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EL CATEDRÁTICO

13 de mayo de 2008

«En esta casa nunca hemos tenido necesidad de Dios ni del Diablo», solía decir mi madre de acogida a los visitantes extranjeros que viajaban a Kongslund a estudiar la obra impresionante de Magna y el resto de señoritas. De Tokio llegó una delegación japonesa que trajo de regalo un elefante con ruedas, y nadie tuvo la menor duda de que los dos señores a los que se refería debían de ser hombres, incluso hombres de la peor calaña.

En el mundo de Magna todos los imprevistos y todo lo retorcido podían enderezarse y llegar a funcionar, y su hija, la famosa niña abandonada, era prueba viviente de ello. Solo por eso pasaba por alto lo obvio, y no veía la sombra de lo Alto, lo que Magdalene en sus diarios llamaba el Amo Supremo, rey de todas las casualidades aparentes de la vida, siempre vigilando la insensatez humana, dando palmadas en la mejilla, insinuante, irresistible, despreocupado, imprevisible… y del todo desconsiderado.

Y, como es natural, el desastre iba a venir por allí.

Todos se daban cuenta de que era una mañana especial. Se oía en los pasos del ministro, en los sorbidos de nariz del jefe de Gabinete, en los resoplidos del Hombre de Grauballe y en el nada habitual silencio del Curandero.

Era martes, 13 de mayo de 2008, y el sol brillaba en un cielo límpido, haciendo que todos en el Ministerio Nacional pensaran en frondosas hayas y arboledas verdes, pese al miedo que se había extendido los últimos días.

Había ocho altos cargos en el despacho del subsecretario. La mayoría iban a acudir a las celebraciones de Skodsborg a lo largo de la mañana, ya que el ministerio deseaba tener una numerosa representación cuando a la legendaria directora de Kongslund la felicitaran por sus sesenta años al servicio de la Bondad de Corazón. La mitad de ellos hojeaban en silencio los diarios de la mañana con reseñas del indiscreto minidocumental de Channel DK sobre Kongslund emitido la víspera.

El coordinador de Channel DK, Peter Trøst, tal como repetían los periódicos de la mañana, había criticado al ministerio por su «cerrazón antidemocrática», y arrojaba un misterioso halo de sospecha sobre el asunto de los anónimos y el futuro del asilo: «¿El hogar infantil de Kongslund —a fin de llevarse bien con las autoridades en los años cincuenta y sesenta— cumplía la función secreta de cubrir con un velo los deslices de hombres poderosos para que no se hicieran públicos? ¿Había establecido el hogar una alternativa oculta a los abortos peligrosos e ilegales de la época, por la que los hijos ilegítimos eran arrancados a sus madres nada más nacer e introducidos en un sistema de adopción particular que borraba toda traza de sus padres biológicos?».

Tanto la cadena de televisión como los periódicos habían solicitado información de gente entregada en adopción en el período 1950-1970 y que no hubiese podido encontrar a sus padres biológicos, y según ambos medios estaban recibiendo montones de información. Era asombrosa la cantidad de daneses que conocían historias increíbles acerca de su misterioso pasado, aunque la mayoría no podían contrastarse. Las redacciones se vieron inundadas de fabulosos relatos de daneses que creían ser descendientes ocultos de padres ricos y famosos, posiblemente condes y barones, incluso de la realeza, que seguro que, generación tras generación, habían sucumbido a todas las tentaciones de la carne.

En la reunión informativa de la mañana el ministro prohibió categóricamente a sus hombres de confianza que hablasen del tema en público. Nada iba a impedir que acudiera contento al aniversario de Kongslund algo más tarde, y menos aún la prensa sensacionalista. Eso estaba claro. Por eso, el Hombre de Grauballe volvió al tema del niño tamil, que había acaparado la atención de la prensa a la vez que el asunto Kongslund saltó a titulares, porque también aquello representaba un peligro especial. El chico, de once años, había llegado al país como refugiado menor de edad sin acompañar, hasta que su demanda de asilo se declaró infundada. Decidido de forma rutinaria por un burócrata que no sabía gran cosa acerca de Sri Lanka, aparte de que estaba lejísimos.

Un funcionario algo entrado en años había añadido al caso un par de recortes de periódico recientes con titulares como «Huérfano tamil expulsado» y «Política de mano dura: ya ni los niños consiguen asilo».

El Hombre de Grauballe sacudió la cabeza y pensó en sus dos hijos adultos que raras veces —en realidad, nunca— lo visitaban.

Orla Berntsen examinó el dorso de sus manos, pero dejó los dedos en paz.

—La Cruz Roja ha protestado… —Su semblante estaba pálido, con una sutil zona pecosa ocupando sus rollizas mejillas y la nariz chata—. Y Søren Severin Nielsen va a encargarse de la defensa del chico.

La simple mención del nombre provocó una serie de pequeños tics involuntarios en torno a la mesa, porque aquel abogado hacía llegar siempre sus casos a la prensa, por muy desesperados que fueran.

—¿Tiene algún familiar en Sri Lanka? —El Hombre de Grauballe miró a los reunidos por encima de sus mejillas grises, y añadió algo que se salía de lo habitual—: Al fin y al cabo solo es un niño.

Varios se sobresaltaron. Orla Berntsen pareció aspirar hondo antes de contestar.

—Como es sabido, la edad para la concesión automática de asilo ha bajado los últimos años, y ahora tanto la Dirección como la Comisión han establecido una nueva práctica que sigue las claras directrices del Gobierno, tras lo que hemos empezado a expulsar a todos los niños de más de once años.

Golpeó con los nudillos el informe.

—Este caso es una prueba para la Dirección y, por tanto, también para el ministerio y para el Gobierno. La expulsión va a difundir el mensaje que deseamos.

—Que no los envíen a Dinamarca —murmuró un primer secretario.

Hubo un momento de silencio embarazoso, como si alguien hubiera dicho algo sorprendente, o hablado demasiado alto.

El Hombre de Grauballe miró el reloj, que por cada año que pasaba colgaba más flojo de la pulsera de plata de su muñeca huesuda. Sus ojos estaban hundidos a más no poder en las mejillas. Puede que viera fugazmente a su hija la última vez que vino de Estados Unidos, sentada en el jardín con vistas al bosque, mientras su esposa estaba a cuatro patas junto a un rosal recortando las ramitas que sobresalían con una pequeñas tijeras de plata. Pero nadie lo sabía. Su rostro estaba de nuevo inexpresivo.

—Bien —dijo—. Entonces ¿hacemos ahora el debate principal, o…?

El Hombre de Grauballe miró a Orla Berntsen.

El jefe de Gabinete devolvió la mirada a su subordinado.

—Como nunca hemos desarrollado una práctica tan rígida, la consiguiente expulsión puede quizá parecer… desagradable. Por otra parte, sería muy desafortunado si cediéramos y eso se usara como argumento en los siguientes casos. Y es lo que va a pasar. Dinamarca va a llenarse de niños extranjeros… —Dejó que la frase flotara ominosa un instante—. Y no es eso lo que el Parlamento, y la gente, desean.

Así era como hasta los más indecisos evitaban sentirse responsables directos de los destinos sobre los que decidían. Las decisiones se basaban en los deseos de la población y las tomaba el Parlamento, pero ni la población ni el Parlamento ni los funcionarios del Ministerio Nacional veían después de cerca el resultado de las decisiones tomadas. Es decir, que nadie estaba expuesto a espectáculos desagradables en ningún punto del sistema. Así era como funcionaba, y funcionaba a la perfección.

—Es decir… —El jefe de Gabinete examinó los rostros inexpresivos en torno a la mesa, uno a uno—. Si hacemos ahora el debate, tendremos la ventaja añadida de que desviará la atención del estúpido caso de los anónimos, con el que la oposición confía en desacreditar al partido y, con ello, al Gobierno.

Aquella parte del plan podía desvelarla en un círculo tan reducido, y tampoco necesitaba ocultar un rápido destello de triunfo en los ojos.

Todos los reunidos captaron de inmediato la señal del jefe de Gabinete. Varios sonrieron.

—Bueno, pues ya está, ¿no? —dijo el Hombre de Grauballe, levantándose—. O sea, que seguimos los trámites como hasta ahora, también los del caso de Sri Lanka.

Los ocho funcionarios se levantaron.

El subsecretario se quedó de pie junto a la ventana, mirando al jardín, donde la serpiente finamente tallada alzaba su cuello y escupía agua hacia el cielo. El terrario, como la había bautizado un primer secretario especialmente gracioso del segundo despacho de extranjería. Quizá había bautizado mentalmente todo el ministerio que lo rodeaba.

Peter Trøst había leído tres de las reseñas de televisión que habían publicado los periódicos mientras se cepillaba los dientes en su camarote de la novena planta, vestido con el primer traje del día, y para cuando salió del ascensor en la sexta planta del Gran Cigarro ya había leído otras dos.

La línea interna de teléfono zumbó, y percibió la presencia del Catedrático en la estancia antes de oír la primera palabra.

—¿Trøst?

La voz de Bjørn Meliassen llegaba del receptor como el leve ronroneo de un hervidor eléctrico, nasal, casi susurrante:

—Trøst, jod… Trøst, responde. Tenemos que reunirnos. Ahora.

Cuatro pisos más arriba, el presidente del consejo de administración estaría inclinado sobre su enorme escritorio con las reseñas de los programas de la noche previa ante sí. Lo más seguro es que el ministro nacional hubiera llamado ya. Furioso.

Miró al paisaje, que no era más que sombras entre la blanquecina niebla de la mañana. Gadstrup, Viby, Osted, Kirke Hvalsø… Aldeas insignificantes, gente insignificante…, la vida normal. Detestaba la expresión.

—¡Trøst, cojones!

La voz del Catedrático no dejaba lugar a dudas sobre su intención. Había que detener cualquier intento de seguimiento del asunto Kongslund, y cualquier redactor en su sano juicio obedecería la orden, porque era más fácil agacharse que aceptar la pelea, cosa que difundiría sin duda una fama de provocador con intenciones políticas encubiertas. Nadie se arriesgaba ya a que le colgaran el sambenito. Las luchas en que participaron Peter y sus compañeros en los años ochenta y noventa impulsados por el idealismo se habían vuelto absurdas con la explosión de cadenas de entretenimiento de la competencia, y todos habían girado en redondo, como una armada que desiste de invadir una fortaleza inexpugnable. Con el paso de los años, la mayoría se volvieron críticos hacia todo lo que pudiera parecerse a las ideas que habían tenido en otros tiempos, despiadados en su ajuste de cuentas con cualquiera que no hubiera abandonado los mismos bastiones. Aquello convirtió a Channel DK en una cadena de éxito, y durante siete años de vacas gordas todo fue bien. Pero las cifras de audiencias estaban bajando mes a mes sin que nadie supiera el porqué.

—Trøst, responde… ¡Venga!

La voz de Bjørn Meliassen era tan nasal que la membrana del altavoz crepitaba con las consonantes.

Cortó la comunicación. Luego llamó por teléfono al Ministerio Nacional.

Pidió a la secretaria del ministro que lo pusiera con el jefe y, para su sorpresa, lo puso al momento. En aquel instante el sol de mayo atravesó la neblina, bañando los lejanos grupitos de casas en una luz cegadora, y Peter Trøst plantó los pies sobre el borde del escritorio y pulsó con la mano derecha el botón rojo de grabar. La cinta se puso en marcha; la conversación iba a quedar grabada.

—Enevold.

Durante meses fue un chiste entre periodistas que el poderoso hombre prefería no usar la primera parte de su apellido, por considerarlo ordinario, y los más osados bromeaban diciendo que el próximo primer ministro, bastante entrado en años, iba a cambiar las reglas de nombramiento de candidatos y las electorales en beneficio del partido y de sí mismo, de forma que iba a poder ser el primer dictador democráticamente elegido del mundo, y vitalicio.

—Soy Trøst. Llamo por lo de Kongslund. Vamos a hacer una continuación. Sobre el hogar infantil. Con noticias de la fiesta de aniversario, donde vas a pronunciar un discurso… Y también sobre el caso en sí, claro.

—Ya me imagino.

—Me gustaría incluirte en el programa. No tiene por qué llevar mucho tiempo. Podemos hacer la entrevista en Skodsborg, hoy, cuando te venga bien.

—¿Has dispuesto todo eso… de acuerdo con el Catedrático?

Peter Trøst estuvo a punto de echarse a reír. La conversación transcurría en un lenguaje de tiempos del absolutismo.

—No, por supuesto. El Catedrático es presidente del consejo de administración, no redactor.

—¿Libertad editorial?

—Sí.

—Pues entonces me reservo la libertad personal de decir que no.

—¿No me concederás la entrevista?

—No, y ya has oído el motivo. Y no vuelvas a llamarme por esa cuestión. Es pura porquería.

A la última palabra siguió el corte de la línea y una señal de que estaba comunicando en el auricular.

El enfrentamiento había sido corto y asombrosamente rudo.

Peter Trøst tomó el ascensor hasta el Noveno Cielo y se preparó para el segundo enfrentamiento inevitable del día. El Catedrático llevaba tiempo considerando el periodismo crítico como algo indeseable, porque ofrecía a los telespectadores una actividad intelectual que nadie pedía ya. «¡No se puede educar a la gente con la televisión! —gritó una vez a los leones conceptuales—. Es como pedir a un piano de cola que corte hierba: no es posible». Ellos asintieron en silencio.

Meliassen estaba sentado tras su escritorio, envuelto en el fulgor azul de numerosas pantallas. Había una sobre el escritorio, una en el techo, otra colgada en la puerta, y había otras dos en sendas mesas bajas de caoba con ruedas, en el extremo oeste del despacho. Más que verse, se percibían sus labios fruncidos, vigilantes; tenía el cuello encorvado, y la mirada ceñuda hacía que el hombre entrado en años se pareciera más que nunca al buitre egipcio negro del documental de la infancia de Peter, El desierto viviente, encorvado sobre su presa con un pedazo de corazón en el pico.

—Bien, Trøst, ha vencido la libertad de prensa, así que podemos pasar a otra cosa, ¿no?

La pregunta provocó un siseo en el pecho del Catedrático.

—No —se oyó responder Peter. Solo una palabra. Allí a lo lejos vislumbró el pueblecito con el nombre extraño pero confortador de Vor Frue[5].

El Catedrático luchó de forma ostensible contra el arrebato de violencia al que habría expuesto a cualquier otro subordinado. Después dijo en voz baja:

—No veo razón para seguir con esto, tanto tiempo después de que tal vez ocurriera algo… que no tenemos ni idea de lo que puede ser. Y por tanto tampoco veo cuál es el atractivo… Atractivo para los telespectadores, Trøst. Todo este asunto parece de lo más irreal…

—Al contrario. Todo este asunto es de lo más real, y tiene que ver con la mentira. Y el Ministerio Nacional está involucrado. Su partido ha estado interesado en ocultar el escándalo durante décadas.

—No va a haber más programas.

La garganta del anciano volvió a emitir un sonido siniestro.

—Si ocurre algo importante, tenemos que hacer seguimiento del caso. Todos lo esperan. Si no lo hacemos, desvelamos que tenemos, que tú tienes, una relación demasiado buena con el ministro, y sabes tan bien como yo cuántos periódicos se prestarían gustosos a desprestigiar a la mayor cadena de televisión del país.

Aquello era una amenaza manifiesta, y la frente del Catedrático se iluminó con una especie de fosforescencia azul. Un escándalo así solo podía escribirse si alguien del mundo cerrado del Cigarro lo confirmaba.

—Piénsalo bien, Trøst. Piénsatelo muy bien —repitió—. Nuestras cifras de audiencias van de puto culo, nuestro share es lamentable.

—Ese problema lo tienen todas las cadenas —zanjó Peter—. Es porque somos demasiados para repartir el pastel. Todos quieren hacer televisión, apenas queda nadie para verla.

Sonaba como un chiste, pero ninguno de los dos hombres estaba para bromas. Channel DK se hundía bajo la presión del trabajo y de la constante necesidad de nuevos conceptos y nuevas ideas para programas. Los síntomas de estrés habían hecho su aparición como una peste que se colaba por tabiques y suelos, dejando sin cesar nuevas secciones convertidas en zonas de cuarentena, cerradas a cal y canto.

Varios empleados estaban de baja, y otros habían llegado a pegarse después de la jornada laboral en bares de Roskilde y Tølløse; uno llegó a apearse del tren y tumbarse en medio de la vía, mientras que otro trató de ahorcarse en el servicio de un bar de un pueblo con el singular nombre de Gøderup. Todavía ningún empleado había llegado a arrojarse desde el Paraíso Terrenal, en la planta superior de la sede de la cadena, pero aun así era un escenario cuyo simbolismo temía el Catedrático más que cualquier otra cosa. Iba a ser una sensación bienvenida si se filtraba a la competencia: «Trabajadores de la mayor cadena de televisión de Dinamarca saltan a la muerte».

Peter se levantó.

—Lo discutiré con la redacción y llevaré una unidad móvil a la fiesta de aniversario esta tarde. Si somos los únicos que no vamos, va a parecer bastante extraño.

Ya sabía que el Catedrático también estaba invitado, al igual que el resto de directivos de medios, probablemente a instancias del mismísimo ministro nacional.

Lo único que se oyó en la estancia fue un débil sonido ronco. Pero el Catedrático no dijo nada.

Abandonó la estancia, después subió en ascensor a la sexta planta, cerró la puerta de su despacho y se quedó unos minutos mirando por la ventana el paisaje selandés, con el estrecho de Øresund y Suecia al este.

Luego se cambió y se dispuso a salir. Estaba citado con Knud Tåsing y Nils Jensen en la antigua zona portuaria. Iban a ir en el mismo coche al aniversario de la antigua directora.