Dos

1

Juan Molina nació en La Boca, en un conventillo de la calle Brandsen. Creció en aquella pequeña Italia, mezcla de Calabria, Sicilia y Napóles, como si un cataclismo hubiese arrebatado unos terrones a las costas del mar Tirreno, del Jónico y del Mediterráneo, y las hubiera arrastrado hasta el confín del planeta, abandonándolas a orillas del riachuelo más olvidado del mundo. Allí dio sus primeros pasos o, para decirlo con propiedad, entonó las primeras melodías. Su natural disposición a la música estuvo determinada antes aún de que viera el mundo. Su madre era una gallega criada bajo los rigores del campo, una mujer pequeña que cantaba mientras cocinaba, mientras tejía, cuando tomaba mate bajo la parra, y que, con las manos enlazadas sobre el vientre, cantó de emoción celebrando la noticia de que estaba embarazada. Y se diría que el pequeño, envuelto en el cálido refugio del útero, reclamaba el canto de su madre a fuerza de patadas que solo cesaban cuando volvía a escuchar los dulces tonos de una muñeira. Juan Molina aprendió a cantar antes que a hablar. Bastaba con que escuchara una canción por primera vez para que pudiera memorizar la letra y la melodía y cantarla sin equivocarse en una sílaba, sin confundir una sola nota. Con el tiempo, Juan Molina llegó a ser la primera voz del coro del colegio; en la iglesia de San Juan Evangelista, allá en La Boca, iban hasta los anarquistas para escucharlo cantar. Y viendo la afluencia de feligreses que suscitaba, los párrocos de la iglesia Santa Felicitas y de Santa Lucía, en Barracas, solían disputarse su presencia en el coro. El solo hecho de vivir en La Boca era motivo para que cualquier chico tuviese una natural inclinación hacia el tango, aun ignorando en qué consistía exactamente ser un tanguero. Sin embargo, hubo un acontecimiento fortuito en la vida de Juan Molina que habría de desencadenar la urgencia por ser parte de ese asunto misterioso y, sobre todo, viril; tenía que recibirse de hombre y ese era un título que otorgaba el tango.

Es la hora en la que el sol empieza a ocultarse en el horizonte opuesto al río. Juan Molina, con las rodillas raspadas y embarrado hasta el cuello, va camino a su casa después de haber jugado un partido de fútbol, tan largo como la tarde misma, en el terreno baldío que se extiende entre la trocha angosta y los galpones de la Industrial. Bordea el alambrado invadido por la hiedra y la Santa Rita silvestre que lo separa de las vías cuando, desde un callejón que muere en aquel muro vegetal, escucha los gritos desesperados de una mujer. Se detiene antes de llegar a la esquina y, en la ochava oblicua y filosa, asoma su cara llena de temor. Entonces ve cómo un tipo de espaldas inconmensurables, exageradas, además, por un saco cruzado, aprieta las muñecas de una de las chicas que suelen parar en la puerta de un pequeño y sombrío tugurio escondido en el medio del callejón. Mientras con una sola mano el hombre sujeta ambas muñecas de la mujer, con la otra le cruza las mejillas, de ida con la palma y de vuelta con el dorso. La chica, inmovilizada, no puede hacer otra cosa más que gritar y llorar. Los golpes resuenan contra las persianas cerradas, contra la indiferencia y el temor hecho de abstención y silencio. Era esta una escena familiar para Juan Molina, como habremos de ver más adelante. Sin embargo, viendo ahora a ese desconocido con la mano en alto, en aquella misma postura que tanto le conocía a su propio padre, lo gana algo semejante a la furia. Y mientras ve la sangre regada sobre el empedrado, desde su infantil metro y medio, se siente llamado a intervenir. Se ha hecho de noche; desde algún patio suena un arpegio de guitarra que anticipa una milonga campera. Aquellos acordes recios le dan un coraje para él desconocido hasta entonces. Levanta una baldosa quebrada y punzante del suelo, sale desde su escondite y caminando resueltamente, sobre el compás que marca la bordona invisible, canta:

Así que usted es el guapo

más bravo de la cortada,

el que anda a las cachetadas

y repartiendo sopapos

cuando se trata de minas.

Así que usté es el cafishio

que de Barracas a Ahina,

va con pinta pendenciera;

pero dicen que su oficio

es fajar a las polleras.

Se diría que aquellas palabras han cumplido su cometido; el tipo, de inmediato, deja de golpear a la mujer, gira la cabeza sobre su hombro y busca en la línea de su estatura aquella voz aguda que contrasta con el tono desafiante. Al no ver a nadie, el hombre baja la vista y ahí, contenido bajo su sombra, más cercano a la altura de su cinturón que a la de sus ojos, ve a un chico blandiendo una baldosa rota. Cuando Juan Molina descubre esa cara surcada por un bigote fino y unas cejas temibles, apenas si puede disimular el pánico que lo asalta; se pregunta qué lo ha impulsado a semejante locura. Pero ya esta ahí. Y hay una guitarra que suena y lo anima cuando el tipo sonríe y, con un tono absolutorio, le contesta:

Araca, guarda, qué miedo,

mirá cómo tiembla el pulso,

si tomás algo de impulso

por ahí llegás hasta el ruedo

de mis finos pantalones.

No es pa’ tomarte de punto:

mientras arreglo este asunto

vos atame los cordones.

El tipo termina su estrofa, escupe para un costado y, como si nada hubiese sucedido, con una mano toma a la chica por los pelos de la nuca y, con la otra, le descarga un puñetazo en la boca teñida con la sangre que le cae desde la nariz. Si lo pensara dos veces, Juan Molina no lo haría. Pero no piensa; enceguecido por la humillación, se abraza al muslo del hombre y empieza a descargarle golpes con el filo de la baldosa quebrada hasta sacarle sangre de la pierna. Disimulando el dolor, el tipo se convulsiona y, como un caballo que se desembaraza de un domador principiante, hace que el chico ruede por el empedrado. Con un gesto furioso, el hombre suelta a la mujer, que queda tambaleante, gira sobre su eje, camina hasta el cuerpo horizontal de Molina, se toca la pierna y puede comprobar que le brota un manantial de sangre. Quiere hacer ver que está más preocupado por el tajo que le han hecho a sus pantalones que por las heridas:

—Me rompiste los leones —dice incrédulo, se lleva una mano al interior del saco y extrae una navaja, al tiempo que repite—: Me rompiste los leones.

Juan Molina ve cómo el hombre avanza hacia él, a la vez que saca la hoja del mango nacarado con un solo movimiento. Si se diera una segunda oportunidad para pensar, el chico saldría corriendo. Pero en lugar de eso, se aferra a su baldosa filosa y empieza a incorporarse. Quedan frente a frente, por así decirlo, ya que el hombre le saca medio cuerpo a Molina. Se están midiendo cuando, desde algún lugar incomprensible, Juan Molina recibe una sonora bofetada en la mejilla y, de inmediato, recae sobre él un aluvión de golpes e insultos tumultuosos. Tarda en comprender que quien lo está agrediendo es la mujer a la que intenta salvar del tipo. Debajo de aquella catarata de cachetazos y patadas, Molina escucha que la chica, cuyas facciones apenas si se distinguen entre los magullones y la hinchazón, canta indignada:

Si te interesa guardar

un poco de tu salud

ni se te ocurra tocar

un pelo de mi amorcito.

Va a ser sobre mi ataúd

que alguien le vaya a marcar

esa cara de angelito.

Lo defiendo con los dientes,

con las uñas, con el pecho,

si me tiene que fajar,

vos no te hagás el valiente,

será porque algo habré hecho.

En el mismo momento en que están a punto de lincharlo entre los dos, cuando se acalla la lejana guitarra, desde la esquina se escucha la voz de alto de un policía que avanza apuntando con el revólver. Juan Molina recupera el aliento; entonces, desde ese patio recóndito, se alza una pequeña ovación seguida por aplausos. Mientras se aleja en condición de detenido, aunque sabe que esas palmas no están dedicadas a él sino al guitarrista, no puede evitar susurrar un íntimo «gracias».

Los tres terminan en la comisaría, donde se sientan en un banco, a la espera de que el oficial principal los llame a dar explicaciones. El primero en pasar es el hombre que no deja de sangrar por la pierna. Cuando Molina se queda a solas con ella, sus miradas se cruzan y se sostienen durante unos segundos. Entonces el chico cree adivinar un recóndito y fugitivo gesto de gratitud, una mirada de resignación. Solo entonces Molina comprende que aquella muchacha desfigurada por los golpes le ha salvado la vida; que si no se hubiese interpuesto entre él y el tipo haciendo el número de la cautiva enamorada, su «amorcito» lo hubiese cosido a navajazos. Y mientras mira a esa mujer que intenta mantener los párpados abiertos pese a la hinchazón de los pómulos, Juan Molina siente una piedad infinita y un agradecimiento que ninguna palabra podría expresar.

2

Desde aquel día Juan Molina descubrió que el coro de la iglesia era una frontera, una valla que le impedía buscar su destino de tanguero. Este hartazgo se traducía en aburrimiento, en un sopor irresistible. Apenas si podía mantener los ojos abiertos mientras cantaba los salmos y avemarías, los villancicos navideños y las alabanzas de liturgia. Ahora podemos verlo, de pie, con los brazos colgando desganados, resignado al sermón, esperando su turno para cantar. En este día, precisamente, sucede un extraño acontecimiento que lo termina de convencer de que su destino es el tango. Mientras espera que el cura diga el Padrenuestro, quizá por obra del hastío, cree ver que el párroco vacila como si de pronto hubiese olvidado la oración:

—Padre nuestro que estás… —titubea.

Los feligreses se miran entre sí.

—Padre nuestro… —Vuelve a intentar sin éxito.

Entonces, de repente, el cura se descuelga desde el púlpito con la agilidad de un bailarín. La luz de un seguidor lo ilumina. Con los brazos abiertos y una sonrisa hecha con la mitad de la boca, va y viene por delante del coro acompañado por el cono de luz. Con un paso malevo y compadrón, se acomoda la estola y recita:

Padre nuestro que estás en los cabarutes

santificada sea tu sonrisa bien debute

venga a nosotros la musa

hagan tu voluntad las papusas

las del sur y las del norte

el tango de cada día, dánoslo hoy

porque mañana… porque mañana…

quién sabe…

Y ahora el seguidor viene sobre mí. Damas y caballeros, ha llegado mi turno de cantar; sepan disculpar a este modesto servidor, un speaker algo viejo que intenta mantener, a falta de una voz privilegiada para el canto, aunque más no sea la elegancia del decir. Señoras y señores, permítanme que les cante lo que ven los azorados ojos de Juan Molina:

Y de pronto, en la misa,

el sermón se hizo chamuyo

el silencio fue murmullo,

y el ceño adusto, sonrisa.

El órgano un dos por cuatro

solo se puso a tocar

y los fieles, uno a uno,

empezaron a bailar.

El padre señala hacia la bóveda de la iglesia y, como respondiendo a una muda orden, el órgano empieza a resoplar el ritmo de la milonga que estoy cantando. Entonces acerco el micrófono cromado y resplandeciente a los niños, quienes, con sus voces celestiales, me acompañan haciéndome los coros:

Y el Jesús,

en su cruz,

lleva el ritmo mistongo

moviendo la pera

mirando el bailongo

en la lóbrega luz de la iglesia.

Otra que Gardel, otra que Le Pera,

el cura junando con mirada recia,

guapa y compadrita

hace un cabeceo

pa’ la virgencita.

Y baila que te baila,

se alza la sotana

y ella la capita,

se hacen pavoneos,

cortes y quebradas.

Y en la media luz del confesionario

sinceran su amor

la mujer del doctor

y el tano Vitorio, el que vende diarios.

Y entre tanto fragor,

rezando el rosario,

una viejecita

se afana la guita

de la caridad

y se la encanuta

en su relicario.

Sacando viruta del sagrado suelo

la feligresía ya no espera el cielo.

Y el Jesús en su cruz

sigue la rima mistonga

moviendo la pera,

mirando a la pálida luz

la sagrada milonga.

Cuando el órgano deja de sonar, se apagan las luces que descendían desde el ábside. Por un momento todo queda en penumbras y reina el silencio. Juan Molina, desde el coro, se frota los ojos y, cuando vuelve a mirar, puede ver al cura en su podio, circunspecto con los dedos enlazados por delante de la estola, recitando el Padrenuestro de siempre. Gira la cabeza de izquierda a derecha buscando mi insólita presencia de speaker en aquel ámbito sacro, pero en un cambio de luces ya me he esfumado, saliendo por el foro sin que nadie lo haya percibido. Y allí, sobre los reclinatorios, de rodillas, están los fieles murmurando la oración.

Fue ese día, siendo aún un chico que gastaba pantalones cortos, cuando Juan Molina decidió que lo suyo habría de ser el tango. No solo las canciones, que ya las conocía, sino el Tango. Aquel universo hecho para los más hombres. No bastaba con tener buena voz. Ni siquiera con cantar. El tango constituía un modo de confrontar la existencia, una manera de pararse frente a la vida, una forma de vestirse, de hablar, de fumar y hasta de caminar. No había que tener un cuerpo atlético ni estilizado para bailarlo; de hecho, el bailarín más mentado de los barrios del sur, el Tábano Flores, tenía la apariencia de un tapir, pesaba ciento veinte kilos, pasaba del medio siglo, pero ni el primer bailarín del ballet del Colón podía imitar sus cortes, sus ochos, las quebradas magistrales. A diferencia de la música festiva de los italianos del sur que poblaban La Boca, cuyas canciones se contagiaban de garganta en garganta, se bailaban a cielo abierto y las cantaban los viejos, las mujeres y los chicos; distinto de la música de los gitanos, hecha de voces quebradas por el sentimiento, del virtuosismo de sus guitarras flamencas, cuya escuela pasaba de padres a hijos, el tango no era una herencia familiar, sino, por el contrario, una manzana prohibida, un secreto que se escondía en los cafetines, una Biblia que se predicaba en los cabarets, en los tugurios, en las casas de citas. Y tenía un pontífice, un Santo Padre de sonrisa torcida y chambergo de ala corta y ladeada. Pero, por sobre todas la cosas, el tango era la ilusión de encontrar una respuesta al misterio que constituían las mujeres. O al menos eso creía Molina. Una cosa era indiscutible: el tango era un mundo que se reservaba el derecho de admisión y permanencia, tal como rezaban los carteles en la entrada de las milongas y al que, por supuesto, no tenían acceso quienes sufrían el oprobio de los pantalones cortos. Ese día iba a sellar para siempre la certidumbre que se había instalado en su espíritu el día en que estuvo a punto de morir defendiendo a una mujer: su voz no estaba hecha para el coro de la iglesia.

3

El padre de Juan Molina, un criollo de pocas palabras, un hombre tallado en la madera del rigor, había llegado de madrugada borracho y, quién sabe por qué, furioso. Sin que mediara otro motivo que el de la costumbre, entró en la pieza única en la que vivía toda la familia, se quitó el cinto y, empuñándolo como un rebenque, descargó no menos de veinte fustazos sobre las espaldas menudas de su hijo. Ante el llanto impotente de su madre —sabía que interceder era peor— y el de su hermana menor, Juan intentó mantener la dignidad sin quebrarse. Pero no pudo. Cuando consideró que su espíritu ya estaba pacificado, su padre lo dejó ir, volvió a ponerse el cinturón, se desplomó sobre la cama y se durmió profundamente. Al despertar, como siempre sucedía, habría olvidado todo. Eximido de culpa en la amnesia de la resaca, las cosas volvían a la normalidad como si nada hubiese sucedido. Pero Juan Molina ya no estaría allí. Se vistió rápidamente y, sin decir palabra, salió a la calle y caminó hasta la ribera.

En su caminata sin rumbo, la cabeza gacha, las manos en los bolsillos y un ardor que le latía en la espalda, iba canturreando entre dientes. Juan Molina siempre cantaba. Si su espíritu estaba calmo y feliz, susurraba milonguitas o canzonettas italianas cuyo sentido ignoraba, de las que escuchaba a los calabreses y a los napolitanos; si en cambio estaba abatido, cantaba para sí tangos de Contursi o de Vaccarezza. Su forma de razonar, el modo en que establecía su vínculo con el universo era a través de las canciones. Involuntariamente, se sorprendía cantando melodías cuyas letras describían su estado de ánimo. Mientras camina debajo de las recovas de Paseo Colón hacia el norte, sin encadenar un hecho con otro, va canturreando «Vieja Recova». En su marcha lenta y al azar, la mirada perdida en sus propias cavilaciones, piensa en su madre soportando los arrebatos de furia de su padre y, sin darse cuenta, silba «Pobre mi madre querida». Con sus pantalones cortos y sus pasos largos, baja por Paseo de Julio abstraído en el pentagrama de sus pensamientos y en el dolor que le quema la espalda en carne viva; cada vez que pasa por la puerta de alguno de los tugurios, que a la luz del día se ven tan tristes como un borracho sorprendido por el amanecer, se detiene simulando atarse los cordones de los zapatos y mira por el rabillo del ojo hacia adentro, como queriendo descifrar en la bruma, en la mirada de los marineros, en los ojos trasnochados de las mujeres acodadas en la barra, los indicios que el tango ha dejado la noche anterior. Más adelante, en Independencia, dobla hasta Balcarce, cruza la plaza en diagonal y, sin proponérselo, toma Avenida de Mayo hacia el Congreso. De pronto ha cambiado de mundo; ahí, frente a sus ojos, aparece el Tortoni, majestuoso, iluminado por el sol que entra por la claraboya de cristal del techo, confiriéndole la apariencia de una catedral. Sentados a las mesas de mármol, intercambiando frases antecedidas por un formal «vea, doctor», y como si fumar cigarrillos BIS hechos a mano con tabaco traído de Turquía los hiciera sentir verdaderos sultanes, los parroquianos ven pasar la mañana con indolencia. Entonces, Juan Molina mirando los zapatos lustrosos, los trajes de casimir, las camisas de seda, no puede evitar compararlos con sus botines deslenguados, los vergonzosos cortos de lana y su tricota, cuyas mangas ya le han quedado cortas. De pronto tiene el impulso de volver al barrio, pero el solo recuerdo de su padre buscándolo por las calles de La Boca lo disuade. Se aleja del Tortoni canturreando «Niño bien»:

… vos te creés que porque hablás de «ti»,

fumás tabaco inglés,

paseás por Sarandí

y te cortás la patilla a lo Rodolfo

sos un fifí.

Porque usás la corbata carmín

y allá en el Chantecler

la vas de bailarín

y te mandás la biaba de gomina

te creés que sos un rana

y sos un pobre gil.

No ha terminado la última estrofa, cuando de pronto se queda mudo. En la calle Florida, delante de sus narices, se encuentra con el palacio de sus anhelos: la tienda Max Glücksman. Mira extasiado el piano Steinway de cola en medio del salón, como si fuese el centro de un sistema solar. Alrededor, flotando en el aire colgados por hilos invisibles, hay contrabajos, violines, clarinetes y otros instrumentos cuya existencia desconocía hasta ese momento. Entra como impulsado por la fuerza gravitatoria de aquel universo hecho de maderas preciosas y bronces pulidos. Camina temiendo que un movimiento en falso pueda provocar un súbito Apocalipsis; de pronto, al distinguir algo en un confín de ese mundo, queda petrificado. Entonces los pianos ingleses, los violines alemanes y los cellos italianos desaparecen. Perdida en un rincón lejano, como una estrella apagada, ahí, vertical y solitaria, descansa una guitarra criolla. No tiene nada en particular. De hecho, se diría que se destaca por su despojada simpleza. Juan Molina se acerca, estira el índice, pero no se atreve a tocarla. A sus espaldas suena una voz:

—¿En qué puedo servirlo?

Tarda en comprender que se están dirigiendo a él. Gira la cabeza sobre su hombro y ve a un vendedor tan amable que le resulta sospechoso. Nadie le había hablado antes con semejante deferencia. No sabe qué contestar.

—Quizá el joven se la quiera probar —dice el empleado con una sonrisa resplandeciente, al tiempo que toma la guitarra por el mango y la gira con destreza con una sola mano. Antes de que el chico pueda articular palabra, agrega:

—La tenemos en oferta.

Juan Molina duda de que lo que lleva en el bolsillo pueda alcanzar el monto de la oferta: un cigarrillo arrugado, un puñado de pelusa de lana, unas cuantas hebras de tabaco sueltas y, lo más valioso, una cápsula de revólver vacía que lleva como amuleto. Sin embargo, no puede sustraerse al ofrecimiento. Quizá sea la única oportunidad de tener una guitarra entre sus manos. La toma con pavura, se sienta en un taburete, la recuesta sobre el muslo y la acaricia. Pulsa la bordona al aire y apoya la oreja sobre la madera, como si estuviese probando la resonancia de la caja, pero no es más que una excusa para abrazarla. Se aferra a la guitarra como queriendo que aquel romance no termine nunca. Hasta ese momento sostiene la creencia de que el canto y la guitarra guardan una relación natural. Vuelve a tañer la cuerda y solo entonces descubre que no sabe tocar. La abraza con más fuerza, apretando la cara sobre el lomo lustrado, esta vez para ocultar un llanto ahogado. No tiene forma de sacarle sonido ni puede quedársela para descifrar, con el tiempo, su femenina naturaleza. Y así, aferrado al cuerpo curvilíneo de la guitarra, empieza a canturrear un tango desconsolado:

Si pudiera un suspiro arrancarte,

si supiera un acorde templar,

si mis manos torpes, principiantes,

tuviesen el arte

de saberte acariciar

Abrazado a tu fina cintura

de naifa bien milonguera,

recorriendo tu hermosura

te miro y no sé qué hacer

más que rogarte y querer

que seas mi compañera.

No es de machos sollozar

sobre el hombro de una mina,

te juro que me da inquina,

no sé por dónde empezar

entendeme, corazón,

soy apenas un pichón

que aún no aprendió a volar.

Ay, no me digás que no,

no me negués tu querer,

vigüela, ya vas a ver

que ninguno como yo

te va a saber entender.

No sé cuándo, no sé cómo,

pero te juro, vigüela,

que voy a hacerme de aplomo,

que esto no termina aquí,

yo sé que en un día de estos,

a la luz de una candela,

vas a decirme que sí.

El vendedor, ajeno a las íntimas tribulaciones musicales del chico, le dice:

—También ofrecemos créditos a sola firma; se la lleva hoy, la empieza a pagar el mes que viene.

Entonces Juan Molina separa lentamente la cara de la guitarra, se pasa el puño de la tricota por los ojos, se incorpora y, sin soltar la guitarra, midiendo la distancia que lo separa de la puerta, calculando los obstáculos que se interponen, susurra:

—Está bien, la llevo.

No termina de decir la frase cuando, aferrando la guitarra bajo el brazo, sale corriendo. Primero esquiva al vendedor que se pone en su camino con los brazos abiertos, después salta un acordeón refulgente que descansa sobre un pedestal bajo, bordea la cola del piano y, finalmente, alcanza la puerta, que lo espera abierta de par en par. Corre contra la multitud, escuchando a sus espaldas los gritos del empleado que va tras él. La marea humana que inunda Florida le juega a favor: su baja estatura y su pequeña y escurridiza persona le permiten abrirse paso como una liebre entre el follaje. Está por alcanzar la esquina de Viamonte cuando, desde la nada, justo frente a él, ve cómo se alza la figura de un policía. En una fracción de segundo imagina el calabozo de la Primera, piensa en el oprobio y la furia de su padre teniendo que admitir ante el comisario que su hijo es un ladrón, puede escuchar el llanto de su madre, los comentarios de los vecinos y, otra vez, los fustazos de cinto sobre la espalda.

En ese momento puede sentir la mano del policía que lo toma de la muñeca. No está dispuesto a entregarse sin luchar. Se aferra a la guitarra como si fuera la única certeza, abre la boca cuanto puede y muerde. Muerde y tira del dedo meñique del policía con la firme convicción de un perro. De pronto y sin entender por qué, está libre y corriendo nuevamente, se cerciora de no tener el dedo de su captor en la boca y continúa su carrera. En Corrientes se detiene exhausto y puede comprobar que ya nadie lo persigue. Pero la guitarra es un botín demasiado evidente que lo delata como un traje de preso. En su cabeza resuenan frases en letra tamaño catástrofe, tales como: «Robo, desacato, agresión a la autoridad». Ya puede verse picando piedras en la recóndita Ushuaia, a la vez que, para sí, canta «La gayola»:

Me encerraron muchos años en la sórdida gayola

y una tarde me libraron… pa’ mi bien… o pa’ mi mal…

Fui vagando por las calles y rodé como una bola…

Pa’ comer un plato ’e sopa, ¡cuántas veces hice cola!

Las auroras me encontraron largo a largo en un umbral.

El policía ya debe haber pasado el parte y seguramente lo andan buscando, piensa Juan Molina. Lo primero que tiene que hacer es descartar la guitarra en algún lugar donde pueda recuperarla. Gira la cabeza a uno y otro lado y entonces, sobre Suipacha, ve los tablones verticales que tapan un terreno baldío. Camina resuelto, comprueba que nadie lo esté mirando, atisba entre la ranura de dos tablas y puede ver que al otro lado hay un montículo de arena. Se aleja un paso, calcula el tiro y arroja con fuerza la guitarra de modo tal que pasa sobre el talud. Vuelve a mirar por el resquicio y suspira aliviado cuando ve que ha caído horizontal en el lugar justo sin dañarse. Entonces toma carrera, da un salto, trepa a la tapia y en dos movimientos precisos, está del otro lado. Busca algún sitio que sirva de escondite y en el que quede protegida. En el fondo hay unas chapas apiladas. Separa una, la eleva del suelo con unos ladrillos y ahí, debajo, oculta la prueba del delito. Vuelve sobre sus pasos y alcanza la calle nuevamente, silbando y sin mirar a los transeúntes que lo vieron descender de las alturas.

Se había hecho la noche. Juan Molina se confrontaba a un dilema sin solución aparente: cada hora que pasaba era un leño más que se agregaba al fuego, pero la idea del regreso lo aterraba. Y así, mientras más dilataba la decisión inexorable, sabía cuánto más brutales habrían de ser las consecuencias. En ese mismo momento la casa debería ser un pandemonio. De solo imaginar los gritos de su padre, las lágrimas acalladas de su madre, el llanto aterrado de su hermana menor, lo único que anhelaba era que se lo tragara el asfalto. Llegó a albergar la idea de no volver. Pero ya podía ver la angustia de su madre tejiendo las más negras conjeturas. Por otra parte, era un hecho insoslayable que, en verdad, no tenía adónde ir. Había caminado todo el día y tenía el estómago vacío. Las tripas le hacían ruido, retorcidas por el miedo más que por el hambre. Había caminado en círculos. Una y otra vez, como un caballo que no quisiera alejarse de la querencia, volvía a Corrientes. Pero ahora, al doblar por Esmeralda, por primera vez la ve de noche. Queda absorto. Como si un ejército de utileros hubiese preparado los decorados, Juan Molina descubre las luces del centro. Y se escucha tango. Todavía no han empezado a tocar las orquestas, pero ya se escucha tango. En las marquesinas de los cabarets que compiten en fulgores, en los cabriolets americanos desde cuyo interior descienden mujeres que llevan medias de red, en las pantorrillas desnudas, en las boquillas interminables que brotan de las boquitas pintadas, en los trajes de los «nenes bien» que salen a la caza de las chicas «mal», en las chicas «bien» que se ruborizan ante las miradas carnívoras, en las estampidas de los corchos del Cordón Rouge o del Qlicquot, en el interior de los frasquitos que contienen aquel misterioso polvo blanco que se trafica en la esquina, en ese perfume hecho de champán y tabaco, mezclados por un viento que parece insuflado por el fuelle de un bandoneón, en cada baldosa de Corrientes, el tango es una presencia invisible que todo lo contiene. Juan Molina, desde su estatura mínima, disminuida aun más por el efecto de la grandiosidad del paisaje, ahora entona las estrofas de «Corrientes y Esmeralda»:

Amainaron guapos junto a tus ochavas

cuando un cajetilla los calzó de cross

y te dieron lustre las patotas bravas

allá por el año… novecientos dos…

Esquina porteña, tu rante canguela

se hace una melange de caña, gin, fitz,

pase inglés y monte, bacar y quiniela,

curdelas de grappa y locas de pris.

Plantado en la esquina, Juan Molina canta a voz en cuello como si se resistiera a ser poco menos que nada en aquel universo para él inconmensurable, como quien se rebelara al hecho de pasar inadvertido.

El Odeón se manda, la Real Academia,

rebotando en tangos el Royal Pigall,

y se juega el resto, la doliente anemia

que espera el tranvía para su arrabal.

De Esmeralda al norte, del lao de Retiro,

franchutas papusas caen en la oración

a ligarse un viaje, que se pone a tiro,

gambeteando el lente que tira el botón.

En tu esquina un día, Milonguita, aquella

papirusa criolla que Linnig mentó,

llevando un atado de ropa plebeya

al hombre tragedia, tal vez encontró…

Quizás a causa del extraño contraste de su tono angelical con la reciedumbre de la letra, acaso por la pura voluntad de existir en medio de ese mundo en el que hay que ganarse un lugar, empieza a arremolinarse un grupo de gente en torno de Juan Molina. De pronto el tumulto se va ordenando en dos grupos iguales en número y enfrentados entre sí: de un lado los hombres, del otro, las mujeres; los nenes «bien» cabecean a un tiempo a las chicas «mal» y se trenzan en un baile canyengue alrededor del pequeño cantor.

Tu glosa en poemas, Carlos de la Púa

y el pobre Contursi, fue tu amigo fiel…

En tu esquina rea, cualquier cacatúa

sueña con la pinta de Carlos Gardel.

Esquina porteña, este milonguero

te ofrece su afecto más hondo y cordial,

te promete el verso más rante y canero

para hacer el tango que te haga inmortal.

En el mismo momento en que Juan Molina termina de cantar, a pocos metros de la esquina se forma otro tumulto; tiene la ilusión de que aquella nueva muchedumbre se ha acercado para escucharlo a él. Pero de inmediato puede ver que la improvisada coreografía se disuelve y corre poco menos pasando por encima de su diminuta persona. Después escucha un griterío, frenadas de autos, gente apurando el paso, todos agolpándose en la puerta del Royal Pigalle. Impulsado por la misma inercia de la multitud, se encuentra en el ojo del ciclón humano. Entonces levanta la vista y cree estar soñando: a un paso de él, sonriendo y saludando, estrechando manos y devolviendo halagos, ahí está Carlos Gardel. Como un peregrino que después de caminar durante semanas viera La Meca, sin proponérselo, Juan Molina extiende el brazo. Gardel lo toma de la mano, lo atrae hacia él y le despeina el jopo con una caricia. Después no recordará nada más. No sabrá en qué momento se dispersó el tumulto. No sabrá cuánto tiempo pasó hasta que se sorprendió solo y petrificado frente a la puerta del cabaret. Entonces, con una resolución inédita, camina hasta el baldío, busca la guitarra y decide volver a su casa sin importarle lo que le espera.

Juan Molina soportó estoicamente la sentencia sumaria de su padre. A los fustazos de la madrugada, ahora debía agregarle los latigazos de la noche. Se quitó la camisa y, sin oponer resistencia, dejó que se cumpliera la condena. No derramó una lágrima mientras el cinto chasqueaba su furia sobre la carne viva, no profirió un solo grito, ni dejó escapar siquiera un lamento. No había nada que pudiera disuadirlo de su convicción. Solamente tenía que armarse de paciencia para esperar que llegara el gran día.

Muchos años pasaron desde aquel primer encuentro hasta aquel otro en que el auto de Gardel estuvo a punto de incrustarse contra el camión de Molina. Pero, como ya he dicho antes, el destino suele ser insistente y, más adelante, volvería a reunirlos, tal como suele suceder en las tragedias.

4

Si alguien le hubiese dicho a Juan Molina que ya conocía a aquella mujer que casi muere aplastada debajo de su camión, no lo hubiese creído. No porque fuera imposible, sino porque hubiera jurado que sería incapaz de olvidarla. Pero la memoria suele ser caprichosa. Quizá la brutalidad de la escena colaboró para que, desde ese día, Molina recordara el azul de aquellos ojos tristes y ausentes, aquella figura espigada y esas piernas largas, temblorosas, que apenas la mantenían en pie. Sin embargo, aunque ninguno de ambos pudiera recordarlo, Ivonne y Molina ya se habían conocido, como veremos más adelante.

Muy pocos sabían el secreto mejor guardado por Ivonne. Cobraba como puta francesa, hablaba como francesa y vestía igual que las francesas. Pero Ivonne no era francesa sino polaca. Sin embargo, resultaba difícil convencerse de que no fuera oriunda de París, tal como mentía. Su nombre era Marzenka y había nacido en las afueras de Deblin. Muchos años antes de convertirse en Ivonne, aquella muchacha radiante y candorosa cantaba como los ángeles y tocaba al piano las alegres canciones de su país. Nada anhelaba más que pisar las tablas de los teatros de Varsovia. Contrariando los deseos de sus padres, que jamás habían ido más allá del límite del río Vístula, un día les comunicó la decisión irrevocable: se iría a la capital. En Varsovia integró un ballet de pseudo cocottes en un club nocturno; fue allí, entonando las letras de las canciones, donde aprendió las primeras palabras en francés. Poco le faltó para llegar a ser solista; el mismo día en que el director de la compañía iba a darle la buena noticia, un hombre apareció en su camino. Un francés, un auténtico francés de Francia, Monsieur André Seguin, puso frente a sus narices un contrato irresistible. Como tantas otras mujeres jóvenes, ante el desolador panorama de su tierra eternamente devastada, embelesada por las promesas del representante artístico, creyó estar tocando el cielo con las manos. Sus ojos juveniles brillaron de ilusión frente al contrato que le ofrecía la posibilidad de hacer carrera en la lejana París de América del Sur. Enceguecida por la felicidad, ni siquiera había podido leer aquel contrato escrito en una lengua para ella indescifrable, y que habría de convertirse en su sentencia.

Cuando aquella joven polaca descendió del barco y puso un pie en Buenos Aires, descubrió que algo andaba mal. Junto a un grupo de mujeres aterradas, la llevaron a una pensión miserable del barrio de San Cristóbal, un caserón mucho más pobre que su casa de Deblin. Le retuvieron los papeles y allí la dejaron, encerrada durante un tiempo que ni siquiera pudo calcular, bajo la celosa vigilancia de una madama temible que tenía el porte de un buey. Ninguna de sus compañeras de cuarto hablaba su lengua. De hecho, todas hablaban idiomas diferentes. En la jerga, a este encierro se lo conocía como «período de ablande». Y tenía un propósito bien determinado: ante la reclusión, que parecía no tener fin, bajo el argumento de que aún su representante, André Seguin, estaba tramitando la residencia sin la cual podían ser encarceladas, cualquier otra situación, cualquier otro lugar aparecía como una alternativa más feliz. Cuando Monsieur Seguin consideraba que ya sus espíritus estaban lo suficientemente doblegados por el destierro primero, por el cautiverio después, él personalmente se llegaba hasta el conventillo y se presentaba como su protector ante las autoridades. Les hacía saber que el gran día estaba próximo y, para convencerlas, con una sonrisa de oreja a oreja, depositaba sobre una de las camas una valija inmensa, la abría lentamente creando cierto suspenso y, por fin, exhibía su deslumbrante contenido. Ante la mirada atónita de las chicas, empezaba a repartir ropa: vestidos de seda modelo Charleston, collares de perlas que parecían auténticas, refulgentes zapatos de taco, sombreros forrados en terciopelo y brazaletes de brillantes como jamás habían visto. Entonces las torturas de la espera y el encierro se veían largamente recompensadas, las promesas que hasta entonces parecían destinadas al desengaño volvían a cobrar fuerza. Luego de lo cual, André se retiraba como una suerte de Mesías, dejando que las muchachas, vestidas como verdaderas artistas, recobraran sus ilusiones. Aquella jovencita venida desde Polonia se sorprendía comiendo un guiso miserable, hacinada en un cuarto descascarado, paradójicamente ataviada como una reina. Emperifollada con alhajas, sedas y gasas volátiles roía un hueso de osobuco, rascándolo hasta el caracú. El encierro se prolongaba durante un tiempo más, hasta que llegaba el momento esperado: por primera vez en semanas veían la luz de la calle. Entonces, separadas en grupos, eran conducidas hasta un lujoso cabriolé manejado por un chofer de librea que las llevaba hasta el Royal Pigalle. Cuando esa chica polaca vio por primera vez el cabaret, tuvo que contener las lágrimas nacidas de la emoción; el anhelado sueño empezaba a tomar forma. Miraba el escenario y se imaginaba cantando sentada al piano. Contemplaba los cortinados y las alfombras, el lujo del mobiliario, las botellas de champán francés que corría como agua, veía el palco donde tocaba la orquesta y se le anudaba la garganta. Pero, claro, todavía no era el momento, ya habría de llegar, aseguraba André. Primero tenía que familiarizarse con el idioma, conocer mejor el lugar y, sobre todo, frecuentar gente, alternar. El gerente había visto en aquella chica polaca de piernas largas y cintura breve, en sus ojos azules y su figura espigada, en su afán de triunfo y su gusto por el lujo, un potencial que la diferenciaba de las demás. Le enseñó primero ciertas formalidades: cómo sentarse, de qué manera tomar la copa de champán, cómo fumar, de qué modo mirar a sus eventuales interlocutores, con quién hablar y con quién no. Para cantar ya habría tiempo, ella era todavía muy joven y antes debía conocer todos los secretos que habrían de allanarle cada peldaño en la larga escalera hacia el éxito. Le hablaba siempre en español, en un pausado y paciente castellano plagado de gestos y salpicado con algunas expresiones en francés. Le dijo que olvidara su antiguo nombre y su remota nacionalidad; a partir de ese momento habría de llamarse Ivonne y haber nacido en la mismísima París. Bajo ningún concepto tenía que revelar que era polaca, las cantantes más requeridas eran francesas, le decía. Al principio la muchacha lo miraba con unos ojos llenos de desconcierto: no entendía más que los gestos. Pero poco a poco fue aprendiendo a descifrar algún sentido en los ampulosos discursos de André. Más tarde pudo pronunciar unas pocas palabras y luego intentar una que otra frase. Para que empezara a cantar sobraba tiempo, le decía el francés.

El Royal Pigalle era apenas una perla más en el sórdido collar de la trata de blancas, cuyas cuentas se enlazaban desde su sede en Marsella y se extendían por Varsovia, París, Lyon y, al otro lado del Atlántico, cubría las plazas de Río de Janeiro, Santiago de Chile y Buenos Aires. La filial instalada en el Plata proveía personal supuestamente artístico —coristas, bailarinas y cantantes de café concert— a los distintos cabarets porteños. Prostituir a las jóvenes llegadas desde Europa era una tarea costosa y paciente. Los artífices de este negocio, personajes muy respetados en los círculos políticos y sociales, eran los hermanos Lombard. Nacidos en la isla de Córcega, los cuatro hermanos dividían sus tareas entre Marsella y Buenos Aires. Detrás de la firma Lombard Tour se escondían los rentables nexos con Charles Seguin, dueño, además del Royal Pigalle, del Teatro Casino Opera, el Esmeralda, el Parque Japonés, el Palais de Glace y el legendario Armenonville. Su hermano, André, era quien regenteaba cada uno de los locales y «compraba» el personal «importado» por la agencia Lombard Tour.

—Para empezar a cantar sobra tiempo —le decía André a Ivonne, mientras fijaba su mirada en la unión de sus pechos adolescentes.

—No hay ningún apuro —le decía, recorriendo con sus ojos la extensión de sus piernas largas y torneadas.

Entre otras tantas cosas, antes debía aprender a bailar el tango.

Como todas las semanas, André Seguin llega al conventillo donde están sus chicas. Las mira sonriente y paternal, las reúne en torno de él y, como un generoso protector, después de repartir ropa entre todas ellas, las conmina a abrazarse y les da las primeras lecciones de baile. Marcando el compás, las alienta a que bailen mientras él canturrea algún tango improvisado:

Dicen que el de papirusa

es el más antiguo oficio,

no es que discuta de vicio,

te lo digo de querusa:

Pa’ que labure una mina

antes debió haber cafishio.

Viejo dilema el que acusa:

¿fue el huevo o fue la gallina?

Qué importa cuál fue el inicio,

qué fuera de la minusa

si no hay quien la patrocina.

André Seguin disfruta al ver cómo sus pupilas enredan sus cuerpos, enlazan las piernas y las unas recorren con sus pantorrillas los muslos de las otras, al tiempo que canta:

Pardon madame et monsieur,

con tanta disquisición

aún no me presenté.

Yo soy el mentor de Ivonne,

me baten franchute André,

entre todos los cafiolos

soy el único francés.

Vine del Sena al Riachuelo

sabiendo que en este suelo

yo iba a ser el más bacán,

la verdá que en Notre Dame

era un gil de medio pelo,

pero aquí, bajo este cielo,

ser franchute te da glam.

A André Seguin le gusta jugar el papel del perdedor; mientras canta su canción autocompasiva, insta a sus protegidas a que aproximen más aún labio con labio, a que sujeten la cintura de su compañera con más resolución, a que se miren con sensualidad.

Tengo tantas papirusas

que es difícil de contar,

polacas, francesas, rusas,

soy el colmo del cafiolo;

te lo voy a confesar:

si quiero a cualquiera de esas,

pa’ no pasarla tan solo,

me dicen: hay que garpar.

Mientras canta su lamento fingido, André Seguin solo se limita a mirar y dar indicaciones. Él no participa de los bailes. Ve cómo se tensan los músculos de las jovencitas, cómo se deslizan las medias de red sobre la piel, de qué manera se rozan los pechos entre sí, y disfruta íntimamente a la vez que entona:

Dirás que morfo de arriba,

que vivo sin laburar,

que me tiro en la catrera

a esperar a que las pibas

revoleen la cartera

y vengan con todo el vento.

Dejame hacer mi descargo,

te lo digo, te lo juro,

no son monjas de convento

las chicas, te las encargo,

estas sí que dan laburo;

se te rajan con un cuento

y las tenés que ir a buscar

con el chumbo del sargento.

El gerente del Royal Pigalle canta mientras evalúa el potencial que encierra cada una de las chicas. Ya ha notado que Ivonne tiene una disposición natural hacia el tango. Es un hecho notable cómo aprende a bailarlo más rápido y mejor que las demás. Y con una sensualidad que pocas veces ha visto Seguin. Hay algo en su adolescente persona que lo inquieta. Siendo que es mucho más delgada de lo que un hombre puede esperar de una mujer, adivina un talento recóndito al que solo hay que dejar madurar, darle tiempo, piensa el gerente y canta:

Que las pilchas, que el perfume,

que la seda y el percal,

que el arreglo con la cana,

haga cuentas, vamos, sume,

otra que una bacanal,

si voy a creerme un rana.

Cualquier fiolo de arrabal

que en pipa no se la fume

no ha de pasarla tan mal.

Y así era siempre, después de llorar una inexistente miseria, André Seguin concluía sus lecciones de tango y luego pedía que lo dejaran a solas con Ivonne. Él mismo fue su primer cliente. Fue André quien la recompensó con una paga por cierto bastante poco generosa. Y también André fue el primero en extender una línea blanca y perfecta sobre la mesa de mármol negro y hacerle probar el polvo mágico de la felicidad. Ivonne comprendió que en las hábiles manos de aquel lobo disfrazado de cordero estaba puesto su destino.

5

A los dieciocho años Juan Molina entró a trabajar en el Astillero del Plata. Las duras jornadas de doce horas le habían dejado un cuerpo ingente y macizo que contrastaba con su cara todavía aniñada. Atrás habían quedado los tiempos del coro de la iglesia; aquella voz angelical de soprano se había convertido en la de un tenor. Cantaba siempre. Lo hacía con la naturalidad de quien piensa en voz alta. Mientras cargaba al hombro las vigas de acero, tarareaba los tangos de Celedonio arqueando una ceja y poniendo la boca de costado. Después de hombrear las vigas y cargarlas sobre la caja del camión, se sentaba al volante y se sentía el más grande. Manejaba el imponente International por los angostos caminos del Dock haciendo equilibrio entre los muelles al filo del río, cantando con el cigarrillo pegado a los labios. Los pantalones cortos eran ahora un amable recuerdo. Cuando caía el sol, aquellos mismos que unos años atrás iban a la iglesia solo para escucharlo cantar, ahora se reunían en el café del Asturiano apurándolo para que templara la bordona y cantara algunos tangos. En torno a él se formaba un círculo apretado que, a viva voz, le pedía tal o cual canción. Con el tiempo había iniciado un tormentoso romance con su guitarra; por momentos era una amante dócil y una dulce compañera. Otras veces, en cambio, se tornaba indómita y se negaba a los arpegios pretenciosos. Así como no hay maestros para el amor, tampoco los hay para la música, solía decir Juan Molina. Su obcecado carácter autodidacta le había impreso a su modo de cantar y de tocar la guitarra un estilo personal e inconfundible. No sabía, ni le interesaba, escribir sobre el pentagrama.

Había saldado casi todas sus deudas con el pasado. Cuando cobró su primer sueldo, pagó lo que le debía al señor Glücksman. Una tarde llegó al negocio de la calle Florida, se acercó al mostrador y cuando el empleado reconoció aquella misma cara puesta ahora sobre un cuerpo descomunal, empalideció a la vez que le decía:

—Llévese lo que quiera, pero, por favor, no me mate.

Juan Molina sonrió con la mitad de la boca, se llevó la mano al bolsillo, extrajo un puñado de billetes y, poniéndolo en la mano del vendedor, le dijo:

—Ahí le dejo. Están sumados los intereses del crédito.

Ya no vivía con sus padres en el conventillo de la calle Brandsen, allá en La Boca, a causa de un hecho que lo obligó a marcharse para no volver: una noche, al llegar a la casa después del trabajo, desde la cocina, en lugar del esperado aroma del puchero, Molina percibe los sollozos silenciados de su madre. Corre, abre la puerta y ve que tiene la cara oculta entre las manos. Se acerca; delicadamente y contra la resistencia que le opone, le hace mostrarle el rostro. Entonces puede ver un hematoma que le mantiene el párpado cerrado y un corte sobre la ceja. La abraza, y las lágrimas de ambos se confunden en una sola. La aleja suavemente y le susurra: «ya vuelvo, viejita». La madre intenta detenerlo. Pero es tarde. Juan Molina sale de la cocina, camina hasta el patio y busca entre los inquilinos. Allí, al fresco de la parra y tomando mate, está su padre. De pie bajo el vano de la puerta, Juan Molina grita:

—¡Así que usted es el guapo!

Por toda respuesta el hombre dirige una mirada incómoda, oblicua, sobre los involuntarios testigos.

—Así que el malevo ahora les pega a las mujeres —dice el hijo levantando el mentón.

Como por instinto, el hombre deja el mate en el piso y se lleva la mano al cinto. Fue lo peor que pudo hacer. Juan Molina recuerda, en un solo segundo, los infinitos fustazos que había recibido desde que tenía uso de razón. Y no puede evitar revivir la escena de su infancia, aquella en la que estuvo a punto de morir a manos del cafishio que le pegaba a su protegida. Las mujeres que lavan la ropa en los piletones desvían la mirada, hundiendo la cabeza entre los hombros.

—A ver el taita del barrio si se mete con uno de su tamaño.

Juan Molina saca pecho, avanza un paso, pone los brazos en jarra y con una expresión turbada por la furia, acompañado por el ritmo acompasado de las tablas de fregar, canta:

Así que usted es el guapo

más bravo del conventillo

el que a punta de cuchillo

amenaza con sopapos

cuando se pasa de copas.

Así que usté es el malevo

más taura que dio la Boca,

el que anda por Montes de Oca

y se agranda en Puerto Nuevo.

Juan Molina se adelanta otro paso al mismo tiempo que su padre retrocede. El sonido de los nudillos de las mujeres fregando ropa nerviosamente contra la madera acanalada marca una percusión machacona.

Hay que ver sus epopeyas

de cuchillero matón,

que en el puente de Pompeya

la va de general Roca

peliando contra un malón.

Pero dicen los murmullos

que su fama es un chamuyo,

que su más feroz andanza

era pegarle en la panza

a su mujer cuando gruesa.

Mientras canta, la cara de Juan Molina se va llenando de odio y rencor. Los pocos testigos que hay en el patio salen, queriendo pasar inadvertidos. Solo quedan las mujeres lavando de espaldas que simulan no darse por enteradas.

Las llevo como un tatuaje

las marcas que me hizo el guapo

cuando venía borracho.

Qué diría el malevaje

si viese pegando el macho

a un purrete de seis años;

le hubiesen roto la jeta

los muchachos del estaño

al ver caer su careta.

Hay uno de su tamaño

que anda buscando revancha,

que no le importan las marcas

que la dura fusta deja,

que va a limpiar esa mancha

de haber fajado a la vieja.

El hombre sigue retrocediendo hasta que su espalda toca la pared, sin atinar a hacer otra cosa, se quita el cinturón y, en el momento en que está por descargar el latigazo, Juan Molina le detiene la mano en el aire; cegado todavía por el fulgor de la sangre de su madre, lo toma por el cuello y aprieta.

6

Molina estaba enceguecido. Una furia largamente contenida, pacientemente cultivada a fuerza de fustazos que le habían dejado cicatrices en la espalda y llagas abiertas en el alma, lo transfiguró convirtiéndolo de pronto en alguien irreconocible. Nunca nadie sabrá qué hubiese pasado si su madre y su hermana no le hubieran implorado que lo soltara mientras, cegado, apretaba el cuello de su padre. Pero esa misma noche Juan Molina hizo las valijas, cargó su guitarra y se fue sin saber a dónde. Como aquel día, cuando había escapado por primera vez de su casa, caminó por la calle Brandsen hacia la ribera. En Vuelta de Rocha se sentó sobre sus petates de cara al Riachuelo. El agua, un espejo negro y estático, reflejaba los cascos de los barcos y las luces titilantes de los silos. Aquel pequeño triángulo frente al río oscuro, una suerte de islote en medio del empedrado, era el lugar que lo recibía cuando no tenía adónde ir. Así lo había hecho siempre, desde que era un niño. Se sentaba, encendía un cigarrillo de los que le robaba a su padre y desde aquel atalaya a ras del suelo veía cómo los barcos llegados desde el otro lado del Atlántico atracaban en la dársena. Miraba cómo tendían la planchada enclenque y entonces aparecían los rostros de aquellos que llegaban al puerto del fin del mundo. Descendían en tumulto, vacilantes, sin saber qué les iba a deparar ese suelo que parecían no atreverse a pisar, como si intuyeran, aunque no quisieran saberlo, que nunca más habrían de volver. Pero ya no había vuelta atrás. Hacía algún tiempo, en uno de esos barcos, había llegado una muchacha cuyos ojos azules intentaban descifrar aquel cielo distinto, aquellas estrellas que formaban figuras inéditas. Lo primero que vio esa chica polaca que avanzaba por la frágil planchada aferrándose a las cuerdas, fue un muchacho solitario que fumaba sentado frente al río. Aquella imagen, la primera, le oprimió el corazón, se sintió más sola que nunca. Fue en ese preciso instante cuando las miradas de Juan Molina y la de aquella que habría de ser Ivonne se cruzaron por primera vez. Luego todo se perdió entre el tumulto y el olvido. Mucha agua había pasado debajo del puente oxidado desde aquel episodio hasta aquel otro, en el que Molina casi la atropelló con el camión.

Y ahora, en ese mismo lugar, sentado sobre sus petates, Juan Molina mira aquel paisaje de toda su vida y, como si fuese la última vez que habrá de verlo, se deja acompañar por el ritmo del motor de una barcaza remolcadora que se aleja, y canta en un susurro:

Sirena de los vapores,

triste lamento del puerto,

no me lloren que no he muerto

aunque tenga el corazón

como un páramo, desierto.

Tampoco me traigas flores

glicina del paredón,

sólo quiero tu perfume

llevarme como un aserto

porque esta noche me voy.

No llores lágrimas moras

parra de mi conventillo,

llevo un racimo de sombra

para estar a tu cobijo

cuando me llegue la hora

de habitar otros ladrillos.

Yo no sé cómo se nombra,

quizá un poeta lo dijo,

este dolor que se siente

cuando tiene que irse un hijo.

No quiero sentir tu queja

café que tanto me diste,

otro ha de ocupar la silla

que este parroquiano deja;

no me hagas que afloje ahora,

no tenés por qué estar triste.

Aprovecho que apoliya

el barrio antes de la aurora,

que la luna arriba brilla,

que el canto del grillo insiste;

luna, sé mi confidente

no quiero que a nadie cuentes

que llorando a mí me viste.

Viejo puente del Riachuelo

no vas a sentir mi ausencia

soy como pingo ’e carrera

que vuelve pa’ la querencia

aunque ande por otro suelo.

Adiós, almacén tanguero

de la calle Montes de Oca,

recordarte es mi consuelo,

tu música, mi única herencia;

mi alma se queda en la Boca,

todas las cosas que quiero.

Luego todo fue silencio y oscuridad. Juan Molina encendió un cigarrillo, buscó en sus bolsillos y pudo comprobar que las pocas monedas que tenía no le alcanzaban siquiera para pasar la noche en el hotel más miserable. En eso estaba, cuando a sus espaldas escuchó que le decían:

¿Il signore ha bisogno di una stanza?

Juan Molina se dio vuelta sorprendido y vio a un tipo con cara de pájaro que fingía estar bien vestido. Y, por cierto, también simulaba hablar italiano. Tardó en comprender la situación. Esa tarde, como sucedía cada mes, había llegado el Nadine, el vapor que hacía la ruta Génova-Buenos Aires, cargado de inmigrantes. Entonces Juan Molina cayó en la cuenta: nada lo diferenciaba de los italianos que, perdidos en una ciudad desconocida, quizá sin tener familiares ni hablar castellano, quedaban varados en las cercanías del puerto. Como si fuesen las únicas palabras que supiera pronunciar, el hombre de la cara de ave repitió con la insistencia de una mosca:

¿Il signore ha bisogno di una stanza?

Sabía que el tipo era un cazabobos de poca monta que se aprovechaba de los más desamparados. Y, sin embargo, era lo único que tenía para aferrarse. Por primera vez Juan Molina se sintió extranjero en su propia tierra.

—No creo que sirva de mucho, esto es todo lo que tengo… —le dijo abriendo la mano y mostrándole las cinco monedas que le quedaban del sueldo. El hombre dio un respingo cuando lo escuchó hablar en perfecto porteño.

—… pero la verdad es que estoy buscando una pieza —confesó Molina.

El tipo lo examinó de arriba abajo, recorrió con sus ojos de pajarraco de rapiña los bártulos sobre los cuales estaba sentado y, deteniéndose en el estuche de la guitarra, le contestó:

—No se tire a menos, seguro que algo ha de tener. Yo lo voy a ubicar, no se preocupe. ¿Tiene trabajo?

—Sí —musitó desconfiado Molina, apretando la guitarra—, allá en el astillero —agregó señalando con la quijada hacia el Dock, al otro lado del Riachuelo.

—Mejor así; le va quedar un poco lejos, eso sí. Pero hágame caso, que lo que le ofrezco es un lujo.

El tipo metió la mano en el bolsillo interior del saco raído y extrajo una tarjeta. Sosteniéndola entre el índice y el mayor, se la tendió.

Molina leyó la dirección y se le iluminaron los ojos: Ayacucho 369, indicaba la tarjeta. Eso era, si la memoria no le fallaba, Ayacucho y Corrientes. Corrientes, vivir en la calle Corrientes. Aun sabiendo que todo sonaba a engañifa, el corazón le latió con fuerza.

—Pleno centro, a dos cuadras de Callao, ambiente familiar y con pensión. Un lujo. No sea cosa que se lo pierda por dormir. Vaya, hágame caso, presente la tarjeta y diga que lo mandó Maranga, un servidor. Ahí lo dice, del otro lado —dijo señalando el dorso de la cartulina ajada.

Sin querer pensarlo demasiado, Juan Molina se puso de pie, tomó sus cosas, estrechó la mano sarmentosa del tal Maranga y cruzó la calle.

—El tranvía 25 lo deja en la puerta —alcanzó a gritar el tipo—, no se olvide: lo manda Maranga —añadió, separando las sílabas claramente.

7

—Soy polaca pero no estúpida —le espetó Ivonne a André Seguin.

Estupefacto por el perfecto español de su «representada», pero sobre todo por la gélida perfidia con que le clavó los ojos, el gerente se la quedó mirando cuan larga se veía recostada sobre la cama. André terminó de quitarse los pantalones, los colgó en el perchero y así, luciendo sus pantorrillas regordetas rodeadas por los portaligas que le sostenían los soquetes, simulando calma, le contestó:

—Francesa, querrás decir.

Ivonne encendió un cigarrillo y, envuelta en la bruma de la primera bocanada, se sentó en el borde de la cama y se sacó la blusa.

—Terminemos con esta farsa —le dijo, sin quitarle aquella mirada filosa como una daga.

En pocos meses Ivonne había aprendido a hablar un porteño cuyos particulares modismos parecían exagerados en contraste con su tono extranjero. El «vos» y el «che», pronunciados por sus labios polacos, sonaban tan extraños como un gato que ladrara. Hacía mucho tiempo que sabía que las postergadas promesas de André estaban destinadas al naufragio. El encierro durante todos esos meses que parecieron siglos, el hacinamiento en el cuarto del conventillo, la omnipresente persona de la madama que la vigilaba como un carcelero, las breves excursiones al Royal Pigalle, las cada vez más frecuentes visitas íntimas de André Seguin y el modesto pago que le dejaba sobre la mesa de noche, eran el evidente prólogo de lo que le esperaba. Durante todo ese tiempo ni siquiera le habían tomado una prueba de canto. Por otra parte, estaba claro que los vistosos atuendos que le traían no eran, precisamente, los que vestiría una cantante.

Ivonne ya no era la niña cándida y llena de ilusiones que había bajado del barco. Tenía la nariz lastimada de tanto aspirar cocaína. Los largos períodos de abstinencia a los que la sometían habían conseguido domarla por completo. Era capaz de hacer cualquier cosa por conseguirla; entre otras, acostarse con André. Pocas cosas le provocaban tanta repulsa como compartir la cama con el gerente; no porque fuese especialmente repugnante, al contrario, al decir de muchas de las chicas era un tipo buen mozo; pero había algo en él que le resultaba intolerable: una vez concluido el trámite, tal vez a causa de la agitación, los mofletes lampiños se le ponían rosados como si fuesen los de una niña. Aquello le provocaba a Ivonne una aversión rayana en la náusea. Pero lo soportaba; sabía que después venía la blanca y fría recompensa que la ayudaba a olvidar, a no pensar. El pago, diez miserables pesos que apenas le alcanzaban para pagar la comida y el techo, era lo que menos importaba.

Ivonne había aprendido a hablar castellano antes que sus compañeras de cuarto. Y a bailar el tango. Una vitrola que jamás dejaba de girar difundía tango tras tango. Pensó que llegaría a odiar esa música. Sin embargo, era lo único que mantenía un rescoldo de felicidad en su espíritu. Escuchaba «Volver» y su alma se conmovía evocando las lejanas praderas de Deblin, el ruido manso del Vístula y el vuelo de las grullas. Y llegó a enamorarse de aquella voz que, día tras día, salía de la bocina del gramófono. Sentada al borde de la cama, mientras le daba manija a la vitrola, solía cantar:

Gira que te gira mi alma

igual que aquella vitrola;

cuántas veces triste y sola

pude hacer una locura

si no fuera por la cura

de tu voz

que me dio calma.

Vos me enseñaste el idioma,

este porteño lunfardo

tan filoso como el cardo

y rudo como su flor.

Quiero que vueles, paloma,

y me digas cómo es él;

no le contés de mi amor,

de que mi alma se desploma,

que en mi propio fuego ardo

cuando oigo la voz de Gardel.

Gira que gira la pasta

del disco en el gramofón;

cuántas veces al hastío

del encierro dije basta,

tentada desde el balcón,

junando abajo el vacío,

tu voz fue la salvación

que no me dejó caer,

diciendo que he de volver,

como reza tu canción,

al viejo terruño mío.

Gira que gira, vitrola

como un loco carrusel;

quiero marearme en tu púa,

en tu bocina de orquídea.

Hoy que estoy triste y garúa,

respiro esta cosa nívea

y no me siento tan sola,

imagino estar con él;

mi desdicha se atenúa

cuando escucho tu voz tibia

y digo su nombre: Gardel.

Y cuando terminaba de cantar, ponía una vez tras otra el disco del Zorzal.

Habiendo perdido toda esperanza de convertirse en cantante, prisionera en el lugar más lejano del mundo y sin posibilidades de volver, con el espíritu quebrado y el cuerpo esclavizado tras los delgadísimos barrotes de aquel polvo blanco del que ya no podía prescindir, Ivonne, entre el humo del tabaco, sin sacarle de encima aquellos ojos hechos de hartazgo, le dijo al gerente:

—Hablemos claro.

Y así lo hicieron. Luego Ivonne se recostó, abrió las piernas, cerró los ojos y se resignó al repetido suplicio de las mejillas rosadas.

Al día siguiente, por fin, como si se hubiese liberado de un cepo, salió al ruedo.

Entró al Royal Pigalle dispuesta a matar o morir.

8

—Nada de mujeres, el cuarto tiene que quedar libre a las ocho para que lo limpien; nada de musiquita. El desayuno a las siete. Siete y cuarto se deja de servir. El almuerzo, a la una. Una y cuarto se acabó. El baño no lo puede ocupar por más de cinco minutos. Después de las once de la noche no vuela una mosca —recitaba la gallega envuelta en un batón de color indescifrable.

Juan Molina miraba maravillado los pisos refulgentes, se llenaba los pulmones con aquel perfume hecho de lejía y acaroína. Comparado con el conventillo de la calle Brandsen, se sentía frente a la conserjería del Hotel Alvear. El precio era caro —las tres cuartas partes de su sueldo en el astillero— pero estaba dispuesto a pagarlo. Por el rabillo del ojo llegó a ver uno de los cuartos, cuyas puertas estaban abiertas: una habitación amplia, una cama con cabecera de bronce, una mesa de luz sobre la cual descansaba una lámpara que parecía de Tiffany’s y un ventanal de cortinas purpúreas que daba a la calle.

—El pago es del uno al cinco del mes. El primer mes es por adelantado —sentenció la mujer, conminándolo a una decisión.

Entonces Molina no pudo evitar un suspiro de decepción. No podía ser tan fácil.

—Mire señora, sucede que todavía no cobré… estaba por explicarle que volvería ni bien tuviera el dinero para pagar el mes adelantado, cuando la gallega lo interrumpió:

—Usté me inspira confianza. Me deja el instrumento y el reloj en garantía y cerramos trato. Igual, acá la guitarra no la puede tocar.

Entonces los ojos de Molina volvieron a iluminarse. Entregó la guitarra, se quitó el reloj —un Movado de caja enchapada en oro que le había comprado a un bagayero sin preguntar demasiado—, levantó sus petates y, como por inercia, se encaminó hacia la habitación cuyas puertas estaban abiertas.

—Por acá, sígame —le corrigió el rumbo la mujer.

A medida que avanzaban por el pasillo bordeando el patio central, el grato olor de la lejía iba dejando lugar a un hedor a humedad añeja. Las paredes inmaculadas de la recepción viraban en degradé a un gris descascarado que desnudaba un revoque de la época de Pedro de Mendoza. El piso reluciente era ahora una carpeta de cemento crudo, malamente alisado. El pasillo parecía no tener fin y, conforme avanzaban, era como un lento descenso del cielo al averno. Finalmente llegaron a la habitación: una casilla de madera y techo de chapa, construida en un patio trasero de dos por dos. La gallega abrió la puerta, lo invitó a pasar, le señaló un catre junto a la pared y se despidió, recordándole:

—A las ocho la habitación tiene que quedar libre.

Juan Molina tanteó en la penumbra un velador de lata que creyó haber visto junto a la litera, lo encontró, pulsó el interruptor y nada. Ajustó la bombita y volvió a intentarlo. Nada. Se recostó para probar el colchón y descubrió que los pies le quedaban colgando en el aire. Pero desde Corrientes llegaba el grato sonido de los autos y el paso de los tranvías. Estaba feliz. Encendió un cigarrillo y en el breve tiempo que duró la llama del fósforo hizo un rápido inventario del cuarto. Como siempre sucedía, sin que él mismo lo advirtiera, estaba cantando. Entonaba las estrofas melancólicas de «Cuartito Azul». Iba a ingresar en el estribillo, cuando desde la nada escuchó:

—Si se pudiera hacer ruido lo aplaudiría. Pero como no se calle la boca, le aplaudo la cara de un tortazo.

Molina se levantó de un salto. Encendió otro fósforo y entonces pudo descifrar en la penumbra que aquel bulto informe sobre la litera vecina era un inquilino. El tipo se había vuelto a dormir con un gesto contrariado y amenazante.

Eran las siete y cinco cuando Juan Molina abrió los ojos. Demoró en darse cuenta en qué lugar había amanecido. Era la primera vez que dormía en una cama que no fuera la suya. Por otra parte, la apariencia diurna del cuarto era bien diferente de la que había imaginado. Quizá porque era un día de sol y los rayos se filtraban entre las hendijas de la madera, la habitación paupérrima se le antojó el más acogedor de los refugios. Estaba por cantar cuando recordó el episodio de la noche anterior. Miró a la litera de enfrente y comprobó que estaba vacía. Quiso saber la hora, pero cuando levantó el brazo se encontró con su muñeca desnuda. Estaba hambriento. Recordó los diez mandamientos de la gallega y temió haberse quedado sin desayuno. Se vistió con la velocidad de un rayo y salió corriendo del cuarto. Desde el salón llegaba el perfume de las tostadas y el café con leche. Avanzó rápidamente por el pasillo y en el reloj del vestíbulo vio la hora: siete y nueve. Todavía estaba a tiempo. Sin embargo, tenía que ir al baño. Volvió sobre sus pasos, llamó a la puerta con un golpe tímido y desde el otro lado se escuchó un desesperante «ocupado». Se quedó haciendo guardia tamborileando los dedos contra la pared. De pronto recordó que debía estar en el astillero a las ocho y cayó en la cuenta de que ahora no eran cinco minutos los que lo separaban de su trabajo. El desayuno y la ducha matinal ya eran un recuerdo. No bien se desocupó el baño, entró como una tromba y al instante salió de la misma manera, dejándole el lugar al que lo sucedía. Con pánico volvió a mirar el reloj de la pared: siete y trece. Pasó por el salón, saludó con un «buen día» general y las tripas le reclamaron aunque más no fuera una tostada. Pero no había tiempo. Estaba por alcanzar el vestíbulo cuando lo tomaron por la muñeca. Se dio vuelta y vio que quien lo sujetaba era un hombre de una cabeza descomunal, completamente calvo.

—Oiga, todavía tiene tiempo, ¿por qué no se toma un café? —dijo invitándolo a compartir su mesa.

—Le agradezco, pero estoy llegando tarde…

Entonces el tipo se puso de pie, dejando en evidencia una estatura mínima, desproporcionada en relación al tamaño de la cabeza. Sin soltarle el brazo le dijo:

—Lo acompaño unas cuadras. Quiero hablar unas palabritas.

Juan Molina no pudo menos que pensar mal, pero era su primer día en la casa y no quiso empezarlo con un escándalo.

—Le pido disculpas por lo de anoche —dijo el hombre y se presentó:

—Zaldívar, Epifanio Zaldívar, mucho gusto.

Molina quedó petrificado. Hasta entonces no había caído en la cuenta de que aquel tipo era su compañero de cuarto. No podía creer que ese hombre que ahora se presentaba con una amabilidad rayana en la exasperación fuera el mismo energúmeno que durante la noche lo había amenazado. Molina no sabía si exigir una disculpa o disculparse él por haberlo despertado y, mientras cavilaba, apuraba el paso por Ayacucho camino a Viamonte hacia la parada del tranvía 25. Su compañero de pieza daba unos trancos cortos y veloces para poder mantenerse a su lado.

Zaldívar carraspeó, un poco a causa de la fatiga que le demandaba seguir el paso de Molina y un poco a manera de prólogo. Finalmente habló:

—Si no se ofende… quería decirle que se pasó la noche entera cantando mientras dormía… —Zaldívar dejó la frase inconclusa.

Era cierto, varias veces su madre y su hermana se lo habían hecho notar. Se sintió profundamente avergonzado.

—Le pido mil disculpas, no sé que decirle…

—El que no sabe qué decirle soy yo. Le confieso que nunca escuché una voz como la suya. Me gustaría saber en qué teatro se lo puede ver.

Molina sonrió ruborizado.

—Le agradezco el elogio, pero las únicas veces que canté en público fue en la iglesia.

—No le creo. Usted es un talento, no se puede desaprovechar así… —Zaldívar hizo un silencio y agregó:

—Me imagino que tendrá un representante…

Molina no pudo evitar una carcajada agradecida y negó con la cabeza.

Habían llegado a la parada. El tipo lo miró a los ojos y sentenció:

—Le estoy hablando en serio. Conozco al hombre indicado; es el mejor representante artístico. Esta noche, casualmente, lo tengo que ver. Lo espero a las diez en punto en la pensión y, si le parece, cenamos con él. Es una invitación.

Molina se trepó al tranvía con una incredulidad hecha de esperanza.

9

Dueña de todas las miradas, Ivonne entra al salón del Royal Pigalle. Nadie puede sustraerse a su andar ondulante, a su estatura magnánima, a su figura de espiga mecida por el viento. Sus piernas delgadas e interminables, cubiertas por unas medias de red, escapan desde el tajo del vestido perfectamente ceñido al cuerpo. Sus ojos azules iluminan la penumbra del salón. Camina sin mirar a nada ni a nadie. Y cuanto más grande es su indiferencia, mayor es el interés que suscita. Como si de pronto hubiese desaparecido el resto de las mujeres, los hombres se codean y comentan torciendo la boca. Camina hasta una de las mesas, se sienta, cruza una pierna sobre la otra y enciende el cigarrillo que está al final de una boquilla nacarada e infinita.

André Seguin queda deslumbrado como si la viera por primera vez. Se felicita por su adquisición. Los hombres, intimidados, ni siquiera se atreven a acercársele. Un engominado con aires de dandy que está acodado en la barra toma coraje vaciando de un sorbo su vaso de whisky, se frota los bigotitos y se para frente a la mesa de Ivonne. La mujer lo mira como si fuese un objeto molesto que de pronto le hubiera eclipsado el paisaje de la pista de baile. Desafiando el desprecio, el tipo le hace un cabeceo que pretende ser rudo. Ivonne ni siquiera se molesta en dibujar un gesto de fastidio, como si el galán no existiera, como si fuese de vidrio. El hombre carraspea, mira de reojo a uno y otro lado y vuelve a su lugar rogando que nadie haya presenciado la humillación. El gerente, que ha visto la escena, se encamina a la mesa donde Ivonne fuma como si nada hubiese ocurrido y, con una sonrisa pour la gallerie que oculta su azorada indignación, le hace saber que no es forma de tratar a los clientes, que no puede permitirse el lujo de seleccionar, que ese hombre al que ha despreciado es dueño de una fortuna que ni él podría calcular. La mujer, impertérrita, sin sacar la mirada de la pista de baile, le dice:

—Si estuviera en condiciones de seleccionar, jamás me hubieras tocado un pelo. Puedo acostarme con quien sea, puedo meterle la mano en la bragueta al que me pidas. Pero no voy a bailar con cualquiera, por más fortuna que tenga.

André Seguin la mira asombrado. Es inútil que Ivonne le explique lo inexplicable, que aquellos eternos tangos que durante su cautiverio sonaban desde la vitrola fueron lo único que la mantuvo entera. De nada serviría hacerle entender que aquella voz que una y otra vez cantaba «Volver» fue la que la salvó de la desesperación. Estaba dispuesta a entregar su cuerpo a quien fuera, pero a bailar, no. El tango tenía para ella un valor casi religioso. Había aprendido a bailarlo con sus compañeras de infortunio y, durante todo aquel tiempo del cautiverio, trató de imaginar el rostro de aquel que desgranaba «El día que me quieras». Aprendió a hablar el castellano descifrando las estrofas de «Caminito» y «Amores de estudiante» y solía confundir la «ere» con la «ene», igual que aquel que, desde la bocina de la fonola, decía «golordrina», «sertimertal» y «abardonado».

André Seguin, sin dejar de sonreír, le explica que bailar el tango es el prólogo, el aperitivo que endurece la bragueta y ablanda el cuero de la billetera. Es la regla. Evidentemente, André no ha entendido; entonces Ivonne se incorpora, lo mira al gerente desde su estatura, se llena los pulmones de aire y tabaco, y comienza a cantar:

Puedo mi cuerpo entregar,

puedo mis labios vender,

pero señores no pidan

lo que no compran los mangos;

no esperen que baile el tango,

lo llevo bajo la piel,

ahí donde anida el alma.

Como magnetizados por la voz y la figura de Ivonne, empieza a formarse un tumulto de hombres que, indiferentes a la letra, no hacen más que cabecearla, saltando uno sobre el hombro del otro para hacerse notar.

Podrá el bacán manosear

las guampas de esta mujer

pero no vaya creer

que me va sacar un corte,

una quebrada o un ocho,

lo juro por el morocho,

el único al que soy fiel.

Ahora son más los que se acercan a Ivonne acosándola e intentando sacarla a bailar de prepo. Pero cada vez que uno pretende tomarla por la cintura, se gana un empujón displicente. Girando sobre su propio eje, Ivonne se deshace de los acosadores levantando sensualmente una pierna y, apoyando la suela de su zapato contra el abdomen del molesto de turno, lo separa con tal impulso que va a parar al suelo.

Podrán mi boca besar

y hasta en mi escote perderse,

pero ni en sueños pensar

que van a poder bailar

ni tan siquiera atreverse.

Podrán calarme la enagua

o extraviarse en mi pollera,

pero no habrá calavera

que me robe una milonga;

más fácil que saque agua

de una seca salitrera.

Ante la sensual resistencia de Ivonne, los hombres que se arremolinan en torno de ella terminan bailando entre sí, formando figuras ridículas hasta la humillación.

Tango que vos me salvaste

en el momento más cruel,

que el idioma me enseñaste

en el sórdido burdel,

te lo juro por mi vida,

te lo juro por Gardel,

que aunque no tenga salida

siempre voy a serte fiel.

No bien termina su canción, la horda que baila a su alrededor se disuelve y cada uno, avergonzado y disimulando, vuelve a su mesa.

Otra vez a solas con André, Ivonne le dice que no se preocupe, que ella tiene sus propias reglas. Entonces las pone en práctica. Aplasta la colilla del cigarrillo con la punta filosa del taco, se pone de pie y camina hasta la barra. Se para frente al primer tipo que la había sacado a bailar y André ve cómo le dice unas palabras al oído.

Luego observa de qué forma lo toma de la mano y lo conduce hacia el ángulo más oscuro del salón. Ahí, arrinconándolo contra la pared, lo besa. André cree ver la lengua de Ivonne recorriendo los labios boquiabiertos del tipo. Vuelve a musitarle unas palabras al oído, gira sobre sus talones, vuelve a la mesa, se pone el abrigo sin siquiera mirar al gerente y va a buscar a su galán que ha quedado petrificado contra la pared. André ve cómo atraviesan el salón rumbo a la salida y se pierden escaleras abajo.

Había pasado una hora cuando el gerente la vio volver sola. Se sentó a la misma mesa como si llegara por primera vez, espléndida y radiante. La escena volvió a repetirse cuatro veces. Cuatro veces se negó a bailar. Cuatro veces salió acompañada y cuatro veces volvió sola. Cerca de la madrugada fue hasta la oficina de André, abrió la cartera y arrojó sobre la mesa una enorme bola de billetes arrugados. Sin poder salir de su estupor, el gerente ordenó aquel bollo de papeles multicolores, agrupándolos según sus denominaciones y, ante el desconcierto, volvió a contar. No se había equivocado: tres mil doscientos pesos. La misma cifra que hacía la mejor de sus chicas en una semana. De acuerdo con lo convenido, André separó el veinte por ciento y se lo dio. Por primera vez en su vida se sintió un miserable. Pero pudo más la felicidad. Ivonne guardó los billetes y se despidió con un escueto:

—Hasta mañana.

10

Aquella noche, a las diez en punto, Molina, bañado, afeitado, engominado y ataviado con su único traje, esperaba ansioso en el salón de la pensión fumando un cigarrillo tras otro. Estaba por encender el enésimo con la colilla del anterior, cuando desde el vestíbulo escuchó la voz inconfundible de Zaldívar. Venía acompañado por un hombre que vestía un traje gris cruzado de solapas generosas. Tenía un bigotito recto que parecía dibujado a pluma y sostenía entre los dientes la boquilla. Se pararon frente a él y, antes de las presentaciones, el compañero de cuarto le dijo al otro:

—Y, que le dije, ¿tiene pintusa o no tiene pintusa el pollo?

El tipo jugueteaba con la boquilla entre los labios mientras contemplaba a la joven promesa de arriba abajo.

—La verdad es que pinta no le falta, pero con eso solo… —sentenció e inmediatamente, sonriendo de oreja a oreja, le estiró la diestra y se presentó:

—Balbuena, representante artístico. Me han hablado maravillas.

Sentados en la sala, hablaban trivialidades. Molina se limitaba a asentir, negar y sonreír. El hombre de bigotes decididamente lo intimidaba. Entonces llegó el momento:

—Bueno, Juan —dijo en un exceso de confianza el representante—, a ver con qué nos va a deleitar.

Molina miró a uno y otro lado como señalando la presencia de los demás inquilinos, y preguntó:

—¿Acá? ¿Ahora?

Balbuena se quitó la boquilla de la boca, puso un gesto de circunspección y contestó:

—Le teníamos preparado el escenario del Colón pero a último momento tuvieron que cancelar —dijo, mostrando el estrecho límite de su paciencia, y finalmente lo conminó—: ¿Va a cantar o no?

Juan Molina carraspeó y temiendo que su potencial protector se levantara y se fuera, señalando disimuladamente a la gallega que estaba acodada en la recepción, le dijo:

—Va a tener que ser a capella, porque la guitarra la dejé en garantía.

Tal como temía, el tipo se levantó del sillón. Pero contrariamente a lo que esperaba, en lugar de caminar hasta la puerta, fue hasta el mostrador. Su compañero de cuarto lo miró como diciendo «tranquilo, no hay problema». Vio cómo conversaba con la gallega, sonriente y cordial, y al rato volvió con la guitarra. Al tiempo que se la entregaba, le dijo:

—Todo tiene arreglo.

Entonces Molina se dispone a cantar. Templa la bordona, arranca con un arpegio sencillo y desgrana la primera estrofa de «Mi noche triste»:

Percanta que me amuraste

en lo mejor de mi vida

dejándome el alma herida

y espinas en el corazón…

Si un entendido se viera obligado a definir la voz de Juan Molina, sin duda diría que era un tenor. Pero esa no sería más que una descripción que no alcanzaría a transmitir nada.

… De noche, cuando me acuesto,

no puedo cerrar la puerta,

porque dejándola abierta

me hago ilusión que volvés.

En términos estrictamente técnicos, quizá agregaría que canta dos tonos más bajo que Gardel; pero tampoco serviría para que alguien supiera de la emoción que sabe despertar. En un afán menos analítico, diría tal vez que el color de su voz es semejante al del roble.

Ya no hay en el bulín

aquellos lindos frasquitos

adornados con moñitos

todos del mismo color

Si intentara tomar el camino de las metáforas, el entendido podría aventurar que su timbre vocal es semejante al de un leño ardiendo en el invierno o una garúa mansa sobre el asfalto caliente. Pero nada que pueda decirse le haría justicia. Molina es dueño de un decir criollo, despojado sin embargo de toda gauchesca, canta sin artificios y evita escrupulosamente los floreos vacuos o los falsetes forzados.

La guitarra en el ropero

todavía está colgada;

nadie en ella canta nada

ni hace sus cuerdas vibrar…

Los sonidos brotan de su garganta con la misma natural simpleza del viento sonando entre el follaje de un árbol. Pero si algún rasgo caracteriza su modo de cantar, es el masculino vigor con el que sentencia cada estrofa.

Y la lámpara del cuarto

también tu ausencia ha sentido

porque su luz no ha querido

mi noche triste alumbrar.

Cuando hace el último acorde y la guitarra pone fin con un vibrante Sol-Do, su cautivado y reducido público no emite sonido, no atina siquiera moverse. El representante se pone de pie, se lleva una mano al mentón, da un cuarto de giro sobre su eje y, por fin, con una voz lastimosa en comparación con la de Molina, canta su veredicto:

Tranquilo, pibe, tranquilo,

vos dedicate a cantar

que yo me ocupo del filo,

que de esto conozco un rato;

te vas a quedar sin manos,

como la naifa de Milo,

de firmar tantos contratos.

Su compañero de cuarto, Epifanio Zaldívar, anima a Molina para que cierre trato con el representante, cantándole al oído:

Minas, placeres, bailar,

autos, pilcha de la buena;

hacéle caso a Balbuena

que él se ocupa de los bisnes.

De todo vas a comprar:

lámparas con forma ’e cisne,

de seda una rob de chambre

y si te pinta el hambre

un puchero de caviar

te almorzás para la cena

(morfar tarde es bien bacán);

hacéle caso a Balbuena

vas a ser como un sultán.

El hombre de bigotes posa un brazo sobre los hombros de Molina y con tono protector, como quien le hablara a un hijo, apretando la boquilla entre los dientes, le canta:

Dormí tranquilo, dormí,

dejalo todo en mis manos,

mientras Balbuena me batan

te juro que tu debú,

orquesta de cuerda y piano,

lo vamo’ a hacer en Manhatan

o en el mismo Holibú.

Zaldívar, revoloteando como una mosca en torno de Juan Molina, reafirma las palabras de Balbuena y lo insta a que imagine su futuro:

Viajes, cabaret y partusa,

figurate las papusas

que te esperan en París.

Hacele caso a Balbuena

que es más bute que el de Asís

y más bueno que la avena.

Vas a ganarte más vento

que el que hizo Matusalén

en los años que vivió.

Vas a tener un harén,

desayunos con Cliquot

y un Mórtimer bien atento

que con británico acento diga:

sir, ’tá listo el mate.

Y al son de un trío de cuates,

mariachis de Guanajuato,

te morfás un aguacate

mientras firmás los contratos.

Acosado por izquierda y por derecha, Molina no tiene tiempo siquiera de dudar. Sin soltarle el hombro, Balbuena le hace ver las ventajas de tener a alguien como él para ocuparse de los negocios:

Tener un representante

te da chapa y don de gente;

si viene algún empresario

de fama más bien dudosa,

vos te hacés bien el otario

y le batís: «cualquier cosa

arréglelo con mi agente».

Y entonces Zaldívar arremete con sus venturosos vaticinios:

Baño con retrete de oro,

también un eunuco moro

que te vigile el harén

cuando te vas pa’ los burros,

porque nunca falta el turro

que va a soplarte la mina.

Vas a tener que agenciarte

más brujas que las de Salem

pa’ que te alejen la inquina,

la envidia que la gilada

siente por el que va bien.

Por fin, Balbuena va directo al grano. Extrae un papel plegado del bolsillo interior del saco y, estirándoselo a Molina, canta:

Pibe, vos quedate pancho;

es tuya la decisión:

seguís andando el camión

y viviendo en este rancho

o entras por la puerta grande.

No lo pensaría mucho,

voy a hacer lo que vos mandes,

sólo hace falta tu gancho

al pie de este papelucho.

Con la mano temblorosa, sin poder escapar del asedio, arrinconado y aturdido, sin siquiera leerlo, Juan Molina firma el contrato.

—Mañana a las tres de la tarde le arreglo una audición en Royal Pigalle. Nos vemos en la puerta a las tres menos cuarto —dice Balbuena a la vez que guarda en el bolsillo el papel que acaba de rubricar su flamante representado.

—A esa hora estoy en el astillero —musita Molina, cabizbajo.

—Presente la renuncia. Olvídese. Usted está para otra cosa —dice, y se retira, raudo, sin saludar. Antes de perderse más allá de la puerta, agrega:

—Quiero que lo escuche Mario, yo me ocupo.

Molina se queda de una pieza. El tal Mario no puede ser otro que el legendario Mario Lombard, el dueño del mismísimo Royal Pigalle, bajo cuyo patrocinio brillaron las orquestas de El Kaiser, Francisco Canaro y sus hermanos, el octeto de Manuel Pizarro y la orquesta de Angel D’Agostino. Mario Lombard, el mismo que había fundado en París el Florida Dancing sobre la rue Clichy 25, en cuya sala debutara Carlos Gardel. Y ahora su flamante apoderado le promete una audición para el día siguiente.

Tal es el entusiasmo de Molina que se ha olvidado de la invitación a cenar.

11

Ivonne se había mudado del conventillo en el que vivía con las demás chicas. Ahora ocupaba un cuarto en una pensión cercana al mercado Spinetto. Solía pasar las noches en el Hotel Alvear, adonde prefería que la llevaran sus clientes y, como una reina que abdicara todas las mañanas, volvía a su modesta cama de una plaza. Dormía durante el día y, a la noche, otra vez convertida en Su Majestad, iba para el cabaret. Pese al dinero que producía con su delgada humanidad, todavía no podía darse el lujo de alquilar un departamento. No porque no ganara lo suficiente, sino porque André Seguin se lo administraba con cautela. La mesura del gerente no obedecía, desde luego, a velar por los intereses de su protegida; al contrario, cuidaba su mina de oro. André se enfrentaba a un dilema: si aflojaba demasiado la cuerda y le pagaba puntualmente su veinte por ciento, corría el riesgo de que un buen día quisiera independizarse y lo abandonara. Si, en cambio, tiraba excesivamente de la cuerda y le pagaba con cuentagotas, el peligro era que se la arrebatara la competencia. De modo que tenía que ser prudente. Era un hecho cierto que ninguna de ambas alternativas resultaba tan sencilla. En sus veinte años en el negocio solamente dos de sus chicas habían intentado escaparse de su generosa protección. A una recuperó a los pocos días después de una breve discusión con los muchachos de un cabaret del sur; apenas un fugaz cambio de balas sin que la sangre llegara al río. La otra fue demasiado pretenciosa, había ganado mucho y tuvo la peregrina idea de poner su propio negocio. Pero no pudo contar su corta experiencia cuentapropista: al día siguiente de que alquilara un coqueto departamento en Balvanera apareció flotando en el Riachuelo. No era fácil escapar del largo brazo de la organización Lombard. Y la deslealtad se pagaba caro. De todos modos, para qué ganarse problemas, se decía André, considerando la fortuna que le dejaba su nueva protegida. Podía concederle algunos caprichos, como que se negara a bailar. Pero tampoco podía dejar que las excentricidades se convirtieran en rebeldía. Y desde el primer día el gerente supo que Ivonne no era precisamente una chica dócil.

Por entonces todos creían que Ivonne era francesa. Ni siquiera las auténticas papirusas —mote que recibían las polacas por la forma en que nombraban al cigarrillo— sospechaban que aquella mujer pérfida y altiva era una compatriota. Una papirusa, por muy bella que pudiera ser, cobraba, en el mejor de los casos, la cuarta parte de lo que costaba una puta francesa. Ivonne jamás aceptó recibir consejos de las más experimentadas, no tenía amigas ni confidentes y casi no hablaba con nadie. No porque fuese la chica desdeñosa y arrogante que aparentaba, sino que aquel era su modo de hacerse la ilusión de que ella era otra cosa. Pese a que ya había perdido toda esperanza de convertirse en cantante, se resistía a verse a sí misma solo como una prostituta.

Entre las putas existía una suerte de dogma inquebrantable: jamás había que besar a un cliente. El beso era el símbolo del amor y el nombre del amor no se debía ensuciar ni mezclar con el trabajo. A Ivonne siempre le resultó un precepto cuanto menos vacuo. Además de los servicios más frecuentes, podían hacer las cosas más repugnantes y escatológicas que cualquiera pudiera imaginar, podían someterse a los caprichos y excentricidades de los clientes, pero besar, jamás. De hecho, si fuesen alternativas excluyentes, el sentido común indicaría que el beso era la más tolerable de las opciones. Desde el principio Ivonne quebrantó esta vieja máxima. Y este era, precisamente, el secreto de su éxito. Sus clientes recibían el calor de su lengua, la hospitalidad de sus labios, las palabras que esperarían de una amante y se creían únicos y privilegiados. Ivonne les despertaba un sentimiento de redención. Esa chica hermosa, frágil y cariñosa como una novia, no podía ser una puta. Y era entonces cuando mordían el anzuelo. En realidad, lo único que quería Ivonne era evitar el suplicio de que un desconocido se metiera entre sus piernas y transpirara su lascivia sobre su cuerpo. Y había descubierto que el sencillo acto de besar muchas veces la había liberado de aquel tormento. Sus compañeras tomaban esto último como una verdadera traición al oficio y un acto que las ponía en desventaja. Por otra parte, la actitud solitaria de Ivonne solía ser entendida como una actitud de soberbia. Y, ciertamente, no le perdonaban haberse convertido en la favorita del gerente.

Hasta que un día las chicas se le plantan para poner los puntos sobre las íes. Forman un círculo intimidatorio alrededor de la delgada persona de Ivonne y, con el fondo de una milonga, la más veterana la increpa:

Te creés que porque francesa

hay que rendir pleitesía,

que hay que besarte los pies.

No sé qué ven los chabones,

qué gualicho les hacés

pero pierden la cabeza

y los bolsillos vacían

cuando batís en francés.

Y mientras se estrecha el círculo, una que porta una delantera que mete miedo, con un gesto desafiante toma la palabra:

Yo no sé lo que te han visto

si tenés menos pecheto

que puchero de verdura

y hasta menos carnadura

que la que tenía Cristo.

Será que verte da pena,

será que al bacán conmueve

ver tan flaca Magdalena

de raquítica factura,

que a la caridad los mueve.

Una tercera, bien entrada en carnes, se abre paso entre las demás y con una sonrisa amenazadora entona:

Decime qué les hacés,

confesame tu secreto,

si un fósforo parecés,

palito ’e roja cabeza,

no te queda ni esqueleto;

será que tu gran proeza

es chamuyar en francés

y cantar la Marsellesa.

Lejos de intimidarse, Ivonne se incorpora de la banqueta de la barra, levanta el mentón y, haciendo valer su estatura, examina a su corpulenta desafiante de arriba abajo y le contesta:

Sentate, no te agites,

me doy cuenta que estás gruesa,

no perdás las ilusiones,

que no baje tu moral,

todo llega aunque se tarda,

podrías ser reina ’e belleza

y ligarte unas cocardas

allá por los corralones

de la Sociedad Rural.

Entonces, viendo que Ivonne no se amedrenta, las chicas le cantan a coro:

Es un viejo mandamiento

de las chicas del oficio:

palabras de amor ni besos

a otro que no sea el cafishio;

francesita ventajera

besando a los cuatro vientos

para agenciarte unos pesos

mentís amor a cualquiera.

Ivonne gira sobre su eje mirando a todas y a cada una. Finalmente clava la vista en los ojos de la más veterana, deja escapar una risa teatral, y le espeta:

Araca que habló Sarmiento,

vos sí que no tenés vicios,

Su Majestad no da besos

pero hay que ver el aliento

a pescao mezclao con queso

que te dejó el ejercicio

de ser monja de convento.

Qué me venís a hablar de eso

si una legión de patricios

con todo su pelotón,

caballos y regimiento,

hicieron un campamento

al cobijo ’e tu calzón.

Finalmente, cuando las cosas están por pasar a mayores (algunas de las chicas dejan ver las navajas que esconden entre el portaligas y el muslo), aparece André Seguin y, muy a su pesar, tienen que dejar a Ivonne en paz.

Tal como se lo reprochaban sus compañeras, los clientes de Ivonne terminaban enamorándose. En un arrebato de redención querían convencerla de que dejara esa vida, como si aquel sitio fuera una basílica y no un antro de la noche y ellos fuesen monjes franciscanos y no asiduos visitantes de prostíbulos y cabarets. Le decían que estaban dispuestos a abandonar a sus esposas y huir con ella. Ivonne no vendía sexo sino la ilusión del amor. Todas las noches, en la barra del Royal Pigalle, la espera un tendal de corazones partidos. Y cada uno se cree el único, el privilegiado de recibir el calor de sus labios, viendo en los demás unos pobres desgraciados que pagan por sexo. Y mientras esperan, van cantando sus cuitas mientras trasiegan un champán tras otro:

Acodao sobre la barra

verte llegar ansío,

y a través del cristal de la copa,

que una tras otra vacío,

veo pasar la farra

tirao como vieja estopa

esperando que tus labios,

que dijiste que eran míos,

vuelvan a tocar mi boca.

El viejo cajetilla que se sienta al lado, mientras mira con desprecio a los otros parroquianos que esperan en la barra, entona:

Yo sé que te tengo loca,

lo sé por viejo y por sabio,

pobre esta manga de giles

que entregados al escabio

ignoran que a mí me toca

lo que ya quisieran miles:

el secreto de tus labios

que sólo a los míos besan

desde tus tiernos abriles.

El siguiente, un hombre joven con pretensiones de dandi, apura un cigarrillo rubio mientras canta:

Los veo escabiar barriles

mientras hincaos al estaño

a San Antonio le rezan

estos bacanes seniles.

A ver, despejen el paño,

yo sé que la edad les pesa,

no se hagan los chanchos rengos

que llegó el langa del año,

el único al que Ivonne besa.

Agarren ya sus muletas

y rajen pa’ el cotolengo.

Y cuando finalmente Ivonne hace su aparición, se pasea indiferente por delante de la barra y entonces todos cantan a su paso:

Dejo todo lo que tengo

y voy haciendo las maletas

pa’ que juntos nos rajemos.

Qué me importa a mí la bruja,

los pibes; con vos me vengo.

Si hay que romperle la jeta

a ese cafiolo ciruja

contá con un servidor,

que va a jugarse tu amor

aunque los leones le rujan,

aunque muera en el intento,

así yo tenga que ir preso

no via’ dejar que tus besos

se vayan como va el viento.

Entonces Ivonne iniciaba su larga noche de trabajo. Y cuando por fin llegaba la madrugada, vaciaba la cartera sobre el escritorio de André Seguin, dejando una montaña de billetes hechos con el carmín de sus labios.

Y así se sucedían los días y se multiplicaban los amantes, hasta que sucedió lo inesperado. Ivonne iba a sentir en carne propia el castigo que les infligía a sus dolidos clientes: el desasosiego del amor.

12

Juan Molina dio parte de enfermo en el astillero. La prudencia le aconsejó no renunciar. Sin embargo, la falta no solamente ponía en riesgo su puesto, sino que, además, habrían de descontarle el día. Y todavía tenía que pagar la pensión. El Royal Pigalle era el templo de sus ilusiones. Desde aquel lejano día en el que se había escapado de la casa soñaba, día tras día, con pisar el alfombrado que imaginaba rojo. Acariciaba la idea de sentarse a una de sus mesas y, bajo las luces tenues y la música de la orquesta de Canaro, entre copa y copa, cabecear a una sonriente francesita ataviada de soirée de las que poblaban el salón y, después de bailar unas piezas, pasar al reservado. Y ahora el destino le regalaba la posibilidad de entrar por la puerta grande, derecho al escenario de la mano de Mario Lombard. Era su oportunidad y no estaba dispuesto a perderla.

A las dos y media de la tarde estaba en Corrientes al ochocientos. No quería mostrarse solo y esperando en la puerta. De modo que se quedó haciendo guardia en la vereda de enfrente hasta que llegara su representante. Apoyado en un farol, las manos en los bolsillos, una pierna recogida contra la columna y ocultos los ojos debajo del ala del chambergo, cada tanto se miraba en el reflejo de una vidriera para controlar que estuviera presentable. Le sorprendió el súbito movimiento de gente que se agolpaba frente a las puertas cerradas del cabaret: hombres que se turnaban para hablar con un portero sin uniforme y mujeres de largos tapados que ocultaban las caras detrás de las chalinas que llevaban sobre los hombros. Hubo algunos intercambios de palabras con el portero primero, y entre ellos después. Luego de algunos conciliábulos se formó una fila que iba creciendo con el correr de los minutos. En ese momento llegó Balbuena. Lo vio conversar con el tipo de la puerta, escuchó cómo elevaba el tono de voz y, ante la decidida indiferencia del hombre, caminó hasta el final de la fila. Juan Molina cruzó la calle y fue a su encuentro. Luego de un saludo malhumorado, Balbuena le hizo saber de su indignación. Daba la casualidad que ese día habían llamado a audición y el idiota de la puerta, al que evidentemente habían tomado hacía poco tiempo, no lo conocía. Por más que le dijo que lo estaba esperando Mario Lombard, se negó a dejarlo pasar.

—Le va salir caro…, le va salir caro —repetía Balbuena rojo de furia.

Los transeúntes que pasaban junto a la cola miraban sorprendidos. Juan Molina se sintió una suerte de animal exótico en un zoológico. Y era el que tenía menos motivos para sentirse observado: detrás de ellos había uno que estaba disfrazado de gaucho de varieté, más allá había una imitación de Valentino, versión Avellaneda. Y, con vergüenza ajena, pudo ver que la fila se fue plagando de falsos gardeles de caricatura y de «forzudos» circenses que se destacaban dos cabezas por encima del resto.

—Ahora me van a escuchar —amenazaba el representante.

De pronto, ni bien el portero abrió una de las hojas, se armó una estampida, rápidamente contenida bajo amonestación:

—O entran de a uno en fondo o no entra ninguno —vociferó el guardián.

Entonces, como una manada de mansos corderos, aquella comparsa carnavalesca comenzó a entrar lentamente.

Juan Molina comprobó maravillado que el Royal, con el que siempre había soñado, era más imponente aún de lo que había imaginado. El alfombrado rojo cubría por completo el salón principal. La iluminación a norrio dejaba ver los andamios del techo sobre cuya breve superficie caminaban utileros y tramoyistas. Siguiendo la fila, subieron las escaleras que conducían al Teatro Royal, ubicado en el primer piso. Era un salón pequeño pero de un lujo asiático. Las paredes estaban revestidas de espejos y, más allá, en un ángulo, se elevaba el palco de la orquesta. Mientras eran arreados por un hombre flaco en grado patológico, afeminado y en extremo nervioso, a su paso se cruzaban con las coristas que iban o venían de ensayar, las piernas cubiertas con medias de red, la cintura comprimida bajo la tiranía de los corsets y el escote armado que les levantaba el busto hasta alturas insólitas. Se paseaban así, semidesnudas, con la naturalidad de quien se dirige a la oficina. En los pasillos laberínticos que conducían a los camarines, el arriero de estrellas en ciernes dio la orden de alto y separó al ganado en distintos grupos:

—Los del cachacascán, por aquí.

Entonces los «forzudos», cuadrados como roperos, se ubicaron sobre una tarima amplia.

—Las chicas, por allá.

Las mujeres se separaron de la fila y se perdieron detrás de la puerta de lo que parecía ser una oficina.

—Los cantantes, síganme.

Los únicos que habían quedado, entre ellos Juan Molina, fueron ubicados en un rincón, al pie de la tarima donde se agolpaban los luchadores.

—Quédese tranquilo —dijo Balbuena—, ahora lo vamos a ver a Mario, espéreme, ahora vuelvo —agregó y se perdió en el tumulto.

Los cantores, entre quienes estaban los gardeles los valentinos y los gauchos, eran en total unos quince. En una mesa frente a ellos se ubicó lo que aparentaba ser una suerte de tribunal compuesto por tres jueces malhumorados.

—Que pase el primero —sentencia el que preside la audiencia.

El primero es una especie de gaucho, que ha compuesto su vestuario con elementos más bien heterogéneos: por fuera de las bombachas luce unas botas que parecen las de un bombero, y lleva al cuello un pañuelo evidentemente hurtado del ropero de su madre. Arranca con los primeros acordes de «El taita»:

Soy el taita de Barracas,

de aceitada melenita

y camisa planchadita

cuando me quiero lucir…

Suficiente. El jurado considera la elección de aquel tango como un intento de intimidación. Por otra parte, en términos meramente artísticos, el candidato hubiese conseguido ofender a un perro.

—Gracias, el que sigue —es la sentencia condenatoria del jurado.

A todo esto, sobre la tarima, habían empezado las demostraciones de los luchadores, dando gritos de oso y haciendo sonar sus cuerpos contra las tablas, derrumbándose como edificios. La prueba consistía en derribar al campeón de lucha grecorromana, La Mole Tongué. Abajo, ya habían pasado cuatro gardeles y dos valentinos, todos condenados al exilio inmediato. Desde el palco de la orquesta empezaron a sonar los insoportables chirridos de las cuerdas, violines y contrabajos, mientras eran afinados. El ruido era ensordecedor. Juan Molina, como un espectador, esperaba que su representante llegara de una vez y lo llevara al despacho de Lombard. Un muchachito que estaba delante de él acababa de cantar «Fumando espero». Lo había hecho realmente bien. Los miembros del jurado se miraron, asintieron y quedó a un costado, felizmente seleccionado. Molina lo miró con unos ojos afables, felicitándolo en silencio. Pero el aspirante le devolvió una mirada fulminante de rival dispuesto a todo. Desde la tarima donde se batían luchadores iban descendiendo aquellos que eran despedidos violentamente por La Mole Tongué. Sin embargo, no parecían acatar el veredicto con la mansedumbre de los cantantes; discutían amenazantes con los jueces y tenían que ser disuadidos por las buenas o, llegado el caso, por el uso de la fuerza. Tarea ciertamente riesgosa que llevaban a cabo cuatro gorilas vestidos de musculosa. En ese momento Molina es convocado por los jueces. Entonces sonríe y les explica que, en realidad, está esperando que llegue su representante, que tiene cita con Mario Lombard. El jurado festeja el chiste con unas carcajadas estridentes. Les ha caído francamente bien la humorada. La simpatía es un requisito fundamental. Cuando Juan Molina descubre que la audición «privada» que le ha conseguido su representante es esta, se adelanta un paso, desenfunda la guitarra y se dispone a hacer lo que mejor sabe. Tenía previsto cantar «Sus ojos se cerraron», pero habida cuenta de que todos los gardeles han tentado suerte, obviamente, con el repertorio de El Morocho, decide dar un golpe de timón de último momento para no condenarse a la parodia. Entonces, tal vez involuntariamente llevado por la situación, emprende los primeros versos de «Sentencia», de su venerado Celedonio Flores. Entre los golpes del catch, los gruñidos de los luchadores y la afinación insoportable de los instrumentos de la orquesta, la voz de Molina se impone como un machete entre el follaje. Como si de pronto se hubiese hecho un silencio sepulcral, los miembros del jurado por primera vez levantan la mirada.

Yo nací, señor juez, en el suburbio,

suburbio triste de la enorme pena

en el fango social donde una noche

asentara su rancho la miseria.

Molina tiene en la voz un magnetismo del que resulta imposible sustraerse. Algunos de los aspirantes que forman fila detrás de él se retiran dándose por derrotados; otros se quedan nada más que para escucharlo.

Un farol de la calle tristemente desolada

pone con la luz del foco su motivo de color.

El cariño de mi madre, de mi viejita adorada,

que por ser santa merecía, señor juez, ser venerada.

El muchacho que había sido seleccionado rechina los dientes de odio. Si la letra resulta un tanto melodramática, en la voz de Molina se convierte en un torrente de emoción que estrangula la garganta.

… aquí estoy para aguantarme la sentencia…

pero cuando oiga maldecir a su viejita

es fácil, señor juez, que se arrepienta.

Cada vez que Molina pronuncia «señor juez», el jurado se siente inculpado y los miembros no pueden evitar una vergüenza infinita. Con los ojos anegados tras un velo acuoso, llegan a considerarse unos miserables.

La audiencia, señores,

se ahogaba en silencio,

llorando el malevo,

lloraba su pena

el alma del pueblo.

Cuando el cantor pone fin pulsando la bordona, después de un breve silencio, el jurado, los aspirantes, algunos luchadores derrotados y el propio contendiente que había sido seleccionado, todos rompen en un aplauso conmovido.

El jurado iba a dar su veredicto.

En ese mismo momento aparece la indignada figura de Balbuena, que se ha perdido el número. El representante artístico se abre paso entre el tumulto, vociferando:

—A Balbuena nadie le impide la entrada, ya me van a escuchar.

No tuvo mejor ocurrencia que empujar a un luchador que acababa de ser vencido por La Mole. Fue una fracción de segundo. Nadie podría precisar en qué momento la turba de púgiles se trenzó en un combate general. Volaban sillas, mesas y hasta coreógrafos aterrados. Cuando Molina descifró alguna forma entre el remolino, pudo ver que La Mole Tongué sostenía a su representante por el cuello y estaba a punto de colocarle un upercut en medio de la nariz. Soltó la guitarra, corrió entre el tumulto y detuvo el puñetazo en el aire. Balbuena aprovechó para escapar. Molina no tenía intención de pelear. Pero La Mole sonrió mostrando sus dientes asesinos. Con la mano que tenía libre intentó tomar al cantor por el fondillo de los pantalones. Pero con un movimiento ágil, Molina se puso detrás del campeón, le hizo una llave en el brazo dejándolo inmóvil. Luego lo empujó y lo hizo rodar por el suelo. El gerente, André Seguin, observaba incrédulo. Los cuatro gorilas de seguridad corrieron a poner orden, pero con un gesto, Seguin los conminó a quedarse quietos. Tongué se incorporó de un salto y, como un toro, la cabeza hacia adelante, la razón hacia atrás, estaba dispuesto a aplastar a su contrincante. Molina midió la fuerza y trayectoria de la bestia y, cuando lo tuvo encima, se agachó, pasó su espalda por debajo de La Mole y en ese momento se incorporó levantándolo como acostumbraba levantar las vigas de acero en el astillero. Lo tenía alzado en vilo como a una res. Dio unas vueltas sobre su eje y entonces arrojó al campeón contra la pared. Le hubiesen podido contar hasta veinte. La Mole tuvo que ser llevado a la rastra por los cuatro gorilas de musculosa. Molina se arregló la ropa, se sacudió el polvo y fue a buscar su guitarra. Entonces vio que su representante estaba hablando con los miembros del jurado y el gerente del cabaret. No quiso intervenir.

Con una sonrisa de oreja a oreja, Balbuena se acercó a su protegido y, posando una mano sobre su hombro, le dijo:

—Hoy firmamos contrato. Ya tiene trabajo.

El mismo lugar en el que Gardel había dado sus primeros pasos ahora le abría las puertas a él.

—Mañana mismo debuta, Molina —le dijo André Seguin, estrechándole la mano.

Juan Molina sale del Royal Pigalle con la mirada perdida en la bruma de los anhelos. Mientras camina por Corrientes teme que todo aquello pudiera ser un sueño. A medida que cae la tarde se van encendiendo los carteles de los teatros. Enciende un cigarrillo y frente al Obelisco canta:

Es tan grande la emoción

que me hace latir el zurdo

como pingo galopando;

tengo miedo, corazón,

un temor loco y absurdo,

de estar dormido…

de estar dormido y soñando.

No me rompas la ilusión,

no jugués con mi esperanza,

decime que todo es cierto;

si los sueños, sueños son,

si esto fuera una cruel chanza,

no quiero vivir…

no quiero vivir despierto.

Esperé mi vida entera

este momento anhelado

y ahora me llama la suerte.

Si esto fuese una quimera,

la ilusión de un afiebrado,

que me lleve…

que me lleve a mí la muerte.

Ya veo en la marquesina,

escrito en luz de neón

que ilumina mi arrabal,

el nombre de Juan Molina

y puedo escuchar la ovación

que me espera…

que me espera en el Pigalle.

Era noche cerrada cuando Molina llegó a la pensión y le dio la nueva a su compañero de cuarto.

13

Una noche como todas Ivonne llegó al cabaret. Ahí, en la barra, estaban acodados los galanes de siempre. Iba a iniciar su ronda nocturna desde el Royal al Alvear y del Alvear al Royal hasta despachar al último cliente, cuando desde la nada apareció André Seguin, la tomó del brazo y sin que pudiera siquiera quitarse el abrigo, poco menos que la arrastró hasta la oficina. El gerente estaba exultante, aunque se lo notaba inquieto. Sacó un habano del cajón, cortó la punta con la guillotina, lo encendió y, oculto tras la nube de humo que se había estancado frente a su cara, le dijo:

—Quiero que conozcas a alguien.

Ivonne, aventando la humareda con la mano, como si corriera una cortina, se lo quedó mirando sin mover un músculo de la cara.

—Lo único que te voy a pedir es que te portes bien —le dijo como si le hablara a una niña y no a la competente profesional que era.

—Y una cosa más —dijo André poniendo un gesto ceremonioso mientras apretaba el habano entre los dientes—, discreción. Te voy a pedir absoluta discreción.

Ivonne asiente resignada. No es la primera vez ni habrá de ser la última que André le presente a un político o a un militar o, llegado el caso, a los dos juntos. Odia estos grandes acontecimientos que tanta felicidad le causan al gerente. Pero hay mucho dinero en juego y tiene que obedecer a las excentricidades de Sus Excelencias.

No bien Ivonne escucha ahora por segunda vez la consabida frase «quiero que conozcas a alguien» recuerda, como una repetida pesadilla, a cada uno de los encumbrados personajes que le tocó padecer. Resopla de fastidio y ese mismo resuello se convierte en una canción resignada que dice:

He conocido cada bicho en la colmena,

extraña fauna que el zoológico quisiera;

por la mañana caballeros respetados

y por las noches cuando está la luna llena,

cual hombres lobo de británica galera,

sacan sus garras y colmillos afilados.

Aunque no creas se los ve por todos lados;

nobles patricios que no faltan a la misa

y cajetillas de prontuario inmaculado

que santiguándose de todo se horrorizan;

tenés que ver sus berretines elevados

que hasta en Sodoma los hubieran condenado.

Bravos guerreros de uniforme decorado

con mil medallas que les cruzan la pechera,

recordatorios de sus épicas hazañas;

si vos los vieras en el catre disfrazados

con portaligas cual rante cabaretera pensarías:

«son mis ojos que me engañan».

Vi monseñores que se espantan del pecado,

que al tango acusan de ser música profana,

que el cabarute no sirve ni para abono;

pero hay que verlos después de haber pagado;

se levantan, se acomodan la sotana

y encima te baten: «piba, yo te perdono».

De modo que Ivonne ya sabe qué significa «quiero que conozcas a alguien» en boca de André Seguin. Lo mira como diciendo «hagamos esto lo más rápido posible» y se pone de pie para apurar el trámite. Sin dejar de sonreír, el gerente la conduce hasta una mesa del salón reservado, y cuando están frente al numeroso grupo de hombres que trasiegan champán como si fuese la última vez, Ivonne piensa lo peor. André le hace un gesto con la cabeza al que ocupa la cabecera y entonces el tipo se pone de pie.

Ivonne no lo había reconocido hasta que de pronto escucha su voz, la misma voz que, desde la bocina de la vitrola, le había salvado la vida durante sus días de cautiverio. Tiene el impulso de abrazarlo como se abraza a un padre. Pero no atina a hablar ni a moverse. Aquellos ojos azules y tristes se humedecen con una emoción tan vasta como el océano que la separa de su patria.

—Es el humo —musita Ivonne tímidamente.

Y mientras trata de evitar que el rimel se le corra, se aleja unos pasos y en la oscuridad, con la voz quebrada, empieza a cantar:

No me delates, corazón,

no dejes que se dé cuenta

que tiemblo como un gorrión

ocultando mi pavor mientras fumo,

y esta lágrima que intenta

darle rienda a la emoción,

que no acuse que por dentro me consumo.

Y por si alguno comenta:

«¿Qué le anda pasando a Ivonne?»:

… es el humo, sólo el humo.

Si vieras que oculto mi frente

tras mis manos temblorosas

y me abrumo sin motivo,

de repente, no vayas a pensar cosas,

… es el humo, sólo el humo.

Si vieras en mi carrillo

una lágrima rodando

y me consumo

igual que este cigarrillo,

no creas que estoy llorando,

… es el humo, sólo el humo.

Y mientras Gardel, ocultándose bajo el ala del chambergo, la toma del brazo y la conduce hacia la puerta trasera, al ver sus ojos humedecidos le pregunta si le pasa algo. La mujer, dejándose llevar, repite como para sí:

—Es el humo…

14

Juan Molina esperaba que el utilero le hiciera la señal para entrar en el escenario. Preparado tras bambalinas, se secaba el sudor de la frente hecho de gotas de nervios y pudor. Desde el palco sonaban los acordes matizados de la Orquesta Típica de Pancho Spaventa, y podía ver proyectadas sobre el telón las sombras de las parejas bailando en la pista. Nunca había estado frente al público y ahora podía experimentar el desasosiego del que tantas veces había oído hablar. Por un momento pensó en darse media vuelta y huir para no volver. Se arrepintió, sinceramente, de haber renunciado al astillero. Pero ya estaba ahí, con medio cuerpo asomado al abismo. Oculto entre las sombras, cuanto más pensaba en que por ese mismo escenario habían pasado Gardel y Razzano, Juan Carlos Cobián, Arólas y Fresedo; cuanto más recordaba que esas tablas eran las mismas a las que les habían sacado lustre los Urdaz, la mejor pareja de baile que tuviera Buenos Aires, tanto más era el pánico que lo invadía. Pero el conjunto de sentimientos que se le anudaba en la garganta podía resumirse en uno solo: vergüenza. Eso era; exactamente eso: vergüenza. No había dicho a nadie que aquel iba a ser el día de su debut. Y así, cociéndose en el fuego lento de la espera, ni bien terminó de sonar la orquesta, escuchó la voz radiofónica del presentador que, luego de un preámbulo interminable que incluía las palabras «único», «joven», «nunca visto» y otros adjetivos cuanto menos excesivos, anunció su ingreso inminente. El utilero le hizo la seña, se colgó de la soga y el telón comenzó a abrirse. Juan Molina se persignó, miró hacia las alturas invisibles del techo y se dispuso a salir al ruedo.

Vergüenza. En medio de los aplausos mezclados con las risas, Molina siente vergüenza. Una vergüenza que le duele en el pecho. La luz del reflector le atraviesa los párpados. No quiere abrir los ojos por pura vergüenza. Vergüenza y una lástima infinita de sí mismo. Contra su voluntad, sin embargo, tiene que hacerlo. Entonces se ve en el reflejo del salón espejado y tiene la certeza de que la vergüenza es capaz de matar. Contempla su humanidad, de pie en el centro del escenario, iluminada por el cono vergonzoso del seguidor y cuando se ve así, vestido de luchador, las calzas rayadas que oprimen sus piernas, la musculosa roja y el cinturón de campeón ciñéndole el vientre, cree morir de vergüenza. En algún momento, suena la campana y todo es un ruido ensordecedor: los gritos del público, los gruñidos de su contrincante, el redoblante de la orquesta. Necesita acallar ese ruido insoportable pero, sobre todo, morigerar aquella vergüenza que le trepa desde las entrañas. Entonces canta, mientras se abalanzaba contra su oponente, canta a los gritos un tango triste para tapar aquel ruido infame:

Ángel de los cabarutes

que volás sobre la farra

y sos el alma ’e la viola

cuando Razzano la toca

no le cuentes a la barra

del viejo bar de la Boca

que este ha sido mi debute;

decí que me has visto cantando

a la luz del seguidor,

que dueño del escenario

me lucí como cantor

y no como triste otario.

A medida que avanza la pelea, el público se enfervoriza y grita cada vez más, de modo que Juan Molina, al tiempo que esquiva llaves y golpes, canta cada vez más fuerte aunque nadie lo escuche:

Musa del tanguito criollo,

de milonga y escolazo

que le das aire a los fuelles

de los rantes bandoneones,

no digás que ando a los bollos

y disfrazao de payaso

entregao a los leones.

Decí, por si te pregunta

la gente de la pensión

que me viste emocionado,

que a ellos he dedicado

la más sentida canción.

Pelea con furia. No es, sin embargo, una furia dirigida a su rival sino a su suerte miserable. Por eso canta con desesperación.

Querubines atorrantes

que vuelan sobre las tejas

de los salones tangueros,

la lengua no se les piante

si les pregunta mi vieja;

no le digan que me muero

de pudor luchando en cueros,

mientras la ilusión se aleja.

Díganle que fue glorioso

verme de smoking entrando,

que suspiró la platea

con mi porte glamoroso,

que los cautivé cantando,

no le hablen de la pelea.

Juan Molina le calza un cross a la bestia que tiene enfrente. El tipo se tambalea, entonces, sin dejar de entonar su lamento, el cantante frustrado lo levanta sobre su cabeza y lo tira contra la lona:

Si es pa’ brindar con quinina

el título de Campeón

de Giles del que soy dueño.

Qué fue de aquel viejo sueño

de ver en la marquesina,

fulgurando en el neón

el nombre de Juan Molina.

Termina de cantar y todo es una enorme ovación mientras el locutor le levanta la diestra y lo declara campeón. Quiere creer que aquellos aplausos están dedicados a su talento de cantor. Pero sabe que nadie lo ha escuchado.

Fue por aquellos días que el espíritu de Juan Molina se tornó agrio y huraño. Su fama de hombre recio no se cimentaba en la brutal violencia con la que enfrentaba a sus contrincantes sobre el escenario, sino en su carácter oscuro. Con el correr de las funciones aquel rostro aniñado fue adquiriendo una dureza que le agregaba años y le quitaba esa fresca alegría adolescente. Pero nunca dejó de cantar. Cuando se trababa en las luchas más encarnizadas, aprovechaba el cruel griterío del público ávido de sangre y la estridencia de los acordes de la orquesta siguiendo las alternativas del combate con vientos y redoblantes y así, en medio de aquel bullicio patético y ensordecedor cantaba a voz en cuello. Aunque el auditorio no lo advirtiera, Molina se prodigaba el íntimo gusto de cantar sobre el escenario. Y cuando sus adversarios quedaban horizontales en la lona, el cantor se hacía la ilusión de que aquellas ovaciones que le regalaba el público eran en gratitud por las canciones que jamás había oído. Ciertamente ganaba más dinero que el magro salario que recibía en el astillero, aún restando el porcentaje que se cobraba su «representante». Pero no era ese el motivo que lo había llevado a aceptar aquel trabajo ignominioso. El solo hecho de estar en el Pigalle le ofrecía la ilusión cercana a dar el breve salto hacia el canto. Pero con el tiempo fue descubriendo que cuanto más crecía su fama de luchador, tanto más se alejaban sus sueños de cantor. ¿Quién habría de tomar en serio a ese triste payaso ataviado como para circo? Llegó a suplicarle a André Seguin que tuviese la piedad de permitirle salir enmascarado. Pero sostenía que era justamente su rostro juvenil y seductor el secreto de su aceptación entre las mujeres. Seguin admitía que su voz no se podía comparar con la de los cantantes que animaban las veladas. Pero como luchador resultó un fenómeno inesperado, la sala se llenaba para verlo pelear, y no estaba dispuesto a arriesgarse con un cambio de timón. Era eso o nada. Molina terminaba su función, inmediatamente se duchaba en el camarín, como si quisiera despojarse no ya del sudor sino del oprobio; se cambiaba, bajaba y se sentaba a una de las mesas que quedaban ocultas en la sombra. Escondiendo su vergüenza tras la nube de humo de los Marconi sin filtro, escuchaba los tangos que la orquesta iba desgranando. Poco tiempo faltaba para que Juan Molina volviera a cruzarse con Ivonne.

15

Por aquellos días Gardel repartía su existencia entre París, Nueva York y Buenos Aires. Las eternas jornadas en los estudios de la Paramount, las noches en el Greenwich Village, las madrugadas que lo recibían agotado en una suite del Hotel Middletown habían dejado su huella debajo de los párpados del cantor. Las funciones en el Empire, que solían extenderse más allá de los diez bises, las presentaciones en el teatro de la Opera y en el Florida Dancing le habían quitado los diez kilos de sobrepeso que, tiempo atrás, no sabía cómo disimular. Por las noches, en la soledad de su casa de la Rué Spontini 51, con la mirada perdida en un punto incierto más allá del ventanal, lo ganaba la añoranza. Entonces recordaba su vieja casa de la calle Jean Jaurés y el almacén del Oriental, allá en una lejana esquina del Abasto. Volver. Contaba los días que lo separaban del regreso a Buenos Aires. Y pensaba que, en realidad, salvo a su madre y sus amigos de la barra, hacía tiempo que no tenía a quién extrañar. Hasta que la conoció a Ivonne. Cuando finalmente estaba de regreso, no le alcanzaba el tiempo para hacer el circuito de siempre: el hipódromo de Palermo, su viejo y querido Armenonville, el Palais de Glace y el Royal Pigalle. Disfrutaba cada minuto como si fuese el último. La noche en que se fue tomado del brazo con Ivonne no tenía otra intención más que la de pasar la noche acompañado. Gardel no toleraba la soledad, le tenía un miedo infantil. Solía extender las noches hasta la madrugada en la mesa de un restaurante si estaba con amigos o, si estaba solo, se acodaba en la barra de un almacén perdido en el suburbio y conversaba con un mozo estupefacto al descubrir la identidad de su interlocutor. Y era el mismo afán por eludir la soledad el que, de tanto en tanto, lo llevaba a pedirle a André Seguin que le presentara a alguna de sus chicas. La noche en la que le presentó a Ivonne, antes le había susurrado al gerente que lo sorprendiera con alguna de las nuevas, «de confianza, se entiende», le aclaró por las dudas, sin que hiciera falta. Desde luego, Gardel no podía aparecerse en un hotel con una mujer colgada del brazo y, mucho menos, en la casa donde vivía con su madre, doña Berta, en la calle Jean Jaurés. Para esas ocasiones estaba «el pisito», un departamento de paredes empapeladas con flores claras, testigo sin embargo de asuntos oscuros. Aquel bulín elegantemente puesto en el segundo piso de un recóndito edificio de Corrientes y Reconquista, conocido también como «el bulín del Francés», era un pequeño aunque lujoso refugio donde ciertas figuras públicas ocultaban sus cuestiones más privadas. Cantores, músicos, poetas y otros personajes menos clasificables entraban raudos cuando caía la noche, cubiertos por el ala del chambergo, la cabeza hundida entre las solapas del abrigo, rehuyendo las miradas curiosas. El departamento, cuya discreción estaba protegida por la ausencia de portero y la escasez de vecinos, tenía tres ambientes: un cálido living comedor y dos dormitorios estratégicamente retirados. El living, presidido por un amplio ventanal que daba a Corrientes, allí donde la calle se precipitaba al río, estaba defendido de eventuales mirones por el enorme cartel luminoso de Glostora. Allí había un sofá flanqueado por dos sillones, en torno a una mesa baja con tapa de raíz de nogal. Más allá, contra la pared, descansaba un bahut repleto de bebidas, cigarros ocasionalmente, algún frasquito lleno de polvo blanco que solía durar poco tiempo. El alfombrado y las cortinas púrpuras le conferían una oscuridad íntima y apacible. En el comedor había una mesa oval forrada con un tapete de paño verde, más apta para que rodaran dados y se deslizaran naipes que para servir una cena. Una lámpara baja ceñía el cono de luz al perímetro de la mesa y dejaba el resto en penumbra. Los dormitorios eran gemelos. En cada uno había una cama de dos plazas con cabecera tapizada en capitoné de pana morada, y sendas mesas de noche, cuyos veladores tenían pantallas rojizas que oscurecían más de lo que iluminaban. La ausencia de roperos o placares revelaba la condición transitoria de sus ocasionales huéspedes. Nunca se supo —y quizá nunca se sabrá— quién era el dueño de casa. Se aventuraron muchas conjeturas acerca de la identidad del Francés. Lo que sí era seguro, y para aventar cualquier suspicacia, es que el propietario no era Carlos Gardel, pese a que iba con cierta frecuencia. Varios eran los que tenían las llaves de «el pisito». Pero por lo general, cuando despuntaban las primeras luces del alba y se apagaba el cartel, solía quedar deshabitado. Además de aquellos que con mayor o menor frecuencia reincidían en el escolaso, aparte de los que cada tanto llegaban con la fugaz compañía de una «conocida», el departamento solía dar cobijo temporal a uno que otro amigo de un amigo que, caído en desgracia, no tenía dónde pasar la noche. Alguna vez cierto poeta de voz aguardentosa y buenas intenciones para el canto, en la soledad del bulín, supo entonar unos versos tristes a capella:

Bulín, si hablaran tus muros

de claro papel floreado

que han visto asuntos oscuros;

cuántas veces trasnochado

recalé bajo tu techo,

penando cual condenado,

pa’ olvidarme de un despecho

entre el humo y la penumbra,

whisky, cubilete y dados;

y ese cartel que me alumbra

la herida que ella me ha hecho

y que aún no se ha cerrado.

Bulín, si hablaran tus muros

de florido empapelado,

si contaran los secretos

de algún ilustre afamado

de levita y cuello duro

(su nombre no comprometo)

con berretín de poeta

que con sigilo y apuro

entró con una pebeta

poniendo cara de otario,

recitándole un soneto

pa’ ahorrarse los honorarios.

Mezcla de asilo y garito,

bulín sin nombre ni dueño,

qué desfile estrafalario

ha pasao por «el pisito»:

poetas de tristes sueños,

cantores que han sido mito,

actores de adusto ceño

y algún amigo en apuros

que se quedó sin salario

porque ha perdido el laburo…

… y vos le diste cobijo.

Por si nadie te lo dijo, bulín

de renombre oscuro,

a pesar de tu prontuario

para mí sos el más puro,

como un tanguero santuario.

Timba, minas y partusa,

testigo de mis andanzas,

refugio de mi tristeza

donde me esperan las musas

cuando pierdo la esperanza,

cuando ando sin entereza.

Dos almas en pena

Damas y caballeros: Qué sucedió aquella noche en la que Gardel llegó con Ivonne al departamento de la calle Corrientes es algo que nadie sabrá, salvo los discretos muros del bulín. Pero sin dudas, por la madrugada, ni Gardel ni Ivonne fueron los mismos que entraron horas antes. Ivonne amaba a Gardel antes de conocerlo, antes aún de sospechar su rostro, desde el día en que escuchó su voz. Nadie sabrá el secreto que guardan aquellas paredes empapeladas, pero Gardel, durante los días posteriores, no pudo quitarse de la cabeza el recuerdo de aquellos ojos azules y tristes. Nadie más que el cartel de neón de Glostora fue testigo de lo que sucedió allí adentro, pero lo cierto es que Ivonne ya nunca más quiso volver a su lejana Europa. Nadie supo por qué capricho Gardel decidió cancelar un viaje largamente planificado a Barcelona. Aquella noche, señoras y señores, iba a ser el inicio de algo tormentoso e incierto que, acaso, pudiera llamarse romance.