CAPÍTULO IX

El ruido que produjo la escotilla al abrirse continuaba en mis oídos cuando salí de la nave llevando del brazo a Joan y miré la gigantesca espiral que estaba directamente bajo mis pies. Me di cuenta inmediata de que había cometido un error. Debí haber mirado hacia el cielo en vez de hacia abajo y haber ensanchado mis pulmones llenándolos de aire peculiar de Marte para entrar gradualmente en el nuevo ambiente.

Nos encontrábamos en lo alto de una delgada escalera metálica que en forma de espiral conducía hasta el suelo. De haber perdido el equilibrio y saltado por encima de la barandilla, ninguna cuerda de alpinista hubiese podido salvarme de una muerte cierta y horrible. Y, lo que es peor, hubiera arrastrado a Joan conmigo.

El peligro era ilusorio... naturalmente, sólo una fugaz idea en mi imaginativa mente. Los de la compañía aseguradora habían tomado todas las medidas pertinentes a evitar cualquier posible accidente.

La barandilla llegaba a la altura del pecho y era muy resistente y jamás había ocurrido una desgracia. Pero nadie es capaz de razonar con la imaginación y por un momento el vacío a mis pies me hizo sentir como si ya estuviese retorciéndome en el aire en una caída de trescientos pies.

Tenía la seguridad de que Joan experimentaba la misma sensación que yo, pues me di cuenta de que exhalaba un hondo suspiro y que se estremecía de angustia. El vértigo es algo que afecta prácticamente a todo el mundo.

Abajo, a trescientos metros, se notaba una gran actividad, mucha más de la que yo había visto en la. Tierra jamás en una extensión similar de terreno. Según mis cálculos, la zona que abarcaba el espaciopuerto debía tener unos seiscientos pies cuadrados, Pero en aquel momento no tenía el estómago preparado para hacer cálculos, pues sentía un vacío en el lugar donde debía estar.

El espacio destinado a desembarcadero hervía de actividad, de ruido incesante de poderosas máquinas que iban e un lado a otro, el rechinar de gigantescas grúas y la estridencia de los tractores atómicos y de las plataformas elevadoras atestadas de robots especializados, todos ellos manejados mediante control remoto... cuyo espantoso estruendo me hubiese ensordecido de haberme hallado a un centenar de pies más abajo.

Incluso desde lo alto de la espiral era preciso oír aquel clamor para poderlo creer. Pero lo que más me admiraba era la nitidez, la claridad y el bien delineado aspecto de todo cuanto estaba al alcance de mi vista. Mi vista alcanzaba diáfanamente los límites de! espaciopuerto y los otros cuatro cohetes bies, asentados en sus plataformas permanecían con sorprendente nitidez con los resplandecientes morros cónicos reflejando la fúlgida luz del sol marciano. Descollaban abajo las gigantescas grúas de acero® y, aunque los zigzagueantes tractores parecían ser como pintados juguetes, en rojo, azul y amarillo, hubiese jurado que ninguno de ellos hacía sombra alguna.

Las veinticinco o treinta figurillas humanas que se movían en todas direcciones entre máquinas que parecían demasiado formidables para tenerles confianza, tenían el aspecto de frágiles y lustrosas figuras de mica.

Otra ilusión, naturalmente. Tenía que haber sombras porque no había nada en Marte capaz de cambiar de tal modo las leyes de la óptica. Pero la largura y densidad de las sombras podía ser alterada un poco por las condiciones atmosféricas que jugueteaban con la interceptación de la luz. Por esta razón no quise esforzar la vista para descubrir los purpúreos halos que rodeaban a las diminutas figuras humanas.

Mi única e inmediata preocupación era la de calmar a Joan, aunque yo no me sentía tranquilo, y llevarla sana y salva hasta la seguridad del suelo sin permitirle sospechar que compartía con ella su desconfianza en la estabilidad de la espiral.

Era ridículo que pensara yo así. Pero, como he dicho, no se puede razonar con la imaginación, y nuestros remotos antepasados debieron experimentar sensaciones parecidas cuando trepaban a lo alto de las montañas y veían a sus pies un enorme precipicio que parecía atraerles irremisiblemente.

—Cógete bien a la barandilla y no mires abajo —le advertí—. No hay ningún peligro en realidad... porque esta estructura es muy segura. Excepto que ocurra aquí un terremoto, dentro de cien años seguirá lo mismo que ahora.

La miré con cierta preocupación al mismo tiempo que le daba el consejo. Creo que exageré un poco al pensar que debía hallarse muy asustada, porque sonrió cuando vio la mirada de sorpresa que había en mis ojos.

—Un siglo es demasiado tiempo para esperar —murmuró—. Y otros cinco minutos también lo serían. Si es que tiene que caer, quiero saberlo ahora mismo.

Asentí silenciosamente y empecé a descender. Habían salido otros pasajeros por la escotilla y miraban hacia arriba o hacia abajo, como lo había hedió antes. Antes que nosotros habían salido tres hombres y una mujer, quienes ya se hallaban en la base de la espiral. Hasta el momento, nada malo les había ocurrido.

De momento no sentí apenas nada cuando el dardo se hundió profundamente en mi espalda. Incluso ni supe que era un darlo y continué descendiendo. Era como si me hubiese picado una abeja... una cansada abeja que no pudo clavar con mucha fuerza su aguijón. No sentí más que un poco de dolor, una ardiente sensación que apenas duró un segundo.

Lo sentí, es cierto. Pero no me asustó lo suficiente para hacerme parar en seco. Una cosa así raras veces hace que uno se detenga si va de prisa. Unos segundos después de que se ha sentido el dolor es cuando se presentan las complicaciones.

Así me ocurrió a mí. Primero, casi nada, pero luego volvió el dolor, pero esta segunda vez era agudísimo. Sentía un tremendo escozor en todo el hombro, como si estuviese encendido, como si me hubiesen acercado una barra de hierro al rojo vivo. Sí en aquel mismo momento hubiese percibido el olor a carne quemada, ninguna duda me habría cabido de que era mi propia carne la que se quemaba, a pesar de lo absurdo de la idea.

Pero incluso entonces seguí descendiendo. Me tambaleé un poco, mas me mordí el labio inferior para evitar el grito que pugnaba por brotar de mi garganta. No quería alarmar a Joan hasta que estuviese seguro. Todavía podía ser debido a un fuerte calambre... esa clase de retortijones musculares que a veces le atacan a uno por la noche y se ve arrancado de un profundo sueño en un baño de sudor frío, castañeteándole los dientes.

Esto es lo que debía ser, un calambre. Me empezaba a castañetear los dientes y sentía cómo el sudor frío invadía todo mi cuerpo. Pero rabia una sola diferencia: el dolor lo tenía en la espalda, no en una pierna, y no desaparecía como acostumbra pasar con las contracciones musculares al cabo de uno o dos minutos. La sensación de quemadura se extendió hasta mis pulmones y los músculos de la garganta empezaron a contraerse, de tal modo que se me hizo extremadamente difícil la respiración.

No podía ocultarlo ya más, ni tampoco lo intenté. Doblé las rodillas con las manos sobre el pecho y quedé arrodillado apoyado de espaldas contra la barandilla.

Realicé un débil esfuerzo para levantarme, pero HO pude conseguirlo. Mi aspecto debía ser terrible, pues vi que el rostro de Joan se tornaba súbitamente lívido.

—¡Qué te ocurre, cariño? ¡Dímelo! —Su voz era exigente, angustiosa—. ¡Por favor, dímelo! ¡Es preciso que lo sepa! Si es algo del corazón...

Moví negativamente la cabeza. Significaba para mí un esfuerzo sobrehumano el poder pronunciar unas pocas palabras.

—Algo se me clavó... en la espalda. Mira a ver... qué es. Búscalo con los dedos.

—Sí, cariño. No te muevas. No... pero tendrás que levantarte un poco más. Inténtalo, querido. Tienes la espalda apoyada en la barandilla.

Hice más que intentarlo. La ayudé apretando los dientes y doblándome sobre el estómago. Pero el dolor acerbo que me mordía en el pecho estuvo a punto de hacerme perder el sentido unos instantes.

Se oía un clamor por encima de nosotros y creí oír la voz potente del comandante Littlefield seguida por un grito de espanto. Posiblemente alguien me había visto caer y creyó que la espiral se estaba desmoronando.

No cabía esa posibilidad, ni en lo más remoto, por lo que no me preocupé en absoluto del pánico de la gente de arriba. En aquel momento estaba sólo interesado en lo que pudiera encontrar Joan en mi espalda, en donde sus dedos tentaban nerviosamente, con delicadeza también, con esa habilidad casi profesional que las mujeres despliegan cuando se precisa su ayuda en caso de vida o muerte, no importa cuán asustadas se hallan.

Al poco cesaron de moverse sus dedos y exhaló un hondo suspiro.

Cuando se está transido de dolor, a punto de perder el conocimiento, no se puede siempre oír lo que se habla junto a uno, aun cuando lo que se dice sea de extrema importancia.

Capté, sin embargo, algunas palabras, las suficientes para saber, antes de desmayarme, que se trataba de un dardo. Y la mirada que vi en sus ojos me dijo qué clase de dardo era.

O tal vez no fuese su mírala, sino lo que yo sabía sobre los dardos en general. La clase de dardo que se acostumbra usar hoy en día como arma es completamente diferente a los dardos arrojados por medio de la cerbatana que usaban los indios americanos hace un siglo. La ciencia, como todo lo demás, ha ido progresando, especialmente en el campo de las armas. El dardo moderno, en cierto modo, es parecido al antiguo, mas para usarlo se extrae una diminuta cajita de metal, como si se tratase de una aguja hipodérmica, y se unen cuidadosamente sus tres partes y se emplea un líquido propulsor para arrojarlo contra la víctima por medio de un finísimo tubo de brillante metal. Y puede llevar veneno.

Es más fácil de manejar que los pequeños robots asesinos con sus intrincados mecanismos internos, aunque requiere tener puntería y es mucho más probable ser observado mientras está uno apuntándolo con la inevitable consecuencia de tener que pagar el castigo que la Ley acostumbra aplicar por asesinato.

Había conseguido ponerme de espaldas, y tumbado en esta posición, en mortal agonía, trataba de escuchar lo que Joan estaba diciendo. La oía más con la mente que con el oído. Todo cuanto yo sabía sobre dardos cruzaba por mi mente rápidamente, sin cesar, y recordé así algo más que podría tal vez explicar el terrible dolor que me atormentaba.

El dardo moderno cambia de forma en el instante en que penetra en el cuerpo humano, abriéndose como unas tijeras de seis hojas, cortando, hendiendo venas y músculos y ganglios nerviosos. Y si alcanza una arteria...

No es necesario que sea envenenado para poder matar a un hombre. La parte emplumada permanece en la herida, casi superficialmente. Pero si la víctima tiene sentido común se resiste al impulso de arrancárselo, porque de hacerlo es muy difícil detener la hemorragia. Es una labor propia para un experto cirujano, y la mirada de Joan indicaba que no bahía tiempo que perder. Lo más sensato que podía yo hacer era ponerme incondicionalmente en manos del comandante Littlefield. Cuanto más pronto pudiese él, con ayuda de cualquier tripulante o pasajero, llevarme abajo y meterme en una ambulancia, tanto mejor para mi, más probabilidades de vivir se me ofrecerían.

Joan, que se hallaba en aquel momento delante de mí, retrocedió rápidamente, subiendo la escalerilla, angustiada. Ni siquiera me apretó ¡a mano para reconfortarme, pero lo hizo por mi bien. Yo sabía por qué lo hizo. Cada segundo era para mí trascendental, y me amaba demasiado para perder el tiempo en algo que no fuese absolutamente práctico.

Recuerdo que pensé, poco antes de sumirme en la inconsciencia: “¿Cómo serán aquí los hospitales? ¿Estarán bien equipados?¿ Qué clase de médicos habrá? ¿Y si están atestados de pacientes?

Cuando uno se desmaya y permanece en la inconsciencia durante mucho tiempo, las preguntas como éstas pierden mucho de su atormentador aspecto. Cuando el velo del olvido se descorre un poco puede uno sentirse todavía un poco molesto al recordarlas. Pero ya no parecen tan graves, porque ya no acuden a la memoria con tanta vehemencia.

Pero lo malo era... que yo no me desmayé. No del todo. Me despertaba a intervalos y oía fragmentos de conversación e incluso mis ojos vieron... la colonia de Marte.

Vi mucho de la colonia antes de que me colocaran en una cama del hospital y me cubrieran con mantas calientes y cayera de nuevo en la inconsciencia.

Vi las calles a las que había venido a visitar desde cuarenta millones de millas, y las gentes a quienes venía a ofrecer mi amistad, y a los chicos, con sus cascos espaciales, iguales exactamente a los chicos de la Tierra ¿Qué nuevo mundo querrían ellos descubrir... Alfa Centauro tal vez o alguno de los lejanísimos y gigantescos planetas?). Vi las casas de metal prefabricadas, de cuatro, ocho y veinte pisos, con sus tejados inclinados, teñidas de rojo, gris y verde y azul al primer albor del matutino sol, y los colmados, todos de cristal, y los supermercados, de extraordinaria apariencia, con sus cúpulas casi catedralicias. Y también ocho o diez calles flanqueadas de bares con grandes zonas de aparcamiento y más allá las casas que se extendían por el desierto formando como una primitiva ciudad del siglo veinte...

Había gente por todas partes, pero cuando está uno metido en la camilla de una ambulancia que corre a toda velocidad no puede decir si la gente que ve fugazmente es igual que la de la Tierra o tiene un aspecto más robusto o más feliz. O una mirada en los ojos más triste o más inquieta. Incluso es difícil decir si predominan los jóvenes o los de mediana edad, o cuántos viejos deambulan por las calles. Pero me di cuenta de que había muchos niños, un número extraordinario de niños, bien en sus cochecitos o en los brazos de sus padres o jugando alegremente en espacios cerrados de arenoso suelo que nadie se había cuidado de pavimentar.

Había también cines —por todas partes se veían Jugares de recreo— y teatros, todos bien fáciles de localizar por los vistosos carteles anunciadores de color azul y amarillo de sus fachadas.

No es necesario decir que vi muchas máquinas trabajando. Existe en la colonia una febril actividad constructora; en todas partes se levantan nuevos edificios y si se pronuncia simplemente la palabra “Marte” en donde sea, una de cada tres personas pensará inmediatamente en “Maquinaria”.

Pero me he olvidado de mencionar el aspecto más importante de todo cuanto vi a través de las ventanillas de la veloz ambulancia. Era... su apariencia borrosa, la forma en que las cosas se deformaban y desaparecían ante mis ojos, girando en ocasiones sobre sí mismas... No me sentí sorprendido, porque la agonía continuaba lacerándome cruelmente, incesante, y veía las cosas febrilmente, entre breves segundos de lucidez, en medio de una confusión de ideas. Pero lo que realmente vi era muy claro, con esa claridad que a menudo acompaña al dolor casi irresistible. Cuando un dolor vivísimo muerde en los nervios cual si se valiese de agujas al rojo vivo, parece como si una cegadora especie de iluminación se adentre en nuestro cerebro envolviéndolo por completo. Pero, en vez de cegarnos, hace que todo sobresalga con sorprendente claridad y también que se pueda pensar con mayor nitidez, e incluso especular con lo que se ha visto.

Es como si nos encontrásemos de pronto metidos en una especie de sueño, más veloz que la vida real, o sentados en un oscuro “cine” contemplando lo que se desarrolla en la deslumbradora pantalla. Se puede estar transido de dolor, retorciéndonos en la agonía, más se mantiene fija la vista en la pantalla sin perder el más mínimo detalle de la tragedia que se plasma en la misma. Incluso se da uno cuenta de cosas insignificantes que le pasarían inadvertidas en ocasiones normales.

En mis momentos de lucidez oía hablar quedamente cerca de mí. Era a veces una voz de mujer, y pensé que debía ser la de Joan, pues en la ambulancia no había otra mujer que ella. Pero no era a mí a quien hablaba. Hablaba con uno de los dos hombres vestidos de blanco que estaban sentados enfrente de mí. La mayor parte del tiempo parecía que aquellos dos hombres se hallaban casi a media milla de distancia de mí, pero a veces la larga playa en la que estaban sentados se me acercaba flotando.

Podía de vez en cuando captar retazos de la conversación, cuando volvía en mí, y oí perfectamente a Joan preguntar:

—¿Qué clase de hospital es? Temo que... que no debía preguntárselo. Usted pertenece a su personal. Pero si quisiese decirme la verdad...

Y la respuesta del doctor:

—Si creyese que no es un buen hospital, no se lo diría, naturalmente. Pero lo cierto es que se puede comparar en todo a cualquiera de los ocho o diez de la Tierra a los que usted lo llevaría, si le fuese factible. El equipo con que contamos es de primera clase, completamente moderno. Hay allí cuatro eminentes cirujanos a quienes confiaría mi vida sin distinción, con igual confianza... y se da el caso de que uno de ellos es mi padre.

—Pido a Dios que le dé uno de ellos —dijo Joan.

—Sólo hay cuatro cirujanos. No se nos presentan en la colonia demasiados casos que requieran de la cirugía... no tantos como pueda usted imaginarse. Hay aquí tantos casos de violencia como pueda haber en Nuevo Chicago, pero de una forma diferente. No podemos arrebatar de manos de criminales las pistolas atómicas con tanta facilidad como hacen ustedes en Nuevo Chicago, porque el elemento delincuente de la colonia tiene más poder políticosocial y puede conseguir así hacerse con más armas de tan destructivo poder. Como usted sabe, esas pistolas no producen radiactividad y sólo pueden matar a un hombre que se ponga directamente en su camino. Pero cuando disparan... dejan poco lugar para la cirugía.

—¿Quiere usted decir que los criminales son los que controlan la colonia?

—Oh, no es tan grave la situación. Posiblemente, uno de cada veinte colonos tiene tendencias criminales. La proporción es aquí más elevada porque se trata de una nueva sociedad que se está abriendo camino, una sociedad en sus principios. La podría usted llamar una reunión de lobos en pugna. En la Tierra, probablemente, la lucha entre los perros no desaparecerá jamás del todo, pero en este aspecto nosotros hemos avanzado mucho durante los últimos cincuenta años. Aquí tenemos que recorrer todavía mucho camino, porque los perros son todavía lobos.

—¿Los podrán domesticar alguna vez? Mi esposo puede perder aquí la vida... ¡y no sería justo!

¡Creo que la colonia de Marte es una sucia selva!

—No tuve mucho tiempo para hablar con el comandante Littlefield —respondió el doctor—. Pero, por lo que dijo, estoy bien seguro de que usted no opina de esa forma en realidad. Ignoro por qué su esposo y usted están aquí, pero la Junta de Colonización raras veces concede visado a personas que piensan así del futuro de Marte. En verdad... no recuerdo haber encontrado jamás a un hombre o mujer que haya conseguido engañar a los de la Junta, porque los procedimientos que siguen para controlar a los que hacen el viaje son extremados. Iñigo entendido que estudian el historial de uno desde su niñez y le someten a pruebas psicológicas que no estoy seguro pudiera yo superar, aunque esté convencido de que la colonia es todavía la mejor esperanza del hombre, en un mundo en donde estancarse es siempre un desastre. No existe otra solución más sana para el problema de la población, y sólo menciono uno de los cincuenta o sesenta que tendremos que resolver o que acabarán con nosotros ni las próximas dos centurias. A veces tengo momentos de duda...

—En estos momentos podría tener uno de ellos.

¡Qué sentiría usted si llevase ahora a su esposa al hospital para una operación urgente, sin saber si iba o no a vivir? ¿Y si fuese su esposa y no mi esposo la que estuviese aquí? No nos dejaron ni tiempo para poner el pie en la Colonia. Si incluso antes de bajar...

—Un momento. Pongamos las cosas en claro ahora mismo. Se sentirá usted mejor. Nadie de la colonia trató de asesinar a su esposo. Esa flecha le fue disparada desde arriba... por uno de los pasajeros. Todos han sido detenidos para ser interrogados y si el mecanismo disparador es encontrado en alguno de ellos...

Para mí, éste fue el final del diálogo. Pero unos segundos antes de desmayarme por última vez vi un anuncio en lo alto de un edificio. Decía: WENDEL Y me sumí en la oscuridad con aquel letrero con sus grandes e iluminadas letras en medio de la tenebrosidad. WENDEL ATOMICS. WENDEL WENDEL ATOMICS. Y, en letras mucho más pequeñas, no tan brillantes tampoco: Endicott Fuel.

Las letras grandes se iban ensanchando, más brillantes cada vez... mientras las pequeñas se empequeñecían paulatinamente.

Igualmente yo me sentía empequeñecer... en tanto me adentraba más y más en la oscuridad.