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Penny iba de camino a Debenhams para comprar un Hervidor Extragrande. El Hervidor Extragrande (o HE) había constituido una de sus mayores innovaciones en el Ministerio de Exteriores. Incluso los miembros de la vieja guardia, con una opinión escéptica, si no directamente hostil, sobre los ascensos de Penny durante la época de David Hampshire, se vieron obligados a admitir que esa taza extra de té podía marcar la diferencia en una reunión que empezara con visos de complicarse. Penny tuvo la corazonada de que el HE supondría un activo tan valioso en el ruedo literario como había demostrado serlo en el campo de la política exterior, alegrando más de una reunión del Elysian gracias a la provisión aparentemente inagotable de té humeante.

Presionada por la gran cantidad de libros que debía leerse, había decidido comprar las versiones en audio de los nominados que aún no había ojeado y escucharlos en la voz melodiosa y familiar de algún actor. Mientras bajaba questás mirando y La cucaña a su pobre iPad sobrecargado, se acordó de una fotografía conmovedora de una campaña que había visto tiempo atrás en defensa de los burros españoles maltratados. El animalillo de la foto, flaco como un palillo, se había dedicado a cargar tres veces su peso por los polvorientos caminos de España hasta que Donkey Rescue lo había salvado de su cruel amo, le había cambiado el nombre a Lollipop y le había permitido acabar sus días en el paraíso asnal, una granja preciosa gestionada por una solterona inglesa de lo más pragmática que al jubilarse se había instalado en Andalucía. A Penny le había conmovido tanto que había mandado un talón de cinco libras.

Aunque Un año en la naturaleza pintaba mal, Penny estaba siendo responsable y ya la tenía en el asiento del acompañante para darle una oportunidad. Sus simpatías hacia la gente que, como el héroe de esa novela, elegía vivir de raíces y bayas eran muy limitadas. Una parte práctica de Penny quería mandarlo al M&S a probar sus excelentes platos precocinados. Disfrutaba viendo a los osos pardos pescando salmones en cualquiera de los espléndidos documentales de naturaleza de David Attenborough, pero los osos pardos que se colaban en una novela para transformar a banqueros en nobles salvajes se pasaban de la raya.

Penny, conductora juiciosa, siempre ponía toda su atención en la tarea que tuviera entre manos. En consecuencia, hasta que no topó con una larga cola de coches camino de Marble Arch no se permitió escuchar la lectura bastante hipnótica de Un año en la naturaleza.

Cuando la primavera regresó a la tierra congelada, comenzó el gran deshielo. Gary quedó sobrecogido por su clamor y rapidez. Las ramas grises frente a la ventana sur de la cabaña apenas se habían desprendido de sus altos y estrechos muros de nieve cuando empezaron a brotarles hojas de un verde chillón. En cuanto se derritieron las placas de hielo del lago, vocingleros gansos canadienses se posaron en los nuevos claros de agua. El arroyo helado que escasas semanas antes Gary había cruzado en raquetas se había transformado en un tumultuoso torrente que solo podía vadearse por la gran roca, o la Roca Lince, como la había bautizado en enero. Gary se había topado con un lince completamente inmóvil junto a aquella roca, con las orejas triangulares atentas, en punta. Lo que lo hacía destacar sobre la nieve era la sangre fresca que le manchaba el pelaje marrón claro alrededor de la boca. Gary se había quedado mirando al lince, y el lince le había sostenido la mirada con la fiereza serena de sus ojos amarillos; animal frente a animal, depredador frente a depredador; Gary con una liebre muerta en el morral y el lince con una liebre muerta a sus pies; su aliento y el del lince se dibujaban en el silencio cristalino de los bosques norteños.

Venga ya, hombre, pensó Penny. Tanta descripción la ponía frenética. Estaba clarísimo que el autor sufría un caso grave de Doctor Dolittle y comenzaba a hablar con los animales porque les había dado la espalda a sus semejantes. Si de algo estaba segura Penny era de lo siguiente: el hombre era un animal social de los pies a la cabeza y no tenía nada que ganar, salvo fama de excéntrico, aislándose del resto de la especie humana. Por eso ella se dirigía a Debenhams a comprar un Hervidor Extragrande en lugar de estar charlando con una manada de caribúes en las inmensidades del norte de Canadá. Pasó al siguiente capítulo, pero se perdió el principio porque el tráfico la arrastró alrededor de Marble Arch.

Enseguida se topó con otro atasco, al principio de Oxford Street, y tuvo que seguir escuchando la exasperante novela de Jo.

… la milenrama con sus livianas flores blancas y rosas y las brillantes bayas de la cimífuga…

Por amor de Dios, pensó, más descripciones. Volvió a pasar rápido, solo para confirmar sus sospechas, pero ya se había decidido: el autor había escrito una guía de la flora y la fauna del interior canadiense sin la menor concesión a la acción y el suspense.

Bebió el agua fría del rápido torrente y luego se acostó, renovado, entre las hierbas altas y ásperas. Un halcón peregrino volaba en círculos, luego dejó de planear y se cernió inmóvil, sosteniendo la posición gracias al alcance de sus alas. Gary sabía que el halcón había descubierto a su presa moviéndose en la orilla del lago y notó que la expectativa le tensaba el cuerpo mientras expandía la mente y se fundía con la perspectiva del ave.

Madre mía. A Penny solo le quedaba confiar en que hubiera un buen hospital rural por allí cerca donde Gary pudiera recibir la ayuda que necesitaba antes de que perdiera por completo la cabeza.

«Disculpe; creo que soy un halcón peregrino», dijo, clavando una mirada enajenada en el espejo retrovisor y permitiéndose una carcajada burlona.

Hasta ahí Un año en la naturaleza. En lo tocante a Escándalo, otro de los nominados de Jo, en cuanto se leyó la sinopsis Penny decidió no escucharlo. Estaba escrito desde el punto de vista de un niño de ocho años que vivía en un arrabal de Johannesburgo en vísperas de la independencia sudafricana. Después de que un policía blanco matase a su padre de un disparo, el pobre niño presenciaba la muerte de su madre, asesinada por la pandilla que acababa de violarla. El crío perdía el habla, pero su «monólogo interior traumatizado conformaba una poderosa reflexión sobre las políticas de género y raza y la identidad africana». Todo muy impresionante, sin duda, pero francamente la vida ya era lo bastante deprimente sin tener que escuchar una historia así, que ni siquiera tenía el mérito de ser real.

Cuando Penny llegó de vuelta a casa con el magnífico hervidor nuevo no se vio capaz de escuchar más libros y, no obstante, el Premio Elysian siguió proyectando su sombra durante el resto de la jornada, no solo porque Penny saliera a cenar con Malcolm en los Comunes, sino también por un incidente reciente que la había dejado algo tocada. Unos días antes, un cronista de un conocido diario nacional había telefoneado preguntándole qué opinaba de la «hostilidad universal» con que se habían acogido las nominaciones. Penny mantuvo la calma y señaló que durante su etapa en el Ministerio de Exteriores se había acostumbrado a tratar con focos de conflicto y voces disidentes. Y luego, para contrarrestar cualquier impresión de altanería que hubiera podido dar, enfatizó el lado más cotidiano de su vida añadiendo: «Siempre tuve a mi hija al volver a casa, que me ayudaba a mantener los pies en el suelo». Sinceramente, no podía creerse que el cronista hubiera contactado con Nicola para escuchar su versión.

«Puede que estuviera esperándola en casa, pero cuando yo llegaba, ella nunca estaba —citaban a Nicola—. Mi madre mantenía los pies en la oficina o en una ceremonia de independencia en mitad de ninguna parte o lamiéndoles el culo a los americanos en alguna conferencia. Apenas la veía, e incluso ahora que está retirada se busca ocupaciones para no echar una mano.»

Penny enmudeció al leer semejantes comentarios. Que la carne de su carne, la sangre de su sangre, necesitara mostrarse tan cruel e injusta en público la dejaba sin respiración. Si algo debía desplegarse en privado eran la crueldad y la traición.

Superada la punzada inicial, Penny se planteó cómo reconducir su relación con Nicola, que siempre había sido temperamental y simplemente la atacaba por el problema con el canguro del mes pasado. Entonces tuvo una idea brillante. En la prensa se había hablado mucho de las probabilidades que las casas de apuestas daban a las diversas novelas; ¿por qué no convencer a Nicola para que apostara, no para su madre, por supuesto, lo que habría resultado sumamente inmoral, sino para sí misma? Penny sabía que la casa de Kentish Town necesitaba un tejado nuevo y un chivatazo tendría además la ventaja de demostrarle a su hija que no le guardaba rencor por su imperdonable traición. También aliviaba la presión moral de tener que echar mano de sus ahorros para proteger de los elementos a sus seres más queridos. A 30-1, questás mirando se antojaba una apuesta bastante irresistible para alguien que sabía que era una de las novelas favoritas del presidente y que este era un hombre particularmente admirable al que Penny pretendía apoyar en todos los sentidos posibles.