Capítulo 9

 

O’Halloran hizo el recorrido alrededor de la casa y acabó junto a los arbustos pisoteados. El tiempo estaba empeorando, cubriéndose el cielo de nubes oscuras. Las gotas de lluvia eran cada vez más gruesas al enfocar con la linterna hacia la zona pisoteada.

Algo pálido destacaba entre los matorrales.

Se le puso el vello de punta. Era una tela o un papel que no habían estado allí minutos antes. Maldijo entre dientes. Debía de estar perdiendo los nervios.

Fuera quien fuese que había destrozado los arbustos, había estado en la propiedad mientras él la revisaba.

Apagó la linterna y saltó la valla. Pocos minutos después, mientras comprobaba los coches que estaban en la calle, tuvo la sensación de que algo no iba bien.

Miró hacia la casa, que seguía a oscuras y empezó a correr. Al entrar en la propiedad, las puertas automáticas habían funcionado e incluso había visto luz en el porche. En el último rato, con la caída de la tarde, Jenna debería de haber encendido las luces. La vieja y enorme casa debería de ser visible desde la calle. Sin embargo, permanecía a oscuras.

Al hacer el último recorrido de la casa, no había visto la luz del porche encendida. O Jenna la había apagado, lo cual no tenia sentido, o la luz de la casa había sido cortada después de que llegaran.

El intruso no se había ido ni estaba fuera. Estaba en la casa.

 

 

Jenna llegó al descansillo de abajo.

Durante el tiempo que había estado arriba, se había hecho de noche. La claridad de las farolas se filtraba por las ventanas, por lo que el apagón solo afectaba a su casa.

No sabía cómo había ocurrido, pero tenía que asumir que alguien se había colado en la casa y había cortado la luz. Apretó la mandíbula. Lo primero que tenía que hacer era llegar al vestíbulo y comprobar el cuadro eléctrico.

Se detuvo, conteniendo la respiración mientras prestaba atención a los sonidos y sus ojos se acostumbraban a la oscuridad.

Un ruido proveniente de su estudio la hizo estremecerse.

No podía ser O’Halloran porque seguía fuera. Lo había visto hacía unos minutos dirigiéndose al lado izquierdo de la casa. Si hubiera entrado por la puerta principal, a pesar de lo cauteloso que era, lo habría oído.

Una sombra hizo que el corazón le diera un vuelco. La sombra salió de su despacho y se detuvo al pie de la escalera.

De repente comprendió la zozobra que había sentido al recoger su ordenador portátil. El intruso no solo estaba en la casa sino en su estudio en aquel momento. Y si había estado allí era porque probablemente buscaba su ordenador ya que no tenía muchas más cosas de valor.

Aunque no pudo verlo, sintió que aquel hombre miraba hacia arriba y permaneció inmóvil. No estaba dentro de su campo de visión. Con la mayoría de las puertas de los dormitorios cerradas, aquella parte de la casa estaba prácticamente a oscuras. A pesar de que se sentía al descubierto, lo más probable era que no pudiera verla.

Otro crujido disparó su adrenalina. Aquel ruido indicaba que estaba subiendo la escalera.

Si era el hombre que había estado acosándola, tenía que asumir que lo que buscaba era su ordenador portátil. No sabía qué era lo que conseguiría robándole el ordenador, salvo impedirle trabajar y sabotear la publicación de sus dos próximos libros.

Consideró las opciones que tenía. Podía llamar a gritos a O’Halloran y esperar que eso asustara al intruso. Pero teniendo en cuenta que tenía que saber que O’Halloran estaba en la casa y que había permanecido allí a pesar del peligro, no podía confiar en que esa fuera la mejor opción.

También debía estar como loco por hacerse con su ordenador sabiendo que ella estaba allí. Posiblemente la única cosa que podía hacer era evitar que se lo llevara.

Había hecho un curso de autodefensa y se mantenía en forma corriendo y haciendo ejercicio. Seguramente estaba convencido de que le resultaría fácil arrebatarle el ordenador, pero después del día que había tenido, iba a tener que arrancárselo de las manos.

Jenna se quitó los zapatos, y se apartó de la barandilla y del avance del intruso. El dorso de una mano rozó la pared. Tragó el nudo que se le había hecho en la garganta y continuó caminando junto a la pared hasta que llegó al marco de su puerta. Su habitación tenía más luz que el distribuidor, aunque solo la necesaria para distinguir su ordenador.

Se guardó la linterna en el bolsillo de sus vaqueros, metió el ordenador bajo el colchón y luego miró nerviosa a su alrededor. Al final, sin tiempo, tomó el florero de porcelana que había sobre una de las cómodas y se puso a un lado de la puerta. Si conseguía darle en la cabeza, con un poco de suerte lo derribaría. Entonces saldría corriendo. No era el mejor plan, pero al menos tenía una idea.

Con la mirada fija en la entrada, levantó el florero por encima de la cabeza. La luz que provenía de la puerta cambió. No oyó ni vio nada hasta que el hombre giró la cabeza y la escasa luz que se filtraba por la ventana se reflejó en sus ojos. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba vestido de negro y llevaba un pasamontañas.

El jarrón cayó con un sonido sordo. Él gruñó y un instante antes de que el florero le diera en la cabeza, se hizo a un lado. La cerámica se hizo añicos.

—Zorra.

Una mano enguantada la agarró por la garganta y la empujó con fuerza contra la pared. Su cabeza chocó con fuerza. Trató de respirar, pero sus dedos la dejaron sin aire.

Por encima de los latidos de sus oídos y de la respiración entrecortada del intruso, Jenna escuchó un estruendo. O’Halloran estaba subiendo la escalera.

 

 

El sonido de algo haciéndose añicos seguido de un fuerte golpe, hizo que a Marc se le disparara la adrenalina.

Molesto consigo mismo por no haber considerado que el acosador de Jenna pudiera seguir en la casa, subió los últimos escalones. Con la pistola en las manos, cruzó el umbral y entró en la habitación.

Por un segundo pensó que había llegado demasiado tarde. Pero una vez su vista se acostumbró a la oscuridad vio a Jenna sentada en el suelo, jadeando, y la cortina meciéndose al viento.

Antes de que pudiera preguntarle cómo estaba, ella lo miró y señaló hacia la ventana.

—Estoy bien. Ha saltado por la ventana.

Marc no se paró a preguntarle por qué su voz sonaba tan áspera. Daba por hecho que le había hecho daño. Por los fragmentos de cerámica que había en el suelo, esperaba que le hubiera dado tan fuerte como parecía.

Enfundó la pistola y salió al balcón. Al bajar por las retorcidas ramas de la glicinia que engalanaban la casa, pensó que aquel arbusto tenía que desaparecer. Si se podía bajar por él, eso suponía que cualquiera podía usarlo también para entrar en la casa.

Supo que el intruso había llegado abajo al oír caer la papelera de plástico que había dejado escondida junto al cuarto de lavandería.

Marc llegó al suelo y corrió. Vislumbró un movimiento y se dio cuenta de que el motivo por el que le costaba distinguir al intruso era porque iba completamente vestido de negro, incluyendo un pasamontañas.

Maldijo entre dientes por no tener a mano un par de gafas de visión nocturna y esquivó la maleza. La próxima vez se aseguraría de llevar un kit de vigilancia nocturna en la camioneta.

Avanzó apartando las ramas y saltó la valla a tiempo de ver las luces traseras de una furgoneta acelerando.

Respiró hondo y se dio la vuelta para mirar la propiedad que acababa de atravesar. El intruso había sido muy listo. No había empleado los accesos desde las dos casas colindantes ni la entrada desde la calle, sino la que daba a un edificio de apartamentos de alquiler. A juzgar por las bicicletas que había apoyadas en la pared, los viejos sofás y las latas de cerveza vacías, la mayoría eran estudiantes. Podía declararse una tercera guerra mundial que ellos no se enterarían.

No quería volver a subestimar al acosador, aunque tampoco le había pillado por sorpresa. Había guardado en una bolsa la carpeta y el bolígrafo que había encontrado entre la hierba. Y más importante aún, había anotado la matrícula de la furgoneta.

 

 

Con un escalofrío recorriéndole la espalda, Jenna miró por la ventana y vio a O’Halloran saltar la valla.

Parecía demasiado sencillo, pensó. Iba a tener que hacer que la levantaran. Dio un paso atrás en el dormitorio y recordó la linterna que tenía en el bolsillo. La sacó y la encendió.

Con las manos temblorosas por el exceso de adrenalina, cerró las cristaleras y se dio la vuelta para ver el desastre. Había trozos de cerámica por todas partes y la cómoda que estaba más cerca de la puerta estaba caída, probablemente después de que el intruso perdiera el equilibrio al intentar golpearlo. Había frascos de perfume por el suelo, algunos de ellos rotos.

Salió al pasillo y bajó la escalera. Le dolía la cabeza del golpe que se había dado contra la pared y también le molestaba el cuello. Seguramente por la mañana tendría unos buenos moratones. También se sentía algo rara, intranquila e inquieta, y su corazón latía acelerado.

Se estremeció al recordar el momento en el que el asaltante la había agarrado por el cuello. Le había apretado fuerte y en aquel momento, al encontrarse con sus ojos, le había dado la impresión de que la odiaba. Si así era, tenía que odiarla.

Tragó saliva y llegó al vestíbulo a la vez que O’Halloran entraba por la puerta. La miró y ella respiró hondo. Su expresión era distante, implacable.

—¿Estás bien?

—Sí.

—No lo pareces.

—Gracias —dijo ella temblando.

Un segundo más tarde estaba entre sus brazos, sintiendo el inconfundible bulto de la cartuchera al hombro.

Recordó a O’Halloran entrando en su dormitorio, con la pistola sujeta con ambas manos, y cómo había saltado por el balcón después de asegurarse de que estaba bien. Había oído al intruso deslizarse por la glicinia. O’Halloran apenas había hecho ruido.

Como si se diera cuenta de su estado de nerviosismo, O’Halloran la estrechó un poco más contra su pecho. Su mano cálida la sujetaba por la nuca, animándola a que apoyara la cabeza en su hombro.

—¡Ay!

Con los dedos le buscó el chichón que le había salido en la cabeza.

—¿Te dio un golpe?

Jenna se sorprendió al percibir por su voz que estaba enfadado.

Algunas personas se volvían sentimentales tras una situación estresante. Por lo que sabía de O’Halloran, él no, razón por la que era tan buen policía y guardaespaldas.

No recordaba ni una sola ocasión, ni siquiera después del trágico incendio, en que hubiera perdido el control.

Nueve años atrás, después de que rompiera con él, su respuesta medida y calmada, la había convencido de que había hecho lo correcto. Siempre había pensado que su falta de respuesta se había debido a su inhabilidad para sentir, pero de repente se había dado cuenta de que era todo lo contrario.

—No me ha dado un golpe exactamente. Me di con la pared.

Se hizo un momento de tenso silencio.

—¿Algo más?

Por unos segundos se dejó llevar por el cuidado con que la estaba tratando. Le agradaba comprobar que O’Halloran estaba preocupado de que la hubiera hecho daño.

—El cuello.

O’Halloran maldijo entre dientes.

—Necesito luz.

La soltó, le quitó la linterna y se fue al cuadro eléctrico para volver a dar la luz. Iluminó los interruptores, subió uno de ellos y al instante el vestíbulo se iluminó. Le bajó el cuello del jersey y le acarició la zona marcada, provocándole una oleada de calor al rozarla.

—Voy a matarlo.

Aquel comentario le hizo estremecerse, aunque sabía que no debía hacerse ilusiones. Acababa de ser amenazada y agredida, y O’Halloran estaba con ella como su protector. Era un hombre fuerte y acostumbrado a asumir el control, pero también sabía que protegería a cualquiera que estuviera bajo su cuidado.

Le devolvió la linterna e insistió en examinarle el golpe de la cabeza. Luego, le preguntó si quería que avisara a un médico, pero ella se negó.

—No me duele. Tuve una contusión de pequeña y sé lo que se siente. Esto es tan solo un chichón.

O’Halloran sonrió. Aquel momento de complicidad le proporcionó una sensación de calidez.

Después de lo que le había pasado aquel día, lo más importante era que, a pesar de todo lo malo, O’Halloran y ella estaban juntos.

Él insistió en que fuera a la cocina y se sentara mientras le ponía hielo en la cabeza. Encendió la luz, encontró un paquete de guisantes, lo envolvió en un paño y se lo hizo poner junto al chichón.

—¿Dónde tienes el botiquín? —preguntó él, buscando en los armarios.

Le contestó que en la despensa y se tomó los analgésicos que le dio junto con un vaso de agua.

Ella insistió en que le diera otro paquete congelado para ponérselo en el cuello.

—Si el hielo puede aliviar el golpe de la cabeza, también puede hacer lo mismo en el cuello. Teniendo en cuenta que mañana por la noche tengo que asistir a la presentación de un libro, estaría bien que no se notara que alguien ha intentado estrangularme.

Sobre todo teniendo en cuenta que le harían fotos para publicar en periódicos y páginas de internet. Lo último que quería era darle la satisfacción a su perverso seguidor de que supiera que le habían hecho daño.

Por suerte, el jersey le había protegido el cuello y el maquillaje la ayudaría a ocultar las marcas, aunque si el cardenal era muy oscuro, se seguiría notando. Mientras sujetaba los paquetes de verdura congelada, O’Halloran hizo unas llamadas, una a la comisaría y otra a McCabe. Al colgar, su expresión era seria.

—La policía va a mandar a alguien. Llegará en quince minutos —dijo sujetándole el paquete de guisantes—. Cuéntame lo que ha pasado desde que has entrado.

Jenna le relató la secuencia de los hechos. Al recordar lo que había pasado, la adrenalina se le disparó, sintiéndose furiosa y asustada.

—Cariño, lo siento, pero hay que hacerlo. Cuando llegue el inspector te va a hacer las mismas preguntas. Si lo repasamos ahora, te será más fácil hacer la declaración.

—Es mi problema —dijo Jenna.

O’Halloran sonrió.

—Tengo una idea. ¿Dónde guardas las bebidas alcohólicas?

—Hay brandy y sherry en la despensa.

—¿Cuál prefieres? —preguntó él, abriendo la puerta de la despensa.

—Ninguno —contestó—. Los uso para cocinar.

—Qué lástima.

Jenna oyó que llenaba un vaso y apostó a que había elegido brandy. Pero se equivocó. Le había servido sherry.

—Venga, bébetelo.

—¿Es una orden? —preguntó antes de hacer una mueca y beber.

El intenso sabor se extendió por la lengua y sintió el ardor bajando por la garganta.

O’Halloran volvió a cerrar la botella.

—Lo último de lo que me he enterado es de que las mujeres no aceptan órdenes.

Jenna tosió y dejó el vaso en la mesa antes de derramar el sherry. O’Halloran había sido muy atento, pero no estaba flirteando con ella. Tan solo estaba ayudándola a reponerse del shock.

—¿Estás mejor?

—Distraída sería la palabra.

—Muy bien. Tengo otro remedio.

Le quitó el paquete de guisantes del cuello, lo dejó en la mesa y sacó una silla.

Unos segundos más tarde, la levantó de su asiento y la hizo sentarse en su regazo.

Capítulo 10

 

Demasiado sorprendida para protestar, Jenna se sujetó a su hombro.

—Nunca había oído de este remedio.

La fortaleza de sus muslos y el calor de su pecho y brazos no le resultaban precisamente reconfortante, pero había dejado de tener escalofríos y le había dado otro motivo para obsesionarse.

Su mano la tomó de la nuca, obligándola a apoyar la cabeza en su hombro.

—No está en los libros.

Respiró el olor de O’Halloran. Ahora sí estaba flirteando con ella, pero la calidez de su voz y los latidos de su corazón le resultaban tranquilizadores. Olvidó la idea de levantarse y se quedó donde estaba.

—Me vendría bien otro trago.

Le dio otro trago de sherry y esperó a que se lo bebiera.

—¿Recuerdas si dijo algo?

El recuerdo del pasamontañas y del brillo de sus ojos la hicieron estremecerse.

—Toma otro sorbo. Te ayudará.

Obedeció y dio un trago de sherry, y luego otro más. Esperó a sentir su efecto reconfortante y trató de recordar.

—Aparte de un insulto, nada. De lo que me di cuenta era de que estaba muy enfadado.

Se le hizo un nudo en el estómago ante la idea de que alguien de su pasado la odiara tanto como para entrar a hurtadillas en su casa y esperarla allí para atacarla, incluso sabiendo que O’Halloran estaba fuera.

—Debo conocerlo. Cuando lo miré a los ojos… —dijo frunciendo el ceño mientras trataba de recordar.

—Ya hablaremos de eso más tarde. ¿Te diste cuenta de algo más? Del color de su piel, de su manera de hablar, de su olor…

Ella cerró los ojos. Nada más hacerlo, los latidos de O’Halloran sonaron más fuertes. Se obligó a relajarse concentrándose en aquel rítmico sonido y en la calidez de su abrazo.

Respiró hondo, visualizando el momento en que había permanecido junto a la puerta.

—Tenía la piel y los ojos claros. Era alto, aunque no tanto como tú. Quizá metro ochenta. Olía igual que los aparatos nuevos, como cuando me trajeron la lavadora nueva. Supongo que al envoltorio de polietileno.

—Eso concuerda con el vehículo que ha usado para huir. Era una furgoneta de electrodomésticos.

Ella se irguió y se quedó mirando a O’Halloran a los ojos.

—¿Has anotado la matrícula, verdad?

Él sonrió.

—Sí, la he apuntado.

Una sensación de triunfo y satisfacción se apoderó de ella. Por temible que fuera el acosador, no lo era tanto como O’Halloran. Se había preguntado por qué había tardado tanto y ahora lo sabía. Había sido más astuto que el acosador.

—Cariño, siento haber tardado tanto en volver a tu lado —dijo mirándola fijamente—. Cuando me di cuenta de que la casa estaba a oscuras, casi me da un infarto. Enseguida sospeché que tenía que estar dentro.

Jenna se concentró en el color ámbar del sherry. Seguía muy nerviosa y le resultaba difícil tranquilizarse, recordando el momento en que la había agarrado del cuello.

—Debía de estar dentro de la casa cuando llegamos. No caí en la cuenta hasta que subí. Creo que buscaba mi ordenador.

—¿Se lo llevó?

—Por supuesto que no. Lo escondí bajo el colchón.

—Y luego lo golpeaste con el jarrón —dijo él sonriendo—. Esa es mi chica.

Jenna trató de contener el placer que le provocó aquel comentario. A pesar de estar sentada en su regazo, de ninguna manera se consideraba su chica. Si quería resaltar esa circunstancia, lo único que tenía que hacer era recordar que O’Halloran no había querido protegerla y que había hecho todo lo posible para que otro se ocupara de ella.

—Iba a darle en la cabeza, pero por desgracia solo le di en el hombro.

El movimiento de su pecho le alertó de que se estaba riendo.

Jenna parpadeó y trató de apartar la mirada de sus blancos dientes. De repente recordó al joven y despreocupado O’Halloran que una vez había conocido. El sherry parecía empezar a hacer sus efectos y se estaba empezando a sentir algo mareada.

Sintiéndose más tranquila, se apoyó sobre su pecho y trató de no dejarse llevar cuando sus brazos la estrecharon.

—Esto podría convertirse en adictivo.

—No tanto como esto —dijo y la tomó por la barbilla para hacerle inclinar la cabeza—. Voy a besarte. Si no quieres que lo haga, dilo y no lo haré.

Su corazón comenzó a latir con fuerza. El hecho de que le hubiera dado a elegir le resultó seductor, a la vez que manipulador. Pero incluso sabiendo que O’Halloran la estaba manipulando de alguna manera, le impedía poner objeción alguna.

Debería negarse. En los últimos minutos, O’Halloran había avanzado varias etapas al abrazarla, preocuparse por sus heridas y sentarla en su regazo. Permitirle más era el equivalente a invitarle a sexo.

Él inclinó la cabeza, respirando junto a su mejilla y, en ese momento, Jenna supo que no iba a moverse ni decir que no.

Tenía veintinueve años y, después de O’Halloran, nunca había podido estar con nadie más. Ni siquiera había podido relajarse con los hombres con los que había salido ni disfrutar de un beso.

La habían acusado de ser frígida, pero sabía que ese no era el caso. Deseaba enamorarse, disfrutar de las alegrías y las penas y, por supuesto, del sexo.

Quería acariciar, saborear y oler, quería disfrutar de la intimidad de estar desnuda con un hombre mientras le hacía el amor.

Se quedó mirando la sombra de la barba de O’Halloran. Su problema era que le había dejado el listón muy alto. Por más que lo había intentado, cada vez que conocía a alguien, no podía evitar compararlo con él.

Acarició su mejilla con la mano que tenía libre y alzó el rostro unos centímetros hasta que sus labios se encontraron con los de él. Un segundo más tarde, la estrechó contra él y la besó suavemente, dándole la oportunidad de apartarse si quería.

Un torbellino de emociones la llevó al momento del ascensor y luego, más atrás en el tiempo, a cuando habían hecho el amor nueve años antes en su apartamento.

Los recuerdos, nuevos y antiguos, se fundieron al rodearlo por el cuello y dejarse llevar por el beso.

Apoyó una mano en su espalda para atraerla hacia él. Sus pechos se apoyaron contra él y sus pezones se erizaron. Sintió su erección contra su muslo, sintiendo una punzada de deseo.

Había llegado el momento de parar, de bajarse del regazo de O’Halloran y recobrar el control. Pero con O’Halloran sujetándola con fuerza mientras su boca se movía sobre la de ella, detenerse se había convertido en un concepto abstracto. Él levantó la cabeza y entornó los ojos, como si hubiera adivinado su intención de parar.

Sintió como si le dieran un puñetazo en el estómago. No había podido olvidar a O’Halloran por una razón: nueve años atrás se había enamorado de él.

Por eso le había sido tan difícil aceptar que O’Halloran y Natalie se hubieran casado y por lo que había mantenido las distancias.

La certeza del error cometido al enamorarse de O’Halloran, hizo que el estómago le diera un vuelco. Debería haber conocido a un hombre con un trabajo seguro y estable con el que sentar la cabeza y fundar una familia. Para empeorar las cosas, se sentía más atraída por aquella versión madura de O’Halloran.

Él reclamó sus labios y todas las razones para apartarse se esfumaron. Le tomó el rostro con las manos y le devolvió el beso, dejándose llevar por su olor y su sabor, además de por su calidez masculina.

O’Halloran no se había acercado a ella en años y ahora, a los pocos días de reencontrarse en el cementerio, no disimulaba lo mucho que la deseaba. Ella estaba dispuesta a irse a la cama con él.

El sonido de una vibración se oyó por la cocina. O’Halloran levantó la cabeza.

—Tengo que contestar.

Lentamente, alargó la mano por detrás de ella, tomó el teléfono de la mesa y contestó la llamada.

Jenna apartó los brazos del cuello de O’Halloran y se levantó. No estaba dispuesta a seguir sentada en su regazo mientras él atendía una llamada de trabajo. Se le había olvidado lo rápido que podía pasar de ser apasionado a frío y distante. Esa cualidad la había confundido en el pasado, pero no estaba dispuesta a confundirse de nuevo.

Metió los paquetes de verdura congelada en el congelador y recordó que tenían comida preparada.

Nada más abrir la puerta del horno y percibir el olor de la comida china, su estómago rugió. Probablemente la razón por la que estaba tan temblorosa era porque tenía hambre.

—Deja que te ayude con eso.

—Si quieres, pon la mesa. Los platos están en el armario más cercano a la despensa.

Tomó un guante de horno y dejó los envases con la comida en la encimera, mientras O’Halloran ponía la mesa.

En ese instante, alguien llamó a la puerta.

Jenna levantó la cabeza tan rápido, que sintió una punzada de dolor.

—Iré a abrir —dijo O’Halloran todavía con voz neutral—. Debe de ser Hansen o McCabe.

Un escalofrío la recorrió mientras él salía de la cocina. Seguía alterada. Demasiadas cosas le habían pasado en los últimos cuarenta minutos.

Se apoyó en la encimera y sintió el golpe de la parte trasera de la cabeza. Por suerte, había respondido al hielo y la hinchazón había bajado.

Aunque ese no era su problema. Se acarició los labios, que todavía sentían el calor y las cosquillas de O’Halloran. Después de nueve años sin altibajos emocionales, el pasado había vuelto para vengarse.

Todavía estaba intentando averiguar qué era más peligroso, si el intruso enmascarado al que había molestado con su último libro o el exnovio que había contratado para protegerla.

 

 

Marc salió a la lluvia y abrió la verja, dejando que un todoterreno negro entrara y aparcara junto a su camioneta. No le extrañó ver a McCabe bajarse puesto que el vehículo era suyo. Lo que no esperaba era que trajera con él a Carter Rawlings y Gabriel West. Los dos habían sido compañeros de McCabe en la Brigada Aérea y Marc los había conocido durante una situación de riesgo que había surgido en Jackson’s Ridge, la ciudad natal de Carter.

Desde entonces, se habían visto con frecuencia. Marc incluso se había convertido en padrino del primer hijo de Carter, un pequeño llamado Blake. Le había costado decir que sí, pero Carter no habría aceptado un no por respuesta. Había comprendido lo mucho que Marc había perdido.

—Parece que he interrumpido algo —dijo Marc al verlos elegantemente vestidos.

McCabe se quitó la chaqueta y se soltó la corbata, y las dejó en el asiento de atrás del coche.

—Estábamos en una cena de la Brigada Aérea.

—A mí me ha parecido un velatorio —dijo Carter y dio una palmada a Marc en el hombro—. Lástima que no reconocí a nadie.

McCabe frunció el ceño.

—Te vi hablando con Oz.

—No era Oz —dijo Carter—. Oz tenía mirada de loco. Fuera quien fuese parecía…

—¿Normal? —preguntó el tercer pasajero, Gabriel West, el más callado—. Tienes razón. No era el Oz que conocíamos. Tenía unos diez kilos de más y conducía un monovolúmen.

West se acercó y estrechó la mano de Marc. McCabe y Rawlings se distanciaron un poco como para cubrir un posible ataque, lo que evidenciaba que no era una visita de cortesía.

Había pedido refuerzos y McCabe los había traído. Los tres habían sido miembros de un equipo muy efectivo de la Brigada Especial Aérea. Para ellos, actuar coordinados era tan natural como respirar.

Con la cabeza les indicó que fueran a la casa.

—Si tenéis hambre, hay comida china en la cocina.

La puerta se abrió y apareció Jenna. La luz del porche iluminó sus delicadas curvas, sus prominentes mejillas y sus ojos oscuros. Tres pares de ojos masculinos se giraron y se quedaron en silencio.

Jenna sonrió.

—Supongo que son los refuerzos.

Marc se acercó a ella e hizo las presentaciones. Jenna los invitó a entrar en la casa.

Aunque McCabe, Rawlings y West estaban felizmente casados con mujeres a las que adoraban, eran competencia. Jenna estaba soltera y libre.

Hasta cinco minutos antes.

La decisión que había tomado al hacerla sentar en su regazo, se reafirmó. Había querido reconfortarla. No sabía a dónde les llevaría aquello a largo plazo, pero sabía que Jenna lo deseaba.

Marc se sorprendió de que Jenna evitara mirarlo. Ahora que había tomado una decisión, estaba impaciente por contársela, aunque era consciente de que si insistía demasiado podía perderla.

La reticencia de Jenna siempre había sido por protección, no por frigidez. La razón por la que nueve años antes no había podido vencer aquella resistencia, había sido porque había perdido además de a su padre, a su prometido. Había sido frustrante, pero finalmente había entendido por qué se mostraba tan cautelosa con él. Echando la vista atrás, había sido un milagro que, siendo policía, hubiera accedido a salir con él.

Había sido un momento de inflexión descubrir que Jenna era virgen cuando habían hecho el amor. La relación había terminado, pero a pesar del paso de los años seguía sintiéndose su dueño. En un sentido masculino, le había pertenecido.

Desde entonces, debía de haber tenido varios amantes. Los años habían pasado y Jenna era joven y hermosa. Tenía que aceptar ese hecho, aunque no le gustara.

Observó a Carter, West y McCabe entrar en la casa dócilmente. La realidad era muy diferente. Había escuchado y leído algunas misiones en las que habían participado. Eran sus amigos y ya no pertenecían a la Brigada Aérea, pero eso no cambiaba el hecho de que hubieran sido y todavía fueran cuando la ocasión lo requería, depredadores.

Los siguió al interior de la casa. McCabe, Rawlings y West no se acercarían a Jenna, pero en aquel momento se dio cuenta de la cruda realidad: el mundo estaba lleno de hombres que sí lo harían. Claro que eso sería si les dejaba vía libre.

Pero para ello, tendrían que pasar por encima de su cadáver.

Capítulo 11

 

Jenna vio un segundo coche llegar justo cuando O’Halloran estaba a punto de cerrar la puerta principal. El estómago se le encogió al ver que se trataba de Elaine Farrell junto con el inspector Hansen.

Con el mando a distancia les abrió la puerta de la verja y salió al porche mientras O’Halloran estrechaba la mano de Hansen.

Les había contado que el intruso llevaba guantes, así que no encontraron ninguna huella. O’Halloran les dio la descripción y la matrícula del coche.

Veinte minutos más tarde, después de prestar declaración y de que Hansen y Farrell revisaran su dormitorio, recorrieron la propiedad bajo la fina lluvia que caía y se marcharon.

Jenna había insistido en acompañar a O’Halloran y a los dos oficiales de policía. Quería ver por dónde había entrado el desconocido a fin de asegurar la valla.

Un estremecimiento recorrió su espalda al comprobar que el lugar por el que había accedido estaba justo enfrente de la ventana de su estudio.

Con el pelo mojado cayéndole por la espalda, Jenna entró al calor del vestíbulo. O’Halloran, con el pelo mojado y la camisa pegada a sus anchos hombros por haber atravesado por entre la maleza, la siguió.

Jenna tomó unas toallas del armario, y le dio una a O’Halloran. Al volver a la cocina, vio que McCabe, West y Carter entraban. Ellos también estaban mojados, por lo que habían estado fuera. Evidentemente habían recorrido su propiedad aunque no los hubiera visto ni oído.

Buscó más toallas y se las dio.

Perpleja, les escuchó contar historias sobre antiguas operaciones. Al rato, la conversación se concentró en especulaciones sobre su acosador y los posibles caminos que podía tomar la investigación.

McCabe dobló la toalla al terminar y la colocó en un extremo de la encimera.

—Si Farrell va a ocuparse del caso, será mejor que ese tipo se dé por vencido. Esa mujer tiene toda una reputación.

Carter se cruzó de brazos y se apoyó en la encimera de la cocina.

—Pero no tiene sentido del humor. La única vez que la he visto sonreír fue cuando dispararon a West en el trasero.

Alguien lanzó una toalla contra el estómago de Carter.

—¿Tenemos que hablar de eso? —preguntó West.

O’Halloran, que no podía dejar de reír, se llevó la mano a la boca.

—Farrel hizo algo más que sonreír. Me dijeron que hizo fotos con su cámara.

Carter usó la toalla para secarse el pelo y luego la dejó en el respaldo de una silla.

—Así fue, pero borré todo rastro. Cometió el error de soltar el teléfono mientras amonestaba a alguien —dijo Carter, dándole una palmada en el hombro a West—. Me debes una.

West miró a Jenna.

—Ignóralos. Estaba protegiendo a mi esposa.

McCabe, que había estado hablando por teléfono en el pasillo, entró en la cocina.

—Y a todos nos gustó que llegaras a ese extremo.

O’Halloran sonrió.

—Todo por el deber.

Jenna se acercó al horno para ver cómo estaba la comida. No había suficiente para cinco, así que sacó unas verduras de la nevera y un paquete de fideos de la despensa.

O’Halloran se acercó a ella.

—No soy un gran cocinero, pero puedo saltear la verdura.

Ella le dio un cuchillo y una tabla de cortar y luego puso a cocer la pasta.

Mientras O’Halloran partía la verdura, Jenna sacó un wok, echó aceite y lo puso a calentar. Carter y Mc Cabe sacaron los platos y cubiertos y pusieron la mesa, a la vez que O’Halloran cocinaba la verdura. Unos minutos más tarde, Jenna sacó del horno los envases con la comida y los dejó en la mesa.

Su corazón latió algo más rápido cuando O’Halloran le sujetó la silla y luego se sentó junto a ella. No estaba más cerca que Carter, que estaba sentado a su otro lado, pero no pudo evitar sentirse perturbada por su proximidad.

Desde el momento en que había entrado en la casa tras perseguir al intruso, O’Halloran había estado muy cerca.

Al principio, Jenna había pensado que se debía a su carácter protector. La habían atacado mientras estaba bajo su cuidado, así que tendría cuidado de que nada malo volviera a pasarle.

Desde que McCabe y sus dos amigos habían llegado, O’Halloran no había dejado de reivindicar su puesto frente a los otros hombres. Desde el beso, no había dejado de invadir su espacio personal.

Su cercanía física suponía un gran paso en el terreno por descubrir con O’Halloran y el mensaje que estaba enviando era alto y claro. Podía retrasar el asunto todo lo que quisiera, pero a menos que le dijera un no definitivo, el sexo iba a entrar en la ecuación. La cuestión era cuándo.

 

 

Marc comió con calma, pero sin parar. A pesar de estar hambriento, estaba más pendiente de Jenna, de su elegante perfil y de su perfume floral, que de la comida que tenía en el plato.

Su teléfono vibró. Se excusó, salió al pasillo y contestó la llamada.

Era Farrell. Habían comprobado la matrícula y pertenecía a una empresa de seguridad. Habían llamado por teléfono y uno de los empelados había salido a ver si estaba en el recinto. La furgoneta no estaba. La habían dejado en la calle, con las llaves bajo la alfombrilla.

Marc colgó, volvió a la cocina y les contó las noticias.

Al oír el nombre de la compañía, McCabe se mostró interesado.

—Se dedican a hacer instalaciones. Llamaré a Williams, el encargado. Me dejará ver el listado de empleados.

Carter recogió su plato y lo llevó a la encimera.

—Si dejaron la furgoneta fuera del recinto, habrá que hacer algunas comprobaciones.

Marc se guardó el teléfono en el bolsillo.

—Farrell ya se ha ocupado. Quien fuera que usó la furgoneta, fue lo bastante astuto como para aparcar lejos de la zona vigilada.

West arqueó una ceja.

—Así que el tipo devolvió el vehículo y sabía dónde estaban las cámaras. Tiene que ser uno de los empleados.

Jenna dejó el tenedor y empezó a apilar los platos vacíos.

—Puede ser alguien de la empresa de seguridad que tiene acceso. No sé si será de ayuda, pero tengo una foto borrosa de él.

Marc miró a Jenna y se encontró con su mirada.

—Cuando saliste hoy de casa, ¿pusiste la alarma?

—Sí. Nunca salgo de casa, ni siquiera cuando voy a pasear, sin dejarla puesta.

—Cuando llegamos a la casa, la electricidad estaba conectada, así que la alarma estaba funcionando.

—La alarma estaba puesta, pero no se activó, a pesar de que estaba dentro de la casa cuando llegamos.

Las alarmas de seguridad. De repente sintió que una pieza del puzle encajaba, vinculando lo que le había pasado a Jenna a la investigación sobre las muerte de Natalie y Jared.

En aquel instante, recordó por qué el chico de la visera que había visto el día anterior en el cementerio le había resultado familiar. Hacía un par de meses, al investigar a la compañía que había instalado el sistema de alarma en su casa antes del incendio, un empleado con una gorra de béisbol se había sobresaltado al verlo y se había ido a toda prisa.

Marc se había sorprendido al saber que aquel hombre que había visto no era empleado de la compañía. Había imaginado que sería un cliente que lo había reconocido como policía y que se había marchado. En alguna ocasión le había pasado, así que no le había dado mayor importancia.

El hombre que estaba acosando a Jenna llevaba una gorra de béisbol. Era un detalle sin importancia, pero era demasiada coincidencia como para ignorarlo.

—Lo más probable es que nuestro hombre trabaje en seguridad, quizá vendiendo e instalando sistemas.

No había otra explicación. Había conseguido evitar la alarma de Jenna, que era de las buenas, por lo que tal vez conocía la instalación o tenía acceso al código maestro del fabricante. A primera hora harían que retiraran la alarma y se la llevaran para analizar las huellas digitales e instalar una nueva.

 

 

Jenna entró en su estudio, encontró su bolso y buscó su teléfono para darles una copia de la foto. Al no encontrarlo, volvió a revisarlo más detenidamente.

—El teléfono no está —le dijo a O’Halloran, que esperaba junto a la puerta.

—Quizá te lo hayas dejado en el coche.

—No, siempre lo llevo en el bolsillo lateral del bolso para que no se me olvide.

—Ha estado aquí —dijo recordando los minutos de terror—. Pensé que buscaba mi ordenador, pero tiene más sentido que lo que quisiera fuera mi teléfono.

—Y la fotografía. Lástima que ya hayamos enviado una copia a la comisaría. ¿Qué clase de teléfono era?

Jenna dejó el bolso en su escritorio y contuvo las ganas de vaciarlo y tirarlo todo. Aquel hombre se había puesto guantes, así que su piel no había tocado sus cosas. Por alguna razón, ese detalle era importante.

Jenna se puso a buscar y enseguida encontró la caja con las instrucciones del teléfono.

O’Halloran se puso a leerlas.

—Tiene bluetooth y GPS. ¿Tienes la conexión wifi activada?

—Nunca la apago. Cuando no estoy en el estudio, el teléfono es mi oficina.

—Muy bien, le daré esto a West. Si consigue el código de acceso, podremos activar el GPS del teléfono.

Una ráfaga de lluvia golpeó la ventana de su estudio. El aire frío que acompañaba la tormenta parecía colarse por el cristal. Jenna se frotó las manos para calentárselas.

Se sorprendió al ver que todavía le temblaban.

O’Halloran murmuró algo, entrelazó sus dedos con los suyos y la abrazó.

La sorpresa dio paso a un calor reconfortante. Soltó un suspiró e intentó relajarse, apoyando la frente en el hombro de O’Halloran, que apoyó la mano en su nuca.

El teléfono tan solo era un objeto. Podía ser reemplazado. Era la sensación de que el acosador había estado en su casa y había revuelto sus cosas lo que la molestaba.

Después de varios segundos, cuando O’Halloran parecía contentarse con simplemente abrazarla, cuando empezó a relajarse.

O’Halloran respondió estrechándola tanto que sus muslos se rozaron y ella apretó su pecho contra el de él. Podía sentir la forma de su erección contra su cadera.

La tensión fue desapareciendo poco a poco. Dejó escapar un suspiro y se relajó un poco más, dejándose llevar por la fuerza y el calor de O’Halloran.

Le acarició la nuca, aumentando la sensación de tranquilidad.

—Sé que te has llevado un buen susto. Ese bastardo ha entrado en tu casa, pero no parece muy listo. Ha cometido errores y cometerá más, te lo garantizo.

Ella echó hacia atrás la cabeza y lo miró.

—¿Cuánto tiempo tiene que estar encendido el teléfono para conseguir la localización?

A pesar del consuelo que O’Halloran le estaba proporcionando, su expresión era seria y fría.

El hombre que había entrado en su casa, había creído que daría con una mujer sola y vulnerable. Pero con O’Halloran cerca, de repente se dio cuenta de que su acosador se había pasado de la raya.

Capítulo 12

 

DespuÉs de que McCabe, Carter y West se fueran, Jenna cerró con llave la puerta. O’Halloran seguía en la casa. Estaba haciendo llamadas y trabajando con el ordenador en la mesa de la cocina, así que no estaba sola. El hecho de haber cerrado con llave debería hacerla sentir a salvo, pero estaba tan afectada que no se sentía segura en su propia casa ni quería quedarse allí esa noche.

La idea de dormir en su habitación le daba pavor. No había recogido los trozos del florero. Iba a necesitar tiempo para olvidarse del ataque que había sufrido.

Una vez que O’Halloran comprobara su correo electrónico, metería lo necesario en una bolsa y se alojaría en un hotel.

El hecho de tomar una decisión y asumir de nuevo el control le resultó tranquilizador. Sintiéndose más calmada se fue a su habitación. Encendió la luz, se acercó a las cristaleras y corrió las cortinas. Al girarse, vio su reflejo en el espejo del vestidor y contuvo el aliento.

Estaba acostumbrada a verse con buen aspecto y con el pelo cepillado o recogido. En el espacio de dos horas, todo eso había cambiado.

Tenía el pelo alborotado y la cara pálida, pero era su boca lo que llamó su atención. Sus labios no tenían color y estaban hinchados. Parecía que acabaran de besarla o de salir de la cama.

Tomó una chaqueta amplia, se la puso y luego se peinó y se recogió el pelo en una coleta. Con su nuevo corte, los mechones más cortos se escapaban, provocando un efecto más sexy que si se dejara el pelo suelto.

Sexo. La idea de piel contra piel la hizo estremecerse.

Dejó el cepillo y se miró al espejo. El problema estaba en que para O’Halloran, una aventura sexual tal vez no tuviera importancia, pero para ella sí. Estaba acostumbrada a estar sola: trabajaba, comía y dormía a solas.

Al imaginarse en la cama con O’Halloran, desnuda sobre él, una oleada de calor la recorrió.

Se dio cuenta de lo cerrado y femenino que se había vuelto su mundo. Trabajaba, hacía ejercicio y se relacionaba solo con mujeres. Incluso su contable y su médico eran mujeres. El único contacto que tenía con hombres era a través del correo electrónico con sus seguidores y ninguno de ellos se parecía lo más mínimo a O’Halloran.

Sacó su ordenador de debajo del colchón y bajó la escalera. Tomó el expediente que tenía en el último cajón de su mesa y se lo llevó al salón.

El reloj que tenía sobre la repisa de la chimenea le indicó que no era tarde. Apenas eran las diez de la noche, aunque por todo lo que había pasado parecía que ya era medianoche.

En la cocina se oía la voz profunda de O’Halloran mientras hablaba por teléfono. En breve se iría, pero antes de que lo hiciera, quería enseñarle los correos electrónicos.

Mientras se encendía el ordenador, recordó la conversación con Selene y su convencimiento de que su admirador favorito podía proporcionarle alguna pista para identificar al acosador.

A bote pronto, no le parecía que Lydell88 pudiera ser un acosador. Cada correo electrónico o chat que habían tenido, había sido positivo e inspirador. Le caía bien. Si fuera un acosador, habría percibido alguna señal a lo largo de los años que habían mantenido contacto.

La otra razón por la que pensaba que no podía ser él era porque nunca había insistido en mantener el contacto. Normalmente solo iniciaba la conversación cuando sacaba un libro. Por su parte, ella intentaba limitar los contactos a las veces en que necesitaba información sobre actuaciones policiales.

Dejó el ordenador en la mesa y se levantó para encender la chimenea. No hacía tanto frío, pero con el sonido de la lluvia y el viento en la ventana, las llamas aportarían una agradable sensación.

Después de comprobar que tenía batería para más de dos horas, buscó la carpeta de correos de admiradores, eligió la de Lydell y la abrió.

Unos minutos más tarde, O’Halloran se unió a ella.

Echó un rápido vistazo a los correos, pero no se mostró interesado en Lydell más que por el hecho de que Jenna había guardado todos los correos electrónicos que Lydell88 le había mandado.

Marc cerró la carpeta de los correos electrónicos de Lydell y abrió la de los correos críticos de sus seguidores. Después, se quedó mirando la copia impresa del que contenía la amenaza. Volvió a tener la misma sensación de que una pieza del puzle encajaba que cuando lo había leído por primera vez.

Una serie de recuerdos empezaron a aflorar y se quedó inmóvil. Natalie sentada en su ordenador cuando llegaba tarde, la discusión después de descubrir que estaba chateando con un amigo,…

—¿Qué pasa? —preguntó Jenna frunciendo el ceño.

—He visto esta dirección de correo electrónico antes. Solo hay un ligero cambio, una letra más al final.

Quizá fuera tan solo una coincidencia y aquella fuese una persona diferente, pero no lo creía. Cuando trabajaba en la comisaría central de Auckland y hacía algún avance, sentía el mismo presentimiento, la misma seguridad.

La decisión que había tomado en el cementerio de reconducir su investigación hacia la vida de Natalie y Jenna se vio reforzada. Durante seis años, había centrado su búsqueda en el círculo criminal que en aquel momento había estado investigando. Ahora entendía por qué su falta de éxito. Había supuesto que el incendio de su casa había sido un acto de venganza hacia él.

Normalmente trabajaba basándose en hechos, pero como consecuencia de los funerales y de su lenta recuperación, había cometido el error de hacer suposiciones.

Por fin, aquella suposición que había obstaculizado su investigación quedaba aclarada. Marc no había sido el objetivo del autor, sino Natalie.

—Has encontrado algo.

La rotundidad de la afirmación de Jenna hizo que Marc levantara la cabeza. Contuvo la impaciente necesidad de empezar a hacer una lista de los hombres que había habido en los pasados de Jenna y Natalie.

—Sí, que los que pensaba que eran los asesinos de Natalie y Jared no lo son.

La habitación se quedó en silencio, tan solo roto por el tictac del reloj.

—Prepararé café.

Demasiado nervioso para seguir sentado, Marc se levantó del sofá y recorrió el salón. Su cabeza no podía dejar de dar vueltas a toda la información que en el espacio de unas horas había cambiado todo.

Se quedó mirando las fotos que había en un extremo de la mesa. Una de ellas era de Natalie con su hijo pequeño.

El corazón se le encogió. No los había mencionado, pero durante años la culpabilidad lo había consumido. Estaba convencido de que habían muerto por su trabajo como inspector de policía.

La necesidad de exonerarse aunque solo fuera en parte, había hecho que continuara buscando pruebas. Había estado persiguiendo a un fantasma que continuamente escapaba de su alcance.

El responsable se había estado burlando de Marc a distancia. Pero finalmente había cometido un error. Probablemente porque Jenna era una mujer y vivía sola, había caído en la trampa de subestimarla.

El hecho de que hubiera aparecido en persona era un gran avance.

Marc estaba motivado. Tenía un correo electrónico, una fotografía, una grabación en vídeo y, lo más importante, con el celofán de la rosa y la carpeta y el bolígrafo, que había encontrado al pie de la valla de Jenna, huellas.

A pesar de todas las técnicas que aparecían en los programa de televisión, las huellas eran el mejor método para obtener una condena. Con ellas, era imposible que el autor negara haber estado en la escena del crimen, aunque las pruebas no eran concluyentes hasta que coincidieran las huellas.

Marc apretó la mandíbula. Por primera vez, podía empezar a vislumbrar al hombre que estaba buscando. Si hacía una lista de los hombres que tanto Natalie como Jenna conocían, podía conseguir un listado de sospechosos. También estaba el nuevo libro de Jenna. Algo había incluido en su última historia que había hecho que hubiera tratado de intimidarla para obligarla a retirar su libro del mercado.

Marc sintió satisfacción. Volvería a leer el libro con más atención. En alguna parte había información vital que había hecho que el hombre se sintiera señalado y se obligara a actuar para anular los riesgos.

Jenna regresó a la habitación y puso una bandeja en la mesa. Marc dejó la fotografía y se acercó a ella. Al hacerlo, fue consciente de que en los pocos minutos que había tardado en hacer café, algo había cambiado. La expresión de su cara se había apagado.

 

 

Jenna le dio una de las tazas, pero en vez de sentarse a su lado en el sofá, se acomodó en una butaca, marcando distancias entre ellos.

Marc dio un sorbo a su café y frunció el ceño.

—Natalie solía chatear con alguien. Estoy seguro de que es el mismo hombre que te manda correos electrónicos.

Reparó en que Jenna no parecía sorprendida.

—Sabías que Natalie tenía una relación con alguien por internet —añadió él.

Jenna levantó la cabeza.

—No sabía que era por internet. Todo lo que sabía era que había conocido a alguien, pero no me contó cómo.

—Si Natalie tenía una relación con alguien, entonces tienes que contarme todos los detalles. Olvídate de que ella y yo estábamos casados.

Guardar secretos de Natalie se había convertido en una costumbre, que le había resultado más sencillo después de su muerte. A su entender, después de la muerte de alguien, no había por qué desvelar nada, pero ya no podía callarse. Si el amante de Natalie y su acosador era la misma persona, entonces había una conexión.

—Natalie me llamó el día antes de morir para decirme que iba a dejarte por su nuevo novio. No la creí del todo —dijo sacudiendo la cabeza—. No podía creerme que fuera a…

O’Halloran tomó la copia del correo electrónico.

—Necesito saber su nombre.

—Nunca me dijo cómo se llamaba y tampoco sabía que fuera una relación por internet. Lo único que sabía era que le mandaba regalos y que ella estaba… contenta. Murió al día siguiente.

Jenna sintió un nudo en el estómago. No le agradaba lo que implicaba. Ahora que parecía que el incendio no había sido obra de un pirómano en serie, el encuentro con el amigo internauta de Natalie le producía un mal presentimiento. Eso no quería decir que estuviera implicado en el asesinato, pero podía ser.

Tenía que haber caído antes en la cuenta. Nadie mejor que ella sabía cuántos locos podían encontrarse a través de internet.

—No te sientas culpable. Sabía lo del amigo por internet.

El tono conforme de su voz la hizo quedarse inmóvil. Sabía que Natalie no era del todo feliz en su matrimonio, pero lo había achacado a la depresión postparto después de tener al bebé.

Nunca había considerado que O’Halloran no fuera feliz.

—No sé. Quizá tan solo charlaban. En cualquier caso, no tenía sentido que te lo contara porque no ocurrió nada. Ni siquiera se vio con él.

Y Jenna no había querido estropear los recuerdos de Natalie. Después de todo, no había hecho nada malo. Tras su muerte, lo último que había querido era ensuciar la memoria de su prima.

—Sí lo tenía si tuvo algo que ver con la explosión de gas.

Jenna se estremeció al oír aquel comentario.

—Usé un par de detalles de lo que le ocurrió a Natalie en Muerte en San Valentín: el incendio provocado y el admirador secreto. Si es el mismo hombre, eso explicaría por qué está tan enfadado.

Sin pretenderlo, había revelado su delito aunque tan solo fuera de una manera ficticia.

O’Halloran sacó el teléfono del bolsillo.

—Por eso debe de ser por lo que quiere tu teléfono y tu ordenador, y cualquier otra cosa que pueda relacionarlo con la muerte de Natalie.

Marcó el teléfono de Farrell en la memoria. Le saltó el buzón de voz, le dejó un mensaje y colgó.

Se oyó un fuerte trueno. Tenían la tormenta encima. Jenna corrió la cortina a un lado para mirar fuera y Marc cedió al impulso de acercarse a ella. No debería tocarla, pero no podía contener el deseo de rodearla con sus brazos para calmar la tensión que se adivinaba en su rostro.

Sabía que era incapaz de mirarlo a los ojos y eso hizo que todos sus sentidos se pusieran en alerta. En aquel momento, por su comportamiento desde que se encontraran en el cementerio, además de su palidez y su brusco cambio de humor al mencionar a Natalie, Marc cayó en la cuenta. A pesar del paso de los años y del hecho de que era ella la que había puesto fin a su relación, Jenna todavía sentía algo por él. O dicho de otra manera: habían pasado nueve años y ella seguía amándolo.

Sus miradas se encontraron. Algo en su expresión debió alertarla de que lo sabía porque sonrió.

—Haré un par de copias de los correos de Lydell88 si quieres.

—Buena idea.

Tal vez así impediría que la tomara de la muñeca para atraerla hacia él.

Observó a Jenna tomar la carpeta y salir de la habitación.

La idea de que estaban a punto de hacer el amor le hizo olvidar todo lo demás. La intensidad de su respuesta lo puso en guardia.

Con la investigación avanzando y con Jenna cerca, compartir recuerdos iba a ser la manera más eficaz de capturar al asesino al que llevaba seis años eludiéndolo.

Aunque no le gustara, Jenna se había convertido en la clave para resolver el caso. No podía separarse de ella en ese momento.

Si le hacía el amor sería imposible mantener las distancias y, con el acosador amenazando, necesitaba mantener la mente despejada.

Quería a Jenna en su cama y ella lo deseaba a él, pero tendrían que esperar. Tenía que dar prioridad a la investigación y proteger a Jenna. Ya había perdido a Natalie y a Jared, y no podía perderla a ella.

Capítulo 13

 

Jenna volvió a la habitación a la vez que las luces se apagaron.

—Espera aquí —le dijo O’Halloran—. Voy a comprobar el cuadro eléctrico.

No quería esperarlo a solas, en medio de la oscuridad y con aquellos truenos, así que fue tras él hasta el vestíbulo y vio cómo iluminaba el cuadro con la linterna.

—Parece que está bien.

Lo siguió hasta la cocina y vio cómo se encogía de hombros para quitarse la funda de la pistola. Lo observó descargar la pistola y dejarla junto a la funda sobre la encimera de la cocina.

—No tardaré mucho —dijo él desde la puerta de la cocina—. Toda la calle está a oscuras, así que no creo que nadie haya tocado la luz. Creo que esta vez ha habido un apagón. Probablemente haya caído un rayo en el transformador.

La puerta de la cocina se cerró tras él. Sintió un escalofrío en la espalda por la manera tan silenciosa en que O’Halloran se había movido en la oscuridad. Nerviosa por haberse quedado sola a oscuras, sacó la linterna que había usado antes.

Alumbró la cocina para asegurarse que estaba sola, se acercó a la puerta, la abrió y salió al porche. Enseguida sintió el aire frío y la lluvia.

O’Halloran apareció en medio de la oscuridad.

—¿Qué estás haciendo fuera?

Jenna ignoró la pregunta. No se sentía con ganas de explicarle que después del episodio del acosador en su casa, se sentía más segura fuera.

—¿Has encontrado algo?

—No está aquí.

O’Halloran subió al porche y se apartó el pelo mojado de la cara. La camisa se le había pegado a los hombros y le caía agua por la barbilla.

Un rayo iluminó el jardín trasero y al instante un trueno la hizo saltar.

Él entró y tomó la toalla que había usado antes para secarse la cara y el pelo.

—No puedes quedarte aquí. Tampoco podemos irnos a mi apartamento porque tal vez sepa dónde vivo. Así que tendremos que irnos a un hotel.

 

 

De camino al hotel, pararon en casa de O’Halloran para que él recogiera unas cuantas cosas. Jenna miró a su alrededor con curiosidad mientras le seguía por el amplio y moderno apartamento de techos abovedados y suelos de madera. La cálida luz iluminaba unos cómodos sofás y hacían resaltar unos óleos en las paredes.

Llegaron a un amplio distribuidor de paredes blancas, decoradas con una interesante colección de pinturas.

—No sabía que te gustara el arte.

Él se detuvo junto a la puerta de un dormitorio.

—Me gusta, aunque no sé nada. Por suerte, mi madre me ayuda. Todos los años organiza una subasta benéfica de arte. Hago una donación y ella insiste en que convierta la donación en una puja por un cuadro.

Jenna se quedó mirando las delicadas acuarelas. El hecho de que su madre le hubiera ayudado a decorar la casa implicaba que vivía solo. Aquello le resultaba inquietante. Ella estaba acostumbrada a vivir sola. Como escritora, le venía bien la soledad, pero O’Halloran era diferente. A pesar de su trabajo como policía, siempre lo había considerado un hombre familiar.

La idea de que después de un día de lidiar con criminales e incluso de ver la muerte de cerca O’Halloran volviera a un apartamento frío y vacío, hizo que se le encogiera el corazón.

En pocos minutos, O’Halloran recogió lo que necesitaba y Jenna se alegró de marcharse y salir de su apartamento. Ya en el coche, se dedicó a leer el nombre de las calles mientras él conducía alejándose del centro.

—¿Adónde vamos? —preguntó ella al ver que tomaban la autopista en dirección sur.

Él miró por el retrovisor y abrió la guantera para sacar un folleto de hoteles que le dio a Jenna.

—Encuentra un hotel. Daremos algunas vueltas para asegurarme de que nadie nos sigue.

Media hora después, agotada, Jenna entró en una suite que habían reservado en el hotel Lombard. O’Halloran iba a su lado y dejó las maletas en el suelo.

—Elige la habitación que quieras y yo ocuparé la otra.

Unos minutos más tarde, después de dejar su maleta en la habitación más cercana y de recorrer la suite, Jenna se dio una ducha, se puso el pijama y se lavó los dientes.

Mientras estaba en el cuarto de baño se miró los cardenales. Los del cuello apenas eran unas marcas rojas que desaparecerían al día siguiente, pero su rodilla era otro asunto. El cardenal era grande y espectacular, y le seguía doliendo la rodilla.

Después de untarse un poco de árnica que había llevado, rápidamente se secó el pelo y atravesó el salón en dirección a su dormitorio. De camino, vio el torso bronceado de O’Halloran al quitarse la camisa. En aquel momento, su mirada se cruzó con la de ella y se quedó clavada en el sitio mientras su estómago daba un vuelco.

Con las mejillas ardiendo y sintiéndose como una fisgona, Jenna siguió hacia su habitación, cerró la puerta y se metió en la cama. Apagó la luz, se tumbó en la oscuridad e intentó relajarse, pero su corazón seguía acelerado. No se había equivocado con la reacción de O’Halloran. La había mirado entornando los ojos y le había dado la impresión de que no le importaba que lo viera sin camisa.

A lo lejos se oía que O’Halloran se estaba dando una ducha. Cada vez que pensaba en la manera en que O’Halloran la había besado en su casa, se derretía, aunque él no había insistido. En algún momento de la noche parecía haber dado marcha atrás, dejándola flotando en el limbo.

No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de cuándo y por qué se había producido el cambio. Cuando O’Halloran había sacado el tema del amigo internauta de Natalie, su atención había pasado de ella a Natalie y Jared. Al verlo mirar la foto de Natalie, había captado el mensaje alto y claro. A pesar de lo concentrado que estaba en investigar al acosador y en protegerla, no podía olvidar que su motivación seguía siendo la misma que durante los últimos seis años. Necesitaba resolver la muerte de su esposa e hijo.

Por poderosa e intensa que fuera la atracción que sentía por él, no podía olvidar que para O’Halloran, lo más importante era encontrar una pista en su investigación.

 

 

Después de pasar el día en la comisaría central de Auckland y elaborando una lista de los hombres comunes que había habido en las vidas de Natalie y Jenna, Marc examinó la recepción del hotel Lombard. Se estaba llevando a cabo simultáneamente la firma de ejemplares y una convención, y en aquel momento había muchas mujeres elegantemente vestidas y muy perfumadas. Dado que el hotel también era casino, siempre había huéspedes yendo y viniendo, muchos de ellos hombres.

West y Carter estaban por allí, vigilando la entrada. Blade Lombard, miembro del equipo de la Brigada Aérea al que habían pertenecido Carter, West y McCabe y actualmente director del hotel y casino, también se había ofrecido para ayudar con la seguridad.

Como Marc, la mirada de Blade estaba puesta en la fila de fans que quería obtener un ejemplar firmado. Había otros autores firmando libros, pero ninguno de ellos tenía una fila tan larga.

—¿Lees sus libros? —preguntó Blade a Marc.

—Sí, son buenos.

—Mi mujer escribe la misma clase de libros. Me gustan, aunque las escenas de amor son un poco…

Marc sonrió. Blade, normalmente elocuente, parecía no encontrar las palabras adecuadas.

Blade frunció el ceño al reparar en lo mismo que Marc estaba mirando. Había una mujer de aspecto masculino, con un vestido amplio y una chaqueta sin forma, en la fila de Jenna.

—¿Crees que es de verdad?

Marc tensó la mandíbula al fijarse en los hombros anchos y en las pantorrillas musculosas.

—¿Qué piensas?

—Es imposible —dijo Blade, sacudiendo la cabeza.

Sin mediar palabra, Blade recorrió la fila por un lado y Marc por el otro. Marc todavía no estaba seguro de que fuera una mujer, pero no iba a dejar que lo sorprendiera.

Cuando la mujer llegó a la mesa donde estaba Jenna, deslizó la mano en la solapa izquierda de su chaqueta. Un segundo más tarde, Blade, que estaba más cerca, detuvo a la mujer con un rápido movimiento. Marc le abrió la chaqueta y una copia del primer libro de Jenna cayó al suelo. Jenna, muy guapa con un vestido de color naranja, se puso de pie.

Blade murmuró una disculpa y la soltó. La mujer se dio la vuelta y se enfrentó a su atacante.

—¿Usted es Blade Lombard, verdad?

Incómodo, Blade se ajustó la corbata.

—Así es, señora.

—Me gustan los libros de su esposa.

Una expresión de alivio asomó a su mirada.

—¿Cuántos ejemplares quiere?

—No quiero libros —dijo la mujer sonriendo—. Lo que me gustaría es que volviera a hacer ese movimiento para hacerle fotos.

—¿Qué le parece si le regalo un lote con mis diez libros? —intervino Jenna.

Tomó uno de los lotes envuelto y se lo entregó. La mujer, distraída, tomó los libros, y Blade volvió a mezclarse entre la gente.

Jenna le dijo a Marc por señas que necesitaba un descanso. Aunque no parecía haber nada que temer, Marc permaneció cerca de Jenna mientras iba al aseo.

—¿Teníais que atacarla? —preguntó Jenna dirigiéndole una mirada fría.

—No quiero arriesgarme.

Jenna se quedó en silencio y Marc maldijo entre dientes. Hasta aquel momento, Jenna había estado tranquila y disfrutando.

 

 

El pasillo que daba a los baños estaba lleno de gente muy variada. Además de la gente que iba al casino, también había una convención de compañías farmacéuticas en otro de los salones.

Mientras se fijaba en los hombres, Marc decidió que no podía dejar a Jenna que entrara a los aseos sin protección.

Ignoró los comentarios y entró en el cuarto de baño a esperar. Al salir, se encontraron con un puñado de cámaras. Su descontento aumentó mientras acompañaba a Jenna a la mesa. A través del micrófono habló con West y Carter y les pidió que se acercaran y se fijaran en cualquiera con una cámara.

La fila de Jenna se fue reduciendo poco a poco. Marc miró su reloj al colocarse cerca de Jenna. Quería dejar claro a cualquiera que intentara hacerla daño que tendría que vérselas con él. El hecho de que cada vez hubiera más hombres en el salón lo incomodaba.

Una atractiva periodista de una revista preguntó si podía hacer una foto de Jenna. Después de que Jenna posara, pidió una segunda foto, esta vez con Marc.

Con amabilidad, Jenna lo tomó por la cintura. Varias cámaras se dispararon al acercarse más periodistas. En aquel momento, Marc percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Había un reportero con un objetivo que más que una cámara parecía un arma y su paciencia se agotó.

Capítulo 14

 

Con expresión seria, O’Halloran le puso la mano en la parte baja de la espalda.

—Ya está, nos vamos.

West y Carter se unieron al instante a ellos. El flash de otra cámara se disparó.

O’Halloran vio el inconfundible contorno de los hombros de Blade Lombard y le oyó pedir a los periodistas que se fueran.

Llegaron a los ascensores y O’Halloran apretó el botón de llamada. Pasaron unos segundos antes de que las puertas se abrieran y entrara con Jenna dentro. Carter se unió a ellos mientras que West se quedó abajo para asegurarse de que nadie los siguiera.

O’Halloran mantuvo el brazo alrededor de la cintura de Jenna mientras el ascensor subía. Jenna no protestó. Llevaba toda la noche inquieta no solo por el peligro, sino porque O’Halloran había sido el centro de muchas miradas femeninas. Pensaba que podía mostrarse madura y sofisticada en cuanto al trato de O’Halloran con su público femenino, pero una atractiva morena de largas piernas rodeándolo por el cuello había sido la gota que había colmado el vaso.

Natalie había sido la excepción a aquella regla. Había sido una gran mujer a la que Jenna había querido mucho. Sin embargo, con las demás no podía evitar sentirse celosa.

O’Halloran no había correspondido a la morena. Apenas se había fijado en ella, pero no importaba. El hecho era que había sido una amenaza. Durante el tiempo en que estuvieran juntos, él sería su hombre y no estaba dispuesta a compartirlo.

Carter desapareció al llegar a la suite. O’Halloran abrió la puerta e insistió en entrar primero. Lo siguió al interior, cerró la puerta tras ella y se quedó allí apoyada mientras esperaba a que hiciera las comprobaciones.

Salió de su habitación, atravesó el salón y entró en el otro dormitorio.

Cuando volvió al salón, se quitó la funda de la pistola y la dejó junto al arma en la mesa, al lado del ordenador. Luego se soltó la corbata, se acercó a ella y la estrechó entre sus brazos. Jenna dejó caer la bolsa que tenía entre las manos y lo rodeó por el cuello, poniéndose de puntillas y ladeando la cabeza para besarlo.

En las últimas veinte horas, después de que O’Halloran pareciera más preocupado por la investigación y su papel como guardaespaldas, había empezado a desesperarse. Comprendía sus motivos, su necesidad de llevar al asesino ante la justicia, pero no le había gustado la sensación de que la hiciera a un lado con tanta facilidad.

Iban a hacer el amor y el hecho de que hubieran llegado a ese punto le producía una sensación de alivio. Después de pasar la noche anterior dando vueltas en su habitación pensando en que una vez detuvieran al asesino O’Halloran saldría de su vida, no estaba dispuesta a perder una oportunidad que tal vez no volviera a repetirse.

Desde el momento en que había sacado su último libro de la caja y se había sorprendido con el parecido del modelo de la portada a O’Halloran, todas las excusas para no enamorarse de él habían sido inútiles. Quizá se debiera a lo sola que había estado.

Lo deseaba, lo amaba, y las emociones eran intensas y dolorosas.

Podía esquivar el sexo, insistir en que sería mejor esperar y ver si surgía una relación viable. El único problema era que ninguno de los dos era normal en lo que a relaciones se refería. Ambos habían sufrido. Llevaba años amándolo y lo más probable sería que no dejara de quererlo de la noche a la mañana.

Tal vez lo que iban a compartir no fuera algo especial para O’Halloran. Seguramente para él no sería más que una aventura.

Aun así, era un riesgo que estaba dispuesta a correr. Al menos tenía que intentarlo.

O’Halloran levantó la cabeza. Su mirada era oscura.

—Si no quieres esto, dímelo ahora.

A modo de respuesta, Jenna se acopló contra su cuerpo y volvió a unir sus bocas.

La pasión se tornó ardiente al instante. Sus senos contra su pecho la hicieron estremecerse. O’Halloran sabía tan bien como olía.

Al fundirse en un segundo beso, Jenna se preguntó cómo había podido vivir sin él.

Sus dedos se aferraron a su pelo, manteniéndola cautiva. Ella dejó escapar un gemido de satisfacción al sentir de nuevo su boca sobre la suya. De repente se encontró caminando de espaldas hasta que su espalda se topó con la pared.

El calor que desprendía su cuerpo y la firmeza de su erección contra su vientre, la hicieron estremecerse. Sintió sus manos en la nuca desabrochándole el vestido, que cayó hasta su cintura. Luego tomó sus pechos entre las manos.

Por unos momentos el tiempo pareció detenerse mientras le besaba el mentón y bajaba por el cuello. Ella tiró de la corbata y luego le desabrochó la camisa.

O’Halloran murmuró algo. Inclinó la cabeza y tomó uno de sus pechos con la boca. Jenna hundió los dedos en su pelo, antes de tomarlo por los hombros. El calor de su vientre aumentó y de repente se quedó sin aire.

Se sintió vulnerable. Estaba casi desnuda mientras que O’Halloran seguía vestido. Acabó de desabrocharle la camisa y empezó a deslizársela por los hombros.

—Me vendría bien un poco de ayuda.

Él sonrió, se quitó la camisa y la atrajo hacia él. El contacto de sus pieles la hizo retroceder nueve años, a un incómodo sofá.

Esta vez, pensó mientras le desabrochaba los pantalones, tendrían toda la noche por delante. Le oyó respirar hondo y luego la habitación empezó a dar vueltas mientras la hacía girar entre sus brazos. Pocos segundos después, sintió que la depositaba sobre la cama.

La habitación estaba a oscuras, iluminada tan solo por la franja de luz que se colaba por la puerta y la claridad de la luna que entraba por el balcón. Contempló a O’Halloran quitarse los pantalones y contuvo la respiración ante la anchura de sus hombros, la firmeza de su vientre y la longitud de sus piernas musculosas.

Oyó rasgar algo y se fijó en que O’Halloran acababa de abrir el envoltorio de un preservativo.

Sintió un tirón en las caderas y enseguida sintió que sus bragas se deslizaban piernas abajo.

Durante un buen rato, se limitó a abrazarla y besarla, dejándola que explorase. Cuando su mano se deslizó más allá de sus abdominales, gimió y se colocó sobre ella. Jenna lo rodeó por el cuello, atrayéndolo hacia ella, y contuvo la respiración al sentir su rodilla entre los muslos.

Su estómago se encogió y enseguida sintió presión en su entrepierna. Él clavó su mirada en ella mientras acoplaba su peso sobre ella.

Aquella intimidad con O’Halloran resultaba seductora. Sus miradas unidas, sus respiraciones entrecortadas, la calidez sensual de su cuerpo junto al suyo… Se arqueó deseando sentirlo más cerca y de una embestida la penetró.

El tiempo pareció detenerse mientras se ajustaba a la penetración.

—¿Cuándo fue la última vez que hiciste el amor?

Jenna contuvo la respiración, concentrada en la presión que sentía entre sus piernas.

—¿Tengo que contestar a eso?

—Lo sabía —murmuró O’Halloran—. No has hecho el amor con nadie más.

Ella volvió a respirar y movió ligeramente las caderas.

—He estado… ocupada.

—Ya, escribiendo.

Lo vio sonreír y se relajó. Después de todo, no era un examen que pudiera suspender. Era algo que se suponía debía surgir con naturalidad.

—Si quieres que me detenga, dímelo. Si no, me lo tomaré con calma.

—Ni se te ocurra detenerte.

O’Halloran la besó. Esta vez, la embestida fue más suave y continuó moviéndose lentamente durante largos segundos. Agachó la cabeza y tomó uno de sus pechos con la boca.

Las sensaciones se fueron concentrando provocándole unas sacudidas vertiginosas. Se aferró a los hombros de O’Halloran y unos segundos después, todo lo que la rodeaba desapareció.

 

 

Debió de quedarse dormida porque cuando se despertó, O’Halloran estaba apartándose de ella. Después se levantó de la cama. Al perder el calor de su cuerpo, sintió el aire acondicionado sobre su piel húmeda, y tiró de la colcha.

Oyó a O’Halloran hablar por teléfono y unos minutos más tarde, volvió y se metió en la cama a su lado.

—Era Farrell. Las huellas no han coincidido con nadie de la empresa de seguridad.

Aunque tenía sueño, su mente enseguida se puso en alerta.

—¿Y de algún subcontratista o suministrador?

—Farrell tiene una lista. Eso era lo que estaba haciendo anoche. Las comprobaciones van a llevar su tiempo.

Ella bostezó y parpadeó al tener una idea.

—¿Y la lista de las matrículas? Figuraban un par de compañías.

O’Halloran sacudió la cabeza.

—Deberías haber sido policía. Una de las compañías es una mayorista. Farrell ha pedido una orden de registro y está preparando un equipo. Estarán en marcha en una hora.

Completamente despejada, Jenna lo observó ponerse los pantalones y, sin camisa, salió al salón. Escuchó su voz profunda mientras hacía unas cuantas llamadas más.

Después de un rato, el cansancio la venció y se fue adormilando. Cuando volvió a despertarse, O’Halloran estaba de vuelta en la cama. Una sensación de placer la invadió ante la situación de intimidad que suponía estar en la cama con él. Era algo a lo que podría acostumbrarse.

—¿Has hecho algún avance?

El tono neutro de su voz le indicó que las novedades eran importantes.

A pesar de que intentó mantener la calma, sintió que la tensión aumentaba, haciendo desaparecer la burbuja de felicidad en la que había estado desde que hicieran el amor.

Debería alegrarse por ambos. El acosador acabaría entre rejas y O’Halloran encontraría al asesino de Natalie y Jared.

Aunque sabía que mostrarse distante era una parte de él que tenía que aceptar después de años de investigaciones confidenciales, no podía evitar disgustarse por la barrera que suponía. Justo cuando había logrado llamar su atención, la investigación iba a apartarlo de ella. No estaba dispuesta a darse por vencida sin luchar.

Se tumbó de lado y acarició su torso. Se incorporó sobre sus hombros, hundió la cabeza en la curva de su cuello y empezó a explorarlo.

Una mano acarició su nuca.

—¿No quieres dormir?

—No.

—Estupendo, yo tampoco.

Sacó otro preservativo de la mesilla y se lo puso.

Su reacción estaba en contra del sentido común. Los preservativos eran convenientes. Cualquier persona con sentido común no tendría sexo sin uno a menos que estuviera casado.

Lo que sentía era una tontería que bordeaba la estupidez, pero en parte odiaba que O’Halloran se lo hubiese puesto porque simbolizaba el control.

Enseguida se arrepintió de aquel pensamiento. Durante casi toda la noche había podido evitar pensar en que probablemente O’Halloran no sentía por ella lo mismo que ella por él.

Como si supiera lo que estaba pensando, tiró de ella hasta que estuvo apoyada contra su pecho y lentamente la besó.

Jenna se colocó a horcajadas sobre él, haciéndose con el control y tomándose su tiempo, dejándose llevar por las sensaciones.

O’Halloran gimió. Sus manos la tomaron por la cintura, ajustando el ángulo. Sintió que la penetraba más profundamente y empezó a moverse. La idea de controlar la situación se desvaneció cuando él rodó y se colocó sobre ella.

 

 

Branden Tell giró en su calle y frenó detrás de un coche negro que parecía no tener prisa. O eso o era alguien que estaba perdido.

Después de seguir al coche unos segundos, puso las largas de su Hummer y estudió las dos cabezas de sus ocupantes. No eran unos adolescentes buscando dónde aparcar. Eran dos adultos, hombre y mujer, y era ella la que conducía.

La mujer miró por el retrovisor, aunque con los cientos de vatios que la iluminaban, era imposible que viera nada.

A punto de adelantarlos, lo sorprendió acelerando. Tell maldijo entre dientes y se acercó a ellos. Tenían un coche potente, aunque con su Hummer podía pasar por encima de ellos si apretaba el acelerador.

De nuevo aminoraron la marcha obligándolo a frenar y esta vez Tell controló su temperamento. Estaba a escasos metros de la entrada de su casa y no tenía sentido pasársela. Además, otro coche se había pegado detrás de él. Si no se equivocaba, era una patrulla de policía.

Una luz parpadeante hizo que volviera a prestar atención al coche que tenía delante. El vello se le puso de punta al ver que giraba en su entrada.

La adrenalina se le disparó, apagó las luces y siguió de largo. Con la mirada puesta en el retrovisor, vio cómo el coche patrulla aparcaba detrás de lo que ahora sabía que era un coche camuflado de la policía.

Lo habían encontrado.

Su plan había sido casi perfecto. Era imposible que O’Halloran pudiera relacionarlo. Nunca había usado un correo electrónico que permitiera dar con él y no podían identificar sus huellas dactilares puesto que la policía no las tenía registradas. Cuando necesitaba un coche lo robaba y la foto que le había hecho Whitmore no servía para nada puesto que su mano había oscurecido su cara.

La explicación estaba clara. La zorra de Whitmore debía de haber encontrado algo en su ordenador.

Se oyó una bocina. Su pie se clavó en el freno. El Hummer se paró y, desorientado, se quedó mirando el cruce de carreteras que casi había atravesado. Dio marcha atrás, giró el volante y volvió a la ciudad.

De alguna manera, O’Halloran y Whitmore lo habían encontrado y habían enviado policías tras él. Si hubiera llegado a casa un minuto antes, lo habrían pillado.

Aunque ahora no importaba. Estaba casi a punto de irse.

Iba a convertirse en James Holde, el nombre que aparecía en su pasaporte falso. Una vez asumiera su nueva vida, el nuevo libro de Jenna Whitmore, O’Halloran y la investigación por el asesinato, dejarían de ser una amenaza para él.

Todo lo que tenía que hacer era estar atento unas pocas horas más, continuar con su plan de vengarse de Whitmore y O’Halloran quemar su almacén y hacer que pareciese que un pirómano en serie lo había hecho. Ya le había funcionado anteriormente y volvería a hacerlo. Después se iría en el primer vuelo que encontrara.

Condujo hasta que encontró un sitio que le permitiera ver el coche de O’Halloran y el carril de salida.

Era medianoche y si no estaba equivocado, O’Halloran recibiría una llamada de los policías que estaban vigilando su casa. No podría resistirse a participar en la acción. Si había encontrado su casa, Tell estaba seguro de que habría encontrado su otra guarida.

Una lástima que O’Halloran no conociera la tercera. Apagó las luces del Hummer y se dispuso a observar.

Capítulo 15

 

La vibración de su teléfono lo sacó de su sueño.

Jenna se movió adormilada mientras él apartaba su brazo de debajo de ella. Salió al salón, tomó el teléfono y mandó un mensaje a West, con quien debía encontrarse en el vestíbulo.

A primera hora de la noche habían estado buscando detalles en común entre la empresa al por mayor que aparecía en el listado de matrículas de coches con otra compañía que importaba alarmas de seguridad, y el nombre que había resultado le había puesto los pelos de punta.

Branden Tell formaba parte del pasado de Natalie, de Jenna y de él. Se trataba de un deportista con varias discapacidades, incluyendo daltonismo y dislexia, que no había podido entrar en el ejército ni en la policía, y que había salido con Natalie siendo estudiante.

Marc no había pensado en Tell porque Natalie había sido muy popular. La lista de hombres que habían querido salir con ella era larga. Recordaba que Natalie le había comentado que no había tenido interés en Tell, pero no por sus discapacidades sino por lo frío que era.

El haber dado con Tell no hacía que el pasado fuera más fácil de aceptar, pero le daba una explicación a las muertes de Natalie y Jared.

Rechazado por el ejército y la policía, además de por las mujeres que deseaba, Tell había decidido vengarse. Natalie no había sido su único objetivo. Había salido también con Jenna nueve años atrás y en la noche del baile ella le había dejado.

Si no se hubiera preocupado por Jenna y no la hubiera llevado a casa, la habría golpeado hasta matarla o tirado al río para ahogarla. Marc estaba convencido de que el conductor había sido Tell y que, como el incidente en el centro comercial, en ambas ocasiones había buscado hacer daño a Jenna.

Había llamado a Farrell para mantenerla al tanto de la investigación. Ella había mandado una patrulla, pero no habían dado con Tell ni en su casa ni en su puesto de trabajo.

Sin molestarse en encender la luz puesto que sus ojos estaban acostumbrados a la oscuridad y no quería despertar a Jenna, se puso una camiseta negra, vaqueros y botas. Luego se colocó la cartuchera al hombro, se puso una chaqueta amplia y se dispuso a marcharse.

Se asomó desde la puerta del dormitorio y miró a Jenna. Su pelo estaba disperso por la almohada. Sintió que el pecho se le encogía al ver que estaba ocupando su lugar en la cama. Incluso en sueños parecía sentirse atraída por él, como si inconscientemente buscara su calor.

Se había abrazado a él con tanta intensidad que corría el riesgo de volverse adicto. Esa noche, incluso sabiendo que había tenido que contener la libido y tomarse las cosas con calma, le había costado controlarse. Aunque pasaran una semana seguida en la cama, seguiría queriendo más de ella.

Lo amaba. No se lo había dicho, pero se había dado cuenta. Aunque no hubiera llegado a esa conclusión, no se le habría escapado el hecho de que Jenna no se había acostado con ningún otro hombre.

Quizá fuera algo anticuado por su parte pensar que solo había sido suya, pero no le importaba. Sus sentimientos eran sinceros y simples, y hacer el amor había afianzado lo que quería.

Si Jenna estaba preparada para asumir el riesgo y darle su amor, entonces él lo tomaría.

Su teléfono vibró de nuevo.

Se apartó de la puerta y se acercó al ordenador, que estaba en la mesa. Nada más encenderlo, revisó su correo electrónico.

Con un poco de suerte volvería antes de que se hiciera de día, pero por si acaso, escribió un mensaje rápido y apretó el botón de enviar.

Dejó el ordenador abierto sobre la mesa y salió a toda prisa.

 

 

West y Carter estaban esperando en el vestíbulo. Unos minutos más tarde, se fueron al aparcamiento subterráneo, se subieron a la camioneta negra de Carter y se dirigieron al sur de la ciudad. Tell tenía una oficina y una casa a su nombre que Farrell tenía vigilada las veinticuatro horas. Pero West, con su habilidad para las estafas fiscales y empresariales, había averiguado que Tell filtraba casi todo lo que ganaba a través de un fideicomiso, que tenía en propiedad un almacén en una tercera dirección.

Estaba empezando a amanecer cuando llegaron a la manzana anterior al almacén.

Carter se quedó mirando el tejado a lo lejos.

—Supongo que no podemos disparar a este tipo.

—Tengo pistola —dijo Marc, abriéndose la chaqueta.

Carter esperó a que West saliera para sacar una mochila, que se echó al hombro antes de cerrar la camioneta.

—Si Tell tiene una pistola, mi mujer no estará contenta. Piensa que estoy en una reunión en el bar de un hotel recordando historias.

West giró la cabeza al apreciar movimiento por su izquierda.

—Mantén esa idea e intenta que no te den un tiro.

Un grupo de corredores surgió de la niebla. La mayoría eran mujeres maduras, acompañadas de sus perros.

Marc miró la hora y empezó a caminar. Acababan de pasar una señal que daba la bienvenida a Sunnyvale Retirement Village, una zona residencial para jubilados. Estudió las casas que había alrededor. Todas ellas eran de tamaños similares y estaban pintadas en tonos pastel.

Carter saludó con la mano a una mujer mayor que llevaba un pañuelo rojo y que corría detrás de las demás.

Cerca había una casa rosa con enormes mariposas adornando el porche.

—¿Qué llevas en la mochila? —preguntó Marc a Carter.

Se la quitó del hombro antes de que Carter pudiera contestar. Había escuchado historias de Rawlings y en algunas de ellas se hablaba de explosivos puesto que había sido uno de sus cometidos en la Brigada Aérea. La abrió y miró en su interior. Había un bulto en el fondo de lo que parecía una masilla envuelta en plástico. Había también un paquete separado de lo que podían ser detonadores.

Le había dicho a Carter que dejara la pistola en su casa. Se le había olvidado incluir también los fuegos artificiales.

—¿De dónde has sacado el explosivo?

—Un amigo lo tenía en el garaje —contestó recuperando la mochila—. Tenía miedo de que uno de sus hijos lo encontrara, así que me pidió que lo tirara.

—No me digas que ha pasado su fecha de caducidad.

—Con un poco de suerte podría ser hoy —respondió Carter con expresión neutra.

Marc se detuvo ante la amplia entrada del edificio pegado a la casa de las mariposas. Podía pasar por una casa moderna, pero en realidad era el extremo de la zona industrial.

—Aquí está.

West se quedó mirando el edificio, rodeado por grandes árboles

—Parece un vivero.

Carter buscó la sombra de un árbol.

—Estupendo. Como no tenemos armas, quizá tengamos suerte y encontremos herramientas de jardín.

Marc ignoró el comentario. No había certeza de que fueran a encontrar a Tell, pero era imposible que hubiera desaparecido. Si lo encontraban, Marc no se preocuparía de legalidades. Lo retendrían y llamarían a Farrell.

 

 

Tell entró en el hotel Lombard vestido con un traje y llevando un maletín. Había hecho una reserva por internet usando su nueva identidad, así que firmar y recoger la llave sería una mera formalidad.

No pretendía quedarse, al menos no por mucho tiempo.

De acuerdo con una de las páginas web de los seguidores de Jenna Whitmore, iba a pasar allí la noche. Aunque esas páginas habían resultado ser una fuente muy útil para conocer los movimientos de Whitmore, no había conseguido saber la habitación exacta en la que iba a quedarse. Pero encontrarla no iba a ser un problema; daría con ella por la seguridad que habría en la puerta.

Tomó el ascensor, miró la llave de su habitación y empezó a recorrer los silenciosos pasillos. El Lombard era un lujoso hotel de cinco estrellas.

Se cruzó con un vigilante de seguridad y dos puertas más adelante, encontró su habitación.

La coincidencia de haber sido ubicado tan cerca de Whitmore compensaba el haber tenido que pagar un precio desorbitado por la habitación.

Miró el reloj y entró en la habitación. Después de cerrar la puerta, armó una Browning nueve milímetros que llevaba en el maletín. Había elegido ese arma porque originalmente había sido diseñada para el ejército.

Se fue al baño, se pegó un bigote postizo y se puso unas lentes de contacto para cambiar el color de sus ojos de azules a marrones. Cuando dejó de llorar, se puso unas gafas.

Sintió un escalofrío en la espalda al colocarse la pistola en la cartuchera que llevaba al hombro y mirarse al espejo.

De acuerdo a la agenda de Whitmore, se iría del hotel después de desayunar para tomar un vuelo a primera hora hacia el sur.

Iba a ser un vuelo al que nunca llegaría.

 

 

La luz del sol despertó a Jenna. Se dio la vuelta y descubrió que estaba sola. Por lo frío que estaba el lado de O’Halloran, hacía rato que se había ido.

La rigidez de varios músculos y la sensibilidad de su entrepierna le despertaron ardientes recuerdos. Habían hecho el amor tres veces. La última vez había sido lenta y prolongada, sin apenas movimiento. En esos momentos había imaginado que la amaba, como si lo que había entre ellos se hubiese transformado por arte de magia en una verdadera relación.

Salió de la cama y buscó algo que ponerse. Encontró una camisa doblada en la maleta de O’Halloran. Era de rayas azules y aunque estaba limpia, olía a él.

Quizá fuera un cliché ponérsela, pero le daba igual. Todavía estaba deleitándose por haber pasado la noche con él y estaba decidida a recrearse en aquella sensación todo lo que pudiera.

Se envolvió en la camisa y se fue al baño, negándose a pensar en el final de su tiempo con O’Halloran. Al quedarse desnuda, se miró al espejo. Tenía el pelo revuelto, los labios hinchados y un pequeño arañazo que le había hecho con la barba.

Lo que habían hecho le había dejado huella por todas partes. En aquel momento supo que por muy independiente y moderna que se esforzara en parecer, en el fondo todo lo que deseaba era pasar su vida con O’Halloran. Estaba enamorada de él y el riesgo emocional era alto.

Si no podía tenerlo, sabía que no tendría a nadie más. No se casaría jamás y, al menos que pudiera adoptar sola, tampoco tendría la familia que tanto deseaba.

No sabía por qué O’Halloran la había calado tanto. Nunca había pasado tanto tiempo juntos. Sabía más de algunos conocidos que de él.

Quizá se debiera a que lo había conocido en un momento de debilidad o a que seguía enamorada desde la primera vez en que habían estado juntos.

Fuera cual fuese la razón, en algún momento se había fijado en O’Halloran y lo había elegido.

Después de ducharse, se puso un traje de chaqueta porque iba a tener que irse justo después de desayunar a tomar un vuelo.

Miró el reloj y frunció el ceño. Había pensado que O’Halloran había bajado a desayunar. Si así era, debería haber vuelto ya. Recordó que no tenía su teléfono, salió al salón y revisó su correo electrónico. Recorrió la lista buscando algo urgente y de repente su mirada se detuvo en Lydell88. Debía de haber leído su libro.

Volvió a mirar la hora. Tenía unos minutos antes de tener que bajar a desayunar.

Abrió el correo electrónico. El mensaje era sencillo y breve: Abra el administrador de correo en el ordenador portátil que hay junto al suyo.

Frunció el ceño, confundida, aunque solo había una razón lógica para que Lydell supiera que había otro ordenador en la mesa, junto al suyo.

Respiró hondo y temblando, se inclinó y activó el ratón táctil del ordenador de O’Halloran. Enseguida el ordenador se encendió. Al instante se encontró ante el administrador de correo de O’Halloran, que ya estaba abierto y que también era el administrador de correo de Lydell88.

Las piernas empezaron a temblarle. Se sentó en el sofá y se quedó mirando el archivo de correos que O’Halloran le había dejado abierto para que lo viera. Los ojos se le llenaron de lágrimas, que enseguida empezaron a correr por sus mejillas.

Llevaba años escribiéndose con Lydell88, construyendo una amistad con él. Había tenido cuidado. No quería pedirle más de lo que estaba dispuesto a dar. Por el cuidado con el que había impedido que su amistad se convirtiera en una relación real a pesar de que los dos vivían en Auckland, se había dado cuenta de que era muy celoso de su intimidad.

Respetaba su necesidad de mantener las distancias y era un hecho que él solía iniciar las comunicaciones.

Las conversaciones nunca habían sido demasiado personales. Por alguna extraña razón, se habían convertido en su tabla de salvación emocional porque tras la información acerca de los procedimientos policiales, se había dado cuenta de que a Lydell88 le importaba. Era lo más parecido a una relación que había tenido en años.

Se secó las lágrimas de las mejillas, con cuidado de no correrse el rímel, y sonrió cuando empezó a abrir y leer los correos que O’Halloran le había mandado.

Su corazón latía con fuerza cuando dejó de leerlos y empezó a contarlos. Había cientos de mensajes.

O’Halloran leía sus libros y le gustaban.

Con razón se había enamorado de él porque era perfecto para ella.

Fuera en el pasillo oyó el ruido de un carrito del servicio de habitaciones. Unos golpes en la puerta la sacaron de sus pensamientos.

Sintiéndose en una nube por lo contenta que estaba, Jenna abrió la puerta, confiando en que fuera él.

La puerta se abrió y de inmediato se vio bloqueada por el carrito que había oído en el pasillo. Un hombre alto y uniformado que se parecía al guardaespaldas que O’Halloran le había presentado la noche anterior, la apuntaba con una pistola a la cabeza.

—Buenos días, Jenna —dijo empujando el carrito para hacerla entrar en la habitación.

El hombre cerró la puerta tras él. Llevaba unas gafas reflectantes y un bigote postizo, pero aun así, lo habría reconocido en cualquier parte.

—Branden Tell.

—Así es. No soy el héroe sino el villano.

Capítulo 16

 

La luz del sol se filtraba por las grietas en la habitación en la que Branden Tell la había dejado amordazada y atada a una silla.

Sabía que no había ido muy lejos porque oía un sonido como si estuviera tecleando e incluso lo había oído hablar por teléfono. Se había esforzado en entender lo que estaba diciendo, pero su voz se oía distante, por lo que seguramente había otra habitación entre ellos.

Los minutos que había pasado a su lado mientras la arrastraba hasta el ascensor de servicio encañonándola por un costado, habían sido suficientes. Si nueve años antes no le había gustado Tell, ahora menos.

Balanceó suavemente la silla para hacer el mínimo ruido posible y se las arregló para echar un vistazo a su alrededor.

El suelo era de hormigón y la pared por la que se filtraba la luz del sol de hierro ondulado. Lo único positivo era que había un clavo sobresaliendo de un listón de madera. No era de gran cosa, pero el clavo oxidado, unido al hecho de que Brande no le hubiera atado las muñecas sino pegado con cinta adhesiva, le daban cierta esperanza. Eso, y el que Branden le hubiera dado unas pastillas masticables para dormir, pensando que la dejarían inconsciente.

Las pastillas que ya las había probado, le producían cierto mareo, pero el efecto nunca duraba demasiado. Su doctora había dejado de prescribírselas para sus episodios de insomnio porque media hora después de tomarlas, volvía a estar completamente despejada.

Por el amargo sabor de su boca, el dolor de cabeza y la sensación de letargo, Tell debía de haberle dado una de las formulaciones más fuertes. Pero de eso hacía más de una hora. Atada en la parte trasera de un Hummer, había luchado contra el efecto aturdidor de la pastilla, esforzándose en mantenerse despierta para ver a dónde la llevaba Tell. Claro que cada vez que la había mirado, había fingido estar durmiendo.

Había decidido que si él creía que estaba inconsciente, eso le daría una ventaja. Teniendo en cuenta que estaba segura de que Tell iba a matarla, tenía que aprovechar toda ventaja si quería tener alguna esperanza de salir con vida.

Había cronometrado el recorrido, que les había llevado unos cuarenta minutos. Además, por las indicaciones que había visto, sabía que habían tomado la autopista en dirección sur. Por el cambio del sonido del tráfico, supuso que Tell se había desviado hacia uno de los suburbios del sur de Auckland.

Fue girando la silla hasta rozar con la cinta de las manos el clavo. El proceso era torpe porque no podía ver lo que hacía y tenía que andar tanteando. Además, se le estaban empezando a dormir las manos por lo que tenía que darse prisa. Si perdía la sensibilidad no podría reconocer dónde estaba la cabeza del clavo.

Tras los primeros minutos le empezaron a arder los hombros y los brazos, pero apretó los dientes y continuó frotando la cinta adhesiva con el clavo. De vez en cuando, el clavo daba contra su piel, pero se olvidaba de la molestia.

Se detuvo a descansar. Sentía que los músculos estaban empezando a contraerse y trató de separar las muñecas. Al principio no había podido ni moverlas, pero ahora podía separarlas un poco. Sin duda alguna estaba funcionando puesto que volvía a tener sensibilidad en las manos en forma de hormigueo.

Volvió a apretar los dientes y continuó el proceso. La espalda y los hombros le dolían, y el esfuerzo le hizo sudar. Las manos y las muñecas parecían estar ardiendo, pero sus esfuerzos empezaron a verse recompensados.

A lo lejos oyó un retumbar, como si un portón hubiera sido activado, y el rugido de un camión pesado. De pronto cayó en la cuenta de que los coches esporádicos que oía no circulaban por la carretera. El edificio debía de estar en una zona industrial.

Si era un almacén, eso quería decir que tenía que haber más. Así que tenía que haber gente cerca. Todo lo que tenía que hacer era soltarse y encontrar la manera de escaparse de Tell.

La detonación de una explosión le hizo levantar la cabeza. Unos trozos de metal volaron por encima de su cabeza y a continuación se oyeron pasos.

Con el corazón desbocado, apenas podía respirar. Se quedó mirando las sombras que aparecieron en la puerta.

Una de ellas era la de O’Halloran. Lo sabía. Había ido a buscarla.

 

 

O’Halloran pasó por encima de los restos de la puerta que Carter acababa de volar dentro del almacén. Carter y West entraron tras él. Moviéndose con rapidez, comprobaron los trasteros que daban al área principal.

O’Halloran abrió de una patada la última puerta y se encontró con una habitación vacía. El sitio estaba lleno de polvo y las únicas huellas eran las de ellos. Tell no había estado allí en semanas.

Había cometido el error de recordar a Tell tal y como había sido años atrás: un estudiante mediocre. Pero Tell había sido lo suficientemente listo como para huir de Farrell y Marc no había olvidado que lo había tenido en un puño durante seis años.

West se acercó a él.

—No está aquí.

O’Halloran enfundó la pistola y miró la hora.

—No, está en otra parte.

Tenían que volver al hotel porque Jenna tenía un avión que tomar. Farrell había incrementado la vigilancia en los aeropuertos y en casa de Tell, y había una orden de búsqueda del coche de Tell, que al parecer era un Hummer.

Una sombra desde la entrada del almacén hizo que Marc sintiera un escalofrío. Un anciano apoyado en su bastón se asomó por lo que quedaba de puerta.

—Esto no pertenece a ese estafador de Morrison ni a su hijo. Le hicimos una oferta que no pudo rechazar. Ahora pertenece al barrio y se está pensando en convertirlo en un centro de actividades municipales.

—Disculpe que…

—Espero que arreglen la puerta.

—Claro, tengo herramientas en la camioneta. ¿Está bien para mañana?

—Sí, y espero que no se escaquee. Tenemos su matrícula y la cámara de seguridad le ha grabado. En este vecindario nos tomamos las cosas muy en serio.

—¿Morrison? ¿Era policía?

—Así es. Lo condenaron por extorsionar a delincuentes y bandas.

—Recuerdo.

Él lo había arrestado y presentado cargos.

Al volver a la camioneta de Carter, varios detalles empezaron a encajar. Tell era hijo ilegítimo, pero había dejado que se supiera que su padre era un policía, motivo por el que quería ingresar en el ejército o en el cuerpo de policía.

En el mismo año en el que Natalie había muerto, Marc había investigado a un policía corrupto de nombre Branden Morrison.

Sacó el teléfono del bolsillo y llamó a Farrell. Al cabo de unos minutos, ella le devolvió la llamada para confirmarle que Morrison era el padre de Tell.

Sintió un nudo en el estómago ante lo que eso suponía, mientras se acomodaba en el asiento de la camioneta de Carter. Había intentado encontrar una explicación a la participación de Tell tanto en las muertes de Natalie y Jared como en el acoso de Jenna. Había pensado que tenía que ser la fascinación de Tell por Natalie, unido al resentimiento de que Marc tuviera el trabajo que Tell siempre había deseado, y combinado con su temor a que el libro de Jenna dejara al descubierto su delito.

Pero, ¿para qué ir tras Jenna ahora, cuando era demasiado tarde para impedir que su libro se publicara? Habría sido mejor que Tell hubiera permanecido callado y haber dejado que todo pasase. Después de todo, el libro era una ficción. A pesar de lo involucrado que estaba Marc, lo había leído y no había caído en la cuenta.

Tell podía haber vendido sus propiedades, haber emigrado y haber esquivado cualquier cargo, pero no lo había hecho. Se había quedado porque tenía otro motivo más poderoso: la venganza.

Los correos electrónicos de Tell habían sido decisivos. Nunca había tenido intención de pasar desapercibido. El libro de Jenna le había dado la oportunidad de llevar a cabo su venganza.

Marc se quedó mirando el tráfico desde la ventanilla.

Miró la hora e intentó llamar a la habitación del hotel una vez más. Luego llamó a Dawson. Frunció el ceño. Jenna debería haberlo contestado. Debía de estar deseando marcharse y debería haberlo llamado ya. Algo pasaba.

Antes de que pudiera llamar a Blade, su teléfono volvió a vibrar. Era él. Dawson había sufrido una contusión y Jenna no estaba. Había revisado las grabaciones. Un hombre alto con aspecto de guardaespaldas la había llevado por el ascensor de servicio hasta el aparcamiento subterráneo. Tenía aspecto anodino y un bigote que parecía falso, conducía un Hummer.

Con el corazón encogido y el pulso acelerado, Marc colgó. Se quedó con la mirada fija en el infinito, sin prestar atención a los coches y edificios que pasaban, tratando de pensar.

Tenía que anticiparse a Tell como había hecho tantas otras veces con otros criminales. Lo único que necesitaba era hacer un análisis minucioso, aunque durante largos segundos, solo pudo pensar en la manera en que Jenna había confiado en él la noche anterior.

En ese instante, demasiado tarde, se dio cuenta de que quería estar ahí para ella en todos los aspectos posibles.

Había cometido un error al salir tras Tell en vez de dejarle a Farrell esa tarea.

Durante unos segundos volvió al pasado, a un edificio en llamas y a una esposa e hijo que lo habían necesitado. No había estado allí para Natalie y Jared y les había fallado.

El saber que Tell los había matado suponía una diferencia. Al echar la vista atrás, cayó en la cuenta de que nunca habría sabido que la detención de Morrison había sido el detonante. Tell debía de haber estado vigilando la casa. Al mantener Natalie en secreto su correspondencia con él, Marc había quedado literalmente excluido.

Pero ese no era el caso de Jenna. Lo había compartido todo con él: sus miedos y angustias, su pasión, su amor... Cerró los puños. Incluso lo había ayudado en la investigación.

La pérdida de Natalie y Jared todavía le dolía, pero había tenido unos años para asumirla. La idea de perder a Jenna le provocaba un miedo irracional.

A su modo, Jenna era suya de una manera más íntima y completa de lo que cualquier otra mujer había sido. A lo largo de los años había conocido cada rincón de su mente, su peculiar sentido del humor, la ternura de sus sentimientos, la rotundidad con la que se había negado a permitir que cualquier hombre se metiera en su cama…

Se había reservado para él y la correspondería. Tenía que hacerlo. La amaba.

Eso explicaba por qué nunca había sido capaz de olvidarla, hasta el punto de escribirle correos electrónicos bajo un pseudónimo para continuar siendo de alguna manera parte de su vida.

Carter lo miró y maldijo entre dientes.

—¿Qué ha pasado?

Marc le contó los escasos detalles que Blade acababa de darle.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Carter deteniendo el coche a un lado.

—Blade ya ha llamado a Farrell. Hay una orden de búsqueda y captura contra Tell. Conduce un Hummer, así que no será difícil dar con él.

Por desgracia, muchas cosas empezaban a encajar y esperaba que no fuera demasiado tarde.

Tomó su maletín, lo abrió y sacó su iPad. Con el software que West le había dado, comprobó si las coordenadas del teléfono de Jenna habían sido grabadas. El resultado fue negativo.

Seguiría haciendo comprobaciones, pero el tiempo corría. Si Tell tenía intención de encender el teléfono, lo habría hecho ya. Lo más probable sería que lo hubiera tirado ya.

Marc entró en un buscador de internet.

—Tell tiene otro escondite. Acabamos de descubrirlo. Su padre extorsionó mucho dinero de miembros del crimen organizado que nunca podrá ser recuperado porque lo invirtió a través de un fondo de inversiones familiar. El fondo es titular de varias propiedades. Lo que tenemos que hacer es buscar las que figuren a nombre de Morrison.

Al cabo de unos segundos O’Halloran encontró lo que buscaba en un artículo de la prensa sensacionalista que había publicado los bienes de Morrison.

Sorprendido, vio que también se recogían datos sobre tres hijos ilegítimos de Morrison, entre los que estaba Branden Tell. Si seis años antes hubiera leído los periódicos de los domingos, habría resuelto el caso.

Anotó las direcciones de varias propiedades al sur de Auckland. Todas ella parecían industriales.

Sacó el teléfono y llamó a Farrell, que se comprometió a enviar varias patrullas a las direcciones que le había dado. En aquel momento, debido a la investigación de un incendio provocado, andaban escasos de hombres.

Marc le dio la dirección más próxima a Carter. Tenían que empezar por alguna parte y el tiempo era importante.

Necesitaba encontrar a Tell antes de que tuviera tiempo para llevar a cabo su plan. Marc estaba convencido de que Tell tenía algo planeado. Si no, ¿por qué molestarse en secuestrar a Jenna?

Si Tell quisiera tan solo vengarse, lo habría hecho pegándole un tiro a Jenna en la habitación del hotel.

Capítulo 17

 

Las esperanzas de Jenna se vinieron abajo cuando vio que era Tell y no O’Halloran el que entró por la puerta de la pequeña y oscura habitación. Sin bigote ni gafas, y vestido con un traje, le hizo recordar el pasado, aquella noche del baile cuando Tell había sido su acompañante y ella había estado a punto de ser atropellada. Tan solo unos días antes, en el aparcamiento del centro comercial, se había repetido la misma situación.

Se sintió furiosa. Las dos veces había sido Tell el que conducía el coche. Lo increíble era que no se hubiera dado cuenta hasta ese momento. Como escritora de historias de suspense, estaba acostumbrada a relacionar detalles inconexos y, sin embargo, no había sido capaz de hacerlo en la vida real.

Si hubiera podido hablar, le habría dicho que sabía quién era y lo que le había hecho no solo a ella y a su familia, sino a O’Halloran, pero tan solo pudo emitir un sonido ahogado.

—Maldita sea, estás despierta. No importa, así el espectáculo será más interesante —dijo Tell frunciendo el ceño—. Lo siento, se me olvidaba que no puedes hablar. Apuesto a que debe de ser una novedad para ti.

Se movió bruscamente hacia delante y Jenna sintió que el corazón se le paraba. Pensaba que iba a golpearla, pero en vez de eso, le arrancó la cinta adhesiva.

—Aunque como escritora, supongo que te preocupa más escribir novelas basura que hablar con la gente. Por eso debe de ser por lo que no has encontrado a nadie.

Jenna sintió que los labios le ardían. Probablemente no le había arrancado piel al quitarle la cinta, pero era esa la sensación que tenía.

Ignoró el comentario de Tell sobre su vida personal. Era evidente que la había vigilado a lo largo de los años. Respiró hondo y se dejó hacer hacia un lado, como si el envalentonamiento que acababa de demostrar la hubiera agotado y estuviera luchando contra el sueño.

—Si no te gustan los libros, no los leas.

—Buen consejo.

Se quedó mirándola y frunció el entrecejo. Jenna sintió que la adrenalina se le disparaba. No parecía haberse dado cuenta de que había movido la silla, pero no tardaría mucho en hacerlo y entonces le revisaría las muñecas.

El pánico se apoderó de ella al inclinarse, pero no para verle las muñecas sino para levantar la silla con ella.

Jenna sintió un nudo en el estómago. Le preocupaba que se diera cuenta de que casi había roto la cinta que sujetaba sus muñecas.

Unos segundos después, dejó la silla junto a un puñado de cartones en lo que parecía la estancia principal del almacén. El tejado que tenían sobre sus cabezas era de hierro. El Hummer que había usado para llevarla hasta allí estaba aparcado dentro, al fondo de la nave. Al otro extremo había cajas de distintas formas y tamaños.

A Jenna se le heló la sangre cuando adivinó el contenido. Se trataba de sistemas de seguridad.

No se había equivocado la noche anterior con la conexión que había hecho. O’Halloran se había tomado en serio la sugerencia que había hecho de que Tell podía estar relacionado de alguna manera con los sistemas de seguridad y se había levantado de la cama para hacer unas llamadas. La conclusión era evidente. Tenía pistas que le conducían a Tell.

Estaría buscándola. Ella mejor que nadie sabía cómo era O’Halloran. Era obstinado e incansable. Si alguien podía encontrarla, ese era él.

Se dejó caer un poco más en la silla como si estuviera luchando contra los efectos de las pastillas de dormir que Tell le había dado y continuó fijándose en su entorno.

Había un escritorio lleno de papeles apilados y lo que parecían libros de pedidos. Junto a un ordenador portátil caro había una impresora y un módem.

Su mirada se detuvo en un teléfono. Era su teléfono. Rápidamente apartó la vista para que Tell no se diera cuenta de que lo había visto, pero no hizo falta. Estaba ocupado metiendo cajas y documentos en el Hummer.

Respiró hondo y trató de separar las muñecas. La cinta adhesiva se había dado de sí, pero no se había roto. Cerró los ojos y rezó desesperada.

Necesitaba ayuda cuanto antes. Tenía que hacer que Tell saliera un momento de la nave. Estaba segura de que la cinta se había dado de sí lo suficiente como para levantarse de la silla, acercarse al escritorio y encender el teléfono.

Los minutos siguieron pasando mientras Tell continuaba cargando el Hummer. Sonó un teléfono y vio cómo contestaba su teléfono. Después de comentar los detalles de un vuelo, dejó el teléfono para buscar entre los papeles que había guardado en el asiento trasero del Hummer.

Otro fuerte estruendo la hizo saltar. Por el sonido del metal al aplastarlo, adivinó que el edificio estaba contiguo a una planta de reciclaje de coches.

Tell estaba dándole la espalda y no oiría el ruido que haría al levantarse de la silla. No iba a tener mejor oportunidad.

Volvió a tirar de la cinta que rodeaba sus muñecas, puso los pies en el suelo de hormigón y se levantó. Consiguió levantar los brazos unos centímetros y, para esquivar la parte alta de la silla, tuvo que moverse de un lado a otro. Al hacerlo, la silla se tambaleó y cayó al suelo.

Con la adrenalina disparada, miró a Tell, que parecía seguir revolviendo en el asiento trasero del Hummer, y tiró de la cinta. Se había dado tanto de sí que pudo dar un paso atrás entre sus brazos. Seguía atada, pero al menos tenía las manos delante.

Se acercó a toda prisa a la mesa, recogió el teléfono y lo encendió. Pensó salir corriendo con el teléfono, pero había una distancia de unos quince metros hasta la puerta y Tell podía alcanzarla antes de llegar a ella.

Su prioridad era asegurarse de que el programa de búsqueda por GPS tuviera el tiempo suficiente para conectar con su teléfono y consiguiera su localización. A toda prisa, entró en la configuración y apagó todos los sonidos del aparato. Volvió a dejar el teléfono sobre la mesa y puso un cuaderno de facturas encima para que no se viera que estaba encendido. Justo cuando estaba a punto de volver a su silla, vio un cúter.

Por el golpe que se oyó, Tell acababa de cerrar la puerta del Hummer. Con el corazón desbocado, Jenna tomó el cúter y recorrió los cuatro pasos hasta la silla. Se sentó una décima de segundo antes de que Tell se diera la vuelta para mirarla, con un documento en la mano y el teléfono en la oreja.

Se quedó mirándola un instante y luego apartó la vista.

Jenna palideció. El cúter estaba escondido entre los pliegues de su falda y no se había dado cuenta de que tenía las manos atadas delante en vez de detrás.

Moviéndose con rapidez, colocó el cúter entre su espalda y la silla, y volvió a poner las manos detrás.

El ordenador emitió un sonido, anunciando que acababa de recibir un correo electrónico. Colgó la llamada y pasó a su lado en dirección al escritorio, sin apenas fijarse en ella. Refrescó la pantalla y soltó una palabrota.

—Maldita sea, ¿cómo ha dado con mi dirección de correo electrónico?

Jenna se quedó mirando la pantalla del ordenador. El correo electrónico parecía no tener contenido. Tell abrió el documento que iba adjunto y apareció una fotografía de Jenna llenando toda la pantalla.

Maldiciendo entre dientes, Tell apretó el botón de borrar. La foto y el correo electrónico desaparecieron al cerrar la tapa del ordenador, pero ya era demasiado tarde y ella lo había visto.

El correo electrónico se lo había mandado a él, pero el mensaje era para ella.

Una gran satisfacción la llenó, pero mantuvo su expresión neutral. Por el correo electrónico sabía que O’Halloran había revisado minuciosamente la vida de Tell y había dado con la dirección de su correo electrónico profesional. En sus métodos de investigación, O’Halloran era muy metódico y concienzudo.

Jenna sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y se estremeció. El que O’Halloran hubiera enviado el correo electrónico en aquel momento suponía que había hecho un seguimiento del GPS de su teléfono. No podía saber quién había encendido el teléfono y no se había arriesgado a llamar puesto que si Tell hubiera estado utilizándolo, le habría puesto en alerta. En vez de eso, le había mandado un mensaje mediante un correo electrónico a Tell, la única manera segura que tenía.

Tenía refuerzos, lo cual suponía que estaba de camino. No sabía cuánto tiempo iba a tener que esperar, pero teniendo en cuenta lo que Tell había tardado en llegar hasta allí, sería media hora más o menos.

Sintió una presión en el pecho. La fotografía que O’Halloran había usado era vieja, de hacía exactamente nueve años. Recordaba que fue tomada durante un picnic improvisado en la playa.

A pesar de que O’Halloran debía de estar muy ocupado, se las había arreglado para encontrar una foto de cuando habían estado saliendo y la había enviado al ciberespacio.

Había sido un gesto audaz. No había certeza de que Tell hubiera tenido acceso a su correo electrónico y aunque así hubiera sido, lo más probable habría sido que ella no hubiera podido ver la foto. En aquel momento, comprendió algo más de lo que O’Halloran le estaba diciendo. Era su amante, su amigo y su protector, y lo que era más importante, era suyo.

O’Halloran no le había hecho ninguna promesa de amor. En lo que se refería a hablar de sentimientos, no era muy ducho en palabras. Le llevaría tiempo sincerarse con ella, pero no le importaba, podía esperar.

Todo lo que tenía que hacer era salir de allí con vida.

Tell miró su reloj y luego volvió en dirección al Hummer para hacer otra llamada. El sonido de un camión dando marcha atrás junto al portón lo hizo detenerse.

En vez de ir a la puerta, recogió una lata, abrió la tapa y la dejó a un lado mientras caminaba hacia ella.

Jenna sintió pavor al verlo echar gasolina en las cajas que había apiladas junto a ella.

 

 

Marc y los miembros de la Brigada de Operaciones Especiales que solía dirigir, se movieron entre las sombras para colocarse en los puntos de acceso al almacén: una ventana trasera y tres puertas. Unos segundos más tarde, todos estaban en posición.

A Cornell, uno de los inspectores de la comisaría central de Auckland, no le había gustado la insistencia de Marc para ser incluido en el equipo. Había accedido porque Marc conocía a Tell, pero le había impuesto la condición de no disparar. Marc no se lo había prometido y Cornell no había insistido. Sabía mejor que nadie lo que Marc había perdido por culpa de Tell.

Marc se comunicaba a través de un micrófono. Carter y West habían llegado en un camión de reparto, que estaba aparcado junto al portón. Si Tell intentaba escapar, se encontraría el camino bloqueado.

Hubo un momento de tranquilidad hasta que el francotirador del equipo confirmó que estaba listo.

O’Halloran dio la orden de proceder. En ese instante, olió a humo.

Sintió pánico, el mismo temor que había sentido seis años antes al llegar y encontrarse su casa en llamas.

Rompió la ventana trasera y se coló en una habitación oscura y llena de humo. Un segundo miembro del equipo, un joven oficial llamado Trent, le seguía cubriéndole las espaldas. Sujetando la pistola con ambas manos, Marc atravesó la puerta que daba a un pasillo y llegó hasta un trastero vacío. Siguió avanzando y cuando vio las llamas, gritó el nombre de Jenna.

Se oyó el sonido de un vehículo. En ese momento entró en una nave que más bien parecía un infierno. De una pira que había en el centro, salía fuego y unas llamas negras lamían las paredes.

Alguien dijo su nombre y al instante, Jenna apareció en medio de la humareda.

Marc la tomó por la cintura y la estrechó fuertemente contra él, antes de tirar de ella para deshacer el camino por el que había llegado. Poco después, el Hummer atravesó la pared del fondo del almacén.

Tosiendo y con los ojos llorosos, tomó a Jenna en sus brazos. Casi cegado por el humo, encontró la habitación por la que había entrado al almacén. Ayudó a Jenna a saltar la ventana y luego la siguió. Al poco estaban fuera, bajo un cielo azul y despejado a excepción de la columna de humo que salía de la nave.

Cuando dejó de toser y pudo respirar, Marc miró el edificio en llamas.

—¿Estás bien?

Jenna unió su mano a la de él. Al encontrarse con su mirada preocupada, sintió que el corazón se le encogía. Los recuerdos podían haberle paralizado, pero no había sido así. La vida tenía que continuar y se alegraba de que así fuera.

—Te quiero —dijo él, tomando su rostro entre las manos.

Ella sonrió. Unas lágrimas surcaban sus mejillas.

—Lo sé. Gracias por los correos electrónicos, Lydell88.

La miró sonriendo. El intercambio de correos electrónicos había surgido como una manera de mantener contacto con ella y asegurarse de que estaba bien. Nunca había pretendido que fuera algo más, pero de alguna manera se había convertido en un hábito adictivo que le había costado controlar.

—No estaba seguro de que fueras a tener tiempo de leerlos.

—Me alegro de haberlo hecho. Fue lo que me dio fuerzas después de que Tell apareciera en la habitación del hotel —dijo acariciándole el pelo, antes de inclinarse para apoyar la frente en la suya—. Yo también te quiero, hace mucho que te quiero —añadió poniéndose de puntillas y sellando sus palabras con un beso—. ¿No quieres ir tras Tell?

—No —contestó él secándole las lágrimas.

El alivio en la expresión de Jenna hizo que a Marc se le encogiera el corazón. En ese momento se hizo una promesa. En adelante, Jenna sería lo primero. Por suerte, tenía el dinero suficiente para seguir el ejemplo de McCabe. El trabajo podía esperar.

Ella sonrió.

—Bien porque creo que tu amigo Carter ya se ha ocupado de eso. No sé si te has dado cuenta, pero ha estado a punto de atropellar a Tell con ese camión.

 

 

Jenna se acercó a los dos vehículo, caminando al lado de O’Halloran y disfrutando de la sensación de su brazo rodeándola por la cintura. Estaba descalza, sucia y magullada, a la vez que muy contenta.

—Tan solo una cosa. Después de que rompiéramos, ¿cuándo visitaste la base aérea para averiguar acerca de mi familia?

—Y de Dane Hawkins.

Ella respiró hondo al recordar a Dane, de ojos oscuros y pelo castaño con algunos mechones rubios. Pero como las fotografías en tono sepia que tenía en la escalera, la imagen parecía difuminada y lejana.

—Bueno, y de Dane.

—Dos días después de que rompiéramos. Estaba tan preocupado que por eso te seguí aquella noche, después de que dejases a Tell en el baile y volvieras andando a casa.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y sintió que el corazón se le encogía. Tenía la sensación de estar saliendo de un túnel oscuro a la claridad.

—Así que sabías lo que había pasado antes de que hiciéramos el amor.

En ese momento Jenna cayó en la cuenta de que por eso había estado tan callado y reservado, y por qué la había dejado marcharse sin decir nada. No era que no le importase, sino todo lo contrario.

—Sabía que no querías una relación porque yo era policía. Hasta entonces, no lograba ver sentido a tu comportamiento —dijo tomándola de los brazos para atraerla—. No deberíamos haber hecho el amor. No debería haberte tocado, pero el accidente que estuvo a punto de ocurrir llevó las cosas al límite —admitió—. Confiaba en que si te hacía el amor, conseguiría que olvidaras tu tristeza.

—Hacía dos años que Dane había muerto cuando me pediste salir contigo. Sabía que eras policía y aun así accedí, lo cual debería haberte dado una pista. No estaba preparada para tener una relación y mucho menos con un policía o un soldado, pero lo cierto es que no podía resistirme a ti. La noche en que hicimos el amor, Dane no formó parte de la ecuación.

—Por eso no volví a acercarme a ti hasta que empecé a salir con Natalie.

—Y luego Natalie se convirtió en una buena amiga. No habría superado la pérdida de Dane sin ella.

—¿Te he dicho ya cuánto te quiero? —dijo él apoyando la frente en la de ella.

No podía dejar de sonreír. O’Halloran la amaba y siempre la había amado. Sabía que también había querido mucho a Natalie y a Jared, y que siempre ocuparían un lugar especial en su corazón. Pero, al igual que el tiempo que había pasado con Dane, esa fase de su vida ya había pasado y nunca volvería.

Ahora que se habían encontrado por segunda vez, se abría ante ellos un futuro brillante. Parecía increíble que después de nueve años de espera, por fin iba a estar con el hombre al que tanto amaba y a llevar la vida que siempre había deseado.

 

 

Marc permaneció al lado de Jenna al unirse a los demás miembros del equipo. Estaban alrededor del camión y del Hummer, sosteniendo armas que apuntaban hacia el suelo.

A lo lejos se oían unas sirenas. Los camiones de bomberos estaban de camino, pero poco iban a poder hacer cuando llegaran. El almacén apenas era un cascarón y estaba prácticamente destruido.

Marc miró a Carter y arqueó una ceja al ver cómo habían quedado los dos vehículos.

—¿Cómo has hecho para conseguir que el Hummer haya acabado así?

Carter se apoyó en el camión que Marc había pedido prestado a uno de sus proveedores y por el que ahora iba a tener que pagar para que fuera reparado.

Le daba igual. Tenía más dinero del que necesitaba y si Carter no se hubiera cruzado con el camión, Tell se habría escapado. Era difícil detener un Hummer, pero aunque cruzar el camión había sido arriesgado, había conseguido su objetivo.

—Ha sido todo muy confuso, con tanto humo y demás…

—No lo cubre el seguro. Tendré que pagar.

Un coche patrulla se detuvo junto a la acera. Farrell y Hansen salieron.

Tell estaba atrapado tras el volante, entre hierros retorcidos. Estaba consciente y no parecía muy contento.

—Creo que deberíamos llamar a una ambulancia.

Carter se encogió de hombros.

—Deberíamos comentarlo con Farrell antes. No creo que le guste que tomemos una decisión sin consultarla.

West asintió.

—Es cierto. Deberíamos esperar.

Farrell se guardó el teléfono por el que estaba hablando en el bolsillo y se detuvo junto al Hummer accidentado. Hansen rodeó el coche y comprobó cómo estaba Tell.

—No creo que vaya a necesitar las esposas. Lástima, estaba deseando que llegara este momento.

Farrell se metió la mano en el bolsillo y le entregó a Marc un papel.

—Buen trabajo.

Marc leyó la lista de más de veinte delitos sin resolver que aparecían detallados en el papel.

—¿Los reconoces? Trabajamos en algunos de ellos juntos. Revisé algunos delitos usando como común denominador los sistemas de seguridad como sugeriste y ¡bingo!. Nuestro misterioso ladrón ha resultado ser Tell. Ha robado aparatos de ultima tecnología valorados en más de un millón de dólares, además de dinero y joyas.

—Asesinatos, robos, incendios provocados… Con un poco de suerte, para cuando salga será un viejo. ¿Sabías que Morrison era su padre?

—Así que por eso iba a por ti. Conseguiste encerrar a su padre.

Marc abrazó con fuerza a Jenna y su calidez le hicieron recordar lo más importante. Estaba a salvo y era suya.

—Sí, pero en vez de atacarme a mí directamente, atacaba a las mujeres que formaban parte de mi vida.

—Un cobarde —dijo Farrell sonriendo a Hansen, que tenía el teléfono en la mano después de comprobar el estado de Tell—. Hansen, no hace falta que se dé prisa la ambulancia.

Epílogo

 

La boda se celebró en una pequeña iglesia que había en la misma calle de la casa de Jenna. Antigua y bien conservada, con vidrieras en las ventanas, era lo suficientemente grande como para albergar a las familias y amigos de Marc y Jenna.

McCabe, Blade Lombard, West y Carter estaban allí, junto a sus esposas y familias. Elaine Farrell también había aceptado la invitación, junto a su compañero, un atractivo empresario.

La ceremonia fue tradicional. La novia vistió de blanco. Se intercambiaron los anillos y pronunciaron sus votos.

Unos minutos más tarde, Jenna reparó en la sonrisa triste de su tía Mary. Al entrar en la sacristía para firmar el registro, se relajó. Su tía Mary era una mujer muy maternal, a la que le había costado ver marchar a sus hijos. Sabía que la quería tanto como si fuese su hija, pero también quería a Natalie y Jared con una gran devoción.

Una semana antes de la boda había invitado a comer a Jenna y a Marc, y les había sugerido una visita al cementerio. Los pocos minutos que habían pasado ante la tumba habían sido difíciles y emotivos, pero ahora entendía por qué lo había hecho: se había despedido de Natalie y el bebé.

Cuando acabaron de firmar y mientras esperaban a que lo hicieran los testigos, Marc la estrechó contra él.

—¿Estás bien? Pareces algo pálida.

—Nunca me he sentido mejor. Tengo un regalo para ti —dijo sacando un objeto azul del pequeño bolsillo de su vestido.

Le dio un sonajero a Marc. Él se quedó de piedra mirándola.

—¿Estás segura?

—Completamente.

Marc la tomó entre sus brazos y la besó. Por el alboroto a su alrededor, Jenna se dio cuenta de que algunos invitados habían entrado a la sacristía y el fotógrafo estaba tomando instantáneas de aquel momento íntimo. No le importó.

De alguna manera habían cerrado el círculo y estaba justo donde quería estar, en brazos de O’Halloran.