VII

uando Cadfael salió del rezo de prima a la mañana siguiente, Prestcote ya estaba preparando la reanudación de la búsqueda en la parte norte de la barbacana. Esta vez, la batida se extendería hasta una legua a la redonda y sería tan exhaustiva que difícilmente escaparía una comadreja o una liebre. El alguacil estaba decidido a atrapar al joven y tenía la razonable certeza de que éste no había conseguido escabullirse a través del cordón de vigilancia reforzado durante la noche. Picard había salido con todos los hombres de su casa y el canónigo Eudo probablemente estaría en casa del obispo exhortando a los servidores de Domville a seguir su ejemplo. Y, aunque algunos aceptaran a regañadientes, no cabía duda de que el celo de una búsqueda era contagioso, por lo que casi todos los batidores se enardecerían en cuanto olfatearan la presa.

No por primera vez, fray Cadfael echó de menos la presencia de Hugo Berengario, capaz de templar un poco la frialdad de los procedimientos de Prestcote.

El segundo alguacil del condado tenía espacio en su cabeza y en su conciencia para las saludables dudas con respecto a su propia omnisciencia, y siempre recelaba perversamente de todo aquello que para los demás era una conclusión irrefutable. Pero Hugo Berengario se encontraba al norte del condado, en su mansión de Maesbury, y no accedería a alejarse de allí dado que su esposa estaba a punto de dar a luz a su primer hijo, una experiencia cumbre en la vida de todo joven. No habría más remedio que resolver el asunto según los criterios de Gilberto Prestcote. Y en eso, reconoció Cadfael, tenemos más suerte que otros muchos condados que yo me sé. Es un hombre honrado y justo, aunque excesivamente inclinado a las decisiones rápidas y a los juicios sumarios, y no muy dispuesto a analizar las cosas, más allá de lo obvio. No obstante, si se le presenta una verdad comprobable, la acepta. Lo que necesitamos aquí son verdades comprobables.

Entretanto, Cadfael le asignó a fray Oswin las tareas de aquel día. Hacía apenas una semana hubiera encontrado suficiente trabajo en el huerto como para mantenerle ocupado todo el día, rezando para que a aquel manazas no se le ocurriera poner los pies en la cabaña. Hoy, en cambio, le encomendó unas cuantas podas tempranas, pero también la vigilancia de una remesa de vino y la preparación de un ungüento para la enfermería. En cierta ocasión lo habían preparado juntos, y Cadfael le había explicado el proceso de elaboración. Ahora se abstuvo noblemente de repetirle y subrayarle todas las fases, y dejó a Oswin, haciéndole tan sólo una modesta y confiada recapitulación.

—Dejo el herbario en tus manos. Confío plenamente en ti —le dijo.

«Dios me perdone esta mentira —musitó cuando ya no estaba al alcance del oído del joven— y la convierta en realidad. O, por lo menos, me la cuente como un mérito y no como un pecado. Si te he exasperado algunas veces, Oswin, mi querido muchacho, ahora tienes la ocasión de extender las alas y emprender tú solo el vuelo. ¡Procura aprovecharla bien!».

Tenía todo el día a su disposición, y el punto de partida sería el lugar donde Domville había muerto. Se dirigió rápidamente allí, siguiendo un camino peligroso muy poco ortodoxo que había utilizado algunas veces en diligencias personales. El arroyo Meole, en el tramo que bordeaba los campos y vergeles de la abadía, era vadeable menos en la estación de crecidas, siempre y cuando un hombre lo conociera bien, y Cadfael lo conocía a la perfección. De este modo, evitó un rodeo por los caminos al bajo precio de levantarse el hábito por encima de las rodillas y dejar que el agua entrara y saliera libremente de sus sandalias. Para cuando terminó el capítulo en la abadía, Cadfael ya había alcanzado el lugar donde emboscaron al barón, y estaba recorriendo el sendero a buen paso.

Conocía muy bien aquella parte del sendero al otro lado de un amplio meandro del arroyo, y ya estaba cerca del segundo vado que le apartaría del meandro, atravesando los bosques y campos de las aldeas de Sutton y Beistan, cerca del Bosque Largo. No pensaba que Domville hubiera recorrido una distancia muy grande y tampoco que hubiera pasado la noche al aire libre. Aunque era un hombre lo suficientemente duro para eso y mucho más en caso necesario, amaba las comodidades cuando las circunstancias se lo permitían.

En Sutton Strange, los bosques cedían el lugar a los campos. Cadfael se detuvo a conversar con un aparcero, a cuyos hijos había tratado una vez de una erupción cutánea, y le preguntó si la noticia de la muerte de Domville había llegado a la aldea. El hombre le contestó que sí y explicó que era el principal chismorreo en muchas leguas a la redonda y que los habitantes del lugar pensaban que la búsqueda del asesino llegaría al día siguiente hasta sus casas y establos.

—Me han dicho que tenía un pabellón de caza por aquí —dijo Cadfael—. En la linde del bosque, según creo, pero eso podría ser en cualquier lugar a lo largo de dos leguas. ¿Sabéis dónde está?

—Ah, debe de ser la casa al otro lado de Beistan —contestó el aparcero, apoyado tranquilamente en la cerca de su jardín—. Tenía derechos de caza en el bosque, pero casi nunca venía. Tenía como administrador a un mozo de por aquí y a su anciana madre que cuida de la casa en su ausencia. Él nunca va por allí porque tiene mejores cacerías en otros lugares. ¡Tenía, mejor dicho! Parece que alguien le tendió una celada esta vez.

—E hizo un trabajo concienzudo —dijo Cadfael con el rostro muy serio—. ¿Cómo se llega hasta allí? ¿Cruzando la aldea de Beistan?

—Sí, y después siguiendo el camino recto que discurre entre las colinas. Antes de ver la casa llegaréis a la linde del bosque.

Cadfael reemprendió la marcha y, al llegar a Beistan, descubrió que su camino se cruzaba con otro y seguía todo recto, pasando por delante de algunas propiedades para adentrarse después en unos brezales y una región cubierta de arbustos entre dos suaves laderas. Más allá, el camino discurría de nuevo por el bosque. El terreno era blanco y gredoso y, en los pequeños claros, los brezos le rozaban y arañaban los tobillos. Cadfael llevaba mucho tiempo sin caminar tanto rato por la campiña y los bosques, y, si su misión no hubiera sido tan seria, el paseo hubiera resultado una delicia.

Llegó bruscamente al pabellón de caza cuando los árboles se apartaron a ambos lados, mostrando un murete de piedra y un bajo edificio de madera con planta y primer piso, y varias dependencias adosadas al muro posterior. Entre las blancas piedras del muro crecían toda clase de hierbas silvestres, hiedra y linaria, uva de gato y sanícula, conocidas por sus hojas, incluso ahora que apenas les quedaban flores. En el interior del muro había unos cuantos árboles frutales, viejos y nudosos, como si en otros tiempos alguien hubiera querido crear un vergel. Tal vez algún antiguo señor del linaje de Domville con familia e hijos, que quiso convertir aquella especie de fortaleza en un ameno lugar de descanso; en los últimos años, por el contrario, un maduro caballero sin hijos sólo lo utilizó durante la temporada de caza, aunque prefería otros bosques de sus vastos dominios.

Cadfael se acercó a la verja abierta y entró. Inmediatamente su mirada se posó en un arbusto de retama que crecía en un rincón del muro junto a la verja. Sin duda era retama y, sin embargo, a pesar de que ya había llegado el otoño, estaba en flor y sus flores en forma de estrella no eran amarillas sino de un azul luminoso y límpido. Cadfael se acercó y vio que las tres hiladas inferiores del muro y el terreno circundante estaban tapizados de numerosos y finos tallos que se ramificaban en largas y estrechas hojas. El tapiz del suelo llegaba hasta las raíces de la retama y sus frágiles tallos trepaban por las ramas, enviando hacia arriba aquellos radiantes ramilletes azules como el cielo. Acababa de encontrar su borraja trepadora y el lugar en que Huon de Domville pasó la última noche de su vida.

—¿Buscáis a alguien, hermano?

La voz a su espalda era respetuosa hasta rozar el límite del servilismo. Sin embargo, poseía un tono tan cortante como la hoja de un cuchillo afilado. Cadfael se volvió y descubrió en el hombre las mismas cualidades ambiguas. Debía de haber salido de una de las dependencias del muro posterior. Era un mozo bien plantado de unos treinta y cinco años de edad, vestido con prendas rústicas, pero rodeado por un halo de dignidad que casi parecía jactancia. Tenía los ojos tan duros y brillantes como los guijarros de una corriente de agua clara iluminada por el sol, y su mirada era tan escurridiza y móvil como ellos. Era moreno, apuesto y agradable a la vista, pero su autoridad no parecía muy amable y su cortesía no era del todo amistosa.

—¿Sois el administrador de Huon de Domville en esta casa? —preguntó fray Cadfael con cierto recelo.

—Lo soy —contestó el mozo.

—Entonces, la noticia que traigo es para vos —dijo Cadfael—, aunque tal vez no sea necesaria. Es posible que ya lo sepáis. He comprobado que en el campo ya se han enterado del asesinato de vuestro señor, que ahora se encuentra de cuerpo presente en la abadía de San Pedro y San Pablo de Shrewsbury de la que yo procedo.

—Eso supimos ayer —dijo el administrador, algo más tranquilo ante aquella razonable explicación de la visita, aunque no tanto como hubiera cabido esperar. Su rostro continuaba mostrando desconfianza y su voz era tan reservada como antes—. Un primo mío nos comunicó la mala nueva al volver del mercado de la ciudad.

—Pero ¿aún no ha venido nadie de la casa de vuestro señor? ¿No habéis recibido ninguna orden? Pensé que el canónigo Eudo les había enviado recado. Pero ya comprenderéis lo confusos y consternados que están todos todavía. Sin duda se pondrán en contacto con vos y con todas sus restantes propiedades cuando tomen las debidas disposiciones.

—Lo primero que harán será tratar de atrapar al asesino —dijo el joven, humedeciéndose los labios mientras sus escurridizos ojos miraban de soslayo a Cadfael—. Ya me dirán algo cuando sus parientes lo consideren oportuno. De momento, hasta que me confirmen o despidan aún estoy a su servicio. Cuidaré la propiedad y el ganado según mi obligación y lo entregaré todo a su heredero en perfectas condiciones. Decidlo así en mi nombre, hermano, para que nadie pase cuidado por este lugar. Decidles que estén tranquilos —el mozo se cubrió los ojos con la mano como si pensara—. ¿Habéis dicho asesinato? ¿Es eso cierto?

—Totalmente cierto —contestó Cadfael—. Al parecer, después de cenar salió a cabalgar y a la vuelta lo asaltaron. Le encontramos en el camino que conduce a este lugar. Sabiendo que esta granja era suya, pensé que tal vez había estado aquí.

—No estuvo aquí —dijo el administrador con firmeza.

—¿No vino en ningún momento desde que llegó a Shrewsbury hace tres días?

—No, en ningún momento.

—¿Tampoco vino ninguno de sus criados o escuderos?

—Tampoco.

—O sea que no alojó aquí a ninguno de los invitados a la boda. ¿Lleváis este pabellón vos solo?

—Yo me encargo de las tierras, el ganado y la granja, y mi madre lleva la casa. Las pocas veces que ha venido a cazar aquí, le acompañaban criados y cocineros. Pero han pasado por los menos cuatro años desde la última vez.

El joven estaba mintiendo con tanta seguridad como respiraba. Porque las flores azules crecían allí y en ningún otro lugar del condado. ¿Por qué aquel empeño en negar que Domville hubiera estado allí? Cierto que cualquier hombre sensato se hubiera asustado ante una persecución a muerte, pero aquel mozo no parecía un cobarde. Sin embargo, estaba claramente decidido a no consentir que se estableciera relación entre aquel lugar, y quienes lo habitaban, y el asesinato de su señor.

—¿Todavía no han encontrado al asesino? —le preguntó el joven.

Era evidente que se alegraría de la captura del sospechoso, de que se acallara el tumulto y terminaran las pesquisas.

—Todavía no. Lo están buscando por todas partes. En fin —dijo Cadfael—, será mejor que regrese aunque, a decir verdad, no tengo demasiada prisa. En un día tan hermoso, un buen paseo resulta muy agradable. Pero ¿no podríais ofrecerme una jarra de cerveza y un banco donde sentarme un momento antes de irme?

Pensaba que el mozo se mostraría reacio y buscaría algún medio ingenioso para evitar que entrara en la casa. Sin embargo, el joven cambió visiblemente de actitud y llegó a la conclusión de que lo mejor sería invitar al monje a entrar en la casa. ¿Por qué? ¿Para que viera por sí mismo que allí dentro no había nadie ni nada que ocultar? Cualquiera que fuera el motivo, Cadfael se apresuró a aceptar y siguió a su anfitrión a través de la puerta abierta.

La sala era oscura y silenciosa, y se aspiraba el perfume de sus paredes de madera. Una pulcra y menuda anciana entró desde una estancia interior, y se detuvo, sorprendida aunque no alarmada, ante la presencia de aquel extraño hasta que su hijo, con rapidez un tanto sospechosa, le dio las pertinentes explicaciones.

—Pasad, hermano, será mejor que nos sentemos cómodamente. Raras veces recibimos visitas de gente bien nacida y casi nunca tenemos ocasión de usar la solana. Madre, ¿queréis servirnos una copa? El buen monje tiene un largo camino por delante.

La solana era clara y luminosa y estaba amueblada con considerable comodidad. Ambos se sentaron a tomar la cerveza y las gachas de avena que les sirvió la anciana ama de llaves, y empezaron a hablar del tiempo y de la estación, de las perspectivas para el invierno e incluso de la lamentable situación del país, debatiéndose entre el rey Esteban y la emperatriz. Aunque el condado de Shrop disfrutara de paz en aquellos momentos, la paz en un país dividido era muy precaria en todas partes. La emperatriz se había reunido con su hermanastro Roberto de Gloucester en Bristol, y muchos nobles se habían adherido a su causa, entre ellos Brian FitzCount, el castellano de Wallingford, Miles, el condestable de Gloucester, y otros muchos. Se rumoreaba que la ciudad de Worcester había sido amenazada con un ataque de Gloucester. Ambos expresaron fervorosamente su esperanza de que la marea de la guerra no se acercara a aquellos lugares e incluso respetara Worcester.

A pesar de la intrascendencia de la conversación, los sentidos de Cadfael estaban alerta. Al final, resultaría que el joven administrador había cometido un error al invitar al monje a entrar en la casa para que viera por sí mismo que no había nadie y todo estaba inocentemente ordenado. Porque ciertamente no fue la anciana la que trajo a la estancia aquel débil e indefinible perfume. Y la persona que lo emanaba no podía llevar lejos de allí mucho rato porque ese aroma tardaba varios días en desaparecer. Cadfael tenía muy buen olfato para las esencias florales, y aquel perfume era de jazmín.

No había nada más que descubrir allí dentro. Cadfael se levantó para despedirse y agradecer la atención, y el administrador se apresuró a acompañarle fuera, sin duda para cerciorarse de que tomaba el camino de la abadía sin engaño. Fue una casualidad que, justo en aquel momento, la anciana saliera de los establos del patio y dejara la puerta abierta a su espalda antes de percatarse de su presencia. Su hijo se apresuró a cerrarla y atrancarla. Pero no fue lo suficientemente rápido.

Cadfael no dio señales de haber visto más de lo que debía, se despidió alegremente junto a la retama de la verja, cuyas flores eran azules en lugar de doradas, y se puso en marcha con brioso paso por el camino.

En aquel establo había una montura inapropiada para sostener el considerable peso de Huon de Domville o para resistir el esfuerzo de un día de caza, ni siquiera bajo el peso más liviano de alguien de su séquito. Cadfael vio una pequeña y delicada cabeza blanca, unos dulces ojos inquisitivos, un arqueado cuello, unas crines trenzadas, y unos adornados arneses colgados en la parte interior de la puerta oscilante. Una preciosa jaca blanca adecuada para una dama, con las guarniciones que solían utilizarse en tales casos. Y, sin embargo, Cadfael hubiera podido jurar que en aquel momento no había ninguna dama en el pabellón de caza. Se presentó allí sin previa advertencia, y no hubiera tenido tiempo de ocultarse. Le habían hecho entrar en la casa con el exclusivo propósito de que comprobara por sí mismo que ella no estaba y que en la casa sólo se encontraban sus moradores habituales.

Por consiguiente, ¿por qué, aunque la aterrara la idea de que pudieran sacarla de su intimidad y exhibirla como si guardara alguna misteriosa relación con la muerte de Domville, e incluso la consideraran sospechosa de connivencia en aquel delito, por qué había optado por marcharse a pie, dejando su montura en la casa? ¿Y adónde podía dirigirse a pie una dama en aquellas remotas soledades?

Cadfael no regresó directamente a la abadía sino que siguió adelante por el verde sendero hasta la barbacana, desde donde se encaminó a la casa del obispo. El espacioso patio, en el que siempre reinaba tanto bullicio, estaba muy silencioso porque hasta los mozos y los criados jóvenes habían sido obligados a participar en la búsqueda como batidores, y debían de estar en algún lugar del bosque. Sólo quedaban los ancianos, lo cual le sería muy útil a Cadfael dado que los servidores más viejos eran los que más conocían los asuntos privados de sus amos, tanto si lo reconocían como si no, y la ausencia de los jóvenes de fino oído facilitaría las confidencias.

Cadfael buscó al chambelán de Domville, el cual llevaba muchos años al servicio de su señor y comprendería las ventajas de decir la pura verdad, ahora que Domville ya no estaba. Puesto que ya no tenía a nadie a quien temer, la sinceridad le sería muy útil ante el alguacil. Se produciría un inevitable interregno y después vendría otro amo. Puesto que los servidores no estaban bajo sospecha y no tenían nada que temer, ¿por qué ocultar detalles que quizá fueran significativos?

El chambelán era un hombre de sesenta y tantos años, de cabello gris y temperamento reposado, con la dignidad comedida y resignada propia de los viejos criados. Se llamaba Arnulfo, había contestado sin vacilación a todas las preguntas del alguacil y estaba dispuesto a responder a Cadfael con la misma sinceridad. Con la muerte de su señor se había cerrado un capítulo; ahora tendría que acomodarse a otro amo o bien retirarse a una vida tranquila.

Pese a ello, Arnulfo no había previsto la primera pregunta de Cadfael.

—Vuestro señor tenía fama de mujeriego. Decidme, ¿tenía alguna amante desde antiguo o alguna nueva barragana tan absorbente que no pudiera prescindir de ella ni siquiera durante los días que le ocuparía su boda con la heredera Massard? ¿Alguien a quien tal vez trajo consigo y aposentó cerca de aquí, pero separada del resto del cortejo?

El chambelán le miró boquiabierto, sorprendido de que palabras tan directas salieran de la boca de un monje benedictino pero, tras estudiar atentamente su rostro, no pareció descubrir nada sorprendente en ello. Su semblante se suavizó visiblemente. Al fin y al cabo, ambos tenían en común el mismo lenguaje y una misma experiencia de vida.

—Hermano, no sé cómo lo habéis averiguado, pero sí, existe tal mujer. Hay muchas clases de mujeres. Nunca tuve mucha relación con ellas; me dieron tantos quebraderos de cabeza que finalmente dejé de cortejarlas. Pero él no podía pasar sin ellas. ¡Iban y venían por docenas! Y una se quedó, tan estable como una esposa. Le resultaba tan cómoda como una vieja capa o un par de guantes, y no tenía que esforzarse en halagarla ni complacerla. Siempre tuve la impresión —añadió Arnulfo, rascándose la barba con sus finos dedos— de que, dondequiera que él fuera, ella no andaba lejos. Ignoro si esta vez la trajo consigo. En realidad, nunca me hacía confidencias sobre estas cuestiones. Yo le ayudaba a ponerse la camisa y los calzones, le quitaba las botas cuando regresaba de sus cacerías y dormía cerca de él para servirle una copa de vino por las noches. Con sus mujeres nunca tuve nada que ver. Ése era otro servicio. ¿Por qué me lo preguntáis? No se habló de ella para nada, y eso me extrañó.

—¿Ni tampoco de un palafrén blanco como la nieve? —preguntó Cadfael—. Una bonita jaca de raza española, diría yo, por lo que pude ver. Con una brida dorada colgada de la puerta del establo.

—La conozco —dijo Arnulfo, sorprendido—. La compró para ella. Aunque yo no hubiera debido saber estas cosas. ¿Dónde la visteis?

Cadfael se lo dijo.

—A la jaca, no a la mujer. Ésta se fue, dejando su perfume y su palafrén.

—Bueno —reconoció razonablemente Arnulfo—, seguramente no quiso mezclarse en el asunto del asesinato. Si ella estaba allí y él fue a verla, como dice, debió de seguir aquel camino tras despedir al joven Simón. Es posible que ella se haya asustado y haya preferido marcharse.

—Tiene unos leales servidores que se tomaron muchas molestias en tratar de convencerme de que ella jamás estuvo allí. A estas horas, supongo que aquel mozo ya habrá trasladado la jaca a un lugar más discreto.

Demasiado tarde, Cadfael pensó que tal vez el administrador tenía buenas razones para hacerlo así no sólo por el bien de la dama sino incluso por el suyo propio. Si ella estuvo allí, esperando la visita de su amante y señor, quizás entretuvo la espera con el apuesto mozo que tenía a mano. Y él, por su parte, tal vez temió que se conociera aquella relación y lo acusaran de haber matado a su señor, impulsado por los celos y el despecho. Cabía preguntarse si no sería eso lo que efectivamente ocurrió. Tal vez Domville se presentó cuando el joven ya había disfrutado de los favores de la dama hasta el extremo de considerarla suya. Quizá después lo arrojaron fuera de la casa mientras ellos permanecían juntos y él se sintió humillado y meditó una venganza; el camino de regreso de su señor estaba desierto y si él cometía el acto lo suficientemente lejos del pabellón y lo suficientemente cerca de Shrewsbury dejaría el campo abierto para que acusaran a otro hombre. ¡Era posible! Era algo que bien pudo ocurrir. Todo dependía de la mujer. Cadfael deseó saber algo más sobre ella.

—Sin embargo, puesto que abandonó su montura, ¿adónde pudo ir andando desde aquel remoto lugar?

También era muy extraño que hubiera optado por marcharse a pie, pero Cadfael no lo comentó porque era un detalle todavía más enigmático.

—La mansión donde él solía tenerla, su casa, podríamos decir, se encuentra lejos, en el condado de Chester —Arnulfo reflexionó, tratando de recordar cosas largo tiempo olvidadas—. Él la conoció en esta región. Ocurrió hace veinte años o más. Sí, unos cuantos más. Ella era una belleza rústica. La llamaban Avice de Thornbury y dicen que su padre era el carrero de la aldea. Recuerdo que eran gente libre, no siervos de la gleba —todos los artesanos de las aldeas solían serlo, aunque estaban atados a sus casas tanto como lo estaban los siervos a sus tierras—. Seguramente aún tiene parientes allí —añadió Arnulfo—. ¿Queda muy lejos? No conozco mucho esta comarca.

—No —contestó Cadfael—, no queda lejos. Conozco Thornbury. Pudo llegar allí andando.

Cadfael abandonó la casa del obispo con muchas cosas en la cabeza. La dama desaparecida era cada vez más interesante. Puesto que llevaba más de veinte años siendo la barragana permanente de Domville, tan firmemente establecida como para haber adquirido la respetabilidad y la subordinación de una esposa, tendría cuarenta y tantos años, y por consiguiente, debía de llevarle unos cuantos al joven administrador del pabellón, aunque sin duda era muy hermosa y le habría hechizado con sus encantos. Sí, cabía la posibilidad de que el mozo hubiera sido víctima del deseo y los celos y hubiera matado al amo y señor de su dama que se interponía en sus planes. Ahora que Domville había muerto, no era probable que aquella mujer encontrara a un hombre tan rico y poderoso como su difunto amante. Esta circunstancia tal vez la indujo a recordar que sus parientes vivían cerca y que, entre ellos, podría desaparecer y permanecer oculta todo el tiempo que juzgara conveniente.

Pero ¿por qué abandonar aquella valiosa jaca que le pertenecía por habérsela reglado su señor? Tan fácil le hubiera resultado trasladarse a Thornbury a caballo como andando.

El día ya tocaba a su fin y Cadfael tenía que regresar para el rezo de vísperas y los prodigios de destrucción o ingenio obrados por fray Oswin en su ausencia.

¡Pero, al día siguiente, encontraría a esa mujer!

En Saint Giles, dos jóvenes estaban angustiados, cada uno con sus propias tribulaciones personales. Fray Marcos había llegado finalmente a la conclusión de que el alto leproso, semejante en todos los detalles a Lázaro menos en la integridad de sus manos, era efectivamente el joven escudero fugitivo a quien el alguacil y sus hombres perseguían con tan firme determinación. Se encontraba por tanto atrapado en un dilema moral muy complejo.

Conocía la historia del presunto robo del collar de la novia, pero le parecía tan inverosímil como a fray Cadfael. Demasiados hombres, en toda suerte de circunstancias, habían sido arrastrados a la ruina y la muerte mediante la simple introducción de objetos de valor entre sus pertenencias. Era una medio muy fácil de eliminar a un enemigo. Él se negaba a creerlo. Por otra parte, tras haber observado a Huon de Domville, no hubiera estado dispuesto a entregar a un hombre a un castigo probablemente mortal.

Pero la cuestión del asesinato ya era otra cosa. Le parecía muy lógico que un joven tan agraviado, en caso de que la acusación fuera efectivamente falsa, hubiera cedido al impulso de vengarse y llegar hasta tal extremo, aun en contra de su propia naturaleza. ¿Dónde estaba la razón? Sin embargo, aquella emboscada y la muerte a traición de un hombre inconsciente eran cosas que Marcos no podía admitir. Semejante venganza no se podía aceptar. Se debatía en la duda y no podía descargar el peso que lo agobiaba sobre hombros ajenos. Sólo él conocía el secreto del falso leproso, su verdadera identidad.

Pensó en abordar directamente al joven y exigirle su confianza, pero tal acción hubiera requerido una intimidad muy difícil de conseguir en una comunidad tan cerrada. Hasta que estuviera seguro de su culpabilidad no haría nada que llamara la atención del fugitivo. Todo hombre era inocente hasta que hubiera pruebas, y tanto más en aquel caso en que se habían formulado sospechosas y perversas acusaciones que sonaban tan falsas como una moneda de plomo.

«Si encuentro la ocasión de estar a solas con él sin que nadie me vea —pensó fray Marcos—, le hablaré sin rodeos y juzgaré según sus respuestas. Si no puedo, o hasta que pueda, le vigilaré, observaré todo lo que hace, me enfrentaré con él si intenta alguna maldad o hablaré en su defensa en caso contrario. Y le pediré a Dios que se sirva de mí para el esclarecimiento de la verdad en uno u otro sentido».

El objeto de su preocupación estaba sentado con Lázaro a discreta distancia del camino, pero bien a la vista, muy cerca del sendero que conducía al vado del río en Atcham. Uno de los cuencos para limosnas era legítimo, pero no hicieron ninguna petición a los que pasaban, y sólo utilizaron las tablillas de advertencia cuando un alma caritativa daba muestras de querer acercarse demasiado. Ambos permanecían sentados bajo los árboles con las piernas cruzadas sobre la marchita hierba otoñal. Los gestos eran fáciles de aprender.

—Tal como estás —dijo Lázaro—, podrías pasar a través del cordón y recuperar la libertad. No podrían creer que hubiera un hombre tan valiente o insensato como para cubrirse con el manto de un leproso muerto, y ninguno de ellos sería tan valiente o tan insensato como para arriesgarse a despojarte de la ropa y averiguarlo.

Fue un comentario muy largo para Lázaro; hacia el final, tropezó con las palabras como si su lengua mutilada estuviera agotada por el esfuerzo.

—¿Cómo, huir y salvar la vida, y dejar a Iveta cautiva? No me moveré de aquí —dijo Joscelin con vehemencia— mientras ella esté bajo la custodia de un tío que saquea sus bienes y la venderá en su propio beneficio. ¡A alguien todavía peor que Huon de Domville, si el precio le conviene! ¿De qué me sirve la libertad si le vuelvo la espalda a Iveta en su necesidad?

—Me parece —dijo la cansada lengua a su lado— que quieres a esa dama para ti. ¿Me engaño?

—¡De ninguna manera! —replicó Joscelin con pasión—. Quiero a esa dama para mí como jamás he querido ni querré a nada en este mundo. Desearía lo mismo aunque no sólo careciera de tierras sino también de cualquier calzado con que recorrerlas; la querría aunque fuera lo que finjo ser y que vos sois de verdad, ¡Dios se apiade de vos y sea vuestro remedio! Pero, a pesar de ello, me conformaría, ¡aunque no me alegraría!, con verla a salvo bajo la custodia de un digno guardián, dueña de todas sus propiedades y libre de elegir a quien ella quisiera. ¡Procuraría con todas mis fuerzas ganarme su corazón! Pero, si la perdiera ante un hombre de mejores prendas, lo aceptaría sin queja. ¡No, no os engañáis! ¡La amo con toda mi alma!

—Pero ¿qué puedes hacer por ella, siendo un fugitivo? ¿Tienes entre ellos algún amigo en quien puedas confiar?

—Tengo a Simón —contestó Joscelin, reconfortado—. Cree en mí. Me ocultó con su mejor voluntad y lamento haber abandonado aquel refugio sin hablar con él. Si ahora pudiera enviarle un mensaje, quizás él podría decirle a Iveta que se reuniera conmigo, tal como ya hizo una vez. Ahora que el viejo ha muerto, ¡a saber cómo habrá sido!, puede que ya no la vigilen tanto. Quizá Simón podría conseguirme un caballo…

—¿Y adónde piensas llevar a esa amable dama si consigues arrebatársela a sus guardianes?

—Ya lo tengo pensado. La llevaría a las Damas Blancas de Brewood y pediría que la acogieran hasta que se investigara su situación y se tomaran las debidas disposiciones. Ellas no la entregarían en contra de su voluntad. En caso necesario, la disputa llegaría hasta el rey. Es un hombre de buen corazón y se encargaría de que se le hiciera justicia. Preferiría llevarla junto a mi madre —añadió Joscelin con toda sinceridad—, pero entonces dirían que codicio sus bienes, y eso no podría soportarlo. Heredaré dos castillos, no envidio las tierras de nadie, no le debo nada nadie y no seré menospreciado. Si ella me elije, le daré gracias a Dios y a ella, y seré un hombre feliz. Pero lo que más me importa es que ella sea feliz.

Lázaro tomó las tablillas y las hizo sonar al ver que un fornido jinete detenía su caballo y se apartaba del camino para acercarse a ellos. Aun así, el jinete esbozó una sonrisa y arrojó una moneda que Lázaro recogió, bendiciéndole mientras él saludaba con la mano y reemprendía su camino.

—Aún hay gente buena —dijo Lázaro como hablando consigo mismo.

—¡Loado sea Dios por ello! —exclamó Joscelin con desusada humildad—. Yo he tenido ocasión de comprobarlo. No os he preguntado —añadió en tono vacilante— si alguna vez tuvisteis esposa e hijos. Sería una lástima que siempre hayáis estado solo.

Se produjo un largo silencio, aunque los silencios, al lado de Lázaro, no eran raros ni embarazosos.

—Tuve una esposa que murió hace tiempo —le contestó el anciano al final—. Y también un hijo. Por suerte, mi sombra jamás cayó sobre él.

Joscelin se indignó ante aquellas palabras.

—¡No digáis eso! Yo no os considero una sombra. Cualquier hijo vuestro tendría que sentirse justamente orgulloso de su padre.

El anciano volvió la cabeza y sus ojos brillaron por encima del velo, clavándose en su compañero.

—Él nunca lo supo —explicó—. Sólo era un niño. La opción fue mía, no suya.

A pesar de lo joven, atolondrado y patoso que era, Joscelin había aprendido a ser discreto y a no preguntar ciertas cosas. Cuando más tarde lo pensó se sorprendió de haber adquirido tanta sabiduría y conocimientos durante los días pasados entre los proscritos.

—Y hay una pregunta que vos nunca me habéis hecho —dijo.

—Ni te la pienso hacer ahora —replicó Lázaro—. Es una pregunta que tampoco tú me has hecho, y, puesto que un hombre no puede responder a ella más que con un no, ¿de qué sirve preguntar?

En la capilla ardiente de la abadía, después de vísperas, Huon de Domville fue colocado en un féretro en presencia del prior Roberto, el canónigo Eudo, Godfrid Picard y los dos escuderos del difunto. Picard y los dos jóvenes acababan de regresar de la infructuosa búsqueda de aquel día, cansados e irritables, todavía con la capa y los guantes y sin haber podido capturar al fugitivo a pesar de sus esfuerzos, cosa que probablemente sólo lamentaban Picard y Eudo.

Los cirios que ardían en el altar y en las cuatro esquinas del catafalco parpadeaban a causa de una fría corriente de aire, y las sombras de los presentes temblaban en los muros de la capilla. La mano larga y blanca del prior Roberto tomó el aspersorio y esparció delicadamente sobre el difunto unas cuantas gotas de agua bendita, cuyo vuelo fue apresado por la luz de las velas, la cual las convirtió en destellos que brillaron y se apagaron en el aire. Le siguió el canónigo Eudo, que buscó a su alrededor al otro pariente presente y le entregó el aspersorio. Simón se quitó apresuradamente los guantes para tomarlo y contempló con expresión muy seria el cuerpo de su tío, mientras mojaba la escobilla de hierbas aromáticas para rociar a su vez el cadáver con agua bendita.

—Pensé que no tendría que hacerlo hasta dentro de muchos años —dijo, pasándole el aspersorio a Picard al tiempo que se retiraba de nuevo entre las sombras.

Las verdes ramas dejaron caer algunas gotas de agua sobre el dorso de su mano; Picard observó que el joven se sacudía como si su frialdad lo hubiera sobresaltado. Era fascinante el modo en que la luz de los cirios iluminaba con nitidez todos los detalles de las manos, cortadas a la altura de las muñecas por oscuras mangas. Parecían manos cercenadas que se movieran y actuaran con vida propia, las únicas palideces en medio de la oscuridad circundante. Desde los blancos y elegantes dedos del prior Roberto hasta el terso puño moreno de Guy el último de los oficiantes, las manos interpretaron su danza ritual y atrajeron todas las miradas. Sólo cuando terminó el piadoso acto, pudieron los presentes levantar los ojos y encontrar alivio en la palidez más humana de los tensos y solemnes semblantes. Pareció como si todos lanzaran un profundo suspiro de alivio, cual nadadores que afloraran a la superficie.

La ceremonia había terminado. Los cinco hombres se separaron; el prior Roberto para orar brevemente por el difunto antes de la cena, el canónigo Eudo para visitar al abad en sus aposentos, y los dos jóvenes para conducir sus agotados caballos a casa del obispo y mandar que los cuidaran, los llevaran al establo y les dieran de comer antes de irse a cenar y descansar. En cuanto a Picard, se despidió de todos con un lacónico buenas noches y se fue a la hospedería, donde entró con Inés en su cámara y cerró la puerta al resto de la casa, incluso a sus servidores de más confianza. Tenía que revelarle asuntos muy importantes que sólo ella podía oír.

El pequeño Bran había suplicado y conseguido llevarse las franjas de la hoja de pergamino gastado que usaba para escribir. Se ganó la confianza de su maestro aunque su propósito no era el que Marcos se imaginaba. En el dormitorio, donde ya debería estar durmiendo, se acercó sigilosamente a Joscelin con su trofeo y le susurró el secreto al oído.

—Queríais enviar un mensaje. Me lo ha dicho Lázaro. ¿Es cierto que sabéis leer y escribir? —El niño admiraba a cualquiera que dominara semejantes misterios. Se acurrucó al lado de Joscelin para oír y ser oído en susurros—. Por la mañana, podrás usar el tintero de cuerno de fray Marcos, nadie vigilará su escritorio. Si sabéis escribir, yo llevaré el mensaje, si me decís dónde. Nadie se fijará en mí. Pero el trozo de hoja no es muy grande. Tendrá que ser breve.

Joscelin cubrió con los pliegues de su manto al escuálido chiquillo para resguardarlo del frío de la noche, y lo atrajo hacia su brazo.

—Eres un valeroso aliado y te convertiré en mi escudero si alguna vez llego a caballero. Aprenderás latín y cálculo y otras cosas que yo ignoro. Sí, escribiré un mensaje breve. ¿Dónde está el pergamino? —Joscelin palpó la escasa anchura de la franja que acababan de deslizar en su mano—. Será suficiente. Veinte palabras pueden decir mucho. ¡Eres el chiquillo más listo que he conocido!

Aquella cabeza, de la cual la milenrama de fray Marcos había borrado hasta la última costra de desnutrición y suciedad, se hundió confiadamente en el hombro otrora privilegiado de Joscelin, dominado por un indulgente afecto.

—Puedo llegar hasta el puente si voy por caminos retirados —se jactó Bran con voz soñolienta—. Si tuviera un capuchón, podría entrar en la ciudad. Iré donde me digáis…

—¿Tu madre no te echará en falta? —preguntó Joscelin en voz baja.

Sabía que la mujer ya había dejado todos los cuidados de este mundo del que pronto se alejaría. Incluso había encomendado a su hijo a las manos de Saint Giles, patrón de los enfermos y los desheredados.

—No, está dormida…

Casi igual que su bullicioso y entusiasmado hijo, a quien la emoción del estudio y las pequeñas intrigas de la amistad estaban abriendo un mundo que para ella se cerraba.

—Pues entonces ven, acércate y procura dormir. Ponte debajo del manto para que te llegue el calor.

Joscelin se volvió para que el inquisitivo rostro encontrara un nido en el hueco de su hombro, y se alegró del placer que le deparaba la satisfecha confianza del chiquillo. Cuando el niño se durmió, Joscelin permaneció mucho rato despierto, sorprendiéndose de que pudiera dedicar tanto interés y energía a otras cosas cuando su propio cuello estaba amenazado, y de que pudiera preocuparse tanto por proteger a aquella pequeña alma del peligro en que él había incurrido por su locura o su destino.

Sí, escribiría y trataría de buscar algún medio de enviar el mensaje a Simón, sin comprometer al inocente niño que descansaba apoyado confiadamente en su brazo.

Joscelin también durmió al fin, y durante toda la noche se adaptó a la presencia del niño con movimientos adormilados. A cierta distancia, Lázaro permaneció despierto hasta muy tarde; hacía mucho tiempo que ya no necesitaba dormir.