15. El corazón

 





Un pedazo de carne de vaca, porque no había camello, y un cuenco de leche de cabra descansaban sobre el duro esparto de una estera. También descansaba, o sufría, aunque nunca lo hubiera admitido, un hombre. Se llevaba la mano al corazón constantemente. Ahora no había nadie para verlo. Su tienda, tan austera y pobre como su comida, oscilaba un poco a causa del viento. Rachas de viento que le recordaban lo que tenía que hacer y quizá no podría hacer.

—¡Maldición! —gritó Ben Yusuf.

La mano nuevamente en el corazón, apretando con fuerza, como si eso le fuera a servir de algo. Los médicos le habían recomendado muchas veces que no se alterara. «¡Pesados, inútiles! ¿Cómo no me voy a alterar en guerra, estúpidos?», les decía. En su situación, un disgusto, un exceso de tensión podía ser fatal. Ben Yusuf maldecía a los médicos. Pero el que estaba enfermo era él.

Tenía el corazón herido. Herido de muerte. Eso no lo habían dicho los médicos, pues aunque estuviera tan débil lo seguían temiendo. Pero era cosa de muy poco tiempo que se uniera, por fin, con Alá. Todos lo pensaban. Ben Yusuf pisando la tierra límite con la del paraíso.

Nunca temió la muerte, y desde niño deseó morir. Tenía tanta fe en su Dios y en lo que iba a encontrar cuando con él se reuniera, que no le importaba morir. El destino sería mucho mejor que lo que estaba viviendo. Pero aprendió a tener paciencia, a comprender que todo debía llegar a su tiempo. Y más ahora.

—¡Maldición! ¡Todavía no!

Fuera le oían. Claro que le oían. Pero sus hombres no se extrañaban. Conocían a su jefe. No pasaba absolutamente nada. Llevaba días, más de una semana, profiriendo esas maldiciones. Lo peor es que los médicos le habían recomendado que no gritase, que hasta esas maldiciones podían ser fatales.

—¿Cómo no me voy a alterar? —les repetía, y también a gritos, con lo que se alteraba aún más—. No he atravesado medio mundo para acabar muerto como un vulgar camellero de Túnez.

Le faltaba muy poco para completar lo que se había fijado. La misión que le encomendaron hacía tantos años estaba a punto de ser cumplida. Su obra debía ser continuada, aunque él no veía por quién. Pero al menos tenía que acabarla, que culminarla. Su parte, por lo menos su parte.

—No, Alá no me llevará con él antes de haberle parado los pies a ese Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid. —Y prorrumpió en un estallido de carcajadas.

Pero enseguida se llevó la mano otra vez al corazón, retorciéndose de dolor. Aquello volvía, una y otra vez. Él no era quién para contradecir los designios de Alá. Se sintió más desamparado que nunca. Volvió la humildad que siempre pregonó en sus más secretos pensamientos. No desafiaría a Alá. Alguien vendría, algo ocurriría.

Decidió dormir. Pero cuando estaba a punto de conciliar el sueño sintió de nuevo el revolcón del corazón, la punzada a la que habían precedido tantas otras. Como una lanzada, y él había recibido algunas. ¿Cuál sería la última? Estaba mucho peor de lo que le decían los médicos. Él lo sabía mejor que nadie.

Cid Campeador
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