6
–¡Pierre!
–Ça va? –dijo Pierre, levantándose de la silla de oficina de cuero.
La piel amarilla reseca de su cara se tensaba como nunca sobre la estrecha nariz, los altos pómulos y la prominente mandíbula. Le estrechó la mano a Patrick, atravesándolo con sus ojos como faroles.
La atmósfera fétida del piso le recordó a Patrick el aroma de una amante largo tiempo ausente. Las manchas de tazas de café volcadas todavía tatuaban la alfombra beige en los mismos lugares que antes y los familiares dibujos de cabezas cercenadas flotando en piezas de puzle, delicadamente ejecutados por Pierre con una pluma fina, le arrancaron una sonrisa.
–¡Qué alivio volver a verte! –exclamó–. No te imaginas la pesadilla que es pillar ahí fuera, en la calle.
–¡Pillas en la calle! –le riñó Pierre–. ¡Estás como una puta cabra!
–Es que estabas durmiendo.
–¿Te has chutado con agua del grifo?
–Sí –admitió Patrick, sintiéndose culpable.
–Estás loco. –Pierre lo fulminó con la mirada–. Ven aquí, ya verás.
Se dirigió a la cocina, estrecha y mugrienta. Abrió la puerta de una nevera grande y anticuada y sacó una gran jarra de agua.
–Esto es agua del grifo –dijo Pierre en tono de mal presagio levantando la jarra–. La dejo un mes y mira… –Señaló un sedimento marrón al fondo de la jarra–. Óxido. ¡Mata, joder! Tengo un amigo que se chutó con agua del grifo y el óxido le entró en la sangre y le llegó al corazón… –Pierre cortó el aire con la mano y dijo–: Pum: se paró.
–Es horrible –murmuró Patrick, preguntándose cuándo entrarían en materia.
–El agua viene de las montañas –prosiguió Pierre, sentándose en la silla giratoria y absorbiendo agua de un vaso con una jeringa que daba envidia de tan fina–, pero las tuberías están llenas de óxido.
–Tengo suerte de estar vivo –repuso Patrick sin convicción–. A partir de ahora solo agua mineral, lo prometo.
–Es el Ayuntamiento –dijo Pierre, en tono sombrío–: se queda el dinero de las tuberías nuevas. Matan a mi amigo. ¿Qué quieres? –añadió, abriendo un paquete y echando un poquito de polvo blanco en una cuchara con la esquina de una cuchilla de afeitar.
–Hum… Un gramo de jaco –dijo Patrick con aire despreocupado–, y siete de coca.
–El jaco va a seiscientos. Por la coca te hago precio: a cien el gramo en lugar de a ciento veinte. Total: mil trescientos dólares.
Patrick se sacó el sobre naranja del bolsillo mientras Pierre echaba un poco más de polvo blanco en la cuchara y lo mezclaba, frunciendo el ceño como un niño que jugaba a hacer cemento.
¿Iban nueve o diez? Patrick empezó a contar de nuevo. Cuando llegó a trece dio unos golpecitos con los billetes juntos como si fueran un fajo de cartas y los tiró hacia el lado del espejo de Pierre, donde se abrieron en abanico. Pierre se ató una goma alrededor del bíceps y la agarró con los dientes. A Patrick le alegró comprobar que todavía conservaba el cono de volcán en el hueco del brazo.
Las pupilas de Pierre se dilataron un momento y luego volvieron a contraerse, como la boca de una anémona marina.
–Vale –graznó, intentando dar la impresión de que no había pasado nada, pero rendido al placer–. Te doy lo que quieres.
Rellenó la jeringuilla y vertió el contenido en un segundo vaso de agua rosada.
Patrick se secó las manos sudorosas en los pantalones. Solo la necesidad de acometer otra negociación peliaguda contuvo la impaciencia que amenazaba con hacerle estallar el corazón.
–¿Tienes jeringas de sobra? –preguntó.
Pierre podía ponerse muy raro con el asunto de las jeringuillas. Su valor variaba ampliamente dependiendo de cuántas le quedaran, y aunque en general ayudaba a Patrick cuando ya se había gastado más de mil dólares, siempre existía el peligro de que optara por una lectura indignada de su presunción.
–Te doy dos –dijo Pierre con generosidad de delincuente.
–¡Dos! –exclamó Patrick como si acabara de presenciar cómo una reliquia medieval saludaba desde dentro de una urna de cristal.
Pierre cogió una balanza verde claro, midió las cantidades que le había pedido Patrick y le dio paquetes de gramo para que pudiera controlar el consumo de cocaína.
–Siempre atento, siempre amable –murmuró Patrick.
Las dos valiosas jeringuillas llegaron a continuación por encima del espejo polvoriento.
–Te traeré agua –dijo Pierre.
Quizá le hubiera puesto más heroína que de costumbre al speedball. ¿Cómo si no explicar esa bondad excepcional?
–Gracias –dijo Patrick, desprendiéndose apresuradamente del abrigo y la chaqueta y remangándose la camisa.
¡Hostia! Tenía un bulto negro en la piel donde no había acertado en la vena en casa de Chilly. Sería mejor que Pierre no viera las pruebas de tanta incompetencia y desesperación. Pierre tenía principios. Patrick dejó caer la manga enrollada, soltó el gemelo de oro de la manga derecha y se la arremangó. Chutarse era la única actividad para la que se había convertido en ambidiestro total. Pierre regresó con un vaso lleno y otro vacío y una cuchara.
Patrick abrió los paquetitos de coca. El papel blanco y brillante llevaba impreso un oso polar azul claro. A diferencia de Pierre, prefería tomar cocaína sola hasta que el miedo y la tensión se volvían insoportables, entonces mandaba a la guardia pretoriana de heroína para salvar el día de la locura y la derrota. Sostuvo el paquete como un embudo y le dio unos toquecitos suaves. Minúsculos granos de polvo resbalaron por el estrecho valle de papel y cayeron en la cuchara. No mucho para el primer chute. Tampoco demasiado poco. No había nada más intolerable que un subidón dilapidado, aguado. Siguió con los toquecitos.
–¿Cómo estás? –preguntó Pierre, tan rápido que la pregunta pareció una sola palabra.
–Bueno, el otro día se murió mi padre y… –Patrick no tenía claro qué decir. Miró el paquete, le dio un toque más decidido y otro chaparrón de polvo se sumó al montoncito de la cuchara–. Y ahora estoy un poco desconcertado –concluyó.
–¿Cómo era tu padre?
–Era un gatito –entonó Patrick como un rapsoda–. Con manos de artista. –Por un momento el agua se espesó como un jarabe y luego se disolvió en una solución clara–. Podría haber llegado a primer ministro.
–¿Estaba metido en política? –preguntó Pierre, entornando los ojos.
–No, no, era una broma. En su mundo, un mundo de pura imaginación, era mejor que una persona hubiera «podido llegar» a primer ministro que haberlo sido, lo que habría demostrado una ambición vulgar.
Se oyó un tenue repique metálico mientras dirigía el chorro de agua de la jeringa contra el lateral de la cuchara.
–Tu regrettes qu’il est mort? –preguntó Pierre, perspicaz.
–Non, absolument pas, je regrette qu’il ait vécu.
–Mais sans lui, no existirías.
–No hay que ser egotista con estas cosas –repuso Patrick con una sonrisa.
El brazo derecho estaba relativamente ileso. Unos moratones de color tabaco amarilleaban la parte baja del antebrazo y unos pinchazos rosa pálido se agrupaban alrededor de la diana de la vena principal. Patrick levantó la aguja y dejó caer un par de gotas. El estómago le hizo ruido, y estaba tan nervioso y excitado como un niño de doce años al fondo de un cine oscuro rodeando por primera vez los hombros de una chica con el brazo.
Apuntó la aguja al centro de las marcas de pinchazos previos y la empujó bajo la piel casi sin sentir dolor. Un hilo de sangre entró en el tubo y se enroscó dibujando un hongo nuclear de un luminoso rojo en el agua clara. Gracias a Dios que había acertado en la vena. Se le aceleró el pulso, como el son de los tambores de una galera entrando en batalla. Sujetó el émbolo firmemente con los dedos y lo empujó poco a poco. Como una película rebobinada, la sangre regresó por la aguja a su origen.
Antes de notar el efecto olió la desgarradora fragancia de la cocaína, y a los pocos segundos, en un frenesí de saltos temporales, por todas partes se abrieron sus flores frías y geométricas y tapizaron la superficie de su visión interior. Nada podría proporcionarle un placer así, jamás. Subió el émbolo con torpeza, llenó el tubo de sangre y se inyectó una segunda vez. Embriagado de placer, henchido de amor, se tambaleó hacia delante y dejó la jeringuilla sobre el espejo. Debería limpiarla antes de que la sangre se coagulara, pero en ese momento se sentía incapaz. La sensación era demasiado intensa. Los sonidos se retorcieron y se amplificaron hasta silbar como el motor de un avión al aterrizar.
Patrick se recostó y cerró los ojos, frunciendo los labios como un niño a la espera de un beso. El sudor empezaba a asomarle en lo alto de la frente y las axilas le goteaban a intervalos de segundos como grifos mal cerrados.
Pierre sabía el estado exacto en que se encontraba Patrick y desaprobaba su enfoque desequilibrado y la forma irresponsable en que había dejado la jeringuilla sin lavar. La recogió y la llenó de agua para que el mecanismo no se bloqueara. Patrick, al notar movimiento, abrió los ojos y murmuró:
–Gracias.
–Deberías combinarla con jaco –le reprochó Pierre–; es medicina, tío, medicina.
–Me gusta el subidón.
–Pero te metes demasiado, pierdes el control.
Patrick se irguió y miró a Pierre a los ojos.
–Yo nunca pierdo el control. Pongo a prueba mis límites.
–Tonterías –replicó Pierre, sin dejarse impresionar.
–Tienes razón, por supuesto –sonrió Patrick–. Pero sabes lo que es intentar caminar por el filo sin caerse –dijo, apelando a la tradicional solidaridad entre los dos.
–Sé lo que es –chilló Pierre, con los ojos encendidos de pasión–. Durante ocho años creí que era un huevo, pero jamás perdí el control, mantuve un contrôle total.
–Me acuerdo –dijo Patrick en tono conciliador.
El subidón había acabado y, como un surfero saliendo de un tubo de mar refulgente y encabritado solo para ir descendiendo y caer entre el rompiente de las olas, sus pensamientos empezaron a dispersarse antes de que comenzara el desasosiego ilimitado. A los pocos minutos de haberse chutado le invadió una desgarradora nostalgia de la peligrosa euforia que ya empezaba a extinguirse. Como si sus alas se hubieran derretido en ese estallido de luz, se sintió caer a un mar de decepción insoportable, y fue eso lo que lo empujó a recoger la jeringuilla, terminar de limpiarla y, pese al temblor de las manos, comenzar a prepararse otro chute.
–¿Crees que una perversión se mide por la necesitad de reincidir, por la imposibilidad de satisfacerla? –le preguntó a Pierre–. Ojalá estuviera mi padre para responder –añadió hipócritamente.
–¿Por qué? ¿Era yonqui?
–No, no… –contestó Patrick. Quiso volver a decir que era una broma, pero se contuvo–. ¿Qué clase de persona era tu padre? –se apresuró a preguntar por si Pierre respondía a su comentario.
–Era un fonctionnaire –respondió Pierre con desdén–. Métro, boulot, dodo. Sus días más felices los pasó en el service militaire y el mayor orgullo de su vida fue que el ministro le felicitó por haberse callado. ¿Te lo imaginas? Cada vez que venía una visita a casa, algo que no ocurría a menudo, mi padre le contaba la misma anécdota. –Pierre enderezó la espalda, sonrió con suficiencia y levantó un dedo–. «Et monsieur le Ministre m’a dit: Vous avez eu raison de ne rien dire.» Cuando la contaba yo me iba de la habitación. Me daba asco, j’avais un dégoût total.
–¿Y tu madre? –preguntó Patrick, contento de que Pierre hubiera olvidado el asunto de su padre.
–¿Qué es una mujer que no es madre? –espetó Pierre–. ¡Un mueble con tetas!
–Y que lo digas –convino Patrick, absorbiendo con la jeringuilla la nueva solución.
Como concesión a los consejos médicos de Pierre, había decidido meterse un poco de heroína en lugar de retrasar la llegada de la serenidad con otro escalofriante chute de cocaína.
–Tienes que superar esas cosas. Los padres y demás mierdas. Tienes que reinventarte para convertirte en individuo.
–Exacto –dijo Patrick, consciente de que era mejor no discutir las teorías de Pierre.
–Los americanos hablan todo el tiempo de individualidad, pero no tienen una idea a menos que otro la tenga también al mismo tiempo. Mis clientes americanos siempre andan jodiendo para demostrarme que son individuos, pero siempre lo hacen exactamente igual. Ahora ya no tengo clientes americanos.
–La gente se cree individuo porque emplea constantemente la palabra «yo».
–Cuando me morí en el hospital, j’avais une conscience sans limites. Lo sabía todo, tío, literalmente, todo. Después ya no he podido tomarme en serio a los sociologues et psychologues que te califican de «esquizofrénico» o «paranoico» o «de clase social dos» o «de clase social tres». Esa gente no sabe nada. Se creen que conocen la mente humana, pero no saben nada, absolument rien. –Pierre lanzó una mirada vehemente a Patrick–. Es como si pusieran topos a dirigir el programa espacial –se burló.
Patrick se rió secamente. Había dejado de escuchar a Pierre y estaba buscándose una vena. Cuando vio una amapola de sangre en el tubo, se inyectó y extrajo la jeringuilla y esta vez la limpió a conciencia.
Le asombró la fuerza y la tersura de la heroína. La sangre se volvió pesada como una saca de monedas y Patrick se hundió con gusto en su cuerpo, convertido de nuevo en una única sustancia después del exilio impuesto por la catapulta de la cocaína.
–Exacto –susurró–, como topos… Este jaco es cojonudo.
Cerró los párpados lentamente.
–Es puro. Faîtes attention, c’est très fort.
–Hum, y que lo digas.
–Es medicina, tío, medicina –repitió Pierre.
–Bueno, pues estoy curado –susurró Patrick sonriendo para sí.
Todo iba a salir bien. Un fuego de leña una noche de tormenta, lluvia que no podía mojarlo golpeando en la ventana. Riachuelos de humo y humo que formaban charcos relucientes. Pensamientos brillando en los confines de una lánguida alucinación.
Se rascó la nariz y volvió a abrir los ojos. Sí, con la sólida base de la heroína, podía tocar las notas altas de la cocaína sin derrumbarse.
Pero para eso tenía que estar solo. Con las drogas buenas, la soledad no era soportable, era indispensable.
–Es mucho más sutil que el jaco persa –graznó–. Una curva suave y sostenida… como… como una concha de tortuga.
Volvió a cerrar los ojos.
–Es el jaco más potente del mundo –se limitó a decir Pierre.
–Sí –dijo Patrick arrastrando las palabras–, qué fastidio, en Inglaterra casi nunca se encuentra.
–Deberías venirte a vivir aquí.
–Buena idea –contestó Patrick amablemente–. A propósito, ¿qué hora es?
–La una y cuarenta y siete.
–Uf, será mejor que me acueste –dijo Patrick, guardándose cuidadosamente las jeringuillas en el bolsillo interior–. Ha sido un placer volver a verte. Nos vemos pronto.
–Vale. Estoy despierto hoy, mañana y pasado mañana.
–Perfecto –asintió Patrick.
Se puso la chaqueta y el abrigo. Pierre se levantó, abrió los cuatro cerrojos y la puerta y le dejó salir.