Tercera parte

I

—Gilbright & Brace, Agentes Inmobiliarios —dijo Willie Brace, devolviendo la carta a su socio—. ¿Qué estará tramando ella ahora?

Pero Theo no supo qué decirle. Había soportado muchas cosas de Angel en esos catorce años y había perdido ya su capacidad de asombro.

—¿Por qué nosotros? —preguntó Willie—. ¿Por qué no se lo ha pedido a Fortnum and Mason que le envían el caviar, o a Monsieur Worth, que le complace respecto a sus espantosos vestidos? Deben de ganar con ella tanto dinero como nosotros.

—¿Y a santo de qué venir a Londres? —quiso saber Theo, con aire infeliz—. La prefiero tranquila en el campo.

—¿Y quién no? Menos la gente que vive en el campo, desde luego.

—¿Por dónde empezamos?

Theo volvió a mirar la carta.

—Coge el sombrero y sal volando. Dice que tenemos que contestarle a vuelta de correo. Un sitio céntrico. Tú no la quieres cerca de St. John's Wood y yo no la quiero cerca de Chelsea. Me gusta la idea de Kensington Gore. Tendrías que encontrar algo espacioso y barato. ¡Que no sea caro! Estoy seguro de que el último cheque semestral que le mandamos era de tres mil libras.

—Dios mío, ¡espacioso y barato!

—Una vez que esté en Londres, puede ser que le guste y se quede para siempre. Entonces vendrá a exponernos sus quejas de viva voz en lugar de enviárnoslas por carta. Supongo que va a inaugurar un «salón». Preveo colas de peregrinos a través del parque. No, quizá algo más sibilino: consultas con el oráculo de Kensington Gore.

—Dice que viene a posar para su retrato —dijo Theo, mirando otra vez la carta.

Willie no pareció muy convencido. Siguió tarareando «Ángeles siempre radiantes y rubios». Lo llevaba haciendo desde hacía catorce años y Theo nunca lo había considerado divertido.

Nora había fallado a Angel en una cosa: no había conseguido que apareciera su hermano. Había sido ama de llaves, secretaria, señorita de compañía, y se había deleitado en la inmolación diaria y en ocupar un puesto en segundo plano. Su capacidad para la adoración y el servicio fue explotada a fondo: los sentimientos maternales que a veces la perturbaban servían para calmar las rabietas de Angel.

A Nora le resultaba difícil entender la obsesión por Esmé, por alguien a quien Angel había visto solamente durante una hora. Sabía que él era insólitamente guapo, más atractivo para las mujeres de lo que le convenía, que Angel parecía tratar únicamente a hombres de edad y que ciertamente ninguno era digno de ella, pero la perplejidad subsistía. Las largas conversaciones que sostenían sobre Esmé estaban teñidas de rencor y de los celos que Nora había sufrido desde que ambos eran niños y él recibía la mayor parte de los mimos. Cuanto más negro pintaba el cuadro, más encaprichada estaba Angel, y a veces, como una niña, pedía que le volviera a contar una historia concreta.

Esmé, desde lo de Italia, se mantenía esquivo. La casa que él y Nora habían compartido, la casa de sus padres, fue vendida. Estaba en el extranjero cuando la venta, concretamente en Francia, según le explicó a Nora el director del banco, pero se había mudado otra vez, acaso a Italia.

—Italia tiene atractivos fatales para él —confesó Nora a Angel, con cierta complacencia. Ansiaba que ella abandonase su inmutable interés por Esmé y que afrontara de una vez por todas su auténtica e irreductible naturaleza. Habían perseverado durante años en el fingimiento absurdo de que Angel sólo preguntaba por él por pura cortesía hacia su hermana y que escuchaba sus recuerdos familiares por la parte que a Nora le correspondía en ellos.

—Esta vez no me tendrá a mí para salvarle —dijo Nora.

Ojalá yo pudiera hacerlo, pensó Angel. Iría al fin del mundo. Cogería a aquella chica ruin por los hombros y la zarandearía hasta que gritase pidiendo clemencia. La palabra «Italia» despertaba en ella asociaciones violentas: pensaba solamente en mujeres calculadoras y rapaces, cuya belleza efímera pronto sería eclipsada por la obesidad, a la espera de tender una celada a hombres como Esmé, de cautivarlos, corruptas, sangrarlos despiadadamente y después rechazarlos.

Por último Lord Norley mencionó que Esmé estaba en Londres. Había alquilado un estudio en Chelsea; o lo haría tan pronto como su tío pudiese adelantarle algún dinero. Parecía dar por sentado que su aventura en Italia había sido olvidada. Nora no pudo descubrir si Lord Norley se plegaba o no a sus deseos.

—A no me pediría nunca ese dinero —dijo—. ¡Con las joyas de mamá, el único recuerdo que tenía de ella, expuestas en aquel escaparate de Florencia!

—Quizá las hayan vendido ya —aventuró Angel, distraídamente.

Estaba empezando a preocuparse. Dijo que había trabajado de firme y necesitaba un descanso, e incluso reconocía que Nora también había trabajado lo suyo. En momento oportuno llegó una tarjeta invitándola a una fiesta en el jardín del palacio de Buckingham, y escribió inmediatamente a sus editores, como les había escrito a lo largo de los años para todos los recados que no se tomaba la molestia de encargar a otra gente —libros de consulta, sedas para que sus mujeres recorrieran las tiendas exhibiendo la muestra, o tarros de miel Hymettus[3] de Soho—, para que le encontraran, para los meses de verano, un alojamiento amueblado, espacioso, bien ventilado y que no fuese caro, con un parque cerca para que Sultan hiciera ejercicio.

Hermione encontró el apartamento, como había encontrado siempre la tela exacta.

—Es parte de mi homenaje —dijo a Theo, y añadió—: Sé que no será perfecto, como tampoco lo era nunca la tela, aunque ajustara con toda exactitud. Las habitaciones no serán suficientemente suntuosas; Lulworth Gardens no es una dirección muy buena y la parcela de hierba que hay en medio demasiado sombreada o demasiado expuesta para Sultan. Dirá que el número siete trae mala suerte y notará al instante, como yo lo he notado, que al portero le huele el aliento a bebida y que la humedad se cuela por el empapelado que hay en lo alto de la escalera.

Pero Angel, en la trémula excitación por mudarse, no reparó en nada. Nora vio con alarma lo ilusionada que estaba, la emoción pueril que experimentaba al recorrer las habitaciones, examinando los muebles y haciendo planes.

—Hemos tenido muchísima suerte al encontrar algo en esta época del año —dijo.

A Nora no se le hubiera ocurrido ni en sueños decir que había sido Hermione quien les había conseguido el apartamento. Su asombro al oír a Angel decir que se consideraba afortunada sólo consiguió agravar sus aprensiones.

Los plátanos a la orilla de la acera y en los jardincillos del centro de la plaza estaban oscurecidos por sus hojas estivales. Desde las ventanas del salón del primer piso lo único que se veía eran sus ramas; impedían la irrupción del sol y teñían de verde todos los muebles dorados. Angel adoraba el aspecto destartalado de la habitación, sus colores pálidos y el descolorido papel de pared. El satén amarillo del respaldo de las sillas se había rajado y deshilachado, había que reponer el azogue en los espejos, los retratos estaban ennegrecidos y a menudo no se distinguían, pero ella los adoptó como antepasados suyos. La elegancia ajada era el elemento que no había logrado instaurar en Alderhurst, donde todo, si bien costoso y confortable, era nuevo.

—Siempre tengo la sensación —le había dicho una vez Hermione a Theo —de que las cosas todavía tendrán el precio marcado en una etiqueta. Me imagino que estoy en Harrods, fisgando sin excesiva curiosidad y preguntando continuamente: «¿Cuánto es?»

Desde la muerte de su madre, las fantasiosas invenciones de Angel acerca de su pasado se habían vuelto día a día más exorbitantes. No había nadie que la cohibiera o que le recordase la verdad. El día del entierro de la señora Deverell había tenido el penúltimo atisbo de la tía Lottie, que después de la ceremonia volvió a la casa para acusar a Angel durante un rato largo de no haber atendido a su madre y de mantenerla a ella, su hermana, en la ignorancia de su enfermedad: agregó unos cuantos comentarios sinceros sobre el carácter de su sobrina y luego se marchó.

Al principio, Nora había creído los embustes de Angel sobre su origen, sus primeros años, el misterio que rodeó su nacimiento, los indicios de sangre extranjera e incluso noble; esplendores antiguos, privaciones románticas. Luego llegaron mentiras aún más grandiosas que contradecían las primeras, y Nora, con el alma llena de amor y comprensión, vio las patrañas como una necesidad patética, un ingrediente del genio, una porción del mundo ficticio del que procedían las novelas. No podía permitirse el hecho de que Angel la decepcionara, y consiguió eludir la desilusión. Por ella había abandonado su hogar, su estilo de vida, su actividad poética. Se había atado a ella; la única amenaza era su propia autocrítica. Había aprendido a presentir las mentiras flagrantes antes de que fueran dichas, consiguiendo estar tensamente dispuesta a desviarlas, saliendo rápidamente de la habitación o prestando oídos sordos; o bien absorbiéndolas con comprensión y con su mentalidad de poetisa.

Lulworth Gardens abundaba en nuevos peligros, y algunas de las historias de Angel sobre sus antepasados recién adquiridos, pintados en un retrato, eran desastrosamente cómicas; tan vagas eran sus nociones históricas y tan prodigiosamente sensacionales sus ideas sobre la vida en el campo: un apuesto joven entre perros se disponía a disparar su arma contra su rival en un duelo; no contra unos faisanes entre el follaje otoñal; una dama con atuendo imperio había sido amante de Carlos II. Nadie se atrevía a poner en duda semejantes afirmaciones. No son una falsedad, se decía Nora; o, si lo son, lo mismo podría decirse de Romeo y Julieta y de Hamlet. Estaba segura de que Shakespeare no había limitado su inventiva a sus obras de teatro; desparramarla sobre la vida cotidiana era un signo de genio exuberante. Aquel verano Angel se mostró en verdad exuberante. Asistió a la fiesta en el Royal Garden vestida de satén violeta, plumas de avestruz y una piel de chinchilla teñida de púrpura sobre los hombros; llevaba el corpiño constelado de amatistas y toda la falda sembrada de orquídeas malva que se marchitaban velozmente. Interpretó como admirativas las miradas atónitas.

En cuanto finalizó la fiesta, se dedicó al verdadero asunto que la había llevado a Londres, y, cuando hubo averiguado por medio de Lord Norley el paradero de Esmé, emprendió su búsqueda. Fue una de las pocas excursiones a las que Nora no fue invitada a acompañarla. Pretextó que iba a ver los chales de noche que vendían en Reville; hizo tímidas alusiones al inminente cumpleaños de Nora y hubo insinuaciones de secretos y sorpresas. Para todo el mundo menos para Nora, Angel era más fastidiosa que nunca cuando pretendía ser maliciosa; su sonrisa resultaba monstruosamente traviesa; en conjunto era demasiado alta y flaca para tal conducta.

A Nora no la sorprendió verla salir a pie con Sultan. Le gustaba caminar por Londres, y muchas veces, las tardes soleadas, le pedía a Nora que la acompañase, en ocasiones hasta el Albert Memorial, que admiraba muchísimo, o a dar un paseo por los muelles. Sultan iba con ella a todas partes, incluso a la modista, donde una vez había levantado la pata por encima de un rollo de seda apoyado contra la pared y lo había echado a perder totalmente.

El trayecto hasta Chelsea era largo. Cuando, al cabo de una hora, Angel llegó a la calle donde vivía Esmé, la comieron con los ojos. Unos niños que bailaban alrededor de un organillo se apartaron al aparecer Sultan, que caminaba al lado de su dueña, jadeando y babeando. Era una tarde calurosa y sin sol; las aceras estaban arenosas y el polvo volaba desde el extremo de la calle por donde discurría el río. La calle estaba concurrida, ruidosa de niños, el estrépito del organillo y los gritos de un trapero. Desde el río llegaban las sirenas de las gabarras. Un chico introducía con pala cagajones de caballo en una carretilla, y, cuando se fue, las palomas volvieron y se posaron en medio de la calle. A medida que Angel se alejaba de los muelles, la larga calle se hacía más silenciosa; algunas casas eran ahora individuales, con tramos de escalera que daban acceso a porches macizos, y se alzaban en el centro de pequeños jardines con unos cuantos árboles. Cuando llegó hacia este extremo de la calle, reinaba el silencio; no había niños jugando en ella hasta que de pronto llegaron corriendo al ver un carro de riego. Saltaron a los bordes del surtidor arqueado y brincaron sobre el agua que empezó a entrecruzarse en las cunetas, circulando como un reguero envuelto en polvo hacia los desagües.

El súbito ruido de los niños indujo a Esmé a asomarse a una ventana, una de las dos más altas de la fachada de la casa. Empujó la hoja de guillotina hasta donde pudo, y Angel miró hacia arriba al oír el sonido. Él la vio de pie en la cancela abierta, con un pedazo de papel en la mano. El perro ya había entrado en el jardín y merodeaba por unos macizos de helechos. Esmé sabía que había sido visto y que era demasiado tarde para retirarse de la ventana, como instintivamente había querido hacer: los dos hicieron señales de reconocimiento, ella con un movimiento regio de su amplio sombrero y él levantando la mano a modo de tanteo e incluso, un poco, de apaciguamiento. Esmé apartó la mirada de la ventana y miró la habitación desordenada. No había tiempo de adecentarla; su casera ya estaba indicando a Angel el camino por la escalera, así que salió al rellano para recibirla. Oyó su voz ronca y su feo acento y los recordó muy bien desde su único encuentro. Sultan llegó el primero, rascando los peldaños cubiertos de linóleo; después apareció Angel en el descansillo y le sonrió; una sonrisa admirable, pensó él: no podía saber que se componía de alivio después de una larga espera, y de triunfo y de amor.

La primera impresión que del cuarto tuvo Angel fue deprimente, porque nunca había visto tanta sordidez. Ningún vecino de Volunteer Street habría dejado un periódico grasiento encima de la mesa. Había incluso unas patatas fritas secas. Le molestó que el sobrino de un Lord —como consideraba a Esmé— pudiera hacer eso. Él le acercó una silla junto a la ventana y se puso un chaleco de terciopelo sobre la camisa; a continuación, como un gesto adicional de hospitalidad y de cortesía, hizo una bola con el periódico arrugado y lo arrojó debajo de la mesa.

—La he reconocido al momento —dijo Esmé.

A ella le pareció que el comentario era extraordinariamente superfluo, y lo pasó por alto y llamó a Sultan para que dejara de olfatear el periódico en el suelo.

—Restos de mi almuerzo —explicó Esmé, con vergüenza. Hacía años que Angel no había comido pescado con patatas comprado en una tienda, y a veces había anhelado en secreto volver a probarlo, pero adoptó una expresión vaga de no haber comprendido lo que él había dicho.

—Algunos días, para variar, tengo albóndigas —añadió Esmé, tratando de animarla—. Dígame, ¿cómo está mi hermana?

—Nora está muy bien y muy contenta —dijo Angel, dando a entender que era mérito suyo—. Estamos pasando el verano en Londres.

—Oh, yo también —dijo Esmé.

—Una vez me dijo que me enseñaría sus pinturas. Desde entonces he oído decir tantas cosas de ellas a Nora y a la esposa de mi editor, que me gustaría verlas por mí misma. Usted me reprendió por haber donado aquel Watts al museo Norley, y quisiera saber si serviría de reparación hacer que cuelguen uno de los de usted a su lado.

—No lo harían —dijo Esmé.

La sonrisa de Angel fue lo bastante elocuente para informarle de que sí lo harían si ella así lo ordenaba.

—No le gustaría mi estilo.

Angel paseó la mirada por el cuarto. Había lienzos apilados contra la pared, y algunos cubiertos de telarañas que llegaban hasta el muro; el caballete estaba vacío; había unos pinceles en una jarra, y un plato que había sido utilizado como paleta ahora estaba atiborrado de colillas.

En una de sus novelas ella había descrito el estudio de un artista, una habitación con una gran luz al norte, una tarima, un diván tapizado de brocados y terciopelos; había maniquíes y accesorios costosos, muebles exóticos, alfombras de piel de leopardo, incienso quemándose y un profundo silencio. El cuarto de Esmé, con sus dos ventanas polvorientas, por las que entraban las voces de la calle, el linóleo rajado del suelo, constituyó para ella una conmoción que le estaba resultando difícil superar.

Él se acercó a los lienzos y se agachó sobre ellos sigilosamente; una araña grande salió corriendo mientras los movía. Levantó un par de cuadros y los examinó con sorpresa o lento reconocimiento. Murmuró y deambuló un rato por la habitación como si hubiese olvidado la presencia de Angel.

—Bueno, todo esto ha sido idea suya —dijo por fin, y giró el caballete hacia ella e instaló en él un lienzo.

Era el cuadro de un paso a nivel en un crepúsculo de invierno desdibujado y lluvioso. Vio la expresión consternada de Angel y luego la mirada cautelosa que le dirigió. Ella ocultaba su reacción hasta poder estar segura de que él no se estaba burlando de ella. Al principio no se le ocurrió ninguna otra razón de que él le hubiese enseñado el cuadro, de tan absolutamente feo que le pareció. La deprimió como si realmente estuviera esperando que aquellas barreras se abrieran, una tarde de llovizna de finales de noviembre. Entonces vio que Esmé también estaba contemplando la pintura sin la menor muestra de maldad o de repugnancia, y se preguntó qué podría decirle. Sin esperar sus comentarios, él cambió el paso a nivel por unas parcelas. Después de algunas otras, puso una tela brillante de cielo y azul mar, paredes blancas sombreadas de violeta, flores rojas. En el preciso momento en que ella, por fin, podía lanzar una exclamación de placer, él quitó el lienzo del caballete y dijo, con impaciencia:

—Italia. No puedo pintar en Italia. Demasiado color.

Al oír el nombre odiado, ella dijo, temblorosa:

—Un asunto demasiado banal para su talento. Le prefiero a usted en Inglaterra.

—Oh, me alegro infinito. No me hubiera imaginado que le gustaran mis colores insulsos, como los llamaba Nora. A poca gente le gustan.

—A mí sí —dijo Angel, con firmeza—. El paso a nivel es mi preferido.

—Y también el mío. Se lo he enseñado el primero para crear una buena impresión.

—Me gustaría comprarlo, si está en venta.

Esmé pareció considerar esta propuesta, que nunca se había presentado antes. Ella le observaba, repasando sus facciones como si fuera a aprendérselas de memoria, rectificando los fallos en que había incurrido su memoria y deteniéndose triunfalmente en los detalles que había recordado con exactitud. Parecía más viejo; tenía la cara más abultada debajo de los ojos y alrededor de la boca: las huellas del sufrimiento, pensó ella, no del desenfreno, como las hubiera interpretado Nora. La delicadeza y la soltura de Esmé, el aire frágil que le prestaba su cabello demasiado largo, llegaron al corazón de Angel tan desesperadamente como en el primer encuentro.

Esmé examinó el cuadro.

—Sí, me parece que está en venta —dijo, dubitativamente.

No estaba preparado para que ella le preguntara el precio, y le preocupaba enormemente pedir demasiado o demasiado poco cuando ella se lo preguntara.

—¿Qué me dice de trescientas libras? —preguntó Angel, teniendo en mente el cuadro de Watts.

Él había estado dudando si atreverse a pedir veinte libras, y no pudo ocultar su estupefacción.

—Enmarcado, por supuesto —dijo ella suavemente, al ver su expresión.

Él receló de la situación. Apenas ver a Angel había sabido que tenía que conservar la calma y no comprometerse; había resuelto ser agradable mientras ella estuviese allí, deshacerse de ella lo antes posible y luego buscar otro alojamiento. Tenía la certeza de que su visita no le presagiaba nada bueno, y, si ella no estaba actuando como espía de su tío, habría venido como emisaria de Nora, con tediosos recordatorios de una deuda de dinero. La oferta de Angel desbarató su suavidad de maneras y trastornó sus planes; la admiró por su estrategia, pero desconfió de ella más profundamente aún. No iba a dejarse comprar ni atrapar.

—Puede quedárselo por doscientas cincuenta, en atención a su amabilidad con Nora —dijo con tono despreocupado, cuidando de darle la espalda mientras lo decía—. Pero me gustaría que esto quedara entre nous, por supuesto.

Lo cual era cierto, pero no lo que implicaba.

Ella le había trastornado en tal medida, que empezó a considerar la posibilidad de que ella realmente supiera algo de pintura, y que quizás hubiese en la suya más de lo que otras personas habían podido descubrir. Dio un paso atrás para contemplar el paso a nivel, tratando de cogerse desprevenido a sí mismo, pero no pudo. Dijo:

—Me alegro de que no le haya gustado el italiano.

—Hay algo en Italia que saca a flote, supongo, la vulgaridad que todos poseemos en algún grado —dijo ella, altaneramente, y él se preguntó si Nora le habría contado el enorme cúmulo de vulgaridad que había descubierto en él, y decidió que sí se lo había contado todo.

—En realidad, el solo nombre de Italia despierta en mí asociaciones desgraciadas —añadió Angel, verazmente—. Los pensamientos más infelices... procuro no hablar de ese país.

No sólo estaba buscando protegerse del dolor de los celos, sino que sagazmente había adivinado que erradicar Italia de sus conversaciones sería también muy conveniente para Esmé y le daría confianza en la relación mutua.

—¿Qué honorarios cobra por pintar un retrato? —preguntó, en cuanto vio que la cara de Esmé expresaba alivio. No sabe ocultar muy bien sus sentimientos, pensó.

—No hago retratos.

—Quería que me hiciese el mío.

Esta vez él consiguió ocultar lo que sentía; su expresión de triste aflicción fue totalmente fingida.

—Es un género distinto —dijo—. Si alguna vez lo intentase, no sería a expensas suyas. No quisiera que el mundo me despreciara por haber emborronado sus rasgos.

—Algunos podrían creer que emborronados están mejor —dijo ella, juguetonamente.

Esmé la miró gravemente y se preguntó si no había una monstruosa autoridad de composición y de color en la figura que ella formaba sentada contra la ventana, erguida, con el perro a sus pies y el contraste del animal rojizo y el traje de color rapé, el pelo negro peinado hacia fuera para sostener el sombrero de ala, una mano larga y blanca al descubierto, sin guantes, cargada de anillos.

La casera llamó a la puerta. A fin de averiguar lo que ocurría, no había tenido más remedio que subir dos tazas de té.

—Hace tanto calor hoy —dijo—. Había puesto la tetera para mí. ¿Tendrá sed el perrito?

—Puede compartir mi té —dijo Angel, despidiendo a la mujer con la mirada. Quería a Esmé para ella sola y sin interrupciones.

—Tiene usted bonitos ojos —dijo él, contemplándola mientras sorbía el té. Ella se agachó en el acto, puso el platillo en el suelo y lo llenó para el perro. Una vez hecho esto, pareció extraviada. Seguía ruborizada por efecto del cumplido, y él pensó que no podía haber recibido muchos en su vida. Esmé estaba bastante conmovido, y por primera vez sintió que ejercía cierto poder sobre ella.

Antes de marcharse Angel, ya se habían puesto de acuerdo sobre las sesiones de pose. Ella se había mostrado ansiosa de empezarlas al día siguiente mismo, pero Esmé tenía que cobrar el cheque y comprar lienzos antes de empezar.

—¿Entonces vendrá mañana a Lulworth Gardens para ver a Nora e inspeccionar mi vestuario para elegir lo que llevaré en el retrato?

—Quiero que pose con ese vestido y el perro apoyado contra él.

—¿También va a pintar a Sultan? —preguntó ella, excitada. La idea le agradaba, aunque le decepcionase la de posar con aquel vestido tan poco vistoso. Se había imaginado ataviada con uno de sus trajes de noche muy escotados o con encaje blanco hasta el cuello, o incluso con lo que confusamente consideraba una «toga griega»; pero advirtió en Esmé ciertas terquedades y, tras haber obtenido ya un par de victorias, decidió aguardar el momento oportuno para la cuestión de los vestidos.

Se estaba haciendo tarde y se levantó y tiró del perro para levantarle. Tenía una enorme provisión de tesoros que rememorar en el largo trayecto de regreso, y sintió el temor supersticioso de estar recibiendo demasiadas mercedes en muy poco tiempo.

Cuando se hubo marchado Angel, Esmé pudo examinar el cheque que ella había dejado encima de la mesa. Lo había extendido por un importe de trescientas libras. Echó otra ojeada al cuadro del paso a nivel y después se lo puso debajo del brazo, bajó corriendo las escaleras y salió a la calle fresca y mojada rumbo al comercio del enmarcador.

La casera subió a recoger las tazas y paseó la mirada por la habitación. Impulsado por el viento, el cheque había caído al suelo, y ella lo recogió y lo examinó con atónito interés.

Nora y Esmé volvieron a verse sin entusiasmo por ninguna de las partes. Ella se sentía segura con la protección de Angel: por lo menos, mientras ésta estuviera allí no podría hablarse de Italia y por tanto no se mencionaría la deserción de Esmé, el dinero que debía o las joyas vendidas. Como había sido advertida por Angel, Nora solamente podía ser concisa y sarcástica de un modo general.

—¿Eres realmente Esmé? Me había olvidado totalmente de tu aspecto. Y ninguno de nosotros es más joven, supongo.

Él la miró de soslayo y asintió. Casi se atrevió a decir que el bigote grisáceo de Nora le infundía un aire militar, un aire más distinguido: su sonrisa íntima ante el pensamiento que había omitido pronunciar disgustó a Nora igualmente.

—Me parece que en todos estos años nadie te ha zurcido la ropa —agregó ella. Cuando Angel hizo un movimiento inquieto, como para interumpirla, Nora dijo—: Si me das esa chaqueta y la señorita Deverell te permite estar en mangas de camisa, te remendaré el bolsillo ahora mismo.

Confió en haberle humillado al obligarle a entregar la chaqueta y mostrar una camisa arrugada, con los sobacos manchados; luego salió precipitadamente de la habitación, convencida de que dejaba a Esmé expuesto al desdén de Angel.

Pero Angel sólo era capaz de ternura, que, en mucho mayor medida que la adoración y el culto, puede ser mucho más tolerante: puede asimilar la desilusión y la progresiva revelación de fragilidad sin emponzoñarse o decrecer por ello. Él intuyó que había empezado con buen pie con ella. Angel había aparecido proféticamente en un momento de extenuación por su parte. Muy a menudo había tomado la iniciativa en la vida sin tener reservas que respaldasen sus actos; estaba siempre arrepintiéndose de correrías absurdas que nunca debería haber emprendido. Las emociones que había despertado en otras personas no eran apacibles; la adoración se convertía en desprecio, el deseo se tornaba en cólera celosa. Su vida había sido entorpecida por su belleza y las aventuras que ésta le había permitido. Todas ellas le habían salido caras en cuanto a dinero y en cuanto a fortaleza, y estaban empezando a gastar la belleza misma. Al despertar en ocasiones a la hora de reflujo e impotencia del alba, sentía miedo de lo que estaba haciendo con su vida y de adonde le estaba llevando; mi propia vida, pensaba. Rechazaba el temor, se daba media vuelta y aguardaba el sueño. Cuando la luz ya era intensa y el día había llegado por fin, recuperaba su carácter despreocupado y alegre. Pero desde su regreso a Londres había comenzado a sufrir también durante el día aquel humor depresivo. Al final de la tarde el horror se cernía sobre él, estuviera donde estuviese y siempre que se hallaba solo. Anhelaba distraerse.

La tarde de la visita de Angel se había asomado ansiosamente a la ventana al oír que los niños bajaban gritando por la calle; podía ser algo que presenciar, un ladrón en fuga, una procesión, una pelea de perros. Angel, al alzar la mirada y verle en la ventana, no podía saber cuán oportuna era su llegada. Aburrido de escarceos sexuales, comenzaba a deleitarse en una experiencia totalmente nueva: un interés por la personalidad. Nunca había encontrado misteriosas a las mujeres, sino monótona y patentemente rapaces. Cuando estuvo con Angel se vio obligado a adivinar; un misterio conducía a otro; ella estaba interminablemente envuelta en ellos. Empezaba a hacerse preguntas sobre ella cuando Angel no estaba, y le sorprendió descubrirse haciéndolas. El «ojos que no ven, corazón que no siente» había sido en su caso una queja ordinaria de otras mujeres que había conocido. Descubrió que sus especulaciones sobre Angel eran un modo agradable de pasar el tiempo. Apenas tenía un solo amigo en el mundo, pues con harta frecuencia se había visto forzado a borrar sus huellas, a emprender nuevos comienzos; huir de una mujer entrañaba huir de su círculo; incluso cuando podría haberlo hecho, no se había tomado la molestia de conservar amistades.

Y gracias a Angel había vuelto a pintar. Ella le había recordado la pintura, ya que su inercia había llegado al extremo de olvidarla; la había olvidado y no se preocupaba, excepto en las madrugadas en que se acordaba de que era la mejor parte de su vida.

Nora se mostró incrédula cuando se enteró de que él iba a pintar el retrato de Angel.

—No sabe pintar nada, y menos sacar un parecido, y no digamos un parecido de ti. Te retratará gris y deforme, como todo lo que hace. Oh, no te hará justicia, mi queridísima Angelica. Me avergonzaré del cuadro. Y yo que siempre he querido que te hicieran un retrato. Hasta creo que fui yo quien te dio la idea. Pero había pensado en Orpen, quizás, o en Sargent. Nunca, ni en sueños, pensé en Esmé. ¡E incluir a Sultan...! Nunca posará quieto, no es la clase de perro que se pueda retratar. Tendría que ser un perro faldero o uno de esos galgos blancos. Sultan, aunque sea un encanto, no pega con un traje de noche.

—No voy a posar con un traje de noche.

—Pues la gente siempre se los pone para un retrato. Mira, fíjate, así es Esmé, empezando como piensa hacerlo, insistiendo en ser distinto de los demás. Esa actitud siempre ha sido totalmente desastrosa.

—Tu hermano y yo estamos de acuerdo al respecto.

No se decidía a llamarle por su nombre.

Esmé se había salido con la suya en lo referente al vestido de color rapé. Para Angel, el vestido quedó asociado con placeres temerosos y tensión nerviosa, y empezaba a temblar cuando se lo ponía.

—Tiene que ayudarme a descubrir cómo hacerlo —dijo Esmé al instalarla en la silla junto a la ventana y ponerle la mano contra la falda. Cuando él la tocó, a ella el corazón le dio un vuelco.

Estaban solos en la habitación, si se exceptúa a Sultan, que deambulaba por ella desdeñosamente. El pensamiento de Esmé estaba enteramente concentrado en Angel; durante una hora él le pertenecía. Ella jamás se había permitido albergar la esperanza de semejante placer.

—Ahora sus ojos... ¡así!

Le puso la punta de un dedo debajo de la barbilla y ladeó la cara de Angel hacia él. Una maravillosa nariz huesuda, pensó. Podré sacar partido de esto.

—Hermosos ojos —comentó, como había dicho la primera vez. Entonces recordó que el cumplido había sido demasiado para ella, y se apartó rápidamente para que Angel pudiese ocultar su turbación.

Le había pedido prestado a la casera un tablero de repostería, clavó con alfileres un papel encima y se sentó para hacer unos bosquejos.

—Puede hablar si lo desea —le dijo a Angel, pero por una vez a ella no se le ocurría nada que decir.

Tenía los labios apretados y los ojos suplicantes, fijos en él. Escuchó el raspado débil, metálico, del carboncillo sobre el papel, anheló ver lo que él estaba dibujando, respiró fuerte para superar la zozobra. Él murmuraba a veces una observación intrascendente, se la lanzaba a Angel, como un medio de comunicarse con ella o de interrumpir el largo silencio. Con los ojos entornados miraba fijamente sus facciones, parecía devorarlas; y sin embargo no veía a Angel. Ella le ofrecía galantemente el rostro, le sostenía la mirada todo el tiempo que podía, estaba como ausente, y en cierto modo ofendida; porque, ¿cómo podía él mirarla y al mismo tiempo mostrar tan monstruosa indiferencia?

Esmé balanceaba la cabeza como al compás de una música que ella no percibía: soñadora, hipnóticamente. Angel estaba exhausta y tenía ganas de chillar o llorar. En el preciso momento en que no aguantaba más, él despertó de su sueño, su semblante cambió, la miró de un modo totalmente distinto, a ella de nuevo, y sonrió. Luego colocó el tablero contra una pared para que ella no pudiese ver el dibujo, y sacó una botella de madeira de un armario. Llenó una copa de vino mellada, se la tendió a Angel y él se sirvió en una taza de té. La taza era blanca y tenía inscrita una hoja de trébol dorada, y a ella le recordó el cuarto de estar encima de la tienda en Volunteer Street.

El amor la había conquistado y ahora era también accesible a otras emociones a las que antaño había sido inmune. La compasión brotó del recuerdo que tuvo de su antiguo hogar: la rechazó furiosamente, porque todavía poseía una realidad que otros lugares de aquellos tiempos no tenían. Experimentó un momento de piedad por su madre, vislumbró cuánto más real debía de haber sido el hogar para ella, que había vivido más tiempo allí y lo había abandonado a una edad más tardía. Qué imperfectamente debía de haberla preparado para la vida en Alderhurst. Angel comprendió que aquello debía de haber carecido de sustancia: al final ella había perdido la intensidad con que se aplicaba a la tarea.

Se movió inquieta, como para huir de tales pensamientos. El vino se aposentó delicadamente en ella, con el más tenue calor. Quiero el amor solamente, pensó; no las demás intrusiones.

El amor y el vino la transfiguraron. Él quería pintarla como ella era ahora: sin mirarla con desconfianza, como había hecho, sino radiante, incierta, sumida en pensamientos, alguno de los cuales él adivinaba que eran turbadores.

—He leído un libro suyo —dijo Esmé, como si fuese algo bastante descabellado.

Ella parpadeó, sobresaltada por lo que él había dicho. Siempre suponía que todo el mundo había leído todos sus libros y los conocía casi de memoria, que pensaban en ellos incesantemente y esperaban impacientemente la aparición del próximo.

—Me lo prestó mi casera. Lo terminé de una sentada.

Ella bebió el vino.

De manera que sólo le conmocionan los piropos sobre su aspecto, pensó.

—Se titulaba Aspasia.

Ella admitió que era el título de una de sus novelas.

Él trajo la botella de vino para rellenarle el vaso y, al acercarse a ella mientras lo servía, dijo:

—Creo que el secreto de su poder sobre la gente radica en que se comunica con usted misma, no con sus lectores.

Luego se alejó.

Ella meditó la frase, bebió un sorbo de vino, frunció el ceño y dirigió a Esmé una mirada de asombro. Se preguntó cómo habría adivinado él la verdad de aquellas experiencias semejantes a un trance, el acto de voluntad por el que se proyectaba en otro mundo del que retornaba, llegado el momento, físicamente estremecida. Los lectores no existían mientras duraba esa fiebre.

—Sí, es cierto —confesó.

A él la novela, con su confusión de deidades griegas y romanas, su lenguaje rimbombante y su extravagancia, le había parecido sumamente tediosa, y sólo se había aventurado a leerla por curiosidad; pero parte de la incandescencia con que había sido compuesta le admiró en sus páginas; pudo entender que cautivara a lectores menos sofisticados, no obstante la crítica de todas las inexactitudes e improbabilidades.

—¿Usted sufre escribiendo? —preguntó, y luego se arrepintió de haberlo hecho, temió una descripción del alma debatiéndose en los afanes de la creación; pensó que no podría soportarlo.

Ella se tocó el pecho.

—Aquí —dijo—. La indigestión más horrorosa. Creo que respiro mal cuando estoy escribiendo, contengo el aliento y lo expulso a boqueadas. Me siento agarrotada. Y cuando me levanto el dolor empieza... Todo va bien si consigo eructar. ¿Por qué se ríe?

—Usted me sorprende y me encanta —dijo él—. Se me ocurren un montón de preguntas. Quiero saber más y más antes de comenzar a pintar. Por ejemplo, ¿qué fue primero en usted: las novelas o la soledad?

Ella no respondió.

—Me cuenta cosas sobre usted, su infancia, su juventud... pero no encajan. Sencillamente no logro ensamblarlas. Falta algo. ¿Cómo voy a pintarla si no sé lo que es? Por ejemplo, ¿qué ocurrió en Italia?

—No he estado nunca.

—¿Qué ocurrió entonces referente a Italia? ¿Fue un amor? Supongo que sí. Es lo que siempre nos hace desdichados.

—Sufrí celos —dijo ella y, cuando desvió la mirada, Esmé vio que su garganta se movía al tragar saliva.

El retrato avanzaba, lo mismo que la inquietud de Nora. Su cumpleaños, después de todas las insinuaciones y sugerencias de Angel, había sido completamente olvidado. La fecha llegó y pasó sin una palabra que la distinguiera de cualquier otra, y se fue a la cama temprano, profundamente dolida. Ahora había en su vida muchas cosas dolorosas: Esmé había sido cruel; Angel lo era más, pero con ella Nora sentía más exquisitamente los dolores del martirio. Rumió sus padecimientos con una santa aceptación de los mismos, añadió todos los nuevos a la larga lista y se preguntó si alguna vez habría habido una mujer tan desdichada. No tenía más arma de desquite que la muerte, posibilidad que aparecía continuamente en sus pensamientos y en sus sueños. «Si yo muriera, ella lo lamentaría», o: «Se daría cuenta de lo mucho que hago por ella, de lo que la protejo.» Aquella vida convenía a su carácter devoto y en ningún momento pensaba en dejar a Angel, a menos que fuese para morir. Donaba su tiempo de buen grado, pero no olvidaba que lo había donado. Recordaba que había sacrificado su poesía, sin acordarse de que su inventiva ya se había agotado cuando había hecho el sacrificio ni de que no siempre estaba atendiendo a Angel o a los criados: había largas horas en las que Angel estaba escribiendo y en las que a Nora le resultaba difícil no estar totalmente ociosa.

En Lulworth Gardens, no obstante, Angel no escribió una palabra. Empezó a disfrutar de su fama y de su éxito, iba a fiestas o las organizaba, conoció a gran número de gente y gastó gran cantidad de dinero. En las reuniones concurridas se la reconocía fácilmente por razón de su aire autoritario y sus ropajes absurdos. En las pequeñas cenas estaba insulsa y dominante. Si, por un momento, no era el centro de la atención, se impacientaba, gritaba e interrumpía. «Angelica Deverell estuvo aquí el otro día», gustaba de decir alguna gente, pero no la invitaban dos veces. Aquel verano, sin embargo, hubo invitaciones suficientes para llenarle los días, aunque no los de Nora. En el campo, Nora acompañaba a Angel a todas partes: en Londres, Angel la dejaba en casa. No hacía nada para que estuviera alegre, la mantenía en un segundo plano. Cuando no podía evitarlo, la presentaba a la gente con un tono de amabilidad exagerada: «Y ésta es mi queridísima amiga, la señorita Howe-Nevinson.» Su manera de decirlo sugería que Nora era su acompañante de pago y ella una patrona de lo más generosa e indulgente. «Somos como hermanas», añadía a veces. Eran las mismas palabras que en una ocasión había dicho la tía Lottie al hablar de su señora, pero Angel no lo recordaba.

Esmé trabajaba de firme, no sólo en el retrato, sino en uno de sus interiores de tabernas londinenses. Volvió a enamorarse de aquellos bares oscuros, con sus helechos y sus vasos con dibujos, mesas con tablero de mármol y sombrereros inmensos. Cuando mostraba a Angel lo que había hecho, ella tan pronto le elogiaba como rechazaba el cuadro. Todavía no le había enseñado el retrato, pero ella ensayaba la fórmula de gratitud con que intentaría sofocar su indignación.

—Usted es mi único aliado y apoyo —le dijo Esmé, convirtiendo en fructífera la duplicidad de Angel.

Un buen día ella fue hasta Chelsea para una sesión de pose y él no estaba.

—No me ha dicho nada —dijo la casera.

—Esperaré —dijo Angel.

Esperó una hora y después mandó a un niño a buscar un taxi y volvió a Lulworth Gardens. Esmé se había ido a Goodwood y se había olvidado por completo de ella.

—Quedamos en que usted vendría el viernes —dijo, cuando ella se presentó el siguiente día.

Los dos sabían que él estaba mintiendo.

—Entonces me equivoqué —dijo Angel.

En la hora que había pasado sola en el estudio, había examinado el retrato inacabado, yendo al caballete una y otra vez para mirarlo, pero sin salir de su estupor. Había pinceladas de color oscuro, pliegues de ropajes, su mano enguantada; pero su cara era un espacio en blanco; se intensificó la sensación que siempre tenía de no estar presente cuando él la estaba pintando.

Nora pasaba los días ansiando el retorno al campo. Esmé constituía nuevamente una amenaza para ella: se lo imaginaba huyendo con Angel por su dinero o huyendo de Angel y dejando que Nora sufriese las consecuencias. Se sentía desposeída y sola en Londres; ya no era la confidente única y la compañía constante, y sabía que, ocurriera lo que ocurriese entre Angel y su hermano, no le reportaría ningún beneficio.

Esmé había perdido dinero en Goodwood y había topado con un grupo de personas de su vida pasada que le habían desairado. Al despertar temprano a la mañana siguiente se había consolado pensando en Angel y, mágicamente tranquilizado, había conseguido volver a dormirse.

Nora comentaba ahora todos los días que la estación había concluido; siempre podía mencionar a alguien que se había marchado a Escocia, Cowes o Baden Baden, y apremiaba a Angel para que diese la grandiosa fiesta de la que hablaba tan a menudo para poder luego volver a Alderhurst. Pero Angel pretextaba que aún quedaban asuntos que atender. No escribía nada y las únicas cosas que ocupaban su tiempo eran las sesiones para su retrato y las visitas a su modista; estaba gastando un dineral en ropa. Willie Brace se había equivocado al decir que siempre les estaría persiguiendo con sus quejas. Fue a verles una vez, hacia el final de su estancia en Londres, con la extraordinaria petición de que a su próximo libro, que iban a publicarle en el otoño, habría que añadirle un frontispicio y varias láminas en color pintadas por Esmé.

«Así que por fin ha sucedido», pensó Theo, y se preguntó cómo podría denegar la sugerencia.

—Londres ha congeniado con usted —dijo.

Ella llevaba un sombrero sumamente extravagante, con una pluma de húsar. Elevaba de tal manera su estatura, que el efecto era abrumador y él no veía modo de denegar su demanda. No pudo hacerlo. Realmente no utilizó el método correcto al señalarle todas las demás ocasiones en que el criterio de Angel había sido erróneo. Se puso especialmente furiosa cuando él mencionó su novela con seudónimo, la trampa en la que no había caído ninguno de los críticos. El plan había fracasado, tal como Theo se lo había advertido. El sarcasmo fue tan acre como antes. «Si esto no lo ha escrito Angelica Deverell —había comentado un articulista— entonces debería velar por sus laureles. He aquí un autor que puede superarla en confusiones y absurdidades.»

—El secreto circuló antes que el libro —había dicho Angel, acusadoramente. Repitió lo mismo ahora.

Era imposible meterle algo en la cabeza, decidió Theo. Ojalá ella tuviera un agente con quien él pudiera hablar de asuntos prácticos. Ante la sola mención de los gastos, ella montaba en cólera y le preguntaba si no era la autora de mayores ventas que había tenido, e insinuaba que había otros editores en Londres, incluso al otro lado de aquella misma plaza. «No a cien millas de aquí», habría dicho la tía Lottie. Antes de marcharse Angel, Theo le había prometido entrevistarse con Esmé para hablar a propósito de las ilustraciones.

—Nora le escribirá a Hermione para invitarles a mi fiesta de despedida —dijo Angel, y le dejó con dos sucesos que temer en lugar de uno.

El retrato estaba terminado y Angel había expresado su gratitud. Sultan estaba representado de modo tan realista que ella temía estarlo también. Mientras se vestía, se entretenía en examinarse la cara en los tres espejos unidos para reflejar su perfil, y a veces captaba una extraña e insospechada mirada y se preguntaba en todo momento si ella era lo que Esmé veía. El retrato carecía de exuberancia y él la había pintado con su ropa más oscura contra un fondo banal: la ventana vacía a la espalda de Angel y la pared desnuda acentuaban la impresión de soledad. Él se había visto tentado de garabatear un título en el margen en blanco del lienzo: «Estudio de un confinamiento solitario.» Los ojos de Angel y los del perro miraban lúgubremente fuera del cuadro; los de Sultan apagados, los de ella reflexivos. Uno o dos críticos, mucho después, habrían de notarlo, pero por entonces el público consideró que el retrato era monótono y sin tacto, y se preguntó por qué Esmé no había tenido la agudeza de modificar el arco de la nariz y la excéntrica indumentaria de la modelo y corregir su ligero astigmatismo, y aunque ella no disimulase su palidez, él, sobre el lienzo, podría haberlo hecho. Nora fue abiertamente despectiva; nadie más se atrevió a decir palabra; de este primer retrato no salió ningún otro encargo.

Angel, al principio sorprendida, pronto se acostumbró, a fuerza de mirarlo, a ver sólo lo que quería, y en especial la delgadez de su mano desnuda con su anillo de esmeralda. Todos los días contemplaba largo tiempo este detalle. Uno de los antepasados inferiores fue descolgado de la pared para que la pintura de Esmé ocupara su puesto; por algún motivo que ella se negaba a declarar, hizo que colgaran un paño de seda que tapaba totalmente el retrato.

—¿Es Cuaresma? —preguntó Esmé cuando lo vio, y su hermana le hizo callar precipitadamente.

Los planes para la fiesta de despedida devolvieron la felicidad a Nora. Tenía muchas cosas que hacer y la certeza de que cuando las hubiese hecho regresarían a Alderhurst, donde habría para ella aún más cosas que hacer. Las invitaciones habían ido expendiéndose durante semanas, en tandas de decreciente optimismo, empezando por duques y acabando más tarde con baronets y títulos de nobleza extranjeros. Haber estado bajo el mismo techo que Angel en un momento u otro, ya fuese en el otro extremo de una larga mesa o en un rincón alejado de una sala de baile, bastaba para tener derecho a una invitación; pero al parecer Nora había estado en lo cierto: Londres estaba vacío; los duques se habían ido al Norte para la caza del urogallo, las marquesas habían desaparecido rumbo a Biarritz; una condesa hasta se había reunido con sus hijos en Frinton antes que prolongar su estancia en la capital desierta; no quedaba nadie en ella. Esmé complicó la situación leyendo la lista de invitados antes de que las invitaciones fueran cursadas y tachando un nombre tras otro. «No le invite», y: «Borre de la lista a ésta... o a mí, como quiera», era lo único que decía.

—¿Por qué has instalado tu nido en Londres si te has peleado con tanta gente?

Al final hubo que invitar a actrices, a cantantes de ópera y a un par de viejos hombres de letras; no se invitó a ningún crítico.

Esa noche, los ojos penetrantes de Hermione no se perdieron detalle. Angel había ordenado que se montara un cenador en un hueco situado en lo alto de la escalera, y allí, entre hortensias en macetas, esperó para recibir a sus invitados, mientras Nora se colocaba un poco más atrás y con un vestido más oscuro. El de Angel era de color lila y con tan generoso escote delantero que las costillas superiores asomaban en hileras.

—¡Espléndido! —dijo Esmé, y para disgusto de Nora acercó a sus labios la punta de los dedos de Angel.

Al presenciar esto, Theo se escabulló detrás de un biombo de pámpanos. Más tarde, en el curso de la velada, cuando el champagne les volvió displicentes, él y Esmé entablaron conversación.

—Su idea sobre las ilustraciones... —empezó Esmé— Lo lamento muchísimo, créame, pero no es mi estilo.

—Descuide —dijo Theo, agradecido—. No era más que una idea.

—Muy amable.

—¿Dónde está su retrato de la señorita Deverell?

—Bien puede usted preguntarle. Colgado en el comedor y cubierto con una cortina. ¿Por qué colgarlo, en definitiva, si le desagrada tanto?

Pronto iba a descubrir por qué. Después de haber tocado un cuarteto de cuerda, sin que nadie, siguiendo el ejemplo de Angel, se hubiera propuesto escucharlo, se abrieron las puertas dobles que daban al comedor. Una cena fría, mitigada con zarzaparrilla, estaba expuesta en una larga mesa: una cabeza de jabalí, salmón, diversos platos de langosta aguardaban junto con gambas bigotudas, timbales y galantinas enmascarados con salsas y mayonesas o cubiertos a medias de gelatina.

—¡Qué delicioso! —exclamaron los viejos hombres de letras, avanzando hacia la mesa como habían aprendido a hacer en muchas recepciones literarias. Entonces Esmé vio que Theo se encaminaba hacia él con expresión de enfado y preocupación.

—Tiene que impedírselo —le dijo en voz baja—. Me ha asaltado una horrible sospecha por algo que le he oído decir a su hermana... ¿Cómo puede haberle alentado? ¿Lo sabía usted? Supongo que sí.

—¿Si sabía qué?

—Que va a destapar su retrato... aquí, delante de todo el mundo.

—¡Cielo santo!

Esmé miró a su espalda en busca de una escapatoria, no en dirección de Angel, adonde Theo quería que fuera.

—Tiene que impedir semejante cosa.

—No puedo llegar donde ella.

—Mueva la cabeza.

—¡Si no está mirando!

La música de Strauss decayó significativamente: hubo un silencio expectante y los literatos levantaron los ojos del muestrario de comida con visible irritación e interrogantes respecto a lo que iba a ocurrir. Angel, sonriente y feliz, encaró a los presentes, esperando a que se hiciera un absoluto silencio. Por detrás de un biombo de palmeras en maceta, Esmé y Theo se deslizaron fuera de la sala; bajaron un trecho de escalera hasta donde no podían verles y se sentaron el uno al lado del otro, tapándose con las manos los oídos. Cuando oyeron que la música sonaba otra vez, levantaron la cabeza y se miraron.

—No es «Dios salve al rey» —dijo Esmé.

Se había producido un murmullo embarazoso, alguien había empezado a aplaudir, pero se había detenido.

—¿Qué demonios ha dicho? Espero que nadie me lo explique nunca. Tendré que decirle unas palabras a Nora. Por nada del mundo volvería a entrar en esa sala.

—Yo tendré que entrar, y Hermione me contará lo ocurrido con pelos y señales —dijo Theo—. No se habrá perdido ni una pizca.

—Se sabrá en todo Londres. Verá, mi hermana está enamorada de ella; ha subordinado su juicio al amor.

—Le tiene mucho afecto, ya lo sé...

—Está enamorada de ella —insistió Esmé. Los dos habían bebido demasiado champagne—. Enamorada, enamorada —repitió.

—Cuanto antes vuelva al campo, tanto mejor.

—Sí —dijo Esmé, dubitativo. De repente sintió que su indignación se disipaba.

—Ojalá mi cariño por ella me suspendiera a el juicio —dijo Theo.

—Y ojalá el mío también.

—Tendré que volver con Hermione. Le diré que me he separado de ella en el tumulto y que la he estado buscando por todas partes.

—Yo diré que me ha pillado desprevenido.

Esmé se levantó, bajó cautelosamente las escaleras y salió por la puerta principal.

Hermione apenas había perdido de vista a Theo. Estaba tomando cucharadas de consomé en gelatina y meditando su informe de la velada para Willie y Elspeth Brace. La comida fría empezaba a mitigar el bochorno. Los invitados ajenos al círculo de Angel estaban encantados con la fiesta. Los literatos cenaron para varias semanas.

—Delicioso —repetían sin cesar, y nadie pudo averiguar a qué se referían.

—¿Ha ido todo bien? —preguntó Angel a Theo—. La gente parece contenta.

Ella le había estado buscando y él había mantenido los ojos en el plato como si de este modo se volviera invisible.

—De maravilla —dijo débilmente. Me refiero a la sopa, se dijo, aunque se había gelatinizado demasiado, pensó, y estaba viscosa. La comida suculenta no siempre estaba en su punto, decidió.

—¿Y qué opina del retrato?

—Hay demasiada gente para que vaya a verlo. Se lo diré más tarde.

—¿Sabe dónde está Esmé?

—Me ha parecido un poco indispuesto. Creo que se ha ido a casa.

Pensó, viendo la expresión de angustia de Angel: «Y espero que no se haya ido para siempre.»

Si Esmé no estaba presente, su fiesta era un fracaso. «¡Oh, que termine!», imploró. Estaba sempiternamente invocando a un poder desconocido; no Dios, sino un vago enemigo, el que desbarataba sus planes y la frustraba a cada paso. «¡Que todos se vayan a casa!», ordenó al antagonista. «¡Qué todo esto se acabe!»

Regresaron a Alderhurst sin haber vuelto a ver a Esmé. Encontraron el jardín lleno de varas de oro, margaritas de San Miguel y telarañas. Nora se consagró feliz a las tareas domésticas y Angel erraba con Sultan por los matorrales o exploraba las veredas nuevas que se internaban cada vez más en los bosques y sotos. El verano, con su exquisito sentido de expectación, se había ido, y la expectación también había concluido. Le vencía la melancolía, le atormentaba su ansia de una palabra tierna. Esmé no había contestado a ninguna de sus cartas; se preguntaba si se habría ido otra vez al extranjero. A veces soñaba con él; los sueños poseían un aire de realidad que perduraba todo el día: la envolvían; pero luego su inverosimilitud la paralizaba, sin que pudiese trabajar ni concentrarse en nada de lo que Nora decía.

Luego Sultan contrajo moquillo y murió, y Angel estuvo descontrolada por la pena. Unos días después Esmé recibió una carta distraída, en un papel con ribete negro, rogándole que fuera a consolarla, que se quedara unos días y la ayudara a olvidar su pérdida. Él no había respondido a sus anteriores cartas, en parte porque era demasiado perezoso y en parte porque su conducta en la fiesta había sido tan extraña, tan amenazadora, que no tenía ganas de volver a ver a Angel. Pero esta carta sorprendente le conmovió. Olvidó que la había considerado vana, loca, estrafalaria, y empezó, por el contrario, a evocarla tierna y suplicante.

Él no había querido entrometerse en su vida familiar, y, fuera de Londres, Angel y Nora estaban asimismo fuera de su pensamiento: no obstante, acabó escribiendo una carta de pésame (porque ella le había asegurado que nadie más que él podía entenderla plenamente) y prometiendo que iría a visitarlas. Llevaba semanas fingiendo, ante una joven insistente, que de viernes a lunes solía estar en el campo, y esta vez podría ser cierto.

Angel pareció superar su aflicción de inmediato. Esmé había temido su desánimo sin saber que su carta le había puesto término. Ella le recibió en la estación, en un cabriolé que se había apresurado a comprar con objeto de llevarle de paseo por los caminos rurales, y lo suficientemente pequeño como para que no hubiera sitio para que Nora les acompañase. Su felicidad cuando traqueteaban de regreso a Alderhurst estaba teñida de triunfo.

Nora acogió a Esmé con reserva, pero había obedecido las instrucciones de Angel respecto a la comida, que era excelente, abundante y adecuada a los gustos masculinos: había una faldilla de cordero, costillas de carne de vaca, un jamón de York con salsa Cumberland y una terrina de urogallo. Después de las comidas en restaurantes o los revueltos de hígado y las patatas fritas que transportaba a su cuarto, a Esmé le deleitaba toda aquella novedad y le entristecía, como se había pretendido, la idea del bienestar perdido de la vida doméstica.

La casa era confortable, aunque hacia el domingo había empezado a parecerle claustrofóbica; sentía el tedio del huésped de fin de semana, indefenso, sin poder huir, sitiado por extrañas campanas de iglesia; inquieto, cebado y fatigado por el exceso de conversación. Si le dejaban solo un momento, se dormía.

La noche del sábado cenaron en la casa unos vecinos: un profesor de griego que escuchó gravemente las descripciones que Angel hizo de la Atenas del siglo V, dos mujeres poco agraciadas que criaban perros, y un clérigo que parecía haber sido invitado exclusivamente para que la anfitriona le demoliera en el curso de un debate. Después de cenar fueron conducidos a los matorrales para ver la tumba de Sultan. Las criadoras de perros creían tener exactamente el remedio para que Angel olvidara su pérdida.

—No para sustituir a Sultan, ni siquiera para intentarlo —dijo una de ellas, con tacto—. Simplemente para que tenga otra cosa en que pensar. Es lo único que se puede hacer. Llegará a quererle por sí mismo.

—¿Qué es? —preguntó Esmé.

—Un San Bernardo precioso.

—Esos perros que llevan el coñac —comentó Esmé soñadoramente.

—Nunca le podré querer como a Sultan —dijo Angel.

—Pues claro que no, claro que no.

Las dos mujeres asintieron, persuadidas, presintiendo que el cheque estaba casi en sus manos.

La tarde siguiente Angel y Esmé partieron en el cabriolé para ir a ver al San Bernardo. El cheque cambió de manos y el perro fue subido al carruaje, desde donde lanzó miradas tristes en torno; con la cabeza caída, parecía abatido; suspiró y guiñó sus ojos sanguinolentos. Su nombre, Zar, fue grabado en una chapa metálica sobre su grueso collar, tachonado de clavos.

—Le mandaremos el pedigree —prometió una de las vendedoras—. Se lo enviaremos por correo.

—No, por favor —dijo Angel—. Amo a los animales por sí mismos. Esos pedazos de papel no significan nada para mí.

—¡Cielos, qué casa! —dijo Esmé cuando se alejaban—. ¡Ese olor asfixiante de los chuchos! Y todos los cojines cubiertos de pelos.

—No me he fijado —dijo Angel.

Era un atardecer cargado y tormentoso; el cielo parecía coagulado, con nubes sueltas y acuosas que desfilaban por debajo del sol. Angel siguió guiando, alejándose de Alderhurst. Tenía mal sentido de la orientación, pero creía recordar que habían vuelto por aquel camino la noche en que Theo la llevó en el automóvil, y finalmente lo comprobó. Delante de ellos había un letrero y el camino empinado que bajaba hasta Paradise House. Desde la carretera veían el valle al otro lado de las copas de los árboles. Tiró de las riendas y salió de la carretera en ángulo agudo para iniciar el descenso.

Espero que no haya más visitas, pensó Esmé, y no pudo evitar un bostezo. El perro levantó la cabezota y le miró sin curiosidad.

—Fíjese, ya se siente a sus anchas —dijo Angel—. ¿Quién es el perro más bonito del mundo, eh? ¿Quién es mi preciosidad? Oh, maldición, hay un carro parado en medio del camino.

—¿Tenemos que apearnos aquí? —preguntó Esmé, y bostezó una y otra vez hasta que los ojos se le humedecieron.

Angel, en vez de contestarle, hizo gestos con la fusta a un viejo que descargaba leña del carro en el jardín de su casa rural.

—Haga el favor de quitar su carro —gritó quejumbrosamente.

—No hay espacio aquí —dijo el viejo, subiendo por el camino hacia ella—. Tendría que llevarlo hasta abajo y girar allí.

—Entonces tenga la amabilidad de llevarlo y girar. Queremos pasar.

—Pero, señora, ahí abajo no hay nada... sólo Paradise House, y está deshabitada y llena de maleza.

Angel sacudió las riendas con impaciencia, mirando fijamente hacia delante, hasta que el viejo volvió hasta su carro, murmujeando y escupiendo, y empezó a guiar a su caballo por el camino.

—¿Tenemos que ir por aquí? —volvió a preguntar Esmé, y esta vez ella asintió.

En la curva del camino pudieron adelantar al carro y Esmé, al pasar, gritó «gracias» al viejo.

—Una hermosa cara anciana —comentó.

—No me he fijado —dijo Angel.

Cuando descendían por la pendiente hacia el valle, las ramas obstruían la luz, y la vegetación era más tupida; grandes helechos orillaban la vereda cubierta de surcos y hierbas, y había hojas de un tamaño que ella nunca había visto. Atravesaron un túnel de follaje oscuro y por fin llegaron a una entrada. Ya no había puerta, sino dos postes, coronados por un ciervo tallado en piedra. El sendero era musgoso y el pony resbalaba sobre pedernales duros que habían emergido a la superficie como aletas de tiburones. Ramas de abetos crujían y entrechocaban al viento: había un olor denso y resinoso y una conmoción continua de grajos en el aire.

—Todo esto parece bastante misterioso —dijo Esmé, y alzó los hombros y se estremeció. Misterioso, dijo su eco.

Luego los árboles se separaban y entraron en un espacio de adoquines delante de unos establos. Habían penetrado por una entrada trasera y el verdadero camino de acceso se extendía ante ellos, una corta alameda de tilos cuyas hojas pálidas habían empezado a caer sobre las matas de hierba. La casa se alzaba sobre un ligero promontorio: una fachada gris, de estilo italiano, con una balaustrada rota. La piedra que había encima de dos de las ventanas estaba ennegrecida como por un incendio, y algunos de los cristales polvorientos mostraban estrellas de vidrio roto.

—¿No llegaremos muy tarde a cenar? —preguntó Esmé, mientras ella se apeaba del cabriolé, arrastrando a Zar por la correa.

—He querido ver esta casa desde que era una niña.

—¿Pero por qué?

Esmé la siguió hacia la entrada. El pony mordisqueaba la hierba donde le habían dejado: se oía el sonido apacible de cuero que cruje y bocado que resuena.

—Un pariente mío me contaba cosas de ella —dijo Angel, encabezando la marcha—. De niña siempre estaba intentando imaginármela.

¡Pero qué distinta era de sus sueños y de la casa que había descrito en su primera novela! El color ceniciento de la piedra representó un gran sobresalto para ella. Estaba toda construida al revés, y no era lo bastante grande ni lo bastante decorada, y no había pavos reales. En la terraza se había volcado una jardinera y en la tierra derramada habían arraigado zuzón y bursapastoris. En un semicírculo detrás de la casa los bosques altos se estaban tornando amarillentos. Había ráfagas de lluvia en el aire y pronto anochecería. Esmé pensó con desconsuelo en su cena; al día siguiente regresaría a Londres y la buena pitanza se habría acabado. Resultaba deprimente la idea de volver a Chelsea, a la comida compuesta de sobras y el cuarto solitario. Tendría que empezar a trabajar de firme para ganar algún dinero, pues el que le había pagado Angel se había evaporado. Podía contar historias espeluznantes de su inverosímil mala suerte, de dinerales perdidos en las carreras por media cabeza, de sus desastrosas indecisiones, o de las informaciones de las que nunca hubiera debido hacer caso. Pero no tenía oyentes para tales historias. Sabía que no debía en absoluto contárselas a Angel, y no parecía haber nadie más. «Tú y tus eternos caballos», le decía siempre la chica del estanco, acariciándole el pelo como si fuera un niño. Ah, sí, pensó, está esa chica. Y nuevos métodos evasivos que aprender, o bien dejar el barrio definitivamente.

Las ventanas de abajo tenían cerrados los postigos, pero él pudo fisgar el vestíbulo a través del buzón. Era, hasta donde pudo vislumbrar, hexagonal, con paredes blancas revestidas de madera y algunos nichos vacíos.

—Para jarrones Ming, podría ser —le dijo a Angel.

—Déjeme ver.

Él se hizo a un lado para que ella pudiese mirar a través del buzón.

—¡Esos nichos! —dijo Esmé—. Podría ser encantador.

Una de las ventanas laterales no tenía postigos y alcanzaron a ver la habitación entera, con los recuadros oblongos donde habían colgado cuadros en las paredes amarillentas. La chimenea estaba tallada en madera de frutal plateada, en un alto relieve con rosas y cintas. Había una parrilla enmohecida en la que yacía un pájaro muerto.

La trasera de la casa tenía una vegetación más frondosa que la parte delantera, y los senderos de ladrillo y los patios estaban musgosos y plateados por las huellas de postas. Un limpiabarros enorme se elevaba encima de un macizo de ortigas en la puerta de la cocina. El San Bernardo parecía totalmente impávido, ajeno a aquel entorno, manteniéndose cerca de Angel y obedeciendo todo lo que le decía.

—Se siente ya como en casa —dijo ella.

—Pero si todavía no ha estado en casa —dijo Esmé.

—Quiero decir aquí —respondió Angel.

Alguien había forzado la cerradura del invernadero; pudieron empujar la puerta y entrar.

Las largas repisas estaban llenas de tiestos, con los vestigios muertos de plantas unidas por una red de telarañas en las que moscas y polillas estaban enredadas para siempre. Un golpe de lluvia azotó el cristal y se oyó el sonido distante de un trueno.

—¿Estará bien el pony? —preguntó Esmé.

—Imaginé esto, el invernadero, exactamente como es —dijo triunfalmente Angel.

—¿Con todos estos esqueletos de plantas?

—No, no; pero orientado así y en este extremo de la casa.

—Debe de llevar vacía largo tiempo.

—Acabaron arruinados y tuvieron que irse. Luego hubo un incendio. Nadie supo cómo; quizás un vagabundo que allanó la propiedad. El fuego arrasó dos habitaciones.

—¿Quién compraría esto? —preguntó él—. Tan escondido, en terreno bajo y sobrevolado de árboles; y tan costoso de mantener también.

Angel caminó hasta el fondo del invernadero y probó una puerta, pero estaba cerrada con llave.

—Yo —contestó.

Esmé se quedó tan sorprendido que no le contestó.

Ella había encontrado una cosa viva entre los tiestos, un gran cactus que asombrosamente había sobrevivido, gordo y vejigoso; daba la impresión de que podía seguir alimentándose de su propia suculencia durante años. Pellizcó con curiosidad su pulpa carnosa. Luego sonrió y dijo:

—Es exactamente como un sueño. Cuando yo era niña, inventaba historias sobre la vida en esta casa. La gente decía que eran mentiras, porque yo a veces olvidaba lo que era real y decía en voz alta cosas que mejor hubiera hecho en reservar para mis sueños; pero simplemente estaba intuyendo la verdad. Pero ahora me parece increíble que vaya a ocurrir. Nada me detendrá.

—¡Pero hay tantas cosas que hacer...! Reparaciones y reconstrucciones. Ni siquiera ha estado dentro. Podría resultar una concha hueca.

—Sí, podría ser —asintió ella plácidamente. Y añadió—: Nadie más quiere esta finca, pero eso no disminuye mi placer. Cuando yo era niña, fui una vez a una fiesta infantil y había un enorme árbol de Navidad que llegaba hasta el techo; hoy ya no parecen tan grandes. Estaba cubierto de regalos y después del té iban a entregarlos. Cerca de la punta había un abanico, uno de esos redondos y de madera, quizá japonés. Era negro, con una escena de montaña pintada con una pintura de aspecto bastante escarchado. Durante todo el té no probé bocado, de pura impaciencia. Pensaba en cómo asegurarme de que me tocara el abanico. Luego nos sentamos en corro en el suelo y sacamos de un sombrero papelitos numerados. Había diecinueve niños y yo saqué el número diecinueve, así que me tocaba elegir la última. Puede imaginarse mi desesperación. La primera niña escogió una caja de pinturas, pero eso no alentó mis esperanzas. Había muchas cosas sin atractivo en el árbol, como pañuelos, monederos y bolsas de caramelos. La tortura de la elección seguía y los niños escogían otras cosas y yo me sentía cada vez más desesperada...

—No lo soporto —murmuró Esmé.

—...y cuando les tocó a los dos que iban por delante de mi turno, apenas podía respirar y no sabía cómo podría aguantar la pérdida después de haber estado tan cerca. La niña que estaba antes que yo se acercó al árbol y yo cerré los ojos. «Número diecinueve», gritaron. El abanico seguía en su sitio. Nunca olvidaré aquel momento. Fui y lo cogí, y al volver con él una niña que estaba a mi lado susurró: «¡Mala suerte! Ni siquiera es nuevo.» Pero yo estaba en el séptimo cielo. Y ahora también lo estoy respecto a esta casa. Sé que la tendré. Ahora soy más mayor y con más dinero, y controlo mejor las cosas, sin sufrir toda aquella tensión nerviosa.

Esmé había estado estudiando su cara mientras ella hablaba. Pensó: «Ojalá escribiera cosas así en vez de todos esos disparates insinceros.»

—¿Qué fue del abanico? —preguntó.

—No recuerdo.

—Mire, yo he obtenido a veces lo que quería y no ha sido lo más conveniente para mí, como sin duda le ha contado Nora.

—Supongo que una mujer sabe ser más resuelta, menos ofuscada por el amor.

—Yo no entiendo de amor. En mi caso parece una palabra caritativa.

—Pero toda esa huida constante —dijo ella, audazmente—. ¿Nunca ha querido tener una mujer y un hogar propios?

—A diferencia de usted, no me atrevo a especular sobre cosas improbables. Ya sabe que no tengo dinero.

—Pues otras personas con muy poco dinero parece que se casan.

—Quizá yo soy demasiado orgulloso.

—Tiene que aprender a ganar dinero con su pintura, como yo hago con mi pluma.

—Nadie más que usted cree en mi pintura. Ni yo mismo tengo fe en ella.

—Entonces yo la tendré por los dos.

Fuera estaba oscureciendo; en aquella luz tenue y acuosa apenas podía ver la cara de Esmé. Este no intentaba mirar la de ella, sino que, inclinado sombríamente sobre el San Bernardo, le acariciaba las orejas. De repente pareció malhumorado y abatido. Luego levantó la cabeza y, cuando habló, su voz había conseguido reunir un nuevo calor.

—Ha sido una historia emocionante. Espero que siempre consiga todo lo que quiera. Esta casa y...

Se interrumpió, como si se preguntase qué otra cosa podía desear ella en el mundo.

Ella le volvió la espalda para examinar de nuevo el cactus, temiendo ella misma que la casa, como otro juguete infantil, hubiese de ser el tope de su buena suerte. Cuando Esmé lo vio, se acercó a ella, le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo hacia él.

—¡Dígamelo!

—Me consuelo con cosas materiales —dijo Angel, con voz apagada y sus dedos largos apretados contra la frente, tapándose los ojos. Esmé sabía que ella estaba a punto de arriesgarlo todo y decir lo que él ahora no necesitaba decir.

—¿Qué otras cosas quiere usted? —preguntó suavemente.

—Amor.

La palabra salió con tono tan ansioso, que por primera vez el San Bernardo pareció sorprendido.

—Ya tiene amor —dijo Esmé—. Pero quizá lo tiene donde no desea verlo. Y un amor así tiene que ser siempre inútil para usted. Pero si le consuela saberlo, no obstante, es muy cierto.

—No comprendo.

Parecía confusa y se recostó contra el banco.

—Quiero decir que la amo —dijo él tranquilamente—. Puede guardarse la certeza, si le apetece y significa algo para usted.

No tenía intención de decírselo, pero me han dicho que a las mujeres les gusta la idea del amor imposible; cuanto más imposible más alegre, quizá. Un pequeño trofeo para usted, algo que colgar en su pulsera... ¡como esto!

Se quitó su sortija de sello, la besó y la colocó en el dedo de Angel.

—Cuando sea una anciana puede enseñárselo a sus nietos y decir: «Esto era de Esmé... ¿o era de Tom, de Dick o de Harry?» No importa, todo quedará olvidado, menos que yo le declaré mi amor cuando no me proponía hacerlo, y que obtuvo este triunfo... pobre como era comparado con los otros.

Ella puso una palma encima de la otra, con la sortija segura entre ellas, y no supo qué decir. Quería aferrarse a algunas de sus palabras antes de que se desvanecieran, pero ya se alejaban volando. El relámpago, cuando bañó el invernadero, alumbró con su fogonazo algo brillante en la mano de Esmé. El trueno estalló encima como un rumor de astillas.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Angel.

—¡Mire! He inscrito nuestras iniciales en el cactus, con la poca luz que hay. A. y E. Es para conmemorar un acontecimiento.

Cerró con un chasquido la hoja de su navaja y la dejó caer en su bolsillo.

—¡Ese pobre pony! —dijo.

Era la primera vez en su vida que Angel se había olvidado de un animal. Cuando cayó la lluvia, repiqueteando y bailando sobre el techo de cristal, ella se alegró de que tuvieran que quedarse allí más tiempo. Él tenía la mano puesta encima de la puerta y estaba atisbando la oscuridad reinante fuera, a la espera de que pasara la tormenta. Cuando empezó a amainar, ella dijo, a su manera nerviosa y áspera:

—No le he dado las gracias. Por el anillo, digo, y por lo que me ha dicho. Lo único que puedo decirle es que también le amo y que le he amado durante años y que le amaré siempre.

Cuando él se volvió hacia ella, Angel no pudo observar la expresión de sorpresa en su cara porque ya había oscurecido totalmente.