XIV
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l entierro de fray Humilis reunió en la hospedería de la abadía a todos los representantes de la pequeña nobleza del condado y de la mayoría de los monasterios benedictinos de la región. El gobernador y el preboste de la ciudad asistirían sin duda a la ceremonia, tal como ciertamente harían muchos de los notables y mercaderes de Shrewsbury, más en virtud de las trágicas y dramáticas circunstancias de la muerte de aquel hombre que del conocimiento que tuvieran de él en su breve estancia en la ciudad. La mayoría de ellos jamás le había visto, pero conocía su fama antes de tomar el hábito y consideraba que su nacimiento y muerte en aquella comarca le hacían acreedor de ciertos derechos. Sería una solemne ocasión digna de una sepultura dentro de la iglesia, un privilegio que raras veces se otorgaba.
Reginaldo Cruce llegó de Lai un día antes de la ceremonia, perversamente satisfecho de todo lo que Nicolás había descubierto y alegrándose rencorosamente de que el malandrín que se había atrevido a cometer un acto de violencia contra un miembro de la familia Cruce se encontrara a buen recaudo y hubiera reconocido tácitamente su culpabilidad, aunque faltaran todavía algunas formalidades legales para celebrar el juicio. Hugo no dijo nada capaz de empañar su satisfacción.
Reginaldo sostuvo el anillo esmaltado en la ancha palma de su mano y estudió sus complicados adornos con interés.
—Sí, lo recuerdo. Es curioso que este pequeño objeto sea el que haya de condenarle. Recuerdo que mi hermana tenía otra sortija que apreciaba mucho, tal vez porque se la habían regalado de niña cuando sus dedos eran demasiado chicos para retenerla. Se la envió Marescot tras la conclusión del compromiso. Era muy antigua y se había transmitido de esposa en esposa en su familia. La solía llevar pendiente del cuello en una cadena porque en los dedos le estaba grande. Estoy seguro de que no la debió dejar.
—Ésa es la única que constaba en la lista de objetos valiosos que llevaba consigo —dijo Nicolás, recuperando la pequeña alhaja—. He prometido devolvérsela a la esposa del platero de Winchester.
—La lista correspondía a los objetos que llevaba como dote. Probablemente tenía intención de guardar la sortija que le envió Marescot. Era de oro, una serpiente de ojos rojos que se enroscaba en dos vueltas alrededor del dedo. Tan antigua que las escamas estaban desgastadas. Me pregunto dónde habrá ido a parar —dijo Reginaldo—. Ya no quedan Marescot de esa rama que puedan transmitirla de esposa en esposa.
Ya no quedan Marescot ni Julianas, pensó Nicolás. Una doble y lamentable pérdida a la cual la venganza que ahora parecía tener firmemente en sus manos no podría compensarle. «Si os equivocáis y ella está viva y quiere recuperar la sortija —le había dicho la esposa del platero—, devolvédsela y pagadme lo que estiméis justo». Si tuviera más oro que el que pudieran juntar el rey y la emperatriz, pensó Nicolás, alimentando el dolor que ardía en su pecho, ni siquiera eso sería suficiente para pagar tan inefable dicha.
Fray Cadfael llevaba unos cuantos días actuando con extremada modestia y circunspección. Cumplía estrictamente el horario, se mostraba inmediatamente dispuesto a prestar cualquier servicio y procuraba librarse por todos los medios de la reprobación que los cielos pudieran albergar contra él. Estaba seguro de que el previsto fin no sólo sería beneficioso para la abadía y la Iglesia sino también vitalmente necesario para la paz espiritual de aquéllos cuyo destino sería seguir viviendo, ahora que Humilis se había despojado de la esclavitud del cuerpo y estaba a salvo para siempre. En cuanto a los medios… no estaba demasiado seguro de que los medios estuvieran por encima de cualquier reproche. Pero ¿qué puede hacer un hombre, o una mujer, sino aprovechar lo que tiene a mano?
Se levantó muy temprano el día del entierro con el fin de disponer de un poco de tiempo para sus fervientes plegarias personales antes de prima. Buena parte de ello dependería de aquel día y con razón se sentía inquieto y necesitaba recurrir a santa Winifreda en demanda de indulgencia, ayuda y perdón. Ella le había perdonado otras veces por haber hecho uso de medios muy irregulares para alcanzar deseables fines, mostrándole su amable favor cuando otros santos patronos hubieran podido fruncir el ceño.
Sin embargo, aquella mañana la santa había recibido a otro peticionario antes que él. Alguien se encontraba casi prosternado sobre las tres gradas de su altar. Las rígidas líneas del cuerpo y las extremidades, el convulso nudo de las manos entrelazadas y retorcidas sobre la primera grada denotaban una necesidad por lo menos tan extrema como la suya propia. Cadfael retrocedió en silencio hacia las sombras y esperó. Al cabo de un rato angustiosamente largo, el peticionario se incorporó muy despacio, como si fuera un lisiado, se levantó y se retiró hacia la puerta sur del claustro. Fue una sorpresa descubrir a fray Urien tan solo y acongojado a una hora tan temprana. Cadfael nunca había prestado demasiada atención a fray Urien. Pero ¿acaso había alguien que lo hiciera? ¿Alguien que hablara con él y le tuviera amistad? Aquel hombre había elegido voluntariamente la soledad.
Cadfael rezó sus oraciones. Había hecho lo que, a su juicio, era lo mejor, contando con unos leales e ingeniosos ayudantes; ahora sólo podía depositar confiadamente el asunto en los tolerantes brazos galeses de santa Winifreda, recordarle que él era un lejano pariente suyo y dejarle el resto a ella.
En la mañana de un claro y templado día, con toda la ceremonia y los honores correspondientes, fray Humilis, en el siglo Godfrid Marescot, fue enterrado en el crucero de la iglesia abacial de San Pedro y San Pablo.
Cadfael había estado buscando en vano a una determinada persona y no la había encontrado, pero, tras haber dejado el asunto en manos de la santa, abandonó la iglesia sin excesiva inquietud. Mientras los monjes salían al gran patio, precedidos por el abad Radulfo, apareció ella, tan pulcra, competente y agraciada como siempre, esperando junto a la caseta de vigilancia para acercarse a la concurrencia cual un solitario guerrero que avanzara impávido contra un ejército. Tenía el don de la oportunidad y conseguiría congregar en torno a sí a un gran número de testigos.
Sor Magdalena del convento benedictino de Godric’s Ford había sido la bella y mundana amante de un barón a quien siempre guardó una honrada fidelidad. Ahora en su nueva vocación, era tan leal a su palabra y a su vínculo como había sido entonces. Si llevaba alguna escolta de honrados campesinos de los bosques occidentales en esta ocasión, les habría ordenado retirarse discretamente en aquel momento. El campo era enteramente suyo.
Era una rolliza y sonrosada dama de mediana edad, cuyos brillantes ojos y cuya belleza estaban sabiamente atemperados por la austera blancura de su toca y por la negrura de su sencillo hábito, por lo menos, cuando no surgía en su mejilla el seductor hoyuelo, tan deslumbrante como el movimiento de un dorado pececillo para desaparecer de nuevo con la misma rapidez y suavidad con que el agua de una corriente recupera la calma momentáneamente alterada. Cadfael la conocía desde hacía algunos años y había tenido ocasión de confiar en ella más de una vez en complejas cuestiones. Su confianza en ella era absoluta.
Avanzó decorosamente hacia el abad, miró de soslayo, desviándose un poco hacia Hugo, y consiguió detener conjuntamente a la autoridad eclesiástica y a la seglar. Los restantes asistentes a la ceremonia, monjes, sirvientes y habitantes de la ciudad, salieron de la iglesia y esperaron respetuosamente para que la nobleza pudiera dispersarse sin impedimento.
—Mis señores —dijo sor Magdalena, repartiendo su reverencia entre la Iglesia y el Estado—, os suplico disculpéis mi retraso, pero las recientes lluvias han inundado algunas partes del camino y yo no salí con el suficiente tiempo como para afrontar las demoras. Mea culpa! Rezaré en privado por nuestros hermanos y espero asistir a la misa que aquí se celebrará por ellos y enmendar mi falta.
—Ya sea tarde o temprano, hermana, tenéis la bienvenida asegurada —respondió el abad—. Deberíais quedaros uno o dos días hasta que los caminos estuvieran nuevamente expeditos. Y ciertamente seréis mi invitada en el almuerzo ahora que estáis aquí.
—Sois muy amable, padre —contestó sor Magdalena—. Habiendo llegado con tanto retraso, no me hubiera atrevido a molestaros ahora, pero soy portadora de una carta para el señor gobernador —añadió, mirando a Hugo con la cara muy seria mientras mostraba la hoja de pergamino enrollada y sellada que sostenía en su mano—. Debo explicaros cómo ha llegado esta misiva a Godric’s Ford. La madre Mariana recibe regularmente cartas de la priora de nuestra casa madre en Polesworth. En la más reciente, recibida ayer, se incluía esta otra carta de una dama que llegó en compañía de otros viajeros y que ahora está descansando de las fatigas del viaje. Está dirigida al señor gobernador del condado de Shrop y lleva el sello de Polesworth. La he traído conmigo en esta ocasión porque consideramos que puede ser importante. Con vuestra venia, padre, aquí la entrego.
Sólo ella supo cómo consiguió hacerlo, pero lo cierto era que tenía una habilidad especial para atraer la atención de la gente de tal modo que ésta creyera que se iba a perder algún prodigio en caso de que se alejara de ella. Nadie se movió, nadie empezó a cuchichear, el único movimiento que hubo en el patio fue el de aquéllos que aún se estaban acercando al grupo desde la periferia para encontrar un lugar desde el que poder ver y oír mejor. Sólo se oía el leve susurro de las prendas de vestir de los presentes y de sus pies moviéndose en el suelo cuando Hugo tomó el rollo. El sello estaba inmaculado porque era también el sello del monasterio de Godric’s Ford, dependiente de Polesworth.
—¿Tengo vuestra venia, padre? Podría ser algo importante.
—Faltaría más, leed —contestó el abad.
Hugo rompió el sello y desenrolló la hoja. Después, frunciendo el ceño, empezó a leer con profunda atención. En el patio, los hombres contenían el aliento o lo exhalaban con cuidado y suavidad.
Se respiraba una gran tensión en el aire después de lo ocurrido.
—Padre —dijo Hugo, levantando bruscamente la vista—, aquí hay algo que os concierne más a vos que a mí. Otros tienen más que ver en este asunto y merecen y necesitan saber de inmediato lo que aquí se expone. ¡Es un portento y de tal alcance que debería anunciarlo en una proclama pública! Con vuestra venia, así lo haré aquí y ahora ante todos los presentes. No fue necesario que levantara la voz porque todos los oídos estuvieron atentos a sus palabras mientras leía con voz clara y segura:
Mi señor gobernador,
Ha llegado a mis oídos, para mi gran consternación, que en mi propio condado se rumorea que estoy muerta y que fui objeto de un robo y un asesinato. Me apresuro por tanto a enviaros la presente misiva para dar testimonio de que no sufrí tal afrenta sino que me encuentro sana y salva bajo la hospitalidad de las monjas de Polesworth. Lamento que vidas y honores hayan corrido injustamente peligro por mi culpa, algunas pertenecientes tal vez a buenos amigos y siervos míos. Pido perdón si he sido instrumento de aflicción y trastorno para algunos a través de mi silencio, aunque yo no lo supiera. Habrá las oportunas compensaciones.
En cuanto a mi existencia hasta ahora, confieso con toda humildad que llegué a dudar de la autenticidad de mi vocación religiosa antes de llegar a mi destino y, por esta razón, he servido en retiro sin haber hecho los votos. En el priorato de Sopwell, en Saint Albans, una mujer devota puede vivir una existencia de santidad y servicio sin tomar el hábito gracias a la caridad del prior Godofredo. Ahora, habiendo llegado a mi conocimiento que me dan por muerta, deseo mostrarme ante todos aquéllos que me conocen para que ya nadie pueda sufrir ni correr ningún peligro por mi causa. Os ruego, mi señor, que así se lo hagáis saber a mi buen hermano y a todos mis parientes y que me sea enviado algún hombre de confianza que pueda conducirme sana y salva a Shrewsbury por lo cual estaré eternamente agradecida a vuestra señoría.
Juliana Cruce
Mucho antes de que Hugo terminara la lectura de la carta ya habían empezado a escucharse unos murmullos que se abrieron paso como un repentino vendaval entre los presentes, seguidos de unos zumbidos como de enjambres de abejas. De pronto, el sobrecogido silencio de Reginaldo estalló en rugido de asombro, perplejidad y alegría:
—¿Mi hermana vive? ¡Está viva! Por Dios que nos habíamos equivocado…
—¡Está viva! —repitió Nicolás en un aturdido susurro—. Juliana está viva… viva y a salvo…
El murmullo se trocó en un pulsante coro de asombro y emoción, por encima del cual la voz del abad Radulfo se elevó exultante de júbilo:
—La misericordia de Dios es infinita. Entre las sombras de la muerte nos muestra su milagrosa bondad.
—¡Hemos agraviado a un hombre honrado! —gritó Reginaldo, tan vehemente en la enmienda como en la acusación—. ¡Le había sido tan fiel como decía! Ahora lo veo claro… todo lo que vendió, lo vendió por ella, ¡sin duda que lo hizo por ella! Sólo con los objetos que eran suyos… mi hermana tenía derecho a hacer lo que quisiera…
—Yo mismo iré a buscarla a Polesworth junto con vos —dijo Hugo— y Adán Heriet será liberado de su encierro y nos acompañará. ¿Quién tendría mejor derecho?
El entierro de fray Humilis se había convertido en un instante en la resurrección de Juliana Cruce, el duelo se había trocado en celebración y el Viernes Santo en gozosa Pascua.
—Una vida arrebatada y una vida restaurada es un perfecto equilibrio —dijo el abad Radulfo— para que así no temamos ni la vida ni la muerte.
Fray Rhun salió del refectorio sumido en una extraña mezcla de placer y dolor, y con ella se fue a la quietud y soledad de los vergeles de la abadía junto al Gaye. No encontraría a nadie a aquella hora si saliera por el huerto de la cocina, cruzara los campos y bajara hasta el límite de las tierras de la abadía. Más allá, los árboles bajaban hasta la orilla del río. Allí se detuvo, contemplando la corriente en la que Fidelis había desaparecido.
El agua aún bajaba impetuosa y oscura, pero el nivel había descendido un poco aunque todavía formaba unos plateados charcos en los prados de la otra orilla. Rhun pensó en el cuerpo de su amigo, arrebatado bajo aquella opaca superficie y perdido sin posibilidad de recuperación. La mañana había sido testigo de la vuelta a la vida de una mujer dada por muerta y, aunque ello fuera un motivo de alegría, no compensaba el dolor que él sentía por la pérdida de Fidelis. Le echaba de menos con angustiosa intensidad si bien no le había dicho ni una sola palabra a nadie sobre la pena que lo embargaba, ni había respondido cuando otros habían hallado las palabras que a él le habían faltado para expresar su dolor.
Cruzó los límites de las tierras de la abadía y avanzó entre los árboles para ver mejor el siguiente trecho del río. De pronto, se detuvo y retrocedió. Alguien había llegado allí antes que él, una criatura todavía más afligida que él. Fray Urien permanecía acurrucado sobre la fangosa hierba entre los arbustos de la orilla, contemplando el rápido paso de los remolinos. Corriente abajo, los empañados espejos de agua que punteaban los prados habían sido alimentados desde la tormenta por dos noches de suave lluvia y, una vez llenos, ya no se podrían vaciar sino que se tendrían que secar poco a poco. Su apacible serenidad, reflejando el pálido azul del cielo y la fugaz blancura de las nubes, hacía que la demoníaca velocidad de la corriente pareciera, más que un mero aspecto de la naturaleza, una perversa fuerza que engullía a los hombres.
Rhun se había acercado sin hacer ruido, pero Urien se percató de que no estaba solo y se volvió a mirar con ojos hundidos y expresión hostil.
—¿Tú también? —preguntó en tono apagado—. ¿Por qué tú? Fui yo quien destruyó a Fidelis.
—¡No, tú no hiciste tal cosa! —protestó Rhun, saliendo de los arbustos para situarse a su lado—. No debes decirlo, ni tan siquiera pensarlo.
—Necio, tú sabes lo que hice, ¿por qué negarlo? Tú lo sabes e hiciste lo que pudiste por deshacerlo —dijo Urien con tristeza—. Le acosé, le amenacé… yo destruí a Fidelis. Si tuviera valor, seguiría su mismo camino, pero me falta el valor.
Rhun se sentó a su lado sobre la hierba, muy cerca, pero sin rozarle, y contempló detenidamente la tensa y amarga expresión de su rostro.
—No has dormido —dijo con dulzura.
—¿Cómo podría dormir, sabiendo lo que sé? No he dormido, no, y tampoco he comido, pero se tarda mucho en morir por no comer. Un hombre puede pasar varias semanas sólo con agua. Y yo no tengo paciencia ni soy valiente. Sólo me queda un camino y es el de la plena confesión. No para buscar la absolución, no… sino el justo castigo. Ya me estoy preparando para ello. Pronto terminaré de una vez con todo.
—¡No! —exclamó Rhun con súbita y violenta autoridad—. Eso no debes hacerlo.
No tenía muy claro por qué motivo la cuestión le parecía tan urgente, pero algo le rondaba por la cabeza, una profunda verdad que sólo podía atisbar de soslayo en fugaces destellos por el rabillo de su ojo mental. Cuando trataba de mirarla directamente, se desvanecía. La vida y la muerte eran unos misterios. Una vida arrebatada y una vida restaurada son un perfecto equilibrio, había dicho el abad Radulfo Una vida arrebatada y una vida restaurada casi en el mismo instante…
De repente, lo vio. La luz brilló esplendorosamente ante sus ojos, el peso que le oprimía el corazón desapareció. ¡Un perfecto equilibrio, sí! Se quedó tan extasiado y tan rebosante de claridad, que todos sus sentidos se concentraron en el resplandor interior como unas manos ateridas de frío sobre una reconfortante hoguera, por lo que apenas oyó la salvaje voz de Urien, diciendo:
—Debo hacerlo y lo haré. ¿Cómo podría resistirlo solo?
Rhun se agitó y despertó de su extasiada dicha.
—No tienes por qué estar solo —dijo—. Ahora no lo estás. Yo estoy aquí contigo. Dime a mí lo que quieras, pero nunca se lo digas a nadie más. Puede que ni un confesonario pudiera guardar el secreto. Entonces destruirías de verdad todo lo que fue y lo que hizo Fidelis, lo ensuciarías y lo convertirías en un objeto de escarnio, en un escándalo que arrojaría una sombra sobre todos nosotros, sobre la orden y, por encima de todo, sobre su memoria… —Rhun se detuvo y esbozó una sonrisa—. ¡Ya ves tú lo fuerte que es el hábito! Pero yo sé… ahora sé lo que podrías decir y por el buen nombre de Fidelis nunca deberás decir. Estoy seguro de que lo comprendes tan bien como yo. ¡No causes más daño! Soporta lo que tengas que soportar y guarda silencio como lo guardó Fidelis.
El pétreo rostro de Urien se estremeció y se derritió súbitamente como la cera. Cruzando fuertemente los brazos sobre los ojos, Urien agachó la cabeza sobre la mojada y crecida hierba y estalló en una terrible tormenta de secos y silenciosos sollozos. Rhun se inclinó hacia él y abrazó confiado los temblorosos hombros. Un profundo gemido recorrió todo el cuerpo de Urien, dejándolo inmóvil y debilitado al contacto. En otra ocasión Urien le había tocado y Rhun le había mirado a los ojos, llenándole de rabia y vergüenza.
Ahora Rhun tocó a Urien y lo rodeó con su brazo mientras toda la rabia y la vergüenza desaparecían con un suspiro y lo dejaban limpio.
—Guarda el secreto. Debes hacerlo, si le amabas.
—Sí… sí —dijo Urien con la voz entrecortada.
—Por él… —esta vez, Rhun se volvió sonriendo para rectificar lo que acababa de decir—. ¡Por ella!
—Sí, sí… hasta la tumba. ¡Quédate conmigo!
—Estoy aquí. Cuando nos vayamos, nos iremos juntos. ¿Quién sabe? Hasta el mal que ya se ha hecho puede que no sea irreparable.
—¿Acaso los muertos pueden revivir? —preguntó Urien amargamente.
—¡Basta que Dios lo quiera! —contestó Rhun, que tenía buenas razones para creer en los milagros.
Juliana Cruce llegó a la abadía de San Pedro y San Pablo justo a tiempo para asistir a la misa por las almas de fray Humilis y fray Fidelis, ahogados juntos en la gran tormenta. Era el segundo día después del entierro de Humilis, un fresco día de suave cielo azul y suave tierra verde en el que el esplendor del verano se había restablecido brevemente. Para entonces, todos los habitantes de Shrewsbury y sus alrededores ya conocían la historia de la mujer que había vuelto a la vida y sentían curiosidad por presenciar su regreso. Había una gran multitud congregada en el patio cuando ella entró cabalgando al lado de su hermano y seguida por Hugo Berengario y Adán Heriet. Una vez en el patio, los viajeros desmontaron y los mozos se hicieron cargo de los caballos. Reginaldo tomó la mano de su hermana y avanzó con ella hacia el pórtico de la iglesia en medio de la expectación de los presentes.
Cadfael estaba un poco preocupado por aquel momento y se había situado al lado de Nicolás Harnage para poder tirar de su manga en gesto de brusca advertencia en caso de que el asombro le impulsara a emitir algún indiscreto jadeo. Tal vez hubiera sido mejor advertirle de antemano y anticiparse al peligro. Pero, por otra parte, sería mejor que el joven jamás estableciera un nexo y, por consiguiente, merecía la pena correr el riesgo. Si nunca se viera obligado a considerar el formidable rival que lo había precedido y lo indeleble que tenía que ser el recuerdo de una lealtad inigualable, habría menos posibilidades de que sus galanteos tropezaran con una barrera infranqueable. En cambio, si se acercara a ella con toda inocencia, tendría la gran ventaja de haber contado con el afecto y la confianza de Godfrid Marescot y de haber demostrado ampliamente su preocupación por el bienestar de la doncella, cosas todas ellas merecedoras del mayor interés. En caso de que la reconociera y comprendiera en un instante la verdadera naturaleza de los acontecimientos, puede que se desalentara y no se atreviera a acercarse a ella pues, ¿quién podía suceder a Humilis y no sentirse inferior? Sin embargo, cabía también una pequeña posibilidad de que fuera lo bastante abierto como para aceptar todos los inconvenientes, mantuviera la boca cerrada y pusiera a prueba su suerte. Era un joven muy prometedor. Aun así, Cadfael se mantenía tensamente alerta con una mano en suspenso junto al codo del joven.
Juliana pasó entre la muchedumbre del brazo de su hermano. No era una gran belleza sino simplemente una muchacha de elevada estatura vestida con túnica y capa oscuras y una blanca toca con capuchón azul oscuro, enmarcando austeramente un sereno rostro ovalado. Sor Magdalena y Aline le habían proporcionado el atuendo más apropiado. El luto general impedía los brillantes colores, pero Aline había evitado cuidadosamente cualquier prenda que pudiera evocar la sombría negrura monacal. Ambas eran altas y esbeltas y, por consiguiente, el vestido le sentaba muy bien. El cabello de la tonsura tardaría algún tiempo en crecer, pero el hecho de ocultar por entero la orla de cabello castaño y de cubrir la mitad de la despejada frente había contribuido en gran manera a modificar la forma del severo rostro. Por si fuera poco, se había ennegrecido las pestañas para conferir un tono violeta al color gris claro de sus ojos. Manteniendo la cabeza muy erguida, pasó lentamente por delante de los hombres que habían vivido codo con codo con fray Fidelis durante muchas semanas y éstos no vieron en ella más que a Juliana Cruce, que nada tenía que ver con la abadía de Shrewsbury Era simplemente un prodigio momentáneo que pronto habría de caer en el olvido.
Nicolás la vio acercarse y experimentó una profunda gratitud ante el simple hecho de que estuviera viva. Puede que en su vida no hubiera lugar para él, pero, por lo menos, había recuperado los años que él había imaginado arrebatados por un cruel delito mientras que allí no parecía haber el menor delito. Podría intentarlo y tenía intención de hacerlo, aunque todavía no. Primero la joven tendría que conocerle pues no sabía nada de él a no ser que Hugo Berengario le hubiera revelado el papel que había desempeñado en su búsqueda. Pero ni siquiera eso le conferiría un derecho. El derecho se lo tendría que ganar.
Al acercarse al lugar que Nicolás ocupaba, la joven volvió la cabeza y le miró a los ojos. Un instante tan sólo, pero fue suficiente.
Cadfael le vio estremecerse y entreabrir los labios, tal vez para emitir un asombrado grito de reconocimiento. Pero, al final, no salió de su boca el menor sonido. Cadfael le había sujetado el brazo, pero se lo soltó en seguida al ver que no era necesario. Nicolás se volvió a mirarle con rostro deslumbradoramente radiante y le dijo en un rápido susurro:
—¡No os inquietéis! ¡Ahora el mudo seré yo!
Una mente tan rápida y ágil, pensó Cadfael complacido, no se amilanará ante los obstáculos. La doncella tenía apenas veintitrés años. Había tiempo. ¿Por qué una joven que había gozado previamente de la fiel compañía de un hombre extraordinario no iba a saber apreciar el valor de un segundo? Quisiera saber qué le dijo Humilis en Salton aquel último día. ¿Supo, al final, qué y quién era Fidelis? Confió en que sí. Conocía ciertamente los candelabros y la cruz que Hugo le había descrito y que ella se debió de llevar sin duda a Hyde, donde debieron convertirse en polvo. Pero, en tal caso, debió de tener sus dudas, medio temiendo que Fidelis hubiera tenido parte en la muerte de Juliana y medio preguntándose si… Pero, al final, cualquiera hubiera sido el medio por el cual le hubiera llegado la luz, debió de comprender la verdad.
En el sitial que había elegido al lado de fray Urien, Rhun se inclinó hacia su compañero para decirle en un susurro:
—¡Mira! ¡Mira a la dama! Ésa es la que hubiera tenido que ser la esposa de fray Humilis.
Urien miró, pero con unos ojos apagados que sólo veían lo que esperaban ver.
—Tú la conoces —dijo Rhun—. ¡Mírala bien!
Urien volvió a mirar y entonces la reconoció. El peso de la culpa y el dolor y la penitencia huyó de él como una alondra que levantara el vuelo. Dejó de cantar porque se le había hecho un nudo en la garganta y la lengua se le había quedado muda. Permaneció de pie debatiéndose entre el conocimiento y el asombro, heredero ahora del silencio de su antiguo compañero.
Juliana salió de la iglesia al soleado exterior, todavía bajo los efectos del asombro, el sufrimiento y la sensación de pérdida. Mirándola desde las sombras del claustro, Nicolás abandonó momentáneamente cualquier intento de acercarse a ella. Ahora que había comprendido al final la magnitud de lo que ella había hecho, le parecía imposible ofrecerle un vulgar matrimonio y un amor sin ningún aliciente especial. Todavía no, aún tardaría mucho tiempo. Pero podría esperar, se mantendría en contacto con su hermano, se aproximaría a ella poco a poco y sólo le abriría el corazón cuando comprendiera que el suyo ya estaba resignado y en paz.
La muchacha se detuvo y miró a su alrededor, retirando la mano de la de su hermano como si buscara a alguien a quien se sintiera obligada a expresar su gratitud. Una leve sonrisa le iluminó el rostro. Después, se acercó a Nicolás con la mano extendida. En su dedo medio, la pequeña serpiente de oro se enroscaba en doble espiral y Nicolás pudo ver el destello de unos ojos de rubíes.
—Señor —dijo Juliana con una voz casi tan chillona como la de un niño aunque tan dulce y suave como la seda—, el señor gobernador me ha contado todas las molestias que os habéis tomado por mí. Lamento haberos causado a vos y a otras personas tantas preocupaciones innecesarias. La gratitud es muy poca recompensa a cambio de tanta amabilidad.
La fría mano de la joven reposó firmemente en la suya. Su sonrisa era todavía distante, sin dar a entender ninguna identidad que no fuera la de Juliana Cruce. Nicolás hubiera podido pensar que la muchacha deseaba renegar de una mitad de su propia persona de no haber sido por la clara mirada de sus ojos grises, deseosos de hacerle partícipe de un secreto para el que no se precisaban palabras. Jamás sería necesario decir nada, porque ya todo se sabía y se comprendía.
—Señora —dijo Nicolás—, el hecho de veros viva y a salvo es toda la recompensa que yo quiero y necesito.
—Pero yo espero que vengáis pronto a visitarnos a Lai —dijo Juliana—. Os lo agradecería mucho porque deseo reparar mejor los daños.
Y eso fue todo. Nicolás besó la mano que sostenía en la suya y ella dio media vuelta y se alejó. Sin duda aquello no era más que un deseo de pagar una deuda de gratitud, tal como antes había pagado escrupulosamente todas sus deudas de dolor, fidelidad y amor. Pero se lo había pedido y no era una de aquellas mujeres que pedían algo sin quererlo de verdad. Nicolás se trasladaría a Lai muy pronto. Y se conformaría con el contacto de su mano, su pálida sonrisa y la confianza que sin duda había depositado en él hasta que le pareciera justo y honroso esperar algo más.
En la quietud de la tarde después de comer, sor Magdalena, Hugo Berengario y Cadfael estaban tranquilamente sentados en la cabaña del herbario. Todo había terminado, los curiosos se habían ido a casa y los monjes sólo conocían la pérdida de dos de los suyos que, por si fuera poco, habían estado con ellos muy breve tiempo y habían permanecido en cierto modo apartados de los demás. Muy pronto se convertirían en unas vagas figuras recordadas tan sólo en las plegarias cuando sus rostros se borraran de la memoria.
—Aún podrían quedar algunas preguntas delicadas —reconoció fray Cadfael— si alguien se tomara la molestia de indagar un poco más, pero nadie lo hará. La orden puede respirar nuevamente tranquila. No habrá escándalo, no se arrojarán difamaciones sobre Hyde o Shrewsbury, nadie se empeñará en sacar los trapos sucios, nadie cantará salaces baladas en los mercados sobre los monjes y sus mujeres, ningún obispo se abatirá sobre nosotros con sus condenas y ningún mordaz fraile carmelita nos fulminará con sus invectivas sobre la relajación y el libertinaje de los benedictinos… Y ninguna mancha empañará el nombre de esta pobre doncella, maculándola para toda la vida. ¡A Dios gracias! —concluyó fervorosamente.
Había descorchado una de sus mejores botellas de vino. Pensó que se lo merecían, amén de necesitarlo.
—Adán lo supo todo desde el principio —comentó Hugo—. Fue él quien le proporcionó las prendas que la convirtieron en mozo, él quien le cortó el cabello y vendió los objetos que le pertenecían para pagarse un alojamiento antes de que pudiera ingresar en Hyde. Cuando dijo que había muerto, expresó toda la amargura de su corazón porque la muchacha había muerto efectivamente al mundo por propia voluntad. Y, cuando yo le traje aquí desde Brigge, manifestó un ardiente deseo de saber algo de ella pues la había dado por muerta tras el incendio de Hyde. Sin embargo, al decirle yo que un segundo monje había venido con Godfrid desde Hyde, se tranquilizó porque comprendió quién debía de ser el segundo. Antes hubiera muerto que traicionarla. Sabía, como sabemos nosotros, las maldades de que son capaces los hombres.
—Y ella —dijo Cadfael— habrá comprendido, y yo así lo espero, la lealtad y entrega de que es capaz por lo menos un hombre. No tendrá más remedio que comprenderlo, pues son un reflejo de las suyas. No, la única solución posible era que Fidelis muriera y desapareciera sin dejar rastro para que Juliana pudiera regresar a la vida. Sin embargo, nunca pensé que la ocasión se presentara en la forma en que lo hizo…
—Pero vos supisteis aprovecharla sin tardanza.
—O entonces o nunca. De lo contrario, se hubiera descubierto. Madog jamás hubiera dicho nada, pero a ella ya todo le daba igual cuando Humilis murió —el propio Cadfael la había sostenido en sus brazos medio muerta durante aquel viaje a Godric’s Ford para encomendarla a los cuidados de sor Magdalena, con la empapada tonsura alborotada sobre su hombro, el pálido rostro convertido en una máscara de hielo y los grandes ojos grises enormemente abiertos, pero sin ver nada—. Nos costó un gran esfuerzo apartarla de él. Sin Aline, hubiéramos estado perdidos. Casi temí que fuéramos a perder a la muchacha después de haber perdido al hombre. Pero sor Magdalena sabe mucho de medicinas.
—La carta que compuse para ella —dijo sor Magdalena, evocándola con mirada crítica, pero satisfecha—, fue la más difícil que jamás hubiera escrito. ¡Y no había ni una sola mentira desde el principio hasta el final! Ni una sola. Algún pequeño engaño, pero ninguna mentira. Eso era muy importante, ¿comprendéis? ¿Sabéis por qué decidió ser muda? Bueno, estaba la cuestión de la voz, por supuesto, muy femenina en su caso, por cierto. El rostro… es un rostro agradable, fuerte y delicado a la vez, igual hubiera podido pertenecer a un mozo que a una doncella, pero la voz, no. Sin embargo aparte de eso —añadió sor Magdalena—, tenía dos buenas razones para hacerse pasar por mudo. En primer lugar, había adoptado la firme resolución de no pedirle nada a Humilis y no exigirle nada como mujer porque consideraba que él no le debía ningún privilegio ni consideración. Lo que consiguiera de él, se lo tendría que ganar a pulso. Y, en segundo lugar, no quería tener que mentirle. El que no habla, no puede suplicar ni engatusar y tampoco puede mentir.
—O sea que él no le debía nada a ella y ella se lo debía todo a él —dijo Hugo, sacudiendo la cabeza ante los insondables misterios de las mujeres.
—Ah, pero ella también tuvo su recompensa —terció Cadfael—. Aquello que quería y que por derecho consideraba suyo lo tomó por entero y hasta el último momento. Su compañía, los cuidados que le prodigaba, los secretos de su cuerpo, tan íntimos como en el matrimonio… un amor muy por encima de las habituales exigencias del matrimonio. Hubiera sido inútil que un hombre le dijera que era libre siendo así que ella se tenía por esposa. Incluso ahora me pregunto si es libre.
—Todavía no, pero lo será —les aseguró sor Magdalena—. Es demasiado valiente como para abandonar la vida. Y, si este joven que la pretende tiene el valor suficiente como para no dejar de amarla, es posible que todo se resuelva satisfactoriamente al final. Empieza con una buena ventaja, habiendo amado al mismo ídolo que ella amó. Además —añadió, vislumbrando un futuro prometedor incluso para quienes en aquellos momentos sólo creían tener un pasado—, dudo de que la casa de su hermano, con una esposa y tres hijos, por no hablar del que está en camino… no, dudo de que el papel de hermana soltera en Lai pueda tener un interés demasiado duradero para una mujer como Juliana Cruce.
La media hora de descanso después de comer ya había pasado y los monjes ya estaban empezando a reanudar sus ocupaciones. Lo mismo hizo Cadfael; despidiéndose de sus amigos antes de que éstos doblaran la esquina del seto de boj. Sor Magdalena y los dos fornidos labriegos que la acompañaban regresarían a Godric’s Ford por el camino occidental y Hugo se iría a su casa con un suspiro de alivio, Cadfael cruzó el huerto de plantas medicinales para dirigirse a la pequeña parcela donde tenía dos manzanos y un peral lo bastante viejos como para dar fruto. Contempló la escena con profunda satisfacción. Lo que antes estaba tan pálido como la paja ya empezaba a verdear de nuevo. En el arroyo Meole aún quedaban algunos bajíos, pero la corriente ya no era una triste y perezosa red de riachuelos serpenteando entre los guijarros y la arena. Septiembre volvía a ser septiembre, suave y fructífero después del calor y la sequía estivales. Buena parte del abundante peso de los frutos había caído sin madurar a causa de la sequía, pero, aun así, habría cosecha suficiente para ofrecer una acción de gracias. Después de cada exceso, las estaciones se enderezaban y recuperaban por lo menos la mitad de lo que habían perdido. Puede que también se enderezaran las estaciones de los hombres con una pequeña ayuda en forma de lluvia del cielo.
Oh, Dios, que has consagrado el estado del matrimonio con un misterio tan excelente… mira propicio a estos tus siervos.
(Del ritual de la celebración del matrimonio según la liturgia de la Iglesia Romana).