—Tengo entendido, señor Lavery, que usted es el responsable de esta exposición de muebles modernos y futuristas.
La voz del inspector contenía una nota de frescura.
—Correcto.
—¿Cuánto hace que dura esta exposición?
—Un mes.
—¿Dónde están situados los salones de su exposición?
—En el quinto piso —Lavery separó los dedos—. Oh, en Nueva York se trata de un proyecto pionero, inspector. El señor French y su Junta de Directores me invitaron a exhibir algunas de mis creaciones al público americano, pues todos ellos están seguros del buen porvenir de este movimiento futurista. Y debo añadir que la mayor parte de los detalles de la exposición fueron planeados por el señor French en persona.
—¿A qué se refiere?
Lavery sonrió, enseñando sus blancos dientes.
—Por ejemplo, a la exhibición de este escaparate. Fue exclusivamente idea del señor French, y creo que ha sido una excelente propaganda para el establecimiento. Ciertamente, ha subido desde la acera tanta gente al quinto piso que incluso tuvimos que colocar empleados especiales para contenerla.
—Ya —asintió el inspector—. De modo que este escaparate fue idea del señor French… Sí, sí, ya me lo ha dicho. Este escaparate, ¿cuánto tiempo lleva amueblado de esta forma, señor Lavery?
—Veamos… estamos al final de la segunda semana de exhibición del dormitorio-salón… —repuso Lavery, acariciándose de nuevo la barbilla—. Exactamente, el día catorce. Mañana teníamos que cambiar de mueblaje, para presentar un modelo de comedor.
—Oh, de modo que cambian los escaparates cada quince días… Entonces, ¿es ésta la segunda exhibición que presenta usted en este escaparate?
—Exactamente. La primera exhibición era un dormitorio completo.
Queen abrió mucho los ojos y luego volvió a entrecerrarlos con cierta expresión de hastío, y unas enormes bolsas de cansancio aparecían bajo los párpados. Dio una vuelta por la falsa habitación, y volvió a detenerse delante de Lavery.
—Opino —murmuró al fin—, que este desdichado accidente y sus circunstancias resultan demasiado fortuitos… Díganos, señor Lavery, ¿se celebra la exhibición de este escaparate todos los días a la misma hora?
—Sí, sí, ciertamente.
—¿Exactamente a la misma hora del día, señor Lavery? —insistió el inspector.
—¡Oh, sí! —afirmó Lavery—. La modelo penetra aquí todos los días a mediodía, desde que empezó la exhibición.
—¡Muy bien! —aplaudió el inspector—. Señor Lavery, durante el mes en que han tenido lugar esas demostraciones, ¿se ha alterado, que usted sepa, de algún modo el horario?
—No, señor —repuso positivamente el francés—. Y lo sé con toda certeza, señor. Mientras la modelo presenta el mobiliario, yo suelo estar detrás del escaparate por si ocurriera alguna emergencia. No doy la conferencia en el quinto piso hasta las tres y media de la tarde.
El inspector enarcó las cejas.
—Ah, de modo que da usted conferencias.
—¡Naturalmente! —proclamó Lavery muy ufano—. Y me han asegurado que mi descripción de la obra del vienés Hoffman ha producido cierta inquietud en el monde artistique.
—¿De veras? Lo celebro —sonrió el inspector—. Otra pregunta, señor Lavery, y habré terminado con usted por el momento. ¿Es completamente espontánea esta exhibición? Quiero decir —añadió— si se ha hecho alguna publicidad para que el público se enterase de dicha exhibición y las conferencias que usted da en el quinto piso.
—Puede jurarlo. La propaganda y los anuncios se planearon con todo cuidado —replicó Lavery—. Enviamos circulares a las academias de arte y organizaciones similares. Y tengo entendido que los parroquianos del establecimiento recibieron cartas personales firmadas por la Dirección. Sin embargo, casi toda la publicidad se ha llevado a cabo por medio de la Prensa. Supongo que usted habrá leído dichos anuncios.
—Bueno, no suelo leer los anuncios de las casas de muebles —se apresuró a responder el inspector—. Y supongo que a usted le habrán hecho mucha publicidad.
—Pues… sí —Lavery volvió a enseñar sus dientes—. Si se digna usted examinar mis álbumes de recortes…
—Oh, no hace falta, señor Lavery. Sé que es usted un genio de la decoración futurista. Gracias por su paciencia.
—Un momento, por favor —intervino Ellery avanzando muy sonriente.
El inspector le miró y agitó brevemente la mano como diciendo: «¡Tu testigo!», y se retiró hacia la cama, sentándose con un profundo suspiro.
Lavery se había parado, como clavado en el suelo, acariciándose la barba.
Ellery hizo una pausa, dando vuelta entre sus manos a las gafas.
—Estoy muy interesado en su trabajo, señor Lavery —declaró al fin con una sonrisa encantadora—. Aunque temo que mis estudios de estética no se vieron demasiado abrumados por la decoración interior moderna. En realidad, me interesó en extremo su conferencia sobre Bruno Paul…
—De manera que asiste usted a mis conferencias, ¿eh? —exclamó Lavery, enrojeciendo de placer—. Tal vez me mostré demasiado entusiasta de Paul… Ah, le conozco mucho.
—¿Sí? —inquirió Ellery casualmente—. Bueno, supongo que usted habrá estado alguna otra vez en América, señor Lavery. Su inglés apenas tiene el menor acento galo.
—Oh, he viajado bastante —admitió Lavery—. Ésta es mi quinta visita a Estados Unidos, señor Queen… ¿no es así?
—Sí, tengo la suerte de ser un vástago del inspector —sonrió Ellery—. Señor Lavery, ¿cuántas demostraciones al día se celebran en este escaparate?
—Sólo una.
—¿Qué tiempo dura cada demostración?
—Exactamente treinta y dos minutos.
—Interesante —murmuró Ellery—. A propósito, ¿está siempre abierta la puerta de este escaparate?
—Nada de eso. Aquí dentro hay siempre algunas piezas valiosas. Siempre está cerrada, excepto en los momentos de la demostración.
—Claro, soy un estúpido —sonrió Ellery—. Usted tendrá una llave, claro.
—Existen varias, señor Queen —respondió Lavery—. La idea de la cerradura es impedir que durante el día entre nadie aquí y que por la noche puedan penetrar los ladrones. Cabe suponer que después del cierre, en un establecimiento tan bien custodiado como éste, con aparatos de alarma y vigilantes, los escaparates están bien protegidos contra los robos.
—Si me permite la interrupción —resonó débilmente la voz de Mackenzie, el encargado—, yo puedo aclarar mejor que el señor Lavery el asunto de las llaves.
—Encantado —asintió Ellery, volviendo a juguetear con las gafas.
El inspector, sentado en la cama, lo contemplaba todo en silencio.
—Poseemos cierto número de llaves duplicadas —explicó Mackenzie—, de cada uno de los escaparates. En este caso particular, el señor Lavery tiene una; Diana Johnson, la modelo, posee otra (que deja en el escritorio del Despacho de Empleados cuando sale); el encargado de la planta baja y el detective del piso poseen una cada uno, y una serie de pares de llaves de todos los escaparates en el despacho general del entresuelo. Sí, mucha gente podría apoderarse de una de esas llaves.
Ellery no pareció preocupado. Súbitamente fue a la puerta, la abrió, miró hacia fuera y volvió al interior del falso dormitorio-salón.
—Señor Mackenzie, ¿quiere por favor llamar al empleado del mostrador de artículos de piel, enfrente de este escaparate?
Mackenzie salió y no tardó en regresar con un individuo de media edad, bajo y fornido. Tenía la cara pálida y estaba muy nervioso.
—¿Ha estado de servicio toda la mañana? —inquirió Ellery amablemente. El otro asintió con el gesto—. ¿Y ayer por la tarde? —nueva afirmación—. ¿Ha abandonado su puesto en algún momento de esta mañana o ayer por la tarde?
—No, señor —el empleado habló con tono de completa seguridad.
—Muy bien —murmuró Ellery—. ¿Observó, durante esta mañana o ayer por la tarde, si entraba o salía alguien de este escaparate?
—No, señor. No me he movido para nada del mostrador, y habría visto si alguien entraba o salía de aquí, señor. No… no he tenido demasiado trabajo —añadió el empleado, dirigiéndole una mirada a Mackenzie.
—Gracias.
El empleado se marchó con ligereza.
—Bien —suspiró Ellery—. Al parecer progresamos, aunque nada tenga aún una forma definida.
Se encogió de hombros y volvió a mirar al francés.
—Señor Lavery, ¿quedan iluminados los escaparates después de anochecido?
—No, señor Queen. Después de cada demostración se corren las persianas, y no vuelven a levantarse hasta el día siguiente.
—Entonces —Ellery destacó las palabras—, supongo que esas lámparas son falsas.
Todos los ojos siguieron ávidamente la dirección del dedo índice de Ellery. Estaba señalando unas lámparas de cristal que colgaban del techo y sobresalían de la pared.
Por toda respuesta, Lavery se acercó a la pared del fondo y tras manipular un instante, sacó una lámpara. Donde hubiera debido estar la bombilla no había nada.
—Aquí no necesitamos luces —explicó—, por lo que no instalamos ninguna.
Con gran rapidez volvió a colocar la lámpara en su sitio.
Ellery dio un paso al frente con decisión. Mas de pronto retrocedió y se volvió hacia su padre.
—A partir de ahora —anunció con solemnidad—, estaré callado y, latínicamente, pasaré por un filósofo.