III. La búsqueda del sentido de la vida en «muertes de perro»
Ningún poder constituido en la sociedad humana puede durar para siempre. Conoce Ayala, y hasta ha utilizado en el título de un artículo de 1977 el dicho latino aprovechado por Hobbes en su Leviatán, Homo homini lupus, «El hombre es un lobo para el hombre». Según el ensayo ayaliano Razón del mundo (38), «el derrumbamiento de cualquier poder libera los instintos destructivos que laten en el fondo del ser humano; toda la contención, todas las renuncias a que obliga la vida civil con la coerción de las formas sociales, estalla entonces transformada en desenfreno». El naufragio mortal de los grandes parece suscitar una ola de resurrecciones. No otra, a nuestro juicio, es la honda significación del último encuentro entre el dictador Bocanegra y su asesino, Tadeo Requena, posiblemente hijo suyo. El tirano, informado de antemano de la traición, pero carente de la voluntad de vivir, tira a su asesino su pistola, ordenándole: «¡Vive, desgraciado!» Y Tadeo dispara, tal vez para liberarse de la mirada acusadora de su víctima. Lector de Unamuno (cfr. Ensayos, 1138), Ayala conoce Abel Sánchez, novela de la envidia hispánica, con su problemática apología del fratricida Caín, víctima de la «desgracia inmerecida» (Unamuno, II, 716), que consistía en la injusta negación desde el principio de la gracia divina. También Tadeo Requena, en el concepto de su putativo padre Bocanegra, carece de la gracia, vive manchado de una especie de pecado original, bien que en el sentido secularizado de Ayala, que no exime al hombre individual de toda la culpa: el ser humano es para Ayala ontológicamente deficiente, un individuo «caído» a priori, y Bocanegra participa con plena conciencia de la misma condición. ¿No fue usurpado con violencia el poder que ha detentado durante tantos años? Todos los indicios apuntan en la novela a ello. Al dictador se le imputa también el asesinato de su enemigo más soberbio y peligroso, el senador Lucas Rosales. Todo poder, sostiene Ayala, es en el fondo una usurpación (Richmond, Usurpadores, 100). De donde la posibilidad de construir una cadena de usurpadores que antecedieron a Bocanegra, y la de los que le sucederán más allá de la última página de Muertes de perro y hasta el final de El fondo del vaso. Si Bocanegra representa la vacuidad del poder, esa vacuidad se instalará existencialmente en el ánimo de su asesino. El vacío del poder es muerte anticipada. Tal es el sentido del plural en el título Muertes de perro, con todos los equívocos de aparentes muertes y apócrifas resurrecciones. Tras este análisis de lo que parece significar la primera palabra del título, pasemos al de la última.
Con mayor vigor que en los casos de «El tajo» y de «Historia de macacos», se cumple en Muertes de perro la ley estética de la adecuación del título de la obra a su contenido. Con meditada deliberación habrá decidido Ayala distinguir su novela de otras como Tirano Banderas o El Señor Presidente, evitando referir su título a la figura del dictador. La expresión «morir como un perro» denota en el lenguaje familiar una muerte sin arrepentimiento, o acabar la vida en soledad y desamparo (Dic. Real Acad., 1122). Al servirse de un tópico de la lengua corriente se propone Ayala revitalizar las palabras y locuciones de uso común, «apretarlas, estrujarlas y exprimirlas para extraer de ellas todo su posible contenido, de modo que signifiquen varias cosas a un tiempo, irradiando sentidos diversos y, en ocasión, contradictorios. Es decir, que me he propuesto sacar todo el partido posible a la esencial ambigüedad del habla» (Confrontaciones, 144-145). Bien lo ejemplifica el manejo explícito e implícito que hace él de la locución que titula su obra. La expresión hace pensar en la humillación de los soberbios. Cuanto más elevado sea el difunto, tanto más impresiona su fin desastroso.
La muerte arrasa jerarquías en la novela. La indiferencia de la muerte frente a las categorías sociales ha consolado a los humildes por lo menos desde la Baja Edad Media, cuando fue escrita la Danza de la muerte, tres veces aludida en Muertes de perro. En rigor, la única muerte que es ahí al pie de la letra una «muerte de perro» es el suicidio del sabio aristócrata don Luis Rosales, Docteur ès Lettres por la Sorbona. Esta muerte imita la de un perro del suicida que Tadeo había ahorcado por despecho ante el orgullo con que Rosales exhibía los méritos del animal. Su amo elegiría al fin igual manera de muerte.
Al mismo Tadeo le espera una justa retribución: después de cometer el magnicidio que bien puede ser a la vez parricidio -no se aclara del todo si Bocanegra ha sido o no padre de su asesino-, el coronel Pancho Cortina, supuesto cómplice de doña Concha «habría de matarlo a [Tadeo] como a un perro». Muerto Tadeo, se siente existencialmente resucitado Cortina tras la época de su servidumbre a Bocanegra. Luis Pinedo emplea un tono épicoburlesco para describir la brevísima apoteosis de Cortina, interrumpida por una cómica caída: «Así, pues, tras de haber exterminado con su rayo de la muerte al traidor Requena, nuestro héroe se apresuraba escaleras abajo, corriendo alegremente en pos del que sin duda alguna consideraba su inequívoco y brillantísimo destino, cuando su precipitación misma le hizo precipitarse de cabeza: resbaló, rodó… y al otro día volvió en sí […] en una cama del hospital». Pero el máximo ejemplo de una caída producida por la soberbia ocurre en el caso de doña Concha, designada una y otra vez la Primera Dama. Se insinúa en su muerte un elemento suicida, como en los casos de Bocanegra y de su Ministro de Educación Luis Rosales. Con razón ríe para sí mismo el narrador Luis Pinedo al considerar que «en esta historia nuestra, que chorrea sangre por todas partes, sin embargo, tal como voy documentándola, parecería tener reservada la raza canina una actuación casi constante, con papeles bufos unas veces, y otras dramáticos». El cómico «episodio Fanny» muestra los halagos con que el mundo ha tratado a doña Concha. Con la muerte de su animal doméstico favorito, una perra japonesa, la mujer del dictador no esconde su dolor ante la Prensa y la televisión. Mueve al Embajador de los Estados Unidos a reemplazar la criatura difunta, llevándole otra perra japonesa en nada menos que el bombardero más formidable del Ejército de los Estados Unidos. Pero en Ayala la elevación del personaje prepara su caída. Habituada doña Concha a ostentar sus encantos físicos en la televisión, fallece dispensando semejantes favores sexuales a todos, hasta al maníaco que la ha de matar en el asilo-cárcel. El asesino, a su vez, sufrirá una «muerte de perro» al ser despachado «de un pistolazo», porque, como escribe el narrador Pinedo, «muerto el perro se acabó la rabia», como si la locura del demente fuera una rabia de tipo orgánico, cual la de una bestia. De hecho, la muerte física de la esposa de Bocanegra ofrece al historiador Pinedo una especie de resurrección existencial.
Porque, así como, según Erwin Rohde, las divinidades antiguas fascinaban y aterraban a los fieles, doña Concha ha inspirado fascinación y terror al inválido, adorador del poder. Al intentar dar razón de un asesinato que parece carecer de ella, Pinedo proyecta su propia insuficiencia al loco que la mató; se afirma imaginando el «espanto» de aquél que motivó a la occisión de la dama.
Acabamos de observar que, al titular su novela, Ayala ha deseado aprovechar la plurivalencia de la lengua corriente para producir una obra polisémica, en que la despotenciación de los poderosos sume a los demás en confusión, oscureciendo el sentido de la vida. Porque la muerte de un individuo supone, en cierto sentido, la resurrección existencial de otro. En la multiplicación de perspectivas, Ayala sigue el ejemplo de otro novelista de la dictadura hispanoamericana, Valle-Inclán. Sólo que, al llevar el esperpento a la novela, por tanto, al deshumanizar el arte de novelar, Valle, artista, ante todo, de la superficie, se sirve de la técnica cubista de analizar la experiencia inmediata en sus componentes y situarlos fuera de su secuencia normal y en el plano de un lienzo impasible. Ayala, por otro lado, también renuncia a la linealidad del argumento, pero al ofrecer la simultánea contemplación de múltiples aspectos de la misma vivencia, yuxtapone a los aspectos más superficiales y pintorescos, los más íntimos. Así, cada «muerte de perro» parece llevar consigo una «resurrección» ajena. La afirmación de un punto de vista suele, en esta novela, simultanear la de una perspectiva opuesta.
Una pléyade de críticos y, entre ellos, E. Irizarry (Teoría, 201), R. Hiriart (Recursos, 71), M. Baquero Goyanes (1), K. Ellis (200-201), M. Joly (37-51), M. Bieder, R. Senabre Sempere (392-393) y J. Domínguez Caparrós (144), ha examinado el perspectivismo cervantino y orteguiano de Ayala en su novela de 1958. Acaso cabe interpretar la frecuente aparición de esa multitud de cambiantes perspectivas como la de una jauría de perros que luchan entre sí. Una vez más, Ayala se sitúa en la tradición de Cervantes, en cuya novela ejemplar Coloquio de los perros Cipión sermonea a Berganza, «Murmura, pica y pasa, y sea tu intención limpia, aunque la lengua no lo parezca» (165). Con una ejemplaridad a menudo negativa, el autor de Muertes de perro crea una abundancia de personajes de intención poco limpia. Pasemos revista a algunas de las siete voces que, según el censo de Rafael Lapesa (24), se hacen oír de modo directo a través de la novela: las del narrador principal Luis Pinedo, de su tía Loreto, del memorialista Tadeo Requena, de la huérfana de Luis Rosales, de su cuñada, de la abadesa Madre Práxedes y del embajador de España.
De los siete, son Pinedo y Requena quienes toman la palabra con mayor frecuencia, y suelen blandirla con crueldad hacia el prójimo. Del tono habitualmente empleado por Requena, escribe Pinedo, y no sin bastante fundamento, «de esa mordacidad que, como un ácido, destruye cuanto toca. ¡Qué atroz […] resulta el Tadeo Requena de las memorias!». Por otro lado, hay que matizar las opiniones de Pinedo, pues, según opina el dictador Bocanegra acerca de este sujeto, «Sólo un tipo como [él], amargado por su desgracia, podía destilar tanta hiel en unas cuantas líneas». Con perspicacia, el crítico José-Carlos Mainer caracteriza la perspectiva del inválido Luis Pinedo, presentándole como una paradoja viviente, una combinación de debilidad y fuerza, compuesta de «su inmovilidad y su capacidad de información» (XXXI). Intenta emplear su capacidad informativa para potenciar su inmovilidad, para darle sentido. Clavado a su sillón de ruedas, nadie le presta atención en una época de grandes disturbios políticos mientras recoge datos para establecer la historia de la época turbulenta que atraviesa. «Si mi invalidez sigue valiéndome», reflexiona Pinedo con un agudo juego de palabras, «es muy probable que lleguemos al final, y pueda contarlo… Porque esto ha de tener un final; y será menester que alguien lo cuente». Y este alguien aspira a sacar partido de su enfermedad, y a hacerse ilustre «por encima de todas las cabezas, con el solo mérito de haber salvado de la destrucción y el olvido estos documentos».
Mas este narrador, «hombre resentido» (Mainer, XXXII), para poder escribir su historia tiene que depender, muy a pesar suyo, de las memorias de Tadeo Requena. A éste le envidia la suerte de haber podido graduarse en Derecho con menos esfuerzo y mérito que él, de haber podido moverse en las esferas más altas del poder político. «Pinedo lo aborrece», explica Mainer (XXXIII), «porque encarna ante sus ojos de resentido el éxito fácil, la falta de educación, la insolencia autosatisfecha». Por mucho, pues, que rechace a Requena al comienzo, poco a poco el empuje de Requena acaba por imponérsele, hasta convertirle, en las últimas páginas de la novela, en su imitador, capaz -¡gracias a su invalidez!- de cometer un magnicidio. Temeroso de Olóriz, siniestro administrador de muertes, e inválido como Pinedo mismo, éste, debido a la inutilidad de sus piernas libre de toda sospecha, lo atrae hasta ponerle en sus manos, y así como Requena había disparado sobre Bocanegra para salvarse a sí mismo, Pinedo estrangula a Olóriz, que pareció amenazarle precisamente por temor a su acopio de documentos. El historiador fracasado, dispuesto siempre a sacar fuerzas de flaqueza, ya que no logra prestar sentido a su vida mediante las letras, en las últimas líneas de la novela espera quijotescamente la fama de libertador de su país por haber eliminado a tirano tan cruel.
El punto de vista de Pinedo ofrece un marco para el despliegue del drama de Tadeo Requena en su intento igualmente vano, igualmente despiadado, de potenciar su propia existencia. El caso de Tadeo resulta ejemplar, porque su destino puede identificarse, en cierto sentido, con el de su pueblo. No teniendo un quehacer propio, como no lo tenía la nación entera, entra al servicio de los gobernantes. En sus memorias escribe acerca de sí mismo: «Era ya hombre crecido, y no hacía nada de provecho. Pero ¿qué podía hacer? Trabajo, allí no lo había; el pueblo, como el país entero, dormitaba». Es precisamente el dictador Bocanegra quien, desde su trono-letrina, le propone «proyectos y designios» encaminados a dar a su vida un propósito: servicio al gobierno. Convertido, por el mero deseo del tirano, en «¡doctorcito en Leyes, y sin tardanza!», o, para decirlo con el articulista Camarasa, en «perro fiel» de Bocanegra, en «perro guardián del Presidente», con palabras de Pinedo, Tadeo se complace en ejecutar las órdenes de Bocanegra, utilizando los instrumentos del Estado con un desparpajo notable. Ahora bien: Ortega ha presentado el Estado contemporáneo como una «máquina formidable», que, «plantada en medio de la sociedad, basta tocar a un resorte para que actúen sus enormes palancas y operen fulminantes sobre cualquier trozo del cuerpo social». Dado que «el Estado contemporáneo es el producto más visible y notorio de la civilización», el hombre-masa tiende a intervenir en él como cosa suya (IV, 224-5). En el pequeño país regido por Bocanegra, la burocracia del Estado se sintetiza en tipos mediocres considerados por Tadeo como «tres ratones amaestrados» que atienden a los detalles del papeleo. «Bocanegra me expresa su deseo», confiesa Tadeo, «y yo pongo a funcionar el mecanismo: a poco, las instrucciones del Jefe están cumplidas». Aprende a dar órdenes con la misma urgencia del jefe de Estado: «Mire, Adelita, con la celeridad del rayo, ¿me entiende?» Cruza la capital a alta velocidad en automóvil oficial, desde el centro hasta las afueras, con la sabrosa sensación de «cortar una fruta». Un buen día descubrirá, sin embargo, la falta de sentido de semejante existencia puesta al servicio del dictador.
En Ayala las bromas macabras propenden a hacerse veras, y la facilidad con que Tadeo se convierte en pequeño dictador para con su preceptor Rosales, ha de llevarle a cobrar conciencia de la futilidad de todo. Gastándole a éste una broma pesada, solía Tadeo pasarse el dedo por la propia garganta, como amenazándole de muerte. Y su acto cruel, ya aludido, de ahorcar el perro filarmónico de Rosales, vendrá poco después seguido de una «muerte de perro» análoga para el mismo Rosales, quien se ha colgado de una viga en su casa. Con esto, después que Rosales se le aparece a Tadeo en sueños sacándole la lengua en broma, el joven amanece de mal temple, incapaz de explicarse su propia razón de ser. Siente la náusea: «¿Qué razón puede haber […] para que yo, Tadeo Requena [hijo de una lavandera pobre] esté aquí, sentado en esta oficina, dentro del Palacio Nacional […] y tenga a mi cargo la Secretaría particular del Presidente […] y deba guardarle el aire a Bocanegra, y luego, como una más entre mis tareas de rutina, acostarme a escondidas con su mujer?». De este episodio ha comentado el mismo Ayala: «el hecho es que las circunstancias concretas de nuestra vida nos aprietan siempre, y siempre nos empujan, con el rechazo del mundo, hacia el interior de cada conciencia». Durante momentos extremos, en el fondo del alma, el individuo confronta su verdadero yo. Ayala percibe el íntimo autoencuentro como el «momento supremo de la moralidad», en cuanto empieza a atisbar el propio ser en toda su abismática profundidad, y a meditar «el sentido de la propia vida» (Ensayos, 586-587). No es que Tadeo llegue a una solución. Ignora qué le mueve a mostrarse caritativo para con Ángelo, huérfano del Doctor Rosales e idiota reducido a mendigo, como si quisiera compensar así la inautenticidad de su trato con el mundo. Conmueve el acto de Tadeo al sentarse junto al indigente Ángelo en un banco de piedra, donde, convertido por simbolismo inconsciente en el igual del otro, pasa a su lado mucho rato sin decir nada, sin saber qué hacer, qué decidir, qué pensar. En última instancia, el fin de la vida parece ser la concienciación del proceso de vivir en su indigencia existencial. Como decía Cervantes, citado a menudo por Ortega (II, 567; IV, 159; VIII, 419), «el camino es siempre mejor que la posada», en el sentido de que el auténtico vivir consiste más bien en la insatisfacción, no en el logro, en el sentimiento de la propia insuficiencia ontológica. Por ello, todo lo que viene después en la novela, incluso el asesinato de Bocanegra por Tadeo y su inmediata liquidación por el policía Pancho Cortina, constituye una especie de anticlímax, que confirma la impresión de pobreza vital sentida por Tadeo a la hora profunda de su existencia.
La muerte de Luis Rosales, tan decisiva en la vida de Tadeo, llevará a otros dos personajes al momento de su máxima conciencia de la deficiencia humana: María Elena Rosales y su tía, la viuda del senador Lucas Rosales. En el caso de María Elena, según Mainer (XXXIV), «los puntos de vista se multiplican» en la representación de uno de los personajes más delicadamente retratados de la novela. Mero objeto sexual para el inauténtico Tadeo («Bueno, así son las mujeres. Después de todo, eso [el acto sexual] calma los nervios» -y mujerzuela perdida para la rígida abadesa Madre Práxedes-, María Elena se le antoja al narrador Pinedo -acaso más acorde con el autor que los demás- una descubridora inconsciente de «ese asombroso mediterráneo que es el Pecado Original». Creyente en la «naturaleza corrompida» del ser humano, en el concepto religioso del Pecado Original (Confrontaciones, 98), Ayala lo sitúa siempre en un contexto existencial. Parte de una visión del ser humano caído en el sentido heideggeriano de perdido en el mundo, alejado por lo pronto del propio ser auténtico (Orringer, 1990: 121). María Elena experimenta un encuentro profundo consigo misma sencillamente por falta de alguien a quien «confiar la carga que me abruma». Con ese fin confiesa su pecado al párroco familiar, que no sabe consolarla. Intenta entender el sentido de su entrega sexual a Tadeo para captar la significación de su vida. Y así como ha fracasado Tadeo en entenderse, fracasa María Elena en idéntico empeño. Expresa su sensación del universo como un lugar impenetrable, un bosque, pudiéramos decir, cuya parte más terrorífica es la conciencia de la ignorancia que adquiere cada cual de su propio fondo personal. Más que los demás personajes, María Elena se ve como bestial. Compara tanto su propio espíritu como su carne con animales cimarrones ajenos al yo y sordos a sus llamadas.
De hecho, el sacrificio de su virginidad puede relacionarse con el sentimiento de culpa que siente hacia su difunto padre. Supera aún a Tadeo en la conciencia de su crueldad para con el prójimo. Cuando su padre vivía, María Elena mostraba hacia él lo que ella ve después como «una actitud inflexible, hasta inhumana», tomando el partido de su madre contra las opiniones y las obras paternas. Por eso la joven, al mirar hacia atrás, se percata de haber servido de instrumento para su madre en la aniquilación del marido. Luego, se ha entregado a Tadeo, no sólo por una fascinación sexual, sino también quizá para expiar la culpa de parricidio. De ahí la «delicia» que siente cuando, como la Ofelia de Hamlet, «se entrega por fin a las aguas», o aguarda la garra del tigre humano Tadeo que amenaza aplastar a su persona. Y de ahí la confusión en el ánimo de María Elena de «la pérdida de mi virginidad y el suicidio de mi padre». Confusión tal ofusca sin duda su comprensión del sentido de su vida. Mas lo importante aquí, como en el caso de Tadeo, consiste en la mera confrontación con el propio confuso destino.
De igual manera que María Elena, con cordial generosidad, reconoce pero perdona los pecados de sus padres, pidiendo la misericordia de Dios para el uno y la otra, su tía, la viuda de Lucas Rosales, expresa su compasión en primer lugar por el cuñado suicida Luis, y en seguida por toda la raza humana: «Y lloré por el mundo, y por mí misma.» A la severidad de la carta recibida de su prima la abadesa, que la informa del suicidio de su cuñado, pecado imperdonable, opone la viuda de Lucas en su respuesta escrita un tædium vitae, un cansancio cósmico, una indiferencia que le duele y le revela su propia falta de caridad. Porque inmigrada a los Estados Unidos, tierra de superiores posibilidades vitales a las de Hispanoamérica por los años 50, ha dejado el pasado a sus espaldas, y la brusca llamada de la abadesa a revivir ese pasado se la presenta como una responsabilidad que mal quiere asumir. Con todo, intentando, como los demás personajes, sacar fuerzas de flaqueza, procura presentar el suicidio de su cuñado Luis a la luz más positiva posible. Con este fin, distingue tres perspectivas sobre la muerte autoinfligida, la gloriosa del juez bíblico Sansón; la heroica de su propio marido Lucas Rosales, afrontando a sus asesinos en las gradas del Capitolio; y la prosaica, aunque no exenta de patetismo, de su cuñado Luis. Juzga las tres por la misma generosa norma, la de que todos los actos humanos deben estimarse siempre en vista de los motivos y las circunstancias de cada sujeto. En el caso de Sansón, no es lícito criticar su suicidio (como ha hecho la abadesa con el de Luis Rosales), pues al perecer con los filisteos cuyo templo destruyó, confería a su existencia entera un sentido sagrado. La situación de Lucas, dotado como Sansón de la voluntad de hacer historia, le impedía cumplirla, y así se prestó a una inmolación alevosa. Pero este hecho, a juicio de su viuda, no privó a su acto de sentido: dada la vieja noción de que la nobleza obliga, «¿quién se atrevería a condenar la decisión de mi marido, que tan por entero corresponde a la nobleza de su carácter, y que, en consecuencia, era casi obligada?».
Para ennoblecer la muerte de su cuñado Luis, la viuda de Lucas apela a asimilarla en cierto modo a la muerte de éste; pues, tal vez movido por su personal idiosincrasia, Luis había decidido hacer el experimento que Lucas rechaza, viviendo con menguadas posibilidades existenciales bajo el régimen de Bocanegra, una decisión vista por muchos como traición a la familia o como conducta indigna, y elogiada por el amoral Tadeo, como actuación oportunista; pero ante la imposibilidad de mantener una vida con cierta dignidad, sucumbió por fin a la desesperación. Al fin y al cabo, la señora viuda de Rosales desconoce los motivos del complejísimo Luis para el suicidio, pero sean lo que fueren, pide el perdón de Dios por sus pecados. La vida es un misterio, un bosque semioscuro, y no son perdidos los intentos de esclarecer su sentido. Los hermanos Rosales, vistos desde numerosas perspectivas en la novela, permanecen enigmáticos en vida y en la muerte.
Aumentan el misterio de estos hermanos, enriqueciéndolo, los informes enviados por el Ministro Plenipotenciario de España a Madrid. Si la viuda de Lucas nos ha ofrecido una perspectiva familiar, más bien íntima, de los dos, el Ministro nos provee de un punto de vista oficial, público, sobre dos aristócratas dedicados, cada uno a su modo, al gobierno de su país. Enfoquemos aquí con exclusividad al hermano mayor, Lucas, por las pinceladas vigorosas con que viene retratado. En «El fondo sociológico de mis novelas» (575), el mismo Ayala subraya el perspectivismo con que trata al senador. No contempla la caída del patriciado terrateniente explicándola con conceptos sociológicos, sino mostrándola en toda su inmediatez mediante la evocación «desde distintas perspectivas y en diversas situaciones [de] la figura del senador Don Lucas Rosales». Concediendo, con Ortega (III, 200), igual validez a todos los puntos de vista, en cuanto cada uno aporta su parte de verdad, Ayala no privilegia la perspectiva del Ministro de España frente a las de personajes de menor rango social. Así, pues, respeta la visión que profiere el satirista Camarasa del senador Rosales como «único miembro de las antiguas familias capaz de inquietar al dictador», quien, por tanto, lo liquida. Tampoco desdeña la estupenda descripción del soberbio terrateniente que pone en boca de Tadeo Requena, resentido por su propio humilde origen: «Me lo veo aún, enorme y taciturno, con su gran sombrero sobre las cejas, el cigarro en la boca, y las altas botas de cuero bien lustrado. El bestia aquel ofrecía al odio de arrendatarios, aparceros y peones la corpada más gigante que yo haya visto en mi vida […] aparecía muy fornido y, sobre todo, tan seguro de sí como si el mundo fuera su finca. A caballo, metía miedo: la gente bajaba la cabeza o distraía la mirada mientras pasaba el torbellino; pero cuando iba a pie no había quien no se le sacara el sombrero llamándole patrón y amo. Por eso, cuando cayó al fin, nadie se atrevía a creer; la noticia produjo estupefacción primero, y luego, a las pocas semanas, alivio. Muerto y enterrado, todavía se lo mentaba en voz baja…».
Tal es la perspectiva más dura de la declinación de una aristocracia. Un abusador del poder desde el punto de vista de sus aparceros, Lucas Rosales merecía para ellos su caída. ¿Quién duda que, para describirla con tanta eficacia, Ayala se ha servido de sus recuerdos de la pintura, pues ha confesado que «mis ficciones poéticas deben mucho a mi afición por las artes figurativas; el Museo del Prado, tan frecuentado por mí en años juveniles, se encuentra detrás de la visión e interpretación de la realidad reflejada en mis obras escritas?» («La pintura y yo», 21.) Para empezar, pues, el retratista emplea la táctica del Goya del «5 de mayo» de ocultar los ojos del adversario debajo del sombrero para disminuir su humanidad, subrayando, a la vez, la prenda cuasimilitar de la bota y sustituyendo el rifle goyesco por el puro. Después, se convierte a Lucas Rosales en un corpachón de gigante, como el de uno de los colosos goyescos, símbolos de la guerra, que espantan a la gente fugitiva a sus pies. Con posterioridad, aparece Rosales en tres posiciones, cuya sucesión representa la asombrosa caída del personaje (y de su clase): primero, montado a caballo; segundo, en pie aunque siempre en marcha; tercero, postrado.
Pero, si la cosificación plástica del hombre priva a su vida de la posibilidad de tener sentido, su elevación elegiaca hace todo lo contrario. Con sencillez ha descrito Monique Joly el informe del Ministro Plenipotenciario de España a su superior en Madrid sobre la muerte de Lucas Rosales como la caída del «defensor de las fuerzas del orden frente a la anarquía» (419). Al fin y al cabo, el ministro representa al gobierno de Franco, que también afirmaba el orden con preferencia a cualesquiera otros valores civiles. Pero, en realidad, el texto del ministro reviste el tono de una elegía, realzando a Lucas Rosales sobre el medio ambiente en que le había tocado vivir. Tras una descripción minuciosa del escenario del asesinato, con alusiones a la hora, a la disposición espacial del lugar del atentado y al posible escondite de los asesinos, aparece un elogio de «sus notables condiciones de carácter, unidas a su relieve social». Líder nato, supo conservar su calma mientras otros de su posición social se desmoralizaban ante la demagogia desencadenada por Bocanegra. Hasta el locutor de radio de quien el ministro recibió su información sobre la muerte del senador, había leído la noticia sobremanera conmovido. El evento -en ello parecen concurrir todos-, ha de tener un impacto decisivo en el destino del país. En suma, a juicio del ministro, Lucas Rosales ha vivido como un héroe. El perspectivismo de Muertes de perro llega a su cumbre, en opinión de los críticos, con la dinámica caracterización del senador Rosales, terrateniente temido por sus enemigos y apreciado y respetado por quienes compartían sus valores.
Podríamos resumir en pocas palabras el tema de nuestra novela: en una época de crisis como la actual, la marcha de la historia resta sentido a la vida. La existencia individual va perdiendo su significación en un ritmo cíclico, y este hecho tal vez explicaría la impresión de Monique Joly de la circularidad de los juegos de perspectivas en Muertes de perro: «El retorno cíclico de ciertos personajes […] o de ciertos lugares […] la reaparición de ciertos temas, todo esto presta al mundo de Muertes de perro una presencia casi obsesiva» (429). El retorno ocurre con cierta periodicidad y con una simetría sorprendente. Al retornar, un motivo o episodio vuelve en forma cada vez más desvitalizada, menos humana, más carente de sentido existencial. La obra empieza y termina con el mismo motivo histórico, la caída y muerte de Bocanegra, prolongada y epilogada por el malogrado historiador Pinedo. Pero, ¡qué contraste entre el principio y el fin!: si Pinedo parte del afán de prestar sentido a su propia vida conservando y escribiendo la historia de su país, acaba por abandonar su historiografía, involucrándose directamente en una historia que, según la experiencia ha mostrado, priva a la existencia de sentido. Lo mismo que el Infierno dantesco, Muertes de perro prosigue en círculos descendentes, con episodios de cada vez mayor depravación, hasta desembocar en el tiranicidio / ¿parricidio? cometido por Tadeo y, en un nivel inferior aún, en el asesinato en que Pinedo imita a Tadeo, matando a Olóriz. Con cada vuelta dada alrededor del eje de la novela, que es la relación entre el dictador y su secretario, el lector se siente más próximo a la verdad histórica sobre el asunto, pero más distante de la verdad de la vida humana.
Arroja luz sobre esta dicotomía otra ficción de Ayala, de estructura más sencilla, aunque también en forma de espiral. Recuérdese que, en las dos importantes colecciones de relatos de 1949, Los usurpadores y La cabeza del cordero, presta sentido a la vida la aceptación de la responsabilidad de proceder con amor al prójimo, y, si el prójimo pertenece al bando contrario, de intentar una platónica integración. A la inversa, priva de sentido a la existencia el evadir semejante deber. Ya hemos analizado «El tajo» sirviéndonos de esta clave hermenéutica. Pero entre los cuentos de Los usurpadores se encuentra uno que muestra la caída, no de un déspota inerte y taciturno como Bocanegra, sino de un rey enérgico, Pedro I el Cruel (1334-1369), que tiende a cosificar a sus parientes, viviendo por ende una vida cada vez más encerrada en sí. El relato titulado «El abrazo» comienza y termina en el mismo punto: con la lucha singular, fratricida, en el campo de Montiel entre Pedro y su hermanastro Enrique de Trastamara, quien le mata acuchillándole entre sus brazos. Toda la acción de la obra se despliega en la memoria de donjuán Alfonso de Alburquerque, ayo de Pedro, al instante de huir de los enemigos del monarca asesinado. Recurre, pues, en los recuerdos del sabio fugitivo la visión de los dos contendientes, encerrados en el abrazo letal que sella el destino de Pedro. Juan Alfonso había aconsejado moderación, contención y prudente consideración de todas las posibilidades políticas heredadas por Pedro de su padre. Pero en Castilla los sucesos, para Juan Alfonso indominables, giran descendiendo en forma de espiral hacia el desenlace sangriento. Juan Alfonso había aconsejado a Pedro cautela en su tratamiento de doña Leonor de Guzmán, amante de su difunto padre, para evitar la hostilidad de sus hermanastros bastardos. Mas, en el primer círculo de la hélice estructural del cuento, la reina madre doña María, celosa, hace decapitar a doña Leonor. Por desconfianza hacia don Fadrique, hijo de doña Leonor, ya en un círculo inferior del relato, el rey Pedro ejecuta a su hermanastro. Toda la presión de las hostilidades familiares hace que la acción empuje a la catástrofe final. Por último, ya en Montiel, Pedro, esgrimiendo el cuchillo, provoca a su hermanastro Enrique a arrojarse sobre él.
Abundan los paralelos entre «El abrazo» y Muertes de perro. En una y otra ficción, un intelectual marginado toma la palabra al principio y al final, explora el sentido histórico de la violenta acción principal ya vista en retrospección. No obstante, en «El abrazo» el pensador da por clausurada de antemano su actividad, mientras que en Muertes de perro, al revés, el supuesto sabio sólo inicia su acción final, al tiempo de renunciar al pensamiento. Este hecho deja abierto el fin de la obra, cuyos hilos se recogen al comienzo de la secuela, El fondo del vaso, así como en el fondo del Infierno de Dante se descubre el camino del Purgatorio. La lectura de Muertes de perro da la sensación de un descenso, desde la primera hasta la última línea, igual que en «El abrazo». El mismo Ayala ha caracterizado al dictador Bocanegra como «un hueco sombrío, el vacío, el abismo». Cuando cae, «el poder que detentaba va a rodar escaleras abajo: lo ejercerá el triunvirato de los orangutanes [tres individuos incapaces de pensar y controlados por un burócrata menor] dirigido por el cerebro senil de Olóriz» (Ensayos, 585). La estrangulación de Olóriz por Pinedo en el antepenúltimo párrafo de la novela representa una breve prolongación del descenso de la novela. José-Carlos Mainer (xxxiii) ha visto que «la misma acción vertiginosa que [Pinedo] narra acaba por implicarle, y en las páginas finales le enfrenta con Olóriz. […] Uno y otro son almas gemelas en su miseria aviesa, y ese triste, guiñolesco, duelo de inválidos el más ejemplar cierre de una acción que ha acabado por devorar a sus propios testigos».
Visto, pues, el movimiento descendente de la novela, describamos ahora su vertiginoso curso en espiral. Ocurren paralelismos en cada mitad de la novela, donde un incidente de los primeros quince capítulos regresará en un nivel menos humano, más bestial, en los segundos quince. Ya hemos apuntado la relación entre el comienzo (cap. I) y el final (cap. XXX), protagonizados uno y otro por el narrador Pinedo. Y podemos señalar relaciones parecidas entre los capítulos II y XXIX, III y XXVIII, IV y XXVII, V y XXVI, hasta llegar al centro, dominado por doña Concha, la «Gran Mandona», contraparte femenina de Bocanegra. Si el segundo capítulo, tras la rápida enumeración de ocho muertes, destaca las de Bocanegra y Tadeo como las más significantes y enigmáticas, el penúltimo capítulo resuelve el enigma revelando el sentido de la temible confrontación final desde el punto de vista del homicida adúltero Tadeo. En el tercer capítulo y el antepenúltimo aparece el ambicioso oficial de policía Pancho Cortina, que saca a Tadeo de la nada por orden de Bocanegra (cap. III), y después devuelve a Tadeo a la nada con un pistoletazo (cap. XXVIII). Los dos jóvenes viven engañados por la atracción del poder. En el capítulo III Tadeo se cree un «mero desgraciado, nadie» antes de conocer a Bocanegra. Pero su primer encuentro con el dictador, sentado sobre su trono-letrina, le deslumbra, cegándole a la nulidad vital de este dominio. De manera paralela, en el capítulo XXVIII, el coronel Cortina, aunque situado en un plano inferior al de Tadeo, a quien ha muerto arriba, de manera sumaria, en el dormitorio del dictador difunto, reclama alegre el mando que cree suyo. Pero en su precipitación por dar sentido a su vida, da lugar al efecto contrario, cayéndose por la escalera.
Los capítulos IV y XXVII enfocan los esfuerzos del historiador Pinedo por dar sentido a la historia de la nación y, de paso, a su propia vida. En el IV informa de cómo el intelectual español Camarasa describe las prácticas desconsideradas de Bocanegra, su selección de individuos oscuros para ayudarle a convertir al Estado «en finca propia». Pero el XXVII parece parodiar semejantes prácticas, mostrando cómo el mismo Pinedo aprovecha el débil carácter del burócrata Sobrarbe, para apoderarse de las memorias de Tadeo y del dinero detentado por aquél. El episodio tiene reflejos en el último capítulo, donde Pinedo, reducido ahora a la situación de Sobrarbe, se ve obligado por temor de su vida a pasar los documentos y el dinero a Olóriz. Como en el Infierno de Dante, la perpetración del mal lleva al justo castigo. Así, pues, el capítulo V narra cómo Bocanegra postra a la familia Rosales, liquidando al hermano mayor Lucas y envileciendo al hermano menor Luis al nombrarlo ministro de su propio gobierno. Pero en el capítulo XXVI, Bocanegra perece, humillado, a manos de Tadeo, familiar suyo a todas luces, y desde luego amante de su mujer. Las muertes de los próceres en la novela van perdiendo poco a poco su grandeza con la menguante hombría de los líderes muertos: el intrépido Lucas, el inerte Bocanegra, el senil Olóriz.
Narrado el asesinato de Lucas Rosales, su detractor Tadeo presenta el episodio cronológicamente anterior de su castración (cap. VI), quizás arreglada por doña Concha. Con todo, en la segunda mitad de la novela (cap. XXIV), Tadeo se siente existencialmente emasculado por Concha, y ejerce la caridad hacia Ángelo, sobrino de Lucas Rosales (XXV). Si en el capítulo VII Tadeo, al lado de Bocanegra, es cómplice involuntario en la absurda prolongación de la fiesta, en el XXIV resultará cómplice de doña Concha, mujer del dictador, a quien ella quiere asesinar. La depravación de la juventud bajo el régimen de Bocanegra se sintetiza en los capítulos VIII y IX de la primera mitad de la novela, y los XXII y XXIII de la segunda. Los de la primera mitad refieren la bestialización, la pérdida de respeto por la cultura nacional, que tiene lugar en el ánimo de Tadeo, y los de la segunda mitad relatan las consecuencias de su bestial seducción de María Elena, hija de su preceptor Luis Rosales.
En el capítulo X, Pinedo revela en sus memorias el plebeyismo de Bocanegra como bebedor, prefiriendo siempre el aguardiente del país, o durante conversaciones con los campesinos a sus rústicas puertas, o durante fiestas en palacio, donde trama la ruina de los ricos. En el capítulo XXI, se evidencian los frutos de su demagogia, pues aun después de su muerte, las turbas, mientras siguen gritando los eslóganes de Bocanegra, saquean embajadas y conventos. Los capítulos XI y XX informan sobre el estado de la religión en el «País de los Pelados», con su separación tajante entre la fe espontánea del pueblo -donde ésta existe- y el hueco formalismo de la piedad culta. En el XI, bajo órdenes de Bocanegra, su ministro Luis Rosales humilla al poeta Carmelo Zapata, pidiéndole la devolución de una imagen del Niño Jesús tallada por una mano popular que ofende la sensibilidad religiosa del devoto secuestrador. En el XX, una abadesa escribe con horror e indignación que el mismo ministro Luis Rosales murió como «el proto-traidor Judas», suicidándose, con espanto de la comunidad local. La destinataria de esa carta fuera del país y lejos del hecho, intenta comprenderlo, en su respuesta epistolar, con consideraciones extrarreligiosas: el suicidio de personaje tan complejo tuvo que ver con la falta de sentido en su vida.
En los capítulos XII y XIX, se considera la cuestión de la responsabilidad de dos muertes, la del articulista satírico Camarasa y la de Luis Rosales. En el XII, Pinedo, que denunció a Camarasa en un artículo, olvida por un momento su búsqueda de sentido en la vida para protegerse frente a quienes en el futuro puedan acusarle de haber hecho asesinar a Camarasa. Por eso, arguye diluyendo la responsabilidad a través de toda la sociedad. No se trata, en el fondo, de responsabilizarse de nada, sino de evadir su responsabilidad hacia el prójimo y, por lo tanto, hacia sí mismo. En el XIX y en un plano más abyecto, varios personajes intentan indagar los motivos del suicidio de Rosales: ¿qué factores privaron su vida de sentido? Dejando aparte rumores de una enfermedad mental y los de un desorden fisiológico, algunos culpan a la avaricia o al distanciamiento de Bocanegra, mientras que el irresponsable Tadeo, fastidiado con el difunto, piensa, «La cuestión es, por lo pronto, jorobar al prójimo».
En un país carente de normas éticas de gobierno, reina la superstición en las alturas. En el capítulo XIII, Pinedo se informa, medio divertido, de la obsesión de su parienta lejana Loreto, íntima amiga de doña Concha, de las consultas espiritistas para contactar con el espíritu de su difunto marido. Pero en los capítulos XVII y XVIII, estas sesiones adquieren un tinte menos cómico y más sombrío cuando, con gran consternación y pánico de doña Concha, habla el espíritu de Lucas Rosales a través de una médium, y ordena a Tadeo que asesine a Bocanegra. Otra burla de la muerte situada en la primera mitad de la novela recibe un eco grotesco en la segunda parte. El episodio de Fanny (cap. XIV) muestra el triunfo de doña Concha. La muerte de su perra japonesa y el regalo norteamericano de otra igual, para regocijo de la nación, son para Pinedo un incidente marcado por «la frivolidad […] en estado químicamente puro». No así el incidente de Tadeo y el perro sabio de su maestro Luis Rosales. Ahorca al animal del cual iba a depender Rosales para volver a la gracia de Bocanegra (XVI). Recordamos que, en un capítulo posterior (XIX), más distante del comienzo y más próximo al magnicidio final, Rosales ha de suicidarse, sufriendo así una «muerte de perro» paralela a la de la víctima canina de Tadeo. Además, en un capítulo aún más cercano al desenlace (XXV), Rosales se le aparece a Tadeo en sueños, sacándole la lengua con humor negro. Tal pesadilla lleva a Tadeo a su crisis de conciencia. Pero uno de los factores que más le evidencian la carencia de sentido en su vida es la abyección en que lo sume doña Concha. No por casualidad ha situado Ayala en el exacto centro de su novela un capítulo (XV) que demuestra la «condición perruna» de la Primera Dama del país. Aquí percibimos con claridad cómo trae y lleva a Tadeo a su antojo. Notamos la debilidad de Tadeo, asqueado con frecuencia por Bocanegra, e incapaz de resistir a la voluptuosa dama. El argumento parece parodiar el bíblico de José, Putifar y su mujer, o el mítico clásico, dramatizado por Eurípides, de Hipólito, Teseo y Fedra, es decir, el triángulo entre hijo, padre y madrastra; sólo que en el caso presente, el nuevo José o Hipólito no resulta nada casto. Para concluir el análisis de la estructura novelesca, la obra presenta una simetría sólo aparente, porque el camino de la lectura se inclina siempre hacia abajo en la segunda mitad, volviendo en círculos a episodios paralelos de la primera mitad, para hundirse con prisa en un abismo carente de todo sentido vital.
Poco después de la aparición de Muertes de perro, dos reservistas criticaron su técnica de emplear documentos ficticios manejados por el narrador principal. En una recensión de 1959, Jorge A. Paita (71) consideró defecto precisamente lo que, sin sospecharlo él, el novelista había practicado con plena deliberación: «En la concepción inicial del libro», escribió Paita, «en su estructura básica, está el defecto. […] No es extraño, entonces, que no pueda ocultar la naturaleza híbrida de su concepción, ni que la constante referencia a testigos de la acción, la cita y comentario de documentos y otros recursos propios del historiador […] produzcan en el lector algunas confusiones». A las objeciones de Paita, hay que añadir el juicio de A. Fernández Suárez sobre la poca originalidad de tal procedimiento, pues «recursos tan frecuentados como la posesión de documentos que caen demasiado casualmente en manos del cronista» remontan nada menos que a «los papeles de Toledo del Quijote, para no ir a otros precedentes» (23, cit. en Ellis, 203-4).
Ahora bien, precisamente el cervantismo de Muertes de perro puede justificar su índole híbrida, su uso literario de lo enigmático, y hasta su inclusión de documentos ficticios. Ya cuatro años antes de publicar la primera edición, y en un artículo «Experiencia viva y creación literaria: un problema del Quijote» (La Torre, 1954), Ayala había presentado toda novelística posterior a Cervantes como el reiterado intento de reescribir el Quijote. A partir de este libro, la novela rompe con sus antiguos moldes para «alcanzar una expresión totalizadora del sentido de la existencia humana». Pero semejante fin, que consiste en ayudar al lector a esclarecer el mundo y su presencia en él, supone de antemano un sentimiento de inquietud sobre el sentido último de su existencia. De ahí la necesidad de que la novela presente ese «carácter de género híbrido, impuro, de formas fluctuantes e imprecisas, que tantas veces y con razón se le han reprochado». ¡Recuérdese que el ensayo cervantino de Ayala salió a la luz casi un lustro antes que las recensiones de Paita y de Fernández Suárez! El ensayista Ayala afirma que la novela, medio exploratorio de un mundo enigmático, tiene que permanecer abierta a todos los tanteos, siguiendo como modelo el procedimiento cervantino de integrar elementos heterogéneos, de combinar géneros tradicionales, para facilitar «perspectivas muy diversas sobre la vida humana, desde la más alquitarada lírica hasta la cruda chocarrería de la picaresca, y que, en la composición del Quijote, no sólo se acumulan, sino que muchas veces aparecen colocados en agudo contraste» (Ensayos, 682-3).
Nada extraña, pues, la coexistencia de múltiples géneros expresivos en Muertes de perro. En el capítulo XII incorpora Ayala un «sueño» del intelectual Camarasa, que satiriza al país de Bocanegra, fingiendo hechos aplicables al pequeño país nacionalista. La comedia del Siglo de Oro entra en la novela cuando el narrador Luis Pinedo compara a Tadeo Requena con Segismundo, porque, como el joven protagonista de La vida es sueño, se encuentra trasladado a palacio como en sueños (cap. III). El mismo Tadeo percibe la dictadura como una tragedia, en medio de cuyos actos «se intercala de vez en cuando, como en el teatro clásico, algún entremés bufo», tal el secuestro de la imagen del Niño Jesús por el poeta Zapata. Y ¿cómo olvidar la jactancia de miles gloriosas, propia de la comedia latina, puesta por Ayala en boca del Chino López al narrar entre copas la castración del senador don Lucas Rosales (cap. VI)? En el capítulo XXVI, Pinedo ve como un «problema de novela detectivesca» el hecho de que doña Concha comunicase a una amiga el asesinato de Bocanegra antes de que sonara el disparo magnicida. En el mismo capítulo, Pinedo crea suspensión al interrumpir las memorias de Tadeo a la espera de la llamada telefónica de Concha llamándolo al dormitorio del moribundo Bocanegra. Esta interrupción imita la que tiene lugar en el Quijote (Parte I, cap. 8), cuando el protagonista y el vizcaíno quedan con las espadas levantadas. Sólo que el goce estético derivado de la expectativa pertenece en este caso al género de la novela policial. Por contraste, no falta en la obra el lirismo de un diario íntimo escrito por una adolescente, María Elena Rosales (cap. XXII). Tadeo Requena, en cambio, parece estar viviendo en sus memorias una novela picaresca.
Ayala concibe la novela picaresca como «un relato autobiográfico ficticio, escrito en primera persona por un sujeto imaginario de ínfima extracción social, quien, pasando por avatares sucesivos, nos introduce en sectores y ambientes diversos de la sociedad, que podemos así contemplar desde una perspectiva poco favorecedora, es decir, desde abajo» (Ensayos, 758). Intercalado en la Parte I, capítulo XXII del Quijote encuentra Ayala un esbozo de proyecto de novela picaresca, la Vida de Ginés de Pasamonte, proyecto incorporado por Cervantes «en términos sumarios a su obra magna, que, urdida con elementos de todos los géneros existentes […] contiene también en su trama una novela picaresca representada por la presencia y avatares de Ginesillo» (756). ¿Exageraríamos, pues, al ver asomos de picaresca en Muertes de perro, basados en las memorias de Tadeo Requena? Este hijo de turbio origen ve la sociedad con mirada cínica, desde abajo, como el antihéroe de dicho género [1].
Nuestra novela, enigmática y profunda como una selva orquestada de ladridos, apunta con su plurivalencia perspectival a la polifonía de la jauría. A la voz más destructiva, con sus inflexiones picarescas, se opone otra más refinada, que aspira, bien que en vano, a salvar a la jauría del olvido. Siguiendo a Cervantes con su Cide Hamete Benengeli, Ayala ha inventado a un historiador-narrador poco fidedigno para mediar entre los lectores y los sucesos de la novela. Pero si Cervantes concibe la verdad histórica a la manera de Aristóteles, Ayala la comprende, por lo visto, orientado por Wilhelm Dilthey. En Dilthey, la historiografía aspira al rango de una ciencia humana, y Pinedo debe su fracaso de historiador a su incapacidad para seguir en la práctica las teorías en gran medida diltheyanas que él esboza. Dada la crisis de Occidente, atribuida por Dilthey a la pérdida de fe en la razón fisicomatemática, él propone la razón histórica para restaurar sentido a la vida europea. Toda expresión vital tiene significación en cuanto que, como signo, apunta a algo perteneciente a la vida. La comprensión histórica, según Dilthey, refiere significaciones particulares al todo que es la trayectoria vital. Comprender equivale a extraer de la significación el sentido del vivir («Sinn des Lebens», VII, 234-5). La historia explicará cómo la vida en su totalidad ha variado, por qué y para qué. Para penetrar en el material de la historia le parecen a Dilthey siempre útiles ciertas técnicas acumuladas a través de los siglos: «El alegre arte narrativo, la explicación penetrante, la aplicación a la misma del saber sistemático, el análisis en sus conexiones efectivas y el principio del desarrollo, todos estos momentos se suman y se refuerzan los unos a los otros» (VII, 164). Francisco Ayala conoce a fondo el pensamiento de Dilthey, y lo demuestra su agudo comentario a la sociología y a la epistemología del filósofo berlinés publicado primero en La Nación de Buenos Aires del 4 de junio de 1944 (Fortes, 72), y después en su propio Tratado de sociología de 1947 (I, xi, 186-91). Parte Ayala, como Dilthey, de la «percepción de una época histórica de crisis» (I, xviii), y depende de su ciencia particular -la sociología-, así como Dilthey contó con la suya -la historia-, para dar razón de la vida social, prestarle sentido.
Pero Ayala aporta a la sociología una concepción inédita de crisis social, la cual él define como un desfase entre la alta velocidad del cambio histórico y el ritmo normal de cambio perceptible en el ser humano (I, xxiii). En Muertes de perro, tras la formulación de conceptos históricos de claro pergeño diltheyano, el narrador Pinedo, como historiador, no sólo experimenta al pie de la letra el desfase descubierto por el sociólogo Ayala, sino que también sucumbe a la celeridad de los hechos, fracasando por ello en su proyecto historiográfico. Le parece que la vida pierde cada día más sentido, y vienen a menudear en su prosa alusiones al azar. Como explica Dilthey, con una metonimia que sustituye al historiador por el pasado que él estudia, «[El] pasado caza furtivamente con reclamo para conocer el tejido de la significación de sus momentos. Y su interpretación permanece insatisfactoria. Nunca nos las habernos con lo que llamamos el azar: lo que era importante para nuestra vida como magnífico o como temible, parece entrar siempre por la puerta del azar» (VII, 74). O, como glosa Ortega el mismo pasaje, «el azar es el elemento irracional de la vida». En términos plásticos, «si nos representamos la forma de una vida como un círculo, el azar será la indentación de su circunferencia y esa indentación será más o menos penetrante. De esta manera conseguimos acotar racionalmente ese factor irracional de todo destino» (VIII, 468).
Examinemos ahora el diltheyanismo de nuestro historiador Pinedo y las causas de su fracaso como tal historiador. Empieza, como Dilthey, con pretensiones científicas de escribir «con el desengaño de la pura verdad», marginado de los acontecimientos mismos. Su método no variará de los tradicionales descritos por Dilthey como adecuados al historiador, pues se dedica a la labor de «juntar y ordenar los materiales, allegar las fuentes dispersas, y trazar algún que otro comentario, aclaración o glosa que concierte y relacione entre sí los acontecimientos, depure los hechos y establezca el verdadero alcance y el cabal sentido de cada suceso» (la cursiva es nuestra). Además, tal cual Dilthey, bien que con fines morales, Pinedo quiere ofrecer su historiografía como un instrumento para orientar al país en medio de la crisis contemporánea. Desea que su futura crónica de la nación «sirva de admonición a las generaciones venideras y de permanente guía a este pueblo degenerado que alguna vez deberá recuperar su antigua dignidad, humillada hoy por nuestras propias culpas, pero no definitivamente perdida».
Al principio, vive la discrepancia entre la velocidad de la crisis y la lentitud natural de la vida en sociedad, pero poco a poco, se encuentra implicado, arrastrado por el torbellino, y tiene que dejar la pluma para siempre. Al comienzo de los primeros dos capítulos de la novela se advierte el contraste entre la vertiginosidad de los eventos historiados en narrativas o en el cine y la lentitud y calma cotidiana con que se despliegan en la vida cotidiana. Aquí Pinedo piensa con claridad, exponiendo en conjunto los datos de las muertes que toda la novela aclarará después. Viene en el capítulo II la enumeración de ocho muertes, según el censo de Monique Jolie, y a estos asesinatos las investigaciones de Pinedo intentarán prestarles sentido histórico: el dictador Bocanegra, su secretario Tadeo Requena, el Chino López, el senador Lucas Rosales, el jugador de billar José Lino Ruiz, dos periodistas españoles y doña Concha, mujer del Presidente. Buen diltheyano, a Pinedo no se le oculta lo azaroso de la historia, y hasta emplea el léxico de Dilthey para reconocerlo: «En la ruleta de períodos turbulentos como éste se ve funcionar más al desnudo […] ese misterioso factor de la vida humana al que llamamos suerte: la buena o la mala suerte se manifiesta entonces a través de las más estupendas combinaciones del azar». Ya comienza a poner en marcha la razón histórica de Dilthey al eliminar el factor del azar en la muerte de doña Concha: su exhibicionismo en público invitó a su inevitable fin.
Dilthey elogia la autobiografía como la expresión de la plenitud de la vivencia artística de su tiempo. La concibe como una interpretación de la vida «en su secreta fusión del azar, destino y carácter» (VII, 74). Pinedo, muy a pesar suyo, considera tan importante la «especie de autobiografía» del odiado Tadeo Requena, que debe servir como «la piedra angular para cualquier construcción histórica erigida en el futuro». La prueba la descubre Pinedo en el comienzo de estas memorias, donde lee el pensamiento, no por poco original menos oportuno, ni torpe, ni falso, de «hasta qué punto es imprevisible el curso de la humana existencia». Aquí coinciden ambos narradores, Pinedo y Tadeo, con Dilthey. Si éste aplaude a la alegre musa de la narración, la naturalidad con que Tadeo narra su primer encuentro con Bocanegra dice más para Pinedo sobre la vileza del dictador que ninguna diatriba de sus críticos más feroces. Sin embargo, la excesiva proximidad de Pinedo, su tendencia a interferir en el texto de Tadeo, le desvía, pese a las apariencias, de su alta misión historiográfica. Arremete contra Bocanegra, contra la universidad nacional y contra el doctor Luis Rosales. Agrega el rumor, nunca bien investigado, del parentesco ilegítimo entre Bocanegra y Tadeo. Reproduce en su propia historiografía la teoría, elaborada entre copas de coñac y, por ende, problemática, del periodista español Camarasa sobre la práctica de Bocanegra de elevar al poder sujetos oscuros como Tadeo para concentrar todo el control de la nación en sus propias manos.
Consciente de desviarse del camino ortodoxo de historiador objetivo, Pinedo se defiende a veces con alusiones humorísticas a la frase de Pascal (362) sobre la nariz de Cleopatra. La aplicación de esta ocurrencia a la historia aparece en las páginas de Ortega y Gasset (IV, 175), para quien comprendemos del pasado sólo la «estructura general» de los eventos. Según él, cada objeto de estudio, cada hecho, impone al investigador una distancia óptima para la captación de su esencia. Por tanto, «el historiador miope que no sabe desprenderse de los detalles es incapaz de ver un auténtico hecho histórico, y nos da ganas de gritarle que la historia es aquella manera de contemplar las cosas humanas desde distancia suficiente para que no sea necesario ver la nariz de Cleopatra» (IX, 55). Pues bien: Luis Pinedo con su cortedad de miras, enfoca sólo los detalles con incapacidad para ver los hechos en su justa escala. Si, a su modo de ver, «la frivolidad puede alcanzar dimensiones trágicas» vista sobre el fondo de sus consecuencias sombrías, trivialidades como el espiritismo de doña Concha y su amoralidad sexual, afectan a la conducta de Tadeo y le impulsan hacia el tiranicidio, con olvido de las más profundas raíces sociales de los acontecimientos.
Lo mismo puede decirse del impacto desmesurado del azar que Pinedo cree percibir en ellos. Plantea, al parecer, un dilema diltheyano al preguntar, «¿Hasta qué punto interviene el factor azar en la Historia? He aquí un lindo tema de disertación académica. […] Su cuestión podría conectarse enseguida con el papel atribuido a la nariz de Cleopatra, con el concepto de Fortuna en el Renacimiento, y con ese misterioso quid que en la vida cotidiana de cada uno llamamos suerte». Sin embargo, cada vez que Pinedo invoca al azar, debe reconocerse bajo éste la fuerza de la crisis social, una coyuntura histórica que acelera los eventos hasta dar sentido hondo a las conductas individuales. A veces hay en nuestro narrador ecos diltheyanos al ponderar el accidente de Pancho Cortina que le impidió asumir el mando del país: «Aunque sea volver al tema de la suerte […] es evidente que si a Pancho Cortina no se le ocurre caerse escaleras abajo, a esta hora su sonrisa de dentífrico luciría en el marco de los retratos oficiales en lugar de la mirada bocanegresca que aún pende, interina, en el testero de muchas oficinas públicas». Pancho Cortina, apresurándose para ponerse al compás de los sucesos, dio su paso en falso tal vez por la excesiva velocidad de la historia en época de crisis. Y, dado el caos que la crisis produce, aunque Pinedo se asombre («¡Qué vueltas tiene la vida, a veces, tan extrañas!», ¿resulta acaso del todo inconcebible que, en ausencia de Cortina, el poder absoluto sobre la nación cayera en manos de quien menos se hubiera esperado, el senil Olóriz? No de otra manera cabe explicar la para Pinedo inexplicable llegada de muchos documentos, cargados de valor historiográfico, a sus manos de historiador. Así, ya en el capítulo III, nos informa de que la «pieza maestra de la presente historia» que son las memorias de Tadeo, base del futuro libro que ha de escribir él, ha venido «por pura casualidad» a caer en su poder como una caja de Pandora, llena de sorpresas iluminantes. El hallazgo perderá toda su calidad de sorprendente en el capítulo XXII, donde Pinedo narra cómo, al saber de la existencia de las memorias, coacciona a su compañero de pensión Sobrarbe asustándole lo suficiente para que se las entregue. El espanto está arraigado en «los tiempos azarosos que vivimos». Idéntica explicación puede valer para la posesión por Pinedo de documentos como el diario íntimo de la joven María Elena y la correspondencia entre la viuda de Lucas Rosales y su prima la abadesa sobre el suicidio de Luis Rosales. Cuando Pinedo revela que esos papeles le han «caído del cielo», quiere decir, medio en broma, que los ha recibido de manos de un cura. Y ¿hasta qué punto ha intervenido la «Casualidad», como la mayusculiza Pinedo, si una de las monjas, parienta lejana suya, había mencionado alguna vez su nombre al párroco don Antonio en un momento de turbulencia nacional, por lo cual éste hubo de entregar los documentos al historiador?
¿Cómo explicar, pues, que disponiendo de tantos recursos documentales, Pinedo fracase como historiador? Irónicamente, la misma crisis que echaba sobre él datos a manos llenas, le había robado la holgura y ecuanimidad necesarias para historiarlos. El vendaval de eventos que, en diarios, memorias y cartas privadas había turbado tantas existencias, privándolas de sentido, afectaría a Pinedo en idéntica manera. Esta conclusión nos la imponen las afirmaciones de Pinedo, a través de la obra, de ir faltando a su alta misión de cronista de su país. La presencia del capítulo XII, que interrumpe la narración del progreso de Tadeo hacia su acto homicida, señala la claudicación de Pinedo como historiador, causada por miedo. Desde el comienzo confiesa que se ha «dejado arrastrar un poco» por la energía de las memorias de Tadeo, que se ha «apartado del propósito de [sus] notas», definible como la reunión y crítica de los documentos para poder historiar «nuestros actuales desastres» en un momento de mayor sosiego. Sin embargo, inserta en el capítulo XIII una pregunta retórica esclarecedora: «¿Quién me defendería ahora si, pongo por caso, un día me acusaran de haberlo hecho asesinar [a Camarasa] ?» Y, a pesar del arranque del XII, con su reconocimiento de una desviación de propósito, continúa el rodeo hasta el final del capítulo. Por que le urge refutar la impresión general, producida por una opinión que Tadeo ha expresado en sus memorias: la de que sólo la diatriba publicada de Pinedo contra la sátira de Camarasa ha llevado a la muerte de éste. Según veremos cuando examinemos la repercusión de Muertes de perro en El fondo del vaso (ver [z], infra), el temor de Pinedo está bien fundado, pues en tiempos de crisis, los documentos escritos llevan a la imputación de crímenes, o a las personas aludidas en tales escritos, o a los autores de los mismos.
La autocrítica de Pinedo continúa, reflejando asomos de conciencia en un personaje que no brilla por su consideración para con el prójimo. En una nota necrológica sobre Unamuno, escrita por Ortega en el exilio durante la Guerra Civil Española, se lee una pequeña confesión que bien podría describir el estado de ánimo de Pinedo. Así Ortega: «Han muerto en estos meses tantos compatriotas que los supervivientes sentimos como una extraña vergüenza de no habernos muerto también. A algunos nos consuela un poco lo cerca que hemos estado de ejecutar esa sencilla operación de sucumbir» (V, 264). Y Pinedo: «Me pregunto si hago bien en extenderme tanto y recoger tan al detalle pamplinas como éstas, aquí encerrado en mi cuarto, cuando los principales actores del cuento han muerto ya de muerte violenta, mientras la gente afuera sigue matándose con frenesí, y pende en verdad de un hilo la vida de cada uno de nosotros.» Las pequeñeces pueden, razona Pinedo, herir o despertar a la realidad, como un «bofetón» o un «escupitajo». De tal manera ofrece el intelectual una justificación, bien que débil y poco convincente para él mismo, de su distanciamiento de los eventos para comentarlos.
No sólo se siente Pinedo turbado por la posible peligrosidad de escribir y por sus resquemores de conciencia de no haber muerto, sino también por el poco orden con que escribe, en una especie de capitulación ante el caos del ambiente. Encuentra sus apuntes «demasiado desordenados, y hasta […] caóticos», debido, con toda probabilidad, al desorden en torno suyo, y a la agitación y la inquietud del ánimo con que labora. Aguarda un tiempo de mayor normalidad y sosiego para examinar mejor su obra, narrar los hechos (como exige Dilthey) en orden cronológico y dotarles de sentido. Entretanto, «estos papeles no son sino un ejercicio, como el de los músicos cuando templan sus instrumentos». Muertes de perro, pues, cobra el aire de una estructura inacabada, pero sus aparentes andamios constituyen, según ya hemos visto, una arquitectura casi simétrica y bien articulada. En una alusión más al estado imperfecto de su trabajo, Pinedo decide omitir muchos detalles o condensarlos para su redacción definitiva de la historia patria. Dice ignorar por qué ha prodigado tantas nimiedades ya en su versión penúltima. Con todo, viene la explicación en un paréntesis revelador, en que se compara con el individuo a quien odia: «Y ahora, después de garrapatear estas líneas (¡ya estoy yo como el Tadeo Requena!; pero es que, no siendo fumador, sólo el escribir me ayuda a tranquilizar los nervios); y ahora, más calmado, digo, trataré de concentrarme […] y ver lo que hago». La escritura ha supuesto una afirmación de la vida frente a la mortandad tan patente del entorno.
La crisis presente afecta al narrador de Muertes de perro, despojando su vida de sentido y obligándole a mirar por su seguridad personal inmediata. Aunque al comienzo del último capítulo lamenta el colapso de su empresa historiográfica, en realidad empezó a abandonarla tan pronto como asumía la perspectiva de la «nariz de Cleopatra». También se aleja de su proyecto en el capítulo XII, cuando quiere defenderse de cualquier futura implicación en la muerte de Camarasa. Su nerviosismo habitual se intensifica al final de la novela, por temor a la acusación de Olóriz. Así como él intimidó a Sobrarbe para que le pasara el dinero de Tadeo, se encuentra ahora pagado en la misma moneda por Olóriz, a quien promete entregar los fondos en cuestión. Es más: se siente víctima y verdugo de sí mismo, porque, al escribir que volvió a casa «con la muerte en el cuerpo», emplea la locución que el asesino Tadeo había aplicado al asesinado Bocanegra. Hasta tal punto se identifica con Tadeo, que entra de lleno en la crisis, asesinando a la figura más poderosa del momento y sumiéndose así en la bestialidad generalizada que ha criticado a lo largo de Muertes de perro.
El autor de Muertes de perro quiso componer una novela abierta. De aquí su polisemia y su final indeciso, en que el destino del país anónimo y de su fallido cronista Luis Pinedo queda por ver. ¿Ha de prolongarse la cadena de violencias heredada de Bocanegra por Tadeo, y de Tadeo por Olóriz, y de Olóriz por el propio Pinedo? ¿La muerte seguirá acompañada de crueles resurrecciones? La respuesta llegará con la publicación, sólo cuatro años después, de El fondo del vaso (1962). Si Muertes de perro, con sus elaborados juegos de simetrías, examina el vano intento de buscar el sentido de la vida en condiciones de penuria y represión, El fondo del vaso, con una economía de medios artísticos, reanuda la narración de esa búsqueda, ahora con resultados vagamente esperanzadores bajo condiciones de democracia y prosperidad (Ayala, Ensayos, 580-81). Concluyamos este proemio con el examen de la presencia, en la segunda novela, de elementos que consideramos esenciales a la primera y que recurren transformados con sutileza.
Mariano Baquero Goyanes, entre otros, ha recalcado la intertextualidad entre las dos novelas, con tres personajes en común, igual ámbito centroamericano, análoga experiencia reciente de un disturbio político, y el esfuerzo, tal vez más sostenido en la segunda obra, de ir en busca del sentido de la existencia. Los tres personajes, el comerciante José Lino Ruiz, el periodista Luis R. Rodríguez y el financiero Doménech, con presencia secundaria en Muertes de perro, pasan a primer plano en El fondo del vaso, cual ocurre en las novelas seriadas de Balzac y de Galdós. Como los trozos de un caleidoscopio, los componentes esenciales de Muertes de perro se reordenan y cobran significaciones sutiles y nuevas en esta continuación. Por ejemplo, el título de la novela de 1958, con sus muertes que llevan consigo simbólicas resurrecciones, recurre alterado en el primer capítulo de El fondo del vaso, titulado «Muertos y vivos». La obra del 62 comienza con un juego entre dos sentidos de «muerte», la física y la existencial. Frente a Luis Pinedo, que en su inventario de los muertos (Muertes de perro, cap. II) incluyó a Ruiz y a Rodríguez, el primero, animado por el segundo, toma la palabra, refuta la afirmación de su muerte en la acepción biológica, y poco a poco viene a percatarse de su propia «inexistencia» en el sentido de autorrealización. «Muerto» Ruiz en sentido figurado, le sustituye en su casa Rodríguez, ocupando su comedor y, sin saberlo el comerciante, también su alcoba. Así que, en una y otra novela, la «muerte» ocasiona «resurrecciones». En El fondo del vaso, además, los símbolos animales no desaparecen, pero varían de significación, pues si antes connotaban seres vivos que actúan por reacción, ahora cobran valores simbólicos asociados con la humillación y con el sacrificio ritual, como el macho cabrío, bestia cornuda, burlada y encerrada, o el toro llevado a la plaza mortal (216-17). Comparándose con ellos, Ruiz prepara su ánimo para la contrición que le permitirá entender su propia nulidad, arrepentirse de su pecado original o deficiencia ontológica y potenciarse para la redención. En Muertes de perro había podido tomar por modelos a Tadeo Requena en su momento de caridad para con Ángelo Rosales, o a María Elena Rosales en su diario íntimo. En realidad, sigue el ejemplo de su propia mujer, Corma, adúltera arrepentida a última hora, y que presenta ante su marido encarcelado el triste espectáculo de un «loro [corrido] a escobazos» (242).
Como el título de Muertes de perro, el de El fondo del vaso refleja la polisemia de la obra entera, porque si, por un lado, recoge de la novela anterior la connotación de la degradación humana, simbolizada por el fondo del vaso de aguardiente en manos de Bocanegra, ofrece, por otro lado, un nuevo sentido de posible redención, como cuando alegres bebedores de antaño levantaban sus copas y exclamaban:
«¡Hasta verte, Jesús mío!», antes de vaciar sus copas y contemplar la imagen de Cristo pintada en el fondo de las mis mas (Fondo, 24). En la segunda novela, los dueños de la innominada república centroamericana ya no son el dictador y su esposa, sino la corrupta burguesía de la capital, que, como en su día Bocanegra, tiende a mirar el mundo a través de sus vasos de licor. En esta obra, como en la otra, emplea Ayala el perspectivismo. Pero con la diferencia de que la escritura, más sencilla, obliga al lector a mayores sutilezas para valorar a los personajes. Las primeras dos partes de la novela cosen un género literario a otro, como hacía Cervantes; la tercera y última consiste en un monólogo interior del protagonista, Ruiz, que también ha escrito toda la primera parte, salvo el primer párrafo, compuesto por Rodríguez en nombre suyo. Lo cual nos indica cómo hay que leer toda esta primera parte, teniendo en cuenta la estulticia de Ruiz, para restar lo que en su discurso hay de exagerado, y colaborando en la creación de los personajes, como ya hemos colaborado en la creación de enigmas vivientes como Bocanegra, Tadeo Requena y los hermanos Rosales en Muertes de perro. Ruiz, instado por Rodríguez, ha querido dotar su vida de sentido rebatiendo Muertes de perro en un panfleto polémico, que, sin embargo, a causa de su abulia, abandona y convierte sin previo aviso en diario íntimo. Viendo, en El fondo del vaso, cómo Corina, Candelaria Gómez, Luis Rodríguez, su hijo Júnior, don Cipriano Medrano y otros personajes buscan o eluden el sentido de sus vidas, llegamos a conocerlos mejor que el protagonista mismo de la novela. La segunda parte, compuesta de recortes periodísticos, da la palabra al sector altoburgués de la sociedad, que representa el diario El Comercio aludido ya en Muertes de perro. Los asesinatos de esta última novela se reducen a uno solo en El fondo del vaso, y la información periodística reviste el tono de una novela policíaca -notable también a veces en la narrativa de Luis Pinedo en la obra anterior- cuando informa sobre los indicios que la policía descubre en busca del asesino del Júnior Rodríguez. Entre los sospechosos figuran pandillas de adolescentes de la gran urbe y sus enemigos, los miembros de un culto primitivo, que recoge y refuerza el elemento de superstición presente en la trama de Muertes de perro. Ruiz se ve detenido y acusado por un homicidio que él no ha cometido. Pero, en vez de seguir el declive de doña Concha encarcelada en Muertes de perro, opta por la prestación de sentido a su existencia mediante el perdón y el arrepentimiento.
¿Cómo explicar, luego, la catarsis que experimentamos tras la lectura tanto de Muertes de perro como de El fondo del vaso? Nos encontramos edificados, evidentemente, al contemplar el esfuerzo final de José Lino Ruiz por luchar contra su propia necedad y encaminarse hacia la autorredención. Mas si nos sale al encuentro una cierta ejemplaridad positiva en El fondo del vaso, en Muertes de perro el fenómeno catártico resulta más complicado. Cuando personajes como Tadeo Requena al socorrer a Ángelo, María Elena Rosales al escribir su diario, su padre al suicidarse y Bocanegra al entregar la pistola a Tadeo, descubren la inanidad de sus propias existencias, el encuentro consigo mismos los depura de toda la hojarasca superficial de sus vidas. Luego, o pueden seguir viviendo con pleno sentido, fieles a lo esencial, o pueden dejar de lado la vivencia de su autopurgación recayendo en la corrupción de siempre. La primera alternativa nos proporciona un ejemplo positivo, la segunda alternativa uno negativo. De ahí la sensación de frescura que nos suministra la inmersión como lectores en una y otra novela. De ahí también la paradoja de que, si Muertes de perro nos ofrece una cantidad abrumadora de violencias, terminemos su lectura mejor armados para procurar el sentido de una vida auténtica en medio de las más confusas circunstancias sociales.