durante semanas.

Lo cierto es que, antes de que apareciera Jonny, Laura estaba rara. Hablaba de cosas espeluznantes y que yo no entendía. Luego me preguntó si era capaz de guardar un secreto. Le dije que por supuesto, que era capaz de guardar un secreto si tenía que hacerlo, lo cual es cierto. Sin embargo, no tuvo ocasión de explicarme de qué se trataba. Se marchó sola por el sendero. Era de noche. Llovía a cántaros.

Jamás debí dejar que se marchara.

Me dije a mí misma que todo iba bien. Laura tenía una cita con un chico. Igual que Jonny y yo. De ahí que esa noche se retrasara. Estaba a punto de salir de su cuarto cuando vi algo encima de la cama, y entonces supe que me había equivocado.

La carta era como los otros anónimos que habían llegado durante los dos últimos meses. Laura me dijo que se habían acabado. ¿Por qué me mintió? Desdoblé el trozo de papel y me quedé mirando la fotografía en blanco y negro granulada y los garabatos con tinta roja; casi me caigo de rodillas y me pongo a vomitar.

Mientras la sostenía en la mano, recordé algo más de la escena del parque. Antes de que estallara la tormenta, antes de que Jonny se reuniera con nosotras, Laura había dicho que había alguien escondido en el bosque.

Vigilándola.

Supe que tenía que volver allí.

Volé escaleras abajo con las llaves de mi coche. Aún llevaba puestos los pantalones del pijama y la camiseta. Era más de la una de la madrugada, y hacía mucho que la mayoría de los fuegos artificiales habían acabado y prendido el césped, salpicándolo de parches negros chamuscados. Conducía el Opel Manta de mi padre; las calles estaban vacías, así que atravesé a toda velocidad el resplandor grisáceo de la niebla. Tardé quince minutos en hacer el camino de vuelta al refugio del parque natural que hay junto a Tischer Creek. No reconocí ninguno de los automóviles que había en la maraña de maleza. El parque se extendía a mi alrededor, y estaba segura de que había chavales ocultos al amparo de la noche, haciendo lo mismo que Jonny y yo habíamos hecho poco antes.

No tenía ni idea de dónde encontrarla.

–¡Laura! – grité.

Creí escuchar un susurro. Empecé a asustarme y a sentirme como una mema por haber ido sola hasta allí. Me di impulso con los brazos, eché a correr hasta el centro del terreno embarrado que usábamos como campo de béisbol y empecé a dar vueltas en círculo intentando ver entre los árboles y los senderos a través de la neblina. Oí miles de grillos chirriando como locos. La hierba bajo mis pies era esponjosa y húmeda. Casi nunca llevaba zapatos en verano.

–¡Laura!

La oscura silueta de una garza con sus alas gigantescas y las patas extrañas y balanceantes pasó volando perezosamente por encima de mi cabeza. Mis gritos la habían enardecido. Descendió en picado hasta el agua fría del lago y desapareció. Tomé el mismo camino, en busca del hueco entre los árboles que llevaba a la playa sur, donde Laura y yo habíamos esperado a Jonny hacía pocas horas.

No llegué hasta ahí. A unos treinta metros me topé con algo en la hierba.

La zapatilla de Laura. Una Converse Flyer rosa.

La recogí, miré alrededor en busca de la otra y no la vi. Escudriñé el campo por si había algo más que fuera de ella, pero lo único que encontré fueron colillas de cigarrillo y botellines de cerveza. Sabía que tenía que adentrarme en el bosque si quería dar con Laura. Cerca de donde me encontraba con la zapatilla en la mano, vi un sendero que llevaba al norte a lo largo de la orilla del lago, entre los abedules. Una suerte de vínculo secreto entre hermanas me dijo que era por ahí por donde había ido.

El sendero me engulló en cuanto me adentré en él. La luna se esfumó. Caminaba con cautela, no quería hacer ruido puesto que desconocía lo que tenía delante de mí. No volví a llamar a Laura a gritos. El camino estaba cubierto por un lecho crujiente de pinaza. La lluvia goteaba a través de la envoltura de las copas de los árboles. El viento se reía por lo bajo entre los árboles y acariciaba mi nuca como un aliento cálido y húmedo.

Pasaron varios minutos. Habitualmente nunca tomaba esa ruta, así que el camino no me resultaba familiar. Mi mente recreaba historias de miedo sobre lo que se escondía en el bosque, a mi alrededor. No tenía ni idea de cuánto me había alejado ni de si debería haber tomado una de las intersecciones de los senderos que ascendían desde el lago. Si alguien hubiera estado a medio metro de distancia, ni siquiera me habría dado cuenta. Era la clase de sitio donde los monstruos parecen reales.

Vi un pálido claro en la oscuridad, allí donde los árboles eran más delgados. Una parte de mí deseaba darse la vuelta y regresar. No quería ver ese lugar secreto ni lo que ocultaba.

De alguna manera lo sabía. Simplemente lo sabía.

Oí el repiqueteo del agua sobre la arena mojada. Salí del bosque y fui a parar a un claro de unos veinticinco metros de ancho, una muesca en la vegetación allí donde el lago zumbaba por encima de una franja de playa que burbujeaba hacia los árboles en una media luna. Vetas doradas formaban ondas en el lago. Ahora veía con claridad, después de la oscuridad del sendero.

Mi mano salió disparada hacia mi boca y mi grito se quedó a medias.

Eché a correr.

–Laura -murmuré con voz ahogada.

Era peor de lo que había imaginado. Vi el bate de béisbol junto a su cuerpo, reluciente, brillante y pegajoso. Olí a cobre. Caí de rodillas, con los brazos extendidos y agitando las manos en el aire. Mis labios murmuraban como si pronunciaran una plegaria, y un quejido me retumbó en el pecho.

–Oh, no, no, no.

Estaba completamente roja. Roja por todas partes. Como si la hubieran ahogado en vino. Su hermoso cabello dorado presentaba el color de un pintalabios chillón. Colmillos carmesíes goteaban de las alas de la mariposa tatuada en su espalda desnuda. Tenía la piel cubierta de mosquitos, algunos vivos y otros muertos, atrapados en un charco de sangre e incapaces de despegarse del festín y emprender el vuelo. Su rostro estaba vuelto hacia mí, una mejilla en el lodo, pero allí ya no había una cara, ni una sonrisa, ni sus dulces ojos marrones, nuda de lo que había sido mi hermana. Le habían quitado la vida a golpes asestados a conciencia. Intenté imaginar la bestia que había hecho eso y no pude concebir a nadie con el corazón tan negro.

Puse una mano vacilante sobre su brazo. Tenía la piel anormalmente fría. La retiré como si la hubiera sumergido en pintura para dedos.

Entonces fue cuando lo oí. Un chasquido de ramas. Movimiento. Una respiración. No de Laura, sino procedente del negro bosque. Recogí el bate de béisbol del suelo y me levanté de inmediato. Clavé las uñas en el mango de cuero. Lo sostuve en alto ferozmente, dispuesta a blandirlo.

Había alguien detrás de mí…


Primera parte

DÍA DE LA INDEPENDENCIA

1

El teniente Jonathan Stride se protegió los ojos cuando la puerta de vidrio le lanzó un rayo láser de luz solar a la cara, y al recuperar la vista se dio cuenta de que la mujer que había salido a la terraza era su difunta esposa, Cindy.

Durante un instante, el tiempo se ralentizó como en una larga caída, mientras a su alrededor proseguía el zumbido de las conversaciones. Se olvidó de respirar. La misma enigmática sonrisa que recordaba de hacía años. Cuando ella alzó las gafas de sol, sus ojos marrones le devolvieron la mirada con un destello familiar por encima de las cabezas del resto de comensales del restaurante. Rondaba la cincuentena, los mismos años que tendría ella si aún viviera. Menuda, como un hada, aunque atlética y fuerte. Piel bronceada. Un aura intensa.

Por supuesto, no era ella.

Habían pasado más de cinco años desde que Cindy murió de cáncer mientras él permanecía sentado junto a su cama del hospital. El sufrimiento por su pérdida se había replegado en un rincón de su alma y transformado en un dolor distante. Aun así, seguía experimentando momentos como ése cuando veía a una desconocida y algo en ella hacía que lo rememorara todo. No necesitaba mucho, sólo la forma de mirar o un ademán, para reavivar su recuerdo.

La mujer se volvió para mirarlo. Era de baja estatura, aunque un par de centímetros más alta que Cindy, quien apenas llegaba al metro cincuenta y cinco de puntillas. El cabello rubio le caía con gracia sobre los hombros y sus gafas de sol reposaban en la parte superior de la cabeza. Sus pendientes eran unas dormilonas de zafiro. Vestía una veraniega falda azul de flores que le llegaba hasta las rodillas, zapatos de tacón azul celeste, blusa blanca y una liviana chaqueta de piel color canela con flecos trenzados. Mantenía una mano posada sobre su estrecha cadera mientras lo observaba. Los flecos de la chaqueta le colgaban entre las piernas.

Le pareció que la conocía de algo.

–Tus cinco segundos se han acabado -le comunicó Serena Dial.

Stride apartó la mirada.

–¿Qué?

Serena dio un sorbo a su limonada y miró a la mujer de la chaqueta de piel mientras la acompañaban a una mesa de la terraza. Una ráfaga de viento azotó el lago e hizo susurrar su sedoso cabello oscuro.

–Tienes carta blanca para mirar a cualquier mujer durante cinco segundos. Si los sobrepasas, se convierte oficialmente en flirteo.

–Me ha recordado a alguien -explicó Stride.

–Seguro que sí.

Serena era ex policía e investigadora privada. Stride y ella llevaban casi dos años compartiendo cama.

Stride se giró hacia su compañera en el departamento de detectives, Maggie Bei, como si consultara una decisión con un juez olímpico.

–¿Eso de los cinco segundos es cierto? – preguntó.

–Desde luego -contestó Maggie guiñándole un ojo a Serena.

Stride sabía cuándo iba a salir derrotado en una discusión.

–De acuerdo, estaba flirteando -admitió.

Serena extendió un brazo perezosamente y con el dorso de la mano acarició la mejilla de Stride, áspera por la barba entrecana de varios días. Acercó con timidez sus largos dedos al pelo ondulado de él y se inclinó hacia delante para plantificarle un lento beso en los labios. Serena sabía a limón y azúcar.

–Muchos animales marcan el territorio con su orina -señaló Maggie con la boca llena de un gran mordisco de sandwich de carne.

Pestañeó inocentemente con sus ojos almendrados hacia Serena y sonrió de oreja a oreja.

Stride se echó a reír.

–¿Podemos volver al trabajo?

–Adelante -dijo Serena; luego birló una patata frita del plato de Maggie y le dio un mordisco, mientras mostraba sus dientes.

–¿Cuál es la última del voyeur? – preguntó Stride a Maggie.

Miró de reojo al otro extremo del restaurante, donde se encontraba la mujer, y se dio cuenta de que ella también lo observaba por encima de su carta.

–Volvió a actuar el viernes por la noche -informó Maggie-. Una chica de dieciséis años de Fond du Lac vio desde su dormitorio a un individuo entre los árboles mientras se desnudaba. Empezó a gritar y el tipo se largó.

–¿Pudo verle bien?

Maggie negó con la cabeza.

–Cree que se trataba de un hombre alto y flaco, eso es todo. Estaba oscuro.

–Es el noveno incidente en un mes -dijo Stride.

–Queda poco para el verano. La época en que los pervertidos salen a la luz.

El calendario marcaba el 1 de junio. A pesar de que era domingo a última hora de la tarde, el sol aún calentaba y brillaba en lo alto de la empinada ladera sobre la que se erigía la ciudad de Duluth, en Minnesota. No oscurecería hasta pasadas las nueve. Tras el consabido invierno largo y glacial, los turistas volvían a aparecer los fines de semana para contemplar el ir y venir de los barcos metalíferos por el estrecho canal que desembocaba en el lago Superior. El área de Canal Park, donde se encontraban los tres sentados en la azotea del Grandma's Saloon, estaba repleta de enamorados y niños que alimentaban a las ruidosas gaviotas del paseo. Stride y su equipo tenían más trabajo a medida que los turistas y los lugareños empezaban a compartir espacio y la temperatura subía. La delincuencia se incrementaba sigilosamente al tiempo que avanzaba la estación, aunque, hasta el momento, lo único que había era la habitual sucesión de hurtos, robos, borrachos y drogadictos.

Además de un voyeur obsesionado por las rubias de instituto.

Stride llevaba más de una década al mando del departamento de detectives de la ciudad, encargado de los delitos mayores de Duluth, y había logrado acorazarse contra la conducta humana que desafiaba cualquier explicación racional. Abusos sexuales. Laboratorios de metanfetamina. Suicidios. Homicidios. El voyeur no había mostrado inclinación por la violencia, pero Stride no minimizaba la peligrosidad de alguien a quien le gustaba mirar a las jovencitas desvestirse en sus dormitorios. El camino a través del espejo hacia el acoso y la violación era muy corto.

–Ha estado acechando por la zona sur, ¿verdad? – preguntó Stride.

Maggie gruñó afirmativamente y se apartó el flequillo negro de los ojos. Era una policía china diminuta que trabajaba codo con codo junto a Stride desde que éste se hizo cargo de la unidad de delitos mayores.

–Así es; todas las denuncias proceden del sur de Riverside -informó Maggie-. Aunque también ha cruzado un par de veces el puente hasta Superior.

El gran lago que surgía imponente por encima del hombro de Stride se estrechaba en las bahías escarpadas y puertos del río St. Louis y serpenteaba hacia el sur entre las ciudades de Duluth y Superior. En el pintoresco recorrido a lo largo del río, Duluth se separaba en pequeñas poblaciones como Riverside, Morgan Park, Gary y Fond du Lac. Ninguna de ellas era lo bastante grande para tener su propio cuerpo de policía, así que la policía de Duluth extendía su cobertura por toda la ribera del serpenteante río.

–Ya sabes cómo son los pueblos del río -dijo Maggie-. La gente deja las persianas subidas y las ventanas abiertas. En un lugar así, un voyeur se siente como un gato con una pecera llena de peces de colores. Tiene mucho que mirar.

–¿Alguna pista sobre su identificación? – inquirió Stride.

–Nada, todavía. No tenemos ninguna descripción ni sabemos cuántos años tiene. Estamos repasando la lista de agresores sexuales, pero ninguno de ellos parece ser el sospechoso en cuestión.

–¿Qué hay del vehículo?

–En las denuncias se hace referencia a un todoterreno ligero, parecido a un CRV o a un Rav4, visto por los alrededores de tres de los lugares donde merodeó el voyeur. Puede que plateado, gris o arena. No pertenece a nadie de la zona. Eso es lo más cerca que he estado de tener una pista.

–¿Y en cuanto a las víctimas? – quiso saber Stride-. ¿Cómo las encuentra el tipo ese?

–La edad de las chicas abarca de los catorce a los diecinueve -respondió Maggie-. Van a institutos diferentes y no he hallado ninguna coincidencia en su círculo social. Sin embargo, todas son rubias. No creo que se dedique a ir casa por casa tentando la suerte. Si se hubiera limitado a lanzar el anzuelo en los patios traseros, a estas alturas ya lo habríamos atrapado. Cuando se acerca a una vivienda, ya sabe que hay una chica con el aspecto deseado.

–¿Ha hecho alguna intentona de colarse dentro? – preguntó Serena.

Serena no pertenecía a la policía de Duluth, pero había trabajado como detective de homicidios en Las Vegas. Además de ser su pareja, Stride la consideraba una de las investigadoras más sagaces con las que había trabajado. Maggie y él le habían pedido consejo extraoficial en casi todos sus casos.

–No, se limita a observar -contestó Maggie-. Las ventanas de las víctimas estaban abiertas en la mayoría de los casos, pero él siempre se queda fuera.

Serena birló otra patata del plato de Maggie.

–Sí, pero puede que se esté armando de valor. Y de otras cosas más. El voyeurismo es el umbral del delito.

–Eso es lo que me preocupa -repuso Maggie-. Quiero coger a ese tipo antes de que pase a mayores. – Echó un vistazo al otro lado de la terraza del restaurante y añadió-: Por cierto, jefe, estás a punto de averiguar por qué las mujeres adoptaron la norma de los cinco segundos.

–¿Qué quieres decir? – preguntó Stride.

Levantó la vista y lo comprendió.

La mujer de la chaqueta de piel con flecos, la que le recordaba a su difunta esposa Cindy, se acercaba hacia ellos. – Es usted Jonathan Stride, ¿verdad? – preguntó.

Stride apartó la silla y se puso en pie. Medía más de metro ochenta y al bajar la vista por encima de la cabeza de ella, vio las raíces plateadas sobresalir sigilosamente de su melena rubia. Le cogió la mano que ella le tendía y se la estrechó. Sus largas uñas se le clavaron en la palma.

–Sí, así es.

–Estoy segura de que no me recuerda, pero fuimos al mismo instituto. Me gradué un año antes que Cindy y usted. Me llamo Tish Verdure.

Su voz era un susurro seductor y jadeante. Su ropa olía a perfume de violetas, que encubría el olor a humo de cigarrillo. Iba perfectamente pintada, pero bajo esa capa de maquillaje el paso de los años y la nicotina habían cincelado sendas serpenteantes en la piel que circundaba sus ojos marrones y en la frente. Aun así, era muy hermosa, con una nariz pequeña y puntiaguda, labios ovalados de un rosa pálido y barbilla afilada.

Stride recordaba su nombre y nada más, aunque eso explicaba por qué le había resultado tan familiar.

–Ha pasado mucho tiempo -dijo él en tono de disculpa.

–No se preocupe; yo conocí a Cindy antes de que ustedes dos se conocieran.

–No recuerdo que Cindy la mencionara -repuso él.

–Bueno, por aquel entonces yo era la mejor amiga de Laura.

Al escuchar el nombre de Laura, Stride sintió que una oleada de recuerdos inundaba su mente. Cindy y él, desnudos en el agua, haciendo el amor. Ray Wallace revisando su arma. El negro gigantesco, Dada, escapando en un vagón de tren. Y, sobre todo, el sonido sibilante de un bate de béisbol en las manos de Peter Stanhope. Era como estar de vuelta en 1977.

Serena carraspeó estentóreamente. Stride salió del trance.

–Lo siento. Tish, ésta es mi pareja, Serena Dial, y ella es mi compañera en el cuerpo de policía, Maggie Bei.

Maggie saludó con la mano que sostenía su medio sandwich sin levantarse. Serena se puso en pie, empequeñeciendo a la mujer, y Stride sintió pasar una ráfaga de aire frío como el hielo entre Serena y ésta. No se conocían de nada, pero un simple vistazo le bastó para saber que no se habían gustado.

–¿Vive por aquí? – preguntó Stride.

Tish examinó el lago Superior con una mirada melancólica.

–Oh, no. Hacía años que no me pasaba por Duluth. La verdad es que no tengo un hogar fijo. Soy cronista de viajes, así que la mayor parte del tiempo estoy de un lado para otro. Cuando no, vivo en Atlanta.

–¿Y qué la ha traído de vuelta? – quiso saber Stride.

–Pues, en realidad, le estaba buscando -respondió Tish.

–¿A mí? – preguntó Stride, sorprendido.

–Sí.

Stride intercambió una mirada con Serena y Maggie.

–Quizá debería sentarse con nosotros y explicarme por qué.

Tish tomó asiento en la única silla vacía de la mesa para cuatro, encarada al lago. Deslizó el bolso de piel del hombro y lo depositó en la mesa, frente a ella. Sacó una cajetilla de tabaco abierta.

–¿Se puede fumar en las terrazas de los restaurantes?

–Preferiría que no lo hiciera -pidió Serena.

–Lo siento -contestó Tish-. Sé que debería dejarlo, pero fumar es una de las formas que tengo de mantener los nervios a raya. La otra es el alcohol. No es muy inteligente, supongo, pero qué se le va a hacer.

–Pues yo soy un fumador rehabilitado -informó Stride.

–Bien, no pretendía ser tan misteriosa -explicó Tish. Sonrió a Maggie y a Serena, pero las dos mujeres parecían haberse cubierto el rostro con máscaras de piedra. Tish las ignoró y se centró en Stride-. Antes que nada quiero decirle cuánto lamento la muerte de Cindy. Sé que el vuestro fue un verdadero matrimonio por amor.

–Hace muchos años de eso, pero se lo agradezco -contestó Stride.

–Hubiera debido asistir al funeral, pero por aquel entonces estaba en Praga redactando un artículo.

Stride sintió que la sospecha le aguijoneaba como un brote al emerger de la tierra en primavera.

–Muy amable por su parte, señora Verdure, pero sólo conocía a Cindy del instituto. Dudo que alguien hubiera esperado que acudiera a su funeral veinticinco años después.

–Oh, Cindy y yo manteníamos el contacto -respondió Tish.

–¿Disculpe?

–No muy a menudo, pero nos escribíamos de vez en cuando.

–¿De verdad? – No lo dijo a modo de pregunta. Lo dijo como lo que era: incredulidad. Añadió-: ¿Le importaría enseñarme su documentación?

–En absoluto. – Tish hurgó en su bolso en busca del billetero y sacó el permiso de conducir, que le alargó desde el otro lado de la mesa. El silencio de los otros tres comensales no parecía molestarle lo más mínimo-. Entiendo lo raro que parece esto, aparecer de repente después de todos estos años -prosiguió-. Cindy y yo nos enviábamos el correo al hospital donde ella trabajaba.

Sólo se trataba de postales esporádicas o felicitaciones de Navidad, ese tipo de cosas. Me resultaba agradable tener algún tipo de contacto, por mínimo que fuera, con mi antigua vida aquí. Abandoné Duluth después de graduarme y no regresé jamás, pero eso no significa que lo olvidara. Y, por supuesto, siempre que escribía a Cindy me sentía un poco más cerca de Laura. ¿Entiende lo que quiero decir?

Stride observó con detenimiento el permiso de conducir de Georgia y confirmó que el nombre de Tish Verdure y la fotografía coincidían con la mujer que tenía sentada enfrente.

–¿Quién es Laura? – preguntó Serena.

Stride sintió como si una costra se desprendiera lentamente de una herida profunda.

–Era la hermana de Cindy. – Serena arqueó las cejas, con una mirada que decía a las claras: «¿Por qué no me has hablado nunca de ella?»-. Laura fue asesinada -prosiguió Stride-. Alguien la golpeó hasta la muerte con un bate de béisbol. El día 4 de julio de 1977.

–¿Cogieron al tipo que lo hizo? – preguntó Serena.

–No; escapó. Por mi culpa.

Su afirmación no invitaba a hacer preguntas. Serena abrió la boca y la cerró de nuevo. Maggie empujó la comida por el plato sin levantar la vista.

–Quizá debería decirme por qué está aquí, señora Verdure -le pidió Stride-. Y qué quiere de mí.

–Por favor, llámeme Tish. ¿Puedo tutearle? – Se inclinó hacia delante con los codos apoyados en la mesa. Sus ojos marrones eran oscuros y graves-. De hecho, estoy aquí por Laura. Es obvio que su muerte aún te pesa. Pues bien, también a mí. Ella y yo estábamos muy unidas en el instituto.

–¿Así que…?

–Así que estoy escribiendo un libro que trata sobre el asesinato de Laura.

El rostro curtido de Stride se arrugó al fruncir el ceño.

–¿Un libro?

–Exactamente. No sólo acerca de su fallecimiento, sino también de las personas de su entorno. Sobre cómo cambiaron sus vidas. Es una novela de no ficción, algo así como A sangre fría, ¿sabes? Es decir, mírate. Eres el hombre que dirige la unidad de delitos mayores de la ciudad. A la hermana de tu esposa la asesinaron cuando tú tenías diecisiete años, y el caso no llegó a resolverse.

–Creo que esta conversación ha concluido -declaró Stride.

–Por favor, espera.

–No quiero formar parte de ningún libro sobre Laura -le dijo Stride-. No tengo interés alguno en sacar de nuevo a la luz esa etapa de mi vida.

–Sólo te pido que me escuches hasta el final. – Tish levantó las manos-. No se trata solamente del relato de la muerte de Laura. Hay más. Quiero que el libro sea el catalizador que reabra la investigación. Quiero resolver el caso. Averiguar quién asesinó a Laura.

Stride se cruzó de brazos.

–¿Usted?

–Así es. Mira, lo haré por mi cuenta si me veo obligada a ello, pero me gustaría que me ayudaras. Es más, creo que quieres ayudarme. Ésta es tu oportunidad para superarlo de una vez por todas. Cindy me contó la clase de persona que eres. Cómo cada muerte se lleva consigo parte de tu alma.

Él se enfadó.

–Señora Verdure, ¿no cree que habría reabierto el caso hace años de haber considerado que podía hacerse algo más? El asesinato de Laura nunca se resolvió. Sabíamos quién lo había hecho. Pero escapó. Desapareció.

Tish negó con la cabeza.

–No estoy segura de que fuera eso lo que ocurrió. Es más, no creo que lo fuera. Ni tampoco que tú lo creas. Ese verano sucedieron muchas más cosas en la vida de Laura. A la policía le resultó muy cómodo colgarle el muerto a un vagabundo anónimo, a un vagabundo negro. Estás hablando de vuestro estereotipo del hombre del saco. Sin embargo, nadie quiso asumir el hecho de que probablemente quien asesinó a Laura fuera alguien cercano a ella.

–¿Tiene algún sospechoso en mente? – preguntó Stride.

–Pues bien, podría empezar por Peter Stanhope.

La cabeza de Serena se giró tras la mención del nombre de Stanhope.

–¿Peter estuvo implicado? – preguntó a Stride.

–Sí, durante un tiempo se le consideró el principal sospechoso -admitió Stride.

–¿Por qué no me habías hablado de todo esto? – preguntó Serena.

Stride guardó silencio. Peter Stanhope era un abogado que pertenecía a una de las familias más influyentes de Duluth; aún más: era uno de los clientes de Serena en calidad de investigadora privada.

–He hecho mis deberes -prosiguió Tish-. Por aquel entonces, Randall Stanhope tenía a la policía en el bolsillo y no le habría costado mucho que su hijo dejara de ser el foco de atención. Alguien tiene que investigar a Peter Stanhope.

Serena apartó la silla con un chirrido metálico y se levantó de la mesa.

Maggie la observó mientras se alejaba y luego se inclinó hacia delante negando con la cabeza.

–Mire, Trish.

–Me llamo Tish.

–Tish, Lish, Pish, como se llame. Permítame que le ofrezca un análisis objetivo. No puede ir por ahí haciendo acusaciones sobre alguien sin pruebas, y mucho menos sobre un acaudalado abogado como Peter Stanhope. No puede esperar que la policía le preste su ayuda.

–A no ser que consiga algo nuevo que aportar a la investigación, no podemos hacer nada -añadió Stride-. Aunque quisiéramos.

–El caso es que tengo algo nuevo -dijo Tish.

El rostro de Stride se ensombreció, receloso.

–¿Qué?

–Sé que alguien estaba acosando a Laura.

¿QUIÉN MATÓ A LAURA STARR?

Por Tish Verdure

20 de mayo de 1977

Hoy Laura me ha enseñado la carta. La pillé leyéndola en la cama cuando entré en su dormitorio, y vi lo que era antes de que pudiera esconderla. Se notaba que estaba alterada. Me pregunté cuánto rato llevaba estudiándola antes de que yo entrara.

La nota estaba escrita en papel blanco rayado, del que utilizamos en el instituto. El borde estaba dentado por donde se había arrancado de una libreta. Alguien había empleado pintalabios para garabatear el mensaje.

¿DÓNDE LO QUIERES, ZORRA?

–¿Qué demonios es esto? – le pregunté-. ¿De dónde ha salido?

Laura me arrancó la nota de la mano.

–Alguien me lo dejó en la taquilla.

–¿Quién?

–Ni idea.

Quería verla otra vez, pero Laura la escondió en el cajón de la mesilla de noche antes de que me diera tiempo a pedírselo.

–Tienes que explicárselo a alguien -dije.

Laura me ignoró. Empezó a tararear una canción de Hall and Oates que sonaba en su tocadiscos. Sara Smile. Su cabello rubio y sedoso se movía mientras sus hombros se balanceaban y se frotaba el dedo índice con el pulgar, con impaciencia, como si intentara borrar una mancha. Se comportaba como si al ocultar la nota ésta hubiera dejado de existir.

–Laura -la regañé-. Esto es serio. Si no quieres hablar con nadie de ello, lo haré yo.

Me amenazó con un dedo.

–Oh, no, no lo harás, hermanita. No quiero hacer una montaña de un grano de arena. Ya sabes cómo son los chicos. Sólo es una broma. Sería mucho peor si me comportara como si tuviera miedo.

Yo no creía que se tratara de una broma.

Me dejé caer en el puf blanco de Laura. Sabía que no lograría hacerla cambiar de opinión, porque sólo me llamaba «hermanita» cuando se empecinaba en algo. Sin embargo, a Laura le gustaba que fuera yo quien estuviera al mando de la casa. Y casi siempre podía mangonearla, al menos con las tareas domésticas; a ella no le importaba. Era como un velero a la deriva en un lago: dejaba que el viento decidiera adonde ir sin importarle dónde acabaría. En cuanto a mí, aceleraba el motor y bordeaba la orilla.

La miré mientras ella seguía sentada en su cama. Llevaba puesta una camiseta blanca de cuello de pico y unos pantalones cortos con un cinturón negro ancho. Era mucho más guapa que yo. Tenía las curvas, las tetas y el pelo de la gran Farrah Fawcett. La semana anterior Jonny me había dicho que mi cara era mucho más interesante que la de Laura, porque no era tan simétrica y perfecta como la suya. Él creyó que era un cumplido. Le dije que tenía que esforzarse más.

Mi pelo es tan oscuro que casi parece negro, y tan lacio como el palo de una escoba, con una raya perfecta en medio. Tengo la nariz puntiaguda y angulosa, como una pequeña aleta de tiburón que sobresale de mi cara. Mis iris son tan grandes y oscuros que desbancan el blanco de mis ojos. Tengo dos melocotoncitos por pechos.

Está bien, yo sabía por quién se entusiasmaban los tíos. Por Laura, no por mí. Puede que por eso Laura se sintiera menos cómoda con ellos que yo. Mantenía las distancias. Apenas tenía citas. Durante el invierno, fue unas cuantas veces al cine con Peter Stanhope, pero le dejó cuando él quiso meterse en sus vaqueros. Por lo que sé, Laura aún era virgen. Aunque tampoco me habría contado una cosa así.

–Últimamente no se te ve mucho el pelo -dije.

Hacía más de una semana que Laura desaparecía al salir del instituto. Llegaba tarde o se pasaba toda la noche fuera de casa. Actuaba de forma sigilosa y crispada. En dos ocasiones la había oído llorar en su habitación.

–¿Y?

–Que si estás bien.

Laura se encogió de hombros. En realidad no esperaba que me lo contara todo. No nos confesábamos nuestros secretos. Pero aun así, no iba a permitir que aquello se quedara en agua de borrajas. Podía fingir cuanto quisiera, pero yo sabía que algo iba mal. Con Laura había que fijarse en los pequeños detalles. Cuando nuestra madre murió, la única pista de lo que le pasaba por la cabeza la tuve cuando encontré una figurita de cerámica de Jesucristo hecha trizas bajo su ventana.

Busqué un indicio. Algo diferente. No me llevó mucho tiempo darme cuenta de que había puesto boca abajo una fotografía en su mesilla de noche. Cuando vi que aún se tironeaba del dedo, también me di cuenta de algo más: en el índice no llevaba el anillo de plata, sólo había una marca pálida en la piel. Laura vio hacia dónde se había dirigido mi mirada, y se sentó encima de las manos para ocultarlas. Yo sabía que era inútil preguntarle por eso, así que probé otra cosa.

–¿Con quién has estado saliendo? – pregunté.

Otro encogimiento de hombros.

–Casi siempre estoy en casa de Finn.

–Tú y tus causas perdidas -le contesté.

Eso fue lo peor que pude decirle. Sus ojos echaron chispas. Aun así, yo estaba en lo cierto. Laura sentía debilidad por la gente maltratada. Creía que podía encontrar la manera de mejorar su autoestima. Era una de sus mejores cualidades, pero Laura también era demasiado ingenua, demasiado confiada. Puede que yo tenga genes cínicos, porque no creo que las personas lleguen a cambiar de verdad.

Finn era un buen ejemplo de ello. Vivía al otro lado del puente, en Superior, con su hermana mayor, Rikke Mathisen, la profesora de nuestro instituto preferida de Laura. Yo conocía a Finn porque Laura le echaba una mano de vez en cuando. Era un adicto. Siempre iba drogado. Sus espeluznantes ojos se clavaban en ti cuando creía que no lo mirabas. La señorita Mathisen sabía que Laura era un alma cándida y pensaba que podía ayudar a Finn a luchar contra sus demonios. Así pues, Laura se pasaba horas allí. Yo consideraba que era un error, pero no podía decirle nada.

Abrí la boca para insistir una vez más y que Laura me contara lo que iba mal, pero me interrumpió con una pregunta. Como llovida del cielo.

–¿Así que ya te has acostado con Jon? – quiso saber.

Me aseguré de que la puerta de su dormitorio estuviera cerrada para que mi padre no pudiera escuchar.

–No.

–Pero vas a hacerlo, ¿no?

–Sí, en verano, creo. Él sabe que quiero hacerlo. Pero le dije que no me apetecía tener relaciones sexuales con él hasta que nos sintiéramos tan unidos que pareciera que ya nos habíamos acostado juntos.

–Me gusta.

–Además, tengo que empezar a tomar la píldora.

–Podéis usar condones -sugirió.

Era la conversación más extraña que habíamos mantenido hasta ese momento, porque se trataba de una charla normal entre hermanas. Nosotras nunca habíamos hablado así. Sin embargo, sabía lo que pretendía. Había desviado el tema hacia mí.

–No quiero hacerlo ahora -dije-. Si voy a hacer el amor, quiero sentirlo de verdad, ¿sabes?

Laura se rió.

–No, no lo sé.

–¿Tomas la píldora?

–No la necesito.

–Oh. – No supe qué más decir-. He encontrado un trabajo para el verano.

–¿Ah, sí? ¿Haciendo qué?

–De camarera en ese sitio nuevo del puente. En Grandma's.

–Me alegro por ti.

–Necesitan gente. Puedo conseguirte algo si piensas quedarte.

Eso fue lo más cerca que estuve de preguntar a Laura de una vez por todas si planeaba marcharse de casa después de graduarse el mes siguiente. Se había pasado meses diciéndole a papá que iba a largarse en cuanto acabara el instituto. Viajar. Trabajar. Ver mundo. Pero yo no estaba tan segura. No desde que había visto que no llevaba su anillo.

–Aún no sé qué haré -contestó Laura.

Me levanté del puf.

–Me voy a dar una vuelta -dije.

–Que te diviertas.

Decidí seguir metiendo la nariz en sus asuntos.

–Oye, de verdad creo que deberías contarle a alguien lo de la nota. Sea quien sea ese salido, parece peligroso.

Laura abrió el cajón de la mesilla de noche y echó un vistazo a su interior. La carta estaba encima de todo. Vi la marca de pintalabios a través del fino papel.

–Sólo es un pirado -afirmó-. Voy a tirarlas a la basura.

Cogió la nota, la rompió en pedazos tan pequeños como el confeti y espolvoreó con ellos el interior de la papelera.

Me inquieté.

–¿Tirarlas? ¿Es que hay más?

Laura se encogió de hombros.

–Sí.

–¿Cuántas?

–No sé. Puede que diez.

–¿Diez? ¿Cuándo empezó todo esto?

–Hace unas cuantas semanas.

–¿Aún las guardas?

Asintió.

–Quiero verlas -le pedí.

Laura suspiró teatralmente, como si yo estuviera haciendo una montaña de un grano de arena, y empezó a hurgar en el cajón. Sacó un pequeño fajo de papeles atados con una goma, la soltó y los desparramó encima de la manta.

No podía creer lo que veían mis ojos.

Algunas notas estaban escritas con pintalabios, como la otra. Todas eran obscenas y violentas.

Te voy a follar.

Cierra bien la puerta.

¿Vas a estar sola esta noche, puta?

También había fotografías. Quienquiera que hubiera hecho eso, las había recortado de revistas porno. Vi fotos en blanco y negro de hombres con penes enormes y mujeres complaciéndoles con la boca. Muchos de los anónimos estaban garabateados en las fotografías.

Tú también vas a chupármela.

¿Tu culo aún es virgen?

–¿Estás loca? – le espeté casi a gritos-. Tienes que llevar todo esto a la policía.

–No quiero empeorar las cosas. Las clases acaban dentro de poco y se acabará todo.

–Eso no lo sabes.

–Venga, no ha hecho nada. Sólo intenta asustarme. Es un simple fisgón que pretende molestarme. Y no pienso permitírselo.

–¿Tienes idea de quién puede estar haciendo esto? – le volví a preguntar.

–No. He hablado con algunos tipos, ya sabes, para ver si habían oído algo. Pensé que a lo mejor había estado fanfarroneando con sus colegas. Pero nadie pudo decirme de quién se trataba, y si lo sabían, no me lo dijeron.

–¿Se lo contaste a papá?

–¿Bromeas? Habría flipado. Y no se te ocurra chivarte, hermanita. Encima parecería que ha sido culpa mía.

Mientras la observaba, Laura empezó a romper todos los anónimos y las fotografías. Quise detenerla. Le dije que estaba cometiendo una gran equivocación, pero Laura siguió haciendo tiras, pedazos y trizas hasta obtener una montañita de restos que arrastró por encima de la cama y arrojó dentro de la papelera.

–Asunto concluido -dijo.

2

Stride y Tish abandonaron juntos el Grandma's Saloon. Tish encendió un cigarrillo cuando se quedaron solos en el embarcadero de hormigón que se adentraba en el lago Superior. Relajó los músculos. Echó la barbilla hacia atrás y exhaló una voluta de humo como un suspiro. La brisa la atrapó y la dispersó, aunque Stride aún pudo saborear el rescoldo del humo en el aire, y tuvo que meterse las manos en los bolsillos para contener la ansiedad de fumar.

Tish se apoyó en el muro que bordeaba el canal. Stride estaba junto a ella. El canal, profundo y angosto, discurría desde el lago hasta las dársenas de Duluth y Superior. Un centenario puente levadizo, de resplandeciente acero gris, se alzaba y descendía por encima del canal con la llegada de los botes. Al otro lado del puente se hallaba el área conocida como el Point, un dedo minúsculo de tierra que sobresalía corno un refugio natural del puerto. Stride y Serena vivían allí, en un chalé a orillas del lago que databa de la década de 1890. La parte de la ciudad que daba al puente se conocía con el nombre de Canal Park, y se había convertido en un paraíso para restaurantes y hoteles durante los últimos veinte años. Los turistas recalaban en Canal Park para contemplar las enormes embarcaciones: era como observar los dinosaurios vivientes del pasado de la ciudad. En otro tiempo, Duluth había sido una ciudad con un floreciente desarrollo industrial, cuya economía estaba unida al destino de cientos de imponentes barcos que transportaban mineral ferroso. El centro de la ciudad estaba repleto de antiguas mansiones victorianas, recordatorio de una época en que la villa era rica gracias a las minas y el tráfico marítimo. Ahora ya no era así.

–Es increíble lo que ha cambiado este lugar -comentó Tish-. Cuando era pequeña, lo único que había ahí abajo eran fábricas viejas. Y ahora se parece a Coney Island.

–Sí, hay mucho dinero en Canal Park, pero no fluye -le contó Stride-. Están construyendo apartamentos para que la gente suba de Minneapolis y, mientras, la ciudad pasa apuros. Como siempre.

–¿Vives en el Point? – preguntó Tish.

Stride asintió.

–En los viejos tiempos nadie vivía allí. El Point era el sitio donde los crios iban a fumar marihuana y a hacer el amor en la playa.

Stride se echó a reír.

–Y aún lo es.

Tish se subió la cremallera de su chaqueta de piel. La temprana brisa vespertina procedente del lago era fresca.

–Había olvidado que aquí los veranos no son calurosos.

–Tenemos que empezar a dar importancia al calentamiento global -señaló Stride-. Dentro de unos cuantos años esto será la nueva Florida.

–Eso ha sonado un poco cínico.

–No se puede vivir toda la vida en Duluth y no ser un poco cínico -dijo Stride-. Aquí todo el mundo busca hacerse de oro, y nadie quiere admitir que se nos ha pasado la oportunidad. Cuando tú y yo éramos pequeños el transporte marítimo ya estaba de capa caída. Y nada pudo reemplazarlo. Los políticos siguen vendiendo sueños, pero la mayoría de nosotros hemos aprendido a no prestarles atención y a seguir adelante.

–Hay un mundo enorme ahí fuera -afirmó Tish.

–Sí, bueno, no me malinterpretes. Amo este lugar. Una vez intenté marcharme y tuve que volver.

Tish asintió.

–Lo sé. He hecho mis averiguaciones. Has sido policía toda tu vida. Llevas más de diez años al mando del departamento de detectives, y probablemente podrías ser jefe de policía si quisieras, pero te gusta estar en la calle. Hace un par de años, durante la investigación de la desaparición de una adolescente, dejaste tu cargo y seguiste a una policía llamada Serena Dial hasta Las Vegas. Pero no duró mucho. Unos meses después, estabas de vuelta en Duluth, y Serena se vino contigo.

–¿Y todas esas averiguaciones son para tu libro? – preguntó Stride.

–Sí -admitió Tish-. Aparte de que sentía curiosidad. Era como si a través de Cindy ya te conociera. Me preguntaba qué había sido de ti después de que ella muriera.

–Vamos a dejar las cosas claras -le dijo Stride-. Todo lo que te cuente será extraoficial. ¿De acuerdo? Tan sólo acepté hablar contigo porque tienes razón: la muerte de Laura aún me preocupa. Pero nada de cuanto te explique saldrá en ningún libro hasta que yo le dé luz verde.

Tish frunció el ceño.

–Eso me deja las manos atadas.

–Tienes razón; así es. Puede que no trabajes con fuentes de información cuando escribes artículos de viajes, pero así es como funciona en el mundo real. Si quieres mi ayuda, tendrás que esperar a que te diga que sí.

–No te fías de mí, ¿verdad? – preguntó Tish.

–No.

Ella arrojó el cigarrillo a sus pies y lo aplastó.

–Entiendo -contestó-. He sido una ilusa al venir hasta aquí, al imaginar que te abrirías a mí. Siempre se me olvida: Cindy me conocía, pero tú no.

Stride guardó silencio. No sabía qué pensar respecto a Tish. No había detectado nada sospechoso en su voz, pero no creía que Cindy hubiera mantenido una relación con una mujer desde la adolescencia y nunca le hubiera hablado de ello. No obstante, Tish le caía bien. Puede que fuera porque le recordaba a Cindy, o porque intuía que su interés por Laura no era fingido.

No se trataba sólo de un libro. Para ella era algo personal. Y él quería saber el porqué.

–¿Qué puedo hacer para que confíes en mí? – quiso saber Tish.

–Puedes empezar por contarme tu historia -respondió Stride.

–¿Y qué más puedo hacer? – insistió ella sonriendo.

Él no le devolvió la sonrisa.

Tish suspiró y contempló las colinas de la ciudad, donde las calles ascendían desde el agua como terrazas en la pared de un acantilado.

–Tienes razón, la ciudad no ha cambiado mucho en treinta años. Aún se mantienen en pie todos esos viejos edificios y casas. Si cierro los ojos volveré a ser la niña que fui.

Stride percibió un temblor en su voz.

–¿Y eso no es bueno?

–Pues no. En la mayoría de sitios adonde voy la gente se queja de los constantes cambios. Nada es como antes. Supongo que esperaba que Duluth fuera diferente. No estaba preparada para que los recuerdos me abofetearan en pleno rostro. – Él esperó a que ella siguiera hablando-. En aquel entonces, no veía el momento de marcharme de Duluth -prosiguió Tish-. Dejé la ciudad el día después de graduarme en el instituto.

–¿En qué año fue eso?

–En junio de 1977, un mes antes del asesinato de Laura. Me trasladé a St. Paul, conseguí un empleo y un apartamento. No quería volver a Duluth nunca más.

–¿Por qué ansiabas tanto marcharse?

Tish titubeó. Stride la observó atentamente y se preguntó si estaba a punto de contarle una mentira. Se había pasado años interrogando a sospechosos, y la mayoría tenía esa misma expresión en el rostro cuando inventaba una historia. Era como si necesitaran unos segundos para orquestar una falacia y asegurarse de que era creíble. Esperaba una mentira genérica de Tish que no le dijera nada sobre su vida. «Yo era una niña.» «Un culo inquieto.» Algo semejante.

Ella le sorprendió.

–Verás, yo estaba desquiciada. A mi madre la asesinaron cuando yo tenía once años. Desde entonces, pasé unos cuantos años dando tumbos por la ciudad en casas de acogida. Estaba enfadada con el mundo. Me sentía como una vagabunda. No culpo de ello a ninguno de mis padres de acogida. Hicieron cuanto pudieron, y yo no se lo puse fácil.

–¿Y qué hay de tu padre? – quiso saber Stride.

–Desaparecido del mapa. Mi madre se quedó encinta con sólo veintidós años. Por aquel entonces vendía perfumes en unos grandes almacenes, así que conocía a un montón de hombres casados. Cuando yo era pequeña, me explicó que había tenido una relación con un marinero finlandés que un día llegó a la ciudad en un barco metalífero. A mí me parecía muy romántico. No se molestó en contarme la verdad. No fue hasta mucho después que me di cuenta de que tenía a un cobarde por padre.

–Lo lamento.

–No lo lamentes por mí -respondió Tish-. Mi madre era la única que lo tenía difícil. En los cincuenta, ser madre soltera era como tener la peste. La expulsaron de su iglesia. La despidieron del trabajo. Estuvo meses sin trabajar hasta que consiguió un puesto de cajera en un banco. Hacíamos malabares para llegar a fin de mes. Pero era una mujer sensacional. Muy orgullosa. Muy independiente.

–Estoy seguro de que debió de ser muy duro perderla.

–Lo fue.

Stride sabía hasta cierto punto cómo se sentía. También él había vivido como un vagabundo cuando su padre falleció. Stride tenía dieciséis años. Si al cabo de unos meses no hubiera conocido a Cindy, que de algún modo le rescató, puede que hubiera acabado siendo un niño perdido, como Tish. Amargado. Solitario. Buscando una vía de escape.

–De todas maneras, trato de no pensar demasiado en el pasado -afirmó Tish-. Las cosas van como van. He disfrutado de una vida increíble, y eso no hubiera sucedido de haber tenido una infancia normal. Todos tenemos que pagar nuestras deudas.

–¿Qué hiciste después de abandonar la ciudad? – se interesó Stride.

Tish se apoyó en el muro del embarcadero y bajó la vista para contemplar el agua marrón chocolate.

–Si uno decide largarse de Duluth, St. Paul no está lo bastante lejos para escapar, así que decidí ir a algún lugar más cálido. Me marché al Caribe y trabajé de forma esporádica, de isla en isla. De vez en cuando escribía un artículo sobre mis experiencias y lo vendía a una revista de viajes del Reino Unido. Así fue como empecé. Luego comencé a escribir más artículos y contacté con otras revistas europeas. Me pagaban para que viajara por todo el mundo, y eso es lo que hice.

–Suena bien.

–Sonaba. Lo hice durante bastante tiempo. Luego conocí a alguien, un fotógrafo que trabajó conmigo en un artículo sobre Talín, en Estonia. Nos enamoramos. Y así fue como acabé en Atlanta. Ambos conseguimos un empleo en el Joumal-Constitution. Estuvo bien durante una temporada, pero la cosa no funcionó. Bueno, aún somos amigos, pero después de muchos años nos dimos cuenta que no estábamos hechos el uno para el otro. Así que empecé a viajar de nuevo, pero ya no ponía en ello todo mi empeño. Por eso decidí darme un descanso. Y cuando lo hice, me di cuenta de que pensaba demasiado en Laura.

–Hace mucho que Laura murió -comentó Stride.

–Lo sé, pero algunas heridas nunca acaban de cicatrizar. – Tish deslizó una cadena de plata por su cuello y ésta susurró al entrar en contacto con la seda blanca de su blusa. Tocó el aro delgado que pendía de la cadena-. ¿Ves este anillo? Laura tenía uno igual. Los compramos juntas en el auditorio de la feria estatal. Eso fue el verano anterior a su muerte. Es una baratija, pero me gusta llevarlo conmigo.

–¿Erais amigas íntimas?

Tish asintió.

–Inseparables.

–Entonces, ¿por qué no recuerdo haberte visto en casa de Cindy?

–Oh, eso. Cosas de chicas.

–¿Qué quieres decir?

–Quiero decir que tuvimos una discusión. Puede que fuera por la época en que Cindy y tú salíais juntos. Estuvimos unas cuantas semanas sin hablarnos. Fue en mayo, no mucho antes de que acabaran las clases en el instituto. Después de eso me fui directa a las Cities.

–¿Cuál fue el motivo de la discusión?

–No lo recuerdo. Alguna tontería.

En esta ocasión, Stride pensó que estaba mintiendo.

–¿Cómo os conocisteis? – preguntó.

–Las dos estábamos en la clase de geometría de Rikke Mathisen en nuestro penúltimo año -explicó Tish-. Laura y yo nos sentábamos juntas. Éramos como almas gemelas. Laura era una persona inquieta, como yo. También ella había perdido a su madre y su padre era un mierda, así que entendía cómo me sentía yo en esos momentos. – Titubeó-. Lo siento. Supongo que no debería haber dicho eso. Era tu suegro.

Stride se encogió de hombros. William Starr y él nunca habían congeniado. El hombre había capeado las tragedias de su vida desquitándose de su ira y su culpabilidad puritana con todos cuantos le rodeaban. Menos con Cindy. Él sabía que era mejor no liarla con su hija menor. Cindy había dirigido más o menos la vida de su padre durante los quince años transcurridos desde la muerte de su esposa hasta que William Starr sucumbió a un cáncer. Como también haría la propia Cindy diez años después. Stride comprendía lo fácil que hubiera sido acabar como su suegro, pues también él había perdido a su mujer en la flor de la vida.

–Creo que en esa época Cindy estaba celosa de mí -prosiguió Tish-. Sabes tan bien como yo que Cindy y Laura nunca fueron las mismas desde que su madre murió. Cindy se hizo con el control de la situación y Laura lo consintió, pero eso no es lo mismo que ser hermanas. Así que cuando aparecí yo, fui como la hermana que Laura había estado buscando. Cindy nunca dijo nada, pero no creo que eso le gustara. Yo estaba allí constantemente. Me quedaba a dormir casi siempre. Laura y yo lo compartíamos todo. Pensábamos irnos juntas de Duluth, ver mundo, ¿lo entiendes?

–Pero tú te marchaste y Laura no -señaló Stride.

El rostro de Tish se ensombreció.

–Sí.

–¿Qué ocurrió?

–Ya te lo he dicho, nada importante.

–No, me has dicho que no lo recordabas -repuso Stride.

Tish lo miró a la cara.

–Tienes razón, no lo recuerdo.

Mentía.

–De todos modos, lo superamos -continuó Tish-. Le escribí cuando me trasladé a St. Paul y ella me contestó, y volvimos a ser amigas como antes. Laura iba a reunirse conmigo en las Cities. Sin embargo, nunca tuvo ocasión de hacerlo. La asesinaron antes de poder marcharse. Supongo que eso es lo que me ha estado corroyendo todos estos años. Se suponía que las cosas no tenían que acabar así. Se suponía que teníamos que escaparnos juntas. Y, en cambio, dejamos que una estúpida discusión se interpusiera entre nosotras y ella se quedó. Y nunca logró salir de aquí.

Hizo que sonara como si Duluth fuera una zona de guerra y Laura, un soldado atrapado tras las líneas enemigas.

–¿Cuándo empezaron a acosarla? – preguntó Stride.

–En primavera. A finales de abril o principios de mayo.

–¿Sabía Laura quién lo hacía?

Tish negó con la cabeza.

–No, pero puede que fuera alguien del instituto. La mayoría de las notas las encontró en su taquilla. Ella creía que todo acabaría después de la graduación.

–¿Y no fue así?

–No, después de acabar el instituto las cartas y las fotos empezaron a llegar por correo. Laura me lo contó cuando me escribió a las Cities. Yo tenía miedo por ella.

–¿Por qué has mencionado el nombre de Peter Stanhope? ¿Tienes algún motivo para creer que era él quien la acosaba?

–Él fue una de las últimas personas que la vio con vida. Sé que se le consideró sospechoso de asesinato. – Y añadió-: ¿Tu novia tiene algún tipo de relación con Peter Stanhope?

–Él es cliente suyo -contestó Stride.

No le dijo que su relación con él iba mucho más allá. Stanhope le había ofrecido a Serena un puesto de detective a tiempo completo en su firma de abogados, y Serena estaba sopesando la propuesta. Stride creía que acabaría por aceptar el trabajo.

–¿Y eso puede ser un problema? – preguntó Tish.

–Peter es rico y poderoso. Y eso siempre es un problema.

Tish se encogió de hombros.

–No me da miedo. Mira, sé que Peter iba detrás de Laura. Salieron unas cuantas veces esa primavera. Peter buscaba una nueva conquista. Si Laura se hubiera abierto de piernas, ahí se habría acabado todo.

–Pero ¿ella no lo hizo? – preguntó Stride.

–De ningún modo. Peter sólo buscaba sexo, pero Laura no quería, así que rompió. Él se lo tomó mal. Ya sabes cómo pueden llegar a ser los gamberros jóvenes y ricos como Stanhope. Creen que pueden obtener cuanto quieran porque sus papas tienen dinero. Él deseaba a Laura y se puso hecho una furia cuando ella lo rechazó. Las cartas empezaron a llegar no mucho después.

–Pero eso no basta para establecer una conexión -argumentó Stride.

–Bueno, pero yo sé cómo era Peter. Fue por mí antes que por Laura, y no quise nada con él. Se puso muy desagradable cuando le dije que no.

Tish se estremeció cuando el sol se ocultó tras la cima de la colina. Sombras alargadas acompañaban el frío húmedo procedente del agua.

–Escúchame, Tish -dijo Stride-. Voy a contarte un par de cosas, pero como ya te he dicho antes, extraoficialmente. ¿De acuerdo?

Tish asintió con tristeza.

–Necesito que lo digas en voz alta -le pidió Stride.

–Sí, esto es extraoficial.

–Bien. Debes recordar que yo conozco este caso por dentro y por fuera. Por aquel entonces lo viví con Cindy y Ray Wallace, el policía a cargo de la investigación. Cuando tomé el mando del departamento de detectives, revisé el archivo página a página. Repasé todas las declaraciones, porque también yo tenía mis dudas. No encontré nada nuevo que señalara a Peter o a cualquier otro aparte de Dada, el hombre a quien me enfrenté cerca de las vías del ferrocarril.

–¿Y qué encontraste? – preguntó Tish.

–En primer lugar, había un informe de huellas dactilares. Se encontraron huellas en el bate de béisbol que coincidían con las de Dada.

–Pero ese bate era de Peter Stanhope -dijo Tish-. Lo leí en la prensa. También debieron de encontrar sus huellas en el bate.

–Sí, pero las de él tenían una explicación. Y las de Dada, no.

–A Laura la estaban acosando -insistió Tish-. Alguien llevaba semanas persiguiéndola. Y no se trataba de un extraño; era alguien que la conocía.

Stride puso con suavidad una mano en su hombro.

–La policía estaba al tanto del acoso.

–¿Estás seguro?

–Cindy se lo contó. Yo estaba allí cuando habló con Ray. Mira, Cindy era de la misma opinión que tú: creía que quien acechaba a Laura era el mismo que la mató. Incluso tenía en su poder una de las notas que le envió ese tipo. Una fotografía por-no con una amenaza garabateada en ella.

–¿Y?

–Pues que no había huellas dactilares en la foto -explicó Stride-. Por lo que no fue de ninguna utilidad.

–Pero eso era antes. ¿No tenéis ahora mejores técnicas para obtener huellas? Puede que aún encontréis algo.

Stride asintió.

–Tenemos técnicas mucho más sofisticadas para ese tipo de cosas, pero lo que no tenemos es la fotografía. Ha desaparecido, junto con las otras fotos de la escena del crimen que se tomaron por aquel entonces. Y también el bate. En algún momento del camino la mayor parte de las pruebas físicas del caso se perdieron.

–¡Qué hijo de puta! – exclamó Tish-. ¿Y no crees que eso es sospechoso?

–Estás hablando de un caso de hace treinta años. Las pruebas se traspapelan.

No le contó que tenía la sospecha de que Ray Wallace era quien había hecho desaparecer las pruebas.

Tish echó a andar. Estaban cerca del faro que había al final del embarcadero. Subió los peldaños y se recostó en la agrietada pintura blanca de la torre del faro con los brazos cruzados. El bolso le colgaba del hombro. Stride la siguió por la escalera.

–Lo siento -se disculpó Stride.

Tish alzó la vista hacia él.

–¿Puedo confiar en ti?

–¿Qué?

–Tú has dicho que no confiabas en mí. ¿Puedo confiar yo en ti?

–Creo que sí. Siempre habrá datos que tendré que considerar confidenciales, pero no te mentiré.

Tish abrió la cremallera del bolso. Sacó una bolsita de plástico transparente que contenía un sobre amarillento. Stride vio que estaba escrito a mano con letra de molde e, incluso sin cogerlo, pudo leer el nombre que había escrito en la parte delantera del mismo.

«LAURA STARR.»

–Ten -dijo Tish-. Una prueba física.

–¿Qué diablos es esto? – preguntó Stride.

–Una de las cartas anónimas que Laura recibió. Me la envió cuando yo vivía en St. Paul.

–¿Has estado en posesión de esta carta todo este tiempo y nunca se lo has dicho a nadie?

–En aquel entonces no pensaba que tuviera importancia -dijo Tish-. Y después la guardé y me olvidé de todo eso. La encontré de nuevo hace tan sólo unos meses, mientras revisaba unas cajas viejas en Atlanta antes de mudarme del apartamento de mi pareja. ¿No te das cuenta? Esto lo cambia todo. Por eso volví a darle vueltas a la idea del libro, porque sabía que tenía algo que podía reabrir el caso.

Stride sí se había dado cuenta.

La carta dirigida a Laura no era una nota dejada en la taquilla de un instituto. Quienquiera que se la hubiese enviado la había echado al correo, tras pegar un sello y humedecer un sobre. Incluso treinta años después, eso significaba algo.

ADN.

3

Clark Biggs observaba a su hija arrodillada en el suelo del salón. Mary cogió unos bloques de colores y amontonó diez de ellos uno encima del otro hasta levantar una torre multicolor. Cuando terminó, sonrió a Clark con la sonrisa más amplia y hermosa jamás vista, la clase de sonrisa que hacía que le doliera el corazón cada vez que la veía. Entonces ella derribó la torre con un soplido como si fuera el lobo malo del cuento, dedicándole una risilla, y empezó una vez más a apilar los bloques. Podía hacerlo una y otra vez sin llegar a cansarse del juego. Se comportaba como cualquier niña de cinco años.

Excepto que Mary tenía dieciséis.

Para cualquiera que la viera, era una adolescente típica. Tenía una mata de pelo rubio y rizado y unos ojos que a Clark le recordaba el azul del Caribe. Su rostro era redondo y lleno de vida. Medía un metro ochenta y era corpulenta. Una chica grande. Podría haber sido corredora o luchadora. Parecía incorrecto e improcedente que siguiera creciendo como una joven atractiva mientras permanecía atrapada en la mente de una niña. Clark se pasaba las noches en blanco culpándose a sí mismo y a Dios por aquel accidente en el agua. Se consolaba con la creencia que Mary sería eternamente feliz, eternamente inocente, sin la torpeza, el dolor, la duda ni la timidez que conlleva convertirse en una adolescente de verdad. Al menos eso le servía de consuelo.

–Hora de ir a la cama, Mary -murmuró.

Ella fingió no haberlo oído. Siguió jugando con sus bloques y canturreando una cancioncilla entre dientes. Clark se dio cuenta de que era el tema musical de un programa de televisión que habían visto aquella misma tarde. Siempre le sorprendían las cosas que asimilaba su cerebro, cuando no podía hacerlo con tantas otras.

–A la cama, Mary -repitió sin entusiasmo.

Mary se detuvo y frunció el ceño. Sus labios se curvaron hacia abajo como los de un payaso. Él se rió y ella también.

–Cinco minutos más -dijo él.

Clark odiaba los domingos por la noche. A las diez, Mary se iría a la cama y él se quedaría solo en la pequeña vivienda durante otra hora mientras miraba la tele y se servía una última cerveza. A la mañana siguiente, su ex esposa Donna se pasaría por casa y harían el intercambio en silencio. Mary se echaría a llorar y se marcharía con ella, y Clark lloraría y la observaría partir. Después llenaría un termo de café, envolvería en silencio un sandwich de pavo para comer y se encaminaría a la obra en el puerto de Duluth, sabedor de que la casa estaría vacía cuando regresara a su hogar. Le quedaban por delante cinco largos y solitarios días. Durante la semana, era como si estuviera en trance, esperando a que llegara el viernes por la noche, a que el todoterreno ligero de Donna se detuviera frente a su puerta y Mary subiera corriendo el camino de entrada para enterrarse entre sus brazos. Su hermosa chica. Su niña. Vivía para esos fines de semana con ella, pero éstos se terminaban tan pronto como habían empezado y lo dejaban igual que antes, temiendo la hora en que ella debía irse a dormir, sintiendo que su alma se ensombrecía ante la idea de una semana de soledad.

–Vamos, cielo -le dijo con voz quebrada.

Clark se levantó del sofá. Mary había heredado su osamenta. Él era fornido y fuerte. Había trabajado en la construcción desde los dieciocho, y tras veinte años al aire libre con un frío glacial y veranos a treinta y cinco grados, se levantaba todas las mañanas con su musculoso cuerpo agarrotado por los nódulos. Cuando tenía veinte años, podía darse una ducha caliente y salir a la calle fresco y ágil. Pero ya no. El dolor le atenazaba día tras día.

Mary se levantó de un salto y le tendió la mano. Él se la cogió para acompañarla hasta su dormitorio. Su piel era suave y rosada; la de él era como el cuero. Ella sabía que por las noches se ponía triste e intentaba animarlo haciendo muecas. Él sonreía y le dejaba creer que surtían efecto, cuando lo cierto era que, en esos momentos, nada podía sacarlo de su depresión.

–Los bloques, papá -dijo ella.

–Sí, cielo, cuidaré bien de tus bloques. Estarán aquí esperándote la semana que viene.

Su dormitorio estaba en la parte trasera de la pequeña vivienda y tenía dos ventanas que daban a los bosques que había tras la parcela. Mary bailoteaba en el cuarto de baño detrás de él mientras se cepillaba los dientes. Estaba oscuro, y Clark se acercó a las ventanas y estudió su reflejo en el vidrio. Bolsas hinchadas y marrones se combaban bajo sus ojos. Llevaba el cabello rubio oscuro demasiado largo; necesitaba un corte de pelo, algo que hacía él mismo para ahorrar dinero. Los vaqueros estaban deshilachados. Podía meter un dedo por el bolsillo izquierdo y tocarse la pierna. Vestía una camiseta NASCAR y una gorra de béisbol de camuflaje.

–¡Yooooooo! – gritó Mary volviendo a entrar con grandes aspavientos en la habitación y dando un brinco encima del chirriante armazón de la cama.

Dormía en una cama individual conseguida en una subasta y que era demasiado pequeña para ella, pero a Mary no le importaba que le colgaran los pies. Apenas había sitio para ella entre tantos pufs de animales allí acumulados. Llevaba puesto un camisón con volantes que le llegaba a las rodillas. Había algo que preocupaba a Clark cuando Mary salía al mundo sin él: desconocía el concepto de sexualidad, aunque su cuerpo decía lo contrario. Tenía la apariencia de una chica normal, saludable y atractiva. Carecía de vergüenza, y a menudo se quitaba la ropa y se paseaba desnuda por la casa sin entender por qué Clark insistía en que se vistiera.

–¡Qué rapidez! – dijo Clark-. ¿De verdad te has cepillado los dientes?

Mary asintió con gravedad.

–¿De verdad? – insistió él.

Ella se cruzó de brazos con fuerza y volvió a asentir, temblando como si su cuerpo fuera de gelatina.

–De acuerdo -dijo él.

Clark apagó la luz del techo pero dejó encendida la lamparilla que había junto a su cama. A Mary le gustaba que la habitación estuviera iluminada de noche. Clark revisó las ventanas y las cerró para que no pudiera saltar afuera y echarse a correr por los patios traseros del vecindario. Ella no dormía bien. Podía cerrar los ojos durante una hora para después levantarse, momento en que Clark la escucharía botar su pelota contra la pared del dormitorio. Cuando no estaba demasiado cansado, se levantaba y jugaba con ella, hasta que por fin volvía a adormilarse. A veces simplemente se ovillaba en el suelo y él quitaba las mantas de la cama y la tapaba.

La arropó en la cama. Tenía los ojos brillantes.

–Buenas noches, Mary.

–Te quiero, papá.

–Yo también te quiero, cariño.

El dolor que sintió en el estómago al pensar en su partida a la mañana siguiente fue tan intenso que no pudo decir nada más. La besó en la frente y mientras cerraba la puerta la vio agitar las manos hacia el techo, como si pudiera ver las estrellas y dirigirlas como una orquesta.

Clark regresó al sofá, se acabó su cerveza y abrió otra. Pensaba ver a Donna a la mañana siguiente, cuando viniera a recoger a Mary. Donna vivía al otro lado del puente, en Superior, y trabajaba como secretaria jurídica. Clark estaba en Gary, y vivía en la casa blanca de hormigón que antaño había pertenecido a sus padres. Llevaba cinco años compartiendo a Mary con Donna desde la distancia, y durante esos cinco años había odiado tanto ese acuerdo que le parecía como si fuera una enfermedad.

No era culpa de Donna. Hacía mucho que el rencor entre ellos se había extinguido hasta convertirse en soledad. Se habían casado muy jóvenes y se habían esforzado por salir adelante, pero la presión de criar a Mary juntos había podido con ellos. Los dos amaban a su hija, pero Mary exigía tanto que apenas les quedaban energías para amarse el uno al otro. Donna pensaba que podían intentarlo de nuevo. Había armado mucho ruido para que volvieran a empezar. Dos semanas antes, cuando llegó a su casa para dejar a Mary, se quedó a pasar la noche, los tres juntos como en los viejos tiempos. Después de que Mary se fuera a la cama, bebieron vino, rieron y acabaron acostándose juntos. Volvían a ser unos niños, como antes de que Mary naciera, antes del divorcio. El sexo fue cálido y familiar. Pero cuando él se despertó, estaba solo. Donna no era capaz de enfrentarse a él. Y con eso le dijo todo cuanto necesitaba saber.

Sabía que debía irse a la cama, pero era incapaz de levantarse del sofá. Estuvo mirando la tele hasta que los ojos empezaron a cerrársele y la cabeza se le cayó sobre el pecho. Se quedó profundamente dormido, como si el agotamiento y el alcohol lo hubieran drogado, y perdió la noción del tiempo.

Clark se despertó al escuchar a Mary gritar.

Un terrible aullido de pesadilla.

Se despertó al instante, aunque desorientado, no muy seguro de que fuera real. Al final del pasillo, en sombras, la puerta de Mary se abrió de repente y golpeó contra la pared. La silueta de su hija apareció recortada contra la pálida luz de su habitación.

–¡Él él él él él! – gritó.

Clark saltó por encima del respaldo del sofá y se dio impulso con las rodillas mientras sacudía la cabeza para quitarse el sueño de encima. Extendió los brazos de par en par. Mary corrió hacia él y lo agarró con tanta fuerza que Clark a punto estuvo de caer en la alfombra. Su hija tenía la piel húmeda por el sudor y el miedo. Sus ojos azules sobresalían de las cuencas y las aletas de la nariz se dilataban a medida que llenaba los pulmones de aire. Clark notaba sus uñas clavadas en la espalda como cuchillas. Lo sujetaba con una fuerza tan intensa que apenas podía respirar.

–Mary, ¿qué pasa? ¿Qué sucede, pequeña?

–¡Él él él él él él él él!

–Eh, Mary, tranquila, tranquila, aquí no hay nadie.

–NO NO NO NO NO.

Clark le acarició el pelo y le cantó en susurros. Ella temblaba como un pajarillo. Había sucedido lo mismo el fin de semana anterior. Había tenido una pesadilla e imaginado que había alguien en su dormitorio y se negó a volver al cuarto en lo que quedaba de noche. Mary no diferenciaba entre lo que era real y lo que no. Cuando imaginaba algo, era como si realmente estuviese allí.

–Shhh -murmuraba él una y otra vez.

Ella se echó a llorar en su hombro. Clark cogió una manta de lana del sofá y la envolvió en ella. Sus lágrimas le humedecieron el cuello.

–Vamos, te demostraré que no pasa nada -le dijo-. Te demostraré que aquí no hay nadie.

–No, papi, no, él él él él.

–Oh, lo sé, lo sé, pero no ha sido más que un sueño, tesoro, eso es todo.

Mary negó con la cabeza enterrada en el pecho de su padre y alzó la mirada con una expresión de pánico, acercó la boca a su oído y susurró una palabra con tanta claridad que le provocó un estremecimiento.

–Ventana.

Clark se quedó de piedra.

Apretó los puños y la adrenalina lo mantuvo alerta. Su mirada se dirigió velozmente hacia las ventanas del salón, que había dejado abiertas, orientadas a las oscuras cuadrículas de la noche. Las cortinas respiraban al compás del viento. Olió a pino y lluvia. No comprendía lo que había sucedido, pero para Mary usar una palabra como aquélla era de gran importancia.

Clark cogió en volandas a Mary. Pesaba mucho, pero ella le pasó los brazos alrededor del cuello y dejó que la llevara hasta el sofá. La tendió entre los cojines, la besó y la miró profundamente a los ojos, intentando comprenderla, hacer que se comunicara con él. Clark siempre había acariciado la idea de que hubiera un lugar en sus mentes donde pudieran reunirse y borrar el abismo que su discapacidad había puesto entre ellos. Lo único que deseaba era poder encontrarlo.

–Ahora voy a cerrar las ventanas, Mary. No saldré de la habitación.

Ella se tapó la cabeza con la manta. Su padre se acercó a las cuatro ventanas que daban al patio delantero, las cerró de golpe y echó el pestillo. Vio salpicaduras de lluvia en los vidrios. Regresó junto a ella y poco a poco le bajó la manta hasta dejar al descubierto la mitad del rostro de su hija.

–¿Has soñado que alguien estaba en tu cuarto, cariño?

–Ventana -repitió ella.

–¿Has visto a alguien fuera?

–Él él él él él -insistió Mary, y se cubrió de nuevo la cabeza con la manta para esconderse.

–Aquí estarás bien, cariño. Papá irá a echar un vistazo.

Clark volvió a atravesar el pasillo oscuro que llevaba al dormitorio de su hija. Era más de medianoche. Apagó la lamparilla de noche y, con el cuarto a oscuras, se acercó a la ventana y miró hacia fuera, hacia el patio trasero y los bosques que había unos metros más allá. No vio nada. Permaneció allí unos minutos, observando, pero nada se movía en el exterior.

Cuando regresó al salón, encontró a Mary dormida con su cabello rubio desparramado por la manta. Veía la mitad de su rostro, con una expresión tranquila y angelical. El corazón le latió aceleradamente; sabía que dentro de unas pocas horas tendría que levantarse. Se sentó junto a ella, le acarició la mejilla con un dedo calloso y fue recompensado con un suspiro. Mary emitió unos nudillos de felicidad.

Clark se acomodó de nuevo en el sofá sin molestarla. Se notaba nervioso y no estaba seguro de por qué. Los niños tenían pesadillas, eso era todo. Aun así, jamás había escuchado a Mary pronunciar una palabra tan concreta. «Ventana.»

Cogió una linterna potente de la cocina, fue hasta la puerta principal y salió afuera. Cerró la puerta detrás de él. Al bajar los escalones del porche, la lluvia le escupió en la cara. Las hojas murmuraban con la brisa nocturna. Encendió el haz de luz amarillento y lo hizo oscilar alrededor del patio para ver todo lo que debería estar allí y nada más: el sauce llorón, el columpio atado al árbol, los tres coches viejos desguazados a piezas, la hierba alta que había que cortar. Caminó en silencio y con sigilo hacia la parte trasera de la vivienda. Sostuvo con fuerza la linterna y con el haz de luz se orientó para girar en la esquina.

Clark examinó el patio trasero con detenimiento. No solía permanecer mucho rato allí, excepto para pasar el cortacésped cada pocas semanas. Apenas había una estrecha franja de césped y, tras ésta, la densa arboleda de abedules cuyas cortezas blancas se desprendían como pintura. Observó los bosques y tuvo la extraña sensación de que alguien invisible le devolvía la mirada.

Se encogió de hombros. La mente le estaba jugando una mala pasada.

Clark inspeccionó la ventana de Mary y enfocó el alféizar con la linterna. Se dio cuenta de que podía quedarse allí con medio cuerpo por encima de la altura de la ventana y que, si la luz del dormitorio estaba encendida, se podía ver claramente el interior de la estancia.

Dirigió el haz de luz hacia los pies.

Cerca de sus botas halló unas hendiduras húmedas en la hierba y, detrás de él, vio un rastro de pisadas que se alejaban y desaparecían al amparo de los árboles.

4

A medianoche, Stride tomó el camino de entrada de su chalé. No tenía garaje, tan sólo una parcela de tierra enlodada donde aparcar. En invierno, tendían unos cables eléctricos desde la casa para enchufarlos en los automóviles y mantener los motores calientes durante las gélidas horas nocturnas. Metió como pudo el Expedition en el hueco que había cerca de la valla junto al Mustang de Serena y se apeó del auto. Una lluvia ligera le siguió mientras avanzaba por el césped y subía los escalones del porche delantero.

Dentro de la vivienda, las luces estaban apagadas, pero cuando abrió la puerta vio que en la chimenea del otro lado del salón ardía un fuego. La leña se había convertido en cenizas y brasas. Una balada de Patty Loveless sonaba en el estéreo. Stride oyó a Patty cantar sobre una mujer moribunda que subía a las estrellas. Había escuchado esa canción cientos de veces cuando Cindy agonizaba e, incluso ahora, hacía que se le rompiera el corazón.

Serena estaba sentada en el suelo en la postura de loto, con los ojos cerrados y expresión tranquila. Había empezado a hacer yoga como parte de su método de recuperación de las quemaduras que había sufrido durante un incendio que había tenido lugar meses atrás. La intensidad mental de los ejercicios también le ayudaba a controlar los recuerdos de los abusos a los que había sido sometida durante la infancia. Parecía funcionar. Estaba más en paz consigo misma que nunca desde que se habían conocido.

Físicamente, Serena era muy diferente a Cindy. Era alta y corpulenta. El cabello oscuro le llegaba hasta los hombros pero era más espeso y ondulado que el de Cindy. Tenía la frente amplia y los ojos de color verde esmeralda. Su piel era brillante, pero él aún podía ver las cicatrices que las laceraciones habían dejado en sus piernas. Se estaba recuperando de los estragos causados por el incendio; ya podía correr sin que le fallaran las piernas o los pulmones, pero se había visto obligada a aceptar que su cuerpo había quedado tocado. Que ya no era perfecto. Que no sería joven para siempre. Era el pacto con el diablo que todos hacían con su edad, pero Serena lo había pospuesto durante más tiempo que la mayoría. Había ocultado su cuerpo tras el incendio, incluso a Stride, pero ahora volvía a usar pantalón corto sin que le importara que la gente la viera. También había ganado unos kilos en primavera, al no poder hacer ejercicio con la misma intensidad que en el pasado. Seguía una dieta para perderlos, aunque a Stride le traían sin cuidado. Él pensaba que tenía un aspecto voluptuoso.

Abrió los ojos cuando él tomó asiento en la butaca de cuero que había junto a ella. Con cuidado, desdobló las piernas y las extendió. Además de los pantalones cortos, llevaba puesto un sujetador negro que le cubría sus voluminosos pechos. Se había recogido el pelo en una cola de caballo.

–Es tarde -le dijo.

–Sí, perdona, perdí la noción del tiempo.

–¿Has estado con ella?

No detectó ningún deje de celos en su voz, pero aun así quiso tranquilizarla.

–No, hace horas que dejé a Tish en el paseo. He revisado los documentos policiales y apartado los del asesinato de Laura para repasar de nuevo el archivo. Cuando me di cuenta ya era casi medianoche.

–Te tiene preocupado, ¿no es cierto? – preguntó Serena.

–Supongo que sí.

–¿Qué piensas de ella?

Stride restregó las yemas de los dedos contra las tachuelas de metal de la butaca de cuero rojo.

–Me oculta algo. No sé el qué, pero no me gusta nada. – Y añadió-: Y me he dado cuenta de que no te cae bien.

Serena negó con la cabeza.

–Te equivocas.

–Venga ya. Vi cómo se te ponía el vello de punta.

–Pues no es así. Soy yo la que no le caigo bien a ella. Hay una gran diferencia.

–¿Y cómo lo sabes?

–Las mujeres sabemos ese tipo de cosas, Jonny.

Stride no estaba dispuesto a discutir.

–¿Encontraste algo en el archivo policial? – preguntó Serena.

–No, pero Tish tiene algo nuevo.

Le habló de la carta que le había dado y de la posibilidad de encontrar ADN en el sello o en la solapa del sobre.

Serena digirió la información y luego lo estudió con una mirada meditabunda.

–Me sorprende que nunca me contaras nada ni de Laura ni de su muerte. Llevamos juntos bastante tiempo, Jonny. ¿Hay algún motivo por el que no quisieras compartirlo conmigo?

No supo qué contestar, porque no estaba seguro de por qué se había guardado esa historia para él. Esa semana de julio le había cambiado tanto, y en tantos aspectos, que nunca volvió a ser el mismo. Durante esa semana tomó conciencia de que iba a pasar el resto de su vida con Cindy. Esa semana, la misma que conoció a Ray Wallace, había decidido que una manera de luchar contra la muerte era convertirse en policía. También había descubierto lo doloroso que era cometer errores y que algunas equivocaciones jamás podían rectificarse. Cuando pensaba en lo que era ahora, podía dibujar una fina línea recta que conducía directamente a ese verano. Aun así, nunca había sido capaz de hablar de ello. Apenas hablaba de las pasiones que lo impulsaban. Era consciente de que durante los dos años que había invertido persuadiendo a Serena para que compartiera sus secretos del pasado, él casi nunca había dedicado tiempo a compartir los suyos.

Serena vio por su silencio que no estaba preparado para contarle nada. No le presionó. En su lugar, su rostro se suavizó con una sonrisa burlona.

–Adivina qué he hecho esta tarde -dijo. Él ladeó la cabeza con una pregunta muda-. He ido a la biblioteca y he encontrado una copia de tu anuario del instituto de 1977 -le informó.

–Oh, no -repuso él.

Serena se inclinó hacia él y murmuró:

–Bonito peinado.

–Por aquel entonces llevaba el pelo largo.

–Tú y Shawn Cassidy.

–Eran los setenta, por el amor de Dios. La década en que el gusto desapareció.

–No, no, me gusta. Menudo rompecorazones estabas hecho. Tan serio… ¡Y qué ojos! ¿Qué decía Cindy de ellos? ¿Ojos de pirata? Es como si te estuviera viendo, Jonny. Provocativo, meditabundo, un atormentado detective en potencia.

Serena se tapó la boca y se echó a reír.

–Pasas demasiado tiempo con Maggie -le dijo.

–También vi una foto de Cindy. Nunca había visto una fotografía de cuando era joven. Era increíble.

–Sí, lo era.

–Tenía un rostro muy interesante.

–Se lo comenté una vez y por poco me hace una cara nueva.

–No, en serio, con esos ojazos, esa nariz respingona y el pelo azabache, era digna de ser mirada. Entiendo que te enamorases de ella. Quiero decir que Laura era la típica adolescente guapa, pero Cindy era única. – Dejó que el silencio se alargara y luego añadió-: Háblame de Laura. ¿Cómo era?

–En realidad no llegué a conocerla bien -admitió Stride-. No paraba mucho en casa cuando yo iba por allí. Siempre creí que era una de esas chicas a quienes les resultaba molesto ser guapas. No le gustaba que los chicos la mirasen.

–¿Cindy y ella estaban unidas?

–No. En realidad no mucho. No eran enemigas como otras hermanas, pero cada una tenía su vida. Cuando asesinaron a Laura, Cindy lamentó sinceramente que hubieran estado tan distanciadas. Creía que se había perdido lo que significaba tener una hermana.

–También vi a Tish en el anuario -le dijo Serena-. No mintió sobre su relación con Laura. Las he visto juntas en tres fotos distintas, colgadas una de la otra como si fueran inseparables.

–Un tanto para Tish -comentó Stride.

–Aunque tú nunca las viste juntas, ¿no es verdad? Ni siquiera conocías a Tish. ¿Por qué?

–Tish dice que Laura y ella tuvieron una discusión y que se trasladó a St. Paul después de graduarse. Eso fue entre mayo y junio, cuando Cindy y yo empezamos a salir.

–¿Te explicó Tish el motivo de la pelea?

–Asegura que no lo recuerda y que fue por algo sin importancia. Creo que miente en ambos casos.

–Así pues, ¿por qué fue?

–No lo sé, pero ¿por qué acostumbran las chicas a discutir entre ellas? – preguntó Stride.

–Por los chicos.

–Eso suponía.

–¿Se te ocurre de quién podría tratarse?

–Tish dice que Laura quedó unas cuantas veces con Peter Stanhope. Prácticamente lo ha acusado de ser quien acosaba a Laura.

Serena frunció el ceño.

–Peter.

–Lo siento, pero está metido hasta el cuello en este caso -dijo Stride.

–¿Por qué no me lo contaste? Sabía que estabas disgustado cuando empecé a trabajar para la firma de abogados de Peter, pero no me di cuenta de que hubiera tantas cosas entre vosotros.

–Hace treinta años de eso. Apenas he hablado con él desde entonces. La gente cambia.

Eso era mentira. Stride creía que en realidad nadie cambiaba. No le entusiasmaba la idea de que Serena aceptara un empleo en la firma de abogados de Peter Stanhope, pero al mismo tiempo quería que dejara las calles. Que estuviera a salvo. El incendio en el que casi perdió la vida aquel invierno no había sido un accidente. Su carrera la había puesto en el punto de mira de un acosador, y Stride se encontró a sí mismo batallando con su ansiedad cuando ella volvió a las calles. Serena era una ex policía de homicidios de Las Vegas, una de las ciudades más duras que él pudiera imaginar. Su formación la había convertido en alguien extremadamente independiente. Aun así, ahora comprendía las emociones que Cindy debía de experimentar cada vez que él salía de casa, y el miedo que revolotearía por su mente cuando contestaba al teléfono. Para la esposa de un policía, la llamada definitiva podía producirse en cualquier momento.

–¿Puedo contarle a Peter lo de Tish y su libro? – preguntó Serena.

Stride se encogió de hombros.

–Si Tish sigue hurgando, tarde o temprano llegará a oídos de Peter. Puedes decírselo. De momento, no estoy implicado.

–¿De verdad crees que Peter pudo haber matado a Laura?

–No lo sé. Es posible, pero por entonces nadie quiso investigar el asunto.

–¿Por culpa del padre de Peter?

–Sí.

–¿Quién llevaba el caso?

Stride se rascó la cicatriz del hombro, donde una bala había profanado su carne. La herida le punzaba a modo de recordatorio.

–Ray Wallace.

Serena dejó escapar una lenta bocanada de aire.

–¿Crees que Ray hizo la vista gorda con Peter?

–Puede.

–Deberías explicarme exactamente lo que sucedió aquella noche -dijo Serena-. ¿No crees?

–Sí.

Stride formó una pirámide con los dedos, se quedó mirando el fuego de la chimenea y no dijo nada más.

–Si quieres puedo leer el informe policial -dijo Serena-. O hablar con Maggie. Aunque preferiría oírlo de ti.

Stride se pasó una mano por el pelo ondulado, como solía hacer cuando estaba tenso. Pensaba en la larga melena que llevaba por aquel entonces. Y en los dedos de Cindy acariciándole el cabello mientras estaban en el agua.

–Durante mucho tiempo Cindy y yo nos sentimos culpables -le explicó a Serena.

–¿Por qué?

–Por haber dejado sola a Laura aquella noche.

–No sabíais lo que iba a pasar.

–No, pero estaba oscuro y llovía, y los chicos habían bebido y dejamos que Laura se internara sola en el bosque. Fue una estupidez. Deberíamos habernos quedado con ella.

Serena esperó.

–Algunos de nosotros habíamos jugado a béisbol aquella noche -continuó Stride-. Yo estaba allí. Y también Peter Stanhope. Se suponía que Cindy tenía que encontrarse conmigo después; íbamos a ir un rato al lago. Ni siquiera sabía que Laura estaría con ella, pero Cindy y su hermana se pasaron por el campo mientras nosotros jugábamos y luego se marcharon solas. Yo estaba cabreado. No quería a Laura merodeando por allí.

–¿Por qué no?

–Se suponía que ésa era la noche. «La» noche. Cindy y yo habíamos planeado hacer el amor por primera vez.

–Oh -dijo Serena alargando la interjección-. Ahora lo entiendo.

–Así que en esos momentos yo no pensaba exactamente con el cerebro.

–Estoy segura.

–Lo cierto es que Cindy y yo hablarnos de ello más tarde; los dos sabíamos que algo iba mal, pero en aquel momento no le dimos importancia.

–¿Qué quieres decir con que algo iba mal?

Stride frunció el ceño.

–Esa noche había alguien en los bosques.

¿QUIÉN MATÓ A LAURA STARR?

Por Tish Verdure

4 de julio de 1977

Escuché el rugido del trueno más allá de los árboles, como si la tormenta fuera un animal acercándose. El camino estaba oscuro, y eso significaba que el cielo sobre nuestras cabezas se había ennegrecido, impidiendo que la luz pasara a través de los árboles. Sentía el aire denso como un peso en el pecho cada vez que respiraba. Casi podía verse la húmeda neblina colgada de una nube por encima del sendero. Tenía el cuerpo cubierto de sudor y la larga melena adherida a mi piel como una enredadera. Llevaba puesta la parte de arriba de un biquini y pantalones cortos, e iba descalza.

Laura estaba muy nerviosa mientras caminaba a mi lado. Pateaba con impaciencia la tierra del camino con sus Flyers rosas. Su mirada revoloteaba de un lado a otro entre los árboles, como si esperara pillar a alguien espiando. Llevaba unos vaqueros y una blusa azul a cuadros con las mangas arremangadas hasta los codos. Una mochila le colgaba de un hombro. Hacía girar el anillo de plata que lucía en el dedo.

–Espero que la lluvia amaine para los fuegos artificiales -dije.

Laura alzó la vista hacia las copas de los árboles. Hizo un ruido con la garganta y no replicó.

Yo sabía que los festejos del Cuatro de Julio serían un fracaso. Apenas faltaba una hora para que anocheciera, pero aun antes volvería a diluviar. En ese momento el aire estaba totalmente en calma. Nada se movía. Los pájaros pardos que solían brincar a nuestro alrededor a lo largo del sendero, en busca de migas, se habían puesto a cobijo. Parecía como si cada abedul y cada pino contuviera el aliento.

Las tormentas de verano siempre caían de repente. En un momento todo parecía sereno y, al instante, el viento cobraba vida y doblaba a los árboles jóvenes. Densos nubarrones se combaban y se abrían, dejando caer el agua a raudales. La noche se convertía en día con destellos de luz cuando las ramificaciones de los relámpagos restallaban de la tierra al cielo.

Laura se detuvo en el camino. La miré interrogativamente. Le temblaba el labio inferior y su mirada reflejaba miedo.

–¿Qué pasa?

No me contestó. Los árboles que había a nuestro alrededor parecían un desfile militar de color negro. Seguí con los ojos su mirada pero no vi nada entre las sombras.

–¿Qué? – repetí.

–Hay alguien ahí -dijo Laura.

Miré de nuevo. Me acerqué un par de pasos a los árboles. Sólo olía a pino, como si en lugar de en julio estuviéramos en Navidad.

–¿Estás segura?

–He oído a alguien -insistió.

Pensé que se equivocaba, pero en el parque era muy fácil creer que no estabas solo. Ahí estribaba su grandeza. Parecía algo primitivo, como si estuviéramos a kilómetros de la ciudad. La gente iba hasta allí para hacer cosas secretas. Nunca sabías quién podía haber por ahí.

–¡Venga, sal! – grité-. ¡Eh!

Un violento crujido sacudió la maleza y me quedé helada, completamente sorprendida. Ante mí, un urogallo salió del bosque dando tumbos y aleteando con gran excitación. Era un manojo tembloroso de plumas pardas a rayas con un pescuezo rojo cereza; batía las alas de un lado a otro del sendero y se enterraba en la maraña de frondosos arbustos.

Laura y yo dimos un bote y nos pusimos a gritar. Nos alejamos dando tumbos y a punto estuvimos de caer al suelo. Laura se abrazó a la correa de su mochila y la apretó contra su cuerpo. El corazón me latía a galope tendido. Era ridículo, pero también una de esas cosas que te hacen bombear adrenalina y te ponen histérico. Cuando el urogallo se marchó, continuamos caminando, aunque Laura se daba la vuelta cada pocos pasos y miraba nerviosa por encima del hombro.

Oí las voces de los chicos delante de nosotras a medida que nos acercamos al campo de béisbol. Hacía una hora que habíamos aparcado el coche cerca del campo. Yo quería sentarme y ver jugar a Jonny, pero Laura no estaba dispuesta a perder el tiempo con chicos, y no la culpaba por ello. Tenían cerveza en todas las bases, y muchos de ellos ya estaban borrachos. Éramos las únicas chicas que había por allí, y no nos quitaron los ojos de encima desde que llegamos. Algunas se hubieran alegrado y pavoneado con semejantes atenciones, pero Laura se hizo la víctima y quiso largarse.

En ese preciso instante, cuando llegamos al final del sendero que daba al campo, dio un paso atrás.

–Bajemos al lago -propuso.

–¿Por qué no esperamos a que acabe el partido? Así Jonny podrá venir con nosotras.

–No, ya sé que queréis estar a solas.

Era cierto. Me hacía sentir mal, pero esa noche quería a Jonny sólo para mí. Él y yo. En el agua y luego juntos en la orilla. No obstante, no quería dejar sola a Laura.

–No pasa nada. Puedes quedarte con nosotros.

–Al menos dilo como si realmente lo pensaras -replicó Laura, y luego sonrió.

–No, es sólo que…

–No te preocupes, me iré en cuanto te reúnas con él. Vamos.

–Tengo que decirle a Jonny dónde nos encontraremos.

Me dirigí hacia el camino que se alejaba de los bosques. Laura cruzó los brazos por encima del pecho y me siguió con paso vacilante. Las voces y las risas se oían más cerca. Había una veintena de chicos en un tosco rombo dibujado en medio del campo; algunos jugaban, otros permanecían sentados en el sendero de tierra que había junto al aparcamiento. Los vehículos estaban aparcados de cualquier modo en la maleza que había detrás de ellos, junto a un camino serpenteante que bajaba desde la carretera. El terreno de juego no era más que césped y maleza, lo bastante pequeño como para lanzar la bola al cenagal con un golpe fuerte. Por encima de las espadañas, vi un arroyo que zigzagueaba en dirección al lago.

Hacia el oeste, el cielo estaba negro como el carbón. Ráfagas de rayos hacían resplandecer a las nubes, y olía a lluvia. Desde algún lugar cercano, uno de los senderos que formaban una telaraña a través del extenso parque, escuché el sonido de los petardos.

Jonny estaba jugando en la primera base. Los árboles se acababan en el linde del campo de béisbol, y al salir Laura y yo nos encontramos detrás de él. Se giró al ver a los otros chicos saludarnos con la mano. Algunos nos silbaron. Había botellas de cervezas vacías tiradas por todas partes.

Jonny tenía una expresión seria, pero sus rasgos se suavizaron al verme. Me había acostumbrado a volverme invisible siempre que estaba con Laura, pero en cambio Jonny me miraba como si no viera a nadie más. Me gustaría poder explicar qué clase de conexión había entre nosotros o por qué ésta se produjo con tanta rapidez. La verdad es que no tengo ni idea. Por supuesto que es un chico atractivo. Alto y delgado, aunque aún falto de carne y músculo, como la mayoría de chicos. Y también tiene esa mata de pelo larga y ondulada que parece indomable. Y esos ojos extraordinarios. Eso fue lo primero en lo que me fijé: en sus ojos, oscuros y profundos. En ellos puedo verlo todo. Dolor. Pérdida. Humor negro. Intenciones serias. Es tan intenso que de vez en cuando tengo que bajarle los humos, y a él no parece importarle que le lastime el ego.

En este momento está buscando. Lo comprendo, porque también yo lo hice después de que mi madre muriera. Tenía catorce años y pasé mucho tiempo buscando, preguntándome adonde iría, qué haría, en qué me convertiría. Ahora me siento como si hubiera hallado las respuestas, pero Jonny perdió a su padre hace tan sólo nueve meses, y aún está buscando su camino. Creció deseando echarse a la mar como su padre, pero ya no lo desea. Su madre no permitirá que otro Stride vuelva a embarcarse en un barco metalúrgico. Tampoco creo que Jonny quisiera hacerlo ya. Como si el lago le hubiera traicionado al llevarse a su padre. Ahora el lago es el enemigo.

No sé qué hará, pero sé que cuando lo averigüe, se volcará en ello en cuerpo y alma. Como se vuelca en cuerpo y alma en mí.

Jonny gritó algo al pitcher, que agarró la pelota y le esperó. Salió de la base y se acercó corriendo hasta nosotras. Llevaba pantalón corto y zapatillas de deporte, y el pecho desnudo. Me besó.

–Hola.

–Hola.

Nos comportábamos con torpeza el uno con el otro porque sabíamos lo que estábamos pensando en ese momento. Resulta excitante, inquietante y desconcertante saber que vas a hacerlo.

–Vamos a bajar hasta el lago -le dije-. Nos encontramos allí, ¿vale?

–Vale.

–¿Tardarás mucho?

–No, casi hemos acabado, y de todas maneras la lluvia nos va a estropear el partido dentro de unos minutos.

–Bien. Te quiero.

–Yo también te quiero.

Jonny volvió a besarme. Saludó a Laura con la mano y vi que se preguntaba si podríamos estar los dos a solas. Una parte de mí quería que Laura se quedase porque estaba nerviosa por lo que estaba a punto de suceder. Pero otra parte de mí no podía esperar a dar el gran salto.

Seguimos caminando por el borde del terreno de juego hasta llegar a otro sendero que bajaba a lo largo del arroyo hacia el lago. Los chicos nos seguían con la mirada. Hacían bromas. Laura se quedó a mi izquierda y clavó la vista en el suelo.

Me di cuenta de que entre los chicos también se encontraba Peter Stanhope. Era el siguiente en batear. Tuvimos que pasar a escasos metros de él, que agarró el bate y se nos quedó mirando todo el rato, con la cabeza vuelta para seguirnos el rastro con los ojos brillantes. Laura no levantó la vista en ningún momento, aunque diría que sabía que él estaba allí. Era a Laura a quien él quería. No dijo ni una palabra a ninguna de las dos, pero sentíamos su presencia. Pe-ter tenía mucho aplomo porque estaba muy seguro de sí mismo. No era tan alto como Jonny, pero sí de complexión robusta y fornida. Tenía una espesa mata de pelo rubio, peinado con la raya en medio y echado hacia atrás en dos ondas. Mascaba chicle implacablemente y sus labios siempre estaban curvados en una perpetua sonrisa de suficiencia que formaba unos hoyuelos en sus mejillas. Su piel era rubicunda y pecosa.

Muchas chicas le iban detrás. Querían que las llevara en su Trans Am. Nadar en la piscina de dimensiones olímpicas que su padre tenía en el jardín trasero. Peter iba de chica en chica, haciendo lo que había hecho con Laura: presionarlas para que se acostaran con él. La mayoría decía que sí. Se rumoreaba que hasta se había encamado con un par de profesoras casadas del instituto. Ésa es la clase de vida que uno lleva cuando se apellida Stanhope. La palabra «no» no existe en tu vocabulario. El padre de Peter, Randall, es propietario de un gran negocio minero en el puerto. La gente le tiene miedo. Es el tipo de hombre que obtiene cuanto quiere con una llamada de teléfono. Así que también Peter vive de esa manera. Apoderándose de cuanto desea.

Yo le guardaba rencor porque en casa no había tanto dinero; me imaginaba que cualquiera que poseyera esa fortuna la habría conseguido pisando a quien hiciera falta. Tampoco me gustaba la forma en que trataba a Laura. Nunca acabé de entender por qué Laura salió con él. Aunque a él poco le importaba lo que pensara yo. Yo no era nadie. Miraba a través de mí y yo veía cómo en su mente calenturienta le arrancaba la ropa a Laura.

–Vamos -le dije a ella.

Nos alejamos deprisa del terreno de juego. Al internarnos en el bosque el cielo volvió a oscurecerse. Laura miró hacia atrás, como si Peter nos estuviera siguiendo.

–Es un asqueroso -dije.

Laura no abrió la boca.

El arroyo lamía las piedras que había al lado del sendero. Caminamos junto a él durante unos diez minutos, hasta que el riachuelo se dispersó entre los árboles y llegó a un nido marrón de espadañas, desde donde podíamos ver el agua azul medianoche del lago reunida en la orilla más allá de la maleza. Corrimos hacia la playa. Mis pies levantaban la arena a medida que me acercaba al agua, donde chapoteé en la espuma. Un puñado de patos alzó el vuelo ruidosamente.

–¿Quieres nadar? – le pregunté a Laura.

–No he traído traje de baño.

–¿Y qué?

Ella negó con la cabeza.

Salí del agua y me senté en la arena. Laura dejó caer la mochila de su hombro y tomó asiento junto a mí. No hablamos. Contemplé la mancha negra del cielo que crecía como si se acercara cada vez más. La parte norte del lago estaba oscurecida por el anochecer, y la línea donde el agua se transformaba en árboles era imposible de distinguir. En ese lado había otra playa y más senderos que descendían desde el otro lado del parque.

La cálida brisa se volvió más fresca. Laura estaba sentada con los brazos alrededor de las rodillas, y miraba fijamente el agua.

–Anoche papá y tú tuvisteis una buena -dije.

Las peleas no eran nada nuevo entre ellos, pero ésa había sido peor que de costumbre.

–No quiero hablar de ello -contestó Laura.

–¿Por qué ha sido esta vez? – insistí.

–Por nada.

Apartó la mirada para que me callara. Movía las piernas con nerviosismo. Torció el cuello para mirar por encima del hombro y pensé que iba a levantarse y salir corriendo.

–¿Qué pasa? – pregunté.

–No pasa nada -respondió.

–¿Estás segura?

Laura se encogió de hombros.

–La vida es extraña.

–¿Por qué?

–No sé. Sólo es extraña.

–También tú eres bastante extraña -le dije sonriendo.

No me devolvió la sonrisa.

–Lo siento -me disculpé-. Era una broma.

–No pasa nada.

La lluvia me salpicó la piel.

–En serio, ¿qué pasa?

–Sólo pensaba en cosas.

–¿Como qué?

Laura se abrazó las rodillas. La llovizna caía como lágrimas sobre sus mejillas.

–¿Crees que serías capaz de matar a alguien? – preguntó.

La miré fijamente.

–¿Qué clase de pregunta es ésa?

–Quiero decir, ¿crees que sólo un demente podría hacer algo así?

Intenté descifrar la expresión de su rostro, una máscara de sombras. Entonces me di cuenta de que lo que había en su rostro no era lluvia, sino lágrimas.

–Me estás asustando, Laura. ¿De qué va todo esto?

–¿Y si te dijera que papá abusa de mí? – preguntó-. ¿Lo matarías?

Me estremecí.

–¡Oh, Dios mío! ¿Ha pasado algo entre vosotros?

Laura negó con la cabeza.

–No, no se trata de eso.

–Pues entonces, cuéntamelo.

–Ahora ya no importa.

Temía que Laura hubiera llegado al límite de su capacidad para abrirse a mí.

–Laura, por favor.

–Sólo desearía que las cosas no fueran tan complicadas -contestó.

–¿Qué cosas?

–No sé. Todo. – Laura me miró-. ¿Puedes guardar un secreto?

–Desde luego.

–¿Incluso con Jon?

–Si tuviera que hacerlo, por supuesto que sí. ¿De qué se trata?

No me lo dijo. No tuvo ocasión. Esta vez, lo oímos las dos. Algo crujió en los bosques que teníamos detrás. Nos giramos y escuché a Laura aspirar hondo. No vimos a nadie, pero allí había alguien.

–¿Jonny? – grité.

Nadie respondió.

–Quédate aquí -dije.

Esta vez no chillé. Arremetí contra los bosques: corrí a toda velocidad sobre la arena hasta el sendero, donde derrapé y me detuve. Presté atención pero tan sólo escuché el viento mientras se deslizaba con frenesí, devolviendo el bosque a la vida. Di una vuelta sobre mí misma con los ojos entrecerrados mientras trataba de penetrar en la oscuridad. Observé el lugar donde creía haber oído una rama romperse; me quedé allí clavada.

Sabía que no estaba sola.

Oí a Laura gritar, y en cuanto me giré a mirar hacia la playa, me di cuenta de que volvía a llover. El agua caía a raudales. Los relámpagos chisporroteaban y los truenos sacudían el bosque. El ruido se extendía por todas partes. Quienquiera que estuviera cerca de allí, podía servirse de la tormenta para escapar.

Aguardé unos segundos más y después me llegó el olor de algo raro y empalagosamente dulzón por encima del frescor de la lluvia.

Marihuana.

5

Tish Verdure sostenía un gin-tonic entre las manos y estudiaba la hilera de envejecidas fotografías deportivas de instituto que colgaban encima de las mesas del bar del centro de la ciudad. Una de ellas era una foto de grupo del equipo de hockey en un campeonato estatal. La otra era de una toma en movimiento de dos chicos blancos y altos que disputaban una canasta de baloncesto. En una tercera, una vitoreante sección de jugadores de béisbol en el banquillo de un estadio, con los bates desparramados por el suelo. Algunas de las fotografías eran de su promoción, de la década de los setenta, y algunos rostros le resultaban familiares. Por lo que ella sabía, alguno de esos chicos se encontraban en ese instante en el bar. Aunque no los hubiera reconocido.

La camarera, una aburrida estudiante de la Universidad de Maryland con una camiseta de los Rascal Flatts, le dijo que uno de los hombres que había en el bar quería invitarla a una copa. Tish la despidió con la mano sin molestarse en echar un vistazo al hombre en cuestión. No era la primera vez que le sucedía esa noche. Los hombres presuponían que lo único que buscaba una mujer sola en un bar era ligar, cuando lo que ella deseaba en realidad era emborracharse. Tish sabía que fumaba y bebía demasiado. Una manera más de matar los días y las noches.

Se preguntaba si no había cometido un error al regresar. Remover su vida no la iba a llevar a ningún sitio, aparte de que había mentido sobre su pasado. Stride lo sabía; lo vio en sus ojos cuando él la miró. Una parte de ella deseaba hacer las maletas y marcharse de allí antes de que las cosas fueran a peor, pero se lo debía a Laura. Y también a Cindy. Le había hecho una promesa alocada, y ya no podía postergar por más tiempo su obligación de cumplirla.

Pagó su consumición. Era la una de la madrugada. Salió del bar, atravesó la muchedumbre de fumadores que se agolpaba ante la puerta y paseó por delante de los oscuros escaparates de camino a su coche de alquiler. En lugar de entrar en el auto, pasó de largo y bajó por la empinada pendiente hacia la esquina de la Segunda Avenida. Se detuvo en el parquímetro del bordillo y miró fijamente en diagonal al otro lado de la calle, allí donde un retazo de periódico arrugado se elevaba volando por un edificio de ladrillo como una planta trepadora.

Los bajos del edificio albergaban una tienda de teléfonos inalámbricos tras sus grandes ventanales. Las luces de neón brillaban intensamente en el escaparate.

Cuando era niña, ese mismo espacio lo ocupaba una sucursal bancaria. El banco donde su madre trabajaba como cajera.

Tish estaba en el instituto cuando ocurrió. El policía que fue a buscarla tenía un lunar negro en la mejilla y el aliento le olía a café requemado. Se la llevó a la comisaría y la metió en una habitación blanca; después, una mujer con un vestido floreado entró y se lo contó. Eso fue todo. Esa noche durmió en compañía de extraños.

–Estoy en casa, mamá -murmuró Tish al aire.

Se dio la vuelta, de manera que el antiguo edificio del banco quedó detrás de ella, y se encaminó con paso resuelto hacia su coche. El aire fresco disipó parte del alcohol que le nublaba la mente. Condujo hacia el norte alejándose del centro a través de calles sin tráfico. Los semáforos estaban en verde. Giró a la derecha en la avenida Veintiuno, cruzó la autopista y tomó una curva pronunciada hacia la carretera del barranco que llevaba a la casa que había alquilado. Aparcó bajo los árboles del final de la calle y salió del coche. Encendió un cigarrillo y se quedó allí, fumando y dejando que el pitillo se consumiera. El lago titilaba a sus pies. Los abedules eran siluetas con miles de brazos, vivos y en movimiento. Detrás, el paso elevado de la autopista retumbaba en sus zancos como un gigante de hormigón. Se sentía rara. Como si unos ojos la estuvieran observando. Así es como Laura debió de sentirse. Tish se estremeció, pero se acabó su cigarrillo antes de aplastar la colilla en la calle y echar a andar hasta la puerta principal.

Se detuvo. Paralizada.

Uno de los minúsculos paneles cuadrados de la vidriera de la puerta estaba roto y dejaba salir un haz de luz blanca. El panel roto estaba cerca del pestillo.

Tish retrocedió y aguzó el oído. Todo estaba tranquilo. Miró detrás de ella con una punzada de pánico. La sensación de ser observada desapareció. Estaba sola, pero se sentía mancillada. Llamó a la policía desde el móvil. Le dijeron que enseguida llegaría un coche patrulla. Saber que la ayuda se presentaría al cabo de poco le proporcionó el valor suficiente para acercarse de nuevo hasta la puerta principal, que no estaba cerrada con llave, y abrirla con el codo. Dio un paso cauteloso hacia el recibidor tratando de escuchar algún sonido que delatara la presencia de un extraño. Tomó aire en un intento de detectar el rastro de quienquiera que hubiese estado allí, pero lo único que captó fue el persistente olor a pintura de las reformas que se habían llevado a cabo en la vivienda antes de su llegada.

Por lo que vio, nada parecía fuera de su lugar. No faltaba nada. No obstante, tan sólo hacía unos cuantos días que estaba en la ciudad, los suficientes para armarse de valor e ir a ver a Stride y para visitar la playa norte del parque. Una peregrinación para volver a sentir el espíritu de Laura.

Todo cuanto tenía se reducía a una maleta y algo de comida.

Tish aguardó durante un buen rato en la puerta delantera y, cuando se convenció de que estaba sola, se dirigió hacia el dormitorio. Sus papeles estaban esparcidos por la cama, pero no de la manera en que ella los había dejado. Su ropa estaba en parte dentro y en parte fuera de los cajones. El armario estaba abierto al igual que su maleta. Tish contuvo la respiración e inmediatamente después se acercó hasta la maleta y abrió la cremallera de la redecilla que había encima del compartimiento principal y dio con el bolsillo oculto de su interior. Rebuscó tan hondo como le fue posible y respiró aliviada.

La carta de Cindy aún estaba ahí. Sin tocar. Y también el recorte de prensa sobre el atraco.

Regresó a la sala de estar y se sentó a esperar a la policía. Obviamente, sin importar el poco tiempo que llevaba allí, alguien sabía que había vuelto.

Y ese alguien quería que se fuera.

Tendido boca arriba en la cama, Stride contemplaba el techo. La ventana del dormitorio estaba abierta y se oía el oleaje del lago Superior al abordar la costa desde el otro lado de la duna. La estrecha franja de playa se hallaba a escasos pasos de la puerta trasera de la vivienda. Tish tenía razón cuando decía que en los viejos tiempos casi nadie vivía todo el año en el Point. La gran mayoría de chalés como el suyo no se utilizaban más que para las escapadas de verano. En la actualidad, eran urbanizaciones de primera residencia. Las casas viejas se derruyeron y se sustituyeron por mansiones y chalés. Cualquier cosa en cualquier parte de la orilla del lago se convertía en oro. A él le gustaba más tal como estaba al trasladarse allí con Cindy, cuando la gente se preguntaba por qué a alguien le gustaría vivir en el epicentro de las tormentas del lago Superior. Tampoco Stride estaba muy seguro del porqué, pero el lago era tan-vasto que a veces sentía como si contemplara la eternidad.

Serena se hallaba sentada con las piernas cruzadas, observándolo. Las luces estaban apagadas. En ocasiones él cerraba los ojos y esperaba ver al abrirlos a Cindy allí sentada, en la misma pose, con una sonrisa torcida en el rostro. Como si todo el tiempo pasado hasta ahora sólo hubiera transcurrido en su imaginación. Como si en realidad no se acercara a la cincuentena. Como si en realidad no hubiera sido lacerado por la muerte y la pérdida. Era un adolescente. Un policía. Un esposo joven. Todo lo que iba a ser estaba por llegar, no por concluir.

–¿Sabes qué es lo que recuerdo de aquella noche? – le dijo a Serena-. Aparte de Cindy y de mí, quiero decir. Recuerdo el bate de béisbol.

Serena guardó silencio. Lo veía como en un videoclip que se reproducía en bucle en su mente una y otra vez. En primer plano. El bate dando vueltas y más vueltas.

–Era el bate de Peter. Uno de esos de aluminio. Plateado brillante. No dejaba que nadie lo utilizara. Lo recuerdo practicando lanzamientos y escuchando el zumbido del bate. Aún puedo verlo en sus manos. En lo único que puedo pensar es en que, no mucho después, alguien usó ese mismo bate para golpear hasta la muerte a una muchacha inocente. La chica que iba a ser mi cuñada. Alguien la atacó y la golpeó sin parar.

–Si era el bate de Peter, ¿cómo acabó en manos de otra persona? – preguntó Serena hablando casi en un susurro.

–Así que supones que fue eso lo que sucedió.

–Has dicho que se encontraron las huellas dactilares de otra persona en el bate.

–Sí, es verdad -admitió él-. Alguien más lo usó. La persona que asesinó a Laura. Ésa es la única explicación que durante todos estos años ha tenido algún sentido para mí.

–¿Cómo acabó el bate en la escena del crimen?

Stride recordó. Vio el bate de nuevo en su mente. En primer plano. En el terreno de juego.

–Empezó a llover -dijo-. Y echamos a correr. La tormenta era muy intensa. De repente todo se oscureció. Sonaba como un tren, como un tornado. Bajé por los bosques para encontrarme con Cindy y Laura en el lago. Peter estaba en la segunda base y se largó de allí en cuanto comenzó el aguacero. Mientras yo corría hacia el sendero vi el bate de Peter tirado en la maleza. Debió de olvidarse completamente de él. Así que cualquiera pudo haberlo cogido. Había muchos chavales con nosotros en el campo.

–¿Pero…? – preguntó Serena al verlo dudar.

–Pero recuerdo que pensé que Peter regresaría a por el bate.

Stride se distrajo viendo cómo Cindy y Laura se alejaban. Estaba ansioso por que el partido acabase de una vez. Aún sentía el sabor de sus labios, que siempre era el mismo: a polo de fresa. Cuando se besaban, cuando se entrelazaban, era como si la corriente pasara entre ellos. Tuvo una erección al pensar en lo que iban a hacer después. Si es que realmente iban a hacerlo. Si es que realmente ella quería. Él creía que estaba nerviosa. Se preguntaba si había traído a Laura consigo a modo de escudo protector, y tener así una excusa para no acostarse con él. Sin embargo, cuando las dos chicas desaparecieron entre los árboles, vio que Cindy se volvía a mirarlo, y su rostro le dijo que nada había cambiado. Ella le quería. Le estaba esperando.

Echó un vistazo al cielo oscuro. El tiempo apremiaba. Se golpeó con impaciencia en el hueco del guante. Dave McGill estaba en la meta y seguía lanzando bolas que driblaban hasta el borde del campo, donde Raymond Anderson, el catcher, tenía que recogerlas. Stride creía que suspenderían el partido enseguida. Olía a lluvia, y de inmediato sintió que el cielo le goteaba en la cara. Nadie más se dio cuenta.

Finalmente, McGill lanzó fuera. Peter Stanhope ocupó su puesto, balanceando el bate de béisbol de forma teatral con una arrogante sonrisa. En realidad, Stride apenas conocía a Peter, excepto por su reputación. No eran amigos. No salían juntos. Lo único que tenían en común era el béisbol. La conversación más larga que recordaba haber mantenido con él fue acerca de Rod Carew.

Peter bateó con fuerza y falló. Strike uno.

Stride vio un destello e imaginó el bate de Peter, suspendido por encima de su cabeza, atrayendo la corriente como un pararrayos. Menos de cinco segundos después, los truenos azotaban el terreno de juego con su redoble.

Peter bateó de nuevo. Strike dos. Su rostro se contrajo por el esfuerzo y la frustración. Sus mandíbulas mascaban chicle con furia. Era un buen bateador, aunque demasiado impaciente, siempre en busca de un cuadrangular con cada lanzamiento. Fallaba los golpes muy a menudo. Sin embargo, al tercer lanzamiento, su bate de aluminio azotó la bola con un sonoro «ting» y ésta salió propulsada por encima de la cabeza de Stride fuera del campo, donde cayó limpiamente. Peter trotó hasta la primera base. Se agachó, recogió media botella llena de Grain Belt, la vació de un trago y la arrojó a la maleza. Se limpió la boca con la punta de su camiseta sin mangas.

-Así que Cindy Starr y tú, ¿eh, Stride? – comentó.

-Pues sí.

-Ya sabrás que el premio gordo es su hermana. – Stride no replicó-. Las tetas de Laura son las mejores -continuó Peter-. La mitad de los tíos aquí presentes se han empalmado cuando ellas han pasado por aquí. ¿Por qué no lo intentas con Laura?

-Porque me gusta Cindy.

-¿Ah, sí? ¿Y cómo es?

-¿Y a ti qué te importa? – contestó Stride.

-No me pone cachondo, si es eso en lo que estás pensando. Sólo me preguntaba si el papel de princesita es cosa de familia.

-¿Y eso qué diablos significa?

-Quiero decir que Laura se pavonea como si fuera la reina de las nieves -replicó Peter-. Y alguien tiene que bajarle los humos.

-Cierra el pico -dijo Stride.

-¿Y qué hay de Cindy? ¿También es una bollera frígida como su hermana?

Stride se quitó el guante de béisbol y le dio un empujón a Peter en el pecho con las manos desnudas. Peter trastabilló hacia atrás, perdió el equilibrio en el césped húmedo y aterrizó de culo en el fango. Stride se lo quedó mirando con los puños cerrados y levantados, dispuesto a pelear. Oyó los gritos de algunos de los chicos en el terreno de juego. El pitcher tiró la bola; el bateador arrojó el bate; todos se congregaron alrededor de Stride.

Peter se echó a reír mientras se levantaba, sacudiéndose la tierra de encima. Los apartó con la mano.

-Eh, no pasa nada. Me lo estaba buscando.

Stride lo observó con detenimiento a la espera de un golpe bajo.

-No te hagas mala sangre -continuó Peter-. Es que me gusta demasiado saber hasta dónde puedo pinchar a la gente antes de que me la devuelvan. Es una lección que aprendí de mi padre.

-Pídeme perdón -le ordenó Stride.

-Pues claro. Lo lamento. ¿Te vale? Necesitas tranquilizarte, Stride.

Stride le ignoró. El juego continuó. El bateador lanzó un golpe fuerte y otro ocupó su posición. Una entrada más y se acabó. Apenas distinguía las jugadas en el campo a medida que la noche caía y las nubes oscuras se reagrupaban.

-¿Has visto El abismo? -preguntó Peter.

Stride gruñó. Cindy y él habían ido a verla el fin de semana anterior.

-Yo la he visto tres veces -explicó Peter-. ¡joder, cómo estaba Jacqueline Bisset con esa camiseta! ¡La hostia! Ya me gustaría que las actrices pomo se le parecieran. La semana pasada vi Teenage Sex Kitten en el centro. Menudo hatajo de fracasadas. Eso no eran tetas sino granos.

En la meta, Gunnar Borg le dio a una bola que pasó por delante del pitcher con un salto irregular al rebotar en una piedra medio enterrada en el campo. Stride saltó hacia su derecha y recogió la bola. La agarró del guante y se preparó para lanzarla a Nick Parucci a la segunda base en busca del out. Y luego vio las estrellas. Peter Stanhope se le echó encima, arrojándolo a tierra con el hombro izquierdo y haciendo que se le cayera la pelota de las manos. Stride se puso en pie rápidamente y volvió a recoger la bola de la hierba pero, mientras tanto, Peter ya estaba en la segunda base con una sonrisa de oreja a oreja, y el otro corredor permanecía en la primera.

El costado derecho de Stride estaba negro de tierra. Se sentía como si alguien le hubiera golpeado con una pala.

-No te metas conmigo, Stride -gritó Peter.

Stride volvió a lanzar la bola al pitcher, giró sobre sus talones y se marchó corriendo hacia la primera base. Gunnar Borg se echó a reír.

En ese preciso instante, al fin el cielo se abrió.

El viento empezó a soplar con fuerza y se puso a llover a cántaros. Las gotas les acribillaban como agujas. Comenzaron los relámpagos, como si reventaran bombillas, y los chicos echaron a correr hacia los coches aparcados de cualquier modo en la maleza. Stride también corría, pero en la dirección opuesta: hacia los bosques y el lago. El campo estaba inundado, como un río de lodo. Al pasar, Stride vio botellas de cerveza, un guante de béisbol tirado y bolsas de patatas vacías. El bate de aluminio de Peter Stanhope estaba donde lo había arrojado al correr hacia la primera base. Stride oyó un grito unos metros más allá y luego el rugido de los motores de los automóviles. Los faros se reflejaron a lo largo del terreno de juego. Sonaron las bocinas.

El chaparrón lo siguió hasta el bosque. La lluvia caía de lleno en un millón de hojas. La melena se le pegaba a la piel. Corría, y como estaba demasiado oscuro para ver lo que había en el camino, puso mal un pie, dio un traspié y se hizo un corte en la rodilla. Le escocía, pero la lluvia le limpió la sangre. Se apartó el agua de los ojos y se peleó con las ramas de un árbol torcido que se inclinaba sobre el sendero. Sus larguiruchas ramitas le devolvieron el golpe y le arañaron el rostro.

Olía a leña chamuscada y pensó que una parte de los bosques cercanos podía haberse incendiado. Cuando el siguiente relámpago retumbó, vio un reflejo anaranjado en la superficie del agua y una cortina de lluvia plateada más allá de los árboles. El lago no estaba lejos. Aceleró la marcha.

Entonces, Stride escuchó un extraño sonido.

Un silbido.

Lo oyó tan cerca como si alguien estuviera junto a su hombro. Se giró y apretó el paso a través de la maleza que cubría el sendero hasta llegar a un minúsculo claro. Alguien había prendido allí una hoguera. Unas cuantas brasas aún estaban calientes, y las que estaban empapadas por la lluvia humeaban. Ése era el olor a quemado que había olido. No vio a nadie en el claro, pero entonces una sombra lo bastante grande para tratarse de un oso se apartó de un abedul y se acercó a la hoguera agonizante. Instintivamente, Stride se retiró. El hombre no le vio enseguida. Era un negro enorme, de casi dos metros, con rastas hasta los hombros y una estrafalaria boina de colorines roja, verde y oro. Tenía las extremidades tan gruesas como los troncos de un árbol gigantesco y los músculos muy marcados. Vestía una camiseta blanca y unos pantalones negros holgados con las mismas rayas tricolores de la gorra.

Stride le reconoció. Le llamaban Dada. Era uno de los vagabundos que merodeaban junto a la vía férrea durante los meses cálidos. Dada estaba silbando, no como un tipo nervioso en un cementerio, sino como un pájaro cardenal al final del invierno. Libre. En voz alta. Stride dio marcha atrás en silencio, pero Dada ya le había visto. Sus ojos se encontraron. La música que emitían sus labios se extinguió. Stride vio cómo los labios del hombre se curvaban en una sonrisa, mostrando sus dientes blancos que contrastaban con su piel carbón. Dada no parecía ni asustado ni sorprendido. Se rió mientras Stride regresaba al sendero sin decir palabra. Su risa tardó en desaparecer de los oídos de Stride y se debilitó a medida que la tormenta la ahogaba.

Continuó andando hacia el lago, guiándose por el instinto mientras avanzaba trabajosamente a través de los árboles. El agua le resbalaba por la cara. Los mosquitos le atacaban y él los aplastaba con los dedos. No sabía cuántos minutos quedaban hasta que el camino desembocara en el claro de arena y sus ojos fueran capaces de ver lo que tenía delante.

Primero vio a Laura. Se había refugiado bajo un pino viejo; sus ramas extendidas formaban una techumbre verde por encima de su cabeza. Tenía la ropa empapada. Agarraba la mochila contra su pecho y miraba fijamente entre los resquicios del agua. Parecía inhibida, ansiosa. Cuando le tocó el hombro, gritó y se tapó la boca con la mano.

-Soy yo -dijo él.

-Me has dado un susto de muerte.

-¿Dónde está Cindy? – preguntó.

Laura señaló con un dedo. Él dirigió la vista hacia la playa, y allí estaba ella. Se había quitado los pantalones cortos y estaba en biquini, bailando bajo la lluvia. Ésa era Cindy. Una ninfa del agua. Un espíritu libre.

-¡Hola! – gritó Stride.

Cindy se detuvo al verle y subió dando saltos por la playa con los pies desnudos.

-¡Hola! – saludó ella.

Le pasó los brazos alrededor del cuello y lo besó. La piel de Cindy estaba mojada y era suave. La larga melena le caía por el rostro.

-¿Quieres irte a casa? – le preguntó Jonny-. No contábamos con la tormenta.

-No, no, quedémonos -insistió ella.

-¿Estás segura?

-Sí. De verdad. Quiero quedarme, Jonny.

Laura se colgó la mochila al hombro y se metió los pulgares en los bolsillos de los vaqueros. Les dirigió a ambos una extraña sonrisa.

-Portaos bien, ¿de acuerdo, chicos? Tengo que irme.

Cindy la miró dubitativa. Se mordió el labio inferior.

-No, mejor no lo hagas, Laura. Y menos sola.

-Estoy bien, hermanita.

-Quédate con nosotros. No pasa nada.

-Vosotros dos no necesitáis una carabina. Esta noche no. Te dije que me iría en cuanto viniera fon.

-Nos iremos contigo -dijo Stride-. Los tres.

-Sí, nos vamos juntos -afirmó Cindy.

Laura abrazó a Cindy con fuerza.

-Quedaos. No os preocupéis por mí.

-Ni hablar. ¿Cómo vas a ir a casa? No te puedes ir en coche ahora. Estoy segura de que todos se han largado en cuanto ha empezado a llover.

-Puedo subir andando hasta la carretera y coger un autobús.

-No, no, no; eso es una locura. Vamos, nos iremos juntos.

Laura se apartó de su hermana y le puso una mano en el pecho. -Mira, no te lo tomes como un acto de nobleza por mi parte. Te quiero, pero tengo que irme.

-Pero no sola -repitió Cindy-. No dejaré que te vayas sola. -No estaré sola -contestó Laura.

–¿No iba a estar sola? – preguntó Serena-. ¿Tenía que encontrarse con alguien?

Stride asintió desde la cama.

–Eso fue lo que nos contó.

–¿Con quién?

–Peter Stanhope dijo que con él. Le explicó a la policía que Laura y él tenían una cita.

–¿Le creíste?

–Su historia coincidía con los hechos, pero Laura le había explicado a Cindy que había cortado con Peter porque él la presionaba para mantener relaciones sexuales. Y Tish me contó lo mismo.

–A no ser que Laura no quisiera que nadie supiera que aún se veían.

–Sí, es posible.

–¿Qué sucedió después? – quiso saber Serena.

Stride se detuvo a escuchar el oleaje tras la ventana. La vieja casona vibraba con el azote del viento.

–No lo sé. Ésa fue la última vez que vi a Laura. Algo le sucedió en el campo de béisbol, donde se encontró una de sus zapatillas. Pero no la mataron allí. Cogió otro camino al llegar al terreno de juego y fue a parar a una playa del lado norte del lago, a casi un kilómetro y medio de distancia. Allí es donde Cindy la encontró.

–¿Así que el bate de Peter no se encontró en el campo de béisbol donde lo viste por última vez? – preguntó Serena.

–No. Estaba en la playa junto al cadáver. Alguien cogió el bate, siguió el sendero que llevaba del campo de béisbol a la playa y allí mató a Laura. También se encontró algo más.

–¿Qué?

–Nadie sabe nada al respecto -dijo Stride-. Jamás se notificó a la prensa. Me enteré cuando al hacerme cargo del departamento de detectives revisé el archivo. La policía encontró semen cerca del cuerpo.

–¿Laura mantuvo relaciones sexuales esa noche? – preguntó Serena.

Stride negó con la cabeza.

–No se encontró en el cuerpo, sino cerca del cuerpo. En los bosques colindantes a la playa donde Laura fue asesinada. Pasara lo que pasase, allí había alguien mirando. O bien el que la asesinó o bien el que vio quién lo hizo.

¿QUIÉN MATÓ A LAURA STARR?

Por Tish Verdure

¿Qué recuerdo de aquella noche?

Recuerdo que estábamos los dos solos, después de que Laura se marchara por el sendero que llevaba al terreno de juego. Jonny y yo. Sé que fue una equivocación dejar que ella se fuera, pero en aquel momento el deseo nos cegaba. Cualquiera de los dos podría haber tomado una decisión diferente. En ese caso, la noche hubiera transcurrido de otra manera. Intento no pensar demasiado en ello. En la vida sucede lo que tiene que suceder. Y lo mismo ocurre con la muerte.

Recuerdo que abandonamos el refugio de los árboles cogidos de la mano. La lluvia caía a raudales, pero los relámpagos habían desaparecido y también los truenos; sólo había viento y agua. Puede parecer romántico, aunque en realidad a nosotros nos hacía gracia. Nos reíamos. Parpadeábamos y tragábamos aire como los peces, como si respiráramos bajo una cascada. Tiritábamos de frío. El viento nos azotaba como si fuéramos muñecos.

Recuerdo que dije:

–Vayamos a nadar.

Tuve que dar el primer paso. Si Jonny se hubiera atrevido a quitarme la ropa, yo le habría dejado, pero él nunca hubiera hecho eso. Me desabroché la parte de arriba del biquini por la espalda, dejé que los tirantes me colgaran de los hombros y vi cómo mis pechos blancos se liberaban de la prenda en la oscuridad. Los cubría mi melena larga y húmeda. Me aparté el pelo para que él pudiera verme. Mis pezones rosados y las pequeñas protuberancias de alrededor estaban hinchados. Le cogí la mano para que me tocara; guiando sus dedos con los míos le mostré cómo acariciarlos y frotarlos de la manera que a mí me gustaba. Cuando volvimos a besarnos, recuerdo la sensación de nuestros pechos húmedos y desnudos presionando el uno contra el otro.

También recuerdo que di un paso atrás y me quedé con la vista fija en los pies mientras me quitaba la parte de abajo del biquini, y lo nerviosa y avergonzada que me sentí al quedarme desnuda delante de él. Era incapaz de mirarle a los ojos. Sentí la imperiosa necesidad de taparme, una tontería. Recuerdo que reuní el valor suficiente para levantar la vista, extender los brazos y decir:

–Ahora ya lo has visto todo.

No pude controlarme y me eché a reír. Él estaba paralizado. La expresión de su rostro era de sobrecogimiento.

–Eres preciosa -me dijo.

Lo era, pero ¿cómo no va a ser una preciosa con diecisiete años? Yo no era una modelo, aunque sí la chica a quien él amaba. Recuerdo que crucé los brazos por encima del pecho y le dije:

–Te toca.

Él lo tenía peor que yo. Como todos los chicos. Yo sentía una gran curiosidad, a pesar de que no le demostré hasta qué punto. Se quedó atascado. Se peleó con los pantalones. Cuando se los quitó, vi que sus calzoncillos eran aún más blancos que mis pechos privados de sol. Tenían una protuberancia debido a su erección. Parecía tan nervioso como yo cuando acabó de desvestirse, y le llevó más tiempo que a mí volver a mirarme.

Recuerdo que quería alargar la mano y tocarle, pero no lo hice.

–¿Estamos preparados para esto? – preguntó.

–Tú sí que lo pareces.

–No es eso lo que quiero decir.

–Ya sé lo que quieres decir.

No, yo no estaba preparada. Tenía un miedo atroz. Y sabía que también él lo tenía. Pero no iba a echarme atrás.

Recuerdo que nadamos. Paseamos nuestra desnudez por el lago oscuro, con la lluvia cayendo en cascada. El lecho del lago era una mezcla resbaladiza de arena y piedras bajo nuestros pies. El agua nos envolvía y nos llegaba al cuello. Te sientes tan expuesto y vulnerable cuando estás desnudo y sumergido, con el cielo entero extendiéndose sobre tu cabeza. Tienes pensamientos extraños acerca de lo que puede haber allí contigo. Recuerdo que grité cuando un pez que nadaba entre nosotros me rozó el estómago, aunque, desde luego, enseguida me di cuenta de que no se trataba de un pez y me alegré de que Jonny no pudiera ver cómo me sonrojaba.

Recuerdo flotar; mis pequeños pechos, cimas nevadas por encima de la superficie del agua, Jonny me cogió. Sus manos me exploraron. Me gustó.

Recuerdo que al fin le toqué y vi que tenía los ojos cerrados y la boca abierta.

Podríamos habernos quedado ahí afuera toda la noche, posponiendo lo que ambos realmente queríamos hacer. Al salir del lago, nos adentramos en una especie de mundo de hielo, nada por delante, nada por detrás. El repiqueteo de la lluvia y el silbido del viento tapaban el resto de sonidos. No había ninguna luna brillando en la superficie, sólo una oscuridad total. Estaba ciega a la realidad. Ciega a la violencia en la que había permitido que mi hermana se adentrase.

Recuerdo que nos tumbamos de espaldas en la arena. No había estrellas. La niebla y la bruma emergían como nubes de las tierras bajas. La lluvia entonces ya no era más que salpicaduras en la piel. Mosquitos hambrientos empezaron a despertarse, a zumbar, a la caza de sangre. Si no lo hacíamos en ese momento, esa noche ya no lo haríamos.

Lo recuerdo encima de mí. Me sentía aplastada pero no me importó. Nuestros besos eran apremiantes, los dos éramos bastante patosos. Recuerdo que tenía las piernas extendidas como alas. Nos reímos y forcejeamos. Le ayudé, y en algún punto, después de la presión y el dolor, en algún punto después de que nuestras manos, pies y rodillas encontraran su lugar correcto, nos dimos cuenta de que lo estábamos haciendo. Fue en esa pequeña pausa cuando tomamos aire y nuestros ojos se encontraron con una suerte de asombro. Después sentí sus músculos unidos en uno solo, lo rodeé con fuerza entre mis piernas y estudié su rostro mientras se corría.

Recuerdo que nos quedamos así durante mucho rato. Recuerdo el sudor y la lluvia. Cuando se apartó, le mostré con las manos cómo tenía que tocarme, y le observé mientras me miraba en el preciso momento en que nuestros dedos se movían al unísono hasta llevarme al clímax; cerré los ojos y también yo me corrí.

Recuerdo que pensé que, a la mañana siguiente, el mundo sería un lugar completamente distinto.

Y, que Dios me ampare, así fue.

Segunda parte

HABLAR CON DESCONOCIDOS

6

Maggie ya estaba despierta cuando el

teléfono sonó a las tres de la

madrugada.