Barbara Braun estaba asomada a una ventana del segundo piso de una casa de ladrillo rojo en Waverly Place, mirando pensativamente a la calle. Abajo, tres chiquillos jugaban. El juego consistía en recorrer a la pata coja un intrincado camino a través de una serie de cuadrados que habían marcado con tiza sobre el pavimento. Un vendedor ambulante, que empujaba un carrito lleno de pirámides de brillantes manzanas, pasó gritando:
—¡Alla-walla-woosika! ¡Alla-walla-woo-SI-ka!
Al otro lado de la calle una mujer asomó la cabeza por una ventana y chilló: ¡Fran-CIS! ¡Fran-cis!
Uno de los chiquillos levantó la cabeza.
—¿Qué, mamá? ¡Oh, mamá; todavía no!
Por detrás de Barbara se volvieron a oír los clics esporádicos de las teclas de una máquina de escribir. Miró rápidamente por encima del hombro a su amiga Nikki Porter y luego volvió a mirar a la calle.
Le gustaba Nikki. Le gustaba y la admiraba, y le estaba agradecida. No sabía exactamente qué habría hecho si no hubiese sido por Nikki. Se parecían en muchas cosas. Tenían la misma edad; casi la misma estatura; ambas eran esbeltas, e incluso su tez era similar. Pero Nikki era más guapa; Barbara lo reconocía; y era más vivaz, más impulsiva. No se podía predecir qué es lo que haría al momento siguiente, algo temerario y atolondrado, desde luego. Ella, Barbara, no era impulsiva. Era paciente, pero resuelta No había dejado su casa por un impulso. Lo había pensado todo antes. Lo había vuelto a pensar. Su padre —él le habría hecho la vida imposible—. Porque ella amaba; ella amaba a Jim. Y Jim la amaba a ella, lo sabía. Pero ¡su madre!
Pobre madre.
Barbara suspiró.
Sí, cuando se había puesto enferma —cuando había cogido frío y había pescado la ictericia, precisamente la ictericia—, ¿quién la habría cuidado (estaba tan débil como un gatito) si Nikki no la hubiese llevado con ella? Nikki, prácticamente una desconocida entonces. Sí, Nikki era amable. Nikki haría cualquier cosa por una amiga. Y Nikki era valiente, seguía intentándolo, aunque nadie quería comprar nada de lo que escribía. Nikki intentaba ser escritora. ¡Pobre y valiente Nikki!
Un sonoro zumbido producido al arrancar una hoja de la máquina de escribir sobresaltó a Barbara. Se volvió y vio a Nikki que rasgaba con furia la hoja, convirtiéndola en confetti, y arrojaba los pedacitos en la papelera, al lado del escritorio.
—¡Nikki!
Nikki miró hacia ella a través de la habitación, con sus ojos echando chispas.
—Es ese miserable idiota otra vez.
—¿Qué idiota?
—¡Ese maldito, redomado, fanfarrón de Ellery Queen! ¿Sabes lo que me dijo el editor esta mañana, el despreciable gusano?
—¿Qué?
—Insinuó que era una plagiaria, ¡que copiaba mis ideas de Ellery Queen! Dijo que tenía que escribir algo a partir de mi propia experiencia, no valerme de la de otra persona. ¡La caradura de ese hombre!
—Quizá estás influida inconscientemente por Ellery Queen —dijo Barbara intentando calmarla—. Has leído muchos libros suyos.
—Ahora no me digas tú eso también —Nikki sacudió sus rizos—. ¿Es que soy responsable de lo que hice en mi infancia? Soy adulta ahora y sé qué clase de basura escribe él. Admito que ese estúpido envenenó mi mente de adolescente. Pero he crecido en los dos últimos años y he extraído el veneno de mí. Desprecio sus obras. Puedo volver a los poemas infantiles, pero nunca a Ellery Queen, el muy pedante, el muy cerdo, quiero decir[3].
—Pero ¿qué tiene que ver el señor Queen con lo que acabas de escribir? —preguntó Barbara con inocencia.
Los ojos oscuros de Nikki se oscurecieron aún más.
—Estaba justamente empezando una nueva historia de misterio, llamada La casa al lado del camino. El escenario era una cabaña solitaria cerca de los basureros de Trenton. Luego me acordé que ese Queen ya había utilizado ese escenario en un montón de basura muy bien empaquetada llamado Casa a mitad de camino. ¡Debería haber supuesto que si me dedicaba a hurgar en un basurero acabaría encontrándome con Ellery Queen!
Barbara consiguió ahogar una sonrisa.
—Seguramente te estoy distrayendo. Voy a acostarme un rato. De cualquier manera se supone que debo descansar media hora.
—No me molestas en absoluto —protestó Nikki—. Es que ¡es igual! ¿Cómo te encuentras, Babs? —preguntó, examinando a su amiga.
—Excelente. Podría dirigir una de las clases de ejercicios de rehabilitación ahora mismito. Jim me está mimando, es un cielo.
—No estás ya ni un poquitín pálida —dijo Nikki—. Tus mejillas son un par de primaveras. Pero Jim tiene razón. Tómatelo con calma durante un cierto tiempo, querida. Te lo enviaré cuando venga. Ve a acostarte.
Mientras Barbara cerraba la puerta del dormitorio, Nikki colocó una nueva hoja de papel en la máquina de escribir. Durante mucho tiempo se quedó contemplando las teclas con furiosa intensidad. A juzgar por las contorsiones faciales que realizaba ocasionalmente, su concentración le estaba causando un tormento mental considerable. Por fin su frente se aclaró. Se sentó erguida y mecanografió alegremente en mayúsculas a lo largo de la parte superior de la hoja:
EL MISTERIO DE LA ALFOMBRA PERSA
Por
NIKKI PORTER
Al golpear su dedo la última R de Porter se escuchó un golpe en la puerta. Atravesó la habitación y, abriendo la puerta una rendija, miró hacia fuera.
—¡Oh, Jim! Entra. Barbara ha estado mirando por la ventana a ver si venías —abrió la puerta del todo.
—¿Qué tal estás, Nikki, querida, y cómo está mi Barbara? —preguntó el doctor Rogers entrando.
Nikki cerró la puerta.
—Fresca como las malvas. Está ahí dentro, esperándote —Nikki apuntó con un dedo hacia la puerta del dormitorio.
Nikki volvió a la máquina de escribir. Estaba mirando fijamente la hoja todavía en blanco a no ser por el título, cuando, después de un intervalo de tiempo sorprendentemente corto, Jim volvió a la habitación, cerrando cuidadosamente la puerta tras él.
—Nikki —dijo en un tono de voz apresurado y bajo—. Yo no se lo podía decir hoy. Quiero esperar un día o así hasta que ella esté un poco más fuerte. Después de todo, realmente no hay necesidad de correr. Te das cuenta, Nikki, hemos descubierto que el señor Braun tiene cáncer. No le quedan muchas semanas de vida.
—¡Oh, qué horrible! —Nikki se llevó los dedos a la boca y le miró con asombro.
—Tendré que convencer a Barbara para que vaya a su casa, Nikki. Es mi deber, aunque su padre no ha cambiado. Incluso el saber que se está muriendo no le ha cambiado. Todavía siente lo mismo hacia ella. Es difícil comprender cómo nadie puede ser tan condenadamente duro.
—Entonces no debe volver —susurró Nikki—. Si el señor Braun está así en su lecho de muerte, ¡oh!, sería demasiado cruel para Babs.
—Sinceramente, espero que no lo haga. Pero puedes ver mi posición. No puedo cargar con la responsabilidad. Tendré que decírselo. ¡Es necesario! Pero, Señor, espero que no vaya. Es el tipo más tenaz que he conocido, Nikki.
—No irá —dijo Nikki con firmeza.
—Volveré mañana —dijo Jim—. Tan pronto como pueda salir de allí —salió apresuradamente.
Nikki se sentó delante de la máquina de escribir, sumida en sus pensamientos. No estaba pensando ya en su nueva novela de misterio. Sabía que, a pesar del amor que Barbara sentía por Jim, su amiga estaba sufriendo, sufriendo y guardándose su dolor. Su padre no le haría más daño. Quizá si Jim le dijera a la señora Braun dónde estaba Barbara.
Nikki no sabía cuánto tiempo llevaba pensando. Fue sacada de su ensimismamiento por un fuerte golpe en la puerta. Miró hacia ella y parpadeó. ¿Quién demonios? El fuerte golpe volvió a sonar.
Se levantó y, abriendo un poquito la puerta del dormitorio, susurró:
—Babs, hay alguien en la puerta No salgas. Estate absolutamente callada —vio la mirada asustada en los ojos de Barbara y su asentimiento para que viese que lo había entendido. Cerrando a Barbara, Nikki se acercó de puntillas a la puerta de entrada y apoyó la oreja en ella.
—¿Quién está ahí?
—El hombre del gas. Para leer el contador, por favor —canturreó una alegre voz.
Abrió la puerta un poquitín, poniendo el pie contra ella. El joven que vio no parecía en lo más mínimo un empleado de la compañía de gas. Por lo menos ella no había visto a ninguno con pantalones de franela gris claro y abrigo de mezclilla. Empezó a empujar la puerta, para cerrarla. No cedió ni un centímetro. Miró hacia abajo y vio la punta de un zapato muy brillante que asomaba por la ranura. Apoyó el hombro contra la puerta y empujó con todas sus fuerzas. Estrujaría el pie hasta que chillara de dolor. ¡Pedazo de bruto!
Sintió que iba resbalando lentamente hacia atrás como si una fuerza irresistible estuviera al otro lado de la puerta. Luego el hombre entró en la habitación. Se la quedó mirando con una sonrisa. No era una sonrisa amenazadora, ni siquiera protectora. Era una sonrisa de pura diversión, y por eso mismo más exasperante todavía.
—¡Bien! —dijo ella sin aliento, echándose hacia atrás—. ¡Bien! Váyase de aquí antes de que le destroce la cara con las uñas.
—Mmm, mal genio, ¿eh? —sonrió.
Vagamente, a través de su ira, percibió unos ojos gris acero considerablemente agudos, una cara americana de rasgos correctos y una sonrisa divertida. Era alto, además —alrededor de seis pies. Fuertes hombros. Dientes bonitos. Sonrisa agradable—. Pero ella podía llegar hasta él y arrancar esa sonrisa con las uñas.
—¿Se va a ir? —dijo ella, curvando los dedos agresivamente.
—No —dijo él, y entró más en la habitación.
Nikki no cedió ni una pulgada. Sus manos se alzaron. Él vio las uñas pintadas de escarlata y su sonrisa se hizo más ancha.
—¿Quién es usted? —preguntó ella.
—Soy un detective privado —dijo el señor Ellery Queen sin siquiera un parpadeo—. Licencia seiscientos sesenta y seis. Vamos, vamos, señorita Braun, ¡se acabó el juego!