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Juan, el padre de las gemelas, procura tener vigilado al abuelo durante las semanas que siguen a la muerte de su madre. Pensando que el hombre no va a saber valerse por sí solo, lo visita a diario dispuesto a actuar al primer signo de suciedad o abandono. Pero sus temores se desvanecen pronto, pues el anciano parece adaptarse sin problemas a la nueva situación. Cada mañana baja al supermercado y a la panadería para comprar lo necesario, y con frecuencia come en un restaurante de menú muy cercano a su casa. La misma mujer que les ayudaba cuando su esposa estaba viva aún viene dos veces por semana para limpiar y lavarle la ropa. Por lo demás, sus hábitos apenas se han modificado. Sigue comportándose como un misántropo recalcitrante. Sale de casa lo imprescindible y pasa las horas muertas sentado en el sillón de su despacho con un libro entre las manos. La única diferencia es que ahora ya no tiene necesidad de cerrar la puerta como antes. En un par de ocasiones, Juan le insinúa a su padre que se traslade a su casa durante una temporada. Raquel está de acuerdo y a las niñas les gusta la idea. El anciano casi se echa a reír en su cara. De hecho, es una de las pocas veces en que Juan casi ha visto reír a su padre. «¿Y las Navidades? ¿Por qué no pasas con nosotros las Navidades?» A fuerza de insistir, consigue arrancarle la promesa de que compartirá con ellos la cena de Nochebuena.

Apenas ha transcurrido un mes desde la muerte de su madre y Juan comienza a pensar que todo está bien, que puede relajarse con respecto al abuelo. Sin embargo, los problemas empiezan enseguida.

Aunque no donde los esperaba.

 

* * *

 

—Fíjate, todavía me tiemblan las manos. Nunca, en mis veinticinco años en la enseñanza, había visto nada igual. Y mira que he visto ya cosas…

Quien así habla es la directora del colegio de las niñas. Juan está sentado ante su escritorio, mientras Raquel, su esposa, espera junto a las gemelas en la salita que conduce al despacho. El padre de las niñas apenas logra digerir las palabras de la directora. Conoce a esta mujer desde la infancia. Asistió como alumno a este mismo colegio cuando ella era una maestra recién llegada. Siempre la ha tenido por una profesional competente y una persona digna de confianza. Pero lo que ahora le está diciendo sencillamente no puede ser verdad. Su niña… ¡No! ¡Su niña jamás habría hecho lo que esta loca afirma!

—Ha sido en el recreo, como os he dicho por teléfono. Pero he preferido ahorraros los detalles y contároslos en persona. Te juro, Juan, que todavía no me lo puedo creer. ¿Me estás escuchando?

El padre de las niñas contempla absorto los diplomas enmarcados que cuelgan en la pared que hay tras la directora: «congreso de psicopedagogía», «jornadas de gestión de centros educativos». Entre los diplomas destaca un gran panel de corcho repleto de dibujos infantiles. Gatos, caballos, el arco iris... Una familia sonriente delante de una casa con una chimenea humeante. El padre, la madre y dos niñas idénticas tomadas de la mano. Quizás lo haya dibujado una de sus hijas. Quizás la propia Silvia. Pero ¿cómo es posible…?

—¡Juan! ¿Me escuchas o no?

Él da un respingo.

—Perdóname, Julia. Todo esto me parece tan irreal.

—A mí también, te lo aseguro. Si alguien me lo cuenta hace unas horas me río en su cara. Sin embargo…

—Pero ¿cómo ocurrió exactamente? ¿Había algún profesor delante?

La directora inspira hondo, como tratando de infundirse serenidad.

—Ya te lo he dicho. Yo misma estaba presente. Hoy era mi turno para vigilar el recreo. Me encontraba al otro lado del patio y no oí lo que las niñas hablaban. Pero vi lo que ocurrió.

—¿Y dices que Silvia atacó a esa otra niña sin más? ¿La otra no le había pegado ni nada parecido?

—Aurora es una niña muy tranquila. Es hija única y tal vez por ello sea un poco consentida. Su madre la está criando sola con todo el esfuerzo del mundo. Yo misma la he tenido en clase. Es una cría tímida, muy dulce. Nunca nos ha dado el menor problema.

—Y creo que Silvia tampoco.

—Hasta ahora.

—Ya… hasta ahora.

Juan se lleva una mano a la cara y se frota los ojos. De repente tiene muchas ganas de llorar.

—¿Prefieres que tengamos esta conversación en otro momento? —pregunta Julia esforzándose por imprimir amabilidad a su voz.

—No. Estoy deseando llevarme a Raquel y a las niñas a casa. Pero quiero saberlo todo. Quiero saber exactamente lo que ha pasado y que me aconsejes sobre lo que debemos hacer.

Julia vuelve a relatar el incidente, esta vez con todos sus espantosos detalles. Ella estaba al otro lado del patio y justamente cuando todo ocurrió miraba en dirección al pequeño grupo que formaban Aurora y las dos gemelas. Se extrañó de verlas tan serias y modosas. Parecían tres niñas mayores conversando allí con toda tranquilidad, a cierta distancia del resto de sus compañeros, que se perseguían alocadamente en el centro del patio. Silvia era la que llevaba la voz cantante. Ella hablaba y las otras dos niñas no daban muestras de querer intervenir o interrumpirla, como habría sido normal en cualquier conversación infantil. Simplemente escuchaban con atención, y a Julia le pareció que también con asombro. De repente Aurora dijo algo. No había gritado, pero por su gesto parecía enfadada. Silvia enmudeció y se le quedó mirando fijamente. Andrea dio un paso atrás, como si quisiera alejarse de lo que allí ocurría. En ese momento Julia decidió intervenir y se puso en marcha hacia las niñas, pero no con rapidez suficiente para evitar lo que estaba a punto de desencadenarse:

—Tu hija le saltó encima a la otra niña, Juan. Saltó literalmente, como un animal, y la derribó bajo su peso. En ese momento yo eché a correr, pero todo estaba pasando muy deprisa. Vi que Silvia hundía la cabeza en el pelo de Aurora y pensé que le estaba diciendo algo al oído. Pero no era eso. ¡Dios mío, no era eso!

La directora se interrumpe. Ahora le corresponde a ella perder la compostura. Juan la ve apretar los párpados y observa que el labio inferior comienza a temblarle.

—¿Mi hija le mordió?

—¡Le arrancó el lóbulo de una oreja de un mordisco! Cuando levanté a Silvia vi que tenía un gran trozo de la oreja izquierda de Aurora entre los dientes. La otra niña aullaba en el suelo, con el pelo empapado de sangre. ¡Nunca en mi vida, Juan! ¡Nunca! Estuve a punto de desmayarme. Te juro que no sabía qué hacer.

—¿Y qué hiciste por fin?

—Levanté a Aurora. Me quité el pañuelo que llevaba al cuello y traté de taponarle la herida. Entonces…

—Sigue, por favor, ya no tiene sentido que te interrumpas.

—Le ordené a Silvia que me devolviera el trozo de oreja que le había arrancado.

—¿Todavía lo mordía?

—Sí, estaba ausente y con la mirada perdida. Parecía como en trance. Toda la pechera de su suéter estaba manchada con la sangre de la otra niña. Y el trozo de oreja… En fin, lo seguía mordiendo. De repente me miró y entornó los ojos. Nunca he visto una mirada así en un niño, Juan. Como un animal. Un perro o un lobo. Lo siento. ¡Que Dios me perdone! Pero es lo que pensé. «Es como un lobo». Y entonces se me ocurrió que Silvia estaba a punto de empezar a masticar… ¡aquello!

De repente Juan siente que la cabeza le da vueltas. De no ser porque se halla sentado, seguramente se caería al suelo como un peso muerto.

—¡Le pegué! ¡Tuve que hacerlo! Le di una bofetada y luego otra más. Solo entonces abrió la boca y dejó caer el trozo de carne.

—¿Lo podrán arreglar? ¿Se la podrán coser?

—No lo sé, Juan. Llamamos de inmediato al 112 y la ambulancia llegó enseguida. Mientras tanto guardamos el trozo arrancado en hielo. Pero el desgarro parecía muy sucio. No era para nada un corte limpio. Ya te digo. No sé lo que ocurrirá.

Hay un silencio largo. Las voces de los niños y de los profesores llegan tenuemente desde las aulas. En algún lugar del colegio, unos críos cantan una canción infantil en inglés.

—¿Crees que la madre de esa niña presentará denuncia?

—No puedo responderte. Tenemos un seguro que cubre este tipo de… de accidentes. Creo que no debe-rías preocuparte por eso ahora.

El padre de las gemelas está de acuerdo. El riesgo más que probable de una denuncia es ahora la menor de sus preocupaciones.

 

* * *

 

—Tú estabas allí, Andrea. Daría cualquier cosa por poder ahorrarte esto, cariño. Pero estabas allí y sabes lo que ocurrió.

—¿Dónde están Silvia y mamá?

—En el dormitorio. Mamá la está acostando. Tu hermana no se encuentra bien. Ya lo has visto. Ni siquiera se acuerda de lo que ha pasado.

—¡Pero yo tampoco me acuerdo, papá!

—¿No te acuerdas? Doña Julia me ha dicho que estabas allí mismo, con ellas dos.

—No me acuerdo.

—A lo mejor lo que pasa es que no quieres acordarte.

—Eso es. ¡No quiero acordarme!

—Tengo que pedirte este esfuerzo, Andrea. Necesitamos entender lo que ocurrió. De otro modo no podremos ayudar a tu hermana. ¿Lo comprendes, verdad?

—Sí.

—Esa niña… Aurora… ¿le dijo a Silvia algo muy muy feo?

—No, papá. Bueno, al principio no.

—Cuéntame.

—Fue más bien al revés. Empezó Silvia. Pero no le digas que me he chivado, ¿vale?

—No sufras, hija. Esta conversación es entre no-sotros. Y no se trata de castigar a Silvia, sino de ayudarla. ¿Qué fue lo que Silvia le dijo a Aurora?

—Le dijo que su madre era una puta.

—¿Cómo?

—Me da mucha vergüenza contártelo. Pero fue así. Estábamos hablando de los regalos de las Navidades. Y de pronto Silvia le dijo a Aurora que su madre iba a comprarle los regalos de Navidad con lo que ganaba siendo puta.

—Pero… ¿cómo…? ¿quién…?

—Y le dijo otras cosas, papá. Le dijo que nadie sabía quién era su padre porque los hijos de las putas nunca conocen a sus padres, porque tienen muchos padres que les pagan a sus madres por…

—Sigue, Andrea. No pares ahora.

—Por follar con ellas. Eso le dijo.

—¡Dios mío! ¿Habéis estado viendo la televisión a escondidas? ¿Os habéis metido en internet sin estar yo delante?

—No, papá. ¡Te juro que no!

—Pero a lo mejor tu hermana… ¿Sabes si me ha cogido alguna vez la tablet?

—No sé. Me parece que no. Siempre estamos juntas. Yo lo sabría.

—¿Y me lo dirías, verdad?

—¡Claro que sí! Yo quiero ayudar a Silvia.

—¿Es algún otro niño del colegio? ¿Algún niño os ha contado esas cosas feas de la mamá de Aurora?

—No, papá. Yo creo que es algo que se inventó Silvia. Aunque no sé por qué.

—¿Qué pasó cuando tu hermana dijo todas esas cosas?

—Aurora le dijo que era una mentirosa y que se lo iba a decir a la profe y a su madre.

—¿Y entonces ocurrió aquello?

—Sí. Entonces Silvia dio un salto y la tiró al suelo. Y luego vino lo del mordisco.

—Ya.

—Papá, ¿qué le pasa a Silvia?

—¿Por qué lo preguntas? ¿Hay algo más?

—Por las noches habla en sueños.

—¿Y qué dice?

—No sé, no se le entiende. Pero algunas veces la he visto sentada en su cama con los ojos abiertos, y parece muy asustada.

—Bueno, tú no te preocupes por eso. Seguro que si todos la ayudamos Silvia se va a poner bien. Y lo que has hecho, contármelo todo, es la mejor forma en que tú puedes ayudarla.

—Entonces, ¿me he portado bien?

—Muy bien, Andrea.

—¿Me puedes ayudar tú ahora?

—Claro, cielo. ¿Qué quieres?

—No quiero quedarme con Silvia esta noche. ¡Déjame dormir con vosotros, por favor!