CAPÍTULO XVI
No fue obra de encantadores


Conforme entrábamos en la librería de la calle Mayor, debíamos don Miguel y yo de asemejarnos a dos almas en pena, tanta era nuestra tristeza por el aciago desenlace de la empresa. Nos sentíamos huérfanos de don Quijote y de Sancho, del cura y del barbero, del ama y de la sobrina, de Cardenio y de Luscinda. Hasta de Rocinante y del asno nos sentíamos huérfanos. Pues siendo todos ellos criaturas de papel y de tinta, no habían sido capaces de sobrevivir a las iras de Lope ni al tránsito por las llamas. Por ende, veníamos resignados a afrontar las iras de mi amo el librero, que eran muchas y muy malas, como bien podían atestiguar mi cabeza y los muchos coscorrones por ella recolectados al cabo de mis años de aprendiz. Llegamos, en fin, dispuestos para lo peor.

Para lo que no nos hallábamos en modo alguno prevenidos era para los hechos milagrosos que acaecieron nada más poner los pies en la librería de Robles, hechos que trocaron aquel día de desgracias en uno de los más venturosos de mi corta vida. Hasta el extremo que de haber sido yo caballero andante en vez del hijo de un humilde herrero, lo que estaba a punto de ocurrirnos me habría parecido obra de encantadores. Y no de aquel malvado Frestón al que don Quijote tenía por su enemigo jurado, sino de algún mago bondadoso que no deseara sino procurar nuestra dicha. Mas como siempre descreí de magias y de encantamientos, me contentaré con atribuir lo ocurrido a la intervención de la Providencia. Pues ¿acaso existe magia más poderosa y benévola que esa?

Pero temo que mi tardanza en narrar de una vez los hechos anunciados esté provocando la impaciencia y hasta el enojo de vuesas mercedes, así pues revelaré de una vez por todas que, nada más entrar en la librería de Francisco de Robles, con quien don Miguel y yo nos topamos fue con el propio Francisco de Robles, lo que no sería motivo de gran maravilla si no fuera por las dos mujeres que lo acompañaban. ¿Que quiénes eran ellas? Lean vuesas mercedes. Lean y lo sabrán sin más demora.

Pues bien, sepan, señores, que una de las dos mujeres que acompañaban al librero Robles era Magdalena, la más joven de las hermanas de don Miguel. En cuanto a la otra, mi corazón casi dejó de latir cuando mis ojos se encontraron con los de Isabel de Saavedra. ¡Mi Isabel! La hija de mi señor Cervantes y dueña absoluta de mis pensamientos. La mismísima Isabel a la que tanto había añorado desde la última vez que la viera en Valladolid, justo antes de tomar la diligencia hacia Madrid, aquel día desde el cual parecía haber transcurrido una eternidad. Ambas mujeres vestían ropas de viaje y junto a ellas había un fardo y un pequeño baúl, de donde colegí que se encontraban recién llegadas a Madrid. La hermana guardaba silencio y se mantenía algo apartada. Isabel, sin embargo, parecía enzarzada en animada conversación con el librero, que la miraba con expresión de incredulidad, como si no acabara de creerse del todo lo que la muchacha le estaba contando. Ambos se encontraban tan absortos en su plática que tardaron aún en apercibirse de que acabábamos de entrar en la librería, y fue Magdalena la que tuvo que alertarlos de nuestra presencia.

—¡Padre! ¡Gonzalo! —gritó Isabel.

Y acto seguido la vi lanzarse a los brazos de don Miguel, que si alguna vez he sentido envidia de él fue en aquel momento en que su hija lo recibió con efusiones semejantes. Yo, en cambio, hube de contentarme con estrecharle las manos, pues ni Magdalena, de la cual Isabel era pupila, ni su padre, ni el decoro debido a una joven honesta me autorizaban a más. Y entretanto don Miguel permanecía con la boca abierta y no parecía acordarse del modo de cerrarla. Y, pues ya que la tenía abierta, decidió aprovechar para preguntar a su hija y a su hermana qué las había traído a Madrid de forma tan repentina como inopinada. Sin embargo, fue Isabel la que se adelantó proclamando a voz en grito:

—¡Vuestra novela, padre! ¡Vuestra novela!

Y al oírla hablar así don Miguel se mostró sorprendido, y acto seguido apesadumbrado.

—¿Cómo es que ya lo sabes, hija? ¿Tan rápido corren las malas nuevas?

Y entonces fue el turno de Isabel para mostrarse sorprendida. Y también el librero Robles nos dirigió una mirada interrogante, a la que yo respondí agachando la cabeza por mejor ocultar mi embarazo.

—La novela ya no existe, Robles —confesó don Miguel—. Vuestro aprendiz y yo la vimos arder hasta convertirse en cenizas. Pero os ruego que no culpéis a Gonzalo por ello, ya que su celo y su fidelidad han sido ejemplares. Culpadme a mí por mi mala suerte y culpad al malnacido que nos la robó, cuyo nombre no podréis creer cuando os lo revele. En cuanto al dinero que me disteis por el libro, si me concedéis algo de tiempo…

Veía yo a Isabel ansiosa por interrumpir el parlamento de su padre, aunque el respeto se lo impedía. Pero llegó un punto en que la impaciencia pudo más y entonces la oímos gritar:

—Pero ¿qué estáis diciendo, padre? ¡La novela del hidalgo existe! ¡Por Dios que existe!

—Isabel —dijo Cervantes en tono severo—, te ruego que no hables de lo que nada sabes.

—¿Conque nada sé, decís? Entonces tened a bien explicarme lo que es esto.

Y acto seguido aquella bendita muchacha echó mano a una bolsa que del hombro traía colgada. ¿Y qué piensan vuesas mercedes que salió de ella sino la mismísima novela de El ingenioso hidalgo, la misma novela que bien poco antes habíamos visto arder hasta consumirse por completo?

—«¡Bendito sea todo el cielo, que nos ha deparado una aventura que sea de provecho!».

Eso último no lo dije, sino que lo pensé, y aun para ello tuve que robarle a Sancho Panza las palabras. Decir, no dije nada. Háganse cargo vuesas mercedes. Con tanta emoción y sobresalto, el pobre Gonzalo se había quedado tan mudo como si le hubieran cosido los labios.

* * *

No hubo en aquello magia alguna ni fue aquel asunto de encantadores. La novela era la misma, en efecto, pero el manuscrito no. Y fue don Miguel, quien al fin y a la postre lo había escrito de su propia mano, el primero en percatarse de ello.

—¡Pero si es mi primer manuscrito! ¡El que te pedí que quemaras o que llevaras al sedero!

Isabel lo miró con los ojos brillantes y las mejillas arreboladas. Creo que nunca la había visto tan hermosa.

—Y yo os obedecí puntualmente, padre, pues hice lo segundo. Pensé que vendiendo el papel siempre podría obtener unas pocas monedas con las que darme algún capricho. Pero hace tres días, cuando recibimos en Valladolid vuestra carta contando que os habían robado la novela y que ibais a quedaros en Madrid para tratar de recuperarla, comprendí que había que actuar con presteza. Y al punto acudí al mercado y busqué el puesto del sedero al que le había vendido el manuscrito. Y conseguí rescatarlo, aunque in extremis, porque ya estaba este dentro de un fardo, y el fardo a lomos de una mula, ya que el sedero se disponía a llevar una carga de papel al molino. Excuso deciros cuánto se enfadó aquel hombre cuando le expliqué mi deseo de deshacer el fardo y rebuscar dentro de él. Tuve que darle diez maravedíes a aquel villano. Pero encontré vuestros papeles.

—Y me volvió loca hasta que accedí a venir con ella a Madrid para traéroslos, hermano —terció entonces Magdalena.

Y entretanto don Miguel sostenía en sus manos aquel manuscrito y lo miraba y remiraba como si no diera crédito a lo que veía, como si en lugar de una pila de hojas de papel lo que le hubieran entregado fuera el vellocino de oro o el Santo Grial o cuando menos una astilla de la Vera Cruz, de esas que dicen que, puestas juntas, formarían una cruz tan alta que no cupiera bajo la cúpula de San Pedro.

—¡A la imprenta con él! —decretó entonces mi amo Robles cual general que ordena una carga de infantería—. Todas estas desventuras ya me han costado mis buenos reales y no pienso esperar ni un solo día más. Ea pues, traed aquí esos papeles, Cervantes, que ya los pongo yo a buen recaudo en casa del maestro impresor Juan de la Cuesta.

Pero don Miguel seguía ensimismado en su manuscrito, cuya realidad no parecía capaz de aceptar por completo. Es más, en lugar de entregárselo a Robles, lo que hizo fue aferrarlo fuertemente contra su pecho, como si no estuviera dispuesto a separarse de él ni mediante un caldero de agua hirviente.

—No.

—¿Cómo decís?

—He dicho que no, Robles. En modo alguno puedo permitir que llevéis este manuscrito a la imprenta.

Mi amo Robles frunció el entrecejo de tal modo que no parecía sino que le hubieran asestado un tajo en mitad de la frente. Y yo, que conocía bien el gesto, me preparé para la llegada de la tempestad.

—¡No me hagáis enojar, Cervantes! Mirad que tenéis firmado un contrato que ya habéis incumplido repetidas veces. Vuestro Don Quijote del demonio va a salirme por una fortuna. Voy camino de convertirme en el hazmerreír de los libreros del reino. Más sensato habría sido seguir con mis libros de pragmáticas y sermones, y olvidarme de ese fantoche vuestro, que amenaza con costarme más caro que si de un Amadís, un Orlando o un Tirante el Blanco se tratase. Así que, o me entregáis ahora mismo esos papelajos u os denuncio a la justicia para que os prendan y juzguen. Y no me miréis así, que sé de buena tinta que no sería la primera vez que culmináis vuestros negocios de ese modo, y en la cárcel se alegrarán de recibir de nuevo a un inquilino tan asiduo como vos.

Cervantes lo miró con expresión dolida, pero su respuesta no fue airada, sino que estuvo llena de mesura.

—Bien que lamento los quebraderos de cabeza que os ha procurado mi Don Quijote —repuso en tono sosegado—. Y viendo ahora cómo se han sucedido las cosas, lamento aún más el día en que accedí a entregaros una novela que jamás pensé en escribir sino como una historia breve, al modo de mis otras Novelas ejemplares, de las que ya he compuesto varias. Lo que trato de haceros comprender, Robles, es que si me niego a que este manuscrito vaya a la imprenta no es porque desee causaros perjuicio alguno, muy al contrario. Lo que en verdad os perjudicaría es que de estas hojas torpes y desmañadas saliera un libro impreso.

—Por Dios que cada vez os entiendo menos, Cervantes —dijo el librero estirándose las barbas con gesto de desesperación.

—Mirad este manuscrito. Reparad en todas estas tachaduras y enmiendas. Ved los añadidos escritos en letras tan menudas que no parecen sino desfiles de hormigas. Por no hablar del millar de errores y lagunas y despistes de todo género que el texto contiene. ¿Qué clase de libro podría salir de este engendro?

Robles pareció vacilar.

—¿Y entonces que proponéis?

—Dadme más tiempo. Entre mi hija y yo volveremos a hacer una copia en limpio de la que un impresor pueda servirse para componer un libro como Dios manda. No me atrevo a pediros que se la encarguéis a un pendolista pues bien sé que habéis gastado mucho más de lo que pensabais gastar. Únicamente os pido tiempo. ¿Me lo concederéis?

Robles lo miró con el ceño fruncido.

—¡Ni soñarlo!

Y le arrancó a Cervantes el manuscrito de las manos.

* * *

De nada sirvieron las muchas y prolijas razones de don Miguel. De nada sirvieron sus súplicas. Aunque no se llamen vuesas mercedes a engaño, pues me consta que mi amo Robles tenía a Cervantes en alta estima, y que en modo alguno deseaba agraviarlo o enojarlo. Pero él era un comerciante antes que nada, y entre comerciantes y poetas no es fácil que reine la concordia, siendo así que unos y otros persiguen fines distintos. Cervantes insistía en que su novela no debía aparecer plagada de dislates y harapienta cual pordiosero ante la puerta de una iglesia. Afirmaba preferir que don Quijote muriera sin haber llegado a nacer antes que verlo recorrer el mundo hecho un adefesio. Robles le replicaba que estaba exagerando, que aquel libro no era ni la Vulgata ni la Metafísica de Aristóteles, que era solo una novela, y que no la iban a estudiar ni en Salamanca ni en Roma, pues sus lectores iban a ser gente común que solo buscarían en ella solaz y entretenimiento, y que las erratas no importarían un ardite. Y con estas razones Robles se puso el sombrero y se ciñó la capa y salió a la calle seguido de don Miguel y de todos los demás. Y ambos discutieron calle Mayor adelante, y aún discutían al cruzar la plaza Mayor, y luego discutieron mientras cubrían un buen trecho de la calle de Atocha, que es la más larga de Madrid. Hablaron y gritaron y porfiaron, pero ninguno logró que sus razones convencieran al otro. Y mientras tanto Isabel y Magdalena y yo mismo les seguíamos a corta distancia y escuchábamos entre atentos y divertidos, pues lo cierto es que el cuadro del librero y del poeta gritándose por esas calles resultaba bastante cómico, como así debían de creerlo las muchas gentes que se volvieron al verlos pasar y rieron de buena gana. Y aunque me constaba que don Miguel no iba a conseguir que Robles mudara su propósito, y que aquel manuscrito desastrado tendría que servir para confeccionar el libro, yo no podía dejar de sentir mi corazón ligero. Por un lado habíamos recuperado a don Quijote, por mucho que la figura del caballero fuese más triste aún de lo que Cervantes había previsto. Por otro, Isabel estaba junto a mí y pude tomar su mano durante el largo camino hasta la imprenta que fuera del maestro Pedro Madrigal y que ahora regentaba Juan de la Cuesta, y que a la sazón se hallaba en la calle de Atocha, a la altura de la de San Eugenio.

Me ahorraré las protestas y lamentos del impresor Juan de la Cuesta cuando le fue mostrado el manuscrito. «¡Vos queréis matarme, Robles! ¿Acaso pensáis que mis hombres pueden trabajar con semejante galimatías?». El librero se limitó a recordarle el lema que figuraba en todos los libros que salían de su imprenta: Post tenebras, spero lucem. «Aquí tenéis un manuscrito lleno de tinieblas, Robles. Dadme vos la luz, pues tal es vuestro oficio». Y luego le aseguró que no le pagaría ni un solo maravedí de los que aún le adeudaba si los trabajos con la novela de Cervantes no comenzaban ipso facto. Y no solo eso, sino que además no volvería a imprimir libro alguno en su taller. Y ante argumentos de semejante contundencia a maese de la Cuesta no le quedó otra que dar su brazo a torcer, y así pues llamó a Francisco Sánchez, que era el prensista del taller y su mano derecha, y le encomendó el destartalado manuscrito y le dijo que sacara de él lo que buenamente pudiera, y a nosotros nos aseguró que por él nos podía llevar a todos el demonio. Y al oír semejante exabrupto Francisco de Robles soltó una risotada, y luego nos convidó en un mesón cercano, al regente del taller y a todos nosotros, con lo que el día terminó con un humeante asado de carnero y un brindis con el mejor vino de la casa, que no fue mala manera de terminar un día que había comenzado de forma tan aciaga. De todo el grupo, solo don Miguel permanecía cariacontecido.

—Alegrad esa cara, Cervantes —le dijo Robles llenando su vaso—. Pensad que no es vuestra culpa si el texto es confuso, sino de ese moro a quien vos mismo le atribuís la novela, el tal Cide Hamete Benengeli. Que sea el infiel quien rinda cuentas, ¿no os parece?

* * *

Dos meses enteros y algunos días más tardaron los operarios de Juan de la Cuesta en terminar el libro de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, dirigido al duque de Béjar, con privilegio en Madrid en el año de 1604, que habría de venderse en la casa de Francisco de Robles, librero del Rey nuestro señor. Su tamaño, el de cuarto de pliego. Tasado por Juan Gallo de Andrada, escribano del Consejo Real, en tres maravedís y medio por pliego, lo cual, constando el libro de 83 pliegos (preliminares aparte), arrojaba un total de doscientos y noventa maravedís y medio o, lo que es lo mismo, ocho reales y medio por cuerpo, que tal era el precio, y no otro, que habría de pagarse por él. Aunque no piensen vuesas mercedes que con el fin de los trabajos de la imprenta terminaron las vicisitudes de El ingenioso hidalgo. Quia. Todavía ocurrieron otras cosas que, aunque siendo de poca monta en comparación con lo ya narrado, conviene consignar para la cabal compresión y conclusión de esta crónica.

La primera fue que con el hallazgo inesperado del primer manuscrito y las prisas por llevarlo a la imprenta, mi señor Robles había olvidado un detalle de importancia. Y me refiero a que, una vez impreso el libro, este debía de ser cotejado con la copia que se aprobara en Valladolid, el día en que nos fueron entregados la licencia y el privilegio. Sin embargo, dicha copia, firmada y rubricada por el escribano Juan de Amézqueta, era precisamente el manuscrito que se había consumido entre las llamas en el palacio del duque de Sessa. Por fortuna, tratándose de escribanos y asuntos palaciegos, siempre pueden hallarse soluciones, y me refiero a esas soluciones que están hechas de plata, que son de forma redonda y que llevan acuñado el escudo del rey nuestro señor. Una bolsa llena de dichas soluciones fue menester para que el licenciado Francisco Murcia de la Llana, de la Universidad de Alcalá, se olvidara de la inexistencia del manuscrito aprobado y otorgara el testimonio de erratas, según el cual el libro impreso no contenía cosa digna que no correspondiera a su inexistente original. Un pájaro de cuenta el tal licenciado, dicho sea de paso, aunque no es este momento ni lugar para hablar del personaje.

Y ya que han salido a relucir esas erratas que el licenciado Murcia de la Llana nunca vio, digamos de una vez por todas que el libro que salió de la imprenta de Juan de la Cuesta las contenía en un número todavía mayor de lo que don Miguel había temido y vaticinado. Ya fuera por lo confuso del manuscrito, ya porque los impresores se aprovecharon de dicha confusión para justificar su incuria, lo cierto es que el libro estaba salpicado de errores de escritura, de palabras que faltaban o que sobraban, de solecismos de todo género, algunos de ellos tan novedosos que tal vez asomaran por primera vez a un texto impreso. Recuerdo que don Miguel emprendió la mortificante tarea de marcar con tinta todas las erratas que iba hallando en el texto de su novela, y que desistió cuando ya había señalado setecientas de ellas, pues cada una que encontraba era como si le estuvieran hiriendo con un puñal.

Y no fue esto lo peor, que erratas las hay en todos los libros que se hayan vendido en la librería de Robles y en cualquiera de las del reino. Lo peor fue que al ser aquel manuscrito (el que no ardió) el borrador primero de la novela, abundaba este asimismo en esos descuidos e incongruencias que reciben el nombre de «gazapos». A decir verdad, eran tantos los gazapos que con ellos podría haberse abierto un puesto de conejos en cualquier mercado. En el capítulo VII, a la mujer de Sancho se le cambia el nombre, en tan solo unas pocas líneas, de Juana Gutiérrez a Mari Gutiérrez. En el capítulo X, intitulado De lo que más le avino a don Quijote con el vizcaíno y del peligro en que se vio con una caterva de yangüeses, no aparecen por ningún lado los yangüeses, de los cuales no se tiene noticia hasta cinco capítulos después. En el capítulo XIX aparece un bachiller Alfonso López que habla y se va, y que luego habla otra vez sin haber vuelto. Y así podría seguir yo enumerando otras muchas incoherencias, cada una de las cuales hizo que don Miguel deseara morirse de bochorno, no sin antes haber matado al impresor que no se había entretenido en señalarlas para que él pudiera darles solución cabal, aunque fuese de urgencia. Como imaginarán vuesas mercedes, no hay poeta que esté libre de cometer errores, máxime cuando la obra es larga y pródiga en personajes y lugares y hechos, como tal era el caso. Según se dice, aliquando bonus dormitat Homerus. Lo malo es que don Miguel, sin ser Homero, había enmendado casi todos estos descuidos en el manuscrito en limpio (el que ardió), y al volver a encontrarlos en el libro ya impreso se lo llevaron todos los demonios. Y más aún cuando descubrió que al manuscrito que su hija había rescatado del sedero se le había extraviado una hoja, para más señas aquella en la que se narraba cómo a Sancho le robaron su rucio a consecuencia de la aventura con los galeotes. El resultado es que algunos capítulos después Sancho se queja del robo de su rucio sin que el lector haya tenido la menor noticia de él. Y hasta Lope, quien habría hecho mejor en quedarse callado, aprovechó el descuido para burlarse de Cervantes en una comedia.

Lo bueno, digámoslo por fin, fue que hubo ocasión de corregir muchas de las erratas, pues el libro se volvió a imprimir, y no una, sino muchas veces, lo que da testimonio de hasta qué punto se convirtió Don Quijote en un favorito de los lectores. A finales de diciembre ya estaba la novela en la Corte y podía comprarse en la librería que Robles había abierto en Valladolid, con una tasa que se imprimió allí mismo nada más ser otorgada por el Consejo de Su Majestad, además de una dedicatoria al duque de Béjar, un joven aristócrata con quien Cervantes nada tenía que ver, pero al que Robles deseaba halagar por ciertos favores que tenía pensado solicitarle. En enero del año de 1605 don Quijote cabalgaba ya por la madrileña calle Mayor, donde las ventas pronto fueron más que satisfactorias. Un cajón repleto de Quijotes partió hacia Sevilla, y desde allí zarpó en un galeón hacia las costas del Nuevo Mundo. Después se imprimió en Lisboa. Y luego Robles volvió a imprimirlo. Y después, se imprimió en Valencia. Y después… En fin, todo esto lo sabrán ya vuesas mercedes, en cuyas bibliotecas no faltará una novela que tantas gentes de tantos lugares diversos han celebrado por su mucha agudeza y entretenimiento. Tan del gusto del público resultaron las aventuras de don Quijote y de Sancho que, al cabo de los años, don Miguel tendría que convocarlos a ambos de nuevo para otra novela que empezara donde la primera concluía, y que se materializó con no menos sucesos y percances, hasta el punto que Cervantes decidió acabarla con don Quijote cuerdo y muerto, para así no tener que pensar en que jamás hubiera tercera parte. Pero todas esas son historias que habrán de ser contadas en otro momento, pues yo me acerco ya al final de esta mi crónica.

Antes de terminar, diré que de todas estas vicisitudes aquí narradas don Miguel obtuvo algo de dinero con el que hacer frente a sus muchas deudas, y algo más de fama y de honra que tan solo sirvió para reavivar el encono de sus viejos enemigos (en especial de uno cuyo nombre el lector ya se figura), y para procurarle enemigos nuevos, pues en nuestro católico reino son muchas las cosas que se perdonan, pero el triunfo no es una de ellas.

Mucho mejor que la de don Miguel sería mi recompensa, pues años antes de que viera la luz la segunda parte de Don Quijote ya estábamos Isabel y yo desposados y establecidos en Esquivias, donde la familia aún conservaba algo del patrimonio que había sido la dote de doña Catalina «la giganta». Y no teniendo ellos hijos comunes, determinó mi suegro que fuera yo quien administrara aquellas pocas tierras que habían sido de los Salazar, y quien habitara la casa que la familia tenía en el pueblo, junto a la plaza Mayor, en el mismo solar donde mi primogénito habría de levantar el hermoso caserón que hoy habitamos. Y así fue como este modesto aprendiz de librero cambió Madrid por los campos de La Sagra, donde ha vivido felizmente hasta este día de hoy, el decimonono del mes de marzo de mil seiscientos y cuarenta y tres.

Y mientras han ocurrido tantas cosas que mi memoria de anciano apenas puede abarcarlas ya. Los muchos años de dicha junto a Isabel, el nacimiento de mi hijo Miguel, al que pude dar estudios y ver convertido en todo un escribano, y de mis hijas, y de mis nietos. Y fueron muchos más los momentos y las aventuras vividas con don Miguel, al que siempre tuve y tendré como un segundo padre. El queridísimo don Miguel, quien en su lecho de muerte me entregaría el montón de hojas manuscritas en las que se cuentan las primeras aventuras de don Quijote y de Sancho, con todas sus tachaduras y sus enmiendas, con todas sus confusiones y su rucio de ida y vuelta. Y me diría «guárdalas bien, Gonzalo, para los que vengan después».

Y así me lo propuse yo, esconderlas de tal modo que nadie que no estuviera en el secreto pudiera hallarlas jamás. Y habiendo sido aprendiz de librero, se me ocurrió que el mejor escondite para el papel no es otro que un bosque de papel, y que en ningún sitio se oculta mejor un libro que entre una montaña de libros. Y fue así como di con la siguiente estratagema, que ahora revelaré para conocimiento de mis hijos y de mis nietos, y de los hijos que ellos tuvieren, y de todos los que vengan después…

* * *

Pilar Esparza alzó la vista del manuscrito de Gonzalo de Córdoba. Sus ojos estaban enrojecidos por el esfuerzo de haber leído las últimas páginas de una sentada, y brillantes por la emoción.

—¡Lo tenemos, profesor! —exclamó—. ¡Lo tenemos!