Prólogo

Pío Baroja

A principios de siglo, en el año 1901 o 1902, estuve yo en San Sebastián, donde conocí a Darío de Regoyos. Regoyos era hombre que, viviendo y trabajando de una manera juiciosa y sensata, parecía casi siempre disparatado y absurdo. Tenía una mezcla de ingenuidad y de alegría, una cara jovial y sonriente, con un ojo más alto que otro.

Era hombre cándido, curioso, sin malicia, y tan aficionado a preguntar, que ponía en un compromiso a cualquiera.

Al poco tiempo de conocer a una persona le preguntaba si estaba casado o soltero, y, si estaba casado, si le quería su mujer, si tenía muchos hijos, si pensaba tener más y cosas por el estilo.

En esta época, en San Sebastián, llegaban al salir dos o tres libros míos. Regoyos me escribía: «A la librería de aquí suelen mandar dos ejemplares de sus libros; el uno le compro yo, y el otro se queda en la librería para siempre.» Regoyos me consideraba como un escritor importante.

Era una de las pocas personas que tenía de mí tan halagüeña opinión.

Regoyos intimaba enseguida con toda persona que le pareciera simpática.

A mí me llevó a su casa el primer día de conocernos. Entonces vivía en el camino de Ategorrieta, cerca de San Sebastián, y me enseñó sus cuadros.

Había algunos impresionistas muy buenos, y otros, que me parecieron sombríos y poco agradables. Según él, éstos eran de su época de neurasténico, y no los quería enseñar a la gente. A mí me mostró varios de estos cuadros, uno de ellos era una visita de duelo, el otro el cadáver de un militar con su uniforme dentro de un ataúd, en medio de la estación de un tren, en donde pasaban mozos con maletas y baúles al hombro con carretillas. También me mostró un lienzo, un patio con mulas y caballos muertos. Estos cuadros eran curiosos y muy tétricos.

Al mostrarlos, Regoyos se reía como un loco.

Contaba Darío su vida en Bruselas con mucha gracia, y las aventuras de un amigo belga, españolista, que por su entusiasmo por España iba con capa y guitarra por la calle y decidió dejar su nombre flamenco y llamarse desde entonces don Alonso Fernández de las Castradas. Regoyos hablaba del pintor belga Theo Rysselberghe, de Maeterlinck, y del escultor Constantino Meunier, a quienes conocía.

Su preocupación era la pintura impresionista y VanGogh. Picasso, Gauguin y Cézanne le preocupaban mucho.

Se refería también con frecuencia a Maximiliano Luce, que había hecho varios paisajes de las orillas del Sena, del Bievre y litografías y aguafuertes muy bonitas.

Este pintor hizo asimismo grabados de mineros, siguiendo el género cultivado por Meunier en la escultura. Luce parece que había sido muy amigo de Darío de Regoyos.

Poco después, Regoyos y yo estuvimos en Córdoba, en el mismo hotel. En otra parte he dicho que nos alojamos en un hotel del paseo del Gran Capitán; pero creo que esta primera vez estuvimos en una fonda de la calle de Gondomar.

Encontramos como refugio para pasar el tiempo el estudio del escultor Inurria, de la Escuela de Bellas Artes. En el estudio había grandes discusiones entre casticistas y modernistas. Yo decía que en la cuestión de la pintura se estaba hinchando el perro demasiado, porque no creía que la obra hecha con manchas, con puntos o con rayas tuviera una gran influencia en la vida.

De Regoyos entonces se hablaba casi siempre mal como pintor. Don Antonio Cánovas dijo algunas pequeñas necedades sobre su pintura.

Yo pensaba que, de tener el mal gusto de convertir a alguien en sacerdote era más lógico convertirlo al filósofo, al literato y al científico que no al pintor. No me hacían caso.

Criticaba las ideas del tiempo con cierta saña, más bien por deporte que por otra cosa. Regoyos se reía y decía de mí:

—¡Qué bien muerde!

Pensaba que yo debía de haber sido pintor. Sin duda me hubiera considerado como un buen compañero.

—Para esto ya está usted —le decía yo.

—Hubiera usted vivido mejor.

—Sí, es verdad. El oficio de escritor es una de las profesiones más miserables de España.

«Azorín» dice de mí, comparándome con Regoyos: «De Regoyos a Baroja, de unos a otros paisajes, del pictórico al literario, no hay más de un paso.»

Regoyos me quería convencer de la importancia de ser escritor.

—Pero ¿qué importancia, ni qué nada —le decía yo—, si no se gana con esto dos reales? La literatura es para países ricos.

Regoyos quería creer que mucho del prestigio de París venía de la pintura. Yo le decía que el prestigio de París en el mundo moderno venía de su historia y de la literatura del siglo XIX. El afirmaba que provenía tanto de la pintura. Esto era pura fantasía, porque ni en España, ni en Italia, ni en Alemania, ni en Inglaterra, ni en América, se conoce la pintura francesa más que la española y la italiana o la alemana. Lo que se conoce, a lo que se alude constantemente cuando se habla de Francia es a su literatura y a su historia moderna.

Imagen

Un compañero de la infancia de Regoyos me aseguraba que cuando Darío estrenaba una chaqueta o una levita se la ponía y se echaba en la cama y comenzaba a hacer movimientos violentos con los brazos y con las piernas, y cuando la chaqueta o la levita empezaba a tener arrugas por todas partes y se iba adaptando a sus brazos, decía:

—Ya comienza a estar bien.

Con tres o cuatro sesiones por el estilo se encontraba a su gusto y con el traje arrugado y plegado a su cuerpo.

El que me contaba esto era un tipo de esos que llevan traje como dibujado y pensaba que la de Regoyos era la mayor extravagancia imaginable. El suponía que no había que adaptar el traje al cuerpo, sino el cuerpo al traje.

A principios de 1906 le encontramos mi hermana Carmen y yo a Regoyos en Burgos y paseamos por la ciudad con él.

Cuando le dijimos que íbamos a París estuvo pensando en venir con nosotros. Tenía que hacer no sé en dónde, quizá en Barcelona. Nosotros le disuadimos, pero creo que, si no, abandona su proyecto y nos acompaña.

En estos días que estuvimos juntos, Regoyos y yo hablamos mucho de pintura. A él le parecía absurdo que los pintores del Mediodía dijeran que en el País Vasco y en otros sitios húmedos no se podía pintar, y que por eso no había habido grandes pintores.

Yo creía, y sigo creyendo, que en el País Vasco no ha habido pintores en la antigüedad, ni tampoco escritores, porque no ha habido grandes ciudades, que si las hubiera habido se hubieran dado. Evidentemente, no hay ninguna razón física para que en el País Vasco no se hayan dado escritores ni artistas y se hayan dado en Bélgica y Holanda.

Regoyos pensaba que el sol fuerte de las doce del día en un país meridional no se podía pintar; yo pensaba lo mismo que él.

Tiempo después de nuestro encuentro en Burgos estaba yo en París, en el hotel Moscou, de la Rue de Moscou, cuando apareció Regoyos.

—Tenemos que comer juntos en un buen restaurante —me dijo Regoyos.

—Bueno, iremos donde usted quiera; pero cada cual pagará su parte.

—No, no; yo le convido.

—Pero si usted no tiene tampoco dinero de sobra. ¿A qué se va usted a echar de anfitrión conmigo?

—Pero tengo más dinero que usted.

—Bueno. Entonces haga usted lo que quiera.

Fuimos, no recuerdo a dónde, a un café del Boulevard.

Yo no he conocido a ningún pintor que tuviera el ingenio y originalidad de Regoyos.

Regoyos tenía gracia, y es lástima que no escribiera más, porque hubiera valido la pena.

La gente creía que Regoyos era un chiflado y que sus cuadros eran un puro disparate.

En el restaurante del Boulevard adonde fuimos había cerca de nosotros un buen francés a la antigua, muy serio, muy estirado, vestido de negro, bigote, perilla, melena y lentes. Éste empezó a intrigar la curiosidad de Darío. El pintor, con un aire insinuante, llamó al mozo y le preguntó quién era aquel caballero, si era una persona de importancia, un político o un diplomático, y el mozo, con cierta solemnidad chateaubrianesca, dijo:

—C'est un fonctionnaire.

Oírlo Regoyos y empezar a reírse como un loco fue todo uno. A mí me comunicó la risa y tuvimos que salir del local un poco corridos; luego bastaba que en la calle dijera Regoyos: «C'est un fonctionnaire», para que yo no pudiera tenerme de risa.

Años después fui con un escritor belga al Salón de Otoño, y allí encontramos al poeta Verhaeren, que era un señor pequeño, moreno, con el pelo negro y unos bigotes largos como colmillos de foca.

—¿Es usted español? —me dijo.

Sí.

—¿Vive usted también en España?

—Sí. No encontramos España tan negra como usted.

—¿Conoce usted a Darío de Regoyos? —Sí, es muy amigo mío.

—¿Se habla de él en España? —Se habla algo, pero poco.

—¿Se ha hecho un hombre práctico? —Todo lo práctico que se puede hacer él.

—¿Ha visto usted sus cuadros aquí?

—No, todavía no.

—Pues venga usted y mire.

Me llevó delante de un paisaje de Medina del Campo, con su castillo, y me enseñó cómo el marco estaba roto y la moldura saltada.

—No hay otro tan descuidado como él —dijo Verhaeren.

La curiosidad de Regoyos hacía que la gente tuviera de él una opinión equivocada.

Un año después de alojarme en la calle Moscou estuve viviendo una temporada en París, en casa de monsieur Paulhan, autor de varios libros de filosofía. Regoyos, que pasó por la ciudad, creo que de Bélgica, se presentó en la casa. Yo ya me había marchado; pero Regoyos quiso ver a la dueña y le preguntó qué había hecho yo allí, si salía de noche o no salía, si hablaba con la gente y si compraba libros. La señora de la casa se alarmó y me escribió después a Madrid, diciéndome que se había presentado a ella un señor muy curioso que hablaba muy bien el francés y que le pidió tantos detalles sobre mi vida, que ella sospechó que era de la policía.

Regoyos, cuando yo le conocí, a principios de siglo, tenía algo más de cuarenta años. Era pequeño, de ojos vivos, como digo, con un ojo más alto que otro y una expresión alegre y simpática. Por cierto que en la Enciclopedia Espasa, donde hay una biografía suya con el comentario absurdo de Cánovas sobre la pintura de Darío, ocurre lo mismo que con Ciro Bayo.

El retrato que aparece allí no es el suyo, sino el de su padre, que era un arquitecto conocido.

Yo hubiera podido tener cuadros de Regoyos, pues me quiso regalar varios; pero nunca me pareció bien explotar a los amigos. Pude tener paisajes de Arteta, de Regoyos y de Echevarría, que me los quisieron regalar, pero no los acepté.

Había que corresponder de alguna manera o escribir pedanteando, hablando de pintura, cosa que a mí no me ha hecho nunca gracia.

Regoyos era jovial, alegre y muy poco práctico. Sentía un profundo desdén por todo lo pomposo. Era un anarquista de la pintura.

Él creía, como Sorolla, por quien no manifestaba la menor simpatía, que el arte, sobre todo la pintura, influiría en la vida y en la moral social; yo creía que no. Yo pensaba que el arte no haría ni mejor ni peor a la gente, y que se podía tener sentido artístico y ser un canalla, y no tenerlo y ser una excelente persona.

Regoyos era un panteísta, un admirador ingenuo de la Naturaleza. Si hubiera podido expresar esta admiración con palabras o con notas musicales, lo hubiera hecho igual. A Echevarría y a Arteta les pasaba algo parecido: se hubieran arrodillado en éxtasis ante un paisaje hermoso.

Regoyos escribía bien; a mí me escribió varias cartas llenas de observaciones cómicas, pintorescas, sobre la pintura y las gentes conocidas, cartas que se perdieron en la destrucción de mi casa.

A pesar de la imperfección frecuente de dibujo, puede ser que Regoyos quede con el tiempo como el más original paisajista español de su tiempo.

Daba en su vida una impresión de realidad y de gracia infantil que no la ha dado nadie.

En Regoyos se veía la espiritualidad por encima de la técnica, como se ve en los pintores impresionistas buenos. De aquí su encanto para la gente sencilla, cosa que no se advierte en los demás paisajistas españoles de su tiempo, vulgares y fotográficos. A veces no acertaba, eso es evidente; pero ello no quitaba nada a su mérito.

Regoyos era un asturiano, vasco de adopción, y en pintura, francesista.

De los pintores con los que he tenido más relación ha sido con Regoyos, con Echevarría y con Arteta. A este último no le traté mucho; pero, aun así, tenía muy buena amistad conmigo.

Yo supongo que la pintura necesita como clima una zona media. Evidentemente, no ha habido pintura en las proximidades del Ecuador ni en las del Polo.

En esto el carácter de la luz es esencial; luego, naturalmente, influye la cultura y la historia.

Regoyos creía que un arte como el impresionismo alargaría y ensancharía con el tiempo los límites de la pintura.

Yo creía que ya había dado todo lo que tenía que dar y que no iría mucho más lejos.

Regoyos quería ilustrar un libro mío, El mayorazgo de Labraz.

—No encontraríamos editor —le dije yo—. Usted, como pintor, es un heterodoxo, y yo, como escritor, también lo soy. Yo no tengo dinero, y usted, si lo tiene, lo perdería.

—¿Por qué?

—¿Cuánto vendió usted del Álbum del País Vasco, que publicó usted hace años?

—Veinte o treinta ejemplares.

—Entonces no hablemos más de eso. Basta de diligencias vanas, como decía un amigo mío. Sería unir el hospital con la misericordia.

A Regoyos, el mar no le gustaba gran cosa como materia pictórica; creo que tenía razón.

A mí también el mar, como asunto pictórico, no me produce mucho entusiasmo.

Yo no sé si hay marinas buenas, pero yo no creo haberlas visto.

Me parece muy bien la Isla de los muertos, de Boecklin, donde hay un rincón de una costa del Mediterráneo helénico; pero es un trozo pequeño.

Supongo que el mar y el sol son más importantes para los niños raquíticos que para la pintura, porque los mejores paisajes parece que son los que representan praderas, bosques, ríos, no con luz excesiva, sino con luz amortiguada, como lo hicieron los holandeses.

Regoyos quería demostrarme en Córdoba de una manera experimental que la pintura no podía dar con autenticidad la impresión del sol fuerte, y ponía en un lienzo los colores más destacados como prueba.

Yo creo también que no se puede dar la impresión de la luz violenta, le decía yo; pero, aunque se pudiera dar, yo no veía en eso ninguna ventaja. A mí, al menos, la luz fuerte no me gusta nada.

Pío BAROJA