Capítulo 10

—EL señor Singht desea hablar con usted.

Michael miró hacia la puerta de su despacho, en donde se hallaba la sirvienta, y asintió con la cabeza.

—Gracias, Morna. Dígale que en unos minutos me reuniré con él. —Necesitaba terminar de cuadrar una lista de números que bailaban ante él, desafiantes.

De nuevo a solas se concentró en lo que tenía entre manos. Poco después, con una sonrisa de satisfacción, anotó el resultado en el libro de cuentas general. El «pum» con el que cerró el pesado tomo resonó en toda la estancia. Habían sido un par de horas tranquilas y su estómago le decía que no le vendría mal prestarle un poco de atención. De momento, no obstante, eso quedaba descartado.

Mirándose en los cristales del aparador, recompuso su pelo y rehízo el nudo del pañuelo. Cuando salió al pasillo y se dirigió al despacho del dueño de la casa deseó poder ver a Ayla. Se había pasado toda la noche rememorando el beso y cómo el mundo pareció detenerse mientras la tenía en brazos. Ella no sabía a sal, tal como supuso. Era más bien como un pastel que todavía paladeas horas más tarde de haberlo saboreado. Dulce con un puntito ácido. No era como su carácter, ya que más bien ella era toda acidez aderezada con dulzura, la cual no había visto por el momento, por cierto.

Ayla también lo había notado, estaba seguro de ello. La atracción que sintió fue correspondida. Ninguna mujer respondería como ella lo hizo sin sentir un mínimo de deseo, aunque al final lo amenazara. No se la tomaba en serio.

Así que admitía abiertamente que la deseaba; para qué negarlo. Lo contrario sería como abrir una ventana e intentar evitar la entrada de la luz con las manos. Ahora su imaginación latía desbocada. Se la había imaginado desnuda, ansiosa, suplicante...

Rió entre dientes.

Le resultaba inconcebible verla así; suplicando. Ella preferiría exigir en lugar de dar, tomar el control sin permitirse dejarse llevar. Sería una nueva experiencia; quizás de las más embriagadoras. No obstante, a lo sumo, podría aspirar a besarle los pies si no llevaba las cosas con tiento. No debía mostrarse exigente aunque le quemaran los dedos por acariciarla. No debía mostrar entusiasmo porque el de ella podría apagarse. No debía cederle el control, porque de lo contrario estaría perdido.

Aun así había un problema. Varios, de hecho. Uno era el matrimonio, que lo ataría a ella para siempre y que Michael quería evitar a toda costa. No es que no contemplara la idea de casarse, pero no con ella. Era demasiado impetuosa, fría, impulsiva... Demasiado todo. Además, su tiempo en la Isla de Beith concluiría más temprano que tarde y no valía la pena involucrarse hasta el punto de hacer difícil una separación después. Entre ellos no podía haber más que unos cuantos revolcones, siempre y cuando no los descubriese nadie. ¿Estaría ella dispuesta o mostraría su lado más virginal? Con Ayla cualquier cosa era posible.

Cuando llegó a su destino dio dos golpes breves en la puerta. Le pareció oír voces dentro.

—Adelante. —Elliot Singht le invitó a pasar.

Michael se quedó desconcertado cuando, presto a saludar, reconoció la presencia de otro hombre sentado a poca distancia del anfitrión.

—Buenos días —inclinó la cabeza hacia ambos.

El desconocido rubio lo miró un instante y le devolvió la cortesía. Con una pierna cruzada sobre la otra parecía sentirse muy cómodo sentado.

—Campbell —el dueño llamó su atención—, le presento al señor Cunningham, un invitado y amigo.

—Mucho gusto —se limitó a decir. No le incomodaba la forma en que el otro lo observaba, pero él debía contenerse para no hacer lo mismo. Al fin y al cabo, estaba allí en calidad de empleado.

Por un instante, enlazando con sus anteriores pensamientos, se preguntó qué pensaría Ayla del señor Cunningham.

Ayla, siempre Ayla. Qué difícil era arrancarla de sus pensamientos. Si su padre supiera...

Como invitado de la casa debía realizar las comidas en compañía de la familia. Quizás se apreciara como un hombre alto, de cuidada apariencia y a buen seguro con una reputación intachable. ¿Habrían paseado a solas? ¿Le habría sonreído con coquetería? ¿Habría reído sus bromas, tal vez? No, Ayla no. Esa mujer mantendría las distancias y dejaría claro quién mandaba. Mostraría un mínimo de cortesía y educación, y eso sería todo.

—Siéntese aquí, con nosotros —Elliot Singht le invitó mientras se repantigaba en la silla detrás del escritorio y encendía un puro—. ¿Gusta? —le señaló la caja que contenía una docena de ellos.

Michael negó con la cabeza. No le gustaba el tabaco. El señor Cunningham parecía de la misma opinión. Se limitaba a mover la pierna arriba y abajo en un continuo movimiento como si eso fuera todo lo que deseara hacer.

—¿Hay algún problema? —preguntó. Todavía no estaba muy seguro de cuál era el motivo por el que había sido requerido.

—Ninguno, señor Campbell, ninguno. Nuestro primer y único encuentro no se desarrolló tal y como pretendía. Las noticias que me dio fueron preocupantes y al final me olvidé de todo los demás.

—Una reacción comprensible, Elliot, dadas las circunstancias —intervino el señor Cunningham.

La sensación que tuvo era que este ya sabía de qué estaban hablando, lo cual le pareció de los más extraño y extravagante. ¿Desde cuándo se involucraba a un invitado en las situaciones domésticas?

—Es cierto, mi querido amigo —concedió el otro—, aunque siento que le debo una disculpa. Por ahora me gustaría subsanar ese error interesándome por su estancia en la Isla de Beith y su adaptación. ¿Le tratan bien?

Michael no tenía queja alguna de la gente con la que trataba. El encargado de la mina era bastante dócil y era fácil dialogar con él. En cuanto al resto, con los que tenía poco contacto, se mostraban respetuosos. Los sirvientes se limitaban a hacer su trabajo y poco más, pero era justo decir que sus horarios eran incompatibles y vivir alejado de la casa no dejaba lugar para encuentros amistosos. En cuanto al propio dueño... Bueno, se podría decir que era con el que tenía un trato más superfluo. Zake se mantenía alejado, dedicándole una larga mirada de tanto en tanto, y el ama de llaves era quizá la más agradable y locuaz. En cuanto a la hija menor, no hacía intento alguno por conocerle aunque, en honor a la verdad, eran pocas las veces que habían coincidido. Su único contacto, y tal vez el más gratificante, era el que tenía con Ayla, pero de ella mejor no hablar.

—No puedo quejarme —declaró al fin—. El trabajo es satisfactorio y la casa en la que me han alojado es todo lo cómoda que uno podría esperar.

Elliot Singh no pareció notar el deje de sarcasmo. Por el contrario, sí lo hizo el invitado, que había permanecido en silencio, escuchando. Todo el asunto le resultaba extraño cuanto menos. Al final sí parecería que de tal palo tal astilla.

—Me alegro —echó una calada—. ¿No te lo decía, Rob? Un hombre cabal. ¿Y Ayla?

La pregunta lo pilló desprevenido ¿Acaso esta le había contado algo? ¿Era esa reunión una forma retorcida de rendirle cuentas?

—¿Ayla? —Michael se mostró confundido, como a buen seguro se sentía—. ¿Qué tiene que ver su hija en todo esto?

—Mi hija pude ser un poco... absorbente —se limitó a decir—. No sé si sabrá lo mucho que aprecia responsabilizarse del cargo que usted ocupa...

—Algo he oído. —No pensaba decirle lo clara que podía llegar a ser si se lo proponía; y absorbente no sería el adjetivo con el que la calificaría. Al menos, no el único.

El padre de Ayla le conminó a sincerarse. Dijo estar entre amigos y le invitó a hablar con libertad. A Michael le sonó más a encerrona que otra cosa, y solo comentó que desde la intervención del padre, ella se había limitado a obedecer. También aseguró que Ayla no le molestaba y que, si la joven lo deseaba, era más que bienvenida a interesarse de nuevo por los asuntos que él manejaba.

Al poco de decirlo pudo ver la sorpresa reflejada en la cara del progenitor. Incluso Rob Cunningham mostró cierto asombro, lo cual le irritó sobremanera.

—Aunque su postura lo honra, a fe que no comprendo por qué desearía tener a Ayla rondándole, al final acabaría dándole órdenes y vendría disgustado a exigirme que la devolviera a sus quehaceres femeninos.

—Su hija es buena haciendo mi trabajo. —Apenas podía creer que estuviera diciendo eso—. No creo que sea justo apartarla de algo que disfruta tanto. Si su hija menor lo desea, también sería bien recibida —añadió. No quería que pensaran que tenía preferencias por una u otra, o albergaba intenciones deshonestas, aunque fuera un reflejo fiel de la realidad—. Al parecer estas tierras son su vida. No sería justo ni sensato por mi parte alejarlas de lo que las llena.

Elliot Singht encajó la velada crítica con cierto grado de perplejidad. No esperaba encontrar un hombre que fuera sensible a los deseos de sus hijas, y al que no le molestara compartir el trabajo que le correspondía. Si no fuera porque ya tenía en marcha una clara estrategia, se plantearía la valía de ese hombre. No obstante, Rob ya estaba allí y no había vuelta atrás. La supuesta cacería lo había acercado más a ese objetivo que tanto anhelaba y su invitado estaba a punto de dejarse tentar. Toda otra consideración quedaba descartada.

—En cuanto a esto último, quisiera compartir con usted algo que como administrador debería saber. —Su voz se tornó seria de repente.

—Usted dirá.

—Voy a venderlo todo —expuso.

¿Todo? ¿A qué se refería con todo?

—Creo que no acaba de entender. —Rob había visto la confusión en su rostro—. Será mejor que le expliques.

Elliot Singht asintió, conforme.

Las tierras habían sido una herencia; una herencia que no esperaba y por la que no sentía ningún apego. Cuando se la ofrecieron como único heredero posible, primero vio en ella un lastre que estuvo a punto de rechazar. Fue Rosslyn, su esposa, la se empeñó en viajar a la Isla de Beith para echar un vistazo. No contaba con que ella se enamoraría por segunda vez... de un trozo de tierra. La campaña que realizó para convencerlo fue tan contundente como efectiva, por lo que al final aceptó. Al poco tiempo de vivir allí ya se ahogaba. Sugirió a su mujer vender las tierras y volver a Edimburgo, pero Rosslyn se negó en rotundo. Fue una de las pocas discusiones importantes entre el matrimonio y, al final, la dejó ganar. La llegada de su primogénita afianzó la postura de su esposa. Debía tener espacio para corretear en libertad, decía. Él aceptó. De eso hacía poco más de veinticinco años y estaba cansado. Su deseo más ferviente era instalarse en Edimburgo, cerca de sus amistades. No quería seguir correteando de la ciudad a la isla y vuelta a empezar. Además, quería estar en su propia casa, no como invitado de los demás. Y quería tener a sus hijas con él.

Al fin, y tras muchas dudas, había decidido dar el paso: vender las propiedades con la cantera incluida.

—¿Cómo? —Michael no sabía qué había esperado. Había estado tan inmerso en la historia que se le había olvidado el motivo de aquella charla.

—No se preocupe —Elliot malinterpretó el motivo de su inquietud—. El nuevo dueño se asegurará de mantenerle en el puesto de administrador. Su trabajo no corre peligro.

Como si eso le preocupara.

—¿Lo sabe Ayla? ¿Ellas? —rectificó.

—No —dio un suspiro y miró al otro hombre—. No lo saben. Es un secreto y así queremos que siga siéndolo. Al menos de momento. ¿Verdad, Rob?

—Así es si así lo has decidido —repuso el otro ecuánime—. ¿No está de acuerdo, señor Campbell? —Había captado en este un desagrado por la situación.

—No creo estar en posición de emitir un juicio por algo que, al fin y al cabo, no es mío —empezó—. No obstante, permitan un atrevimiento si les pregunto quién es el comprador. —De hecho, era un mero formalismo. La presencia del señor Cunningham lo decía todo.

—Aquí mi amigo Rob se está planteando comprarlo —confirmó Elliot Singht—. De hecho, hasta esta mañana no era algo en firme, pero hemos ido de caza con la excusa de mostrarle la extensión de las tierras y la riqueza que podría extraer de ella si es listo, lo cual puedo corroborar. Un hombre con visión podría hacer de ella una fuente de riquezas.

Michael no dudaba de ello. A pesar de los caros ropajes que lo cubrían y la impecable educación de la que hacía gala, Rob Cunningham parecía de los que sabían sacar provecho de una ocasión propicia.

Todo cuanto Elliot Singht le había explicado era lícito y comprensible. En su lugar quizás hubiera hecho lo mismo o algo parecido. Era una lástima, no obstante, que su cerebro no estuviera de acuerdo con ello. Ahora solo podía pensar en el amor que esas tierras inspiraban en Ayla. Ella se lo había dicho en más de tres ocasiones, pero no eran tanto las palabras que formulaba como el sentimiento que plasmaba en ellas. Sus ojos fieros dejaban patentes hasta dónde sería capaz de llegar por defender lo que ella consideraba corresponderle por derecho. Sabía incluso que si contara con dinero propio, sería ella misma la que se lo compraría a su padre. Había deducido también, que la hermana pequeña sentía algo muy parecido. No sabía qué pensarían de la traición paterna —porque estaba seguro que la mayor así lo interpretaría—, pero no le apetecía ser partícipe de ello.

—Disculparán lo que voy a decirles, y quizás me estoy metiendo en donde no me llaman... —De hecho, no sabía qué le impulsaba a hablar—. No crea que tenga nada contra usted, señor Cunningham. Hasta este momento, no sabía nada de esto y ni tan siquiera lo conocía. —Rob hizo un gesto de asentimiento esperando ver a dónde quería ir a parar—. No obstante, por lo que he podido observar, sobre todo en su hija mayor, no creo que las jóvenes se tomen bien la transacción que se traen entre manos. ¿No ha considerado, acaso, dejárselas a ellas como herencia? Al menos una de ellas podrá seguir viviendo aquí con un posible marido.

El repentino ataque de risa del dueño de la casa lo cogió desprevenido. No contaba con la hilaridad que sus palabras provocarían en él, y podía afirmar que no le gustaba.

—¿He dicho algo gracioso? —preguntó de malhumor.

Todo lo contrario. Elliot Singht se maldijo por no haber encontrado a ese hombre mucho antes. Quizás así se habría ahorrado muchos dolores de cabeza. De hecho, el hombre mostraba una perspicacia y sensatez fuera de lo común. En el poco tiempo que llevaba allí, ya había sabido ver más allá de las apariencias de sus hijas, lo cual le señalaba con un hombre digno del cargo que ocupaba. Se lo agradecería, de no ser porque ese celo desmedido no era práctico. Al menos, no ahora.

—No se trata de usted o de algo que haya dicho —intentó calmarlo—. Créame si le digo que lo he intentado. Durante años he procurado que un sinfín de hombres aceptables desfilara ante ellas con el deseo de que solo alguno les resultara lo bastante aceptable como para considerar el matrimonio. Mi intención era darle estas tierras como dote, pero ya ve —Elliot alzó los brazos con impotencia—, durante ese mismo tiempo han rechazado a cada uno de ellos por los motivos más inverosímiles. Esta decisión es fruto de su negación a aceptar su destino.

Era comprensible. La frustración de ese hombre era algo que podía entender. Él mismo había comprobado que esas muchachas parecían querer ejercer el control sobre sus vidas, algo muy loable pero poco realista. Tenían que cambiar mucho las cosas para que las mujeres dejaran de ser mercancía de intercambio; que pudieran decidir si querían trabajar, ser madres o permanecer solteras; decidir a quién querían ligarse el resto de sus días o, por el contrario, si la situación se volvía intolerable para ellas, tener la capacidad y el respaldo de la sociedad y la justicia, para dar la unión ante Dios por finalizada, y no necesitar de pruebas absurdas e injustas que demostraran que podían hacerlo.

En cierta forma, Ayla y Cadha vivían aisladas de la sociedad. Una muestra de ello era la opinión que de ellas tenían en el pueblo. Fuera de la isla la situación se podría volver más insostenible, por lo que no entendía que el padre no fuera capaz de verlo. A su entender, las jóvenes Singht eran pájaros libres que se contentaban con vivir en una jaula de oro, ya que, de lo contrario, podrían acabar despedazadas.

Dados a adivinar, también entendía, al menos en Ayla, que no hubieran podido escoger entre todo el abanico de opciones que su padre se había encargado de hacer desfilar ante ellas. Pocos hombres, por no decir casi ninguno, tolerarían su temperamento e independencia.

—Creo que mantenerlas en la ignorancia agravará la situación cuando lo descubran. ¿Está dispuesto a las consecuencias que acarreará? —preguntó.

—No tendrán otra opción. Solo se lo diré cuando sea un hecho consumado.

Esta vez fue Rob el que expresó sus dudas.

—Creo que en cierta manera, el señor Campbell está en lo cierto. No quiero ser un evidente objetivo para ellas cuando declaren la guerra.

—¿La guerra? ¿Qué guerra?

Los dos hombres lo miraron un tanto ansiosos. Era incomprensible que Elliot no conociera a sus propias hijas.

—La que montaran cuando se enteren. No quedará títere con cabeza —sentenció Michael—. Y yo no quiero estar en medio de ese fuego cruzado.

—Estáis exagerando. Y encima os comportáis como un par de niñas asustadas en lugar de hacerlo como hombres. Sé que mis hijas pueden ser un tanto... vehementes. Aun así, dudo que declarasen la guerra a su propio progenitor.

Michael calló por prudencia. Al fin y al cabo, no había más ciego que el que no quería ver. Cuando poco después se despidió de ambos, toda pretensión de lograr una mañana de trabajo fructífero se esfumó. Se masajeó las sienes. No le había gustado tener que prometer de nuevo que no abriría la boca respecto a todo el asunto de la compra. Se preguntó si debía romper esa promesa y contarle a Ayla lo que sucedía. De una forma u otra acabaría por entristecerla y odiaba la sola idea. Sus sentimientos eran demasiado confusos y no le gustaba la sensación. Tuvo que recordarse de nuevo que estaba en la isla por un motivo concreto, no para interceder en desavenencias familiares. Resultaba peligroso que Ayla se le metiera bajo la piel, pero eso mismo estaba sucediendo; lo notaba. Unos cuantos encuentros y un beso increíble y lo tenía a su merced. Bueno, casi. Incluso ahora seguía barajando la idea de seducirla, si ella accedía. Sería delicioso, cuanto menos, poderla besar de nuevo, probar esos labios de pecado y sentirla moldearse caliente a su lado.

Sí, sería un buen plan. Ahora solo hacía falta convencerla de ello.

* * *

La señora Davies la había arrinconado. Literalmente. Lo peligroso, sin embargo, era que también trababa de hacerlo en sentido figurado.

—No quiero que se te vaya de las manos —le estaba diciendo.

Por supuesto, estaban hablando del administrador. Michael... Michael... Michael. En los últimos tiempos, ese nombre la rondaba a cada minuto del día. Para su desgracia, incluso de la noche.

Como ama de llaves de la familia, pocas cosas escapaban a su control. Era inaudito como una mujer poco dada a los chismes conseguía enterarse de cada uno de ellos. Con Michael, las cosas no eran diferentes. Un comentario directo de su padre, una charla con Zake, las conversaciones entre la servidumbre... Solo podía confiar en Cadha. Ella no se hubiera ido de la lengua.

—No he hecho nada que resulte sorprendente —afirmó tratando de justificarse. ¡Ni que el administrador fuera un niño incapaz de defenderse!

—Por eso mismo. Sigues el mismo patrón una y otra vez. —El ceño de la mujer se había intensificado.

No le gustaba la sensación de sentirse regañada. La señora Davies era algo así como una segunda madre. Era la que mejor toleraba sus faltas, aunque tampoco dudaba a la hora de amonestarla por un comportamiento «impropio de una mujer», tal y como siempre decía.

—Solo cuando se lo merecen. —No le gustaba escuchar de su boca que podía llegar a ser poco imparcial en sus opiniones y de trato injustificado.

—Lo sé, cariño, lo sé —la mujer se ablandó y le acarició la mejilla con sus arrugadas e inexplicablemente suaves manos—. Solo trato de hacerte ver que es imposible que el hombre ya te haya ofendido. Y si es el caso —se apresuró a añadir antes de que Ayla protestara—, debes mostrarte tolerante. Prométeme que no le declararás la guerra.

Si no hubiese estado en una situación tan comprometida, se hubiera echado a reír. Resultaba sorprendente que el ama de llaves supiera prever lo que podría llegar a hacer. Era una lástima que ella corriera a más velocidad.

Algo en su expresión debió delatarla, ya que la mujer la miró atentamente y lanzó un suspiro hondo y lastimero.

—Él me provocó primero —añadió en su defensa.

Como no podía ser de otra manera, el ama de llaves le replicó que, en ese caso, ella debía de estar por encima de las circunstancias.

Era más fácil decirlo que llevarlo a cabo. No obstante, le prometió intentar dominar su temperamento cuando estuviera ante él. Eso era lo máximo a lo que estaba dispuesta.

—También hay otra cosa de lo que me gustaría hablarte.

Ayla se tensó de inmediato. Que la señora Davies bajara la voz y mirara más allá, para cerciorarse de que nadie podía oírlas, era un signo claro de lo que quería hablar; y no quería hacerlo.

—No creo que... —protestó.

—Estoy preocupada por ti, Ayla. De hecho, lo estoy por las dos. A vuestra manera, cada una sufre las consecuencias de... eso.

No faltaba dar más datos. Ayla sabía que recordaría el rostro pétreo y sin vida de Neil Bishop para el resto de su vida.

—Eso es agua pasada —Ayla intentó aparentar normalidad. Y lo hubiera conseguido si no hubiera estado hablando con el ama de llaves.

—Sé lo de las pesadillas —anunció con tiento.

Ayla la miró sin llegar a creérselo del todo. A parte de Cadha, no se lo había contado a nadie más. Ni siquiera Zake lo sospechaba. No quería cargarles más peso sobre sus espaldas. Al fin y al cabo, había sido ella la que decidió dar el golpe definitivo que los puso a todos en un aprieto.

—¿Cómo...? —esta vez no se molestó en disimular.

—He visto tu cama por las mañanas. El revoltijo de sábanas y los cojines, fuera de lugar, me dio la idea. De hecho, ahora que lo pienso, no sé cómo no se me ocurrió que esto podría pasar.

Ahí estaba otra vez. La culpa que la corroía por haberlas alentado a no dejar a Neil Bishop a la intemperie. Por eso y otras muchas razones Ayla no se lo había dicho.

—Resulta escalofriante que deduzca eso por las sábanas revueltas —lo cual le confirmaban lo que ya sabía: la señora Davies era demasiado intuitiva para su propio bien.

—Solo trato de ayudarte.

Lo sabía. Como también sabía que era absurdo pensar que la buena mujer lo lograse. Conciliar un acto como el que ella había perpetrado era del todo imposible. En la baraja había demasiados elementos contradictorios: ira, rabia y arrepentimiento. Todo ello mezclado con la aplastante sensación de que su instinto había sido el correcto. Una completa locura que la hacía más consciente de esa apremiante carga que arrastraba desde pequeña.

—Y se lo agradezco —le apretó la mano y trató de no soltar una lágrima de agradecimiento—, pero no puede. Esto es algo con lo que debo lidiar sola. Lo más seguro es que con el tiempo se desvanezca. —dijo, esperando que se tragara la flagrante mentira.

O quizás no.

Por suerte o desgracia, unos pasos acercándose las sacó de su transcendental charla.

—Oh, lo siento, no las había visto —Michael acababa de aparecer. Parecía tan sorprendido como ellas.

—No tiene nada de lo que disculparse —la señora Davies había pasado en un solo instante de ser una preocupada madre a una eficiente e inmutable ama de llaves—. De hecho, ya me iba. —Le lanzó una mirada que Ayla interpretó con fastidio—. Ya sabe, los quehaceres domésticos nunca se acaban.

La mujer despareció de su vista con un frufrú de faldas y Ayla quiso hacer lo mismo. No estaba de humor. Como siempre, las cosas no podían resultar fáciles.

—Un momento. Ya que estás aquí, quisiera aprovechar la oportunidad para hablarte.

Ella no estaba segura. En ese instante vio el recodo en el que ella y la señora Davies habían estado charlando como un lugar demasiado íntimo para que estuvieran solos.

—¿Qué quieres? —bufó la pregunta—. Tengo cosas que hacer.

—¿Cosas? ¿Qué cosas?

Michael parecía interesado. Lástima que Ayla siempre pensase lo peor de las personas. Lo tomó como una burla.

—No te interesa —afirmó petulante—. En mi vida hay cosa más importantes que estar revoloteando a tu alrededor.

Aquello pareció hacerle gracia a Michael.

—¿Eso es lo que haces? ¿Revolotear? Me resulta fascinante.

—Dada tu limitada inteligencia, no me extraña —contraatacó. Atrás quedaba la promesa hecha a la señora Davies de intentar ser, cuanto menos, conciliadora.

Tampoco le gustó provocarle el ataque de hilaridad que este mostró. Odiaba que se rieran de ella.

—Quizás tengas razón —concedió.

Eso la sorprendió. ¿De verdad acababa de darle la razón? ¿Justo cuando había menospreciado su inteligencia? Inaudito.

—Sé que la tengo. —El engreimiento momentáneo era uno de sus múltiples defectos—. De todos modos, me interesa saber el motivo por el que tú, de entre todos, estás conforme respecto a eso.

—Tampoco me extraña saberlo.

Su tono había descendido una octava, por lo que Ayla lo miró con atención. Parecía estar como siempre; si eso era algo positivo, desde luego. Quizás estaba demasiado cerca para su gusto, aunque sus sentidos no parecían ser de la misma opinión.

En otra vida y en diferentes circunstancias mataría por esos ojos azules que la miraban con tanta concentración e intensidad. Tampoco lucharía contra el deseo de revolverle ese lustroso pelo negro y morder el labio masculino inferior solo por placer. Quizás incluso se inclinaría hacia él con la intención clara de hacerle saber que le atraía y que no le importaría que sus manos de largos dedos y finas falanges la cogieran de la cintura y la apretaran contra él. Sí. Quizás en otra vida.

—Me estabas diciendo... —intentó no mostrar señales de interés que la delataran.

—Sí. Porque, dada mi limitada inteligencia, me resulta imposible dejar de sentirme fascinado por ti.

—Yo no decía...

—Porque —la interrumpió—, dada mi limitada inteligencia —se acercó a ella de forma peligrosa—, no puedo dejar de hacer esto.

La sujetó por la barbilla con firmeza, pero Ayla solo sintió dulzura y el calor que él desprendía. No se lo esperaba, aunque tampoco estaba sorprendida. De forma inconsciente, lo había deseado. Posiblemente, si no él no hubiera dado el primer paso, hubiera sido ella.

No cerró los ojos cuando Michael le alzó la cara. Por un instante, ambos establecieron contacto visual y nadaron en las profundidades de la mirada del otro. No era una lucha. Era un reconocimiento mutuo, casi como una aceptación. Cuando los labios masculinos se posaron en los suyos, un suspiro emergió de entre ellos antes de abrirse a las caricias embriagadoras, al néctar picante y a la danza prohibida que la lengua bailó. Esa vez, Michael no se limitó a besarla. Una parte de él era muy consciente de lo que hacía y Ayla lo percibía con suma claridad, por eso le permitió abandonar su mentón para que bajara por su cuello en busca del acelerado pulso que allí latía. Dejó también que recorriera con sus dedos el sencillo escote adornado con puntilla mientras dejaba a su paso un reguero de brasas ardientes. Se sentía marcada aun sabiendo que eso no era posible. De todos modos, el hecho no le importó. No en ese preciso momento, aunque sabía que sí más adelante. Cuando la afable mano que la acariciaba descendió hasta su pecho y lo frotó a ambos lados con la uña, sus sensibles y tiernos pezones cobraron vida, como si de un encantador o mago se tratara. Abrió los ojos de golpe, sacudida sin esperarlo. Nada parecía real, pero lo era. Tan real como esos penetrantes ojos azules, verdaderos pozos del alma, que seguían mirándola sin pestañear.

Y con la realidad llegó la vergüenza. De nuevo. Era una afrenta saberse tan débil y fácil. Parecía que no hubiese aprendido la lección. Con cuidado se separó de Michael y él la miró con atención, valorándola, juzgándola. Casi podía sentirlo en el aire que los rodeaba. ¿Acaso estaba sorprendido de tanto comedimiento y contención? Mas, era impensable montar una escena allí, en medio de su casa, sin estar a salvo del ojo ajeno. Había sido una verdadera suerte que nadie los viera y se prometió que no volvería a suceder. Ni con él, ni con nadie.

Por suerte, él pareció comprender su estado de ánimo, por decirlo de alguna manera, así que se apartó en silencio y sin dejar de mirarla. Ella le imitó. Por primera vez en mucho tiempo, poca cosa tenía que decir. La mejor estrategia a seguir sería retirarse. Nada había cambiado y todo lo había hecho. Al menos, lo esencial seguía intacto.

Alejándose pasillo abajo, no percibió el entrecortado, desesperado y sentido suspiro que Michael lanzó. Tampoco se percató del doloroso abultamiento que vibraba entre sus piernas. Al fin y al cabo, no había perdido tanto. Lástima que no fuera consciente de ello.