Sin Duda Algo Pequeño
AL anochecer los romanos suelen subir al Pincio o al Gianicolo para admirar desde estas colinas su ciudad. Desde hace dos mil años tienen esta costumbre y no se aburren de ella. Apretados contra las balaustradas de piedra indican con el dedo aquí y allá sobre el mar de tejados y cúpulas, que en la insólita luz violácea se disuelven y apagan como si cada anochecer fuera el anochecer de todos los días.
—Ecco il Colosseo!
—Ecco Santa Maria Maggiore!
—Ecco la Dentiera!
“Dentadura”, así llaman al Altar de la Patria, un monumento descomunal y blanco de mármol que Vittorio Emanuele hizo erigir junto al Capitolio.
Los hombres explican los monumentos con un cierto orgullo de propietario y las mujeres y los niños les escuchan con admiración, como si fuera la primera vez.
La mayoría viene naturalmente en coche, porque el camino hasta aquí es dificultoso. Las parejas prefieren las motos, cuanto más pesadas mejor, que dejan aparcadas con el motor en marcha. El ruido no molesta a nadie. Los que están cerca suben el volumen del transistor, lo que tiene como consecuencia que todos hablan a gritos. Pero el griterío entre esta gente es una expresión de alegría vital. Lo que quizá explica su inexplicable amor por las arias de ópera. Una tarde estaba yo sentado en un banco en el Gianicolo, observando a los romanos mientras éstos admiraban Roma. Hacía un rato que me observaba un tipo mal afeitado con mirada pensativa. Me levanté para cambiar de sitio, pero él no me quería dejar escapar así como así. Me cogió de la manga, me condujo hasta la balaustrada y con un gran gesto me mostró la vista.
—Ecco la copola di San Pietro! Bella, eh?
Asentí y él me extendió exigente la palma de la mano abierta.
Saqué una moneda de cien liras del bolsillo para pagarle sus servicios. ¿Cien liras por la basílica de San Pedro? Estuvo a punto de tirarme el dinero a los pies. Los circundantes a los que invocó como testigos de mi ignorancia volvieron su atención hacia nosotros y me miraron conmiserativamente. Di a aquel tipo otras cien liras y salí huyendo.
Al cabo de vagar un rato me hallé en la profundidad del parque, al borde de un pequeño estanque. En su centro había una islita sobre la que se alzaba una extraña construcción de unos tres o cuatro metros de altura. Como sus paredes eran de cristal se podía ver en su interior un complicado mecanismo. Se trataba de un reloj bajo el que se hallaba un brazo de balanza, en cuyos extremos colgaban unos recipientes en forma de cazo. Desde un depósito de agua situado encima de ellos caía —gracias a una especie de mecanismo que se regulaba por el movimiento del brazo— una vez a la izquierda, otra vez a la derecha, un chorro de agua en el cazo situado en la parte superior, por lo cual éste descendía, derramaba su contenido y volvía a ascender, produciendo el movimiento del brazo de la balanza, que a su vez impulsaba la máquina del reloj.
Mientras yo cavilaba acerca del funcionamiento de este misterioso aparato, se detuvo a mi lado, en el borde de la acera, uno de esos ridículos cochecitos que parecen panecillos, pero que tienen la ventaja de poder utilizar como pistas de carreras hasta las más estrechas y retorcidas callejas de la ciudad.
La portezuela izquierda se abrió y descendió un hombre gordo, calvo, con rostro congestionado. Luego se abrió la portezuela derecha y una mujer igualmente obesa rodó al exterior. Su labio superior estaba adornado por una ligera sombra de bigote. Cuando por fin se estiró por completo vi que superaba a su marido en una cabeza. Sudaba copiosamente y se daba aire con un abanico. Entretanto había aparecido por la primera puerta una muchacha delgaducha, quizá de catorce años, a la que siguió otra de unos dieciocho años, con una espetera extraordinariamente voluminosa. Fueron saliendo a continuación tres niños de pelo negro rizado, pegándose y empujándose. Les eché diez, ocho y cinco años. Cuando creí que ya habían terminado de desalojar el vehículo surgió resoplando y tosiendo un viejo, enjuto de carnes, con pelo blanco y un cigarrillo entre los labios. Se estiró y medía casi dos metros.
Asombrado no podía apartar los ojos del cochecito y del grupo humano, y así no atendí a lo que el gordo explicaba a los demás, que le escuchaban atentamente. Sin duda se trataba de una familia y el gordo era su cabeza. La dama descomunal del bigote debía de ser su mujer y los cinco niños eran sus hijos e hijas. Al anciano de pelo blanco nadie le dirigía la palabra y él mantenía un silencio obstinado. Quizá no era más que un familiar lejano, o simplemente les acompañaba. Los otros no hacían más que hablar de un modo agitado. La discusión subió de tono.
—¡No puede ser! —gritó el chico mayor—. No puede ser porque…
—¡A callar! —le cortó el padre—. Voy a explicároslo otra vez, pero poned atención, por favor. Vamos a ver: los chorros de agua mueven, como podéis observar, el brazo de la balanza y éste no sólo impulsa el mecanismo del reloj, sino también una bomba que a su vez sube el agua del estanque al depósito. Si no ¿cómo iba a llegar el agua hasta él?
—Quizá por la conducción de agua municipal —dijo la niña delgaducha.
—¡Tonterías! —exclamó el padre con mirada severa—. Os digo que este mecanismo maravilloso se mantiene en movimiento gracias a la energía que él mismo produce. Podemos definirlo, con razón, como un perpetuum mobile. ¿O acaso no?
—No —replicó el niño mayor, que por cierto se llamaba Belisario—. No, porque nuestro profesor ha dicho que no existe y nunca ha existido el perpetuum mobile. Está demostrado científicamente.
—¿Vas a poner en duda las palabras de tu progenitor, niño? —gritó el padre aún más congestionado—. ¿Me estás llamando mentiroso?
La madre le puso la mano sobre el brazo.
—Lo ha dicho el profesor.
—¡El profesor, el profesor! —respondió el padre con ojos tremebundos—. ¿Quién es ese tipo? ¿Quién le conoce? ¿Y qué sabe de estas cuestiones? Yo, vuestro padre, yo lo sé porque este reloj es obra de un tataracuñado nuestro, o sea, de un miembro de la familia, lo que se dice un antepasado. Así que un poco de respeto.
—Todo lo que quieras —rezongó Belisario—, pero no se trata de un perpetuum mobile, por que no existe tal cosa.
—¡Lo tienes delante de las narices! —bramó el padre—. ¿No tienes ojos en la cara, incrédulo Tomás?
De pronto se dirigió con gesto doliente a mí.
—Dígame usted, señor, ¿qué puede hacerse con la juventud de hoy? No creen ni a sus propios padres. Algo inconcebible, ¿no le parece?
Intenté esquivarle con algunas palabras confusas.
—¡Exactamente! —exclamó contentísimo el gordo—. ¡Cuánta razón tiene usted! Es el materialismo lo que ciega a los niños desde su más tierna edad. Ahí lo tenéis, lo dice el dottore, un hombre culto.
En Roma llaman dottore a cualquiera que lleve gafas y tenga aspecto de haber leído alguna vez un libro.
Durante los siguientes diez minutos fui el centro de la discusión generalizada, en la que todos, excepto el viejo silencioso, pretendían hacerme testigo principal de sus argumentos. Como no me sentía capaz de cargar con tamaña responsabilidad, murmuré por fin que lamentaba tener que interrumpir la animada conversación pero que una cita urgente me obligaba a ello.
Que adónde quería ir.
No se me ocurrió nada mejor y dije que muy lejos, a la Via Marmorata, cerca del Testaccio.
Que cómo iba a llegar hasta allí.
Tartamudeé algo de un taxi.
El gordo —al que por cierto su mujer llamaba Drucio y sus niños Babbo— alzó la mano con autoridad.
—No lo haga, dottore. Usted no es de aquí, ¿verdad? Le digo que los taxistas de esta ciudad son unos ladrones y unos bandidos. No permitiremos que abusen de un amigo. Además, nosotros tenemos que ir casi al mismo sitio. Le llevaremos. ¡Ande, vamos!
Aunque la noche había refrescado bastante, sólo de pensar en que me vería sentado en el diminuto vehículo sobre el regazo de la señora me hizo sudar. Busqué disculpas desesperadamente, pero ninguna resistió a la arrolladora amabilidad de la familia.
—Nada, nada. Disculpas. No nos causa usted ninguna molestia —insistió Drucio—. Es para nosotros un placer y un honor hacerle un pequeño favor a un amigo extranjero como usted.
Los niños me tiraban de las mangas y las niñas me empujaban por detrás hacia el utilitario. La madre sonrió y decidió:
—Rosalba nos llevará. Acaba de obtener su carnet de conducir y está muy orgullosa de él. No decepcione a la nena.
En un último y débil intento de resistir objeté que probablemente íbamos a estar muy estrechos en el coche.
—Reconozco que su apariencia es más bien pequeña —dijo Drucio—, pero por dentro es muy espacioso. ¡Adelante, Dotta!
A partir de ese momento todos me tutearon. Me habían acogido para siempre en el círculo familiar. Sin remisión.
Antes de que pudiera evitarlo, estaba encajado en la parte trasera. Rosalba, la joven de la extraordinaria espetera, ya se encontraba detrás del volante.
—Piensa, hija mía —dijo el padre tomando asiento a su lado—, que cuando un semáforo está rojo significa que al pasar el cruce has de mirar a derecha e izquierda, pues hay muchos conductores irresponsables.
—Sí, Babbo —contestó obediente la joven, y el coche se puso en marcha, entre el chirriar de los neumáticos.
Cerré los ojos y me agarré al respaldo del asiento del viejo de pelo blanco, sentado delante de mí. Al cabo de un rato me atreví a mirar a mi alrededor. En efecto, por dentro el vehículo tenía la amplitud de un minibús. Cada miembro de la familia ocupaba su asiento. Detrás de mí incluso había un espacio de carga que se perdía en la penumbra.
Drucio se volvió buscando mi aprobación.
—¡Asombroso! —dije con gesto de admiración.
Drucio trepó por encima del respaldo de su asiento y vino a sentarse a mi lado.
—En el fondo es simplemente una cuestión de supervivencia —me explicó—. Nuestras ciudades son estrechas y están superhabitadas, se ahogan en hojalata. Cada vez más gente coge su coche aunque sólo sea hasta la próxima esquina para comprar cigarrillos. La industria tenía que fabricar necesariamente vehículos cada vez más pequeños por fuera y amplios por dentro. La solución se imponía.
—Ah, no sabía que fuera tan sencillo —dije.
—Sí, sí, signore —contestó él—. Sólo hay que pensar un poco. Siempre ha sido una cualidad nuestra acomodarnos como sea a las circunstancias.
—Eso es cierto —admití.
—Ven, Dotto, te enseñaré más cosas— me dijo invitándome a seguirle. Nos levantamos y zarandeados por la técnica asombrosa de Rosalba en las curvas nos dirigimos a tientas hacia atrás, al espacio de carga.
Drucio abrió una puerta corrediza de metal y encendió una luz. Ante nosotros se abría un estrecho pasillo, empapelado con grandes flores, bordeado de varias puertas normales. Drucio abrió la primera. Me asomé a una pequeña habitación. En las dos esquinas opuestas había dos literas. En las paredes vi armarios y cómodas, un escritorio, así como una magnífica instalación estereofónica.
—Es la habitación de nuestros cuatro hijos —explicó Drucio.
—¿Cuatro? —pregunté confundido.
—Sí, Nazzareno, el primogénito, está en este momento en el hospital Salvator Mundi por una apendicitis.
—Ah.
La habitación siguiente era el dormitorio de las dos hijas, con innumerables posters en las paredes, entre ellos uno de Al Bano y Romina Power sobre la cama de la hija menor. Encima de la cama de la mayor lucía uno de Angelo Branduardi, del que sólo se veía pelo. Todo el cuarto estaba en color rosa.
—¡Mbeh! —fue el comentario del padre.
Luego visitamos el dormitorio de los padres, con su obligada cama de matrimonio, de tubos de latón dorado entrelazados artísticamente, y sobre la cabecera un cuadro de la Magdalena, semidesnuda, con una calavera en las manos y mirada lacrimosa dirigida al cielo.
Nos saltamos la siguiente puerta.
—Es sólo el cuarto de baño.
Pasamos al otro lado del pasillo y entramos en la cocina. Allí estaba sentada una anciana, tan gorda que necesitaba una silla para cada posadera. Vestía una combinación, llevaba una redecilla en la cabeza y bañaba sus pies en una palangana con agua jabonosa. Delante tenía un televisor que emitía un programa-concurso de Mike Bongiorno.
—¡Mamma! —le gritó al oído Drucio—, he traído a un amigo.
La señora alzó un momento la vista e hizo la señal de la cruz en mi dirección. Luego se volvió a concentrar en el concurso.
—Mamma es una santa —me explicó Drucio—. No vive siempre con nosotros. Tiene una casita en el campo. Pero le encanta dar paseos en el coche.
Nuestros recíprocos gestos de asentimiento ya se habían vuelto automáticos.
A continuación inspeccionamos el salotto, un espacio representativo que, como me aclaró Drucio, no era utilizado normalmente por la familia y se reservaba para bodas, bautizos y velatorios. Sobre la mesa del comedor, pulida al máximo, había un frutero de mármol verde con frutas variadas de plástico. En una vitrina se exhibían recuerdos y otros objetos de valor, como, por ejemplo, varias vírgenes de porcelana y yeso, ordenadas según tamaño, una góndola llena de bombones, una torre Eiffel y un pequeño busto de Juan XXIII como aspirador de humos. Una esquina estaba ocupada por una consola dorada sobre la que se alzaba una lámpara en forma de dama de harén que sujetaba en la mano una antorcha.
—Y ahora entremos en mi estudio —dijo Drucio abriendo otra puerta.
Me encontré en una habitación mezcla de farmacia, zapatería y sacristía. Había cantidades ingentes de botellas y recipientes de toda clase, cajas y cajitas, crucifijos variados, amuletos, paquetes de hierbas, cartas de tarot y, en las paredes, signos astrológicos.
—Reconozco —dijo mi anfitrión— que es algo pequeño y que todo está muy amontonado, pero somos gente sencilla y nos basta. Lo importante es el calor familiar; ya sabe lo que quiero decir, ¿verdad?
—No —respondí—. Es decir, sí, creo que comprendo, aunque me parece que no comprendo nada…
Drucio me miró preocupado.
—Estás pálido como una sábana. Quizá no te venga bien viajar en coche. Hay mucha gente que se marea, sobre todo en los asientos traseros. Voy a darte algo. Verás como te sientes mejor.
—No, no —exclamé horrorizado—. No es nada. Muchas gracias. Me siento mejor.
Salí al pasillo dando tumbos. Drucio me siguió después de cerrar cuidadosamente con llave la puerta de su estudio.
—Es por los niños —aclaró—. Por cierto, hemos llegado a nuestro objetivo. Puntuales para tu importante cita, amigo mío, no te preocupes.
Estábamos delante de la última puerta.
—¿Y aquí qué hay? —pregunté con aprensión.
—Nada importante. Es el garaje.
—¿Cómo? ¿Garaje? —murmuré con labios temblorosos.
Drucio abrió la puerta y, en efecto, nos asomamos al interior de un garaje cuya puerta de entrada estaba abierta.
—Pues sí, Dotto —comentó—. Ya sabes lo difícil que es encontrar aparcamiento en la ciudad. Resulta muy práctico llevar un garaje propio en el coche. Ahorra mucho tiempo. Es un poco pequeño, pero suficiente para un cochecito modesto.
En ese momento mi espíritu se nubló definitivamente. Con un alarido empujé a un lado a Drucio y salí corriendo a la calle por la puerta abierta del garaje. Corrí como un conejo perseguido en zigzag por las calles nocturnas, entre todos aquellos miniautomóviles que se cruzaban como exhalaciones en mi camino, hasta que los improperios de los conductores y mi propia falta de aliento me obligaron a parar.
No llegué a mi casa hasta muy tarde y aunque estaba agotado no logré pegar ojo. Al intentar comprender lo sucedido mis pensamientos se movían en círculos, como ratones bailarines chinos. De madrugada, y después de bastantes vasos de vino tinto fuerte, conseguí detener el tiovivo y caer en un pesado sueño sin visiones.
Al día siguiente encontré en el bolsillo de la chaqueta una tarjeta de visita. Como había decidido borrar de mi memoria toda la aventura pasada, me niego hasta hoy a creer que fuera Drucio el que me la metiera en el bolsillo, aunque ignoro quién si no hubiera podido dármela. Leí:
ASDRUBALE GURADALACAPOCCIA
MAGO
ESPEClALIDADES:
FILTROS DE AMOR — RECETAS CONTRA EL MAL DE OJO
QUINIELAS — AYUDA EN LA BÚSQUEDA DE PISOS, ETC.
HORAS DE CONSULTA A CONVENIR.
También encontré un número de teléfono. Pero no he llamado ni al día siguiente ni nunca. No puedo arriesgarme a perder la mínima posibilidad de que no existan Drucio y su familia. Es una cuestión de salud mental.
Posdata: Hace poco leí en una revista seria una estadística sobre profesiones, según la cual hay en Italia más de treinta mil magos registrados oficialmente.
Esto, naturalmente, lo explica todo. ¡Qué país! ¡Qué pueblo!