V

Desde que terminó Ulysses, Joyce se ha estado ocupando en otra obra,[14] que ha publicado, en su mitad, la revista transatlántica Transition. No es posible juzgar este libro en la forma imperfecta en que ha aparecido. Está concebido como una especie de complemento de Ulysses; Joyce ha explicado que si Ulysses trata del día y del alma consciente, su nueva obra va a tratar de la noche y de la subconsciencia. Por lo visto, todo el libro va a centrarse en el sueño de una sola noche de un único personaje. Joyce ya ha demostrado en Ulysses un genio único para la representación de estados psicológicos especiales: no recuerdo en literatura, por ejemplo, nada semejante a la escena de la noche ebria de la ciudad, con su asombrosa recreación de todos los delirios, farfulla, aturdimiento, exaltación y alucinaciones de la borrachera. Y el método de Joyce de ir trasladando las fases del sueño es similar a su método en el episodio de Circe. Pero aquí intenta algo aún más difícil, y su procedimiento suscita una importante cuestión que afecta a toda la obra tardía de Joyce. Como he dicho, actualmente Joyce siempre representa de modo directo la conciencia de sus personajes: su método de representación de la conciencia es dejar que sus personajes hablen por sí mismos. La gente de Joyce piensa exclusivamente en términos de palabras, pues también en términos verbales piensa el propio Joyce. Sin duda, esto es debido en parte a su defecto visual, que en los últimos años se le ha agravado hasta el punto de dificultarle el trabajo. Hay un interesante pasaje de A Portrait of the Artist en que el propio Joyce discute este aspecto de su escritura:

He drew forth a phrase from his treasure and spoke it softly to himself:

—A day of dappled seaborne clouds.

The phrase and the day and the scene harmonized in a chord. Words. Was it their colors? He allowed them to glow and fade, hue after hue: sunrise gold, the russet and green of apple orchards, azure of waves, the greyfringed fleece of clouds. No, it was not their colors: it was the poise and balance of the period itself. Did he then love the rhythmic rise and fall of words better than their associations of legend and color? Or was it that, being as weak of sight as he was shy of mind, he drew less pleasure from the reflection of the glowing sensible world through the prism of a language many coloured and richly storied than from the contemplation of an inner world of individual emotions mirrored perfectly in a lucid supple periodic prose.[15]

Y en Ulysses oímos a los personajes mucho más claramente de lo que los vemos: Joyce nos proporciona descripciones de ellos en frases dispersas, escrupulosas, un trazo aquí, otro allí. Pero el Dublín de Ulysses es una ciudad de voces. ¿Quién tiene una idea clara de cómo son Bloom o Molly Bloom? ¿Y tendríamos una idea clara de Stephen si no hubiéramos visto fotografías de Joyce? Pero el soliloquio continuo de sus voces se convierte para nosotros en un compañero íntimo y nos sigue después por mucho tiempo.

Ya en Ulysses Joyce parece a veces traspasar un poco el límite de las probabilidades léxicas que él pone a disposición de Bloom. Cuando Bloom, en la escena de la borrachera, por ejemplo, se imagina dando luz a «eight male yellow and white children»,[16] todos «with valuable metallic faces»[17] y cada uno con «his name printed in legible letters on his shirt-front: Nasodoro, Goldfinger, Chrysostomos, Maindorée, Silversmile, Silverselber, Vifargent, Panargyros»,[18] nos cuesta creer que supiera lo bastante para ello. No imagino, con todo, que Joyce pretendiera hacernos creer que es realmente Bloom quien por su cuenta formula estas palabras: es el modo que tiene el autor de trasladar en palabras una visión que por parte de Bloom debió de ser mucho menos clara, o al menos mucho menos literaria. Ahora bien, en su nuevo libro Joyce ha intentado que su protagonista expresara directamente, de nuevo mediante palabras, estados mentales que en la realidad no suelen transmitirse con palabras, ya que el subconsciente no tiene lenguaje —la mente humana no habla normalmente en los sueños—, y cuando lo hace es más probable que lo haga en el lenguaje del espejo del Jabberwocky que en cualquier otro modo de hablar parecido al ordinario. La tentativa por parte de Joyce de escribir el lenguaje de los sueños tiene mucho de común con la de Lewis Carroll; pero la diferencia entre su nueva novela y los libros de Alicia estriba en que mientras en éstos se supone que es el autor quien nos cuenta en un inglés sencillo las aventuras que se imagina su heroína y que sólo en un poema que ella lee aparece el lenguaje literario peculiar de los sueños, en aquélla se nos sumerge directamente en la conciencia del propio soñador, que se presenta, sin explicaciones del autor, enteramente en el lenguaje del Jabberwocky. El libro es así más accesible para la gente literaria que para la gente sin «mentalidad verbal», que no suele engendrar palabras en respuesta a sus sensaciones, emociones y pensamientos. Pero vale la pena hacer un esfuerzo de comprensión, porque lo que Joyce trata de hacer es de sumo interés tanto desde el lado artístico como del psicológico y puede ser que constituya la obra de literatura onírica más notable que se haya escrito.

El mejor modo para entender el método de Joyce es registrar cada cual lo que pasa en su propio espíritu a medida que se queda dormido. Las imágenes —o las palabras, si se piensa verbalmente como Joyce—, que estaban ya en la conciencia, adquirirán de pronto un significado amenazador que no tiene nada que ver con sus funciones ordinarias; cierto vívido incidente que nos haya ocurrido inmediatamente, una emoción, que al principio no reconocemos porque procede de las capas sumergidas del espíritu y que intenta ocultarse bajo el ropaje de una experiencia inmediata, por estar disociado de la situación que lo originó. O, inversamente, podemos librarnos de una idea molesta que nos preocupa transformándola en una inocua imagen concreta más fácilmente descartada de la mente: por ejemplo, una página de un libro de filosofía, donde continuamente tropezamos con frases y términos ininteligibles, puede desvanecerse en el umbral del sueño bajo el aspecto de un hombre con granos, los cuales sustituyen a las palabras o frases impenetrables. Y así las imágenes que una mente despierta mantendría independientemente una de otra, en su individualidad, se mezclan de manera incongruente en el sueño con un efecto de lógica perfecta. Una sola frase de Joyce podrá, por tanto, combinar dos o tres sentidos diferentes, dos o tres clases de símbolos; y lo mismo podrá ocurrir con una sola palabra. Al inventar el lenguaje de los sueños, Joyce se ha beneficiado de las investigaciones de Freud sobre los principios que gobiernan el lenguaje realmente hablado en los sueños: por lo visto, hay gente que crea en sueños «palabras híbridas»; pero no hay por qué suponer que el protagonista de Joyce articule necesariamente por su cuenta todas estas frases. Excepto cuando sueña que lee o que entabla una conversación, el lenguaje es meramente un equivalente literario de estados oníricos, que ni siquiera articula con la imaginación. Ni siquiera hay por qué imaginarse que el personaje durmiente de Joyce es en realidad dueño de todo el lenguaje y comprende todas las alusiones que Joyce pone a su disposición en el sueño. Nos hallamos bajo el nivel de los lenguajes específicos, en la región de donde surgen todos los lenguajes y donde tienen su origen todos los impulsos motores de la acción.

Colegimos que el protagonista del sueño nocturno en cuestión es un hombre llamado H.C. Earwicker, noruego o descendiente de noruegos, que vive en Dublín. Parece que probó una serie de empleos: cartero, empleado en la fábrica de cerveza Guinness, vigilante de un hotel y de una tienda. Está casado y tiene hijos, pero, por lo visto, ha tenido amoríos con una muchacha llamada Anna Livia. Esto, junto con otros deslices de respetabilidad a ello asociados, inquieta y turba su reposo. Se nos introduce, desde el mismísimo comienzo, en la conciencia somnolienta de Earwicker, y hemos de vérnoslas como podemos con nombres, formas y sobre todo voces que llenan ese mundo diminuto y cambiante, que se combinan y recombinan, que cambian continuamente de una a otra; pero a medida que avanzamos reinciden los mismos temas y empezamos a comprender y relacionar una cosa con otra, empezamos a familiarizarnos con el carácter de Earwicker, a conjeturar sobre su condición e historia. Identificamos a Maggie y los niños, la casa donde viven, los cuatro viejos con el burro, las faltas cometidas por Earwicker cuando está borracho y su miedo de que lo coja la policía, la lavandera que recoge la ropa, Anna Livia en la ribera del Liffey, la colina de Howth, el árbol y la piedra. Pero ninguno de estos elementos se ve con precisión y objetividad; todos son aspectos, aspectos de la proyección dramática, del propio Earwicker: hombres y mujeres, viejos y jóvenes, fuertes y débiles, río y montaña, árbol y piedra; en todos ellos es el soñador quien ve o es visto, dice palabras o le dicen. El viejo viene a elogiarle mientras él duerme en la ladera de la montaña, pero enseguida es el propio Earwicker quien está hablando de sí mismo, o se desdobla en dos personalidades, una de las cuales intimida o acusa a la otra. Sale de la taberna a la calle con un grupo de compañeros borrachos; hay mucha gente alrededor, pero a los juerguistas no les importa mucho llamar la atención; incitan a uno del grupo a que cante, pero la canción resulta ser una relación de todos los fracasos y faltas de Earwicker —él mismo se confiesa un loco y un estafador, objeto de las mofas de todo Dublín, y su mujer está a punto de leerle el Decreto del Motín («Riot Act»)—. O se pone a explicar algo con mucha dulzura por medio de una fábula de «Mookse y Gripes»: Mookse se acerca con fanfarronería a Gripes, que está colgado de un árbol; tiene lugar una especie de altercado, que se transforma en una representación algo dolorosa de uno de los encuentros de Earwicker con la policía; pero anochece, y la lavandera sale llevando a Mookse y a Gripes, que ahora son simplemente dos piezas de ropa.

Una de las partes más notables que haya aparecido hasta el momento es el allegro con que concluye la primera de las cuatro largas secciones que han de componer la obra entera. (Joyce ha permitido su publicación independiente en un librito titulado Anna Livia Plurabelle). En ella, las lavanderas que lavan su ropa en el río, pasan a identificarse con la piedra y el olmo a la orilla de éste: oímos los chismes que cuentan sobre Anna Livia, la cual es a la vez la muchacha de quien está enamorado el protagonista y el río Liffey; y los chismes constituyen la voz del propio río, ligero, rápido, incesante, casi métrico, ya sea discurriendo con monotonía sobre una nota única, ya sea interrumpido y sincopado, pero de un modo vivaz, murmurando interminablemente la disparatada relación, en parte sobrenatural, en parte vulgarmente humana, de una heroína medio legendaria, medio real:

Oh tell me all about Anna Livia! I want to hear all about Anna Livia. Well, you know Anna Livia? Yes, of course, we all know Anna Livia. Tell me all. Tell me now. You’ll die when you hear… Tell me, tell me, how cam she camlin through all her fellows, the neckar she was, the diveline? Linking one and knocking the next, tapting a flank and tipting a jutty and palling in and pietaring out and clyding by on her eastway. Waiwhou was the first thurever burst?… She says herself she hardly knows whuon the annals her graveller was, a dynast of Leinster, a wolf of the sea, or what he did or how blyth she played or how, when, why, where and who offon he jumnpad her. She was just a young thin pale soft shy slim slip of a thing then, sauntering, by silvamoonlake, and he was a heavy trudging lurching lieabroad of a Curraghman, making his hay for whose sun to shine on, as tough as the oaktrees (peats be with them!) used to rustle that time down by the dykes of killing Kildare, that forstfellfoss with a plash across her. She thought she’s sankh neathe the ground with nymphant shame when he gave her the tigris eye![19]

Cuando cae la oscuridad entre la piedra y el olmo, las voces se vuelven más roncas y vagas:

And ho! Hey? What all men. Hot? His tittering daughters of Whawk?

Can’t hear with the waters of. The chittering waters of. Flittering bats, fieldmice, bawk talk. Ho! Are you not gone ahome? What Tom Malone? Can’t hear with bawk of bats all the liffeying waters of. Ho, talk save us. My foos won’t moos. I feel as old as yonder elm. A tale told of Shaun or Shem? All Livia’s dughtersons. Dark hawks hear us. Night! Night! My ho head halls. I feel as heavy as yonder stone. Tell me of John or Shaun? Who were Shem and Shaun the living sons or daughters of? Night now! Tell me, tell me, tell me, elm! Night night! Tell me tale of stem or stone. Beside the rivering waters of hitherandthithering waters of. Night![20]

Acaba de anochecer en esta primera sección del libro, y la sombra del pasado, recuerdo probablemente del día anterior, oscurece el sueño del protagonista —las vulgaridades de la vida despierta le oprimen y persiguen—; pero pasada la medianoche, al aproximarse el alba, cuando se da confusamente cuenta de las primeras luces, el sueño empieza a animarse y a avanzar sin trabas. Si no me equivoco, Earwicker, de edad madura, se retrotrae al período de juventud; una vez más es alegre, atractivo, bien parecido —se le rejuvenece al nuevo día el espíritu—. ¿Lo dejaremos al borde del despertar o veremos al final que las fantasías del sueño se cierran definitivamente en el destino trivial que ya hemos podido adivinar?

Esta nueva producción de Joyce exagera los rasgos que notábamos en Ulysses. Hay todavía menos acción que en Ulysses. Joyce arranca de unos temas específicos que tendrán su respectivo desarrollo, pero estos desarrollos requieren largo tiempo. Hay progreso —se pasa de la noche a la mañana—, y sin duda, cuando se nos ofrezca el libro en su integridad, veremos que en el espíritu de Earwicker entra en juego cierto drama psicológico; pero, a medida que avanzamos, vamos de círculo en círculo. Y mientras en Ulysses hay sólo un paralelo, en este nuevo libro hay toda una serie: Adán y Eva, Tristán e Isolda, Swift y Vanessa, Caín y Abel, Miguel y Lucifer, Wellington y Napoleón. Es evidene que la multiplicación de las referencias profundiza y amplía la significación de Earwicker: Anna Livia y él son el eterno femenino y el eterno masculino, y, durante las primeras horas de letargo y horror del sueño, Earwicker es Adán caído por la pérdida de la gracia, que será redimido —se dice que así lo anunció Joyce— con el renuevo de la luz matinal. Y se diría que Joyce ha dado razones plausibles para la aparición de todos estos personajes en el sueño del protagonista: Napoleón y Wellington surgen por vía del monumento a Wellington en el parque Fénix, cerca del cual cometió Earwicker una de sus faltas; y por la última entrega publicada, en que a Earwicker le semidespierta el llanto de uno de sus hijos, parece que Miguel y Lucifer proceden de un cuadro colgado de la pared del dormitorio. Con todo, el efecto de superposición, uno tras otro, de estos variados paralelos, más que enriquecer el libro, parece darle una complicación meramente sintética. Llegamos a la conclusión de que Joyce está tratando de nuevo de decir demasiadas cosas a la vez. El estilo ideado para su propósito opera sobre el principio de un palimpsesto: un sentido, una serie de imágenes, se escriben unos encima de los otros. Podemos captar ahora simultáneamente cierto número de estas sugerencias; pero Joyce, con su indiferencia característica hacia el lector, al parecer trabaja una y otra vez cada página, hasta llenarla de alusiones y juegos verbales. Esto resulta evidente en las versiones distintas que en varios lugares ha ido publicando de la sección «Anna Livia Plurabelle» (ofrezco en apéndice tres estadios de un mismo pasaje de dicha sección): Joyce lo ha mejorado, otorgando a su texto mayor densidad, pero este enriquecimiento también oscurece la línea principal y algo excesivamente solidificada y dificulta la fluidez confusa y ambigua del sueño, sobre todo cuando adopta la forma de introducir en la versión última continuos juegos a partir de los nombres de unos quinientos ríos. Y al darnos cuenta de que sistemáticamente Joyce va bordando el texto, de que de manera deliberada crea sus acertijos, se pierde la ilusión del sueño.

En conjunto, sin embargo, esta ilusión se crea y se mantiene con extraordinario éxito. Nos produce una fascinación curiosa el conocimiento gradual de un personaje al que sólo se le ve desde el interior y por sus sueños. Y no cabe duda de que, sin las complicaciones del vocabulario, Joyce nunca hubiera podido pintarnos con mano tan sensible y segura la vida túrbida de ese semimundo mental donde conciencia e inconsciencia se entremezclan, del mismo modo que sin la maquinaria de la historia y el mito no hubiera podido dar al tema una libertad poética de significación más allá del marco realista que lo sostiene con firmeza. H.C. Earwicker es suma de todos los hombres (él se imagina que las iniciales de su nombre representan «Here Comes Everybody» «aquí viene todo el mundo»). Hemos de hallar en su sueño todas las posibilidades humanas, víctima y conquistador, amante y amado, niñez y vejez, todas las formas de la experiencia humana, puesto que historia y mito han surgido de esa naturaleza, de ese plasma psicológico que nada oscuro y profundo bajo la superficie de las pobres palabras, de los actos limitados y la máscara particular de la carrera diurna de un hombre real. ¡Y qué humor, qué imaginación, qué poesía, qué conocimiento psicológico ha puesto Joyce en el sueño de Earwicker! Antes he expuesto algunos reparos provisionalmente y sin mayor seguridad: cuando pensamos en lo que al principio tomamos por defectos en la obra de Joyce, acabamos viéndolos tan íntimamente implicados con la hondura de su pensamiento y la originalidad de su concepción, que nos obliga a concederles cierta necesidad. Y sean cuales sean las dificultades que nos ofrezca este libro en su estado presente, fragmentario e incompleto, no sólo admitiremos que no es indigno —como han dado en afirmar con impaciencia y prontitud quienes mal hablan tras los talones del genio— del gran maestro de las letras que lo escribió, sino que él se halla aún en el cenit de su poder.

1931