Capítulo 8
M
oïra eligió un menú de gala para el cumpleaños de Kate. Para abrir boca, una sartén de mejillones y zamburiñas acompañada con tatties, las tradicionales crepes de patata de forma triangular; luego finas lonchas de salmón ahumado sobre huevos escalfados, seguidas por un buen pato al horno, y, por último, un dundee, el pastel de frutas que era su especialidad. Para el aperitivo, como Angus pensaba abrir champán francés, su hermana había preparado también forfar bridies, unas empanadas de carne deliciosas.
La cocina de Gillespie llevaba todo el día en plena ebullición. Ciada vez que Amélie entraba por la puerta, el olor a comida le provocaba náuseas y tenía que salir corriendo. Así Moïra podía darse el gusto de mandar ella sola en los fogones, con la ayuda de la mujer de la limpieza, que le echaba una mano.
Scott llegó hacia las siete de la tarde, y lo primero que hizo fue ir a saludar a Moïra, por el placer de levantar las tapas de las ollas. Cuando su tía decidía preparar una comida de fiesta, el resultado era digno de un auténtico chef, y él lo sabía muy bien.
—¡Cómo mimas a la enana! —dijo, dándole un abrazo.
—Y de paso a ti. No te creas que lo hago cada noche... Pero los dieciocho años de Kate bien lo merecían.
—Dieciocho... Qué locura. Ha crecido sin que nos diéramos ni cuenta.
—Yo sí. Hace cinco años que nos invadió la tribu francesa...
Intercambiaron una sonrisa cómplice. Luego Scott dejó una botella de whisky sobre una de las encimeras.
—¡Recién embotellado! ¿Qué te parece?
Moïra se puso las gafas que llevaba colgadas al cuello y examinó la etiqueta con atención.
—La has cambiado, ¿no? La verdad es que te ha quedado muy bien, más moderna y elegante. ¿La ha visto Angus?
—Todavía no.
—Seguro que le da un patatús. Odia los cambios.
—Pues la vida de esta casa la cambió a sabiendas, ¿no?
Esta vez Moïra se permitió una risa alegre. Después empujó a Scott hacia la puerta.
—Ve con ellos, que seguro que tu padre ha visto el coche y se habrá extrañado de que prefieras saludarme a mí primero.
—Por educación. ¡Y para abrir el apetito! Te aviso de que esta noche arrasaré con todo.
—Mejor, porque has adelgazado.
Scott recorrió el pasillo que llevaba al gran recibidor principal. Antes de entrar en el salón sacó un pequeño paquete del bolsillo de su chaqueta. Había dudado mucho antes de decidirse por aquel regalo. ¿Qué era lo más indicado para una joven de dieciocho años que no era su hija ni su novia, sino una especie de hermana adoptiva? Al final había ido a Frasers, la tienda de lujo de Buchanan Street donde estaban las grandes marcas, y se había decantado por un pequeño reloj de acero de Hermès, muy femenino, con doble correa de cuero bruñido.
Al entrar se encontró a toda la familia reunida. Por una vez los tres hermanos de Kate se habían esforzado en su indumentaria. Angus llevaba su kilt, que solo se ponía en ocasiones especiales. David había optado por una corbata nueva, horrible, y Amélie por un vestido de embarazada holgado y vaporoso. Neil Murray, a quien reconoció sin mucha alegría, llevaba un traje azul oscuro de muy buen corte. Su sonrisa delataba nerviosismo. Kate, por último, estaba espectacular, con un conjunto de seda color marfil. Un recogido permitía ver su esbelta nuca, y un ligero maquillaje realzaba su mirada. Su silueta era ya del todo femenina. No llevaba joyas, como de costumbre; no debía de tener ninguna, así que Scott se alegró de haber elegido el reloj.
—¡Te esperábamos para brindar! —exclamó Kate, echándosele encima.
Se le colgó del cuello con su espontaneidad habitual, pero Scott quedó estupefacto al oír un susurro casi inaudible.
—¡Sálvame, te lo suplico, que no quiero!
A pesar de la curiosidad, se mantuvo impasible para no traicionarla. ¿De qué quería que la salvase?
—Ya que estamos todos reunidos —declaró Neil— quiero hacer una petición.
Le temblaba la voz, pero sonreía valerosamente. Scott vio que Moïra entraba en la sala y se quedaba junto a la puerta, como si supiera que algo se preparaba. Neil se acercó a Angus y a Amélie y se dispuso a hablar.
—Si me dan su permiso, me gustaría prometerme con Kate. Lo que más deseo en la vida es unir nuestros futuros. En prueba de mis intenciones, le hago este regalo que podrá acompañarla durante todo nuestro compromiso, hasta el día en que nos casemos.
Scott vio la expresión extasiada de Amélie, el pequeño gesto de aprobación que hizo Angus con la cabeza y la evidente rigidez de Kate, que permanecía inmóvil. Mientras hablaba, Neil sacó el estuche del bolsillo para tendérselo, abierto, a la joven.
—Bueno, muchacho... —empezó a decir Angus.
—¡Un segundo! —lo interrumpió Scott, que se interpuso entre él y Neil.
Este se lo quedó mirando, atónito, mientras se hacía el silencio en el salón. Scott miró rápidamente a Kate para estar seguro de que la había entendido. A continuación tomó el estuche, lo cerró y se lo devolvió a Neil, que lo tomó maquinalmente.
—Espera un poco, vas demasiado rápido. Me parece una petición prematura. Hoy celebramos los dieciocho años de Kate. ¡A duras penas sale de la adolescencia! Los dos tenéis estudios por delante, y los tuyos serán especialmente largos, Neil. Sois demasiado jóvenes para un compromiso tan serio. Estaríais prometidos durante años, y es ridículo.
—¡No, qué va! —protestó Neil—. Estoy dispuesto a casarme con Kate en cuanto se sienta preparada. Por mi parte, cuanto antes mejor. No habría ningún problema en fijar la fecha durante...
—¿Y de qué viviríais? —lo interrumpió Scott sin perder la compostura—. Un marido tiene que poder mantener a su mujer. Y a los hijos, si es que los tenéis, que es la finalidad del matrimonio. Y tú tardarás bastante tiempo en ganarte la vida.
—Mis padres están dispuestos a...
—¡Eso no! Hay que elegir: o se es adulto y se apechuga con todo, o aún se es un niño. ¡No estaréis viviendo seis o siete años a costa de tu familia! ¡Qué vergüenza! De hecho, Kate entrará antes que tú en la vida activa, y le tocará a ella ganarse las lentejas. ¿Te lo imaginas? Francamente, lo más sensato es esperar un poco antes de ligaros definitivamente el uno al otro.
—Claro —alegó Neil—, pero es que prometerse es la mejor manera de...
—¿De tener encadenada a Kate? ¿De impedir que se escape?
—¡Scott! —tronó desde el sofá Amélie, que salió de sus profundidades para plantarse ante él—. Pero bueno, ¿por qué te metes? ¿Te ha pedido alguien tu opinión? ¡Aquí la que tiene que hablar soy yo! ¡Y tu padre!
Parecía a punto de patalear, roja de ira.
—Ya sabemos todos lo que dirá —replicó él sin inmutarse.
Amélie se giró hacia Angus y lo tomó por testigo.
—¿Lo has oído? ¡Dile a tu hijo que se calle!
Angus, con semblante hosco, sometió a Scott a una severa mirada. Acto seguido fue Kate la que recibió el escrutinio de su padrastro, que se tomó su tiempo para responder, como si vacilase.
—No es necesariamente mala idea darse un plazo para reflexionar. Es verdad que Neil y Kate son muy jóvenes. —Al ver la mueca de desconcierto de Amélie, se apresuró a añadir—: De todos modos, la decisión le corresponde a Kate, que es la interesada. Gracias por haberte dirigido a nosotros, Neil. Es una señal de respeto que te agradezco.
El muchacho parecía tan desamparado que Angus le dio unas palmadas en la espalda para reconfortarlo.
—¿Y tú —le espetó Amélie a su hija—, no dices nada?
Su voz, cargada de amenazas, sobresaltó a Kate, que aun así se animó a tomar la palabra.
—Scott ha entendido muy bien lo que siento. A mí me parece demasiado pronto. Perdona, Neil, pero no puedo aceptar. En este momento no. Siento que haya podido hacerte pensar lo contrario.
Neil se guardó el estuche en el bolsillo de su americana con un gesto mecánico y, tras hacer una señal con la cabeza a Angus, dio media vuelta con el rostro lívido. Cruzó el salón en un silencio apesadumbrado y salió. Sus pasos resonaron en el recibidor, seguidos por el ruido seco de la puerta principal.
—¡Eres odioso, Scott! ¡Lo has estropeado todo! —se enfureció Amélie.
Su mirada estaba llena de un rencor tan visible que Angus, incómodo, frunció el ceño.
—Si Kate no quería, no hay más que decir —le recordó.
—¡La muy boba se pierde una oportunidad única! Y tú... ¡tú le das la razón a tu hijo sin pensarlo, sin querer darte cuenta de que siempre se alegra de poder sembrar la discordia! Ahora Neil está ofendido y humillado. No volverá a pedir su mano, ni siquiera volverá a poner los pies en esta casa. ¿Y sus padres? ¡No me imagino lo que pensarán!
—Eso a nosotros nos importa un bledo, mamá —intervino George.
—¡Será a ti! ¡A mí no! —se desgañitó Amélie, fuera de sí.
La sacaba de sus casillas que además de su marido se le pusiera en contra uno de sus hijos. Se acercó a Kate para reprenderla.
—¡Te tirarás de los pelos, pobre idiota! Un joven como Neil Murray no es fácil de encontrar, te lo aseguro. ¡Lo tiene todo, todo! Y ahora me vienes con remilgos y dudas... ¿Qué esperas, al príncipe azul?
Ante el silencio de Kate, Angus se acercó a Amélie y la tomó por los hombros con ternura.
—No deberías ponerte así. Es malo para ti y para el bebé. Olvidémonos del incidente. Vamos a celebrar el cumpleaños de Kate.
—No estoy para fiestas —rezongó ella a la vez que se soltaba.
No se le había pasado el enfado, pero ya no parecía con fuerzas para gritar.
—Subo a acostarme. Que os divirtáis.
Esta vez fue ella quien abandonó el salón, y de nuevo se impuso en la sala un silencio incómodo.
—Has hecho bien, Kate —gruñó finalmente Philip—. Tampoco es que Neil sea tan fabuloso.
—Sí que lo es, pero no está hecho para mí —replicó Kate.
No apartaba la vista del suelo, avergonzada por ser la causante de la escena.
—¿Abro la botella? —propuso George, que sacó el champán de la cubitera.
Scott le sonrió. Era el único de los tres hermanos que había intentado defender a Kate. Moïra, que seguía al lado de la puerta, anunció que iba a buscar sus forfar bridies.
—¡Vaya fiestecita! —aprovechó para comentar irónicamente John.
—¡Anda! ¿Pero tú no dormías? —intervino Scott.
—Con el ruido que armáis es difícil.
—Os aviso a todos de que no quiero más discusiones —advirtió Angus con severidad.
Se acercó a Kate, le dio un beso y le deseó feliz cumpleaños.
—Tu regalo se ha quedado en el bolsillo de tu madre. Seguro que estará contenta de dártelo en persona. ¿Subirás luego a verla?
—Claro que sí —murmuró la joven, igual de abatida que antes. Después se giró hacia Scott—. Te agradezco que hayas intervenido. Yo no tenía valor. Siento haber sido una cobarde, pero es que me daba tanto miedo apenar a Neil, y a mamá, y a Angus...
—¿Te habrías prometido solo para no apenar a los demás? Tú vive tu vida, pequeña. Vívela sin complejos ni arrepentimientos, que tienes todo el futuro por delante. ¡Por mi parte, no tengo ninguna prisa porque te vayas!
Scott sonreía amablemente, pero vio que Kate se sonrojaba y se ponía nerviosa.
—Toma, enana, feliz cumpleaños —añadió, tendiéndole el estuche de Hermès—. ¡No es ningún anillo, te lo prometo!
La broma pareció aumentar la turbación de Kate, que tuvo dificultades para abrir el paquete.
—Es precioso, Scott...
Recuperada su espontaneidad, se le echó encima con los ojos llorosos.
—¿Me ayudas a ponérmelo? ¡Nunca había tenido nada tan bonito! ¡Nunca!
De pronto irradiaba alegría, y Scott se sintió recompensado con creces. Siempre le había gustado regalar cosas bonitas, pero esta vez sentía una satisfacción muy especial.
—El mío no es tan lujoso —dijo George entre risas.
Había trabajado varios sábados consecutivos en un pub para ganarse algún dinero, y había pedido en Francia, por Internet, el primer tomo de las obras de Víctor Hugo en la colección de La Pléiade.
—¡Te servirá cuando seas profe!
Kate, un poco sorprendida por aquel detalle tan amable, le dio las gracias afectuosamente y hojeó el libro hasta que se acercaron John y Philip.
—El nuestro es en común —la avisó John.
Su tono, lleno de soma, auguraba una mala sorpresa.
—¡Venga, ábrelo!
Kate deshizo el envoltorio con recelo y se quedó de piedra.
—¿Qué es? —murmuró, mientras desplegaba un sujetador y unas braguitas de encaje rojo.
—Si no son de tu talla se pueden cambiar, aunque deberían irte, porque los elegí con una amiga. Puestos quedarán muy sexys. ¡Lástima que no pueda aprovecharlos Neil! ¿Te los pruebas, para enseñárnoslos?
Rompió a reír a carcajada limpia, y enseguida Philip le imitó. Era una lencería de un mal gusto atroz. Obviamente, Kate jamás se la pondría. Los dos hermanos la abrazaron sucesivamente sin abandonar sus carcajadas, zarandeándola como cuando era pequeña. Ella los apartó, exasperada y ofendida.
—¡No esperaréis que me ponga esta porquería! ¡Tu «amiga» debe de tener unos gustos muy vulgares!
John se rio aún más fuerte. En cambio, Philip se mostró avergonzado.
—Solo era una broma, Kate.
—Si os habéis gastado dinero en esto, es que sois dos idiotas.
—¡Bueno, ya está bien! —protestó John—. ¡Conmigo no te hagas la mojigata, que cuando pasabas las tardes con Neil no debías de ponerte fajas de abuela!
Entre él y su hermana iba subiendo el tono, a pesar de la advertencia de Angus. Scott cruzó el salón y le quitó a Kate la lencería de las manos. Luego se la metió a John en el bolsillo, con un gesto demasiado rápido para encontrar alguna oposición.
—Haz lo que quieras, pero que desaparezca.
—Ya está aquí otra vez el justiciero, ¿eh? ¡Mira que eres coñazo, con esa manía de creerte en la obligación de defender a Kate! No es tu hermana. Te lo hemos repetido de todas las maneras. A menos que te haga tilín...
El ataque de rabia fue demasiado fuerte para controlarlo. A Scott se le fue el puño, que alcanzó a John en la mandíbula. Este perdió el equilibrio y se tambaleó hasta chocar contra un sillón, que arrastró en su caída.
—¡Estás como una cabra! —gritó.
Se quedó sentado en el suelo, atontado por el golpe, con la cabeza entre las manos.
—¡Scott! —rugió Angus.
Mientras Philip ayudaba a su hermano a ponerse de pie, George intervino.
—Basta, Scott, no sigas —dijo con tono conciliador.
—¿Qué mosca te ha picado? —tronó Angus, acercándose también.
—Hacía demasiado tiempo que me buscaba las cosquillas.
—¡Ya no tienes edad para pelearte! ¡Ni puedes hacerlo bajo mi techo!
—El tampoco puede hacer según qué cosas. Humillar a su hermana, despreciar a los empleados de la destilería, hablarle a Moïra como a un perro, provocarme cada día...
—Ah, porque a ti no se te puede criticar nada, ¿verdad? —exclamó John con los ojos brillantes de rabia—. ¿Tu padre sabe que te diviertes a su costa con tu amigo Graham? ¿Que te burlas de lo mal que lleva los negocios? —Y añadió, esta vez dirigiéndose a Angus—: Los he oído. ¡Scott no puede negarlo!
Angus lo miró un momento con una expresión indescifrable.
—La verdad es que eres un gran capullo —le soltó después.
John, estupefacto, se quedó sin voz. Si esperaba provocar un escándalo, se había quedado con dos palmos de narices. Vino David a sacarlo del brete, tomándolo por el brazo.
—Ven, que te pondré una bolsa de hielo.
Consiguió arrastrarlo con firmeza. En cuanto se marcharon, Scott se puso delante de su padre.
—No se lo ha inventado, aunque exagere.
Su franqueza hizo sonreír un poco a Angus.
—Todos nos vamos de la lengua alguna vez. Que te sirva de lección. En lo que te doy la razón, de todos modos, es en que este chaval es un mal bicho. Quiere meter cizaña en todo. ¡Y encima escucha al otro lado de las puertas!
Scott tuvo un arrebato de gratitud hacia su padre. En otros tiempos Angus habría montado en cólera, y, desde hacía cinco años, había salido siempre en defensa de Amélie y de sus hijos de modo ciego y a veces injusto, pero aquella noche parecía elegir a su hijo, a los de su sangre. Aun así, lo del juicio negativo sobre su gestión de los negocios debía de haberle dolido.
—Lo siento mucho —murmuró Scott.
—¡Sí, yo también, por Kate! ¿Cuándo se ha visto un cumpleaños así?
Se giraron los dos hacia la joven, que los observaba muda, como en estado de shock. Tras unos momentos de indecisión, George, que era quien más cerca estaba de ella, levantó una de las copas servidas en la mesa baja.
—¡Por tus dieciocho años!
También ella agarró una, esbozó una sonrisa y se la acabó de un solo trago, tan deprisa que se le saltaron las lágrimas.
Amélie tenía hambre, pero no podía bajar porque ahora le tocaba hacerse la ofendida. Tumbada en la cama, le daba vueltas a la decepción que le había infligido Kate. Pero ¿no sabía lo difícil que era encontrar un buen marido? Entre Michael, que la había dejado a su suerte, y Angus, de quien no estaba enamorada, Amélie no se sentía muy afortunada en cuestión de hombres. A la edad de Kate, dar con un chico como Neil Murray era una verdadera bendición. Lo tenía todo: era un muchacho atractivo, inteligente, buen estudiante, educado, de muy buena familia, y por lo visto le gustaba estar con Kate. La hacía reír, era atento con ella, compartía su afición por la literatura... En cuanto al anillo, que Amélie había tenido ocasión de ver, era sublime, y debía de costar una fortuna. ¿Acaso Kate era una inconsciente? ¿Cuántas oportunidades así se le presentarían en la vida?
Suspiró y decidió darse un baño. Los deliciosos olores provenientes de la cocina, que la habían acompañado mientras atravesaba el recibidor y subía por la escalera, le habían despertado el apetito. Ya no tenía náuseas, pero se controlaba para no ganar demasiado peso y poder recuperar la línea poco después del parto. Aquel embarazo la agotaba. Al mismo tiempo, sin embargo, se congratulaba a diario de esperar un bebé. Después de que naciera ya no sería la madrastra, la segunda esposa. Se convertiría en alguien inatacable. Y entonces aprovecharía para decirle a Scott lo que pensaba de él. Aquella tarde, al oponerse al compromiso, había mostrado una arrogancia intolerable. ¿Con qué derecho? Sin su intervención, Kate no se habría atrevido a escaquearse, y una vez ligada oficialmente a Neil habría llegado hasta el altar.
Tras desvestirse, se observó con atención en el espejo de pie. ¡Cómo habían crecido su barriga y sus pechos! Angus se volvía loco. Claro que ya antes le bastaba con pasearse delante de él en ropa interior para despertar su deseo... ¡Era tan previsible! Y tan poco atractivo...
Se introdujo en el agua tibia y cerró los ojos. Madre otra vez. ¿Aún tendría la paciencia necesaria? Tendría más para un niño que para una niña, eso lo sabía de antemano. Sus hijos la habían colmado de felicidad, pero era posible que Kate, al haber llegado en cuarto lugar, no hubiera gozado de la misma indulgencia que sus hermanos. ¿Se había mostrado lo bastante maternal con ella? Bueno, de todos modos tenía dieciocho años y ya iba siendo hora de que abandonase el nido, de que se marchase para dejar sitio a la «joven» mamá. Cuando una hija se hace mayor, acaba inevitablemente por eclipsar a su madre.
Se le escapó una sonrisa, a la vez que se recriminaba por haber tenido un pensamiento tan mezquino. A continuación se preguntó si en lo referente a Neil la situación tenía vuelta atrás. De momento debía de estar tremendamente ofendido, y muy triste, pero pasado un tiempo...
—¡Mamá!
Sobresaltada por la voz de John, se levantó precipitadamente y salpicó de agua todas las baldosas. Se puso a toda prisa un albornoz mientras su hijo la llamaba por segunda vez con tono de impaciencia. ¿Le traía algo de comida? Abrió la puerta y se topó de narices con John, que se apretaba una bolsa de hielo en la barbilla.
—¿Sabes quién me ha hecho esto? ¡Adivina!
—¿Pero qué...? Déjame ver. ¿Ha sido Scott?
—¡Obviamente! ¡Me ha dado con todo el puño en la cara y me ha partido un diente! ¡Y, claro, tu querido esposo no ha salido en mi defensa! Todo por una broma tonta que a Kate no le ha hecho gracia.
—¿Cuál?
—Philip y yo le habíamos comprado lencería, algo sexy de encaje...
—¿Y?
—¡Pues que se lo ha tomado mal, y entonces va y se mete aquel capullo!
Amélie apartó la bolsa de hielo para ver el hematoma.
—¿Angus no ha hecho nada? —insistió con incredulidad.
—Scott lo tiene deslumbrado, ya lo has visto. Te conviene tener cuidado, mamá. Scott nos aborrece a todos, y a ti más que a nadie. ¡No dejes nunca solo a tu bebé con él! En todo caso, yo aquí no me quedo. Me las piro definitivamente. Tengo un plan B.
—¿Cuál?
—Tú no te preocupes.
—No me has contestado.
—De momento no quiero decir nada, pero tengo grandes proyectos que es posible que lleguen a cumplirse. Fíate de mí, ¿vale?
John podía mostrarse encantador con su madre, pero Amélie lo conocía demasiado para no dudar de sus capacidades.
—Hace cinco años que me muero de asco en esta jodida mansión, y en la destilería nunca he conseguido un trabajo de verdad. No es culpa tuya, mamá. Tú has hecho todo lo que has podido, pero al casarte con el puerco de Angus...
—¡Nos puse a salvo de cualquier necesidad! —le recordó secamente.
—Vale, nos hemos llenado el estómago y no hemos pasado frío. ¿Y qué? El caso es que no tengo nada.
—Si te hubieras esforzado más en el colegio, las cosas habrían sido más fáciles.
—No todo el mundo sirve para los estudios. A George le deseo muchos éxitos, ya que parece que es el camino que ha tomado, pero yo seguiré otro.
—¿Cuál?
—Te mantendré informada.
Tanto misterio preocupó a Amélie. ¿Qué se traía John entre manos? Su hijo se detuvo al llegar a la puerta.
—¡Antes de marcharme de Escocia iré al dentista de Angus, y la factura se la mandarán a él!
Amélie dejó que se fuera sin comentarle que, de todos modos, las facturas las pagaba siempre Angus. Luego volvió al cuarto de baño y vaciló. ¿Qué debía hacer, vestirse y bajar?
No, porque si se topaba con Scott se desencadenaría otra discusión, y por hoy ya habían tenido bastantes. Al recoger su vestido del taburete, oyó que se caía algo. Era el regalo para Kate, que se había quedado en su bolsillo. Se trataba de una pluma muy bonita elegida por Angus, con plumilla de oro, el tipo de objeto que podría usar cuando fuera profesora de francés, como ambicionaba. De estar en su lugar, Amélie se habría casado con Neil Murray con los ojos cerrados y, de ese modo, se hubiera ahorrado tener que trabajar. Lo que había hecho toda la vida, en resumidas cuentas. Sin duda no había dado muy buen ejemplo a sus hijos. Michael tampoco. Al pensar en su primer marido, se acordó de que John le acababa de decir que pensaba marcharse de Escocia. ¿Volvería a Francia? ¿Con qué dinero? Su padre no le ayudaría, ya se lo había demostrado.
Y de qué manera...
Colgó el vestido, se puso un picardías y decidió acostarse. Seguro que tarde o temprano Kate le subiría algo. Entonces le daría el regalo. La fiesta de cumpleaños había sido un desastre, pero ¿quién tenía la culpa? El anuncio del compromiso podría haber sido un momento maravilloso. Por desgracia su hija lo había estropeado. Su hija y Scott. ¡Sobre todo Scott!
Y encima pegaba a John... Si hubiera estado presente, Amélie le habría saltado a la yugular. ¿Y todo por qué, además? ¿Por una cuestión de lencería? Los dieciocho años eran la edad ideal para empezar a ponerse ropa interior interesante. No tenía sentido dramatizar.
Se hundió en las almohadas y enseguida sintió que el sueño se apoderaba de ella. Estaba cansada de gestionar conflictos y de luchar para salirse con la suya. Otro motivo de cansancio era el bebé que crecía en su interior. Dentro de un rato, cuando viniera Angus, se vería obligada por enésima vez a quejarse, enternecerlo con marrullerías y recordarle la promesa de que haría testamento.
Al final se durmió, con la luz encendida y el estuche de la pluma en la mano.
Scott se despertó a las cinco de la mañana, sobresaltado y angustiado por una pesadilla. Tenía la camiseta empapada de sudor, y en su cabeza las imágenes se atropellaban con horrible nitidez.
¿Kate? ¡Había tenido un sueño sobre Kate, un sueño tremebundo, anómalo, malsano! La tenía en sus brazos, frágil y desnuda. De repente se escapaba dando gritos, perseguida por un peligro que Scott no lograba identificar. Él quería alcanzarla, pero no podía moverse. Oía sus gritos penetrantes, divisaba a lo lejos su silueta, sus formas a contraluz, la deseaba...
Salió de la cama y se lanzó al cuarto de baño para arrancarse la camiseta y abrir al máximo los grifos de la ducha. El agua, como siempre al principio, estaba fría, pero era lo que necesitaba. ¿Qué clase de monstruo depravado podía soñar con Kate desnuda? ¡Nunca se le había ocurrido pensar en algo así! ¡Nunca había fantaseado con ella! Se dio cuenta de que le castañeteaban los dientes, pero aun así dejó correr el agua por su cuerpo. Kate era como una hermana pequeña. Siempre la había protegido, y le tenía cariño. ¿De dónde salía un sueño así? ¿Del desdichado cumpleaños? ¡Y pensar que Kate había acudido a él con toda confianza para que la ayudase! Y Scott había accedido de inmediato, más que satisfecho de apartar a Neil...
Salió de la ducha, repentinamente calmado, y después de secarse se vistió, a sabiendas de que no podría volver a conciliar el sueño. Se había sentido satisfecho de apartar a Neil, y furioso cuando John se había atrevido a decir «a menos que te haga tilín».
Así que era eso. Por fin tenía la explicación del desapego que le inspiraba Mary, y de su recurrente sensación de malestar y de vacío. En el fondo de su mente habitaba un sentimiento inconfesable, inconsciente, que no tenía nada de fraternal. Durante mucho tiempo había considerado a Kate una niña simpática con quien le gustaba ejercer de hermano mayor. Luego Kate se había convertido en toda una belleza, y durante los últimos meses sus coqueteos con Neil la habían sacado definitivamente del mundo de la infancia. Y como en realidad no era su hermana, el cerrojo moral no había funcionado. Desde un determinado momento, Scott había empezado a verla de otro modo, de un modo que había permanecido oculto para sí mismo.
Kate... Ya no podría mirarla nunca más a la cara, ni sonreírle con espontaneidad, ni hacerle carantoñas. A partir de ese día tendría que guardar las distancias. No le quedaba más remedio que evitar Gillespie. Si Kate llegaba a darse cuenta de que Scott ya no era el mismo con ella, él se moriría de vergüenza y de remordimientos. Kate no se merecía una decepción así, y menos por parte de alguien que gozaba de su plena confianza. Siempre decía que Scott había sido el primero en tenderle la mano a su llegada a Escocia, donde se sentía triste y desamparada; que era su único amigo, su salvador... Vaya, que lo cubría de elogios con toda la inocencia del mundo. ¡Y él soñaba con ella desnuda! Pobre, pobre Kate, si supiera...
Salió sin hacer ruido de la habitación, cruzó el corredor y bajó de puntillas desde el segundo piso hasta la planta baja. Moïra había querido dejarlo todo bien ordenado después de la velada. Seguro que hoy se levantaría un poco más tarde. En la cocina, que estaba impoluta, se preparó café y unas tostadas con huevos revueltos. Su intención inicial era pasar el domingo en Gillespie, pero ahora quedaba del todo descartada. Volvería a Glasgow y aprovecharía para proponerles a Graham y Pat que le dejaran llevarse a Tom de paseo. Empezarían por el jardín botánico, después una visita a la tienda de juguetes, más tarde una hamburguesa en un pub, como los mayores, y para acabar, una peli de dibujos animados en el cine. Parecía un buen programa. Además, en compañía del niño ya no pensaría en Kate.
—¡Vaya por Dios! —exclamó esta última en el umbral de la cocina—. ¡Anoche me pasé con la bebida! ¿Te has caído de la cama?
Llevaba un pijama rosa, del que se subió con orgullo una de las mangas.
—Mira, he dormido con el reloj. ¿Hay bastante café para los dos?
Scott logró devolverle la sonrisa, aunque en esos momentos no tuviera ganas de verla.
—Sírvete.
—¿Hoy te quedas? —preguntó ella, esperanzada.
—No, no puedo.
—Mejor para ti. El ambiente seguro que será penoso. John está haciendo el equipaje.
—¿Adónde va?
—No se sabe. Dudo que muy lejos. ¡No hace falta que te diga que no le gustó tu magnífico gancho con la derecha!
—Me equivoqué.
—¡Qué va! Seguro que no le fue mal que, por una vez, alguien le cerrara la boca.
Kate echó dos terrones de azúcar en su tazón, y levantó la vista hacia Scott.
—¿Te parezco muy mala?
—La verdad es que no. A veces John se pone odioso; ayer, sin ir más lejos.
Se sentó delante de él con otra sonrisa hipnotizadora.
—¿Ya te he dado bastante las gracias, Scott?
—Solo es un reloj.
—No, por eso no, por todo lo demás. Especialmente lo de Neil. ¿Cómo pudiste entenderme en dos segundos? ¡Estaba al borde del desastre!
Scott vaciló mientras buscaba las palabras.
—Te conozco —respondió finalmente.
—¿Y crees que me equivoco?
—Creo... Creo que tienes que hacerle caso a tu corazón. Ya conocerás a otros chicos.
—Seguramente —reconoció ella sin mucho entusiasmo.
Scott se la imaginó en la universidad, donde pronto la rodearían jóvenes resueltos a seducirla.
—Tengo que irme —anunció mientras se levantaba.
—¿Ya? ¡Pero si es domingo, Scott!
—Tengo pendientes unas cosas del trabajo, y el resto del día lo pasaré con mi ahijado.
—Ah...
Kate, decepcionada, lo miraba con tanta dulzura que Scott dio un paso hacia atrás.
—¿Y tú? —balbuceó.
—Tenía que jugar al golf con tu padre, pero como la idea era ir al campo de los Murray, tendremos que cambiar de planes, porque dudo que seamos bien recibidos. —Lo descartó con un gesto de tristeza—. Lo primero que me tocará será un sermón interminable de mamá —añadió, esbozando una mueca—. Pero bueno, no me importa. ¡Estoy tan aliviada! Solo podías rescatarme tú. Ya sabes que eres mi mejor amigo...
—Y tú mi hermanita pequeña, enana —dijo él con un nudo en la garganta.
Le mandó un beso imaginario para no acercarse, y luego se marchó. Kate siguió girando distraídamente la cuchara, muy decepcionada porque Scott se hubiera ido. Sin él perdía todo su sabor aquel domingo cuya perspectiva tanto la había alegrado. ¿Cuándo volvería? Había pensado en él gran parte de la noche, concentrada en saborear el recuerdo de cuando había salido en su defensa. Acostumbrada a la hostilidad de sus hermanos y a la indiferencia de su madre, la actitud protectora de Scott la colmaba de felicidad. Lástima que siguiera tratándola como a una hermana pequeña... De hecho, acababa de hacerlo.
Mientras suspiraba de resignación oyó el motor del Jeep, que se alejó. Scott regresaba a su vida de adulto, a sus negocios y conquistas. Al parecer ya no salía con Mary. Debía de tener a otras mujeres en la cabeza. La próxima que trajera a Gillespie sería la definitiva, porque seguro que a sus veintisiete años ya pensaba en formar una familia, y más cuando la suya estaba patas arriba por culpa de la «invasión» francesa...
Bajó la vista hacia el reloj, que a partir de ahora sería su talismán. Faltaba poco para que empezara la universidad. Tendría que elegir entre Glasgow y Edimburgo, porque la habían aceptado en todas partes. Su idea inicial era matricularse en Glasgow, por Neil, pero ahora, sin esa atadura, ¿por qué no optaba por Edimburgo, donde podría vivir con George? Sería menos caro buscar un piso entre los dos que dos estudios en ciudades diferentes. Además, desde hacía un tiempo, George se había vuelto mucho más agradable. Decidió consultárselo a Angus, que a fin de cuentas era quien aportaba el dinero. Podría volver a Gillespie los fines de semana, Edimburgo tampoco estaba tan lejos. ¡Y menos ahora que iba a sacarse el carné de conducir! Se lo pagaría trabajando en cualquier cosa durante sus horas libres. La esperaba una nueva vida llena de promesas. Tal vez consiguiera no seguir pensando en Scott...
Era una idea tan improbable que la hizo reír un poco. Difícilmente se desprendería de aquel amor de infancia que llevaba en lo más hondo de su ser. Lo más probable era que la persiguiese hasta el final de sus días. Para distraerse decidió preparar bannock, una especie de pan a base de copos de avena que les encantaba desayunar a Moïra y David. Se lo había visto hacer muchas veces a ella, y sabía usar la placa de hierro colado del horno para cocerlo. Solo faltaba encenderla, y encontrar antes el saco del carbón.
El lunes por la mañana Scott recibió con estupefacción la noticia de que a las ocho, justo antes de su llegada, había pasado la contable de la destilería para solicitar un permiso no retribuido. A Janet, una de las secretarias, que era amiga suya, le había explicado que se iba de viaje. ¡A París, con su novio! Y ante la pregunta de Janet sobre la identidad del misterioso y romántico amor, la contable había confesado que se trataba de John.
—En el fondo no me sorprende —añadió Janet—. La rondaba desde hacía varios días, y ella no parecía molesta.
—Pues yo no había visto nada —confesó Scott con tristeza.
—Estás demasiado ocupado.
—Pero es más joven que ella, ¿no?
—Betty le lleva siete años, pero en el fondo las diferencias de edad no tienen importancia.
—¿Cómo se le habrá ocurrido que puede ser feliz con un chaval así?
—Es que es una chica solitaria y tímida.
—¡Y él un caradura! No hace falta que te diga que el viaje correrá por cuenta de ella, en sentido literal y figurado. Volverá destrozada.
—Si es que vuelve. Estaba muy emocionada con la idea de viajar a París. Tiene unos ahorros, y por lo que me dijo no le importa mantener a John. La verdad es que le brillaban los ojos como un par de soles, Scott.
—¡Pues nada, que lo disfrute! Lo malo es que sin contable no podemos quedarnos. Tendremos que buscarnos uno cuanto antes.
—Me pondré en contacto con una empresa de trabajo temporal.
Janet salió del despacho, y Scott quedó confuso y desorientado. ¿Lo sabía Amélie, o tendría que darle él la noticia? Con lo que veneraba a su hijo mayor, o se volvía loca o se enfadaba. A menos que hubiera participado en la preparación del viaje, aunque no parecía muy probable... Por otra parte, seguro que la culpa de la brusca partida se la echaban a Scott, por haber pegado y humillado a John delante de toda la familia, cosa que Amélie no le perdonaría nunca. En cuanto a la pobre Betty...
—¡Al menos ya no lo veré vagueando por aquí! —dijo entre dientes.
Llamó a Gillespie. Se puso Moïra, que no sabía gran cosa. John había salido muy temprano, sí, y con una maleta.
Sin dar explicación alguna, se había puesto al volante del viejo Vauxhall, finalmente reparado por David, y había arrancado a toda velocidad. Moïra deducía que habría encontrado alojamiento en Glasgow, en casa de alguna novia o de algún amigo, pero ni Angus ni Amélie conocían su nueva dirección.
Al colgar, Scott se imaginó el Vauxhall abandonado en un aparcamiento de la estación de tren o del aeropuerto. John era muy capaz de hacerlo, y eso sin pensar en las cuentas que dejaría sin pagar. ¡Otra prueba de su inmadurez!
—Tendré que ocuparme del tema, aunque antes quiero hacer una comprobación...
Buscó el número de móvil de Betty. Había trabajado muy a gusto con ella en los últimos tres años, la echaría de menos. Al sexto tono, cuando Scott ya estaba a punto de colgar, Betty respondió al otro lado.
—¡Scott! ¿Has leído mi correo electrónico? Te aseguro que me da mucha pena dejarte colgado, pero es que estoy viviendo una aventura maravillosa, extraordinaria...
Scott no le conocía aquella voz, llena de euforia. Parecía otra.
—Me voy a París —explicó ella, embelesada—. Dentro de una hora sale el avión.
—Me ha parecido entender que te acompaña John...
—¡Ah, veo que has hablado con Janet!
—No, Betty, si da igual. Eres libre de hacer lo que quieras.
—Bueno, en cualquier caso he dejado toda la documentación en orden. La persona que me sustituya no tendrá ningún problema.
—Seguro que no.
—También he preparado las nóminas del mes. Solo tienes que firmar los talones.
—Perfecto. ¿Podrías hacerme un último favor?
—Con mucho gusto, mientras no pretendas hacerme cambiar de planes.
—Pídele a John el ticket del aparcamiento y envíamelo, para que no se oxide el coche o se lo lleve la grúa.
—Eso está hecho. Te lo prometo.
—¿Tienes alguna previsión de cuánto durará el viaje?
—Espero que el máximo tiempo posible.
—Pues entonces cuídate, Betty.
—Gracias. Te agradezco mucho que no te enfades.
—Dudo que sirviera de algo. Sobre John no opinamos lo mismo, pero deseo que seas feliz.
Tras colgar, se sintió apenado por la idea de no verla más cada mañana. Aunque ella dijera lo contrario, su sustituta tardaría varios días en poder llevar las cosas a buen ritmo. Echó un vistazo a su agenda, para comprobar que no tuviera reuniones importantes durante la mañana, y decidió pasar por Gillespie. Ya que el mal trago estaba asegurado, más valía quitárselo de encima cuanto antes.
Amélie verificó por enésima vez que estuviera todo preparado para el bebé. La cuna, el cambiador, el calientabiberones, los peluches... Estaba esperando la siguiente ecografía, en la que se sabría el sexo, para comprar en rosa o en azul los pijamas y los calcetines. En previsión de que pasaría mucho tiempo en aquel cuarto, había puesto una mecedora con una manta de cuadros escoceses encima. El tiempo dedicado al recién nacido no le ahorraría los ardores de Angus, que por fin se había decidido a ir a ver a su abogado en Glasgow. Amélie esperaba que hiciera testamento ese mismo día.
La casa estaba en silencio, porque David se había ofrecido a llevar a Kate y George en coche a Edimburgo. Los dos jóvenes habían seleccionado un par de anuncios en Internet, y querían ver los pisos que ofrecían. Kate también tenía que pasar por la universidad, y George hacer el equipaje de cara a la mudanza. Como siempre, Angus se había mostrado generoso con sus hijastros y se haría cargo de los gastos de aquel arreglo, que tenía la ventaja de evitar que Kate se quedara sola. Amélie estaba contenta de que todo se fuera solucionando, cada cosa a su tiempo. Ahora que Kate y George tenían encarrilado el paso a los estudios superiores, tendría que ponerse en serio con Philip. Con él no iba a hacer como con John, no lo enviaría a la destilería para que acabara en las garras de Scott. ¡Pobre John! Hacer las maletas era su manera de exteriorizar su enfado, pero Amélie estaba segura de que no tardaría mucho en volver. ¿Qué haría sin dinero? Con los bolsillos vacíos se era muy vulnerable. Ella lo sabía más que nadie. ¿Tendría que enfrentarse una vez más con Angus para obligarlo a que reconsiderase su posición respecto a su hijo mayor? Un trabajo de verdad y con un sueldo de verdad: ese era el sueño de Amélie para John. Entonces saldrían por fin a relucir sus cualidades, y todos dejarían de poner el acento en sus defectos.
Se acercó a la ventana para respirar aire fresco y admirar el paisaje. El antiguo cuarto de Kate era perfecto como habitación para un bebé. ¡Qué razón había tenido en apropiárselo! Y más cuando Kate se encontraba tan a gusto en el primer piso. Además, ahora ya no pasaría tanto tiempo en casa. ¿Cuánto durarían sus estudios, antes de que se convirtiera en profesora? Al menos tendría una profesión, y con lo que le gustaba la literatura francesa, seguro que disfrutaría enseñándola.
Se apoyó en la baranda, enfrascada en la contemplación del paisaje. David no se esforzaba demasiado, dejaba que las plantas crecieran a su aire, anárquicamente, pero daba gusto ver aquel jardín, la verdad. Gillespie era una finca francamente hermosa. Y en toda la casa se notaba ya la huella de Amélie.
Un coche apareció por el camino y ella utilizó la mano como visera para protegerse del sol y ver de quién se trataba. No era Angus, sino el Jeep negro de Scott, que aparcó cerca de la escalera de entrada.
—Muy oportuno. ¡Así podré decirle lo que pienso!
Cerró la ventana bruscamente. Al girarse, un dolor muy intenso le impidió respirar. Aterrada, se desplomó en la mecedora con las manos en la barriga.
Moïra, feliz por la inesperada visita de Scott, le preparó un café en la cocina.
—Tu padre está en Glasgow. David ha llevado a Kate y George a Edimburgo. Philip está en la isla de Arran pasando el fin de semana en casa de un amigo. Estoy yo sola en casa, con Amélie.
—A eso venía, a hablar con ella. ¡Para explicarle que su querido hijo se ha ido a Francia y se ha llevado a mi contable!
—¿Qué? ¿Lo dices en serio?
—Pues por desgracia sí. Me complicará la vida no tener a Betty. Pero conociendo a John es capaz de no dar noticias a sil madre en un mes, y no vale la pena que Amélie se haga mala sangre, sobre todo en su estado. Será cuestión de decírselo, si es que aún no lo sabe. Se quedará más tranquila al saber que su hijo no está solo y sin recursos. Yo creo que Betty lo mantendrá. Así podrá seguir sin dar un palo al agua.
—Te exaspera, ¿eh?
—Ya lo he tenido encima demasiado tiempo. Fue un error meterlo a la fuerza en la destilería. Lo único que ha hecho es aburrirse, no ha aprendido nada. Es más vago que un zángano, mentiroso, oportunista... ¿Viste el regalo que le hizo a Kate? ¿Qué esperaba, aparte de ponerla en ridículo?
—Bueno, pero hiciste mal en pegarle.
—Ya lo sé.
—Y eso que dijo de... ¿Es verdad que te burlas de tu padre?
—No, yo no, Graham. En esa conversación lo que hice fue más bien defender a papá, aunque Graham tenía razón en que ha llevado los negocios como un diletante. Me imagino que nos reiríamos. Ya no me acuerdo. En todo caso no fue con malicia. Y John hizo mal en arrimar la oreja a la puerta de mi despacho, y en chivarse. Reconozco que tiene el don de sacarme de quicio.
—¿El puñetazo en la cara se lo diste por eso, o por Kate?
Moïra miraba a Scott muy seria. Su pregunta no era gratuita. Scott se puso nervioso, como si lo hubieran pillado con las manos en la masa.
—Es que... Es que no quiero que...
Dejó la frase a medias. La mirada de aquella mujer, una de las personas que lo había criado, le impedía mentir. Se hizo un silencio, y entonces oyeron el eco de una voz en el recibidor. Mientras giraban la cabeza en esa dirección, oyeron otra vez el mismo grito.
—¡Moïra! ¡Socorro!
Desconcertada, Moïra tardó unos segundos en reaccionar. Scott, en cambio, ya había salido corriendo de la cocina y encontró a Amélie en el suelo, al pie de la escalera.
—¿Te has caído? —preguntó alarmado.
—No, he conseguido bajar... Pero me encuentro muy mal...
Vio manchas de sangre en el vestido de Amélie, también en sus piernas y por los escalones.
—Voy a llamar a una ambulancia —dijo mientras se arrodillaba a su lado.
Buscó el número de urgencias, le pasó el teléfono a Moïra, que ya estaba con ellos, y colocó un brazo por debajo de la nuca de su madrastra.
—¿Qué puedo hacer?
—Me gustaría estirarme...
—Está bien, pero me parece que no deberías moverte mucho.
Perdía mucha sangre. Todo indicaba que se encontraban ante un aborto espontáneo. Scott la ayudó a tenderse en la alfombra y se esforzó por tranquilizarla con una sonrisa.
—La ambulancia tardará veinte minutos —anunció Moïra.
—¿Les has dicho que es urgente?
—Se darán toda la prisa que puedan, Scott.
Entregó a su sobrino la manta y el cojín que había ido a buscar mientras hacía la llamada. Scott tapó a Amélie y le puso el cojín bajo la cabeza. Estaba lívida y respiraba muy deprisa. De repente tomó la mano de Scott y la apretó con una fuerza inesperada.
—Por Dios... —susurró.
Tuvo una contracción, que hizo que se encogiera de dolor. Scott, impotente, alzó la vista hacia Moïra.
—¿Podrías traer unas toallas, o...?
La sangre se iba extendiendo hasta llegar a los tobillos de Amélie. Estaba perdiendo al bebé. Forzosamente tenía que saberlo. En un arranque de compasión, Scott le apartó unos mechones de pelo de los ojos. No podía hacer nada por ella, salvo ofrecerle su mano, que Amélie seguía apretando.
—¿Quieres que llamemos a Angus? —propuso Moïra.
Amélie sacudió la cabeza sin contestar. Acto seguido se deshizo en llanto. Moïra se fue y volvió con dos toallas de baño.
—Ahora mismo viene la ambulancia y te lleva al hospital. No pasa nada —dijo Scott—. Me quedo contigo y te acompaño.
Le secó las mejillas con su mano libre, lo más suavemente que pudo. También Moïra se había arrodillado, seguramente para limpiar la sangre, aunque Scott no vio que hacía porque seguía manteniendo fija la mirada en Amélie.
—El bebé... —masculló esta última entre sollozos.
—No te pongas nerviosa, los médicos se ocuparán de todo.
Amélie se giró a mirarlo, como si lo escrutase, pero debía de ver mal por culpa de las lágrimas.
—Lo siento muchísimo —murmuró Scott—. ¿Seguro que no quieres que llamemos a papá?
Ella asintió con un movimiento de las cejas. Luego su cuerpo se arqueó.
—¡Dios mío, vuelve a empezar!
Las contracciones se sucedían cada vez más deprisa, y la ambulancia no llegaba. Scott oyó que Moïra hablaba con Angus, a quien acababa de localizar por teléfono. Amélie trató de incorporarse un poco, pero estaba exánime, sin fuerzas.
—Agárrate a mí —susurró Scott.
No había ninguna palabra capaz de aliviarla o consolarla. Los minutos se hacían interminables. De pronto Amélie empezó a temblar.
—Tengo frío —consiguió decir antes de perder el conocimiento.
Angus recibió la llamada sentado en una mesa del Waxy O’Connors, un pub de George Street que lo divertía por su decoración estrafalaria. Entre trago y trago de cerveza, se preguntaba si acudir o no a la cita con su abogado. No le gustaba la idea de testar. Lo obligaba a pensar en la muerte, y en que tal vez no viera hacerse mayor a su nuevo hijo. Por si fuera poco, en cierto modo lo estaban presionando, y eso a él lo horrorizaba. Pero, claro, Amélie tenía razón: debía pensar en el futuro del bebé de ambos, y «protegerlo». Era la palabra, muy poco afortunada, que había usado ella. Su antipatía hacia Scott le impedía darse cuenta de que era un chico íntegro y leal. Si hubiera tenido más valentía, Angus habría salido en defensa de su hijo y habría aclarado que, en lo que a él respectaba, todos sus hijos legítimos gozarían de los mismos derechos, con testamento o sin él. ¿Qué sentido tenía dar prioridad al recién llegado? Claro que también estaba la cuestión de cómo quedaría Amélie si un día él faltaba. ¿Acaso no era eso lo que ella pretendía dejar resuelto al obligarlo a que firmara documentos oficiales a su favor? ¿Qué dificultades comportaría para Scott que Amélie pudiera meter baza en los negocios familiares? Antes de que el bebé tuviera edad para entender el funcionamiento de una destilería, o de una fábrica de lanas...
Sumido en tan oscuras reflexiones, recibió la llamada de Moïra como una ducha helada. Por las palabras desoladas de su hermana comprendió con pavor que Amélie estaba sufriendo un aborto en Gillespie. Angus no tenía tiempo de llegar a su casa, la ambulancia lo haría mucho antes que él. Y de momento no se sabía a qué hospital la llevarían. Moïra prometió llamarlo en cuanto supiese algo nuevo, para que pudiera reunirse cuanto antes con Amélie.
Se acabó la cerveza de un trago y, con los nervios de punta, pidió otra. No conseguía pensar en el bebé como un ser vivo, su hijo. ¿Ya estaba muerto o sin posibilidades de sobrevivir? Desde que tuvo los primeros síntomas de embarazo, Amélie se había informado mucho. Conocía los riesgos de quedarse encinta en su situación. El porcentaje de abortos era muy elevado a su edad, pero todo indicaba que el peligro se concentraba en los tres primeros meses, por lo que debía de haber pensado que ya no corría ningún riesgo.
Se imaginó a su mujer en medio de un charco de sangre, dando a luz a un feto muerto sin ayuda médica, y tuvo náuseas. Sustituyó la cerveza por un whisky doble. Moïra había comentado que Scott estaba con ellas. Seguro que lo organizaba todo de la mejor manera. Angus poco podía hacer. Dejó el teléfono al lado del vaso y fijó su mirada en la pantalla apagada. Veintisiete años antes, en Gillespie, Mary había sufrido como una condenada para alumbrar a Scott. Durante aquella pesadilla, Angus no le había soltado la mano en ningún momento. Al final, sin embargo, el bebé había acabado saliendo del vientre de su madre, y el médico había dicho que era varón y que estaba bien...
Se secó con el dorso de la mano una gran lágrima que corría por su mejilla. Tampoco era cuestión de ponerse a llorar en un pub... Mary había sobrevivido a aquel parto, y Amélie también sobreviviría a este. Y Scott seguiría siendo hijo único. Tanto mejor. ¡Ya no se plantearía nunca más la posibilidad de exponerse a un riesgo semejante! En su momento, Mary le había hecho pagar su sufrimiento durmiendo en habitaciones separadas, pese a que él no tenía culpa alguna, como tampoco la tenía ahora. ¿Y Amélie, qué castigo le infligiría? ¿El mismo? No. Sus dos esposas no podían ser más diferentes. Mary lo miraba por encima del hombro, pues si bien su familia había ido a menos en lo económico, sus orígenes se remontaban a la dinastía Estuardo y era más antigua que la de él. Era orgullosa, recta y hosca, exactamente como Scott, que de ella había heredado, aparte del color de los ojos, su corazón y algunos rasgos de su carácter. Amélie era muy diferente: más femenina y maternal, astuta y exigente, sabía engatusar a Angus, y al final le hacía bailar a su son. Cosa de la que él no se quejaba.
Mientras seguía mirando la pantalla del teléfono, tan negra como antes, lo inundó de repente un ataque de angustia. ¿Y si la hemorragia se llevaba a Amélie y él enviudaba por segunda vez? No, era un temor muy egoísta; no tenía que pensar en sí mismo, sino en ella. ¿Cómo le afectaría la pérdida del bebé? Por suerte tenía cuatro hijos a los que agarrarse. John no le sería de gran ayuda. Tampoco Philip, de momento, pero con George seguro que se podía contar, y por supuesto con Kate, que acudiría enseguida al lado de su madre en cuanto la pusieran al corriente del trágico suceso.
Pidió un poco más de whisky para aplacar los nervios. Tenía que llamar a su abogado y anular la cita, pero ya lo liaría más tarde. Ahora era mejor dejar la línea libre por si telefoneaban con noticias de su esposa. De pronto, con un horrible sentimiento de culpabilidad, se dio cuenta del gran alivio que suponía para él no tener que hacer testamento ni especular con las consecuencias de su propia muerte. Como empezaba a notar los primeros efectos del alcohol, pensó en pedir algo de comer, pero enseguida le pareció una incongruencia. No se podía elegir peor momento para empezar a atiborrarse.
Amélie le hicieron un raspado con anestesia general. La hemorragia estaba controlada, y ella fuera de peligro. Una vez despierta, un largo ataque de llanto, seguido por un momento de sublevación, la dejaron sin fuerzas. Kate y George, a los que David había ido a buscar a Edimburgo para llevarlos a toda prisa al hospital, se turnaron al lado de la cama, mientras Scott iba en busca de Angus, que estaba en el pub medio borracho.
Al final del horario de visita no tuvieron más remedio que separarse de Amélie, que quedó bajo vigilancia médica. Scott convenció a su padre de que dejara el coche donde lo tenía aparcado y se lo llevó junto con Kate y George a Gillespie. Mientras los esperaba, Moïra preparó una cena fría que despacharon en un silencio tenso. Luego David le propuso a Angus vaciar el cuarto del bebé.
—Sería demasiado triste para tu mujer encontrárselo todo como antes. Si quieres, por la mañana lo embalo todo bien y lo subo al desván.
Angus aceptó enseguida, molesto por no haber tenido la misma ocurrencia, y tuvo que reconocer que a veces David daba muestras de una sensibilidad desconcertante. Subió a acostarse temprano, mientras el resto de la familia se refugiaba en la cocina para tomar el té.
—Qué día más horroroso —suspiró Moïra mientras ponía a hervir el agua.
Sacó tazones y distribuyó unas galletas en un plato. Después acarició con ternura el pelo de Kate.
—Por suerte tu madre está bien. Verás como se recupera...
—Está decepcionada y triste. No hace más que llorar. Ha preguntado varias veces por John. ¿Alguien sabe dónde está?
—Sí, yo lo sé —respondió Scott con algo de demora—. De hecho había venido para explicárselo a Amélie. John está en Francia, en París.
—¿Ah, sí? —exclamó Kate, estupefacta.
—Se ha marchado con Betty, mi contable.
—¿Qué?
—Una escapada de enamorados, pero sin fecha de regreso.
Kate se lo quedó mirando con cara de incredulidad.
—No he podido decírselo a tu madre —añadió él—. ¿Te encargas tú?
—Si quieres...
—¿Quién es Betty? —quiso saber George—. ¡Nunca me había hablado de ella! Bueno, la verdad es que desde hace un tiempo casi no me dirige la palabra.
—Una chica que es muy buena persona.
—¿Y Philip? —preguntó David—. ¿Está avisado?
—Lo he llamado yo —admitió Kate con cara de pena—. Dice que lo siente mucho, pero que él no puede hacer nada, y que no le parece que tenga que acortar sus vacaciones en Brodick.
—Mañana por la mañana voy a buscarlo con el ferry —decidió George—. A mí me hará caso. Yo creo que mamá necesitará estar arropada cuando vuelva a casa.
—Tienes toda la razón —dijo alentadoramente Moïra.
La travesía hasta la isla de Arran no era muy larga. George podría ir y volver con su hermano en un solo día.
—¿Habéis encontrado piso? —preguntó Moïra con un tono más ligero.
—¡Sí! —exclamó Kate—. Uno fantástico, de dos habitaciones, muy acogedor, en el casco viejo. Lo que pasa es que el contrato de alquiler tendría que firmarlo Angus, y como no es buen momento para molestarlo tengo miedo de que nos lo quiten. Todos los estudiantes están buscando piso al mismo tiempo, para cuando empiecen las clases.
—Ya me encargo yo —propuso Scott.
Evitó mirar a Kate, pese a las adorables sonrisas que le dirigía. ¿Estaba apenada por la pérdida del bebé, o solo triste por su madre? A pesar de todo, se la adivinaba contenta con la idea de independizarse pronto en Edimburgo. Seguro que sería una alumna brillante y que enseguida haría nuevas amistades. Al saberla lejos, Scott podría volver al buen camino. Si Kate pasaba los fines de semana en Gillespie, él no pondría los pies en la casa. Así ya no estaría en contacto con ella y, con el tiempo, acabaría por reírse de aquella atracción cuyo descubrimiento lo tenía trastornado. Cada vez que se acordaba de su sueño se sentía culpable y se lo reprochaba.
—Iremos a hacer juntos los trámites del alquiler —le dijo a George, ignorando deliberadamente a la joven—. Pide cita y me llamas.
Se puso la chaqueta, para disgusto de Moïra.
—¿Ya te marchas?
—Tengo que volver a mi casa.
Su tía lo acompañó al recibidor y le abrió la puerta.
—¿Ya no es esta «tu casa»? —preguntó, y levantó la vista hacia él.
—Sí, claro que sí... Pero es que mañana me levantaré temprano. Tengo que hacer varias cosas antes de ir a la destilería, y no puedo ponerme la misma ropa.
—Trabajas demasiado, Scott.
—Consigo buenos resultados, que es lo que cuenta.
—Bueno, pero piensa un poco en ti.
Desde que vivía en Glasgow, ya no tenía tantas oportunidades de hacerle confidencias a su tía. Intuyó que Moïra tenía ganas de hablar sobre Mary y ponerse al corriente de su vida sentimental. Hasta cabía la posibilidad de que le hiciera una pregunta incómoda acerca de Kate. Para evitarlo, la abrazó y le dio un beso en el pelo.
—Si no hubieras venido esta mañana, me habría asustado mucho, yo sola con Amélie. La verdad es que lo lamento mucho por ella, aunque no le tenga simpatía.
—Yo también.
—Angus debe de estar muy triste.
Scott asintió y sacó las llaves del coche, pero después de bajar un escalón se giró para hacer una pregunta.
—¿Crees que papá quería el bebé? Aparte de para complacer a su mujer, me refiero. ¿Se moría de ganas de tenerlo?
—No sé —reconoció ella.
Se miraron un buen rato, hasta que Scott bajó a la carrera. Su padre, bajo los efectos del alcohol, le había parecido dividido entre la pena, la compasión y el alivio. Angus, sin embargo, era muy púdico con sus sentimientos; se abría pocas veces, y sus palabras habían dejado perplejo a Scott.
En el momento de arrancar, los faros alumbraron la fachada blanca de la casa. La conocía demasiado para tomarse la molestia de mirarla, pero aun así la contempló un momento. La arquitectura victoriana se caracterizaba por columnas, salientes, galerías y miradores como el que dominaba los tejados de Gillespie, desde el que tanto le gustaba a Kate otear el mar. Al margen de lo que pasara, para Scott «su» casa era aquel edificio, el hogar de sus antepasados, de los Gillespie, cuyo único descendiente seguiría siendo él. Quizá no le hubiera gustado compartirla, pero de lo que estaba seguro era de que jamás había deseado el drama que acababa de abatirse sobre Amélie.
Amélie... Cinco años desde su llegada en compañía de tres niños malcriados y de la pequeña Kate. Tan perdida y vulnerable, tan entrañable que, a pesar de todas sus reservas sobre la tribu francesa que le imponían de golpe y sopetón, Scott se había encariñado con ella. Impedía a sus hermanos que le tiraran de las trenzas, e iba a buscarla al colegio. Se dio cuenta de que se acordaba muy bien de su encuentro en el parque, mientras ella leía Los miserables. Era la primera vez que hablaban. Kate evocó a su padre inglés, los jardines de Luxemburgo y su colegio en París, y se puso a llorar. Luego dijo, sonrojándose: «No debemos de caerte muy bien». El contestó que sus sentimientos tenían poca importancia. ¡Ojalá entonces hubiera podido adivinar que años después descubriría que estaba enamorado de ella! ¿Cómo podían suceder esas cosas?
Apartó la vista de la fachada y puso marcha atrás. Algún día estaría presente en la boda de Kate. Aunque Neil Murray hubiera aparecido demasiado pronto, ya encontraría a otro en el momento adecuado. Y probablemente Kate, que sentía cariño por Scott, le pediría que fuera testigo de la boda. Se juró seguir siendo siempre su amigo y seguir cuidándola, pero de lejos. Ignorarla como había hecho aquella noche solo serviría para entristecerla, porque ella no podía adivinar la causa.
Resignado, pero decidido, se la quitó de la cabeza.