Lucio

Un modo de nostalgia, viejo conocido de su niñez, se debatía dentro de él, pero Lucio había aprendido a mantenerlo callado y escondido. Era el rescoldo del desequilibrio entre los afanes desvanecidos y las escasas alegrías, y surgía intermitente junto a un vago y absurdo deseo de volver al pasado; de encerrarse en la vida que había conocido y no tener que inventarse una nueva; de oír a diario la voz de su madre y el ladrido de los perros, todos ellos ya muertos; de revivir el espectro de su barrio con sus miserias y sus fiestas; en definitiva, la vuelta a una situación conocida y confortante. Se encontraba sobreviviendo con dificultades, en plena jungla urbana de la colonia de la Merced, adonde se había mudado solo dos años antes.

Era un expatriado cuando de niño corría por las calles de Vallejo —su distanciamiento del mundo estaba completamente decidido incluso entonces, cuando nada conocía de él—, y expatriado seguía a los diecinueve años a fuerza de revelaciones cada vez más duras. Cuando hizo la maleta en casa de sus padres, se llevó consigo un cargamento de desamparo y soledad. Recordaba ese sueño recurrente y tan significativo (lo persiguió a lo largo de su infancia) del techo de su casa derrumbándose sobre su familia y él. Un sueño revelador de sus carencias infantiles de seguridad, de amparo paternal. Porque no había podido jamás contar con su padre. Era obvio el desinterés, la incapacidad del Dogo para amar y atender a sus dos hijos; dejó totalmente en manos de Amanda su cuidado y educación. Y ahora Lucio se encontraba lidiando con su propia incapacidad de relacionarse con los demás, con esa perenne sensación de vacío y debilidad. No estaba muy seguro de que algún día desapareciera esa necesidad nunca colmada de protección y presencia paterna. Y no se podía decir que el niño Lucio no la hubiera buscado. Él había provocado al Dogo en numerosas ocasiones, a fin de que ejerciese el rol de padre que le correspondía. Pero no lo había conseguido, aunque en esa provocación hubiera traspasado a veces el límite del enfrentamiento. En ocasiones, como ahora, le asaltaban los sentimientos de culpa, tenía la duda de si habría proyectado en él sus propias debilidades e inhibiciones. ¿Cuándo se liberaría de esa figura tan nefasta de padre a partir de la cual —y muy a pesar de sí mismo— estaba elaborando su personalidad? ¿Cuándo podría estar seguro de que actuaba por voluntad propia y no influido por la imagen negativa del Dogo, que con tanta claridad percibía de niño? ¿O era esta imagen producto de los terrores y las frustraciones y no respondía al genuino carácter de su padre? No, eso no. Era innegable que su personalidad fue más que ruda, brutal, y, con respecto a las obligaciones domésticas, ausente, desaparecida tras la de Amanda, quien en todo momento se esforzó en suplirlo.

Entre Lucio y su madre se había creado una relación simbiótica y de profunda complicidad. ¿Habría sido capaz el Dogo, una vez perdido su espacio como padre, de introducirse en medio de esa relación? ¿O debió tal vez conformarse con el papel de espectador de la misma porque no le quedaba otro? Aunque lo cierto es que Amanda nunca se aprovechó de la situación. No lo colocaba como modelo de padre ante sus hijos, pero tampoco lo criticó o denostó. Ella siempre fue silenciosa, por encima de todo, silenciosa. Y dadas las prendas de su marido, sus no precisamente encomiables características, quizá era el único enfoque posible. La disyuntiva de Amanda, en especial con respecto a su hijo, fue muy dura: o presentar al Dogo como modelo a seguir, y que pudiera Lucio acabar también delincuente, o arriesgarse a que tuviera que lidiar en el futuro con complejos de Edipo por estar ella desempeñando el papel de ambos progenitores. Amanda, con su primitiva inteligencia, pero inteligencia al fin y al cabo, intuía que la excesiva presencia materna en la vida del niño podía marcarle negativamente, pero ante la única y peligrosa alternativa optó por correr el riesgo.

A Lucio, los sentimientos de impotencia y de agresividad hacia su padre le resultaban en ocasiones insoportables. Y, cuando eso ocurría, en la siguiente visita a la casa familiar, procuraba evitarlo. No entraba en su dormitorio, donde por aquel entonces yacía enfermo, pero sentía su presencia desde el comedor. Se abstenía de hablar con él y de él, pero ahí estaba, tras la puerta, y eso no lo podía obviar; una presencia fantasmal pero aun así opresiva, porque el silencio y la ausencia pueden también llenarse de angustia y de dolor.

En una ocasión, cuando tenía doce o trece años, su madre lo llevó a la asistente social, a raíz de un sonoro enfrentamiento entre padre e hijo. Tras la entrevista, cuando le dijeron que esperara fuera del despacho a que su madre escuchara lo que tenía que decirle la asistenta, Lucio pudo oír a esta, a través de la puerta mal cerrada, hablar de incapacidad para desarrollar vínculos sociales estables, de negación de la realidad por rechazo al padre, de brotes bipolares. No había entendido nada entonces, y seguía ahora con muchas dificultades para entenderlo. Pero sus recuerdos infantiles sí permanecían intactos: el Dogo, invariablemente asociado a la brutalidad, a la ebriedad, a la delincuencia. Poner distancia con respecto a él, marcharse de casa, no parecía haber representado un gran avance. Lucio continuaba experimentando incluso dolor físico cuando, recluido en su cuarto y a solas, era más consciente de su realidad. Y dos designios fatales se confundían a veces en un juego perverso de su imaginario: matar a su padre o suicidarse. En alguna ocasión se había dicho a sí mismo que quizá el Dogo no había podido escapar de su destino, que no estaba sino repitiendo como progenitor lo que su propia experiencia como hijo le había enseñado. Eso Lucio no podía saberlo con certeza porque no conoció a sus abuelos paternos, que murieron cuando él tenía dos años. Eran intuiciones, simples pensamientos que no iban más allá y no lograban su cometido de reconciliarlo con la deteriorada figura paterna, esa figura que a él le habría gustado tener colocada como mediadora entre él y su mundo, como reveladora y confirmadora de su propia identidad, no como una odiada intrusa en su conciencia, en su discernimiento, con la cual no viera probabilidad alguna de reconciliación.

Sueños secretos e insidiosos, travesías mentales lancinantes, habían nacido junto con sus correrías de niño por las callejas de su barrio. Y ahora, tras aquella su resolución de autoexilio e inmerso en el páramo urbano e impersonal de Distrito Federal, la lucha interna se centraba en ir pasando página y olvidando las también duras imágenes del día a día de su nueva vida, cuyo realismo corría el riesgo de anular para siempre cualquier posibilidad de continuar soñando con un mundo mejor. La persistente sensación, en aquellos momentos, ya adulto, era que se limitaba a copiar algunos comportamientos de las gentes que le rodeaban en su nuevo ambiente, aunque sin llegar a integrarse totalmente en él.

—Todavía estás chato, hueles a leche —le decía Charly, su compañero de cuarto, unos años mayor que él—. ¡Eres un iluso, compadre!

Y él no negaba que lo fuera. De hecho, se sentía privilegiado por serlo a ratos, en medio del fango que lo rodeaba. El único consuelo que tenía, inmerso en esa nueva iconografía demasiado urbana, demasiado despiadada, era precisamente que su mente se rebelara, que lo envolviera en la bruma de la inconsistencia y la fugacidad. Y dejar de pensar de cuando en cuando en su madre y en que finalmente la había dejado sola con el monstruo. Cuando se fue de casa para no volver, se quedó con la estampa de ella impresa en la mente, la estampa de ella perdonando a aquel hijo de la chingada que les había robado la vida. El viejo moría poco a poco, con una cirrosis galopante, víctima de los abusos que había cometido, y ella permanecía solícita a su lado, dándole la comida con la cuchara y limpiándole la mierda.

Lucio vivía con Charly en casa de Raquel, una prostituta que les alquilaba un cuarto a compartir, con derecho a usar la cocina y el único baño de la casa. No era fácil la circunstancia: Charly no dejaba margen para la discusión cuando no se ponían de acuerdo en cualquier tema, y encima Raquel, que tenía el negocio en casa, entraba con clientes a cada rato.

Ese día, Lucio había resuelto no salir y acostarse temprano. Pero no pudo. El cliente de Raquel era de los que pagaba por la noche entera. Tenían la música a todo trapo, y quién sabe durante cuánto tiempo estarían de juerga y griterío. Salió a la calle y se dirigió al bar.

Desde que Lucio se instaló en la Merced, entró a formar parte, aun sin buscarlo, de la banda de jóvenes sin trabajo ni futuro que malvivían en sus calles y se reunían en el bar, más o menos a la misma hora. A veces le caía alguna oportunidad, alguna chamba de ayudante de cargador en el mercado para transportar y ordenar las cajas de verduras, carne o pescado, cuando llegaban de madrugada los camiones. Suplementaba esos trabajos mal pagados con pequeños hurtos de objetos que sustraía de las tiendas y que revendía después en la calle. Cuando se encontraba, como en aquel momento, rodeado de tantos y tantos como él, cuando los observaba como un extranjero recién llegado, se sabía tolerado por ellos, pero nada más que tolerado. No se sentía realmente uno más del grupo. ¿Qué opinión tendrían de él?, ¿lo consideraban quizá un bicho raro? Lo más probable era que ni siquiera se entretuvieran a pensar en él. Ni para bien, ni para mal. Estaban a su alrededor, a su derecha, a su izquierda, delante o detrás, con una lata de cerveza o un vaso de tequila en la mano, igualitos al suyo, y formaban una cofradía compacta, o al menos así lo percibía Lucio. Aunque supiera también de sus reyertas, de las balaceras, de las rencillas entre los distintos grupos, tan iguales y tan rivales en ocasiones. Y demasiadas veces, como ese día, se veía a sí mismo esforzándose por participar de sus pláticas o solidarizarse con sus penas, sus triunfos o sus bravuconerías. El espíritu que unía a todos no era un vago demonio; era una manera de entender la supervivencia, hacia la cual cada uno de ellos mostraba, de forma individual, una clara predisposición. Una actitud peligrosa frente a la vida y sus trampas, por su indulgencia para las tentaciones y fullerías.

Miraba abstraído el vaso de tequila, mientras escuchaba a medias la conversación de un tipo tras él que, recién llegado al bar, se dirigía a otro.

—¿Quiubo, güey? ¿Qué onda?

—Pues aquí nomás, echándome unas chelas. Mi pinche vieja me echó de casa. Esta noche pasada dormí en un banco en el parque.

—No chingues, ¿a poco te sonsacó lo que hicimos antier?

—No, no lo logró, pero llegué con demasiado pedo.

—El Lechuza metió la pata cuando empezó a gritar: ¡No disparen! ¡No disparen! Ahí la cagó.

—Y salió a morir, el pobre güey. La tira le soltó el plomazo de todos modos. ¿Pues qué se creía, nomás?

—Nada, pura falta de experiencia, el muy pendejo. Le dijimos que se callara el hocico, que no íbamos a aflojar, que nos escapábamos por la parte de atrás, como al final hicimos nosotros.

—Sí, pero ¡ni madres! Él los creyó. Los creyó cuando nos gritaron que si no salíamos abrirían fuego y no iba a quedar uno vivo. Que nos iban a chingar.

—No era la primera vez que el Lechuza la amolaba. —Ahora el recién llegado sonreía pero con amargura, enseñando la dentadura sucia de tabaco.

Lucio los miró, distraído. No les iba a preguntar si el Lechuza había muerto. Ni siquiera eso le interesaba, aunque hubiera podido pasarle a él en su lugar. Dejó de escuchar a los dos cuates, sus palabras le resonaban como un eco entre las paredes del tugurio. No le quedaba ni pizca de energía para seguir haciendo esfuerzos de integración entre la morralla de asiduos que a aquella hora atestaba el lugar; ni parecía que le importaran ya o tuvieran el menor sentido para él. Era indudable que a los demás les unía algo, como si pertenecieran a un gremio o sindicato, ese mismo algo que lo mantenía a él fuera. Y era en esos momentos, frente a la barra, cuando más se evidenciaba esa discordancia, a la vez que su propia e innegable fragilidad interior. Pero, por muy negativos que fueran sus pensamientos, por lo menos lo apartaban de la chocarrera jarana de esos tipos. A veces temía que de pronto se dieran cuenta de su extranjerismo y le echaran, o le balacearan, o le lapidaran. Y entonces resistía, no se iba, porque no quería tampoco encontrarse aún más solo entre las cuatro paredes de su cuarto.

Él se había unido en algunas ocasiones a esos dos cuates y su banda —como lo hacía también con otros— para delinquir aquí y allá en sus correrías, en sus hurtos a los autos aparcados en la calle, a los comercios o a las casas del barrio, pero nunca a mano armada, solo de noche o cuando se sabía de antemano que el lugar objetivo del robo se encontraba sin vigilancia. De alguna manera tenía que completar los cuatro chavos que ganaba con los trabajos del mercado, para poder pagar el alquiler, la comida y las copas. Había aprendido a forzar puertas y ventanas, con profesionalidad, y aunque a veces actuaba solo, prefería ir en compañía: se sentía así más protegido. Por eso no acababa de romper con ellos, por eso mantenía la relación a pesar de no sentirse uno más del grupo. Y hasta el momento no había tenido ningún problema realmente serio con la policía.

Pero ahora no iba a pensar más. No quería hacerlo. Tenía hambre y ningunas ganas de continuar en el tugurio. Se dirigió, pues, a la nueva cantina del barrio. La que acababan de abrir en la calle León Cavallo, donde decían que se comía y cenaba decentemente. Empujó la puerta y entró. Y ahí, tras la caja, estaba Ella. Ahí la vio por primera vez.

El jueves siguiente, Isabelita estaba esperándolo cuando Lucio llegó a la cita que inopinada y unilateralmente había concertado veinticuatro horas antes. Contorneó el parterre del parque y se dirigió al banco que se hallaba junto a la fuente. Ella permaneció sentada, las manos sobre la falda, el semblante grave; parecía algo inquieta mientras lo veía acercarse. La halló bonita, con su cuerpo menudo pero redondo enfundado en un vestido de flores azules, el pelo negro recogido en una cola y sus tranquilos ojos pardos que lo examinaban atentamente. Él le indicó con un gesto que podían ir paseando. Lo prefería. Permanecer cara a cara, sentados y quietos, sin distracciones de ningún tipo, significaba un mayor esfuerzo, con toda la atención de ella puesta en él. Fue Isabelita quien rompió el silencio cuando se pusieron en marcha.

—Oye, ¿y qué hacías ayer en la cantina? Tú dijiste que era pura casualidad, pero no te creo ni maíz. Era la tercera vez en pocos días. Estuve pensando, pero no sé...

Lucio sonrió, en parte para ganar tiempo porque no sabía cómo contestar y en parte para hacerse el interesante. Ante su mutismo, ella insistió:

—Dime qué hacías, ándale. Porque antes de pedirme que nos viéramos hoy aquí, me mirabas como con mala onda... o, no sé, como demasiado serio.

—Órale, ¿ya de plano vamos a romper el turrón?

Seguía queriendo ganar tiempo y salir airoso de la situación. Le había sorprendido el súbito interés de Isabelita al comunicarle el desconcierto que su presencia en la cantina le había producido. Se lo acababa de espetar, de golpe. ¿No había, pues, interpretado lo lógico? Porque cualquier mujer lo habría pensado. Estaba claro que la rondaba, que tres días consecutivos de sentarse en la mesa del rincón y mirarla sin pestañear no podían significar otra cosa. Al tercer día, cuando se acercó a la barra a pagar la cerveza, se atrevió por fin a hablar con ella, y lo hizo con una firmeza que incluso a él mismo lo cogió por sorpresa.

—Mañana nos vemos por la tarde. A las seis. Te espero en el parque junto a la fuente —le soltó a bocajarro.

Ella se quedó silenciosa, con una sonrisa extraña y permaneció tras la barra mirándolo y sin hacer el más mínimo movimiento, mientras Lucio, quien parecía no tener nada más que decir, daba media vuelta y se iba con un balbuceo que quería significar adiós. Ahora, en el parque, le sorprendía gratamente verla tan positiva y desinhibida. Le contestó:

—¡Chale!, pues yo nomás andaba paseando por ahí. Y quise tomarme unas chelas en tu cantina.

—Alguna idea debías tener. La primera vez te quedaste mirándome. Y cuando me pediste la cerveza, tenías una cara tan seria que me preocupó. Según eso que hasta me diste miedo, ¿ves?

—¿Miedo?

—Sí, luego se me pasó, cuando te fuiste. Pero como al otro día volviste a entrar, pues me entró de nuevo la preocupación. Y otra vez, ayer. Siempre sin decirme nada... Me intrigaste. Por eso me decidí a venir hoy aquí.

—Pues yo no quise asustarte, te digo. Solo que...

Se quedó callado, no continuó. Ella le echó una mirada casi imperiosa. Se sabía en control de la situación, y no dejó que él acabara la frase.

—¿Eres siempre así? ¿Dónde vives? Nunca te vi antes por esta colonia. Ni sé tu nombre. Tú sí sabes cómo me llamo yo. Has oído a las gentes llamarme en el restaurante.

Lucio le dijo su nombre y empezó a hablar, despacio, escogiendo las palabras. Ella se lo había puesto fácil. Le contó algo de su vida actual, pero omitiendo los episodios de robos. Le habló de la calle donde vivía, de la habitación que compartía con Charly, del par de chambas que había tenido desde que se fue de la casa familiar. Someramente, no quería que ella supiera más, pero tampoco podía mentir, inventarse otra vida que no fuera la suya. Le resultaba imposible. Por suerte, Isabelita hablaba con mucha más facilidad que él. Y al hacerlo, él se percató de que sus tres visitas al restaurante habían representado algo para ella. Sus miradas y sus palabras, mientras seguían paseando por el parque, no hablaban de indiferencia. Se dio cuenta de que, por puro instinto o por una inesperada estrategia de la providencia, parecía haber acertado con su actitud durante los anteriores encuentros, por muy estúpido que se hubiera sentido en su momento.

—Me sacaste de onda la primera vez. Me llamó la atención cómo me mirabas, pero, te repito, al otro día ya no fuiste el mismo. Ni supe qué pensar. Primero pensé una cosa y después tuve dudas.

Él escuchaba complacido. Estaba claro que había acertado, por casualidad, pero había acertado. El palpable interés de ella se lo estaba confirmando, y parecía provenir, sorprendentemente, de sus torpezas y vacilaciones.

Ella continuaba:

—Es difícil explicar lo que yo vi en tu cara. Ya te dije: me llegaste a dar miedo. Sí, sí, no te rías. Tenías los codos sobre la mesa y la cara apoyada sobre las manos, y tu expresión me pareció como de un chico al que todo le vale, como si estabas solo sobre la tierra.

Lucio la miró de frente, a los ojos, cuando ella paró de hablar. Era la primera vez que se atrevía.

—¿Eso pensaste?

—Bueno, no sé explicarlo bien, pero primero me pareció que es más como si nada te importara, como indiferencia por el lugar donde estás, y ahora pienso que también era tristeza.

Isabelita iba a añadir algo pero no lo hizo; se interrumpió, buscando las palabras adecuadas. Miraba al frente con el semblante algo inquieto.

—¡Huy! ¿Eres maga o qué? Porque lo que me pasaba era las dos cosas que dijiste: estaba fuera de onda y encabronado conmigo mismo.

—¡Pero ahorita no te veo igual! Me estás contando cosas de ti y no te veo tan fuera de onda.

—Porque no soy igual a todas horas. La neta es que muchas veces siento angustia, te digo. Y la indiferencia que viste en mí es lo que me hace sobrevivir; al chile que me hace olvidar los malos momentos, los que me provocan ese pinche sentimiento de angustia. Cuando estoy fuera de onda, metido en mí y fuera de lo que me rodea, siento que estoy más al tanto de lo que hago, más en control, ¿sabes? Pero según eso que no todo me vale madre. Las cosas tienen un valor, y yo sé cuál es. ¡Ni que estuviera ciego y sordo!

—Pues a mí, por un rato, me dio la sensación de que eras capaz de no sentir nada. Hasta pensé que podrías ser un criminal. Eso es lo que te quería contar cuando te dije que llegué a sentir miedo al verte ahí solo... con esa cara.

Lucio no se inmutó.

—Cualquiera puede ser un criminal. Los criminales son los que hacen lo que está prohibido. Son los cabrones que se atreven a hacer lo que tienen dentro de su cabeza. ¿A poco no hacemos todos en algún momento lo que nos pide el cuerpo? Lo que yo hice durante años desde que estaba morro, lo que pensé y sentí, era siempre alguna cosa que sacaba de los demás, como las lecciones que aprendes. Y sabes qué es lo bueno pero no puedes huir de lo malo. Pero vino el día que no pude seguir así. Tuve que tronar con eso porque me parecía que no era yo mismo; que yo era solo como un reflejo de los demás. Mi suerte no es tan grande como la de los demás, como la tuya, por ejemplo. Pero tiene que haber una vida más chida en la que yo me sienta un hombre, que me sienta seguro de mí mismo.

Ella permaneció pensativa mientras Lucio se explayaba. Habló tras unos segundos en silencio:

—Me estás contando cosas de tu vida, pero la neta, neta... No sé... No sé quién eres de veras.

—Soy Lucio. Nomás. Soy el que ves. No tengo todavía una verdadera profesión. Y quiero saber lo que es vivir, y estoy echándole un par de huevos para hacerlo yo solo... Y perdona por lo de un par.

—Y si yo te contara de mí, ¿me dirías tú más de tu vida? Me refiero a que quiero saber en qué cosas andas metido, o no sea que me vayas a salir uno más de la banda.

—¿Cuál banda?

—Esos que pasean de noche por el barrio, ya sabes: ¿me cuentas algo o te cuento yo?

Lucio contestó con ambigüedades, y siguió con la misma tónica el resto de la tarde. No era más explícito en sus respuestas porque se sentía aún en terreno inseguro. Pero se había animado con las preguntas de Isabelita. De hecho, había logrado bastante más de lo que nunca soñó. Resultaba que precisamente sus torturas internas, sus flaquezas, aquello que quería ocultar al mundo y que, por desgracia, creía haberle transmitido las tres veces que estuvo frente a ella en el restaurante, todo aquello que hubiera querido borrar, había hecho el efecto contrario: había logrado interesarla.

Hubo más días como ese, pero la relación no parecía avanzar por el camino que él se trazó durante aquel primer encuentro en el parque. Se dejaba caer por la cantina casi cada día, a la salida del gimnasio. El ejercicio físico lo vigorizaba, le daba la energía para enfrentarse a ella. Aun así, a veces no era capaz de hilar una conversación coherente cuando la tenía delante; no sabía qué contarle y se enojaba, incluso se ponía rojo, de vergüenza o de rabia consigo mismo. Pero no se iba.

—Me enamoré de la Chavelita —se atrevió un día a confesar a Charly.

—¡Órale! ¡Mira no más! Bienvenido al club. Pero no confundas el amor con las ganas de cagar.

—¡Cómo, pues! Te lo juro, güey, que es la mujer de mi vida. Por estas —contestó Lucio con vehemencia cruzando el índice con el pulgar a modo de juramento—. Estoy enamorado de veras. No como tú que siempre andas de culero. El pedo es que no sé si ella siente lo mismo que yo.

Estaban ese día en el comedor de su casera, Raquel, cuyas cualidades de interiorista y decoradora eran, como poco, desacostumbradas. El salón comedor parecía una tienda de quincallería religiosa, repleto como estaba de un batiburrillo de vírgenes y santos de su devoción, distribuidos en forma de figuritas y cromos sobre la alacena y a lo largo y ancho de la pared sobre la que esta se apoyaba.

Lucio jugueteaba con una estatuilla del Niño Jesús de Praga mientras se confesaba con su cuate y reafirmaba su amor hacia Isabelita:

—Pues lo creas o no, la voy a hacer la dueña de mis quincenas.

—¡Híjole! ¿Casarte con ella? ¿De veras? Pero a ver, cabrón... Ella es una chamaca de familia decente, y no creo que sus jefes la dejen salir, pero ni a la esquina, contigo. ¡Olvídate!

—¿Por qué, güey? ¡Yo no voy a quedarme toda la vida así! Medio viviendo en la calle. Voy a casarme y tener hijos, y una chamba.

—Mejor déjate de chaquetas mentales. Mira, es un triunfo que sigamos con vida día a día. ¿Te enteras? Confórmate con eso.

Cada vez que Charly no estaba borracho y parecía poder dedicarle un tiempo, él emprendía la crónica detallada de sus reflexiones y de sus planes con respecto a su adorada. Pero, cuando se encontraba a solas en su cuarto, le embargaba el sentimiento de opresión e intentaba medir la distancia que le separaba de sus objetivos, esos planes de futuro que incluían invariablemente la presencia de la joven. Y, mientras tanto, ella pasaba de interesada a escéptica aunque mantuviera la actitud amistosa. En ocasiones, mostraba un ligero aire de firmeza que a Lucio se le antojaba algo viril y a la vez delicioso e intimidante, pero era obvio que estaba trazando entre ambos una línea que parecía no querer traspasar. Tal vez Charly tenía razón y los padres de Isabelita estaban influyendo en su actitud, aunque, de cuando en cuando, creía vislumbrar en sus ojos un brillo enigmático al mirarlo. Si le contaba algo nuevo que le hubiera sucedido, de pronto la sorprendía escrutándolo con esa atención involuntariamente profunda que traiciona el interés y el agrado por alguien o algo. A lo mejor lo amaba en secreto. O no. Era difícil saberlo porque había algo que aún no estaba claro en ella, un concepto respecto a lo que la rodeaba que parecía impenetrable.

Durante uno de esos días en los que iba a la cantina para verla, pudo disfrutar de unos minutos distendidos de conversación con ella en los que le habló de su futuro, de sus planes y sus sueños. A Lucio le deleitaba escucharla. Sentía un placer inenarrable ante el simple timbre de su voz.

—... tú sabes bien que yo no tengo la misma libertad que tú. Vivo con mis papás. Y además tú eres hombre y te puedes buscar más fácil la vida. Las mujeres no somos tan libres como ustedes. No podemos decidir por nosotras de la misma manera.

—Todos tenemos nuestro futuro por hacer. Depende de nosotros que el camino para llegar a este futuro sea más chingón. Y que lo escojamos con libertad y no por lo que nos digan los demás.

—Ya te dije, ustedes sí, pero las mujeres tenemos más tareas... aunque no queramos. Yo tengo que atender otras cosas antes de poder pensar en yo misma.

—Pues olvídate de tus obligaciones, nomás. Vive al día, porque mañana puede pasar cualquier cosa. Puedes tener un accidente y colgar los tenis. Hay que vivir cada momento, como si la calaca te fuera a visitar al día siguiente.

—Tú guárdate tus creencias, y déjame a mí las mías, ¿okey? A las gentes que están libres y no dependen de otros les es más fácil tomar el camino que quieren.

Él contestó con contundencia. Se creció, aprovechando que estaban solos, que los padres de ella no estaban ese día en la cantina. En esas circunstancias era cuando podía, aunque fuera por unos minutos, sentirse más adulto, más experimentado. Sentir que podía incluso enseñarle algo. Y eso le gratificaba enormemente.

—Okey, pero a ti ¿quién te lo impide?, ¿tus papás? No, reina, tú también puedes escoger. La felicidad hay que tomarla en el momento, porque a lo mejor no tienes otro chance.

Los momentos como ese eran escasos pero muy valiosos para él. Aunque, cuando más seguro estaba de que la confianza entre ellos parecía por fin progresar, Isabelita adoptó —esta vez con mayor contundencia— una postura que no tardó a despojarle de sus crecientes esperanzas. No se podía decir que fuera la típica actitud de haberse enfadado con él, pero sí la de querer restablecer entre ellos la relación inicial de distanciamiento, de extraño a extraña. Se esforzaba en huir de comentarios demasiado personales para buscar conversaciones sobre temas de interés general. ¿Habría resuelto sepultar la atracción que parecía haber sentido por él, presionada como estaba por sus padres? Charly así se lo había predicho. De pronto, todo le resultaba injusto, y el sentimiento puro e impetuoso hacia ella le rebasaba, quería explotar dentro de él. Pensaba constantemente en sus labios, en su mirada. Quiero ser una parte de ti y nadie me lo va a impedir porque nadie tiene poder para impedírmelo. Se torturaba, se ponía de pronto a recorrer la calle sin rumbo alguno, solo para desahogarse, con mil cábalas descabelladas, mil suposiciones crueles rondándole por la cabeza, destrozándole por completo su filosofía de euforia y sumiéndole en una miserable incertidumbre: la de no saber ya cómo comportarse con ella. Pasaban los días. Otros muchos parroquianos del restaurante la miraban y la galanteaban a través de la barra. Los celos y el desespero iban perfilándose como nuevas emociones cada vez que pensaba en todos los días que estaba dejando transcurrir por miedo a declararle su amor, como si cualquiera de ellos fuera decisivo, perdido para siempre.

En medio de la sensación de infortunio, hubo finalmente una mañana durante la cual reunió fuerzas para retomar el aliento perdido. Pasaba frente al restaurante y vio a Isabelita en el patio lateral del establecimiento, de pie, entre las cajas de almacenaje de bebidas, ordenándolas. Entró directamente al recinto, sin saludar, sin anunciarse: la portilla de la verja estaba abierta. No pronunció palabra alguna, solo le sonrió y se puso a ayudarla a colocar las cajas en su sitio. Ella se mostró más tímida y retraída que de costumbre. Pero bajo su aire reservado había algo que él pudo descifrar como un mensaje claro. Esta vez la había cogido por sorpresa, desarmada, no lo esperaba a aquella hora. Y su mirada la delató. Lucio tuvo la certidumbre, por primera vez; vio la puerta de la felicidad por fin entreabierta ante él. Le devolvió la mirada con devoción, toda la que era capaz de sentir. Y de pronto se sorprendió a sí mismo disimulando y haciendo como que no notaba la turbación de ella, que por fin revelaba su enamoramiento, aquel que había estado reprimiendo durante las últimas semanas de galanteo. Y él resolvió internamente que la situación debía quedarse así, con aquella intensidad, por lo menos de momento. Colocaron las cajas en silencio, sin mirarse, y al terminar la tarea se despidió con apresuramiento y se fue sin mirar atrás.

¡Está enamorada de mí! ¡De mí! Sus sentidos se lo comunicaban con rotundidad. Hacía días que ya había elegido vivir aquel amor sin reflexionar, entregándose a él con lealtad y con ese sentimiento de pureza difícil de explicar, un sentimiento que habría hecho de él una persona mejor de haberlo experimentado antes. Pero le llegaba ahora, al conocerla, y le llegaba envuelto en un fervor contradictorio pero fascinante porque le estaba enseñando algo nuevo, que era la ilusión de vivir. El futuro le pertenecía. El día era espléndido. Flotaba. Se sentía algo mareado. ¿Sería porque estaba aún en ayunas? Pero no tenía hambre. Siguió andando. Las personas con las que se cruzaba le parecían de pronto como poseedoras de una belleza insólita. Admiraba sus rostros con la turbia concupiscencia de sus más personales y herméticas introspecciones, con un respeto que parecía casi devoción. El viento movía las hojas de los árboles y estas iluminaban la calle con el reflejo titubeante de la luz del sol, a la vez tranquila y penetrante. Todo lo que le rodeaba parecía ofrecerle a su secreto el favor de la complicidad. De pronto tenía conciencia preclara de una nueva situación, incluso le parecía que estrenaba personalidad. Veía su vida actual como un cuadro en el que se abarcan los detalles al completo con una sola mirada.

Hacía tiempo, mucho tiempo, que no recordaba haberse sentido así, que las tormentas internas no le dejaban ver el sol. Porque últimamente no era capaz de apreciar aquellas cosas que de pequeño le proporcionaban alivio, como una música determinada, una buena película en la televisión, el olor de la comida caliente en la perola cuando su madre cocinaba, un vago sentido de la belleza ante algún elemento de la naturaleza, cualquier coyuntura que en los momentos más crípticos le hubiera apaciguado los ánimos. Y ahora, de pronto, sí, ahora la luz vibraba a través de las hojas de los árboles e iluminaba los edificios, los mismos árboles y los mismos edificios de siempre, pero con otra intensidad. Y las personas con las que se cruzaba eran de pronto más bellas. Y los colores más brillantes. Corrió hacia las afueras de la colonia. No quería que ningún conocido lo viera. No quería compartir aquellos momentos demasiado intensos, demasiado íntimos. Llegó frente a la estación del tren; caminó hasta la placita que se vislumbraba en la parte lateral. Hacía calor. El sol se le metía dentro de la cabeza. Se dejó caer en un banco de la calle, a la sombra de un árbol. Había dos policías hablando entre ellos a pocos metros. Miró hacia la puerta de la estación. La gente salía y entraba por ella, acarreando bolsas o maletas. Autos y taxis esperaban frente a la entrada principal. Algunos de ellos (los taxistas ilegales) huían nada más llegar, al advertir la presencia policial.

Ahí no lo conocía nadie. El sol arreciaba, el adoquinado parecía desprender humo de tanto calor. Volvió su mirada de nuevo hacia los policías. Le entró una cierta inquietud. ¿Había en su vida suficientes motivos para que le sobresaltara la presencia de dos policías? Bueno, alguna cosilla. Pero no estaba fichado. Que estuviera ahora medio echado sobre el banco no iba a levantar ninguna sospecha. De todos modos, nadie lo conocía en aquella parte de la ciudad, a nadie le importaba su estado de ánimo. Estiró las piernas. Recorría con la mirada los varios transeúntes que deambulaban acera arriba y acera abajo, o que cruzaban la calle: una pareja de viejos paseando y ayudándose mutuamente; tres niñas con diferentes peinados de coletas y el mismo uniforme de colegio, cogidas de la mano; un vendedor ambulante que le ofreció una colección de relojes, según él baratos y de marca. Volvió la mirada al otro lado de la calle. Una señora que le recordó a su madre regaba el patio de su casa, adornado con tres enanitos de jardín de pétrea expresión risueña; un montón de hojarasca retrocedía empujada por el chorro de agua que inundaba la acera. A Lucio le llegó el olor a tierra mojada a la vez que una sensación de paz con el entorno, nueva; por primera vez se sentía en comunión con lo que le rodeaba. Iba a consagrar esta jornada diferente a sus sueños, a aquellos que tenía ya olvidados. Desde que era un crío.