VI
LLEGÓ el verano. Rougon vivía en un ambiente de calma absoluta. La señora Rougon, en tres meses, había puesto en orden la casa de la calle Marbeuf, donde antes reinaba un cierto olor de aventura. En la actualidad, las piezas que integraban la mansión, algo frías, muy correctas, denotaban una vida honesta; los muebles metódicamente distribuidos, las cortinas no dejaban penetrar más que un hilillo de la luz del día, las alfombras, al amortiguar los ruidos, le infundían la austeridad casi religiosa propia del salón de un convento; parecía incluso que todos aquellos objetos eran antiguos, que se entraba en una vivienda de otro tiempo, saturada de un perfume patriarcal. Aquella fea mujer, que continuamente estaba vigilando, añadía a ese recogimiento la dulzura de su paso silencioso; y dirigía además el hogar con una mano tan discreta y tan diestra, que parecía haber envejecido en aquel lugar, al cabo de veinte años de matrimonio.
Rougon sonreía cuando le hacían algún cumplido. Se empeñaba en decir que si se había casado, era por consejo de sus amigos y habiendo escogido éstos. Su mujer le encantaba. Desde hacía mucho tiempo aspiraba a tener ese recogimiento interior propio del burgués, que viniera a significar como una prueba material de su probidad. Aquello acababa de aislarle de su pasado sospechoso, clasificándole entre las personas honestas. Había continuado siendo muy provinciano en sus gustos, sin embargo, conservando como ideal en materia de decoración, ciertos salones escogidos de Plassans, cuyas butacas conservan todo el año sus fundas de tela blanca. Cuando iba a casa de Delestang, donde Clorinde tuvo la humorada de imponer un lujo extravagante, él ponía de manifiesto su desprecio, alzándose ligeramente de hombros. Nada le parecía tan ridículo como tirar el dinero por la ventana; no es que fuese avaro, pero solía decir que, a su modo de ver, existen placeres que resultan preferibles a aquellos que pueden comprarse. También había descargado sobre su mujer cuanto pudiera referirse al cuidado de la fortuna de ambos. Hasta entonces, había vivido sin echar cuentas de ninguna clase. Pero, a partir de entonces, ella administró el dinero, con el mismo cuidado que ya venía observando en la ordenación del hogar.
Durante los primeros meses, Rougon se encerró consigo mismo, trató de concentrarse, para preparar de ese modo las luchas con que soñaba. Existía en su fuero interno un amor del poder por el poder, desligado por completo de todo cuanto significase vanidad, riqueza y honores. De una ignorancia crasa, de una gran mediocridad respecto de todo cuanto resultase ser ajeno al manejo de los hombres, no llegaba a ser realmente superior más que por su ansia de dominio. En ese terreno, apreciaba su esfuerzo, sentía verdadera idolatría por su inteligencia. Estar por encima de la masa, donde sólo sabía ver imbéciles y bellacos, llevar a la gente a golpes de tranca, todo eso permitía el desarrollo, dentro del espesor de su carne, de un espíritu diestro, provisto de una extraordinaria energía. No consideraba que tuviera convicciones como se tienen razones, todo lo subordinaba al continuo crecimiento de su propia personalidad. Sin tener ningún vicio, llevaba a cabo en secreto quiméricas orgías de poder y de mando. Si había heredado de su padre la pesadez de espaldas y el grosor de las facciones, también había recibido de su madre, aquella terrible Felicidad que gobernaba en Plassans, un ardor de voluntad, una pasión por la fuerza, que le hacían sentir menosprecio por los pequeños medios y por los goces nimios; y venía a ser, en verdad, el más grande de los Rougon.
Cuando se encontró solo de aquella manera, después de unos años de vida activa, empezó por experimentar una deliciosa sensación de sueño. Desde las cálidas jornadas de 1851, le parecía no haber comido. Aceptaba su desgracia como un merecido descanso tras los largos servicios prestados. Pensaba permanecer alejado seis meses, el tiempo necesario para escoger un mejor terreno y entrar después a su gusto en la gran batalla. Pero, al cabo de algunas semanas, estaba ya cansado de reposar. Jamás había tenido conciencia más clara de su propia fuerza; ahora que no se valía de ellos, su cabeza y sus miembros parecían estorbarle; y se pasaba los días enteros paseando por su jardín, dando enormes zancadas, como hacen los leones cuando están encerrados en una jaula y estiran sus miembros entumecidos. Empezó entonces para él una existencia odiosa, cuyo enorme aburrimiento procuró ocultar, aparentaba ser un hombre normal, decía estar muy contento por hallarse fuera del «atolladero»; sólo sus pesados párpados se sublevaban a veces, acechando los acontecimientos, cayendo sobre la llama de sus ojos, en cuanto se sentía observado. Lo que le mantuvo en pie fue precisamente la impopularidad de que se veía rodeado. Su caída había colmado de gozo a mucha gente. No pasaba un solo día sin que algún periódico se metiera con él; se personificaba en él al golpe de Estado, las proscripciones, todas aquellas violencias de las que se hablaba con palabras veladas; incluso se llegaba a felicitar al emperador por haber prescindido de un servidor que le comprometía. En las Tullerías, la hostilidad todavía era mayor; Marsy, triunfador, le acribillaba con sus comentarios, que las damas se apresuraban a propagar por los salones. Aquel odio venía a reconfortarle, le sumía en su menosprecio por el rebaño humano. No se le echaba en olvido, se le detestaba, y eso le sentaba bien. Enfrentarse a todos era un sueño que acariciaba; él solo, con un látigo en la mano y manteniendo los enemigos a distancia. Se embriagó de injurias, se sintió más grande, en medio del orgullo de su soledad.
Sin embargo, la ociosidad constituía un peso terrible para sus músculos de luchador. Si se hubiera atrevido a ello, hubiera cogido una azada para desfondar un rincón de su jardín. Emprendió un largo trabajo, el estudio comparado de la constitución inglesa y de la constitución Imperial de 1852 teniendo en cuenta la historia y las costumbres políticas de los dos pueblos, se trataba de probar que la libertad resultaba ser tan grande en Francia como en Inglaterra. Después cuando ya hubo amontonado los documentos y tuvo así el dossier completo, tuvo que hacer entonces un esfuerzo considerable para coger la pluma; de buena gana hubiera defendido el asunto ante la Cámara; pero redactarlo, en cambio escribir toda una obra, escogiendo en cada caso las frases adecuadas, le parecía un trabajo de enorme dificultad, sin una utilidad inmediata. El estilo siempre le había significado un entorpecimiento; tanto era el menosprecio que le merecía. No llego a pasar de la página número diez. Dejó, además, que arrastrara por su despacho el manuscrito empezado, aunque no le tuera adicionando más allá de veinte líneas por semana Cada vez que le preguntaban sobre sus ocupaciones, respondía siempre desarrollando ampliamente su idea y dando a la obra un alcance inmenso. Venía a ser la excusa tras la cual intentaba ocultar lo abominable de su vida diaria.
Los meses iban pasando, sonreía con la mayor naturalidad. En ningún momento el desespero que le atormentaba se dejaba traslucir en su rostro. Acogía las quejas de sus íntimos con argumentos conducentes todos ellos a su perfecta felicidad. ¿No era él dichoso? Adoraba el estudio, trabajaba a su gusto; y eso era mil veces preferible a la febril agitación de las tareas publicas. Puesto que el emperador no precisaba de él, hacia perfectamente dejándole descansar tranquilo en su rincón, y de esa forma, no hacía mención del emperador como no fuera significando la más profunda devoción. Frecuentemente, además manifestaba hallarse dispuesto, esperar simplemente una indicación de su dueño, para volver a coger «la carga del poder»; pero enseguida añadía que él no daría, por su parte, el menor paso para provocar esa señal. Parecía en efecto poner sumo cuidado en permanecer al margen. En medio del silencio de los primeros años del Imperio, de aquel extraño estupor, mezcla de espanto y de abandono se imaginaba estar viviendo un sueño pesado. Y, como suprema esperanza, contaba con ver sobrevenir alguna catástrofe que, de repente, convirtiera de nuevo su persona en algo imprescindible. Él era el hombre de las situaciones graves, «el hombre de las grandes garras», según frase del señor de Marsy.
Los jueves y domingos, la casa de la calle Marbeuf se abría a los íntimos. Se conversaba en el gran salón rojo hasta que tocaban las diez y media, a cuya hora Rougon cogía a sus amigos y los echaba despiadadamente a la calle; según él decía, las largas veladas enmugrecen el cerebro. La señora Rougon, a las diez en punto, servía ella misma el té, como ama de casa atenta a los más nimios detalles. No había más que dos bandejas de pastelillos, que nadie osaba tocar.
El jueves del mes de julio que siguió a las elecciones generales de ese año, todo el grupo se hallaba reunido en el salón desde las ocho. Aquellas damas, las señoras Bouchard, Charbonnel y Correur, sentadas cerca de una ventana abierta, para mejor respirar las escasas ráfagas de viento que llegaban del jardín, formaban un círculo en medio del cual el señor d’Escorailles explicaba sus locuras de juventud en Plassans, cuando iba a pasar doce horas en Mónaco a casa de un amigo bajo el pretexto de una partida de caza. La señora Rougon, vestida de negro, medio oculta detrás de una cortina, no sentía interés por la conversación, se levantaba cautelosamente y desaparecía durante cuartos de horas enteros. También estaba entre las damas el señor Charbonnel, apoyado en un sillón y estupefacto de oír ensalzar semejantes aventuras a un joven decente. En el fondo de la pieza, Clorinde permanecía de pie, oyendo distraídamente una conversación sobre las cosechas entablada entre su marido y el señor Béjuin. Vestida con un traje de hilo de seda crudo, muy cargado de cintas color paja, se daba golpecitos con el abanico en la palma de la mano izquierda, mientras miraba fijamente el globo luminoso de la única lámpara que iluminaba el salón. En una mesa de juego, bajo aquella amarillenta claridad, el coronel y el señor Bouchard jugaban al «piquet»; en tanto que Rougon, en un rincón de la verde alfombra, hacía solitarios, moviendo las cartas con aire serio y metódico, haciéndose interminable. Era su distracción favorita, los jueves y los domingos, una ocupación que proporcionaba a sus dedos y también a su cerebro.
—Y qué ¿saldrá esta vez? —preguntó Clorinde, que se había aproximado, con una sonrisa.
—Siempre salgo triunfante —respondió él tranquilamente.
Ella permanecía frente a él, al otro lado de la mesa, mientras disponía el juego en ocho montones.
Cuando hubo retirado todas las cartas, de dos en dos, ella siguió diciendo:
—Tiene razón, en esto triunfa… ¿En qué estaba pensando?
Pero él levantó entonces lentamente los ojos, como asombrado por la controversia apuntada:
—En el tiempo que hará mañana —acabó diciendo.
Y se puso a distribuir las cartas. Delestang y el señor Béjuin permanecían callados. La risa cristalina de la bella señora Bouchard era lo único que se oía en el salón. Clorinde se acercó a una ventana y allí permaneció viendo caer la noche. Después, sin volverse, preguntó:
—¿Se tienen noticias del pobre señor Kahn?
—Recibí carta suya —respondió Rougon—. Le espero esta noche.
Se habló entonces del contratiempo del señor Kahn. Había cometido la imprudencia, durante la última sesión, de criticar con demasiada energía un proyecto de Ley que motivaba en un departamento vecino una competencia temible, que amenazaba arruinar su altos hornos de Bressuire. Además, él no creía haber sobrepasado los límites de una legítima defensa, puesto que, a su regreso de Deux-Sèvres, a donde había ido para ocuparse de su elección, figuraba como candidato oficial; había caído en desgracia, el ministro acababa de designar para el puesto a un abogado de Niort, hombre de extrema mediocridad. Aquello era un golpe terrible.
Rougon estaba dando detalles, cuando en aquel mismo momento entró el señor Kahn, seguido de Du Poizat. Habían llegado los dos en el tren de las siete. Sólo habían dispuesto del tiempo justo para comer.
—¿Y qué les parece todo esto? —dijo el señor Kahn, plantado en medio del salón, mientras la gente se iba agrupando a su alrededor—. Ahora, aquí me tienen, convertido en un revolucionario.
Du Poizat se había echado en un sillón, con aire de fatiga.
—¡Bonita campaña! —exclamó—. ¡Magnífico pasteleo! Es como para desilusionar a todas las personas honradas.
Fue preciso, sin embargo, que el señor Kahn explicase el asunto ampliamente. Cuando apareció por allí, decía haber notado, desde que realizara las primeras visitas, una especie de cohibición por parte de sus mejores amigos. En cuanto al prefecto, el señor de Langlade, era un hombre de costumbres licenciosas, a quien acusaba de estar mezclado en el asunto junto con la mujer del abogado de Niort, el nuevo diputado. Además, ese Langlade le había hecho saber su desventura de una forma demasiado amable, mientras fumaba un cigarro y a los postres de un almuerzo dado en la Prefectura. E iba llevando así la conversación de un punto al otro. Lo peor del caso era que ya se estaban imprimiendo sus carteles y sus folletos. Desde el primer momento, una cólera indecible produjo en él verdadero sofoco, hasta el extremo de querer presentarse a pesar de todo.
—¡Ah!, si no nos hubiera escrito —dijo Du Poizat, volviéndose hacia Rougon—, habríamos dado una magnífica lección al Gobierno.
Rougon se alzó de hombros. Luego respondió negligentemente, mientras barajaba sus cartas:
—Habrían fracasado y, además, se hubieran comprometido para siempre. Valiente adelanto sería.
—¡No sé de qué pasta está hecho! —gritó Du Poizat, poniéndose repentinamente de pie y haciendo gestos furibundos—. Pero, lo que sí le digo es que Marsy está empezando a calentarme los cascos. Es a usted a quien ha querido alcanzar golpeando a nuestro amigo Kahn… ¿Ha leído acaso las circulares del personaje en cuestión? ¡Ah!, sus elecciones son de lo más correcto. Las lleva a cabo a fuerza de frases… No, no se rían. Si hubieran estado en el Ministerio del Interior, habrían podido manejar el asunto de una manera muy distinta.
Y, como quiera que Rougon siguiera sonriendo mientras le miraba, añadió, con más violencia:
—Nosotros estábamos allí, lo hemos visto todo… Hay un desgraciado muchacho, un antiguo camarada mío, que ha tenido la osadía de anunciar una candidatura republicana. No tiene idea de la forma en que se le ha acosado. El prefecto, los alcaldes, los gendarmes, toda la pandilla, se han volcado contra él; arrancaban sus carteles, tiraban a las cloacas sus folletos, arrestaban a los pobres diablos encargados de distribuir esas circulares; hasta su tía, que además es toda una señora, le ha rogado que no pusiera más los pies en su casa, porque le comprometía. ¡Y no digamos nada de los periódicos! Le trataron como si fuera un bandido. Las mujeres sencillas se persignan ahora cuando pasa por un pueblo.
Se puso entonces a respirar ruidosamente y, después de haberse hundido de nuevo en un sillón, siguió diciendo:
—Pero nada importa todo eso, si Marsy ha conseguido la mayoría en todos los departamentos. París ha nombrado, por lo menos, cinco diputados de la oposición… Ése es el dorado despertar. Que el emperador abandone el poder en manos de ese gran presumido de ministro y de esos prefectos de alcoba, que, para poder acostarse libremente con sus esposas, envían a los maridos a la Cámara; dentro de cinco años, el vacilante Imperio amenazará ruina… Pero, estoy encantado de las elecciones de París. Estimo que constituye para nosotros una venganza.
—¿Y si usted hubiera sido el prefecto? ¿Entonces qué? —preguntó Rougon con su aire apacible, y con tan fina ironía que apenas lograba imprimir un ligero pliegue en la comisura de sus labios.
Du Poizat mostró sus blancos dientes, mal alineados. Sus puños enclenques de niño enfermo apretaban los brazos del sillón, como si hubiera querido torcerlos.
—¡Oh! —murmuró—, si yo hubiese sido el prefecto…
Pero no acabó su frase, se abandonó buscando apoyo en el respaldo del sillón, mientras decía:
—No, resulta desde luego repugnante… Por otra parte, yo siempre he sido republicano.
Mientras tanto, delante de la ventana, las damas guardaban silencio, con el rostro vuelto hacia el interior del salón, para así poder oír; y a todo esto el señor d’Escorailles, con un amplio abanico en la mano, abanicaba a la bella señora Bouchard, que parecía estar completamente abatida, con las sienes humedecidas a causa del cálido aliento del jardín. El coronel y el señor Bouchard, que acababan de reanudar una partida, dejaban de jugar a cada momento, aprobando o desaprobando lo que se decía con un simple movimiento de cabeza. Un amplio círculo de sillones se había formado alrededor de Rougon: Clorinde, poniendo toda su atención, con la barbilla apoyada en la mano, no se perdía ni un solo gesto; Delestang sonreía a su mujer, con la imaginación puesta en algún tierno recuerdo; el señor Béjuin, cogido a sus rodillas, miraba alternativamente a caballeros y damas, con aire preocupado. La brusca entrada de Du Poizat y del señor Kahn había introducido en la gran calma del salón toda una tormenta; daban la impresión de haber traído consigo, entre los pliegues de sus trajes, un cierto olor a oposición.
—En fin, yo seguí su consejo, y me he retirado —prosiguió el señor Kahn—. Se me ha advertido que sería tratado con mayor rudeza todavía que el candidato republicano. ¡A mí, que con tanta devoción he servido al Imperio! Tiene que confesar que semejante ingratitud es como para descorazonar a los espíritus más fuertes.
Se quejaba amargamente de un sinfín de vejaciones. Había querido fundar un periódico, para defender su proyecto de un ferrocarril de Niort a Angers; más adelante, ese periódico vendría a constituir un arma financiera muy poderosa entre sus manos; pero acababan de negarle la correspondiente autorización, por creer que Rougon se ocultaba tras su persona, y que se trataba en definitiva de una publicación de combate encaminada a defender su cartera a todo trance.
—¡Pardiez! —dijo Du Poizat—, lo que temen es que se escriba lo que a todas luces resulta evidente. ¡Ah, qué bonitos artículos os hubiera enviado!… Resulta vergonzoso tener una prensa como la nuestra, sintiendo las bayonetas encima y con la amenaza de ser estrangulado al primer grito. Uno de mis amigos, que está publicando una novela, ha sido llamado al ministerio, donde un jefe de negociado le ha rogado que cambiase el color del chaleco de su héroe, porque no le agradaba al ministro. No invento nada.
Mencionó otros hechos, habló de leyendas escalofriantes que circulaban entre la gente del pueblo, del suicidio de una joven actriz y de un pariente del emperador, del supuesto duelo entre dos generales, en el cual uno había matado al otro en un pasillo de las Tullerías, a raíz de un caso de robo. Ahora bien, ¿es que semejantes cuentos hubieran hallado crédulos si la Prensa hubiera podido expresarse con libertad? Y volvió a decir, para terminar:
—Decididamente, me siento republicano.
—Pues no sabe la suerte que tiene —murmuró el señor Kahn—, yo ya no sé lo que soy en realidad.
Rougon, doblando sus anchas espaldas, había empezado un solitario en extremo complicado. Después de haber distribuido las cartas tres veces en siete montones, luego en cinco y últimamente en tres, se trataba de que, habiendo tirado todas las cartas, los ocho tréboles aparecieran juntos, parecía estar absorbido en el juego, hasta el extremo de no oír nada, aunque sus orejas experimentaran como un temblor al ser pronunciadas ciertas palabras.
—El régimen parlamentario ofrece serias garantías —dijo el coronel—. ¡Ah!, ¡ojalá volvieran los príncipes!
El coronel Jobelin era orleanista, en sus tiempos de oposición. Describía con suma complacencia el combate del collado de Mouzaïa, donde había disparado junto con el duque de Aumale, entonces capitán en el 4.º de línea.
—Se vivía muy felizmente en tiempos de Louis-Philippe —siguió diciendo, al observar el silencio con que eran acogidos sus recuerdos—. Si tuviéramos un gabinete responsable, ¿no creen que nuestro amigo figuraría a la cabeza del Estado antes de seis meses? Pronto contaríamos con un gran orador más.
Pero el señor Bouchard daba muestras de impaciencia. Él decía ser legitimista; su abuelo había tenido contacto con la Corte, en otros tiempos. Por esto, en cada velada, surgían terribles disputas sobre política entre él y su primo.
—No nos engañemos —murmuró—; su monarquía de julio siempre vivió de un modo precario. No hay más que un príncipe, bien lo sabemos.
Se pusieron a discutir entonces con mucha aspereza. Empezaron por hacer tabla rasa del Imperio, proyectando cada uno de ellos un Gobierno a su gusto. ¿Acaso los Orleans habían regateado jamás una condecoración a un viejo soldado? ¿Es que los reyes legitimistas hubieran cometido nunca las injusticias que se veían cada día en los negociados públicos? Y cuando llegaron a tratarse veladamente de imbéciles, el coronel, tomando las cartas, se puso a gritar:
—¡Déjeme en paz!, ¿quiere?, volvamos al juego, Bouchard… Tengo los cuatro dieces y una escalera a la jota. No está mal, ¿verdad?
Delestang, llevado de su afán por la discusión, creyó del caso defender el Impero. ¡Válgame Dios!, no es que el Imperio le satisficiera en absoluto, a él le hubiera gustado un Gobierno que fuese más ampliamente humano. Y entonces trató de explicar en qué consistían sus aspiraciones, una concepción socialista muy complicada, acabar con la pobreza, la asociación de todos los trabajadores, algo así como su granja modelo de la Chamade, aunque en grande. Du Poizat solía decir que había tratado demasiado a los animales. Mientras su marido hablaba, inclinando su soberbia cabeza de personaje oficial, Clorinde le observaba, dibujando una ligera mueca en sus labios.
—Sí, yo soy bonapartista —dijo él en varias ocasiones—; soy, en todo caso, bonapartista liberal.
—¿Y usted, Béjuin? —preguntó de repente el señor Kahn.
—Pues yo también —respondió el señor Béjuin con la boca completamente pastosa, debido a sus prolongados silencios—; mejor dicho, hay que considerar matices, naturalmente… En fin, yo soy bonapartista.
Du Poizat exteriorizó entonces una risa aguda.
—¡Pardiez! —gritó.
Y, como le forzaran a explicarse, siguió diciendo, en un tono áspero:
—Apruebo su conducta. No han conseguido acobardarle. Delestang sigue estando en el consejo de Estado. Béjuin acaba de ser reelegido.
—Por lo que a eso se refiere, todo se llevó con corrección. Es el prefecto de Cher…
—¡Oh!, veo que no me entienden, no es que yo les acuse. Ya sabemos cómo ocurren las cosas… Combelot también ha sido reelegido, al igual que La Rouquette… El Imperio es algo soberbio.
El señor d’Escorailles, que seguía abanicando a la bella señora Bouchard, quiso intervenir entonces. Él defendía el Imperio desde un punto de vista distinto; si se había sumado era porque le parecía que el emperador tenía una misión que cumplir: la salvación de Francia por encima de todo.
—Ha conservado su condición de oyente ¿no es eso? —continuó diciendo Du Poizat, elevando el tono de su voz—; su manera de pensar es sobradamente conocida… ¡Qué diablo!, lo que estaba diciendo parece escandalizarles a todos. Y sin embargo, es muy sencillo… Kahn y yo no hemos sido comprados para permanecer ciegos, eso es todo.
La discusión degeneró en enfado. Esa manera de enfocar la política resultaba abominable. En ella debían entrar en juego algo más que los intereses personales. El mismo coronel y el señor Bouchard, aunque no fueran bonapartistas, reconocían que podía haber bonapartistas de buena fe; y hablaban de sus propias convicciones, con renovado ardor, como si se les hubiera querido arrancar a viva fuerza. Por lo que se refiere a Delestang, se sentía muy ofendido; decía nuevamente que no le habían comprendido, e indicaba las razones principales que le forzaban a permanecer alejado de quienes resultaban ser ciegos partidarios del Imperio; lo que le llevó a dar nuevas explicaciones sobre la evolución democrática que tenía en su mano el Gobierno del emperador. El señor Béjuin, y menos todavía el señor d’Escorailles, no quisieron aceptar el ser simples bonapartistas; sentaban matices de consideración, se arrinconaba cada uno de ellos en sus opiniones particulares, difíciles de definir; aunque, pese a todo y al cabo de diez minutos, el grupo entero se había pasado a la oposición. Las voces aumentaron de tono, se entablaron discusiones parciales, las palabras, legitimista, orleanista, republicano, volaban de un lado a otro, en medio de profesiones de fe, repetidas más de veinte veces. La señora Rougon, apareció un instante en el umbral de una puerta, con aire inquieto; después, desapareció de nuevo sigilosamente.
Rougon, mientras tanto, había terminado su solitario. Clorinde se inclinó, para preguntarle en medio de la algazara:
—¿Te ha salido?
—Sin duda alguna —respondió con su calmosa sonrisa.
Y, como si no se hubiera dado cuenta hasta aquel momento de todo aquel vocerío, agitó la mano, al tiempo que seguía diciendo:
—¡Vaya ruido que están haciendo!
Callaron en aquel momento, creyendo que quería hablar. Se hizo un gran silencio. Un poco cansados ya, todos aguardaron. Rougon, con un movimiento de su dedo pulgar, había desplegado sobre la mesa un abanico de trece cartas. Se puso a contar y dijo en medio de aquel recogimiento general:
—Tres naipes, señal de disputa… Una noticia esta noche… Una mujer morena, de la que habrá que desconfiar…
Pero Du Poizat, impaciente hubo de interrumpirle.
—Y usted Rougon, ¿cuál es su opinión?
El gran hombre se revolvió en su sillón, disimulando con la mano un leve bostezo. Levantó su barbilla, como si le doliera el cuello.
—¡Oh!, yo —murmuró, con los ojos puestos en el techo—, yo soy autoritario, bien lo saben. Es algo que se lleva dentro desde que uno nace. No se trata, por consiguiente, de un punto de vista, sino más bien de una necesidad… Son ustedes necios, disputando. En Francia, desde el momento mismo en que cinco señores se reúnen en un salón, puede muy bien decirse que son cinco los Gobiernos que se tienen delante. Aunque eso no impide a nadie estar al servicio del Gobierno reconocido. ¿No es cierto lo que digo?, la cuestión es poder conversar.
Inclinó la barbilla, lanzándole una lenta mirada cuantos le rodeaban.
—Marsy ha sabido llevar muy bien las elecciones. Se equivocan censurando sus circulares. La última, sobre todo, era de una impetuosidad muy llamativa… En cuanto a la Prensa, estimo que ya es demasiada la libertad con que cuenta. ¿Dónde iríamos a parar, decidme, si el primero que llegase pudiese escribir todo lo que piensa? Además, yo por mi parte, también hubiera negado a Kahn, lo mismo que hizo Marsy, el permiso para fundar un periódico. Siempre resulta inútil facilitar un arma a los adversarios… Compréndanlo, los Imperios que se enternecen, son Imperios perdidos. Francia requiere una mano de hierro. Cuando se la estrangula un poco, las cosas no van del todo mal.
Delestang quiso protestar. Y empezó una frase:
—Existen, sin embargo, un cierto número de libertades que se hacen de todo punto necesarias…
Pero Clorinde le hizo callarse. Daba su aprobación a cuanto iba diciendo Rougon, subiendo y bajando la cabeza de forma exagerada. Se inclinaba hacia delante, para que él la viera mejor, mostrándose sumisa, convencida. Y fue a ella a quien dirigió una mirada, mientras exclamaba:
—¡Ah!, sí, las libertades imprescindibles, esperaba oír hablar de ellas… Si el emperador me pidiera consejo sobre el particular, jamás concedería una sola libertad.
Y como sea que Delestang se agitara de nuevo, su mujer le obligó a permanecer tranquilo, frunciendo de un modo terrible sus hermosas cejas.
—¡Jamás! —repitió Rougon con ímpetu.
Se había levantado de su sillón, con un aire de superioridad tan tremendo, que nadie se atrevió a respirar. Pero se dejó caer de nuevo, con los miembros caídos, como relajado mientras murmuraba:
—También han conseguido que yo grite… Ahora ya no soy más que un simple burgués. No tengo por qué mezclarme en todo eso, y sin embargo, me arrebaté por unos instantes. ¡Dios quiera que el emperador no me necesite más!
En aquel momento, se abría la puerta del salón. Puso un dedo ante los labios y susurró en voz muy baja:
—¡Silencio!
Era el señor La Rouquette quien entraba. Rougon sospechaba que había sido enviado por su hermana, la señora de Llorentz, para espiar lo que se decía en su casa, el señor de Marsy, aunque casado desde hacía apenas seis meses, acababa de reanudar relaciones con aquella dama, a quien había tenido como amante durante cerca de dos años. Por ello, desde que llegara el joven diputado, se dejó de hablar de política. El salón recobró su ambiente discreto. El mismo Rougon fue a buscar una pantalla de gran tamaño que colocó sobre la lámpara; y ya no pudieron verse en el estrecho círculo de amarillenta claridad más que las secas manos del coronel y del señor Bouchard, echando las cartas con regularidad. Delante de la ventana, la señora Charbonnel, hablando a media voz, contaba sus cuitas a la señora Correur, mientras el señor Charbonnel subrayaba cada detalle con un fuerte suspiro; pronto haría dos años que estaban en París, y su maldito pleito no terminaba; la misma víspera habían tenido que resignarse a comprar seis camisas cada uno de ellos, al enterarse de que el asunto sufría un nuevo aplazamiento. Un poco hacia atrás, al lado de la cortina, la señora Bouchard parecía dormir, agobiada por el calor. El señor d’Escorailles había ido otra vez a hacerle compañía. Después, como sea que nadie les mirase, tuvo él la tranquila audacia de besar silenciosamente sus labios medio cerrados. Ella abrió sus grandes ojos, sin moverse, muy seria.
—¡Dios mío!, no —decía en aquel mismo momento el señor La Rouquette—, no he ido para nada a las Varietés. He visto el ensayo general de la obra. ¡Oh!, un éxito loco, una música muy alegre. Todo París acudirá a verla. Tenía un trabajo por terminar. He preparado alguna cosa.
Había estrechado la mano de todos aquellos señores y besado galantemente la muñeca de Clorinde por encima del guante. Permanecía en pie, apoyado en el respaldo de un sillón, sonriente, en una postura cuya corrección resultaba irreprochable. Por la forma en que llevaba abrochada la levita, daba a entender desde luego muy altas pretensiones.
—A propósito —continuó, dirigiéndose al dueño de la casa—, tengo que indicarle un documento para su gran trabajo, un estudio sobre la constitución inglesa, muy curioso, creo yo, y que ha aparecido en una revista. Tenía que interrumpirles en plena partida, y algunas veces incluso a pagar de Viena… ¿Adelanta en su obra?
—¡Oh!, muy lentamente —respondió Rougon—. Estoy en un capítulo que me está dando mucho trabajo.
De ordinario, encontraba aliciente en hacer hablar al joven diputado. Sabía por él todo lo que pasaba en las Tullerías. Aquella noche, persuadido como estaba de que le enviaban para conocer su opinión sobre el triunfo de las candidaturas oficiales, consiguió, sin aventurar para ello ni una sola frase digna de ser contada, que le proporcionara un montón de informes. Empezó por felicitarle por su reelección. Después, con su aire bonachón, siguió la conversación valiéndose de simples movimientos de cabeza. El otro, encantado de poder hablar, no cesó de hacerlo. La corte rebosaba de satisfacción. El emperador había sabido el resultado de las elecciones en Plombières; se decía que al recibir la noticia, había tenido que sentarse, al temblarle las piernas por la emoción. Sin embargo, una enorme inquietud presidía toda aquella victoria: París acababa de votar cual si fuera un monstruo de ingratitud.
—¡Bah!, París será amordazado —murmuró Rougon, que ahogó un nuevo bostezo, como si le aburriera él no hallar nada interesante en la ola de palabras que iba volcando el señor La Rouquette.
Dieron las diez. La señora Rougon, colocando un velador en medio de la pieza, se puso a servir el té. Era la hora en que se iban formando grupos aislados por los rincones. El señor Kahn, con la taza en la mano, de pie delante de Delestang, que nunca tomaba té porque eso le excitaba, entraba en nuevos detalles sobre su viaje a Vendée, su gran asunto referente a la concesión de un ferrocarril de Niort a Angers seguía en el mismo sitio; ese canalla de Langlade, el prefecto de Deux-Sèvres, se había atrevido a valerse de su proyecto electoral en favor del nuevo candidato oficial. El señor La Rouquette, en aquel momento, pasando por detrás de las damas, les soplaba en la nuca palabras que les causaban risa. Detrás de una muralla de sillones, la señora Correur conversaba vivamente con Du Poizat; le pedía noticias de su hermano Martineau, el notario de Coulonges; y Du Poizat decía haberle visto un momento delante de la iglesia, siempre el mismo, con su frío aspecto y su aire de seriedad. Después, como sea que ella se lanzara a sus habituales recriminaciones, él le aconsejó maliciosamente que nunca pusiera los pies por allí, pues Martineau había jurado echarla a la calle. La señora Correur acabó su té completamente sofocada.
—Hijos míos, es hora de acostarse —dijo paternalmente Rougon.
Eran las diez y veinticinco, y concedió cinco minutos. La gente se iba. Acompañó personalmente al señor Kahn y al señor Béjuin, a quienes la señora Rougon siempre daba recuerdos para sus esposas; aunque a aquellas damas sólo las veía un par de veces al año. Empujó suavemente hacia la puerta a los Charbonnel, siempre remisos en irse. Y después, como quiera que la bella señora Bouchard salía acompañada por el señor d’Escorailles y el señor La Rouquette, se volvió hacia la mesa de juego, gritando:
—¡Eh, señor Bouchard, estoy viendo que le quitan la esposa!
Pero el jefe de negociado, que no había oído nada, anunciaba su juego.
—Una quinta mayor de trébol, no está mal… Tres reyes, también son buenos…
Rougon, con sus gruesas manos, cogió las cartas.
—Se acabó, deben marcharse. ¿No les da vergüenza apasionarse de ese modo?… Coronel, sea razonable.
Y lo mismo ocurría todos los jueves y todos los domingos. Tenía que interrumpirles en plena partida, y algunas veces incluso apagar la luz, para que dejaran el juego. Se retiraban además furiosos y peleándose.
Delestang y Clorinde fueron los últimos en marcharse. Ésta, mientras su marido buscaba por todas partes el abanico, dijo con dulzura a Rougon:
—Está usted equivocado: si no hace un poco de ejercicio caerá enfermo.
Respondió él con un gesto indiferente y resignado a la vez. La señora Rougon retiraba ya las tazas y las cucharillas. Después, cuando los Delestang le estrecharon la mano, se puso a bostezar sin disimulo, con la boca abierta. Y dijo por cortesía, para no dar lugar a que pensaran que era el aburrimiento de la velada lo que se lo provocaba:
—¡Ah, pardiez, qué bien voy a dormir esta noche!
Todas las veladas transcurrían de igual modo. Se aburría uno mucho en el salón de los Rougon, según frase de Du Poizat, quien además encontraba que ahora «allí olía demasiado a beata». Clorinde se mostraba filial. A menudo, llegaba ella sola por la tarde a la calle Marbeuf, con algún recado que le habían encomendado. Decía entonces alegremente a la señora Rougon, que venía a hacer la corte a su marido; y ésta, sonriendo con sus pálidos labios, les dejaba juntos durante horas y horas. Conversaban afectuosamente, sin parecer recordar el pasado; se estrechaban la mano como camaradas, en aquel mismo salón donde, el año anterior, se consumía de deseo ante ella. Sin pensar más en ello, se entregaban los dos a una sosegada familiaridad. Le recogía él sobre las sienes los mechones dispersos de su cabellera, que siempre andaban sueltos, o bien la ayudaba a sacar de entre los sillones la cola de su traje, de una longitud exagerada. Un día, cuando atravesaban el jardín, tuvo ella la curiosidad de empujar la puerta del establo. Y entró, mientras le observaba con una ligera sonrisa. Él, con las manos metidas en los bolsillos y sonriendo también, se contentó con murmurar:
—¡Con cuánta torpeza se conduce uno a veces!
Además, y con motivo de cada visita, él le daba excelentes consejos. Defendía la causa de Delestang, que, en resumidas cuentas, era un buen marido. Ella, cuerdamente, respondía que le quería; y que, a su entender, todavía no tenía contra ella un solo motivo de queja. Decía que no era nada coqueta, lo que en definitiva era verdad. Por poco que hablara, dejaba traslucir una gran indiferencia, casi un desprecio por los hombres. Cuando se hablaba de alguna mujer que tenía incontables amantes, ella abría entonces sus grandes ojos infantiles, unos ojos de sorpresa, preguntando: «Pero ¿es que eso las divierte acaso?». Se olvidaba de su belleza durante semanas enteras, no acordándose de que existía más que cuando era necesario; y entonces, en cambio, se valía de ella de una forma terrible, como si fuera un arma. Por otra parte cuando Rougon, con especial insistencia, volvía sobre el consabido asunto, y le aconsejaba que siguiera siendo fiel a Delestang, ella acababa por enfadarse y gritar:
—¡Déjeme tranquila de una vez! Yo sé que pienso con cordura en todo cuanto se refiere al particular… En cambio usted, me ofende con sus palabras.
Un día le respondió con aspereza:
—Y bien, si eso llegara a ocurrir ¿qué conseguiría con ello?… Usted nada tiene que perder.
Él se sonrojó y cesó de hablarle durante algún tiempo de sus deberes, del mundo, de las conveniencias sociales. Aquel persistente estremecimiento de envidia y de celos era todo cuanto quedaba en su carne de su antigua pasión. Llevaba las cosas hasta el extremo de tenerla constantemente vigilada cuando se hallaba en los salones que solía frecuentar. Si él hubiera llegado a descubrir la menor intriga, acaso se hubiera atrevido a advertir al marido. Además, cuando le veía en privado, aprovechaba la ocasión para ponerle en guardia, hablándole de la extraordinaria belleza de su mujer. Pero Delestang se ponía a reír con aire de confianza y de fatuidad; a pesar de que, respecto del matrimonio, era Rougon quien sufría los tormentos del hombre burlado.
Los demás consejos que le daba, muy prácticos todos ellos, ponían de manifiesto su gran amistad hacia Clorinde. Fue él quien la indujo con dulzura a que hiciera regresar a su madre a Italia. La condesa Balbi, sola por entonces en el pequeño hotel de los Campos Elíseos, llevaba allí una extraña vida de despreocupación que era tema de comentarios. Él se encargó de tratar y acordar con ella la delicada cuestión de una pensión vitalicia. Se vendió el hotel, y así fue borrado el pasado de la joven. Por otra parte, trató también de curarla de sus excentricidades; pero, en este punto, chocó con la ingenuidad y la tozudez de una mujer obtusa. Casada, rica, Clorinde, vivía en un increíble confusionismo y desorientación, por lo que al dinero se refiere, con accesos repentinos de una avaricia vergonzosa. Había conservado su pequeña sirvienta, aquella morena llamada Antoniette, que se dedicaba a chupar naranjas desde la mañana hasta la noche. Entre las dos ensuciaban de un modo indecoroso el apartamento de la señora, toda una esquina del amplio hotel de la calle del Colisée. Cuando Rougon iba a verla, encontraba siempre platos sobre los sillones, botellas de jarabe tiradas por el suelo a lo largo de las paredes. Adivinaba debajo de los muebles un amontonamiento de cosas sucias, escondidas allí al ser anunciada su visita. Y, en medio de un empapelado grasiento y de todo aquel ambiente cubierto de polvo, seguía ella teniendo una serie de caprichos que causaban verdadera estupefacción. A menudo, le recibía medio desnuda, envuelta en una colcha, echada sobre su canapé, quejándose de males desconocidos, de un perro que le comía los pies, o bien de un alfiler dejado por descuido y cuya punta había de pinchar su cadera izquierda. Otras veces, apagaba todas las luces cerraba las persianas, al dar las tres, y se ponía después a bailar con la sirvienta, la una frente a la otra, dejando escapar unas carcajadas tan grandes que, cuando él entraba, la sirvienta permanecía cinco largos minutos dando resoplidos contra la puerta, antes de poderse ir. Un día no quiso dejarse ver; había corrido por completo las cortinas de su lecho, y así estuvo, apoyada en la almohada, metida en aquella jaula de tela charlando tranquilamente con él durante más de una hora, lo mismo que si hubieran estado sentados a ambos lados de la chimenea. Todo esto le parecía lo más natural del mundo. Cuando la regañaba, mostraba su asombro, diciéndole que no hacía con ello ningún mal. Insistía él en predicarle las buenas maneras, prometía convertirla en un mes en la mujer más seductora de París, y ella entonces se rebelaba, repitiendo:
—Soy como ves, y así vivo… ¿Qué puede eso importarle a los demás?
Otras veces se echaba a reír.
—Lo mismo da, déjeme en paz —murmuraba.
Y, la verdad sea dicha, Delestang la adoraba. Seguía ella dominándole, con tanto mayor motivo cuanto menos parecía ser su mujer. Él cerraba los ojos ante tales caprichos, presa de un miedo terrible a que le dejara plantado como ya le había amenazado un día con hacer. En el fondo de aquella sumisión, quizá la consideraba vagamente superior, y lo bastante fuerte como para hacer de él lo que quisiera. Delante de la gente la trataba como a una niña, hablaba de ella con la tierna complacencia de un hombre serio. Y, en la intimidad, aquel hombre distinguido, con su soberbia cabeza, se echaba a llorar las noches en que ella no quería abrirle las puertas de su dormitorio. Él guardaba únicamente las llaves de los apartamentos del primer piso, para así salvar su gran salón de las manchas de grasa.
Rougon, sin embargo, consiguió de Clorinde que, poco a poco fuera vistiéndose como todo el mundo. Era ademas muy sutil, poseía esa astucia propia de los locos lúcidos, que se convierten en razonables cuando están en presencia de personas extrañas. En determinadas casas, tenía ocasión de verla, mostrando un aire reservado, dejando a su marido que tomara la iniciativa, comportándose correctamente en medio de la admiración que suscitaba su gran belleza. Cuando iba a casa de ella, solía encontrar allí al señor Plouguern, y, entonces, bromeaba ella con los dos, bajo el diluvio de sus pláticas morales, mientras el viejo senador, obrando con más familiaridad, le daba golpecitos en las mejillas, con gran disgusto por parte de Rougon; pero nunca se atrevió, sin embargo, a revelar sus sentimientos a este respecto. Tuvo mayor atrevimiento con relación a Luigi Pozzo, el secretario del caballero Rusconi. Le había visto en varias ocasiones saliendo de la casa de ella muy a deshora. Cuando hizo saber a la joven lo mucho que aquello podía comprometerla, ella le dirigió una de sus bellas miradas, que querían significar sorpresa; después, estalló en risas. Se burlaba en absoluto del qué dirán. En Italia, las mujeres reciben a los hombres que les parece, a nadie se le ocurre pensar en cosas tan horribles. Por lo demás, Luigi no contaba en este caso; se trataba de un primo; le traía pastelillos de Milán, que compraba en el pasaje Colbert.
Pero, la política seguía constituyendo la gran preocupación de Clorinde. Desde que se casara con Delestang, toda su inteligencia iba encaminada hacia los asuntos sucios y complicados, aquellos respecto de los cuales nadie alcanzaba a saber su exacta importancia. Así satisfacía su afán de intriga, por tanto tiempo acallado con sus campañas de seducción contra los hombres de gran porvenir; le perecía estar preparada para alguna empresa más amplia, al tender hasta los veintidós años sus trampas de jovencita casadera. Sostenía ahora una correspondencia muy seguida con su madre, que vivía en Turín. Iba, casi cada día, a la legación de Italia, donde el caballero Rusconi se la llevaba por los rincones, charlando rápidamente y en voz baja. Venían después unos incomprensibles paseos por los cuatro extremos de París, visitas que hacía furtivamente a altos personajes, entrevistas concertadas en el fondo de barrios perdidos. Todos los refugiados venecianos, los Brambilla, los Staderino, los Viscardi, la veían en secreto, le entregaban pedazos de papel, llenos de notas. Se había comprado una cartera monumental de tafilete rojo con cierre de acero digna de un ministros en la cual paseaba un mundo de expedientes. Cuando iba en coche, la sostenía sobre sus rodillas, como si fuera un manguito; por donde quiera que fuese, siempre la llevaba bajo el brazo, con gesto familiar, e incluso en las horas de la mañana se la encontraba uno yendo a pie y estrechando la cartera contra su pecho, con las muñecas magulladas. Pronto, la cartera se gastó, rompiéndose por las costuras. La ató entonces con unas cintas. Y, con sus llamativos vestidos de larga cola, cargada siempre con aquel saco de cuero informe que los legajos de papel reventaban materialmente, parecía tratarse de algún abogado de sospechosa conducta corriendo de un Juzgado a otro para ganarse unas pocas monedas.
En varias ocasiones, Rougon había intentado averiguar en qué consistían los grandes asuntos de Clorinde. Un día, habiéndose quedado solo unos momentos con la famosa cartera, no tuvo ningún escrúpulo en sacar las cartas que salían por las hendiduras. Pero lo que conseguía le parecía tan incoherente, tan lleno de baches, que le hacía sonreír respecto de las pretensiones políticas de la joven. Una tarde, le explicó ella con aire tranquilo todo un vasto proyecto: se proponía trabajar un asunto referente a una posible alianza entre Italia y Francia, con vistas a una próxima campaña contra Austria. Rougon, asustado por unos momentos, acabó por encogerse de hombros ante las locuras que aparecían mezcladas en su plan. Según su modo de ver, lo que ella había hecho era encontrar simplemente una originalidad de escogido buen gusto. No se indinaba precisamente a modificar su opinión con relación a las mujeres. Clorinde, por lo demás, aceptaba gustosa el papel de discípulo. Cuando venía a verle a la calle Marbeuf, se presentaba con mucha humildad, en extremo sumisa, le interrogaba, le escuchaba con el ardor propio de una neófita deseosa de instruirse. Y él entonces olvidaba frecuentemente con quien estaba hablando y le exponía un sistema de gobierno, se lanzaba a contarle las cosas más reservadas. Poco a poco, esta clase de conversaciones se convirtieron en un hábito; la tomó como confidente, consolándose así del silencio que guardaba respecto de sus mejores amigos, la trató en concepto de alumno discreto, cuya respetuosa admiración le encantaba.
Durante los meses de agosto y septiembre, Clorinde multiplicó sus visitas. Venía ahora, hasta tres y cuatro veces por semana. Jamás le había mostrado una ternura tal como discípulo. Halagaba mucho a Rougon, se extasiaba con su ingenio, decía lamentar las grandes cosas que hubiera llevado a efecto, si no le hubieran dejado de lado. Un día, en un instante de lucidez, le preguntó él riéndose:
—¿Es que me necesita, acaso?
—¡Sí! —respondió ella descaradamente.
Se apresuró sin embargo a adoptar de nuevo su aire de éxtasis y de asombro. La política la divertía más que una novela, según decía. Y cuándo volvía la espalda, abría ella entonces sus grandes ojos, en los que se veía arder una corta llama, resto quizá de algún pensamiento o sensación de odio, siempre latente. A menudo, dejaba ella sus manos entre las suyas, como si todavía se hubiera sentido demasiado débil; y, con las muñecas temblorosas, parecía esperar de él que llegara un momento en que le hubiera robado la fuerza para poder estrangularle.
Lo que inquietaba sobre todo a Clorinde era la creciente laxitud de Rougon. Le veía adormecerse en el fondo de su tedio. Además, había llegado a distinguir de un modo perfecto cuanto pudiera existir de juego en esa actitud. Sin embargo, en aquel momento preciso y a pesar de toda su astucia, empezaba a creerle verdaderamente desanimado. Sus gestos se iban haciendo cada vez más pesados, su voz se ablandaba; y, determinados días, era tal la indiferencia que exteriorizaba, de una naturalidad tan elocuente, que la joven, preocupada, se llegó a preguntar si no iba a acabar efectivamente por aceptar sin más ni más su retirada del Senado, como hombre político ya agotado.
Hacia fines de septiembre, Rougon pareció estar muy preocupado. Después, en una de sus charlas habituales, él le confesó que alimentaba un gran proyecto. Se aburría en París, necesitaba respirar aire libre. Y, de un solo tirón, se lo expuso todo: se trata de un vasto plan de vida nueva, de un exilio voluntario en las Landas, de la roturación de varias leguas cuadradas de terreno, de la fundación de una nueva villa en el centro de la comarca conquistada. Clorinde, completamente pálida, le escuchaba.
—Pero ¿y su posición aquí?, ¿y sus esperanzas? —Se puso ella a gritar.
Él respondió con un gesto desdeñoso, murmurando:
—¡Bah!, castillos en el aire… Compréndalo, decididamente veo que mi fuerte no es la política.
Y entonces volvió a explayarse sobre su acariciado sueño de llegar a ser un gran propietario, poseedor de grandes rebaños de animales, sobre los cuales le sería dable reinar. Y cuando se refería concretamente a las Landas, entonces su ambición parecía crecer; se convertía en el rey conquistador de una tierra nueva; tenía todo un pueblo para sí. Los detalles que expuso se hicieron interminables. Desde hacía quince días y sin haber dicho nada a nadie, se dedicó a leer obras dedicadas especialmente a ese particular. Desecaba grandes extensiones de tierra, combatía con potentes máquinas la dureza del suelo, detenía la marcha de las dunas mediante plantaciones de pinos, dotaba a Francia de un rincón de fertilidad milagroso. Toda su adormecida actividad, su entera fuerza de gigante ocioso, se despertaron en él con motivo de ese esfuerzo creador de su imaginación; sus puños cerrados parecían estar ya hendiendo los guijarros rebeldes; sus brazos removían el suelo con un solo golpe; sus hombros transportaban casas, ya edificadas por completo, que después situaba a su gusto al borde de un río, cuyo lecho abría con sólo empujar el pie. Nada más fácil que aquello. Sin duda alguna, el emperador le estimaba todavía lo suficiente como para hacerle donación de un departamento, con vistas a que realizara en el mismo toda esa labor. Puesto en pie, teniendo como una llama encendida en sus mejillas, fortalecido por la brusca recuperación de sus gruesos miembros, empezó a reír frenéticamente.
—¡Magnífico!, se me ocurre una idea —dijo—. Doy mi nombre a la villa, fundo, yo también, un pequeño imperio.
Clorinde estimó que se trataba de un simple capricho, de un producto de la imaginación, nacido del profundo tedio en que él venía debatiéndose. Pero, en los días que siguieron, le volvió a hablar de su proyecto, con más entusiasmo todavía. Cada vez que le visitaba, encontrábale siempre perdido en medio de mapas desplegados sobre, su escritorio, en las sillas, sobre la alfombra. Una tarde no pudo llegar a verle, por estar conferenciando con dos ingenieros. Y entonces fue cuando empezó a sentir verdadero miedo. ¿Sería capaz de dejarla, para irse a levantar su villa perdida en un desierto? ¿No sería todo aquello algo que él estuviera tramando? Renunció a conocer el fondo de la verdad, y creyó lo más prudente esparcir la alarma entre el grupo.
Se produjo con este motivo un verdadero movimiento de consternación. Du Poizat montó en cólera; desde hacía más de un año, nada le salía bien; cuando realizó su último viaje a Vendée, su padre llegó a sacar una pistola del cajón, por haber tenido el atrevimiento de pedirle diez mil francos para llevar a cabo un asunto magnífico; y en aquel entonces empezaba a matar el hambre, lo mismo que en el año 48. El señor Kahn también se puso furioso: sus altos hornos de Bressuire se veían amenazados por un fracaso inmediato, se consideraba perdido, si no llegaba a obtener, antes de seis meses, la concesión de su ferrocarril. Los demás, el señor Béjuin, el coronel, los Charbonnel también pusieron de manifiesto su desagrado. Aquello no podía acabar así. A decir verdad, Rougon, no era nada razonable. Le hablarían.
Entretanto, pasaron quince días. Clorinde, cuyo criterio tenía muy en cuenta todo el grupo, había decidido que daría, sin duda, mal resultado atacar a aquel hombre haciéndolo de frente y sin rodeos. Era mejor esperar una ocasión propicia. Un domingo por la tarde, hacia mediados de octubre, cuando todos los amigos se hallaban reunidos en el salón de la calle Marbeuf, Rougon dijo sonriendo:
—¿A que no sabéis lo que he recibido hoy?
Y cogió entonces de detrás del reloj una tarjeta color rosa, que les enseñó.
—Una invitación para ir a Compiègne.
En aquel mismo momento, el ayuda de cámara abrió discretamente la puerta. El hombre a quien el señor esperaba había llegado. Rougon se excusó con los allí presentes, y salió. Clorinde se había levantado y se puso a escuchar. Después, en medio del silencio reinante, dijo con energía.
—¡Es preciso que vaya a Compiègne!
Los amigos, como medida de prudencia, miraron a su alrededor; estaban sin embargo solos, pues la señora Rougon había desaparecido hacía tan sólo unos minutos. Entonces, hablando a media voz, sin dejar de vigilar las puertas, comenzaron a hablar con entera libertad. Las damas formaban un círculo delante de la chimenea, donde un gran leño iba convirtiéndose en brasas; el señor Bouchard y el coronel jugaban su eterno «piquet», mientras que los hombres habían arrastrado sus sillones hacia un rincón, para estar más aislados. Clorinde, de pie en medio de la pieza, con la cabeza inclinada, parecía reflexionar profundamente.
—¿Esperaba a alguien, por lo visto? —preguntó Du Poizat—. ¿Quién podrá ser?
Los demás se encogieron de hombros, queriendo significar que no sabían nada.
—Seguramente será algo relacionado con su estúpido asunto —siguió diciendo—. Yo ya no aguanto más. Una noche de estas le soltaré sin remilgos todo lo que pienso.
—¡Silencio! —dijo Kahn, poniéndose un dedo en los labios.
En antiguo subprefecto había bajado la voz de un modo inquietante. Todos aguzaron el oído por unos instantes. Después, fue el mismo señor Kahn quien continuó hablando en tono muy bajo:
—Está empeñado con nosotros, sin duda alguna.
—Diga mejor que tiene contraída una deuda —añadió el coronel, echando sus cartas.
—Sí, sí, una deuda, esa es la palabra —declaró el señor Bouchard—. El último día, en el Consejo de Estado, no le presionamos para nada.
Y los demás le daban su aprobación con vivos movimientos de cabeza. Hubo entonces como una especie de lamentación general. Rougon les había arruinado a todos. El señor Bouchard añadía por su parte, que de no haber sido fiel a aquel desdichado, sería jefe de negociado desde haría ya tiempo. Según decía el coronel, habían ido a ofrecerle la cruz de comendador y un destino para su hijo Auguste, de parte del conde de Marsy; pero él se había negado, debido a la amistad que le unía a Rougon. El padre y la madre del señor d’Escorailles, decía la bella señora Bouchard, estaban muy ofendidos al ver que su hijo seguía siendo auditor, cuando lo cierto es que, desde hacía seis meses, esperaban su nombramiento como jefe de solicitudes. E incluso aquellos que nada decían, Delestang, el señor Béjuin, la señora Correur, los Charbonnel, apretaban sus labios, levantaban sus ojos mirando al cielo con aire de mártires a quienes se les empieza a acabar la paciencia.
—En fin que hemos sido robados —siguió diciendo Du Poizat—. Pero no se marchará, se lo aseguro. ¿Es que demuestra tener el más mínimo sentido común, querer irse a luchar con los guijarros, en Dios sabe que rincón perdido, cuando se tienen intereses tan graves por defender en París?… ¿Quieren que sea yo quien le hable?
Clorinde pareció salir de su sueño. Y, con un gesto empezó por imponer silencio; después, cuando hubo entreabierto la puerta para comprobar que por allí no había nadie, volvió a decir:
—¡Óiganme bien, necesita ir a Compiègne!
Y, como sea que todos los rostros se volvieran hacia ella, con un nuevo gesto paralizó las preguntas que, sin duda, se disponían a hacerle.
—¡Silencio, aquí no!
Todavía añadió que su marido y ella también habían sido invitados a ir a Compiègne; y dejó entonces escapar los nombres del señor Marsy y de la señora de Llorentz, sin querer dar más explicaciones. Empujarían a aquel gran hombre al poder, aunque fuera a pesar, suyo; se le comprometería si fuese necesario. El señor Beulin-d’Orchère y toda la magistratura le apoyaban bajo mano. El emperador, confesaba el señor La Rouquette, en medio del odio que sentían contra Rougon quienes le rodeaban, guardaba un absoluto silencio; en cuanto se le nombraba en su presencia, se ponía serio, con los ojos tristes, y la boca hundida en la sombra de sus bigotes.
—No se trata de nosotros simplemente —acabó diciendo el señor Kahn—. Si triunfamos, el país tendrá que damos las gracias.
Entonces, y hablando en voz alta, siguió la conversación, haciéndose un gran elogio del dueño de la casa. En la pieza vecina, un mido de voces acababa de oírse. Du Poizat, mordido por la curiosidad, empujó la puerta como si fuera a salir y la cerró después con suficiente lentitud para permitirle identificar al hombre que estaba con Rougon. Se trataba de Gilquin, enfundado en un grueso paleto, casi correcto, llevando en la mano un fuerte bastón de caña con una empuñadura de cuero. Decía, sin bajar la voz, y con una familiaridad exagerada:
—Ahora ya lo sabes, no me envíes más a la calle Virginie, en Grenelle. He tenido complicaciones; estoy actualmente en el fondo de las Batignolles, pasaje Guttin… En fin, puedes contar conmigo. Hasta pronto.
Y se despidió estrechando la mano a Rougon. Cuando éste volvió a entrar en el salón, se excusó por la ausencia, mirando a Du Poizat fijamente.
—Un bravo muchacho a quien usted conoce ¿no es así, Du Poizat?… Va a contratarme colonos para mi nuevo mundo, ahí abajo, en plenas Landas… A propósito, les llevo a todos conmigo, ya pueden ir preparando los paquetes. Kahn, será mi primer ministro. Delestang y su mujer tendrán la cartera de negocios extranjeros. Béjuin se encargará de comunicaciones. Y conste que no me olvido de las damas, la señora Bouchard, que ostentará el cetro de la belleza, y la señora Charbonnel, a quien confiare las llaves de nuestros graneros.
Seguía así bromeando, en tanto que los amigos, a quienes todo aquello no hacía ninguna gracia, se preguntaban si no habría llegado a oírles, a través de algún resquicio de la pared. Cuando condecoró al coronel con todas sus órdenes, éste estuvo a punto de enfadarse. Mientras tanto, Clorinde examinaba la invitación a Compiègne, que había cogido de encima de la chimenea.
—¿Es que va a ir? —dijo con cierta negligencia.
—Sin duda alguna —respondió Rougon asombrado—. Quiero aprovechar la ocasión para conseguir que el emperador se decida a darme el departamento.
Sonaron las diez. La señora Rougon, apareció en aquel momento de nuevo para servir el té.