9
—Creo que sería lo correcto.
Ya hacía cinco minutos que tanto Jonathan como Helen mantenían un tira y afloja en el estudio de la casa de los Price.
La matriarca había mandado a Leonor por la duquesa viuda sabiendo que tardaría un buen rato en bajar, ya que la mujer se echaba una larga siesta antes del paseo de la tarde. Necesitaba mantener una charla con Jonathan sobre la conveniencia de regalarle a su hija un anillo de compromiso.
—Quizás Leonor no esté de acuerdo —replicó el otro.
—¿Por qué no debería? Es inaudito que a esas alturas no tenga ninguno.
—Ya le he dicho que su hija tiene opiniones propias sobre lo que es o no es acertado. Dadas las circunstancias, usted debería saberlo bien.
La pulla no fue pasada por alto. La que debería ser su futura suegra, y lo sería si las cosas iban por buen camino, mostró un fruncimiento de ceño pronunciado mientras que sus labios formaron una fina línea que mostraba disgusto.
—No entiendo sus reticencias. No se trata de lo que debería ser, sino de lo que mi hija merece.
Y con eso lo convenció. O fingió que le convencía. De hecho, ya lo estaba antes de tener esa conversación.
Las cosas iban bien, no lo podía negar. Se sentía optimista debido a las respuestas de Leonor. Incluso había imaginado que de verdad era un compromiso real. Lo del anillo ya se le había pasado por la cabeza, pero todavía dudaba si era un paso demasiado arriesgado. No quería presionarla. No demasiado.
Y que Helen Price se preocupara de esos detalles, ya no por las apariencias, sino porque su hija lo mereciera, era un motivo de satisfacción. Sospechaba que entre madre e hija podía producirse un entendimiento. Era muy posible que solo con sentarse a hablar, las cosas se arreglaran entre ellas. No es que estuvieran mal, pero les faltaba un empujoncito.
—Leonor lo merece todo —no podía ser más sincero—, pero entre la boda de nuestros amigos y el viaje a Boston, no creí que fuera el momento.
—Bueno, pues le aseguro que ya es hora. Le recomendaré los mejores joyeros de la ciudad.
—Si no es molestia —ya había cedido.
Entre ellos se instaló un esperado silencio que, si bien no resultaba incómodo, indicaba que quedaban algunas cosas por decir.
Jonathan avanzó con tiento.
—Leonor me explicó qué pasó. —No permitió que la mujer dijera nada—. No estoy juzgando su comportamiento ni el de su hija, pero me parece admirable, aunque usted puede que no lo vea así, que su hija haya resistido sin el peso de su apellido y aun así haya mantenido una dignidad fuera de lo común. El infortunio no la ha detenido y desde que la conozco, solo he percibido en ella gestos de amabilidad, cortesía, una sensatez inusitada y un gran corazón. También podría detallarle su fortaleza de espíritu y la sencillez que la acompaña allá donde va, pero me temo que ya no me tomaría en serio porque ya no sería demasiado objetivo.
—Quizás no —se permitió ser indulgente—, pero en eso reside el amor: ser capaz de ver lo mejor del otro y tolerar los defectos.
—Oh, puedo asegurarle que su hija no es perfecta. —Sonrió con cierto pesar—. Es demasiado testaruda.
—Créame, de eso yo sé un poco.
Ambos se sonrieron, cada uno ligado por un recuerdo que incluía a la misma persona.
—No le haga daño —pareció como si suplicara—, o haré que lo lamente.
—Aunque me tomo su advertencia muy en serio y no es a causa de ella, le prometo que haré lo que esté en mi mano para que Leonor no sufra.
—Eso espero. Al igual que deseo que el amor y cariño que traslucen sus palabras sean tan verdaderos como quiero creer.
Pocas cosas se podían añadir a ese deseo, por lo que unas horas más tarde, y después de lograr escabullirse, Jonathan volvía al hogar de los Price con un anillo de oro con cinco rubíes ovales birmanos engarzados con diamantes de corte brillante guardado en el interior de una cajita que ocultaba en el bolsillo de su chaleco.
Había recorrido medio Boston y no tardaría en oscurecer, pero al final lo había hallado en Shreve, Crump & Low. Sabía también que era allí donde Adam Henderson había comprado el que había lucido Leonor durante su noviazgo. Y eso no le complacía. No obstante, podía imaginar que en realidad era otra tienda, tal y como Helen Price le había explicado. La joyería había sido marcada por el Gran fuego de Boston en el año mil ochocientos setenta y dos, destruyéndola. Ahora, reconstruida por completo, parecía gozar de un mayor prestigio porque se encargaba de servir a la alta sociedad bostoniana.
«Espero haber acertado». Aunque en su fuero interno estaba seguro de que así sería. Nunca un regalo había sido tan meditado a conciencia.
Por supuesto, ahora esperaba el verdadero veredicto.
Con la complicidad de Helen se dirigió al jardín. Le había prometido que buscaría a Leonor y la enviaría junto a él. También le advirtió de que, si bien se mostraría permisiva dejándoles un ratito a solas, no iba a tolerar ningún tipo de falta de respeto en su casa.
Jonathan lo entendió a la perfección. Podía tomarla de la mano y darle un beso, pero sin pasar de ahí. Bueno, en lo del beso podía complacerla. No había nada que deseara más que volver a besarla –bueno, o quizás sí, pero se contendría–. Esta vez sería despacio, sin prisas. Si se mostraba inteligente, tal vez podría obtener algo más a cambio. Si Helen Price no lo averiguaba, no podía lastimarla. Él, por su parte, no abriría la boca. Ya se encargaría de que Leonor hiciera lo mismo.
Sacó la cajita, la abrió y contempló el brillo del anillo bajo la luz del ocaso que se filtraba por los árboles para cerrarlo de nuevo e introducirlo en el bolsillo. Era curioso cómo se sentía al respecto. Inseguro y ansioso. Como si entregarle esa joya a Leonor supusiera una antes y un después. Y quizás lo era.
Había estado evitando pensarlo con detenimiento durante las visitas a los joyeros, pero debía admitir que había estado presente desde que Helen Price había sacado el tema a relucir.
Desde que se marchara de Londres de vuelta a Stanbury Manor, una opresión se había instalado en la boca de su estómago, ocupando el vacío que había desde que se fue a Londres con Isobel. Habría gente, Margaret entre ellas, que podría pensar que esa tonta payasada de hacerse pasar por el prometido de Leonor no era otra cosa que un acto más de ese tedio que lo atormentaba desde que había abandonado la juventud. De esos sucesos en los que se involucraba para ocultar que su vida estaba vacía, carente de todo aliciente, en lugar de un intento desesperado por retener a Leonor y acercarse lo suficiente para hacerle entender que había algo entre ellos que no debía ser desestimado.
¿En qué momento se había vuelto tan imperativo tenerla cerca?
Era el destino. Tenía que serlo. De otro modo, ¿qué hacía que dos personas tan dispares y con objetivos y pasados tan alejados el uno del otro se atrajeran hasta el punto de no considerar otra opción que el estar juntos?
De hecho, en los últimos días se veía a sí mismo envejeciendo al lado de Leonor; rodeado de hijos y nietos. Si eso no era amor, muy bien podía afirmarse que estaba enloqueciendo.
—¿Dónde estás? ¿Por qué tardas tanto?
Como si la hubiera conjurado, Leonor apareció por un recodo de la casa. Jonathan había escogido el banco más oculto del jardín para así poder salvaguardad su intimidad. Leonor, al verlo, sonrió sin reservas, con esa desconfianza de los últimos tiempos desaparecida.
Se podía decir que nunca la había visto así de resplandeciente. Y sabía que era por él. Como sabía también que estaba así de ansioso por ella, solo por ella.
—Mi madre me ha dicho que me buscabas —se sentó junto a él en el banco, expectante—. Aunque también ha dicho que no nos dejará aquí fuera mucho tiempo.
—Es un encanto.
—¿Mi madre? —parecía sorprendida.
—¿Acaso hablábamos de alguien más?
Leonor sacudió la cabeza.
—Sí, es decir no, hablábamos de ella. Pero es que me sorprende, eso es todo —y le complacía que pensara así. A pesar de los sentimientos encontrados que ella pudiera albergar por su madre, no deseaba que Jonathan pensara que era una mala persona.
—Pues no deberías sorprenderte. Tienes en ti mucho de ella.
Y besó su mano porque no podía quedarse quieto ni un minuto más.
Fueron sus ojos, o quizás su expresión, que le indicaron que el recibimiento era más frío de lo que esperaba, por lo que, como buen caballero que era, no dudó ni un instante en darle lo que Leonor pedía, o parte de ello, al menos.
No le dio tiempo a prepararse para el asalto. Su boca buscó la de ella con una avidez que sugería una larga abstinencia. Deseaba rememorar todos los besos que habían compartido y alargar la experiencia, volviéndola memorable.
Se dio cuenta de que Leonor estaba tan deseosa como él. Lo notaba. Se acercó todo lo que pudo y se aferró a los hombros masculinos como si la vida le fuera en ello. Y le gustó la sensación. Oh, sí, le gustó mucho.
Acarició su rostro mientras la besaba. También su cabello. La necesidad de soltarlo era demasiado fuerte, pero se controló. Profundizó el beso abriendo más la boca e introduciendo la lengua. Jugaba con ella. Le enseñaba con los rítmicos movimientos lo que quería hacer con su cuerpo.
El gemido que Leonor soltó fue recibido por cada palmo de su cuerpo. Como una pequeña sacudida, todo su ser se tensó en respuesta al sonido de placer femenino.
Si pudiera recostarla en el banco y subirle la falda del vestido podría… No, no podía. Estaban en un jardín, a pocos pasos de personas que aguardaban su vuelta y él debía hacer algo que ahora mismo no recordaba…
¡El anillo!
Aunque su deseo no se enfrió, sí se apaciguó lo suficiente como para ir reduciendo el ritmo hasta detenerlo por completo. Se quedaron los dos, frente contra frente, mirándose a los ojos y con las respiraciones aceleradas.
—No hay nadie más hermosa que tú. —El pensamiento se trasformó en palabras y no pudo detenerlas.
La sintió tensarse para luego obligarse a relajarse.
—Eres muy amable.
Se separó y enderezó la espalda al tiempo que retocaba el peinado. Jonathan se sintió huérfano al desaparecer el contacto. Ya la echaba de menos.
—No, no lo soy.
Ella tuvo compostura suficiente como para levantar una ceja que señalaba cuánto ponía en duda su negativa.
—Es decir, sí, por regla general suelo serlo, pero yo me refería a lo que he dicho. No ha sido por amabilidad.
—Jonathan…
—No, espera. Hay cosas que tienes que oír. Y creerlas. No digo que seas una mujer con una apariencia sin parangón. No voy a insultar tu inteligencia fingiendo lo contrario, pero sabes bien, y si no, te recordaré que tenemos unos amigos que atestiguan ese hecho, que la belleza o la carencia de ella varía dependiendo del ojo de quien la mira. Cuando he dicho que eres hermosa, lo he dicho porque es así. Para mí, en este momento, no hay mujer que pueda igualar el brillo de tus ojos, la suavidad de tu piel o el olor con el que invades mis sentidos. —Alzó su barbilla para que lo viera bien. Quería también que escuchara cada palabra que tuviera que decirle—. Si fuera por mí te llevaría escaleras arriba, te desnudaría muy despacio y saborearía cada resquicio de ti. Y cuando hubiera conseguido no dejarte dudas sobre si eres o no eres hermosa para mí, me introduciría en ti y haría que tocáramos el cielo.
Leonor había ido abriendo los ojos a medida que Jonathan hablaba. Si era posible, cada palabra, en lugar de alarmarla por lo poco caballerosas e impúdicas, había despertado un calor desconocido hasta hacía bien poco y que se concentraba en su bajo vientre y se expandía por toda su piel. En ese momento deseaba que le hiciera cada una de las cosas que él nombraba. Y también las que callaba.
—No sé qué decir —admitió. Todavía no estaba dispuesta a revelar nada. De momento se conformaba.
—Pues no digas nada. Si lo crees, nada más importa.
Y durante un instante, el silencio los envolvió. Se miraron con tanta intensidad que Jonathan se vio obligado a distender el ambiente. En caso contrario, haría cada una de las cosas que había dicho que deseaba hacer y al diablo con las consecuencias.
—Creo, sin temor a equivocarme, que la presencia de Georgette sería bien recibida ahora —bromeó—. Un «guaks» por allí y una palabra malsonante por allá y volvería a ser el centro de atención, tal y como a ella le gusta.
Leonor sonrió. Había dejado al guacamayo en su habitación cuando Jonathan se había marchado a hacer unos recados poco antes de la hora del té.
—Es todo un personaje. Pero tú sueles tener un humor igual de retorcido que ella.
—¡Me ofendes! —fingió con la mano en el pecho—. De hecho, creo que he perdido parte de mi toque.
—¿Tu toque?
—Ya sabes, ese humor encantador que me abría las puertas de toda casa, ya fuera noble o no.
—No lo has perdido —le aseguró—. Solo pienso que comienzas a ver la vida de forma diferente; menos como un juego en el que todo te aburre y sí más como una caja de sorpresas que ofrece unas maravillosas perspectivas.
Jonathan lo meditó unos instantes. ¿De verdad era así? Tal vez. ¿Era posible incluso que estuviera cambiando?
—¿Así me ves tú? —preguntó, en cambio.
Leonor dudó.
—¿Puedo ser franca?
—Te lo exijo.
—Antes, no hace mucho, te mostrabas como el compañero de aventuras perfecto: siempre dispuesto a divertir a los demás con anécdotas y también a embarcarte en una nueva aventura. Eras tan jovial y simpático que, sumado a tu don de palabra, nunca podías desagradar a nadie.
—¿Y dices que ya no soy así?
—Oh, no; sigues siéndolo, pero ahora percibo más seriedad en ti, más madurez. Algo así como si estuvieras evolucionando.
—Hum —Jonathan reflexionó sobre si el cambio era bueno o malo—. Te aseguro que no era mi intención evolucionar hasta la madurez —confesó, provocando una sonrisa en Leonor—, pero si es algo por lo que he pasar, bienvenido sea. Lo que me hace preguntarme cómo te sientes tú respecto a este cambio que dices ver en mí.
—No creo que lo que yo piense sea importante —adujo, modesta.
—Por supuesto que lo es. Tu opinión importa más que ninguna.
Leonor se turbó. Jonathan la hacía sentir que eso era cierto y le provocaba sentimientos en los que no quería pensar.
—Ahora no nos oye nadie, Jonathan.
Él le lanzó una mirada extraña.
—Por eso mismo, Leonor. Hay muy pocas personas de las que valore su opinión. Tú eres una de ellas.
—Oh.
—¿Vas a decir algo más? —preguntó Jonathan al cabo de un momento—. Me interesa saber si te gusta este cambio.
Tardó unos segundos más en responder, insegura de si debía decirlo o callar. Al final, el momento de confidencias decidió por ella.
—Sí, me gusta.
Jonathan sonrió casi con pereza, feliz. Se acercó a ella y le susurró al oído…
—Bueno, es una suerte, porque tú también me gustas.
—Yo no he dicho… —se defendió sofocada. Ella hablaba del cambio, no de él, aunque gustar no era una palabra que definiera lo que Jonathan le hacía sentir.
—Tú quizás no, pero yo sí. De todas formas, espero que eso no sea verdad, porque me sentiría muy incómodo si me halagaras y después todo fuera mentira.
—¿Por qué incómodo?
—Porque eso me recuerda que tengo algo para ti.
—¿Para mí?
—Te estás repitiendo —se burló con cariño porque se sentía bien allí, con ella, charlando de cosas que valían la pena—. Te aseguro que Georgette tiene más vocabulario que tú.
—¡Yo tengo más vocabulario que ella!
—Es un alivio saberlo. Pero hablando de lo que quería darte, no sé si resulta conveniente. —Fingió estar pensando si dárselo o no—. Solo puedo entregártelo si te gusto. Lo suficiente —remarcó al final.
Leonor le miró y pensó que parecía un niño grande. Pero estaba tan a gusto con él que seguiría su juego. No veía qué mal podía haber. Al fin y al cabo había prometido dejarse llevar.
—Está bien. —Hizo una pausa bastante elocuente que lo hizo alzar las cejas, a la espera—. Me gustas. Mucho.
Jonathan quedó quieto por un segundo. Era increíble cómo esa señorita conseguía hacerle pasar del divertimento al anhelo en pocos segundos. Y con solo una palabra.
«Mucho».
Esperaba que repitiera «lo suficiente», pero ella había ido mucho más allá de sus expectativas. Si tenía dudas con lo del anillo, ahora quedaban disipadas. Después, él le enseñaría a dónde la llevaba ese «mucho».
Despacio, en parte para saborear el momento y en parte para detener el temblor de sus manos, que de repente se le habían descontrolado, sacó la cajita de su bolsillo a tientas. Toda su atención estaba concentrada en Leonor, que en ese instante seguía el movimiento de su mano.
Cuando la hubo sacado, la sostuvo delante de ella. Leonor no movía un solo músculo, lo que le indicaba que había deducido el contenido del misterioso regalo.
Por unos instantes apartó la mirada de la hipnótica cajita para posarla en los ojos de Jonathan. En ellos se leía una pregunta, que estaba seguro de que no necesitaba respuesta, pero Jonathan la complació y sin decir nada la abrió ante ella.
Ya se lo esperaba. Ambos los sabían, pero el gemido de estupefacción se le escapó de los labios, por lo que ocultó la boca con la mano. Sus ojos no mentían. Tampoco lo hacía el lenguaje corporal de Jonathan, que esperaba más tenso que una cuerda de violín.
Quizás él lo hubiera comprado instigado por Helen Price para dar confirmación de un compromiso que no era real, pero cuando lo abrió ante ella, Jonathan no pudo negar que no solo le ofrecía un anillo para salvar las apariencias, sino como una declaración de intenciones. Ese anillo era el símbolo del amor que sentía por ella y lo declaraba al mundo, accediera ella o no.
Jamás se había sentido tan vulnerable y jamás unos minutos le habían parecido tan largos.
Leonor, por su parte, tenía que hacer un esfuerzo por no derrumbarse y dejarse llevar por la emoción. La realidad le decía que todo era parte del juego, una travesura más, pero su postura, sus palabras anteriores y la evidente calidad del anillo de compromiso la hacían sentir que para Jonathan no era un juego. No eso.
—No tenías…
—Sí tenía —lo dijo tajante, seguro, sin mentiras ni dobleces. Se lo decía a ella y a nadie más. Quería que lo entendiese.
—Jonathan… —No sabía qué le suplicaba, pero lo estaba haciendo.
—Por favor, Leonor.
En otras circunstancias, la escena hubiera resultado más distendida, pero ni uno ni el otro se tomaban eso a broma. No había habido nada tan serio en sus vidas.
Leonor se sentía impotente. Deseaba decir sí, pero ¿y si se engañaba? ¿Por qué la elegía a ella habiendo tantas otras mucho más hermosas?
—Yo…
—¿No te gusta? ¿Es eso? —preguntó a la desesperada. Tenía la sensación de que su presentimiento sobre su respuesta iba a estar equivocada—. Puedo comprar otro más bonito; incluso puedes elegirlo tú, si ese es tu deseo. —Hablaba deprisa, inseguro—. Me recordó a ti, ¿sabes? Los rubíes representan tu exterior, lo más representativo de ti, lo primero que los otros ven, pero los diamantes, que son más pequeños y numerosos, los envuelven, restándoles protagonismo. Eso eres para mí: llamativa por fuera, pero con una esencia que es como un verdadero diamante: brillante, puro, casi indestructible.
Atrás había quedado el petimetre seguro de sí mismo. Ahora solo quedaba un hombre declarando su admiración y su más profundo amor por una mujer.
Y después de eso, Leonor respiró hondo para dar una respuesta. Y estiró el brazo, extendiendo los dedos de la mano.
Jonathan la miró, incrédulo, incapaz de comprender que ella le aceptaba. Había pensado que diría que no, que le rechazaría. Y ahora todo su cuerpo temblaba de emoción, incapaz de detener la sensación de alivio mezclada con alegría. Quería sonreír, gritarlo a los cuatro vientos, abrazarla y bailar con ella…
—¡¿Jonathan?!
Leonor había seguido esperando con el brazo extendido mientras él soñaba estupefacto. Dio un respigo y sacó el anillo para deslizarlo con suavidad en el dedo de Leonor.
Ambos lo contemplaron. Quedaba perfecto. Él lo besó para confirmar que era el lugar en el que debía estar. A continuación, pasó a demostrarle lo «mucho» que ella le gustaba.