Capítulo 1
Iván notaba unos ojos clavados en su espalda, unos ojos que le quemaban. Se dio la vuelta y su mirada se encontró con la de aquella mujer. Era la misma que momentos antes firmaba un suculento contrato con su empresa que le reportaría enormes beneficios a ambos. Los dos sonrieron.
Después de los negocios… placer.
Se sostuvieron la mirada largo rato mientras bebían pequeños sorbos del excelente cava catalán. Estaban ajenos al bullicio que se expandía a su alrededor. Gente conversando, riendo y bebiendo en una recepción en el Hotel Arts Barcelona. Era la presentación social del proyecto conjunto que acababan de emprender.
Ella parecía una mujer experta en el arte del coqueteo y no tuvo reparo alguno en lanzar el anzuelo, segura de sí misma, de lo que hacía y quería. Y por lo visto en aquel momento quería a Iván.
Se desabrochó un botón de su blusa color malva. Siguió con otro. Dejó a la vista una porción generosa de la carne rosada de sus voluminosos pechos. Con el dedo índice los acarició con disimulo, mientras sus ojos clavados en los de Iván le prometían más… mucho más.
Él, como hombre sediento de sexo, sonrió, consciente de la clara invitación que se le ofrecía. La mujer dejó su copa de cava en la mesa más cercana, y con pasos sinuosos y balanceando las caderas al compás de una danza sexual se dirigió al ascensor. No se detuvo en ningún momento. Sabía que la seguiría. Y así fue. Aquel hombre no rechazaría el poder disfrutar de un cuerpo como el de ella.
De hecho ya hacía horas que él estaba preparado. Toda la tarde para ser más exactos. Un rostro celestial y unos ojos dorados como el sol tenían la culpa. No podía quitársela de la cabeza. Y no eran los ojos ni el rostro de la mujer que ahora seguía. Necesitaba desahogarse, aliviar el tormento que mantenía su miembro en una constante erección. Y el bombón que tenía delante parecía ser una deliciosa solución.
Entraron en el ascensor sin dejar de mirarse. Cada uno se mantuvo en un rincón del amplio habitáculo. El elevador subía y el timbre sonaba a cada piso que cruzaba. Iván contempló el cuerpo de aquella mujer. Nadie diría que tenía treinta y ocho años, diez años mayor que él. Su cuerpo no tenía nada que envidiar al de una jovencita de veinticinco años. Pelo lacio y moreno, rostro exótico y cuerpo perfecto. Una mujer creada para el placer. Daba lo mismo si aquellas caderas estaban retocadas o no. A él le gustaba.
Iván intentó imaginar el cuerpo de la otra mujer. De la mujer que lo mantenía en vilo desde el momento que irrumpió en su despacho como un torbellino, hecha una furia. Difícil empresa, teniendo en cuenta el vestido negro que llevaba, nada sexy y que ocultaba en toda su totalidad el cuerpo femenino. Un cuerpo que él ya sabía que debía ser hermoso. Una cara hermosa siempre acompañaba a un cuerpo hermoso. Sólo con pensar en ella desnuda su miembro creció aún más.
La mujer del ascensor miró el paquete abultado que sobresalía de la entrepierna de su nuevo socio. Sonrió pensando que era ella la que causaba aquel efecto. Nunca podría imaginar que Iván tenía la mente en otro cuerpo. Se desabrochó dos botones más de la blusa dejando al descubierto un sujetador de encaje negro. Iván, que ya no podía aguantar más la dura erección, se abalanzó sobre ella. La besó, introduciendo la lengua con salvaje urgencia dentro de la boca femenina. Ella, muy lejos de asustarse, lo recibió sedienta. Iván estaba poseído por un ansia irrefrenable. La alzó del suelo al tiempo que ella formaba, con sus esbeltas piernas, una corona alrededor de las caderas masculinas. El hombre empujaba su erección con movimientos primitivos, carentes de ternura.
- Lo quiero todo, todo -murmuró ella deleitándose con el lado más salvaje que él le ofrecía.
Iván la miró a los ojos. Unos bellos ojos grises enturbiados por una pasión tan furiosa como la de él mismo lo contemplaban. Pero no eran las pupilas doradas que él quería ver en aquel momento.
- Te lo daré todo, y seré tan salvaje como quieras -le prometió.
Es lo único que pudo decir, porque su mente se empeñaba en centrase en otro rostro… El rostro que aquella mujer de la que ni tan solo sabía el nombre. La misma que se había atrevido a fulminarlo con la mirada como si fuera un vil asesino.
El clic del ascensor sonó, anunciando la llegada al piso solicitado. La puerta se abrió. Iván la sostuvo por las nalgas al tiempo que las apretaba. Un gemido se escapó de la garganta de aquella hembra fabulosa. Ya hacía rato que ansiaba copular y cada roce, cada caricia, cada aliento del hombre la ponían más caliente.
- ¿Dónde está tu habitación? -preguntó Iván con la voz trémula de deseo.
- A la derecha. -Le mordió en el cuello-. ¡Date prisa, no puedo aguantar más!
Iván sonrió de manera lasciva. Ella le daría el alivio que necesitaba. Después el rostro angelical sin nombre se esfumaría.
Entraron a la habitación presos de un deseo desbordante. Ella, igual de pasional que él, lo arrinconó en la pared. Le desabrochó el cinturón, el botón. Cada barrera que encontraba en su camino era una espera tormentosa. Por fin llegó a la cremallera. La bajó con prisa mientras el sonido recordaba al de un grito seco de desesperación, la misma desesperación de los dos por encontrar un alivio momentáneo. Sin preliminares se introdujo el pene en la boca hasta abarcarlo por completo. Con una mano experta lo sostenía, ayudando a succionarlo, lamerlo y mordisquearlo, con la fuerza justa para incrementar el placer. Con la otra mano le acariciaba los testículos, con sus largas uñas pintadas en color carmín. ¡Ahh! Esta mujer sabe lo que hace, pensó Iván a punto de estallar. Notaba su lengua caliente, las uñas arañándolo con suavidad, cosquilleándole con placer una zona demasiado dolorida. Moriría si no eyaculaba. Viendo que el final se acercaba hizo que la mujer se incorporara. Se despojaron de sus ropas en tiempo record y se lanzaron a la cama como si de una piscina se tratara. Iván mordisqueó y besó el cuello desnudo bajando hacia las vertiginosas curvas de sus senos. Le agarró las muñecas a la altura de la cabeza, con intención de mantenerla atrapada, de tenerla a su merced. Su lengua siguió las cumbres endurecidas de los pechos. Empezó a lamerlos sin piedad. Los mordisqueó de la misma manera que ella hizo con su pene. No tuvo piedad. Ella tampoco quería piedad. Sus gemidos eran furiosos e Iván supo que el clímax se acercaba. Sólo cinco segundos lo separaban de penetrarla y aliviarse. Los cinco segundos que necesitó para colocarse un preservativo.
La penetró sabiendo que la encontraría tan húmeda que su miembro se introduciría sin problemas. Las piernas de la mujer lo mantuvieron agarrado como tenazas, manteniéndolo atrapado en aquel lugar mientras se desahogaba con rabia. Entrando, saliendo. Rápido, más rápido. Carne contra carne. Piel contra piel. Caderas contra caderas… y soñando con otra.
No fue hasta que ella gritó al llegar al orgasmo y él se derramó, cuando vislumbró a la mujer morena, la mujer de ojos felinos, desmelenada, salvaje y jadeante que tenía debajo. No. Aquél no era el dulce rostro que necesitaba ver. Llevado por el recuerdo, tocó con el dedo los aún maquillados labios que acababa de mordisquear. Se acordó de aquellos otros, esponjosos como bizcochitos, de la mujer sin nombre. Sonrió al recordar cómo se curvaron al no querer escucharla, a cómo le escupieron que era un monstruo sin corazón. Seguro que sus besos prometían ser dulces como caramelos. Qué estúpido por su parte pensar que nada más aliviarse conseguiría arrancársela de la cabeza.
Se levantó de la cama aún jadeante, enfadado consigo mismo, y se acercó a la ventana mientras su respiración recobraba la normalidad. Miró al cielo. La tarde abandonaba su lugar para dejar paso a una noche de sueños eróticos que para su desgracia no podría cumplir.
Mañana la buscaré, la encontraré y la seduciré, pensó cogiendo la ropa del suelo con movimientos bruscos, para hacer con ella lo que me dé la gana. Y el tormento acabará. Sí… será como atrapar a un pajarillo desvalido, así de sencillo y rápido. No tendrá escapatoria.
Con esa promesa se vistió. Cuando estaba a punto de abrir la puerta y marcharse la voz de la mujer que acababa de poseer lo detuvo.
- ¿Nos volveremos a ver?
Iván giró el rostro para mirarla. Aún estaba tendida en la cama, desnuda, con expresión satisfecha y con ganas de más.
- Tal vez.
Iván llegó a su oficina, situada entre el Passeig de Colom y el Maremagnum de Barcelona. Era un imponente rascacielos de cristal oscuro, propiedad de Construcciones Mayer S.L. Un edificio ancho, de ciento treinta metros de altura y de un diseño espectacular que quitaba el aliento. Erguido y majestuoso desafiaba las leyes de la gravedad. El interior era igual de asombroso. Jardines exóticos llenaban el centro del edificio y a su alrededor se disponían las oficinas. Todas ellas daban a un ascensor de cristal transparente. En la última planta estaban situados los despachos de Iván y de su padre.
Su padre fue a visitarlo cuando se enteró de que su hijo ya había regresado. Tenía que hablar con él del importante negocio que tenían entre manos. Lo encontró mirando por la ventana. Contemplaba el mar y el puerto aunque su mirada ausente le indicaba la poca atención que prestaba al paisaje. Además, la oscuridad ya cubría la ciudad. Era evidente que su mente permanecía en otro lugar.
- Cien euros por tus pensamientos -manifestó su padre, Alberto, cerrando la puerta tras de él.
- Mejor no, si te lo digo ya no será un secreto.
- ¿Es un secreto en lo que estabas pensando?
Iván no contestó. ¿Cómo iba a explicarle que una desconocida lo había cautivado? Se subiría por las paredes. Refunfuñaría como un loco por permitir que una insignificante mujer lo perturbara, cuando su padre tenía en mente otros planes con otra mujer muy diferente. Suspiró. Mejor guardarse el secreto. Se dirigió hacia el mueble bar. Se sirvió un generoso chorro de whisky Macallan Fine Oak, una reserva de treinta años. Él siempre consumía lo mejor. No importaba el precio.
- ¿Quieres uno, papá?
- No, gracias. No lo necesito -respondió sentándose en un sofá, que había al lado de la gran ventana-. Veo que tú sí.
Alberto era un hombre alto y de constitución robusta. Los años habían hecho mella en él, pero sin maltratarlo demasiado. Tenía el cabello blanco, adornado con unas prominentes entradas. Llevaba perilla, también blanca, realzando la dureza de sus crueles facciones. Era un hombre que inspiraba, a primera vista, miedo y desconfianza. Sin embargo Iván lo veía como el mejor padre del mundo. Gozaban de una relación que ya muchos desearían. Desde luego que no escapaban de peleas y desacuerdos, pero todo se superaba cuando así lo deseaban ambos.
- Iván, necesitamos Valleverde ya. Nos están presionando para empezar la carretera -lo miró. En sus ojos se reflejaba la codicia.
- No te preocupes, ese pueblucho será nuestro.
- ¿Cómo va el asunto de las expropiaciones?
- Lento pero bien. Estoy mirando a ver si la gente se marcha por su propio pie. Si no es así tendremos que vernos forzados a usar la fuerza.
- El tiempo corre en nuestra contra.
- Ya lo sé.
Iván pensó que tal vez podría valerse de ese aspecto para arrastrar a la desconocida de ojos dorados a su cama. Ella era una habitante de Valleverde y por lo que pudo comprobar estaba muy enfadada por tener que abandonar su hogar. Si todos los habitantes del pueblo estaban igual de enfadados, sería muy difícil que abandonaran por la buenas. Si bien él lo tenía claro. Si no era por las buenas sería por las malas. Iván se sentó al lado de Alberto y vació el contenido del vaso de un trago.
- ¡Ahhh! Este whisky es estupendo. Bueno, ¿qué te trae por aquí? -suspiró. Ahora estaba relajado. Un buen sorbo de ese magnífico licor siempre lo calmaba-. Supongo que no es para hablar de Valleverde.
- He estado con el padre de Gina. Está en Barcelona. -Sus labios esbozaron una leve sonrisa-. Le encantó la idea de que entres a formar parte de su empresa. Dentro de unos días celebra una fiesta. Estamos invitados.
- Me has alegrado el día.
- Si no quieres tener problemas en esta asociación será mejor que de una vez por todas cierres el compromiso con Gina -pronunció. Ya habían hablado del tema, pero Iván siempre lo rehuía-. Yo de ti me lo plantearía. Única hija y heredera. Demasiado bueno para dejarlo escapar.
- Ya lo sé… pero es que… -bufó-. Aún no quiero casarme.
- ¡Venga, no exageres! -se levantó. Tenía que convencerlo de una vez por todas-. Te la has llevado a la cama un montón de veces. Es espectacular y tiene un padre millonario y una importante empresa que te abrirá las puertas del mundo. ¿Qué más quieres?
Iván también se levantó y fue hacia el mueble bar a servirse otro whisky.
- Tal vez tengas razón -consideró lo que su padre había dicho. La idea ya le había pasado por la cabeza en el momento que la conoció.
- ¿Acaso Gina no te gusta?
- Sí que me gusta. Además sabe cómo mantener a un hombre despierto durante toda la noche.
Alberto rio moviendo la cabeza de un lado a otro. Recordó su juventud; fue igual de satisfactoria que la de su hijo. Aquellos tiempos llenos de mujeres hermosas y bien dispuestas.
- Entonces, ¿qué problema hay? -argumentó con gravedad-. Tienes que ver el matrimonio como un objetivo para llegar a una meta. Que te cases no significa que no puedas disfrutar con otras mujeres.
- Ya lo sé.
- Anda, sírveme una copa. Ahora me hace falta -suspiró y apretó el hombro de su hijo-. A veces me exasperas.
Iván le alargó el vaso. El líquido tostado desprendía un aroma embriagador. Su padre se extasió con la fragancia llevándoselo a la nariz.
- ¡Mmmm! Tengo que reconocer que tienes un gusto excelente para escoger un buen whisky.
- Es todo un lujo para el paladar.
- Venga, ¿brindamos?
- ¿Por?
- Por tu próxima boda con Gina.
Iván, exasperado, murmuraba por lo bajo. Ya era mayorcito para decidir solo. A veces su padre lo sacaba de quicio. Siempre queriendo controlarlo todo. Suerte que él tenía un carácter tan feroz como el suyo y sabía imponerse cuando era necesario.
- No hace falta que te cabrees -aclaró Alberto también algo iracundo.
- Para que te quedes tranquilo -comenzó a decir con voz severa indicando a su padre que haría lo que le diera la gana-, me lo voy a pensar pero no te prometo nada. Aunque ya te advierto que si no me quiero casar con ella no me casaré.
- Algo es algo -apuró el whisky de un golpe y una inmensa alegría quedó reflejada en sus oscuros ojos-. Pero no tardes demasiado. Recuerda, los negocios hay que cazarlos cuando pasan, no cuando uno quiere.
Iván meditó mientras observaba los reflejos del líquido en su vaso.
Uno de sus objetivos en la vida era expandir su empresa por todo el mundo y con esta asociación lo conseguiría. A pesar de que Gina era una mujer muy sensual y sexual, él no quería casarse. No negaba que la deseaba. Siempre se lo pasaban muy bien juntos, sobre todo en la cama. Su cuerpo poseía unas curvas de lo más sugerentes. Todo en ella era hermoso, lujurioso, pero casarse con Gina eran palabras mayores. Aunque reconocía que si tenía que casarse por interés, lo haría. Existía el divorcio si se cansaba.
El teléfono lo sacó de su ensoñación. Dejó su vaso en el mueble bar y fue al escritorio. Cogió el teléfono y se sentó en el sillón.
- ¿Sí?
Alzó los pies, colocándolos encima la mesa.
- Sí, está aquí, ahora se lo digo. Nos vemos. -Colgó el teléfono y miró a Alberto. Estaba sentado en el sillón de enfrente del escritorio-. Es Javi. Necesita que pases por su despacho a firmar unos documentos.
- Sí, ahora voy -dijo alzándose del sillón que acababa de ocupar.
- Papá.
- ¿Sí? -preguntó volviéndose a sentar en el sillón. Miró el rostro de preocupación de su hijo.
- ¿Sabes si Javi tiene algún problema?
Iván se recostó en el sillón mientras entrelazaba los dedos detrás de la nuca prestando atención a su padre. Su amigo lo tenía preocupado y si él no quería explicarle nada tendría que averiguarlo por sí solo, antes de que fuera demasiado tarde. Tenía una ligera sospecha de qué le pasaba, pero no podía abordar a Javi sin estar seguro.
- Que yo sepa no.
- Es que le veo despistado últimamente.
- Ahora que lo comentas es verdad. Yo también le veo algo distraído -concordó al tiempo que también se acomodaba en el sillón. Suspiró pensando cual sería el problema de ese hombre, aunque tampoco le preocupaba demasiado-. A lo mejor alguna mujer le da problemas -reflexionó cruzando los brazos.
- Que yo sepa no sale con nadie -le informó Iván-. Siempre ha sido tímido y retraído. Sólo le importa su carrera de abogado y tener a su padre contento -nunca entendió esa obsesión de Javi por tener a su padre contento, hasta convertirse en una enfermiza obsesión.
- Sí, eso es verdad. Nunca supe por qué erais tan buenos amigos. Sois como el día y la noche.
- Es buena persona, y honesta.
- Todo lo contrario a ti.
- Soy un hombre de negocios. En este mundo uno no puede ser bueno, no duraría ni un suspiro -pensó en la lucha diaria que tenía con todo tipo de gente. En las mentiras y en las falsas promesas con intención de estafarlo. Suerte que él olía un mal negocio enseguida.
- Veo que te he educado bien. Estoy orgulloso de ti -dijo encogiéndose de hombros-. En este mundo hay que ser cruel, es como estar en un mar lleno de tiburones -sentenció, alargando las palabras-. Bueno, me voy.
Se levantó y mientras se dirigía a la puerta se detuvo analizando la cara de preocupación de su hijo. Él y Javi se habían criado juntos y era lógica su preocupación. Sin embargo cada uno era dueño de sus acciones, y si ese hombre tenía problemas, es que con toda seguridad se los había buscado. Antes de irse añadió:
- Recuerda lo que hemos hablado.
- No pararás de atormentarme hasta verme casado con Gina.
Alberto rio, alzando la mano y despidiéndose con un movimiento. Ya lo había presionado bastante. A Iván no le gustaba que le impusieran nada. Decidió presionarlo otro día.
Iván consultó el reloj y salió, con paso decidido, fuera del despacho. Ya había tenido bastante. Deseaba meterse en la cama y que el mañana llegara con celeridad. Seguro de que a esa misma hora estaría entre las piernas de su ángel.
Al día siguiente Iván se despertó con las primeras luces del alba. No había dormido gran cosa, impaciente como un niño que espera la llegada del día de Navidad. No obstante, no suspiraba por regalos, suspiraba por volverla a ver. Tan pronto esa noche había cerrado los ojos, sueños eróticos le asaltaron. Suspiró, sabiendo a ciencia cierta que la encontraría y la seduciría valiéndose, si era necesario, de su poder.
Apartó las sábanas, levantándose con una alegría poco usual en él. Desayunó rápido, y emprendió el camino a Valleverde en un espectacular Hummer de color negro como el azabache. Puso la radio a todo volumen, buscando alguna emisora de noticias donde le pudieran informar del tiempo meteorológico de la zona. No quería encontrarse con un temporal de nieve y quedarse aislado por el camino.
Ya casi había llegado. Por suerte no nevaba. El cielo era de un azul relajante. El sol esparcía sus doradas garras, entibiando un día de febrero. El camino lo realizó tranquilo, no a mucha velocidad, pero sin detenerse en ningún momento. Hasta tuvo tiempo de maravillarse de los hermosos paisajes verdes que rodeaban el Vall D’Aran y que quitaban el aliento. No era de extrañar. Su clima atlántico, abierto a masas de aires húmedos del océano, provocaba una abundante y extensa vegetación. Bosques de robles, de hayas y diversas variedades de pinos susurraban al ser mecidos por un viento suave. Era una belleza que atrapaba a los sentidos del cuerpo humano. Iván bajó la ventanilla de su Hummer, quería extasiarse del perfume que flotaba en el aire. Inspiró profundo e intenso, hasta que sintió el frío de la mañana. Cerró la ventana y cuál fue su sorpresa, cuando observó a dos rebecos[1] enarbolarse en una montaña tan empinada que parecía imposible tanta agilidad para un animal de ese tamaño. Qué maravilla de lugar.
Sin darse cuenta llegó a su destino. Valleverde estaba en el municipio de Bausen y al límite con la frontera francesa. Se encontraba entre bosques compactos y umbríos de abedules, fresnos, arces, pinos y robles. En el fondo de un valle tan verde que hasta deslumbraba se alzaba el pueblo haciendo honor con su nombre al lugar. Es que no podía nombrarse de otra manera. Aunque ahora estaba cubierto por la nieve, y que dentro de poco se fundiría para dejar paso a un valle lleno de flores silvestres formando espectaculares jardines naturales de colores. No obstante con los planes que Iván tenía para el pueblo seguro que esas alfombras de flores no se volverían a ver jamás.
Llegó al pueblo por una carretera que nada tenía que ver con una normal. Llena de baches, estrecha y repleta de curvas que casi tuvo problemas para pasar. Pero él, tozudo por naturaleza, siguió y siguió hasta que llegó al mismo centro del pueblo. Bajó del coche, pensando que había retrocedido en el tiempo. Un par de siglos para ser exactos. No entendía cómo se podía vivir de esa manera, teniendo los fabulosos adelantos tecnológicos y de los que se podía disfrutar. No había mucha gente a su alrededor, aunque los pocos que se hallaban lo miraban como si fuera un bicho extraño cuando en realidad ellos eran los raros. Parecían muñecos vestidos en serie y salidos de una película antigua. Las mujeres vestidas con faldas largas en color negro y con abrigos también en negro. Los hombres con pantalones y abrigos, todo en negro. Los niños y niñas, que revoloteaban cerca de las faldas de las madres, eran la versión diminuta de sus progenitores. Las capelinas[2] blancas de las mujeres y los sombreros de paja de los hombres daban un poco de vida a los raros atuendos. Miró en las cercanías buscando indicios de algún entierro. Pensó que esa debía ser la explicación más razonable para tanto negro. Su sorpresa fue mayúscula cuando entendió, por fin, que esas vestimentas tan lóbregas formaban parte de sus ropas normales.
Iván contuvo, a duras penas, las ganas de reír. Tuvo el sentido común de recomponerse y mostrarse cordial y educado. Sabía que todos sus habitantes pertenecían a «Los hijos de la luz» una especie de comunidad religiosa anclada en siglo XVIII. No se amilanó. Nada lo detendría. Quería encontrarla, costara lo que costara. Y la encontró. Los habitantes de Valleverde, muy amables, le indicaron dónde vivía la mujer que él les describió. Quedó sorprendido por la gentileza que la gente desprendía y tan diferente a la gente hosca de la ciudad. Las palabras cálidas y sinceras le mostraron a Iván una cordialidad a la que no estaba acostumbrado. Lo trataron como si lo conocieran de toda la vida, confiando en él, en sus preguntas, sin pensar que tal vez podía mentir. En cambio en su mundo todo eran desconfianzas, traiciones, un sobrevivir cada día hasta quedar agotado. Por supuesto que se inventó una excusa, sabiendo que no le dirían nada si decía la verdad. También omitió su nombre y quién era, suponiendo que si se enteraban lo echarían a pedradas. Se sintió mal. Sin embargo sólo fue un instante. Cuando se acordó de ella todo remordimiento quedó en el olvido.
Encontró la casa y se encaminó hacia la entrada. Sus zapatos resonaron en el suelo de madera, emitiendo un sonido muy parecido al de los cascos de caballos. En el momento que iba a golpear la puerta con los nudillos, oyó la voz de Lucía, suave como pétalos de rosas y con un tono cariñoso que a él le disgustó. No porque no le gustara, al contrario, sino porque el día anterior con él su tono fue frío y despectivo. Iván quería que le hablara de esa manera, dulce y agradable. Su cuerpo reaccionó con excitación con sólo imaginar el tierno sonido de su voz susurrándole todo tipo de perversiones.
- Abel, ¿eres tú? -preguntó ella-. Pasa un momento ¡y no se te ocurra esconderte! Tengo un buen sermón para ti.
Iván entró en la casa, pero no dijo nada. Las bisagras de la puerta chirriaron al abrirla. Entró y se encontró en una cocina comedor muy acogedora, limpia y ordenada. Tanto los muebles, los utensilios y los adornos de la estancia eran de factura sencilla. Delante de los muebles de cocina se extendía una gran mesa, con sillas a su alrededor. En un rincón había una chimenea donde ardía un gran fuego. Enfrente, tres tumbonas con sus respectivos cojines confeccionados con la técnica patchwork. La casa desprendía calor humano por cada rincón, cosa que no se podía decir de la suya por muy grande y por mucho más bonita que fuera.
Lucía estaba de espaldas, enfrascada dando los últimos retoques a una enorme tarta de chocolate sobre la mesa de la cocina. A Iván no le salían las palabras. Estaba ensimismado viendo la larga melena de la mujer. Tenía el cabello recién lavado. Ayer no lo había podido admirar pues llevaba una especie de capelina que cubría toda la cabeza. Nunca una melena le había atraído tanto la atención como aquella. Era de un color avellana, con vetas de color dorado, y pendía, esplendorosa sobre la espalda. Resplandecía como el rocío de la mañana a las primeras luces del alba.
No entendía lo que le sucedía. Delante de sus narices se hallaba una mujer vestida de negro hasta debajo de las rodillas y con un delantal blanco. Y sin embargo, le causaba un deseo doloroso. Ni él mismo sabía el porqué de esa atracción tan absurda.
La deseaba y cómo la deseaba.
- Abel, no sé qué tienes en la cabeza -repuso ella con tono duro. No sabía que el hombre que estaba detrás de ella era Iván, y no su hermano-. ¿Cómo se te ocurre encerrar al gato de la pobre señora Vidal en el gallinero? -suspiró al tiempo que vertía el glaseado de chocolate por la tarta-. Cuando se entere papá te va a dar un buen tirón de orejas. No esperes que te defienda como hago siempre, Abel, ¡hoy cumples dieciocho años!
Iván observaba cómo la tarta quedaba igual de brillante que un cristal. Ella pasó el dedo por el borde del recipiente, donde estaba el glaseado que sobraba, y lo lamió. Al hombre imaginación no le faltaba e imaginó que ese dedo era su miembro. Pensó en su jugosa lengua, caliente y húmeda, recorriendo centímetro a centímetro. Lamiendo de arriba abajo, una y otra vez, para después detenerse en el glande y saborearlo, besarlo… sin tregua, sin pausa. De que sus labios juguetones se cerraran entorno a la punta dolorida. De que sus delicados dedos lo envolvieran. De que su boca lo abarcara todo, y retorciéndose de placer, le suplicara más mucho más, y ella obediente se lo diera… si, podía sentirlo. Un error. Si no se calmaba era capaz de tenderla en la mesa, levantarle esa horrible falda y penetrarla. Al hombre se le tensaron todos los músculos en un intento de calmar el deseo mientras la contemplaba extasiado.
- ¡Mmmm! -saboreó Lucía-. Estará deliciosa. No sé por qué me he molestado en prepararte esta tarta de cumpleaños -una sonrisa maliciosa salió de sus labios-. Tendría que castigarte sin ningún trozo.
Volvió a untar el dedo de glaseado, preocupada de que su hermano no dijera nada. Se giró al tiempo que se introducía el dedo en la boca, con la intención de saborear el gustoso chocolate y mofarse de que se quedaría sin su ración de pastel.
Iván, demasiado excitado e incapaz de calmarse, no se perdía movimiento alguno. Se alegraba de que sus pantalones fueran lo suficientemente holgados para disimular la evidencia de su deseo.
A Lucía le faltó bien poco para caerse desmayada al suelo, asombrada al encontrase allí mismo al hombre producto de sus dolores de cabeza en la cocina de su hogar. Escuchó el tic tac del reloj antiguo que descansaba en la repisa de la chimenea como si fuera su corazón. Tragó saliva. Ayer en su despacho ya admiró lo atractivo que era. Sus ojos eran de un azul turbulento, igual que el color del mar en un día de tormenta. El cabello lo llevaba alborotado y negro como el pecado. Pero lo que más la sorprendía eran sus facciones, duras, profundas y de una masculinidad perturbadora para su paz mental. La barba corta y espesa que llevaba no ayudaba a darle un aire afable al rostro, al igual que la descomunal estatura que exhibía. Pero daba lo mismo, hasta esa dureza en sus facciones era atractiva. Iba vestido con unos pantalones anchos color tórtola y una camisa color marfil. Pudo distinguir las iniciales de su nombre y apellido bordado en la parte superior del bolsillo de su camisa. En los hombros colgaba un jersey beige, con rombos del mismo tono que los pantalones.
- Hola -saludó Iván sin saber qué decir o hacer y con una desvergonzada sonrisa de oreja a oreja.
Lucía salió de sus pensamientos. Se acordó de cómo se rio de ella, de cómo ni tan siquiera la quiso escuchar. Y sobre todo se acordó de que estaba sola en la casa. Ella dio un paso atrás, con la cara más enrojecida que una fresa madurada al sol. Su mirada se concentró en el hombre que tenía frente a ella. No era nada adecuado estar sola con un hombre sin estar casada con él. Si la comunidad se enteraba la regañarían.
- Te debes preguntar qué hago aquí -empezó a decir Iván al ver que ella era incapaz de pronunciar palabra.
- Sí -murmuró. Fue lo único que salió de sus labios.
- Primero me gustaría saber tu nombre, ayer no me lo dijiste. Saliste del despacho tan rápido.
- Lucía Olmos.
- Lucía.
- Sí, Lucía. -Le miró recelosa pensando si se burlaba hasta de su nombre.
Se miraron a los ojos.
No hubo palabras. Sólo un silencio, igual de ensordecedor que un agudo grito.
- ¡Mi capelina! -se sobresaltó ella de pronto.
Iván arqueó una ceja. No entendía su nerviosismo por no llevar la fea capelina.
- A mí no me importa que no la lleves -pronunció Iván-, al contrario me gustas más así.
El fuego chisporroteó y Lucía se sobresaltó. Se pasó la mano por el pelo, avergonzada. Nadie, salvo su padre y su hermano, le habían visto el cabello. De pronto tomó conciencia de que ese hombre no sabía nada de sus costumbres. ¿Qué iba a saber un hombre como él?, meditó ella.
Iván caminó hasta situarse a poca distancia de ella. De cerca aún era más bonita. Sus asombrosos ojos brillaban igual que la arena del desierto en el cénit del día. Unos pómulos redondeados y unas espesas pestañas daban al rostro un aire angelical. No, angelical no… es el rostro de una virgen, concluyó para sí. Unos labios en forma de corazón, sonrojados como su rostro, lo atraían como un imán. A Lucía esa mirada la alteró y sus piernas temblaron. Tenerlo así, tan cerca, no era correcto, nada correcto.
- Debe marcharse ahora mismo -balbuceó ella rígida como un palo de escoba- No puedo estar a solas con usted señor. Es pecado -articuló al fin.
Iván se quedó con la boca abierta. Ese comentario que para él no tenía lógica y la manera tan formal, tan estricta con que le hablaba le dejó perplejo. Se abstuvo de hacer ningún comentario al tiempo que recordaba que ella pertenecía a la comunidad de «Los hijos de la luz».
- No voy a marcharme -hizo una pausa- todavía. De hecho vengo a pedirte disculpas por mi comportamiento de ayer. Estuve brusco -se disculpó Iván.
- De la única manera que puede usted disculparse es dejarnos tranquilos en nuestras casas y olvidarse de la carretera -la voz de ella era de una calma perturbadora-. No puede despojarnos de Valleverde. No puede destrozar un pueblo para…
No pudo continuar. ¡El muy miserable se estaba riendo a carcajadas! Lucía deseaba darle un puñetazo. Contó hasta tres para serenarse.
- Escucha bien, nadie me va a decir lo que tengo que hacer o no tengo que hacer ¿vale? -aclamó con un tono duro.
Lucía le contemplaba mientras pensaba en una réplica. Sin embargo sus palabras se disolvieron como un terrón de azúcar en el café. No quería discutir. Pero era tan difícil mantener la calma cuando él se burlaba por todo, que no sabía si lo conseguiría.
Iván no dejaba de observarla. No iba por buen camino. Al ver que la mujer le miraba como si fuera un repulsivo monstruo volvió a hablar.
- He ofrecido una cantidad de dinero más que considerable por las tierras. Podéis construir otro pueblo en cualquier lugar -se irguió cuan largo era y la miró a los ojos-. ¡No hay para tanto! Tendréis casas nuevas y aún os sobrará dinero para cualquier caprichito.
El tono indiferente y las palabras de ese hombre, sacaron de sus casillas a Lucía. ¡Si encima nos hace un favor!, pensó.
- ¡No puedo creer lo que oigo! -hervía de rabia-. ¿Pero quién cree que es? -Le fulminó con la mirada-. ¿Cree que puede decidir la vida de los demás? Pero escúcheme bien señor todo poderoso, ¡somos un hueso muy difícil de roer!
- No estés tan segura -pidió él con amabilidad-, la carretera beneficiará a más gente de la que vive en vuestro pueblo.
- Va a destruir muchas vidas, ¿es que no lo ve?
- No dramatices. No estoy matando a nadie.
- Pero sí que los matará. Ese lugar ha pertenecido durante generaciones a nuestra gente -barboteó con pesar-. Nos está arrebatando un pasado, un presente y un futuro.
- No hay vuelta atrás -le comunicó sin pestañear-, hazte a la idea, tú y tu gente.
- No abandonaremos la ciudad sin luchar.
- ¿Sabes lo que estás diciendo? -le reprendió-. Lo único que conseguiréis es que me enfade y os arrebate la ciudad sin nada a cambio. Coged lo que os doy de buen grado y empezad en otro sitio. Nada en este mundo me está vetado.
- No le importa la gente ¿verdad? Usted es como una plaga de langostas -declaró con el tono más frío que pudo. Lo quería herir-. No deja nada a su paso. Destrucción total. Pero al igual que para las plagas existen insecticidas, también habrá alguna manera de pararle los pies.
- No os conviene tenerme como enemigo -dijo entre dientes-. Ya te he dicho que nada me está vetado. Nada, ¿me oyes?
- Pero yo…
- ¡Basta!
Los dos se observaron. Con furia, con rabia. Durante un largo rato ninguno dijo nada. Eran incapaces. El aire se tornó denso, explosivo. Sin embargo Lucía pensó en su padre enfermo. En las gentes de su comunidad que tanto amaba. No entendía cómo le costaba tanto entender. Estaba demasiado furiosa para callarse. Y habló, sin pensar que no era bueno azuzar a un animal furioso.
- No hay peor hombre que el que no está ciego pero no ve, y el que no está sordo pero no oye.
Cómo era de esperar Iván se sintió insultado nada acostumbrado a que le llevaran la contraria. Atajó la distancia que los separaba hasta quedar a escasos dos palmos de distancia. En esos momentos no quería discutir. La decisión de construir la carretera ya estaba tomada hacía meses. No perdería más tiempo en absurdas discusiones. Había ido a Valleverde por ella, porque la deseaba y no podía esperar más para poseerla.
- Tal vez si te portas bien conmigo -sugirió Iván con voz melosa-, yo también me porte bien contigo, traducido, como no, a muchas mejores condiciones de expropiación.
Lucía abrió los ojos como naranjas. Sabía muy bien lo que significaba ese «si te portas bien conmigo». No se lo pensó dos veces demasiado ofendida para recapacitar.
- ¡Cerdo asqueroso! -gritó al tiempo que su mano se estampaba con fuerza en la mejilla masculina.
El chasquido de la bofetada resonó tan fuerte que escondió el ruido de la leña al arder y el tic tac del reloj. Iván giró el rostro producto de la fuerza de la bofetada. Por un momento se quedó petrificado donde estaba. Sintió escozor en la mejilla. Llevó las puntas de los dedos a la cara, al lugar que le picaba. Notó la humedad y la calidez de la sangre. Miró las puntas de sus dedos manchados de sangre. Dedujo que lo había arañado. Volvió los dedos manchados de sangre, para mostrárselos a Lucía. Ella ya había visto el feo arañazo de la mejilla.
- Veo que debajo de esa cara angelical habita una tigresa -repuso él con aspereza, tras un largo silencio.
Ella sintió el latigazo de la ira en su mirada y su voz. No tendría que haberle abofeteado. Jamás había pegado a nadie. Sintió pánico por lo que le haría. El cuerpo de Lucía se estremeció y dirigió una mirada anhelante a la puerta. Corrió exasperada hacía ella.
Pero Iván era rápido. En dos segundos la atrapó.
Ella se revolvía, gritando que la soltara. Quedó atrapada entre el cuerpo de Iván y la pared. No podía moverse. No podía respirar. Empezó a temblar. Entonces, Lucía, empezó a gemir de frustración.
- ¡Por favor, por favor, suélteme!
Ella no paraba de moverse. Intentó morderle, patearle, pero él era muy rápido y esquivaba cada movimiento.
- ¡Maldita sea, para de una vez, estate quieta! -gritó él, jadeante-. No quiero hacerte daño.
Esas palabras filtraron en su mente y consiguieron que ella se rindiese poco a poco. Estaba cansada de pelear. Iván notó cómo ella relajaba el cuerpo y dejaba de luchar. Se mantenía laxa en sus brazos. Notó cada curva de su cuerpo. Sus pechos pegados. Sus caderas que rozaban su parte viril. Era demasiado. Empezó a respirar con agitación por el deseo que lo envolvía. Ella dio un respingo. Iván sabía el porqué. Así, tan pegados, era imposible que no notara la erección. En parte disfrutaba de su sorpresa. La respiración de ella se intensificó. De pronto notó que temblaba.
Lucía levantó la vista. Una marea de rubor inundó sus mejillas. No sabía si moverse hacia adelante o hacia atrás. Sólo era consciente de la dureza clavada en su vientre y que pertenecía a la parte anatómica de un hombre que ni siquiera se atrevía a nombrar. Las rodillas se le doblaron e Iván la aguantó más fuerte. Un error que la dejó más perturbada aún, ya que aparte de tener esa dureza pegada en su estómago ahora podía apreciar la forma.
Iván, desesperado por tenerla tan pegada, la agarró con suavidad de la barbilla y la atrajo hacia su boca. A Lucía le pilló desprevenida y de sus labios escapó una exclamación de sorpresa. Ella no sabía lo que vendría después. Él fue pasando su lengua por los labios de la mujer. Acunó su rostro entre sus manos y le depositó ligeros besos alrededor de los labios.
Lucía estaba petrificada como una roca. Perdió la noción de la realidad. No sabía si aquello le estaba pasando de verdad o lo estaba imaginando. ¿Acaso estaba soñando?, pensó deseando que fuera verdad.
Al fin pegó sus labios a los de ella, intentó profundizar el beso. No obstante, ella, poco a poco, tomó conciencia de lo que ocurría. Se revolvió como una pantera enjaulada, luchando por escapar. Le empujó pero él no dejaba que se apartara.
De pronto oyeron el chirriar de la puerta. Él giró el rostro para ver quién había entrado. No tuvo tiempo. Sintió una silla que se rompía en su espalda.
- ¡Suelta a mi hermana!
Lucía, boquiabierta, miró por encima del hombro de Iván. Vio a su hermano Abel con su joven rostro encendido de rabia.
- ¡Desgraciado! -voceó Iván al tiempo que de daba la vuelta y estampaba un puñetazo en la mandíbula de Abel.
El muchacho se levantó del suelo, dispuesto a devolverle el golpe. Sin embargo, no fue veloz, e Iván le propinó un segundo puñetazo. Cayó encima de la mesa tirándola al suelo. La tarta de chocolate se estrelló, quedando irreconocible y no apta para comérsela.
Lucía, reaccionó interponiéndose entre ellos. Miraba a Iván con ojos de rencor. Las palabras brotaron de su boca, empujadas por un resentimiento cruel. No se guardó nada.
- ¡Basta, basta, fuera de mi casa! -gritó a todo pulmón. Su pecho subía y bajaba, indignada con ese hombre-. Peléese con uno de su calaña. No es más que un cobarde señor Iván Mayer. -A él se le ensombreció el rostro, pero a ella ya no le importaba-. Lárguese y no vuelva nunca, ¿me oye?, no quiero volver a tener que hablar con usted. No tiene derecho a venir aquí y hacer lo que te venga en gana. ¡Márchese, contamina el aire por el que pasa!… ¡Oh, no es más que un, un…!
La mujer, descompuesta, dejó de hablar y miró a su hermano, que estaba arrodillado en el suelo. Su cara era de dolor. Se agachó sacándose un pañuelo del bolsillo. Con delicadeza le limpió la sangre de los labios.
Iván apretó la mandíbula. Su mirada era peligrosa mientras los observaba. Tenía ganas de gritar. ¿Quién creía esa mujer que era, para echarlo sin más, y acusarlo de una pelea que él no había empezado?, pensó. El enfado del hombre crecía a cada segundo. Las cosas no quedarían de esta manera.
- No creas que esto acaba aquí -le aseguró el hombre. Pero ella le ignoró, cosa que a él le ofuscó sobremanera-. ¡Tendrás noticias mías!
Y se marchó dando un sonoro portazo.
Lucía, suspiró aliviada, fue a buscar una palangana con agua y paños limpios.
- Lo has llamado señor Iván Mayer -empezó Abel tocándose los labios inflados-. ¿No es el mismo que quiere echarnos de nuestras tierras?
- Es el mismo.
Se arrodilló al suelo y con los paños empapados de agua fría cubrió los golpes con intención de que no se inflamaran mucho.
- Cuando papá se entere…
- Abel -le atajó ella-, prométeme que no le dirás nada. Si se entera de que él estuvo aquí, y de que tú te mostraste violento… -suspiró-. Todavía no se ha recuperado de su último ataque.
- ¿Qué querías que hiciera, dejar que te atacara? Te tenía arrinconada.
- Ya sabes que nuestro señor no quiere que seamos violentos. Eres un cabeza hueca. Tienes la mala costumbre de hacer y luego pensar. Mala combinación -afirmó-. Además yo ya tenía la situación controlada.
- ¡Eso no te lo crees ni tú! -le rebatió enfadado-. ¡Ay… ay… me haces daño!
- Es lo que mereces. ¡A ver si creces de una vez!
Abel miró a su hermana y vio la desesperación en su rostro. Era un muchacho con unas facciones muy parecidas a las de ella. Dulces y serenas. Con la diferencia de que las de Abel eran un poco infantiles debido a su edad. Sus ojos eran de color ambarino, de mirada limpia y profunda. Los cabellos eran dorados y sedosos, iguales que los de la madre de ambos. Hacía tres años que se había muerto y el padre nunca lo superó. Su salud, desde entonces, mermaba cada día más.
- Tienes razón. Será mejor que papá no sepa nada -admitió sintiéndose culpable-. Pero a cambio tendrás que prepararme otra tarta de cumpleaños. Será mi paga por cubrirte con papá hoy, y ayer, cuando fuiste a escondidas a Barcelona -puntualizó con una sonrisa traviesa en los labios.
Los dos miraron a la vez la tarta de cumpleaños, aplastada en el suelo. Empezaron a reír con fuerza y desinhibición, al tiempo que se abrazaban. Se querían y se protegían, conscientes de que la familia lo era todo. No oyeron el chirriar de la puerta, cuando el padre entró.
- ¡¿Pero qué es todo este desorden?! -preguntó mientras se quitaba el sombrero de paja y pasaba la mano por la barba.
Lucía y Abel se miraron. Abel habló.
- Estábamos jugando, porque yo quería ensuciar la cara de chocolate a Lucía. Tropecé y me caí.
- Tienes toda la cara magullada -arqueó una ceja, incrédulo, por lo que su hijo afirmaba-. No entiendo cómo puedes haberte golpeado la cara de esa manera.
- Ya te lo he dicho. Tropecé y caí -se encogió de hombros, mirándole con inocencia-. No me explico cómo una caída tan tonta me ha podido dejar la cara así.
El padre se acercó y examinó el rostro de Abel. Por el rabillo vio una irreconocible tarta. No se atrevió a preguntar. Sabía que ese par de hijos suyos escondían algún asunto. Desde pequeños se encubrían mutuamente, siempre protegiéndose el uno al otro. No quiso insistir más sobre el desafortunado incidente, ya que seguro le contarían una mentira tras otra.
- Ya veo -alzó una ceja, pero de pronto se acordó para qué había ido a casa-. Pero no creas que esto te va a liberar de tu castigo. Vengo de la granja de los Vidal y ahora mismo, jovencito, vamos a ir a que le arregles el gallinero. Y a pedirle disculpas -miró a Lucía-. Apresúrate a curarlo. Te espero fuera, voy a prepararte el caballo. Ya te relamerás las heridas por el camino.
Salió por la puerta, mascullando en voz alta de la mala suerte que tenía por tener un hijo tan poco responsable, y rogando para que madurara.
Lucía y Abel, suspiraron aliviados y complacidos de su buena suerte. ¡No sospechaba nada! Se levantaron del suelo. Ella abrió un armario de la cocina y sacó una botella de desinfectante casero. Abel estaba acurrucado en una silla, esperando a la tortura que suponía que le pusieran ese brebaje en las heridas.
- Esta vez te has pasado -le regañó Lucía, pasándole desinfectante por las heridas-. La señora Vidal está muy enfadada.
- ¡Ay! -se quejó removiéndose como una lagartija.
- No seas cobarde, sólo pica un poco. Es agua de tomillo.
- No soy cobarde y esto pica mucho.
- Por cierto, ¿qué has ganado con tu última travesura? -preguntó ella sabiendo de su carácter infantil e inmaduro. Esperaba que ahora con los dieciocho años cumplidos, recapacitara antes de enfrascarse en más travesuras.
- Aún tengo que cobrarlo.
Lucía le miró con pose interrogativa y él suspiró. Su hermana no pararía hasta que le contara la verdad.
- Tengo que cobrar un beso -reveló en un susurro demasiado tímido para decirlo en voz alta. Intentó agachar el rostro pero su hermana se lo impidió agarrándole la barbilla y aplicándole ese horrible desinfectante.
- ¿Un beso? -se escandalizó al tiempo que se sorprendía.
- ¡No chilles, papá te puede oír!
- Vale… perdona -Lucía se moría de curiosidad. A su hermano le gustaba una chica, tal vez ese enamoramiento juvenil hiciera que madurara. Sin embargo recapacitó en la travesura con la única intención de robar un beso, no era el acto de una persona responsable-. ¿Quién es la desafortunada?
- ¡No te burles! Y… la afortunada -dijo sonrojado hasta la médula- es Elisa. Pero ella no quiere pagar. -Se encogió de hombros y su expresión revelaba la desilusión que tenía.
- No me extraña. Yo tampoco podría besar a un sapo.
- Eso no tiene gracia -se indignó-. Esa chica es una tramposa.
- No ha hecho trampa. Ha jugado un poco contigo y debe de estar riéndose de ti -le puso las manos en los hombros haciendo una mueca con los labios antes de hablar-. Ya te está bien empleado. A partir de ahora será mejor que cobres por adelantado.
Lucía rio con ganas. No obstante a Abel no le hizo ninguna gracia. No intentó disimular su indignación.
- ¡Qué día tan horroroso! Mi hermana se burla de mi, y aún me queda aguantar el sermón de papá, de camino a la granja de los Vidal -se alzó de la silla con movimientos rápidos demasiado ofendido. Aunque todo lo olvidó en segundos. Miró a su hermana con ojos cariñosos y traviesos-. Me voy y espero que tú no hagas como Eli y cumplas tu palabra de prepararme otro pastel.
Lucía le dio un beso en la mejilla. Tuvo que ponerse de puntillas. Su hermano cada día estaba más alto.
- Tendrás tu pastel. Aunque muera en el intento.
Abel se marchó riendo mientras pensaba que su hermana siempre le ponía de buen humor. Ella era como la sal en las comidas y el azúcar en los dulces.
Lucía miró a su alrededor con pesar. Todo era desorden y caos. De pronto le atrajo la atención una pieza de ropa. Era el jersey de rombos de Iván. Lo cogió del suelo. No supo lo que la empujó, pero no pudo evitar inhalar la fragancia de la prenda. Olía a perfume masculino, potente y seductor. El mismo aroma que sintió cuando estaba tan pegado a ella y notaba su masculinidad. Salió al exterior. Necesitaba que el aire frío la refrescara. Sólo con pensar en su cuerpo pegado al suyo le entraba calor.
Miró al cielo en un intento de encontrar la explicación a su turbación. Pero, como era de esperar, en el cielo no se encontraba la respuesta. Sólo vio matices de grises y negros que lo cubrían. El sol ya no resplandecía como a primera hora. Volvería a nevar. Se rio, incapaz de hacer otra cosa. Pensaba que su mente estaba de la misma manera: negra y ofuscada. No pudo evitar sentir el aire frío que se filtraba por debajo de su falda y traspasaba las medias. En cierto modo agradeció esa bocanada de frescor. La necesitaba con desesperación para así mitigar el calor que sentía en su interior.
Iván corría a una velocidad peligrosa por las carreteras del Vall D’Aran. Todas las llamas del infierno ardían dentro de su ser. Sentía que la sangre le hervía. Masculló en voz baja una hilera de insultos. ¡No se dejó ni uno!
Cuando se serenó, pensó en su próximo movimiento. Detuvo el coche en el arcén, frenando con rabia. Golpeo con la mano el volante del coche. Estaba irritable y con ganas de guerra. No dejaría que ese angelito lo detuviera.
Se hubiera conformado con probar la fruta prohibida, sin embargo ahora quería devorar esa fruta hasta el final. La atracción que la mujer despertaba en él, iba en contra de todo en lo que Iván creía, pero no podía evitar sentirse cautivado. Necesitaba poseer un trocito de cielo, perderse en sus ojos de mirada serena, y encontrar la tranquilidad que el cuerpo le pedía.
Cogió el móvil y marcó el número de su amigo y abogado.
- Javi, ¿esta tarde estarás en tu despacho? -preguntó con voz colérica saliendo del coche y cerrando la puerta de un portazo.
- ¡Hola Iván! ¿Ya no saludas? -chasqueó la lengua-. Ni un… ¡Hola, Javi, qué tal estás!
Un viento helado empezó a soplar con suavidad, pero ni esa brisa fría apagó el fuego rabioso que ardía dentro Iván.
- Déjate de gilipolleces, no estoy de humor -soltó sin contemplaciones mientras daba una patada a un guijarro del suelo.
- ¡Vale, vale!… -suspiró pesaroso por lo que le vendría encima. Su amigo estaba en verdad cabreado y cuando se cabreaba era peligroso-. ¿A quién tengo el honor de destruir esta vez?
- Estás muy gracioso, ¡lástima que no tenga ganas de reír! -se meso el cabello caminando de una lado a otro intentando calmar la ira que bullía en su sangre.
- ¿Se puede saber qué cojones te pasa? -preguntó Javi sorprendido por notar a su amigo tan perturbado. No era normal en él perder el control de esa manera, pero es que en esos momentos parecía fuera de sí.
- Voy al grano. Quiero que empieces a agilizar el papeleo para hacernos con Valleverde y lo quiero en mis manos ¡ya!… ¿entiendes?
- Iván, eso necesita tiempo -Javi intentaba ordenar sus pensamientos. No entendía que tenía que ver ese pueblo con el monumental enfado de su amigo.
- ¡Ya basta Javi! Si no eres capaz en hacerlo en tiempo record contrataré a otro.
- De acuerdo -se rindió. Necesitaba el dinero pero no quería que Iván se enterara, además no encontraba ninguna lógica en las exigencias de Iván. Ya le explicaría en la tarde el porqué de tanta prisa-. Ven esta tarde a mi despacho. Empezaré con el papeleo ahora mismo. Será como tú dices y antes de un mes Valleverde estará en tus manos.
- Perfecto.
¿No alardeaba de que nada le estaba vetado? Ahora lo demostraría.
Entró en el coche aún irritado. Apretó el botón para colgar el móvil y lo tiró de mala manera en el asiento de al lado. Sonrió al tiempo que se calmaba. Javi era muy bueno en su trabajo. El mejor. Puso el coche en marcha y buscó en la radio el canal de noticias. El cielo se había encapotado de nubes en todos los matices de grises. Sólo le faltaba quedarse tirado en la carretera por la nieve que casi con toda seguridad caería.
Un fuertísimo viento, que no supo de donde venía, azotó su coche hasta zarandearlo. Las copas de los árboles aullaron con fuerza. A Iván le recordó a un llanto lastimero. Un conejo iba de un lado a otro, aterrado y gritando con estruendo. Se calló cuando se escondió en un agujero que parecía ser su madriguera.
Era como si la madre naturaleza se hubiera revelado contra sus planes, de la única manera que sabía. Suerte que él no era un hombre supersticioso, creyente de fuerzas ocultas e inexplicables.
