Glorioso triunfo del príncipe Arjuna

“El sueño de Arjuna”

Despertó con un grito de angustia, y se incorporó en la cama. También Sendar, su preceptor, se había despertado al oír el grito.

—¿Qué es eso, príncipe Arjuna? ¿Qué te pasa? ¿Qué estabas soñando? —le preguntó desde el fondo de la oscuridad.

Algo tardó el joven en responder; sus ojos rebrillaban, espantados. Y cuando ya se hubo repuesto un poco, le explicó que había tenido un mal sueño, una pesadilla: había soñado que estaba como otras veces jugando al polo con sus primos y tíos mientras que el abuelo, instalado con su séquito a un lado del campo, contemplaba el partido. "Jinete en mi caballo blanco —refirió Arjuna—, corría yo más ligero que el viento, atajaba con fácil agilidad y golpeaba sin fallar la pelota sobre el césped, y a cada golpe afortunado de mi mazo el corazón me saltaba de felicidad. Todo era alegre, luminoso y diáfano bajo el cielo azul. Yo me sentía inundado de dicha. También mi caballo parecía disfrutar de esa delicia que recorría mis venas, adivinando los movimientos, las vueltas, los giros súbitos, las inflexiones que yo exigía de su destreza para atinar en cada jugada.

Me sentía seguro, muy seguro; sabía que iba a ganar: pero era el ejercicio mismo, el placer del juego, tan exacto, lo que me exaltaba a una altura indecible. Hasta que, de pronto.

De pronto, inexplicablemente, mi caballo se detiene, se alza en sus patas traseras, remonta, y cae para atrás, se desploma encima de mí. Aplastado quedé bajo su peso. Y ahí me veo ahora sin poder moverme. Me doy cuenta de que jamás podría escapar de ahí.

Con angustia, miro entonces alrededor mío, y observo que mis compañeros de juego, mis parientes y amigos, se han acercado y me rodean, pero que se están quietos sobre sus cabalgaduras, que no bajan a ayudarme, que no acuden a mí, que no hacen nada, que no dicen nada. Y cuando quiero implorar su ayuda, percibo con terror en las miradas de todos ellos una expresión de burla solapada, de odio burlesco, una expresión de desprecio hacia este pobre jinete caído. Bajo el peso abrumador del caballo, siento que ya no puedo respirar más. Y es en ese momento cuando me he despertado. Grité, ¿verdad? Todavía tengo oprimido el pecho.." Así dijo; y tras una larga pausa, con voz que recaía en los tonos infantiles, suplicó:

—Maestro, querido maestro, ese sueño horrible ¿qué podría significar? Sendar reflexionó un rato, y luego respondió al joven príncipe:

—Los sueños, Arjuna, suelen significar al mismo tiempo cosas diversas y, sin embargo, todas ciertas. En ese sueño tuyo cabría leer una advertencia muy seria contra los peligros que acechan a tu edad. Apréndete la lección.

¡Qué seguro, qué dueño de ti cabalgabas sobre tu caballo blanco, ese animal espléndido y tan bien adiestrado que, cual si formara parte de tu propio cuerpo, obedece al instante una presión de tus talones o de tus rodillas, un leve tirón de la rienda! Sobre su lomo creías señorear el mundo.

Pero (date cuenta) el placer de tal señorío, el exceso de tu vitalidad juvenil, te hacía, al contrario, esclavo de ese mundo del que te considerabas dueño feliz. Acogías en tus pulmones el aire fresco; el sol te acariciaba la piel; absorbías por las narices el dulce olor del césped, por los ojos te entraba la hermosura del campo, y la dócil energía de tu caballo aumentaba la sensación de tu poderío. Así, dejabas que un júbilo inmenso recorriera tus venas y levantara tu corazón. Seducido por la naturaleza, eras en verdad su cautivo.

—¿No es así, príncipe Arjuna?

—Cierto es, maestro. Mi caballo era prolongación de mi propio cuerpo, como tú lo has dicho.

—Más bien era tu cuerpo una parte de ese animal cuyos cascos batían la tierra mientras que tu mazo perseguía y golpeaba la veloz pelota. Pero escucha, Arjuna: por bien amaestrado que esté, un animal puede siempre entregarse al incalculable impulso del momento. Y aquí vendría la advertencia de tu sueño: de repente, sin razón que lo explique, tu caballo se encabrita y cae de espaldas sobre ti; de repente, aquella infinita felicidad tuya se ha trocado en un dolor insufrible. Tal es la lección: guárdate de ti mismo, Arjuna. Jamás te entregues, confiado, a la espontaneidad de la naturaleza, cuyas fuerzas son avasalladoras y tremendas; y menos que nunca, ahora, a tu edad, cuando estás creciendo y haciéndote hombre, y la sangre te arde en las venas.

Arjuna se quedó ensimismado, meditando las palabras de su preceptor.

Al cabo, con un suspiro de alivio, musitó:

—En fin, todo ha sido no más que un sueño.

—Un sueño ha sido, sí; pero mientras lo estabas soñando —replicó Sendar— ¿no era para ti todo igual que si estuvieras despierto? ¿la felicidad que sentías primero, y luego el dolor? Tu grito fue terrible, y tu respiración era convulsa.

—Sí, maestro. Y todavía me dura la opresión del pecho.

—Un sueño nada más, pero la felicidad te parecía muy verdadera, y demasiado verdadero el dolor que le siguió. Entonces, ¿por qué te conforta el pensar que sólo fue un sueño? ¿Dónde están las fronteras entre el sueño y la vigilia? Si todavía te oprime la angustia de lo ocurrido en sueños, ¿por qué has de creer que tus movimientos en el mundo, lo vivido despierto, sea de un tejido más firme, de una materia más consistente que lo soñado en tu lecho? No, hijo; el velo de Maya es una trama de meras ilusiones, y nuestras vidas están hechas con la misma estofa de los sueños.

Tus primos y tíos, parientes, amigos, tus compañeros de juego tal cual los soñaste, son tan reales o tan irreales como ellos mismos cuando luego, o mañana, te los encuentres en casa del abuelo. Y tú mismo, príncipe Arjuna,tampoco eres más real ahora que lo eras hace un rato cuando cabalgabas en el campo soñado, o caído ya al suelo bajo el peso de tu caballo. Esta misma conversación que mantenemos ahora, tus palabras y mis palabras, ¿cómo podrías estar seguro de que no son también cosa soñada?

—Pero entonces, maestro —interrogó consternado Arjuna—, entonces ¿lo único real sería este dolor que, viniendo de un sueño, todavía me aflige despierto?

—Arjuna, hijo, el dolor no es más real que la fugaz felicidad, porque ni felicidad ni dolor son más reales que el cuerpo que los siente. Tan pronto como tomes conciencia clara de ello, una conciencia a fondo, te habrás colocado por encima de los engaños del mundo.

—Y ¿cómo podría tomar esa conciencia honda, una conciencia tan clara que me libere de la ilusión?

—Sólo teniendo presente de continuo que todo cuanto ha nacido debe morir; que a todos nos espera la muerte, lo mismo al ave altanera que al feroz tigre; al rey que al mendigo; que, tal como las nubes desaparecen en el cielo sin dejar huella de su paso, también tu cuerpo volverá a la inexistencia para no padecer ni gozar más.

—Pero entonces, Sendar —concluyó Arjuna, perplejo—, lo que tú recomiendas vale tanto como negarse a la vida, anticipar en vida la inevitable muerte.

—Arjuna: si sabes que has de morir, estás ya muerto; pero si ya estás muerto, eres inmortal.

“Arjuna juega al ajedrez bajo una pérgola”

En otra ocasión, algún tiempo más tarde, quiso el príncipe Arjuna confiarle a su preceptor las dudas que, tras una experiencia turbadoramente dulce, agitaban su corazón. La escena que refirió a Sendar había tenido lugar en los jardines del abuelo, cuando el príncipe adolescente distraía las horas de la siesta jugando, como solía, al ajedrez con una delas jovencitas de la corte a quien conocía desde que ambos eran niños pequeños. El jardín estaba sumido en la calma de un silencio denso. Sólo podían oírse el zumbar de algún insecto rondando las enredaderas y, de cuando en cuando, el golpecito de la pieza movida sobre el tablero por uno u otro de los jugadores.. Finalmente, la partida había terminado; había terminado en tablas, y los jugadores quedaron silenciosos frente a frente por un buen espacio. Al cabo, Arjuna se alzó de su asiento y, perezosamente, fue a cortar un crisantemo para obsequiar a su amiga. Acercándose a ella, se lo prendió al pelo, junto a la oreja, bajo una de sus hermosas trenzas negras. Luego se demoraron sus dedos sobre la adornada cabecita, rozaron la frente, acariciaron las suaves mejillas y, por último ya, sus manos se le negaban a separarse del cuerpo cálido de la muchacha que temblaba bajo la ligerísima ropa. No acertaba ella a decir nada, nada decía ella: los labios le vibraban, pero no emitían palabra alguna. Tampoco hablaba él, pero comenzaban a hablar en lugar suyo las muestras ostensibles de su deseo carnal. Y ahora la muchachita, fascinada y llena de terror, miraba fija hacia el arma rígida con la que el joven parecía dispuesto a abrir la herida de su tierno vientre.

Cual los del sorprendido viajero ante quien de improviso se ha erguido en la selva un reptil amenazante, sus ojos cándidos no lograban desviarse de su amenaza. Fue un momento interminable, un momento de tensa, de cruel expectación. Pero al fin el terror de la pobre criatura hizo que en el ánimo del príncipe cediera el deseo a la lástima: su arma temible, ablandada poco a poco, se había transformado en inofensiva flor de loto. Arjuna besó en la frente a su amiga cuyos ojos empezaban a derramar lentas lágrimas y, muy confuso, se retiró del jardín.

—¿He hecho bien, querido maestro? —preguntó a Sendar, que con toda atención había escuchado su relato.

—Tu conducta, hijo —respondió el preceptor—, ha sido fruto admirable de tu buen corazón, y nadie podría sino colmarte de elogios por lo que has hecho: contrariando los deseos de tu sangre joven, te has negado a ti mismo el placer que tenías tan a mano: y, conmovido ante los temores de tu virginal amiga, supiste echarte atrás y privarte tú por no lastimarla a ella.

¡Laudable conducta! Bien puedes sentirte satisfecho. Pero ¿lo estás realmente? ¿De dónde viene tu confusión, tu perplejidad? ¿Cuáles son tus dudas? La cuestión no es tan sencilla.

Como Arjuna, baja la cabeza, no respondiera al pronto, continuó su preceptor de esta manera:

—Vivimos, Arjuna, en el mundo, y mientras en él estemos, estamos condenados al sufrimiento: estamos condenados a padecer dolor, pero también a infligirlo. Con tu noble continencia frente a esa muchacha has eludido tu parte de condena (la necesidad penosa de hacerle daño), a la misma vez que la privabas a ella de algo que la naturaleza prescribe. ¿No piensas que acaso le habrás causado decepción y pena con renunciar a aquel acto que ella, sin duda alguna, temía de ti, pero que al mismo tiempo esperaba de ti? Reflexionaba Arjuna: "condenados, no sólo a padecer dolor, sino a infligirlo también". ¿Querrá decir esto que no hay escapatoria posible? ¿que eres causa de sufrimiento para los demás, y para ti mismo, tanto por tus actos como por tus omisiones? ¿que no puede librarse uno, como lo intentan los ascetas, los ermitaños, los santos del desierto, mediante el recurso de acogerse a la inacción? —No —prosiguió Sendar, contestando así a las preguntas que el joven no había formulado en voz alta sino sólo para sus adentros—. No, del mundo es inútil huir refugiándose en la pasividad. Mientras vives, no puedes ni por un instante dejar de estar haciendo algo: ociosas las manos, la mente trabaja. Y quien reprime los impulsos sensuales de su naturaleza, pero mantiene su pensamiento ligado al mundo, se engaña a sí mismo. Tú, Arjuna, has dominado tu deseo de esa joven,pero ¿no sigue estando en tu imaginación su figura bella? Más vale, príncipe, aceptar lo que la propia condición y estado impone, siempre que sea, no para satisfacción de la mera voluptuosidad, sino con la mira puesta más allá y más arriba del acto mismo.

Así, habrás elevado y dignificado lo que son exigencias del mundo, y todo cuanto hagas estará bien hecho, pues estará hecho con desprendimiento e indiferente distancia. Quien alcanza a colocarse por encima de las circunstancias prácticas, y consigue no regocijarse con lo placentero ni afligirse con lo penoso, ése y sólo ése posee la beatitud interna, la eterna serenidad.

“Vacilación del príncipe ante la batalla”

Casado con su tierna amiga, la delicadísima joven de los jardines regios, y padre ya de un niño hermoso, el príncipe Arjuna necesitó disputar su parte de herencia a tíos y primos que, aprovechándose de su orfandad precoz, habían pretendido despojarlo del patrimonio que le pertenecía. Una vez muerto el abuelo, todas las negociaciones entre ellos resultaron inútiles, y no quedó al fin otro remedio que ir a la batalla.

El día señalado apareció, pues, Arjuna sobre su carro de guerra capitaneando al ejército de sus fieles seguidores, desplegado frente al de sus adversarios, en el sagrado campo de Kurutsetra. Acompañado como siempre por su preceptor, el viejo Sendar, observaba con cuidado las posiciones de las fuerzas que sus parientes habían congregado.

—Quiero ver bien, Sendar, maestro querido, quiénes son los que se obstinan en luchar conmigo antes que avenirse a reconocer mis legítimos derechos.

—Ahí los tienes —replicó Sendar señalando en un amplio movimiento de su brazo hacia las filas enemigas—.

Ahí tienes a todos tus tíos con sus hijos y servidores.

Arjuna reconoció uno por uno a sus numerosos deudos alineados en pie de guerra a la cabeza de cuantos guerreros habían sido capaces de reunir. No eran inferiores, ni en número ni en apostura militar, los que a él le seguían.

A la vista del campo armado sintió Arjuna su alma inundada de piedad, pues su imaginación le presentaba por adelantado el estrago que sin duda iba a resultar de la refriega. Fue ésta una visión atroz: hombres de quienes había recibido caricias y halagos siendo niño, otros hombres más jóvenes con quienes había compartido alimentos y juegos y alegrías, sucumbían ahora atravesados por agudas flechas o por la espada. Ya le parecía oír los gritos de dolor y de furia de los combatientes, ya creía ver con sus ojos las heridas abiertas, los cuerpos ensangrentados, los cadáveres caídos por tierra; y la anticipación de tan cruel espectáculo le llenaba de horror, haciéndole vacilar ante su perspectiva. Mantuvo inclinada la cabeza por un momento; y luego, vuelto hacia su preceptor, exclamó:

—¿De qué vale, Sendar, el poder, la riqueza; de qué vale la vida misma, si ha de lograrse a cambio de tan espantoso duelo? Esos parientes míos, y tantos otros seres humanos a su lado, van quizá a morir por causa de su ambición; y ¿he de ser yo quien les dé la muerte? ¿he de ser yo quien, para impedirles apoderarse de lo que apetecen, ocasione tantos sufrimientos en sus líneas y en las mías? Por nada del mundo quisiera emprender esta lucha. ¿Qué ganaría? Tú me has enseñado, Sendar, a despreciar los bienes de la tierra. ¿Cómo podría disfrutar yo de esos bienes si los consigo derramando la sangre de mi estirpe? Tú, maestro, me has mostrado que todo lo mundanal es vana ilusión, ilusión engañosa. ¿Para qué querría yo, entonces, obtener lo que aquí se disputa? Antes sería preferible que mis parientes me quitasen la vida sin pelear contra ellos..

Arjuna estaba conmovido hasta el fondo de su corazón; los ojos le relucían con humedad de lágrimas. Añadió todavía:

—Sí, prefiero vivir mendigando de aldea en aldea antes que ocasionar el sacrificio de mis gentes. La ambición hace injustos a mis deudos, pero tienen nobleza. Sucios llegarían a mis manos los despojos de los bienes disputados, y esa sangre sería mi propia sangre. No, Sendar; no lucharé.

—Arjuna —le replicó el preceptor—, Arjuna: también tu deseo de proteger la vida de los otros es vano, como vano es el deseo de protegerse uno mismo contra la muerte. Todo el que ha nacido, nació para morir. El tiempo acabaría de cualquier modo con ellos. Cuantos estamos ahora aquí, en el campo de batalla, hemos de perecer, más o menos pronto, y tal vez sin tanta gloria como quienes puedan caer en ella; y eso, aunque el príncipe Arjuna se retirase y volviera la espalda.

El tiempo es destructor del mundo, y al reñir esta batalla tú no serías sino instrumento suyo. ¡Lucha, Arjuna!

—Pero ¿por qué tendría yo que abreviar el plazo natural de sus vidas? Cierto es: nacemos, crecemos y, por sus pasos contados, hemos de llegar a la vejez y la muerte. ¿Por qué tendría yo que cortar esa carrera, abreviar ese plazo?

—Frente a la eternidad de Dios, Arjuna, la carrera de una vida, sea la de la mariposa o la hormiga o el hombre, no es sino un soplo, un relámpago, un instante. Acortarla es sólo ahorrar sufrimientos. Por lo demás, cuando lamentas esos sufrimientos, el dolor y la posible muerte que en esta batalla aguarda a los de tu estirpe, a los tuyos y quizá a ti mismo, estás lamentando algo que es fútil lamentar.

Olvidas que el dolor es ineludible para quienes pisamos la tierra.

Nuestro cuerpo ha de sufrir el calor del verano, el frío del invierno, las privaciones de aquello que deseamos sin alcanzarlo, la enfermedad, la vejez y por último el trance de la muerte liberadora. Con la muerte nos libramos al fin de la ilusión del mundo. Pues, recuérdalo, Arjuna, todos los males que acechan a quien viven son ilusorios, como son ilusorios los placeres de los sentidos. Y una mente iluminada nunca se dejará engañar por el sueño de la vida. Si tu conciencia se esclarece, ya no te afectará el dolor, y serás igualmente insensible a los halagos sensuales. Sólo mediante la impasibilidad del ánimo puede el hombre superar ese engaño de la naturaleza en cuyo sueño están sumidas las bestias.

—¿Por qué me incitas a luchar, maestro, Sendar querido, si, tal cual sugieres, la ecuanimidad de un espíritu contemplativo vale más que cualquier acción?

—El no luchar, hijo, es otra manera de sucumbir a los afectos, aunque sean afectos tan nobles como la compasión. Vacilas ante el combate porque tu corazón piadoso rechaza los sufrimientos que el combate ha de ocasionar, y deseas eludirlos. Pero de tu retirada se derivarían otros males, previsibles e imprevisibles. Decídete: vas a pelear, no en procura de tus bienes, sino en defensa de la justicia; y por eso no debes considerar la eventualidad de que mates o de que puedas morir en el empeño. Lo único que importa es cumplirlo con ánimo impasible, cualquiera haya de ser el resultado: pérdida o ganancia, felicidad o desgracia, victoria o derrota.

Tu obligación de príncipe, pues príncipe has nacido, es la de esforzarte por mantener un orden justo sobre la tierra.

Arjuna guardaba silencio, todavía confuso, sin saber a qué atenerse. Y al verlo así, hundido en la perplejidad, insistió su viejo preceptor:

—Todos somos sombras, figuras de un tapiz, imágenes fingidas en el velo de Maya. Una vez y otra se han repetido y repetirán los mismos gestos, vuelven a esbozarse los mismos ademanes, de nuevo se contraen las facciones en muecas espantosas, y de nuevo los cuerpos se desploman, puesta una mano sobre la herida sangrante y en el vacío los ojos. Pero si los bienes disputados ahí son falsos y nada valen, no es menos ilusorio, piénsalo, el dolor que su disputa ocasiona. El sufrimiento físico es tan falaz como las penas y alegrías del amor, como los goces de los sentidos. Que el simulacro de este cuadro atroz no te detenga: lo que enseguida ha de ocurrir en la realidad sobre el campo de batalla será tan inconsistente como la imagen que tú te has forjado de antemano.

Arjuna, sentado en su carro junto a Sendar, recorrió una vez más con la vista las fuerzas adversas que ya empezaban a moverse en orden de combate, y se volvió luego hacia las propias, agrupadas a su espalda. Hizo una señal, y también sus huestes, vibrando de nerviosa impaciencia, se pusieron ya en movimiento. Tremolaban al viento banderas y estandartes; los caballos sacudían la cabeza, piafaban. De pronto se oyó sonar la trompa del comandante enemigo. Con resolución rápida, se llevó Arjuna a los labios la caracola formidable que había pertenecido a su padre y a su abuelo, y lanzó al aire una llamada poderosísima, que estremeció a las filas contrarias y despertó el entusiasmo más ardiente en las suyas.

Tremenda algarabía siguió a estos toques de alarma.

“La victoria de Arjuna”

El príncipe Arjuna salió triunfante de la contienda, en la que perecieron, como había temido, muchos de sus adversarios y muchos de sus fieles seguidores. Ninguna pérdida le afligió tanto como la de su preceptor, el sabio Sendar, que cayó a su lado con la garganta atravesada por un dardo.

Al entregar después con toda reverencia sus cenizas a las sagradas aguas del Ganges, Arjuna se prohibió a sí mismo los sentimientos de consternación que pugnaban por brotarle del pecho.

Recuperados sus derechos, bienes y poderes, gobernó Arjuna en paz y con justicia por más de quince años; al cabo de los cuales, viendo que su hijo había crecido y era ya un joven virtuoso, prudente y capaz, le dejó el trono y se retiró al desierto.