3COSÌ FAN TUTTE AL LÍMITE
Così fan tutte fue la primera ópera que vi tras llegar a Estados Unidos a principios de la década de 1950, cuando era un colegial. La producción del Metropolitan Opera estaba dirigida por Lynn Fontanne y Alfred Lunt y, por lo que recuerdo, fue recibida con elogios como una versión brillante y fiel en inglés de una ópera vívida, bella y elegante que podía presumir de contar con un reparto excelente —John Brownlee en el papel de Don Alfonso, Eleanor Steber y Blanche Thebom como las dos hermanas, Richard Tucker y Frank Guarrero como los jóvenes, y Patrice Munsel como Despina— y una concepción de comedia palaciega dieciochesca ejecutada con gran meticulosidad. Recuerdo que había muchas reverencias, pañuelos de encaje, suntuosas pelucas, hectáreas de bellos parajes, muchas risas y un alborozo generalizado, todo lo cual parecía ajustarse a la perfección con las voces elegantes e incluso magníficas del conjunto. Tan honda fue la impresión que me causó este Così fan tutte que la mayoría de las representaciones de la obra a las que he asistido o que he escuchado posteriormente me han parecido variaciones de esa producción en esencia clásica. Cuando vi la producción de 1958 de Salzburgo con Karl Böhm como director y Schwarzkopf, Ludwig, Panerai, Alva y Sciutti, me pareció una elaboración de la producción del Metropolitan.
A pesar de que no soy ni musicólogo profesional ni un estudioso de Mozart, siempre he tenido la impresión de que la mayoría de las interpretaciones de la ópera, cuando no todas, resaltan los mismos aspectos que destacaron y magnificaron Lunt y Fontanne: el alborozo efervescente, alegre y cortés de la obra, la aparente trivialidad de su trama, sus personajes por lo general ridículos, y su música asombrosamente bella, sobre todo los conjuntos. Aunque siempre he intentado ver cualquier producción de Così fan tutte, también me he resignado a asistir a representaciones firmemente arraigadas en ese estilo concreto, y que nunca me han convencido de que sea el más adecuado para esta ópera elusiva y algo misteriosa. La única que se apartó de las pautas habituales fue, por supuesto, la producción que Peter Sellars hizo de esta ópera y de las otras dos colaboraciones entre Mozart y Da Ponte; las tres fueron puestas en escena en el ya difunto Pepsico Summer Festival en Purchase (Nueva York) en 1986 y 1987. La gran virtud de esas producciones fue que Sellars eliminó todos los clichés dieciochescos. De igual modo que Mozart compuso estas óperas mientras el ancien régime se derrumbaba, arguyó Sellars, los directores contemporáneos debían ambientarlas en un momento similar de nuestra propia época, con personajes y escenarios que aludieran al desmoronamiento del imperio estadounidense, así como incluir deformaciones de clase e historias personales que llevaran las marcas de una sociedad en crisis. Así, la versión que Sellars hizo de Le nozze de Figaro tiene lugar en el ambiente de pomposo lujo de la torre Trump; Don Giovanni en una calle mal iluminada del Harlem hispano, donde los traficantes y los yonquis llevan a cabo sus trapicheos; mientras que Così fan tutte transcurre en la cafetería Despina, a la que acude un grupo de veteranos de Vietnam con sus novias, y donde hacen delicados negocios y se enredan en una serie de sentimientos y descubrimientos sobre sí mismos para los que no están preparados y a los que no son capaces de hacer frente.
Por lo que sé, Peter Sellars es el único que ha realizado una interpretación revisionista completa de las tres óperas de Da Ponte, que permanecen en el repertorio como obras clásicas del siglo XVIII, en esencia palaciegas. Incluso la producción que Patrice Chéreau hizo para el festival de Salzburgo de Don Giovanni —a pesar de su sorprendente violencia y ritmo implacablemente obsesivo— funciona dentro de lo que consideramos el lenguaje teatral de Mozart, reconocible como una convención estrictamente del siglo XVIII. Lo que hace que la producción de Sellars de las tres óperas resulte tan impactante es que pone al espectador en contacto directo con el lado más excéntrico y opaco de Mozart: la obsesión con la fijación de ciertos modelos en las óperas, algo que poco tiene que ver con demostrar que no hay crimen sin castigo o que hay que vencer la falta de fe inherente a todos los seres humanos antes de que pueda tener lugar la verdadera unión. Además, los personajes mozartianos de Don Giovanni y Così fan tutte pueden interpretarse no solo como seres individuales con características y biografías definibles, sino como figuras que se ven impelidas por fuerzas ajenas a ellas que no comprenden y que no se esfuerzan por entender. Estas óperas, de hecho, tratan más sobre el poder y la manipulación de lo que en realidad permiten los directores; y la individualidad se ve reducida a una identidad momentánea en el ajetreo impersonal de las cosas. No hay espacio para la providencia, o para los actos heroicos de las figuras carismáticas, aunque el propio Don Giovanni constituye una figura desafiante y gallarda en una escala muy limitada. En comparación con las óperas de Beethoven, Verdi o incluso Rossini, Mozart describe un mundo lucreciano amoral en el que el poder tiene su propia lógica, no domesticada por las condiciones de piedad o verosimilitud. Por mucho que parezca que desprecia la falta de seriedad de Mozart, Wagner compartía una visión del mundo similar, motivo por el cual sus personajes del Anillo, Tristán y Parsifal pasan tanto tiempo repasando, narrando y comprendiendo de nuevo la cadena despiadada de acciones en la que están encarcelados y de la que no puede haber una huida clara. ¿Qué mantiene a Don Giovanni irremediablemente ligado a su libertinaje —reflejado con precisión tan fría y repetida por Leporello en «Madamina, il catalogo questo»— o a Don Alfonso y Despina a sus planes y ardides? Hay pocos elementos de las óperas que nos proporcionen una respuesta inmediata.
De hecho, creo que Mozart intentó reflejar una fuerza abstracta que impulsa a las personas mediante agentes (en Così fan tutte) o pura energía (en Don Giovanni) sin el consentimiento reflexivo de su mente o su voluntad en la mayoría de los casos. La intriga de Così fan tutte es el resultado de una apuesta entre Alfonso y Ferrando y Guglielmo, que no está inspirada ni por una sensación de intención moral ni por pasión ideológica alguna. Ferrando está enamorado de Dorabella, Guglielmo de Fiordiligi; Alfonso apuesta que las mujeres no serán fieles. Entonces se recurre a un subterfugio: los dos hombres fingen que los han llamado a la guerra, luego regresan disfrazados y cortejan a las chicas. Vestidos de albaneses (esto es, orientales), ambos intentan seducir a la prometida del otro. Guglielmo no tarda en lograr su cometido con Dorabella; Ferrando necesita más tiempo, pero al final consigue seducir a Fiordiligi, que es, a todas luces, la más seria de las hermanas. Alfonso recibe la ayuda de Despina, una criada cínica que se presta a provocar la caída de sus señoras, a pesar de que ignora la apuesta que han hecho los hombres. Al final se descubre el ardid y las mujeres se enfurecen, pero regresan junto a sus amantes a pesar de que Mozart no especifica si las parejas vuelven a ser las mismas que al principio.
Tal y como han destacado varios estudiosos, la trama de la ópera tiene antecedentes en varias obras y óperas «de prueba» y, como afirma Charles Rosen con mucho tino, se parece a las obras de «demostración» escritas por Marivaux, entre otros. «Prueban —ponen de manifiesto mediante la representación— ciertas ideas psicológicas y ciertas “leyes” que todo el mundo aceptaba, y son casi científicas en el modo en que muestran con precisión cómo funcionan estas leyes en la práctica»,[1] añade Rosen. Luego habla de Così fan tutte como «un sistema cerrado», un concepto interesante, aunque no lo bastante estudiado, que se puede aplicar a la ópera.
Podemos aprender mucho sobre Così fan tutte y su relación con el ambiente cultural dieciochesco si analizamos las reacciones de Beethoven a las óperas de Da Ponte que él, como entusiasta de la Ilustración, siempre parece contemplar con cierto desasosiego. Al igual que muchos críticos de las óperas de Mozart, Beethoven mantuvo —hasta donde alcanzan mis investigaciones— un curioso silencio con respecto a Così fan tutte. Para varias generaciones de admiradores de Mozart, incluido Beethoven, la ópera parece rechazar la trascendencia metafísica, o social, o cultural, que Kierkegaard y otras lumbreras hallaron fácilmente en Don Giovanni, Die Zauberflöte y Figaro. Parece, por lo tanto, que poco tienen que decir al respecto. La mayoría de la gente admite que la música es sobremanera maravillosa, lo cual implica que se ha malgastado en una historia ridícula, con unos personajes ridículos y una ambientación aún más ridícula. Resulta elocuente que, al parecer, Beethoven considerara que Die Zauberflöte era la mayor obra de Mozart (sobre todo porque era alemana), e Ignaz von Seyfried, Ludwig Rellstab y Franz Wegeler citan por separado el rechazo que mostró hacia Don Giovanni y Figaro; eran demasiado triviales, demasiado italianas, demasiado escandalosas para un compositor serio. En una ocasión, sin embargo, expresó satisfacción por el éxito de Don Giovanni, aunque también se dice que no quería asistir a las óperas de su gran contemporáneo, mayor que él, por miedo a que le hicieran perder su propia originalidad.
Estos son los sentimientos contradictorios de un compositor que consideraba la obra de Mozart como un todo inquietante e incluso desconcertante. No podemos pasar por alto el espíritu competitivo entre ambos compositores, pero hay algo más: el incierto centro moral de Mozart, la ausencia en Così fan tutte de un mensaje humanista concreto del mismo tipo que Die Zauberflöte transmite de forma explícita y laboriosa. Lo que resulta aún más elocuente sobre las reacciones de Beethoven a Mozart es que Fidelio, su única ópera, puede interpretarse como una respuesta directa y algo desesperada a Così fan tutte. Tomemos un pequeño pero revelador ejemplo: la aparición de Leonore al principio, disfrazada de hombre, que acude a trabajar como ayudante de Rocco en la cárcel y se convierte en objeto de las atenciones amorosas de Marzelline, la hija de Rocco. Cabría afirmar que Beethoven se inspira en parte en la trama de Così, en la que los amantes disfrazados regresan a Nápoles y se insinúan a la prometida del otro, Ferrando a Fiordiligi, Guglielmo a Dorabella. En cuanto empieza la intriga, Beethoven se apresura a cortarla y revela al público que el joven Fidelio es la siempre fiel Leonore, que acude a la cárcel de Don Pizarro para reafirmar su fidelidad y su amour conjugal, por usar el título exacto de la obra de Bouilly de la que Beethoven tomó parte de su material.
No obstante, esto no es todo. El aria central de Leonore, «Komm Hoffnung» está llena de ecos de la «Per pietà, ben mio perdona» de Fiordiligi, del acto II de Così, que canta como súplica final y desesperada a sí misma, para seguir siendo fiel y alejar la deshonra que siente que se apodera de ella mientras sufre el asedio de Ferrando, y del que acaso disfruta levemente. «Svenerà quest’empia voglia, l’ardir mio, la mia costanza. Pederà la rimembranza che vergogna e orror mi fa» («Me libraré de este terrible deseo gracias a mi amor y devoción. Borraré el recuerdo que me causa vergüenza y horror»). Según ella, debe aferrarse al recuerdo, la garantía de lealtad a su amante, ya que si lo olvida pierde la habilidad de juzgar su actual comportamiento, tímidamente coqueto, por el bochornoso titubeo que en realidad es. Y el recuerdo también es lo que debe desterrar mientras no deja de pensar en lo que le avergüenza: su coqueteo con Guglielmo, su verdadero amante, pero ausente. Mozart le proporciona una figura noble acompañada por las trompas para esta confesión, una melodía que resuena en cuanto a la clave (mi mayor) e instrumentación (también trompas) en la gran apelación a la esperanza que hace Leonore, «Lass den letzten Stern der Müden nicht erbleichen» («No permitas que esta última estrella de los exhaustos se extinga»). Sin embargo, Leonore depende de la esperanza y el amor; no duda de ellos, y a pesar de que, al igual que Fiordiligi, tiene un secreto, el suyo es honroso. No hay indecisión, ni dudas ni timidez en Leonore, y su intensa aria, con la batería de trompas que proclaman su empeño y determinación, parece casi un reproche a las cavilaciones atribuladas y delicadas de Fiordiligi. Por último, Fiordiligi finaliza su aria con un deje de pesar porque ya ha emprendido el camino de la traición, mientras que Leonore, por supuesto, inicia su suplicio de fidelidad y redención por su marido aún desaparecido.
No hay forma de demostrar todo esto. No obstante, las diferencias de tono entre Così y Fidelio resultan tan sorprendentes y los parecidos tan notables que sería irresponsable desde un punto de vista interpretativo no considerar esta última ópera como la respuesta firme de Beethoven, consciente y deliberada a partes iguales, a la acometida de Mozart contra el ideal burgués admisible. No es correcto, por otra parte, considerar a Beethoven como un misionero inocente que ensalza las virtudes de la verdadera virtud y la dicha conyugal sin un atisbo de duda o escepticismo. A pesar de su alistamiento programático en las filas de los fieles, Fidelio es una obra desesperada en sus afirmaciones y bastante, cuando no del todo, incierta en sus certezas. Se supone que Florestan, por ejemplo, defiende los principios y la libertad, pero nos dice que en una ocasión dijo la verdad y lo castigaron por ello: «Wahrheit wagt’ich kühn zu sagen, und die Ketten sind mein Lohn» («Tuve la osadía de decir la verdad, y estas cadenas son mi recompensa»). Leonore y él expresan su pasión mutua como una dicha indescriptible —como si no hallaran las palabras para referirse a ella— y en la apoteosis final, cuando Don Ferrando da la orden para que liberen a los prisioneros, los acentos marciales y rítmicos de la orquesta y el coro, el do mayor resaltado en varias ocasiones en un paroxismo de acordes estruendosos y armonías estáticas, transmiten la impresión de que Beethoven está intentando mantener en escena la victoria durante más tiempo para que perdure. En cuanto cesa la música, nadie tiene nada que decir. Al final, las cosas no han marchado como se esperaba y no se ha solucionado todo: el breve intento por enderezar lo que va mal no es más que un alivio temporal de la oscuridad. La muchedumbre avergonzada que se ha congregado apresuradamente y que durante un tiempo ha vivido con y cerca de las mazmorras de Pizarro sin quejarse, expresa ahora a voz en cuello su fe en la libertad y la justicia, pero no resulta del todo convincente: ¿por qué ha durado esta situación tanto tiempo, parece que se preguntó Beethoven, sobre todo si la virtud es tan poderosa como da a entender la ópera? Antes, el famoso toque de trompeta en si bemol que penetra en la penumbra de la prisión y salva a Florestan y Leonore del arma de Pizarro resulta providencial, pero permanece fuera de la acción, fuera del sórdido mundo de infidelidad y maldad al que (quizá sin darse cuenta) Beethoven dedica tanto tiempo para plasmarlo y, al mismo tiempo, rebatirlo.
Sin duda alguna, para Beethoven estas son cuestiones de importancia, ya que lidió con ellas en Fidelio, con independencia de Così, pero creo que debemos admitir que había algo del mundo operístico de Mozart, de sus obras maduras y más importantes (con la excepción de Die Zauberflöte), que molestaba a Beethoven. Parte de esto se debe, por supuesto, a su escenario soleado, cómico y sureño, lo que amplifica su crítica subyacente y rechazo implícito a la virtud de clase media que tan importante parecía para Beethoven. Incluso Don Giovanni, la única ópera de Da Ponte que ha sido objeto de una reinterpretación del siglo XX que la ha convertido en un psicodrama «del norte», de impulsos neuróticos y pasiones transgresoras, es más inquietantemente poderosa cuando se representa como una comedia de despreocupación irresponsable y placentera. El estilo de varios Don italianos famosos del siglo XX como Ezio Pinza, Tito Gobbi y Cesare Siepi se impuso hasta la década de 1970, momento en que sus caracterizaciones dieron lugar a las de Thomas Allen, James Morris, Francesco Furlanetto y Samuel Ramey, que representan al Don como una figura oscura que se anticipa a sus lecturas de Kierkegaard y Freud. Così fan tutte es incluso más «sureña» en el sentido de que todos sus personajes napolitanos aparecen representados como seres que no inspiran confianza, hedonistas y, con la excepción de algún que otro breve instante, egoístas y sin apenas sentimiento de culpa, a pesar de que lo que hacen es, juzgado desde el punto de vista de Fidelio, algo censurable a todas luces.
Así, el ambiente formal, tenso y muy solemne de Fidelio puede considerarse como un reproche a Così, que, a pesar de toda su ironía y belleza tan bien descritas recientemente por críticos como Rosen y Scott Burnham, resulta apasionante y elude el menor atisbo de circunspección. Cuando los pretendientes pseudo-orientales son rechazados por Fiordiligi y Dorabella al final del acto I, estos arrastran a las hermanas a una cómica escena en la que fingen suicidarse; lo que sucede está basado en la disparidad irónica entre la sincera preocupación de las mujeres por los hombres, y el gracioso histrionismo de los pretendientes; el hecho de que Despina finja ser una «médico» que recuerda a Mesmer y a quien las hermanas no pueden entender («parla un linguaggio che non sappiamo») resulta una decisión acertada. Así, la emoción genuina se ve contrarrestada por la ridiculez de lo que está sucediendo. En el acto II, en el que los disfraces y la farsa se apoderan ostensiblemente de las emociones de los cuatro personajes principales, Mozart intensifica aún más la burla. El resultado es que los cuatro se enamoran de nuevo, aunque de la pareja equivocada, lo cual supone una afrenta a algo que Beethoven estima muy importante, la fidelidad a una identidad. De hecho, todos los personajes de Fidelio permanecen acotados a su esencia invariable: Pizarro como villano irredento, Florestan como defensor del bien, Ferrando como emisario de la luz, etcétera. Esta caracterización es el polo opuesto de Così, en la que los disfraces, los titubeos y las correrías que provocan son la norma, y donde la fidelidad y la estabilidad son objeto de burla, ya que se consideran una quimera. Despina lo expresa de un modo bastante explícito en el acto II: «Quello ch’è stato è stato, scordiamci del passato. Rompasi ormai quel laccio, segno di servitù» («Lo hecho, hecho está, y cuanto menos hablemos de ello, mejor. Rompamos todos los vínculos con el pasado, como símbolo de servitud»).
Aun así, debemos considerar Così fan tutte como una ópera cuyo extraño desenfado oculta, o como mínimo minimiza, un sistema interior que tiene un funcionamiento bastante severo y amoral. No pretendo en absoluto decir que no debamos disfrutar de la obra como la alegre farsa que sin duda es en muchos sentidos. El papel del crítico, sin embargo, consiste en intentar revelar lo que Mozart y Da Ponte intentaban insinuar con su alegre relato de engaño y amor desplazado. R. P. Blackmur afirma atinadamente que «el crítico trae a la conciencia los medios de la representación». Por lo tanto, intentaré dilucidar el modo en que Così fan tutte es, en sus límites ocultos, una obra muy distinta de lo que su alegre fachada y sublime música sugiere, aunque parte de la dicha es cómo, al hacer patentes los medios de la representación de Mozart y Da Ponte, apreciamos y hallamos placer en la forma contradictoria en que la ópera se desarrolla ante nosotros en el teatro.
Gracias a la esmerada investigación de Alan Tyson, sabemos ahora que Mozart compuso los conjuntos de Così antes de acometer las arias e incluso la obertura. Esta secuencia se corresponde con la concentración de la ópera en las relaciones entre personajes más que en los brillantes individuos de las óperas anteriores como Figaro o Don Giovanni. De las tres óperas de Da Ponte, Così fan tutte no solo es la última y, en mi opinión, la más compleja y excéntrica, sino también la que posee una mejor organización interna, más ecos y referencias, y la más difícil de descifrar, precisamente porque trasciende los límites de las experiencias aceptables y corrientes del amor, la vida y las ideas, en comparación con sus dos inmediatas predecesoras. Los motivos que explican esto y la opacidad de Così, e incluso la renuencia a un análisis interpretativo e intelectual, que Figaro y Don Giovanni sí permiten, se encuentran en parte en los años 1789-1790 de la vida de Mozart, mientras trabajaba en Così. Pero también se hallan en la forma en que el compositor y Da Ponte crearon la ópera conjuntamente, sin una obra conocida o figura legendaria que les proporcionara un marco de referencia. Così es el resultado de una colaboración, y su dinámica, la estructura simétrica de su trama, la cualidad resonante de gran parte de su música son internas, así como necesarias para su composición, no importadas ni impuestas por una fuente ajena.
Muchos de los números del acto I, por ejemplo, fueron escritos por Mozart para resaltar la forma en que piensan, actúan y cantan en parejas los personajes; acostumbran a imitarse entre sí y retoman fragmentos cantados anteriormente. Da la sensación de que Mozart quería que nos sintiéramos dentro de un sistema cerrado en el que la melodía, la imitación y la parodia resultan difíciles de separar las unas de las otras. Esto queda magníficamente demostrado en el sexteto del acto I, que representa una suerte de obra reducida en la que Alfonso arrastra primero a Despina, luego a los dos hombres disfrazados y después a las dos mujeres a su trama, sin dejar de comentar la acción en ningún momento, mientras permite que Despina también narre lo que sucede. Todo el número (compuesto en la clave básica de la ópera, en do mayor) constituye un laberinto mareante de insinuaciones y quejas, declaraciones, ecos e inversión que rivaliza con todo lo que Mozart compuso jamás. Sencillamente elimina cualquier rastro de sentido de estabilidad y gravedad al que hasta entonces hemos podido aferrarnos.
No obstante, las representaciones de Così de hoy día, ya sea en disco o en un teatro, acostumbran a pasar por alto, salvo escasas excepciones, todos estos matices que Mozart introdujo con sumo cuidado. En el teatro esta ópera se representa como una forma poco dramática aunque teatral y extravagante. La mayoría de los espectadores no entienden el idioma y, en caso de que así sea, no entienden a los cantantes; además, Così tiene una trama sumamente incoherente desarrollada por unos personajes que parecen carecer de un pasado interesante que desentrañar o revelar, y de unas relaciones insufribles que requieran de su lealtad y la inversión de sus emociones. La superficie parece serlo todo, salvo por la música, que resulta deslumbrante. El marco social, y lo que hace cincuenta años Adorno llamó la regresión del oído, actúan para cortar los vínculos de la música con la acción dramática y el lenguaje: tendemos a pensar que la ópera es una serie de arias o melodías relacionadas entre sí por una historia en general estúpida o melodramática o irreal, en la que escuchamos la música a pesar de los sucesos ridículos y, a buen seguro, irrelevantes que tienen lugar en el escenario. Algunos compositores, en especial Wagner, poseen un aura de profundidad o, como mínimo, importancia como la que el propio Wagner elaboró en sus obras de prosa y que intentó atribuir a sus óperas. Pero hay pocos wagnerianos que tengan esas ideas en mente cuando ven una interpretación de Lohengrin o Tristán en el teatro: esas interpretaciones forman parte de lo que se llama «ópera», una forma emotiva y no muy racional que es menos seria que el drama y de una trascendencia ligeramente mayor que la comedia musical. En mi opinión, la pregunta clave y radical sobre la ópera es: «¿Por qué canta esa gente?». Sin embargo, teniendo en cuenta las condiciones en las que se representan las óperas hoy día —como proyectos tremendamente caros y monumentales interpretados como si de una obra de museo se tratara, que pertenecen a un pasado lejano e irrecuperable y a un presente excéntrico, privilegiado y poco serio—, resulta complejo plantear esta pregunta y, más aún, responderla.
En la actualidad Così fan tutte presenta problemas especiales cuando las producciones sin sentido chocan de frente con nuestro mundo contemporáneo político y de ideas, y se limitan a reflejar los gustos y prejuicios de una pequeña camarilla que ha decidido mantener la ópera congelada en una cajita inofensiva que no puede ofender al público ni a las grandes empresas patrocinadoras. Para asimilar una obra como Così hay que recordar, en primer lugar, que cuando fue estrenada en Viena el 26 de enero de 1790, se trataba de una ópera contemporánea, no «clásica», como es ahora. Mozart trabajó en ella durante la primera mitad de 1789, en una época en que acababa de atravesar un período de grandes penurias. Andrew Steptoe analiza las circunstancias de la vida del compositor durante la composición de Così con gran perspicacia y tacto, aunque al igual que el resto de los estudiosos se ve obligado a confiar en especulaciones, ya que la información real que se posee es inusitadamente escasa. En primer lugar, Steptoe señala que después de Don Giovanni, en 1787, «la salud y la estabilidad económica de Mozart se deterioraron». No solo fracasó una gira alemana que emprendió, sino que parece que sufrió «una pérdida de su seguridad creativa», compuso muy pocas obras y dejó un número poco habitual de piezas y fragmentos inacabados. En concreto, tuvo dificultades con los cuartetos que estaba componiendo para el emperador Federico Guillermo, que tardó más de un año en finalizar.[2]
No sabemos por qué acometió una empresa como Così fan tutte, aunque Steptoe apunta (con acierto, en mi opinión) que la pieza «llegó en un momento clave, y el compositor la recibió como un reto artístico y una oportunidad de oro para recuperarse económicamente» (MDO, p. 209). Creo que en la partitura que compuso se aprecian signos de otros aspectos de su vida de 1789. Uno de ellos (al que Steptoe hace referencia) es la ausencia de su mujer Constanze, que se encontraba en Baden haciendo una cura de reposo mientras él trabajaba en la ópera. Durante su estancia allí, su mujer «cometió varias faltas de decoro» que dieron lugar a que Mozart le escribiera una carta en la que él aparecía como el marido fiel, y su mujer como el cónyuge frívolo y que causa vergüenza ajena, a quien hay que recordarle —el tema de recordar y olvidar es fundamental en Così— su posición y estado civil:
¡Estimada esposa! Deseo hablarte con sinceridad. ¡No tienes motivo alguno para ser desdichada! Tienes un marido que te ama y hace todo lo que puede por ti. En cuanto a tu pie, debes tener paciencia, estoy convencido de que pronto sanará. Me alegro de que estés disfrutando, por supuesto, pero también me gustaría que, en ocasiones, te hicieras más de rogar. En mi opinión, te tomas demasiadas libertades con N. N. […] Debes recordar que N. N. no muestra, ni mucho menos, tantas confianzas con otras mujeres, y debe de haber malinterpretado tu comportamiento, lo cual le llevó a escribir esas impertinencias y necedades en su carta. Una mujer siempre debe hacerse respetar, ya que, de lo contrario, la gente empezará a hablar de ella. ¡Mi amor! Perdóname por ser tan sincero, pero mi estabilidad mental, así como nuestra felicidad mutua, me lo exigía. Recuerda que en una ocasión tú misma admitiste que accedías con demasiada facilidad a las peticiones que te hacían. Conoces de sobra las consecuencias de ese comportamiento. Recuerda también las promesas que me hiciste. ¡Oh, por Dios, inténtalo, mi amor! (MDO, pp. 87-88).
Steptoe señala la importancia del sentido casi arquimédico de estabilidad y control del propio Mozart a la hora de tratar a Constanze, y afirma que, como Mozart no creía en «el amor ciego romántico», decidió «satirizarlo de forma despiadada (sobre todo en Così fan tutte)». Pero las cartas del período de Così citadas por Steptoe desvelan una historia más compleja. En una de ellas, Mozart le confiesa a Constanze la emoción que siente por verla y luego añade: «Si la gente pudiera ver el interior de mi corazón, casi llegaría a sentir vergüenza». Así pues, cabría esperar que dijera algo sobre pasiones desenfrenadas o pensamientos voluptuosos. No obstante prosigue así: «Para mí, todo es gélido, gélido como el hielo» (MDO, p. 90). Y luego señala que «todo está vacío». En una carta posterior, también citada por Steptoe, Mozart habla de nuevo de un «sentimiento… una suerte de vacío, que me causa un dolor espantoso, una suerte de anhelo que nunca se ve satisfecho, que nunca cesa, y que persiste o, mejor dicho, aumenta a diario» (MDO, p. 90). En la correspondencia de Mozart hay otras cartas de este tipo que reflejan su especial combinación de energía no aplacada (expresada en la sensación de vacío y anhelo no satisfecho que aumenta de forma continua) y frío control: en mi opinión, estas cualidades poseen una relevancia especial con respecto a la posición de Così fan tutte en su vida y obra.
Figaro y Don Giovanni pertenecen al mismo grupo que Così, por supuesto, pero mientras que aquellas son expansivas, explícitas y transparentes desde un punto de vista moral e intelectual, Così es una obra concentrada, rebosante de características implícitas e interiorizadas, y limitada desde un punto de vista moral y político, cuando no opaca: la tercera ópera de Da Ponte también es, hasta cierto punto, una obra tardía, más que una obra de madurez, como sus predecesoras. La partitura de la ópera no solo está estructurada por los conjuntos, sino que toma como referencia obras anteriores y está llena de «reminiscencias temáticas», tal y como las llama Steptoe. En cierto momento del acto I (el recitativo acompañado de Dorabella «Ah, scostati»), de repente la orquesta interpreta los pasajes de escala rápida relacionados con el Commendatore de Don Giovanni. El uso que hace Mozart del contrapunto añade sustancia a la música, de modo que en el canon en mi bemol del final del acto II uno percibe no solo una notable sensación de rigor, sino también una especial expresividad irónica que trasciende las palabras y la situación. Puesto que cuando los amantes descubren el intercambio de parejas, tres de ellos cantan en polifonía sobre la necesidad de ahogar todos los recuerdos en el vino que están a punto de beber, mientras que uno, Guglielmo, se mantiene al margen —albergaba una fe mayor en la fuerza de Fiordiligi para resistirse a Ferrando, pero se ha equivocado— y no participa en el canon; desea que las mujeres («queste volpi senza onor») beban veneno y que se acabe todo. Es como si Mozart deseara que el contrapunto reflejara el bochorno de los amantes en un sistema polifónico cerrado y mostrar asimismo que, a pesar de que creen que se están liberando de todos los vínculos y recuerdos, la música, en virtud de su circularidad y forma ecoica, les revela que están ligados los unos a los otros en una relación nueva, lógica y consecuente.
Ese momento es un rasgo único de Così fan tutte: describe el deseo y la satisfacción humana en términos musicales como una cuestión de control composicional que dirige el sentimiento y el apetito hacia un circuito lógico del que no se puede escapar y con muy poca elevación; la intervención agria y malhumorada de Guglielmo invalida aún más la consumación implícita en las palabras. Pero la ópera en general —la trama, los personajes, la situación, los conjuntos y las arias— tiende hacia un grupo como el mencionado porque proviene del movimiento de dos parejas íntimas, dos hombres y dos mujeres, más dos personajes «ajenos», que se juntan de varias formas, luego se separan, más tarde se reúnen de nuevo, con varios cambios en el proceso. Las simetrías y repeticiones resultan casi empalagosas, pero constituyen la sustancia de la ópera. Sabemos muy poco sobre estas figuras; no hay pistas sobre su vida anterior (a diferencia de los personajes de Figaro y Don Giovanni, que poseen un abundante historial de aventuras, enredos e intrigas); sus identidades existen para ser puestas a prueba y ejercer como amantes, y cuando han realizado un recorrido completo para convertirse en lo contrario de lo que eran, la ópera finaliza. La obertura, con sus temas abigarrados, estruendosos y circulares, refleja el espíritu de la obra a la perfección. Cabe recordar que Mozart la compuso cuando ya había compuesto el grueso de la ópera, es decir, cuando el carácter esquemático de lo que estaba elaborando había dejado impronta en su mente.
Solo una figura, Don Alfonso, se distingue de las demás: la suya es la única actividad que empieza antes del inicio de la ópera —en el trío de la obertura, que parece ser la continuación de una discusión que ya había empezado, Ferrando y Guglielmo hacen referencia al comentario precedente de Alfonso que «detto ci avete che infide esser ponno» («ya nos ha dicho que podrían ser infieles»)— y prosigue de forma ininterrumpida hasta el final. ¿Quién es en realidad? Sin duda, pertenece al grupo de figuras de autoridad que salpican la vida y obras de Mozart. Basta recordar el Commendatore de Giovanni, o el Sarastro de Die Zauberflöte, o incluso el Bartolo y Almaviva de Figaro. Sin embargo, el papel de Alfonso es distinto a los demás, ya que no intenta demostrar la fibra moral subyacente, sino la infidelidad de las mujeres; y lo consigue, puesto que embarca a los amantes en una vida de razón y amor desengañado. En el conjunto final, cuando las mujeres lo acusan de ser el hombre que las indujo a engaño y provocó su caída, Alfonso responde sin un ápice de arrepentimiento: lo que ha hecho, dice, es desengañarlos, y eso, añade, los somete más a sus órdenes. «V’ingannai, ma fu l’inganno disinganno ai vostri amanti, che più saggi omai saranno, che faran quel ch’io vorrò» («Os he engañado, pero mi engaño era para desengañar a vuestros amantes. A partir de ahora serán más prudentes y harán lo que yo diga»). Cogeos de la mano, dice, para que podáis reíros los cuatro, tal y como yo me he reído y volveré a hacer. Resulta interesante, y no es una coincidencia, que sus palabras adelanten, por sorprendente que parezca, ciertos aspectos de Die Zauberflöte, una ópera que parece que fue compuesta por Mozart como una versión más aceptable, desde el punto de vista moral, de la misma historia que somete a prueba a sus personajes utilizada en Così fan tutte. Mientras que en Così la fidelidad resulta derrotada, en Die Zauberflöte logra imponerse.
Al igual que Sarastro, Don Alfonso es un gestor y controlador del comportamiento, aunque a diferencia de aquel no hace gala de solemnidad alguna ni de elevados propósitos morales en sus acciones. La mayoría de los análisis de la ópera apenas le prestan atención, y sin embargo en el mundo incautamente amoral de Così no solo es una figura crucial y fundamental, sino también fascinante. Las diversas referencias que hace a sí mismo —actor, maestro, erudito (las varias muletillas latinas y clásicas sugieren una buena educación), conspirador, cortesano— no aluden de forma directa a aquello que parece ser por encima de todo: un libertino maduro, alguien que ha tenido una vasta experiencia sexual mundana y ahora desea dirigir, controlar y manipular la experiencia de los demás. En este sentido se asemeja a un maestro de escuela, a un estratega militar y a un filósofo: ha visto mucho mundo y es sobradamente capaz de representar otro drama del mismo tipo que, a buen seguro, ha vivido en sus propias carnes. Sabe de antemano qué conclusión extraerá, de modo que la acción de la ópera le proporciona pocas sorpresas, menos aún con respecto al comportamiento de las mujeres. Arando el mar, sembrando la arena, intentando atrapar el viento en una red: estas imposibilidades definen los límites de la realidad de Alfonso y acentúan el elemento de inestabilidad radical en el que, como maestro de amantes, y consumado amante él mismo, vive, y que su agitado pasaje en re menor transmite con gran efectividad. En apariencia, esto no le impide disfrutar de la experiencia de amar y de la experiencia de demostrar sus ideas, con la intención de que sus cuatro jóvenes amigos desmitifiquen el amor.
No pretendo insinuar que Don Alfonso sea algo más que una figura cómica. No obstante, sostengo que se trata de un personaje muy cercano a diversas realidades psicológicas y culturales que resultaban sobre todo de una gran importancia para Mozart, pero también para otros pensadores y artistas de la época relativamente avanzados. Consideremos, en primer lugar, la inequívoca progresión de la inventiva operística de Mozart, desde Figaro, hasta Don Giovanni y Don Alfonso. Cada uno, a su manera, es poco convencional e iconoclasta, aunque solo Don Alfonso no es castigado, como Don Giovanni, ni domesticado, como le sucede a Figaro. El hecho de haber descubierto que la estabilidad matrimonial y las normas sociales que acostumbran a gobernar la vida humana no son aplicables, porque la vida en sí es tan esquiva e inconstante como su experiencia le enseña, convierte a Don Alfonso en un personaje de un reino más turbulento y atribulado, en el que la experiencia repite los mismos patrones desilusionadores sin relieve. Concibe para las dos parejas de amantes un juego en el que la identidad humana aparece como algo proteico, inestable y no diferenciado del resto de las cosas del mundo real. Así, no resulta sorprendente que uno de los principales motivos de Così fan tutte sea la eliminación de la memoria de modo que solo quede el presente. La estructura de la trama, con sus abstracciones de la obra dentro de la obra, incide en este aspecto: Alfonso organiza una prueba que separa a los amantes de su pasado y sus lealtades. Luego los hombres asumen nuevas identidades y regresan para cortejar y, finalmente, ganarse el amor de las mujeres; Despina también se ve involucrada, aunque ella y Alfonso no se implican emocionalmente con las dos parejas. El efecto global es que Ferrando y Guglielmo adoptan sus nuevos papeles del mismo modo que las mujeres, se toman en serio su misión como amantes y demuestran que Alfonso tenía razón. Sin embargo, Guglielmo no se resigna tan fácilmente a las supuestas veleidades de Fiordiligi y, por lo tanto, durante un tiempo permanece fuera del círculo de amantes engañados y felices de Alfonso; no obstante, a pesar de su amargura acepta las tesis de Alfonso, que son verbalizadas sin ambages por primera vez en la ópera. Cabe destacar que la intervención de Alfonso es en do mayor, el tono principal de la ópera; su clímax sigue la progresión armónica rudimentaria (I, IV, V, I) que constituye el germen de Così fan tutte; y su estilo es académico y, tratándose de Mozart, sumamente llano.
Se trata de un momento tardío de la ópera. Alfonso ha aguardado a la ocasión oportuna antes de expresarse de forma tan rotunda, escueta y sin rodeos. Es como si él, y Mozart, necesitaran el acto I para organizar la demostración y el acto II para que se alargara por sí sola, antes de llegar a esta conclusión, que constituye la raíz musical, al fin revelada, de la ópera. En este sentido, Alfonso representa el punto de vista no solo de un hombre hastiado y desilusionado, sino también de un artista infatigable y riguroso, aunque involucrado solo parcialmente, maestro de sus opiniones, una figura que, en apariencia, necesita sujetos y espacio para llevar a cabo sus demostraciones, a pesar de que sabe que los placeres que ofrece no son nuevos, ni mucho menos. Acaso sean emocionantes y divertidos, pero tan solo confirman aquello sobre lo que él no alberga duda alguna.
En este sentido, Don Alfonso se asemeja a una versión sobria de su casi contemporáneo marqués de Sade, un libertino que, tal y como lo describe Foucault de un modo memorable,
a pesar de ceder a todas las fantasías de deseo y a cada una de sus furias, puede, pero también debe, iluminar su más leve movimiento con una representación lúcida y deliberadamente elucidada. Existe un orden estricto que gobierna la vida del libertino: a cada representación hay que dotarla de vida de inmediato en el cuerpo vivo del deseo, cada deseo debe ser expresado en la luz pura del discurso representativo [en este caso en el acto II, el lenguaje o discurso del amor]. De ahí la secuencia rígida de «escenas» (la escena en Sade es libertinaje sometido al orden de la representación) y, en las escenas, el equilibrio meticuloso entre la conjugación de cuerpos y la concentración de razones.[3]
Recordemos que en el primer número de la ópera Alfonso habla y dice, ex cathedra, un hombre con el pelo cano y abundante experiencia: debemos suponer, creo, que tras haber cedido al deseo en el pasado, ahora está listo para iluminar sus ideas «con una representación lúcida y deliberadamente elucidada» que, por supuesto, es el aspecto cómico al que arrastra a Guglielmo y Ferrando. La trama de Così es una secuencia rígida de escenas, todas ellas manipuladas por Alfonso y Despina, su ayudante igualmente cínica, en las que el deseo sexual es, como sugiere Foucault, libertinaje sujeto al orden de representación, esto es, la representación de la historia de unos amantes instruidos en un amor falto de ilusión y, no obstante, emocionante. Cuando Fiordiligi y Dorabella descubren el enredo, aceptan la verdad de lo que han experimentado y, en una conclusión que ha incomodado a intérpretes y directores con su evasiva ambigüedad, cantan a la razón y al regocijo sin ninguna indicación específica por parte de Mozart de que ambas mujeres y hombres hayan regresado junto con sus amantes originales.
Tal conclusión abre un panorama inquietante de varias sustituciones más, sin que ningún vínculo, ninguna identidad y ninguna idea de estabilidad o fidelidad no se vea afectada. Foucault se refiere a este momento cultural como uno en el que el lenguaje mantiene la capacidad de nombrar, pero solo puede hacerlo en una «ceremonia reducida a la suma precisión… y la extiende al infinito»: los amantes encontrarán otras parejas porque la retórica del amor y la representación del deseo han perdido sus anclas en un orden de ser fundamentalmente inalterable. Puesto que «nuestro pensamiento es tan breve, nuestra libertad está tan esclavizada, nuestro discurso es tan repetitivo… debemos enfrentarnos al hecho de que el alcance de la sombra es un mar sin fondo».[4] Mozart solo permite que un personaje, Guglielmo, exprese su furia contra este panorama espantoso: esta es la trascendencia de su cruda y bella aria, a pesar de su agresividad, «Donne mie, la fate a tanti».
Don Alfonso es el responsable de esa furia, un Virgilio paródico que conduce a unos hombres y mujeres jóvenes a un mundo sin reglas, normas y certezas. Habla el lenguaje de la sabiduría y sagacidad sumado a una visión limitada y de poca envergadura de su poder y control. El libreto contiene muchas referencias clásicas, pero ninguna de ellas menciona las deidades cristianas o masónicas que Mozart parece haber venerado en otras ocasiones. (Se hizo masón en 1784.) El mundo natural de Don Alfonso es, en parte, el de Rousseau, despojado de su piedad mojigata, volátil debido a los caprichos y antojos, riguroso a causa de la necesidad para sentir deseo sin paliativos ni conclusión. En el caso de Mozart resulta aún más significativo que Don Alfonso sea tan solo la segunda figura de autoridad que aparece en sus obras tras la muerte de Leopold en 1787; apremiado por la muerte de su padre, el aterrador Commendatore de Don Giovanni encarna el aspecto severo y crítico de la relación de Leopold con su hijo (Maynard Solomon realiza un análisis esclarecedor y la describe como una relación obsesiva y deseada entre amo y siervo en el pensamiento de Mozart), algo que no está presente en Alfonso, que no se deja provocar fácilmente, transmite la sensación de que quiere jugar con sus jóvenes amigos y no parece inquietarse por la falta de fe generalizada que sus «escenas» han revelado.
Alfonso, en mi opinión, es un retrato irreverente y tardío del amo anciano, alguien presentado de forma audaz no como un instructor moral, sino como un virtuoso apasionado, un vividor libertino o retirado que ejerce su influencia mediante artimañas, disfraces, farsas y, finalmente, con una filosofía de la inconstancia como norma. Al ser un hombre mayor y más resignado, Alfonso insinúa una sensación de mortalidad que está muy lejos de las preocupaciones de los jóvenes amantes. Una famosa carta escrita por Wolfgang a Leopold en el período final de la vida de este (el 4 de abril de 1787) expresa un estado de ánimo de fatalismo carente de ilusión: «Puesto que la muerte —dice Mozart— es el verdadero objetivo de nuestra existencia, durante los primeros años de vida trabé una relación tan estrecha con el mejor y más fiel amigo de la humanidad, que su imagen no solo ya no me aterra, ¡sino que incluso me resulta tranquilizadora y consoladora…! La muerte es la llave que abre la puerta a nuestra verdadera felicidad. Jamás voy a dormirme sin pensar antes que, a pesar de lo joven que soy, podría no vivir para ver otro día».[5] En la ópera la muerte aparece representada como algo menos temible e intimidador de lo que resulta para la mayoría de las personas. Sin embargo, no se trata de un sentimiento cristiano convencional, sino naturalista: la muerte como algo familiar e incluso querido, como una puerta hacia otras experiencias. La muerte, no obstante, también se representa como una suerte de incentivo de una sensación de fatalismo y de lo tardío; esto es, la sensación de que uno se encuentra en el período tardío de la vida y de que el final está cerca.
De modo que en Così fan tutte la figura paterna se ha convertido en el amigo y mentor tiránico y alegre, en una persona a la que hay que obedecer y que no mantiene una actitud paternalista ni amenazadora. Esta categoría se ve confirmada por el estilo de Mozart, en el que los personajes impostores son mostrados y presentados de tal modo que permite que las ideas de Alfonso entren en un juego con ellos, no como una presencia autoritaria ni pedagogo amenazador, sino como actor partícipe del espectáculo general. Alfonso predice la conclusión o final de la comedia, pero aquí, dice Donald Mitchell,
nos topamos […] con el aspecto más incómodo de la ópera. Aquello que anhelamos es la posibilidad de una reconciliación de cuento de hadas. Pero Mozart era un artista demasiado confiado para ocultar el hecho de que un perdón sanador resulta algo imposible cuando todas las partes [incluido Alfonso] no son solo «culpables» a partes iguales, sino que son plenamente conscientes de la culpabilidad de los demás. En Così, lo mejor que se puede hacer es enfrentarse al hecho de la vida [y, podría añadir, de la muerte] con toda la valentía de que uno sea capaz. La coda que sucede al dénouement hace exactamente eso y no más.[6]
La conclusión de Così es, así pues, doble: en primer lugar, las cosas son así porque así es su comportamiento —così fan tutte— y, en segundo lugar, serán así, una situación, una sustitución que sucede a otra, hasta que el proceso se detenga a causa de la muerte. Todas son iguales, così fan tutte, entretanto. Como dice Fiordiligi: «E potrà la morte sola far che cangi affetto il cor». La muerte ocupa el lugar de la reconciliación y la redención cristiana, la clave de nuestra verdadera, aunque desconocida e indescriptible, esperanza de descanso y estabilidad, tranquilizadora y consoladora sin proporcionar más que un atisbo teórico de un reposo final.
Sin embargo, como sucede con casi todos los temas serios con los que flirtea la ópera, la muerte es mantenida a raya, de hecho es excluida casi por completo de Così fan tutte. Aquí deberíamos recordar aquellos extraordinarios sentimientos de anhelo solitario y frialdad sobre los que hablaba Mozart mientras trabajaba en la ópera. Lo que nos afecta de Così es, por supuesto, la música, que a menudo resulta, por incongruente que parezca, más interesante que la situación para la que Mozart la usa, salvo cuando (sobre todo en el acto II) los cuatro amantes expresan sus complejos sentimientos de euforia, pena, miedo e indignación. Pero incluso en tales momentos la disparidad entre la reafirmación de fe y devoción de Fiordiligi en «Come scoglio» y el juego frívolo en el que está implicada rebaja los nobles sentimientos y la música que expresa, lo cual hace que la música parezca imposiblemente exagerada y sensacionalmente bella al mismo tiempo, una combinación, creo, que se corresponde con los sentimientos de Mozart de anhelo insatisfecho y frío dominio. El hecho de escuchar el aria y ver la mezcla de elementos serios y cómicos en el escenario evita que nos adentremos en el terreno de la especulación o la desesperación, y que nos veamos obligados a seguir la estricta disciplina del rigor de Mozart.
Me gustaría concluir afirmando que dentro de sus límites cuidadosamente circunscritos, Così fan tutte solo se permite cierto número de gestos hacia lo que se encuentra más allá de sí misma o, si se me permite variar ligeramente la metáfora, a través de lo que se halla en su interior. Mozart nunca había osado acercarse tanto a la visión potencialmente aterradora que Da Ponte y él parecían haber revelado de un universo despojado de todo plan paliativo o redentor, cuya única ley es el movimiento y la inestabilidad expresada como el poder del libertinaje y la manipulación, y cuya única conclusión es el reposo terminal que proporciona la muerte. El gran mérito de Così fan tutte, logrado con un virtuosismo único, es que una partitura musical tan asombrosamente deleitable se combine con una historia tan insignificante y simple. Pero, en mi opinión, no deberíamos creer que la cándida diversión de la obra hace algo más que dejar su visión ominosa en suspenso; esto es, siempre que no se permita que los límites de Così fan tutte invadan el escenario.