a Sergio Escalera

La primera fue regalo del azar. Una culpa no buscada, impredecible y natural como los aguaceros. Emilio Trueba, el mejor amigo de Guillermo dentro y fuera de la universidad, lo citó en un café de chinos para presentarle a su nueva conquista: «Una chavita preciosa de Psicología». El plan era conversar un rato, pasear por las calles del centro y luego ir a ver una obra de Harold Pinter en el teatro Reforma. Fanático de la puntualidad, Guillermo llegó adelantado a la cita. No fue el único: tras la puerta vidriera del café, una trigueña deslumbradora leía en solitaria concentración. Era tan linda que le tuvo miedo y antes de entrar hizo una pausa de timidez en un estanquillo. ¿A quién le temía? ¿A ella o a sí mismo? A los dos quizá, pero más al bochorno de quedarse temblando en la banqueta como un terrorista indeciso.

Entró al fin, aguijoneado por el ridículo. Su tartamuda presentación halagó a la muchacha, que había estudiado suficiente psicología para interpretar su nerviosismo como un homenaje. Se llamaba Clara, tenía profundas ojeras de lectora voraz o de amante incansable, no usaba sostén y una mano brasileña de la buena suerte saltaba entre sus pechos pecosos cuando se reía sin ganas, pero con prometedora indulgencia, de los forzados chistes que Guillermo le asestó al ver el título de su libro, ideal para bromear a costa del amigo ausente:

—¿Personalidad y neurosis? Ahora me explico por qué andas con Emilio. Quieres analizar un caso clínico, ¿verdad? Pues con él tienes material de sobra para ocho tesis. De pronto se le va el avión y pone los ojos en blanco, como si cayera en trance. ¿Nunca te lo ha hecho?

Clara negó con la cabeza.

—Es que contigo se finge cuerdo, pero un día de estos te va a dar la sorpresa. Y pobre de ti si le gritas o lo zarandeas cuando está en su viaje, porque se pone furioso.

Llegó el café con leche que había pedido. Embrujado por el azul casi negro de los ojos de Clara, le puso cuatro cucharadas de azúcar.

—Se me hace que el pirado eres tú. —Clara le quitó la azucarera tomándolo por la muñeca—. Te va a saber a rayos la porquería esa.

Carcajada de ambos, ahora sí franca y liberadora. Con los espasmos de risa, la mano de Clara se quedó como al descuido sobre la suya. Fue un contacto accidental, pero bastó para que Guillermo ardiera. Ya tenía celos retrospectivos, ya pensaba que la lealtad era una despreciable virtud canina, cuando Emilio irrumpió en el café y aplastó su naciente ilusión saludando a Clara con un beso en la boca.

El recorrido por el centro puso el temple de sus nervios a prueba. Clara y Emilio exteriorizaban demasiado su felicidad. Eran dos tórtolos de comedia musical, juguetones y cursis hasta el empalago. En la plaza de Santo Domingo compraron un raspado y se lo comieron al mismo tiempo en una escaramuza de lenguas traviesas. Clara metía su mano en la bolsa trasera del pantalón de Emilio y él apretaba su menuda cintura (traía una blusa de algodón que le dejaba el ombligo al aire) como elevándose mutuamente a la categoría de trofeos. ¿Para eso lo había invitado Emilio? ¿Para contar dinero delante de un pobre? Toda la tarde hizo un triste papel de patiño erótico, sin saber hacia dónde voltear para no parecer indiscreto, y cuando quiso impresionar a Clara en la iglesia del Carmen, describiéndole su estilo arquitectónico, las palomas de la fachada se cagaron en su cultura.

En el Volkswagen de Emilio, camino al teatro, todavía tuvo que soportar besuqueos y trueques de almíbar en cada semáforo. Su incomodidad no cesó hasta que se apagaron las luces y empezó la función. Si de todos modos iba a ser espectador, prefería el drama del escenario al meloso videoclip de sus amigos. La obra se llamaba Traición y el tema era bastante manido —un triángulo amoroso— pero con la rareza de que la intriga retrocedía en lugar de avanzar. Aunque los cambios de tiempo eran desconcertantes, y aunque Ofelia Medina lo encandilaba con su belleza, Guillermo estuvo atento a la obra casi media hora. Ni un minuto más, porque de pronto Clara, que tenía calor y se abanicaba el pecho con el programa de mano, empezó a rasparle la pantorrilla con la punta de su tacón izquierdo. Al principio creyó que se trataba de un tic nervioso y retiró la pierna con enfado porque no podía soportar, deseándola tanto, la limosna de un roce involuntario. Pero Clara estaba consciente de lo que hacía y no cejó en el pedestre asedio, llegando al extremo de quitarse el zapato para incursionar pantalón adentro con su pequeño y cínico pie.

Al terminar la función, cuando Emilio fue a pagar el estacionamiento, hicieron cita para el día siguiente en casa de Clara. Pasaron el mejor domingo de sus vidas, amándose hasta ver constelaciones a ras de suelo. El lunes Guillermo encontró a Emilio en la facultad y no le pudo sostener la mirada. La culpa se había aposentado en su alma. Era como una desnudez superpuesta a la ropa. Lo acompañó a tomar un refresco en la cafetería, viendo dedos acusadores por todas partes, y cuando Emilio le pidió una opinión sobre su novia, contestó —indiferente— que le había caído bien y era bonita de cara, pero demasiado flaca para su gusto.

El triángulo duró más de quince días. Junto con la paz de conciencia, Guillermo perdió el sueño y el apetito. Clara dividía su tiempo entre los dos, a veces viéndolos el mismo día, y cuando Emilio llegaba de sorpresa al departamento, lo mandaba a esconderse en el cuarto de la azotea. En el colmo de la ingenuidad, su amigo insistía en que volvieran a salir los tres juntos: «Anímate, hombre, si quieres le digo a Clara que te presente a una amiga. No quiero ser el típico mamón que deja de ver a los cuates por una novia». El engaño condimentaba sus noches de ladrón furtivo, pero en las pausas del deseo, cuando Clara se adormecía reclinada en su hombro, la excitación canalla se convertía en dolor, en la condena de un riguroso juez invisible. Avergonzado, recordaba los momentos más emotivos de su amistad con Emilio desde que lo conoció en el primer semestre de Ingeniería. No estaba traicionando a un imbécil cualquiera: estaba traicionando a un hermano.

Urgido de amar a Clara sobre una base de honestidad la obligó a jugar con las cartas abiertas: «O le dices la verdad o se la digo yo aunque me parta la madre. Somos unos cabrones. No tiene sentido engañarlo así». Más tarde admitiría que su conducta no fue muy honesta ni muy valiente: estaba seguro de haber desbancado a Emilio —de lo contrario no hubiera corrido riesgos— y encima dejó a Clara con el paquete de la confesión. Pero cuando ella le contó cómo había reaccionado Emilio al saber la verdad (una sonrisa displicente, de futbolista enviado a las regaderas, y el afectuoso parabién «ojalá seas feliz con ese pendejo») se sintió castigado y un poco menos culpable. Había obtenido el desprecio, la bofetada moral que necesitaba para dormir sin pastillas.

Se casaron dos años después, con fuerte respaldo económico de sus familias, que pusieron la boda como requisito para financiarles un viaje de estudios a Europa. Guillermo hizo una maestría en la Universidad de Bolonia, Clara se especializó en la terapia del niño autista, terminados los cursos vivieron un año en París, cuidando niños por las noches para solventar sus gastos, y al volver —casi treintones— a México tenían la mente más abierta, el carácter mejor templado, sin haber perdido el vigor de la juventud. Guillermo trabajó dos años para una inmobiliaria. Entre sus comisiones y las obras que le encargaban clientes particulares, juntó capital suficiente para lanzarse a poner una constructora en sociedad con dos colegas —Benito Ampudia y Martín Lavalle— que no tenían grúas ni camiones de carga, pero sí una red extraordinaria de relaciones en el gobierno.

Clara no se cruzó de brazos viéndolo progresar. Aunque llegó a México embarazada y apenas aliviada del parto reincidió en la maternidad, tradujo libros de psicología para no alejarse de su profesión y más tarde se puso en contacto con una vieja maestra —la doctora Bambi Rivera— que le dio trabajo en su prestigiosa clínica de Polanco. Teniendo una mujer como Clara, Guillermo se consideraba fuera de peligro en materia de tedio conyugal. Por si no bastara con su inteligencia práctica, a los seis años de casados seguía siendo una amante febril y desinhibida. Gracias a Dios se acostaba con una mujer, no con una mamá. Había pasado ya la época de sus locuras juveniles: los atracones de mariguana, las escapadas a Puerto Escondido, las crudas afrodisiacas en que solo salían de la cama para comer. Ya no eran gloriosamente irresponsables, pero tampoco estaban enfermos de sensatez. Aficionado a las metáforas urbanistas, Guillermo comparaba su relación de pareja con el emplazamiento de su casa en las faldas del Ajusco, donde la contaminación se dispersaba con las ráfagas de viento que bajaban del cerro. A ellos les pasaba lo mismo: su vitalidad los protegía contra el nubarrón químico de la costumbre.

Abajo, en la ciudad color de rata, el humo y la rutina asfixiaban a millones de seres domesticados, envilecidos, uniformes en el fracaso. Ellos eran de otro tipo sanguíneo. Tenían algo de animales salvajes, quizá porque se habían llevado una víctima entre los dientes cuando el instinto les ordenó atropellarlo todo. Un amigo había salido perdiendo, pero Guillermo se preguntaba qué habría sucedido si no lo hubieran lastimado en el momento oportuno. ¿Tres infelicidades en vez de una? Ese modo de pensar lo había reconciliado consigo mismo. Emilio ya no pesaba en su vida. Era un fantasma jubilado de quien solo conservaba una superstición: aborrecía las caricias al aire libre y ni siquiera borracho besaba en público a Clara.

Sus hijas ya iban a la escuela y su negocio empezaba a consolidarse cuando tuvo una colisión aparentemente inofensiva, pero de fatales consecuencias para su paz interior. Ocurrió en el restorán Les Champs Elysées, en una comida de relaciones públicas. Su empresa, Dimensión 2000, participaba en un concurso para construir el Centro de Convenciones de Huatulco, y era casi obligatorio atender como príncipes a los funcionarios de Turismo encargados de dar el fallo. Guillermo no sabía cómo tratar a los burócratas engreídos. Detestaba su falsa cordialidad, encubridora de una prepotencia enfermiza, y dejó que sus socios llevaran la conversación mientras él fingía concentrarse en su plato de caracoles. A la segunda botella de vino los funcionarios empezaron a entrar en confianza:

—Lo que ustedes no saben —dijo un calvo de nariz ganchuda, subdirector de algo— es que nosotros cobramos una cuota por estudiar los proyectos.

Hubo un silencio incómodo. Los compañeros del calvo se aflojaron las corbatas, como reprochándole que ventaneara tan pronto su disposición al cohecho. Benito Ampudia intervino con una pregunta ingenua:

—¿Solo por estudiarlos?

—Bueno, la cuota es baja —explicó el jefe del calvo indiscreto—, no llega ni a cien mil dólares y la pedimos únicamente para saber si la firma tiene solvencia económica. Lo fuerte es el porcentaje por aprobar el proyecto, pero eso ya lo discutiremos más adelante. De momento solo nos comprometemos a estudiar lo que nos presenten.

Guillermo tuvo ganas de clavarle el tenedor en la panza. ¡Cien mil dólares por un pinche estudio preliminar! Necesitaba serenarse o echaría a perder el esfuerzo diplomático de sus socios. Dijo compermiso y se levantó de la mesa con la intención de remojarse la cara en el baño. Pero en el vestíbulo tropezó de frente y sin escapatoria posible, con una pareja que venía entrando al restorán: Emilio Trueba, con traje sport de banquero neoyorquino, del brazo de una pelirroja que parecía modelo de Vogue.

—¡Hermano, qué milagro! —exclamó Emilio.

Tras un momento de vacilación, Guillermo se resignó a saludarlo, primero con desconfianza, luego efusivamente al ver que su viejo amigo le tendía los brazos en señal de que no le guardaba rencor.

—Déjenme presentarlos. Ella es María Elena, mi esposa, él es Memo, el amigo de la universidad que me bajó la novia —festejó su chiste con una carcajada limpia y sin dobleces—. ¿Todavía sigues con Clara?

—Vamos a cumplir siete años de casados. —Guillermo volvió a sentirse desnudo con todo y ropa, como la última vez que lo vio.

—Ya ves cómo sí era tu tipo. Las parejas que yo uno son para toda la vida.

¿Bromeaba para ocultar su resentimiento? Más bien parecía un veterano de guerra mostrando la cicatriz de una vieja batalla, no como reproche al adversario, sino para firmar un armisticio con espíritu deportivo Había sufrido quizá en el pasado pero estaba tan repuesto del golpe que ahora podía reírse de todo. Y en cuanto a una hipotética envidia, iba tan bien acompañado que Guillermo se la tuvo a él: María Elena era un trofeo de caza mayor. Emilio le propuso que se tomara un trago con ellos, invitación que rechazó por no poder zafarse de los funcionarios turísticos. Intercambiaron tarjetas, volvieron a darse un abrazo y quedaron de hablarse «para salir un día de estos» con sus mujeres.

—Pero no al teatro —remachó Emilio— porque ya sé cómo te las gastas, cabrón.

La salida se pospuso indefinidamente porque Guillermo no respondió a sus llamadas. El encuentro le dejó un amargo sabor de boca. Se había equivocado creyendo que perder a Clara debía ser una tragedia para cualquiera. Emilio no era un cadáver despechado que se arrastraba por los tugurios de la colonia Doctores pidiendo canciones de José Alfredo. Eso le quitaba un remordimiento, pero en vez de sentir alivio experimentó una súbita devaluación de sí mismo, como si cayera de un sube y baja en el que se había mantenido en alto por el contrapeso de su víctima imaginaría. Clara lo acompañó en la caída. Su encanto de mujer fatal se esfumó ante la evidencia de que no había destrozado a ningún cordero. Guillermo empezó a notarle un fuerte parecido con las señoras de bata y pantuflas que llevaban a sus hijos a la escuela en las sucias mañanas de inversión térmica. También ella roncaba y se inmiscuía en los noviazgos de las criadas. También presumía sus viajes al extranjero con las vecinas y les restregaba en la cara cada nueva adquisición familiar: el equipo de video, la parabólica, el tercer coche para evadir el «Hoy no circula».

Durante meses, por una mezcla de orgullo y tozudez, Guillermo se negó a reconocer que su intimidad había perdido encanto. Caería demasiado bajo si toleraba que un examigo y una culpa muerta le cambiaran la vida. Obstinado en rechazar la verdad, se consagró compulsivamente al trabajo: mientras pensara en otra cosa no relacionaría su vacío interior con el perdón de Emilio. Soborno de por medio, Dimensión 2000 ganó el concurso para construir el centro de convenciones de Huatulco. Guillermo se ofreció a supervisar las obras y luego dijo a Clara que Benito y Martín, abusivos como siempre, lo habían obligado a hacerse cargo del mastodonte. Para lavar su pequeña culpa de mentiroso, al regreso de cada viaje le traía vestidos, artesanías, juramentos de haberla extrañado mucho.

Ni la contemplación de turistas extranjeras en topless ni las noches en bares y discotecas compensaban el aburrimiento de sus fines de semana en México. Trataba de vencer el desánimo con proezas sexuales, pero su imaginación erótica flaqueaba por falta de estímulos. ¿Cómo encender la mecha si Clara ya no era una sublime arpía ni él un romántico traidor de bolero? Absueltos del pasado, limpios como un cuarto de hospital, se amaban con la sencillez y el decoro de las parejas convencionales. Un sábado, cenando en casa de Martín Lavalle, incurrió en las fórmulas de cariño social que más detestaba: se aferró como un adolescente a la mano de Clara, besándola repetidas veces en prueba de vasallaje, la llamó «cosita», «bombón», «muñeca preciosa» y le hizo tantas carantoñas para la tribuna —cosquillas en la nuca, pellizcos de salva— que su hija mayor se le colgó del cuello en un arrebato de celos: «Ya déjala, papi, me toca a mí, yo también quiero jugar contigo».

Tomó el avión a Huatulco sediento de agua salada. Esta vez no se limitó a ver mujeres con el pecho al aire. Tenía mojada la pólvora de ligador, pero con tres martinis en la alberca del hotel obtuvo la desenvoltura necesaria para hacer migas con una canadiense andrógina —senos diminutos y cuerpo de anguila— que prometía delicias de película pomo. Se llamaba Sharon, tenía 29 años, era bióloga marina pero no ejercía la profesión porque ganaba más vendiendo cosméticos. Sentimental y borrascosa, resultó mucho menos accesible de lo que Guillermo esperaba. No quiso acostarse con él hasta el tercer día de conocerlo, y eso tras haberle hecho jurar que sentía por ella something else than a physical attraction. A punto de entregarse tuvo una crisis emocional. Cada vez que se metía en la cama con un extraño —explicó gimoteando— recordaba al gran amor de su vida, el cómico de televisión Jack Hamilton (sacó una foto de su cartera y se la mostró a Guillermo). Lo había conocido en Nueva York cuando todavía era actor de teatro experimental. Vivieron juntos cinco años. Ahora lamentaba no haber tenido un hijo suyo cuando todavía era una persona decente. Dejó de serio desde que obtuvo el papel estelar en la serie Mad Family, derrotando a cincuenta actores en una reñida audición. El mareo del estrellato lo arrojó a las drogas. Todo lo que ganaba iba a parar a manos de un dealer, se enredó con una millonaria cuarentona que lo abastecía de coca y cuando ella los descubrió en el departamento, el cínico le propuso vivir en ménage à trois. Lo abandonó por dignidad y para no ser cómplice de su lento suicidio.

La evocación de Hamilton creó un mórbido ambiente de melodrama. Su cópula fue una condolencia, un falso contacto entre cuerpos que no podían faltarse al respeto. Guillermo se las ingenió, sin embargo, para extraer del modesto pecado una culpa enorme. Su angustia se recrudeció cuando puso la última viga en el centro de convenciones y ya no tuvo pretexto para viajar a Huatulco. Allá era un solista de la vileza. Reintegrado a la familia era un reptil entrometido en un coro de ángeles. Lo que más le decepcionó de sí mismo fue no tener valor para terminar con Clara. En vez de pedirle el divorcio reincidió en las ternezas de utilería. Su falsedad tenía una justificación moral: estaba sacrificándose por las niñas. Las veía montar a caballo en sus clases de equitación y se felicitaba por ser un cobarde. ¿Qué importaba su hastío si ellas eran felices?

El papel de juicioso paterfamilias no lo reconfortó por mucho tiempo. Culpabilizado vivía mal, pero al menos vivía. Con las pasiones en regla era un vegetal intachable. Se emborrachaba por ocio, engordaba a conciencia, Clara ya no le gustaba ni en la penumbra. Cada noche, al volver del trabajo, caía en la cama con la mente en blanco y recorría los 28 canales de la parabólica sin decidirse por ninguno, hasta que terminaba roncando con la tele encendida. Su rutina sufrió un colapso la noche que descubrió el programa cómico de Jack Hamilton. Era la típica serie de enredos familiares con chistes anodinos y risas grabadas. Alto, rubio, musculoso, de ojos verdes y tez rubicunda, Hamilton dejaba en el cuarto de maquillaje las turbulencias de su vida privada y en pantalla lucía muy apuesto. Hacía el papel de un padre de familia bonachón, predispuesto por naturaleza a componer tuberías, a podar el césped y a solapar las travesuras de sus dos hijos —la chimuela Nina y el larguirucho Kevin—, que burlaban la vigilancia materna para cometer atrocidades como ir a la pista de hielo en tiempo de exámenes.

Guillermo se vio reflejado en el personaje de Jack: también él era un papá modelo en un hogar anodino, libre de angustias y deseos soterrados. Tocaba fondo en el autoescarnio cuando Clara salió del baño desnuda y se puso el camisón delante del televisor. Al ver sus pechos pecosos recortados contra la pantalla tuvo un capricho perverso. La llamó a la cama con un guiño de picardía y mientras acariciaba su cuerpo anhelante —joven aún, pero que le sabía a pan de antier— pensó en el otro Hamilton, el del ménage à trois frustrado por los pudores de Sharon. Él no tenía obstáculo para juntarla con la millonaria decadente, a la que su imaginación vistió con la lencería más obscena expuesta en los aparadores de la calle 42. Nina y Kevin llegaban a cenar escondiendo los patines en la chimenea mientras Hamilton distraía a la temible mamá y Guillermo gozaba a sus dos mujeres olvidando a la que tenía entre los brazos, demasiado concreta para arrebatar su imaginación. Le hizo el amor desde lejos, viéndose en los ojos de Jack: en casa cumplía un engorroso deber pero en la cinta de video aullaba de lujuria como un demonio del Bosco.

El capricho se volvió costumbre. Mad Family ponía el erotismo y él la voluntad. Clara creía vivir una segunda luna de miel. Ni con toda la suspicacia del mundo hubiera descubierto la relación entre el inocente programa y el óptimo desempeño sexual de su esposo, que nunca terminaba de satisfacer a las putas inasibles de su orgía televisiva. Guillermo había vuelto a sentirse culpable, aunque ya no hacía nada por evitarlo. Estaba ensuciando su matrimonio hasta el último grado de la abyección, dependía tanto de Jack Hamilton que hubiera debido pagarle regalías por cada noche de placer, y sin embargo prolongaba su estancia en el fango, encadenado al vicio de tener la conciencia en llamas.

Una culpa mayor apagó su combustión interna. Mad Family salió del aire de un día para otro, suspendida por tiempo indefinido. El noticiario de la cadena rival aclaró el misterio: Jack Hamilton se había pegado un tiro al descubrir que estaba enfermo de SIDA. En el camerino donde hallaron el cadáver dejó una nota en la que explicaba la causa del suicidio y pedía ser cremado. Al ver su body bag en pantalla, Guillermo saltó de la cama y fue a vomitar al baño. No había tomado precauciones al acostarse con Sharon y ella había roto con Jack apenas dos años antes. El mareo persistía a pesar del vómito. Metió la cabeza en el lavabo y con el chorro de agua fría en la nuca entrevió lo peor de todo: no solo su vida corría peligro, quizá hubiera contagiado a Clara. Se vio al espejo y no se reconoció. Con los labios blancos y las mejillas hundidas parecía un criminal condenado a muerte.

En los días que siguieron consumió fuertes dosis de antidepresivos. Hacia el exterior era el Guillermo de siempre, incluso parecía más alegre que antes, pero caía en frecuentes abandonos y distracciones, aplastado por un dolor que lo expulsaba de la realidad. El miedo a la muerte, siendo atroz, pasaba a segundo plano comparado con el miedo de hacerle daño a terceros. Rehuía los besos de sus hijas para no transmitirles el virus por la saliva y lloraba en sus clases de equitación imaginándolas huérfanas. Apenas hablaba con Clara a la hora del desayuno. Cuando ella se le insinuaba en la cama, molesta por el repentino distanciamiento, la veía transformada en un cadáver tumefacto de película gore. Mirando el televisor apagado pensaba en la justicia divina. Dios no podía imponerle un castigo tan severo por su coito con Sharon, que a fin de cuentas había sido un pecado venial. Estaba pagando los coitos por vía satélite, sus asquerosas fantasías de parásito.

Los socios de la constructora le dieron el empujoncito que necesitaba para estallar. Había ido a comer con ellos en un sushi bar de San Ángel, estaba medio borracho y tenía ganas de discutir. Como siempre, se hablaba de negocios. Benito Ampudia comentó que podían ganar el concurso para construir el nuevo hospital de Cardiología, siempre y cuando «se mocharan» con el oficial mayor de Salubridad. En el corazón de Guillermo hubo un cruce de culpas. La trácala que Ampudia proponía le pareció abominable y al exagerar su gravedad amplificó también el mérito de oponerse a ella, como si la honradez pudiera absolverlo de todos sus pecados y curarlo del SIDA.

—Yo no estoy de acuerdo en darle mordidas a ningún cabrón del gobierno. Mejor vamos a comprar un terreno grande y construimos viviendas populares, aunque ganemos poco. Ya es hora de hacer algo por este pobre país.

Benito y Sergio cruzaron una mirada incrédula.

—¿No quieres que de una vez paguemos la deuda externa? —bromeó Ampudia, y Lavalle le hizo segunda:

—Si quieres que te canonicen, vete de misionero a Biafra, pero ya no sigas chupando, porque al rato le vas a regalar tu coche al mesero.

Hubo más bromas por el estilo, que Guillermo aguantó en silencio; pidieron otra ronda de jaiboles y Benito volvió al asunto del oficial mayor, como si él estuviera pintado:

—Es un cuate buena onda, nada naco; primero me pidió una comisión del quince por ciento pero lo estoy trabajando para que acepte el diez.

—¡Ya te dije que no me gusta dar sobornos! —Pegó con el puño sobre la mesa, derribando los vasos—. Prefiero meter mi dinero al banco que hacer ricos a esos hijos de puta.

—Carajo, Memo, entiende en qué país vivimos —replicó Benito—. ¿Tú crees que a mí me fascina tratar con ellos? Por supuesto que no, pero tengo que hacerlo porque así se mueven las cosas en México.

—Pues en ese caso me largo de la constructora, para dejarte hacer lo que quieras. Cómprame las acciones y listo.

—¿Que te compre qué? ¿Y de dónde voy a sacar el dinero? Te habías comprometido a jalar parejo y ora sales con esta mamada.

De la discusión pasaron a los insultos y Martín tuvo que separarlos cuando los meseros ya empezaban a rodear la mesa.

—No me toques —protestó Guillermo— que tú eres un corrupto igual a él.

Desencajado, pero satisfecho de su rectitud, se despidió con la amenaza de acudir a la revista Proceso para denunciarlos por la transa de Huatulco:

—A lo mejor acabo en el tambo, pero ustedes se vienen conmigo.

En el viaje del restorán a su casa pasó de la exaltación a la depresión, de la santa ira a la tristeza profana. La ciudad estaba insoportable, con el tránsito detenido hasta en las vías rápidas y la campana de humo posada en •tierra por la baja temperatura. Las miasmas del cielo se filtraban a su garganta como recordándole que no tenía escapatoria: seguía siendo un cerdo contaminante y su acto de valor civil había sido una payasada. Benito y Sergio no eran dos hermanas de la caridad, eran pragmáticos hombres de negocios y él se había enriquecido gracias a ellos, de modo que debía agregar una culpa nueva a su colección: la culpa del bandido que reniega de sus cómplices para darse un baño de pureza.

Clara no estaba en casa porque había ido a su taller de pintura. Mejor para él: se sirvió un whisky en las rocas y echado en el sofá del estudio pensó en el admirable cinismo de Benito. ¡Qué habilidad para esquivar culpas! Había llegado hasta el insulto con tal de no dejarse imponer un criterio moral ajeno. Si él pudiera hacer lo mismo, si tomara las riendas de su carácter y mandara al diablo a todo aquel que lo hiciera sentirse culpable, comenzando por Clara, cambiaría el banquillo de los acusados por el asiento del juez y en vez de darse golpes de pecho asumiría con orgullo su maligno temperamento, sus placeres egoístas, las canalladas y traiciones que había cometido por necesidad vital.

Se entusiasmó tanto con la idea que no quiso esperar a Clara para entrar en acción. Era innecesario tener un pleito con ella, pues había una manera distante de confesarle todo a quemarropa. Fue por la cámara de video a su cuarto, la colocó en la mesa del estudio enfocada hacia un ángulo del sofá, se sirvió otro whisky en las rocas y tras una ridícula peinadita empezó a grabar:

—No vayas a ver este video enfrente de las niñas, voy a decir cosas muy fuertes para ellas. Mira, Clara, desde hace tiempo te he estado mintiendo. Cuando fui a Huatulco te dije que Benito y Martín me habían obligado a supervisar la obra, ¿te acuerdas? Pues era mentira. Yo me ofrecí como voluntario porque ya no aguantaba verte la cara todos los días. Te chiqueaba mucho, pero por dentro me estaba llevando el carajo y quería acostarme con otra mujer. Pues bueno, allá en Huatulco me ligué a una canadiense que se llama Sharon. Tuvimos relaciones y ella me contó que había sido amante de un cómico de televisión. Ese cómico era Jack Hamilton, el sidoso que se mató…

A continuación, sin detenerse a explicar su dependencia erótica de Mad Family, expuso el peligro de que los dos estuvieran contagiados de SIDA y le avisó que viajaría a Houston para hacerse los análisis de sangre. No le gustaba su tono de criminal consternado y terminó con un gesto de altanería:

—Espero no tener nada, pero si acaso estoy infectado te advierto que no voy a sentirme culpable. Tú no sufriste mucho cuando hicimos pendejo a Emilio, ¿verdad? Pues yo tampoco me voy a angustiar por esto, que al fin y al cabo es lo mismo. Adiós, Clara. Cuando regrese voy a ver a mis abogados para los trámites del divorcio. Después de esto no creo que nos podamos aguantar.

Esa noche durmió en el Holliday Inn del aeropuerto y voló a Houston al día siguiente. Iba de tan buen humor que hizo bromas galantes a las sobrecargos y jugó backgammon con su compañero de asiento. Era otro sin la presión agobiante de una conciencia enemiga de sus impulsos. Entró al sanatorio con firme paso de triunfador, sonriendo como los toreros valientes, y la fortuna lo recompensó por su confianza en sí mismo: la prueba sanguínea reveló que no era portador del virus. Invitó a la enfermera que le dio la noticia a cenar con champaña, se la cogió con condón y se quedó tres días más en Houston haciendo compras de euforia. Volvió a México un sábado por la mañana y de inmediato quiso tranquilizar a Clara en lo referente a la enfermedad, En la puerta de su casa se habían apostado dos judiciales que bajaron de un Dart blanco al verlo llegar. Tenían orden de aprehensión contra él.

—¿Pero de qué se me acusa?

—No te hagas pendejo —lo metieron al coche a empujones—. Andas prófugo por lo del fraude a la constructora. Ahora sí ya te llevó la chingada.

No supo cuáles eran los cargos hasta que su abogado lo visitó en los separos de la Procuraduría. Temiendo que los denunciara en el Proceso, Benito y Sergio habían montado una trampa legal para culparlo de un desfalco por medio millón de dólares. Las pruebas de la acusación eran documentos bancarios en los que su firma había sido falsificada por una mano experta. El abogado había descubierto que Ampudia no solo se protegió contra una posible denuncia por cohecho: meses atrás había tomado fondos de la constructora para una desastrosa operación de Bolsa. Y esa era precisamente la malversación que ahora le achacaba con el mayor descaro. Guillermo contuvo un grito de cólera mordiéndose el puño: quería contratar un gatillero para matar a Benito. El abogado le advirtió que si buscaba a un sicario, abandonaría el caso. Él podía sacarlo de prisión en seis meses, repartiendo mucha lana en los juzgados, pero un homicidio ya eran palabras mayores. No le quedaba otra que tragar camote y tomarse las cosas con filosofía.

La quietud de la celda se prestaba para seguir su consejo. A las siete de la noche cortaban la luz y se quedaba tumbado en el catre oyendo las lejanas pisadas de los celadores. Entonces reñía consigo mismo. Era un estúpido por haberse creído ruin alguna vez. Después de tanto sufrir por culpas insignificantes o imaginarias, terminaba pagando una culpa ajena como Nuestro Señor Jesucristo. Ya eres víctima, estúpido, ¿qué más quieres? Ahora tienes la conciencia como nalga de bebé. Serías muy cretino si después de esto vuelves a mortificarte por algo.

Al tercer día de su traslado al Reclusorio Norte, cuando ya creía tener el alma blindada, le tocó hacer la fajina de baños. Vio los charcos de orina, las montañas de mierda en los excusados, las moscas revoloteando en los basureros y se volvió hacia el vigilante con una súplica en la mirada.

—¿Qué, muy delicadito? Pues si no quieres atorarle te sale en un tostón.

Pagó la mordida sin titubear.

—¿Y ahora quién va a hacer la limpieza?

—Por eso no te preocupes —el vigilante se guardó el billete—, aquí sobran jodidos que no tienen para la cuota.

Guillermo volvió a su celda con el estómago revuelto. Se había despertado la regañona de siempre.