Segundo anillo. EL LIBRO DEL VIENTO
Ciudad de Nueva York / West Bay Bridge
VERANO ACTUAL
Cuando el hombre con las gafas ahumadas de aviador salió de la estación «Pensilvania» en la Séptima Avenida, no miró a su alrededor ni se acercó inmediatamente al bordillo, como hacían casi todos los demás pasajeros, para llamar un taxi.
En lugar de eso, esperó pacientemente a que el semáforo cambiara de luz y, cuando lo hizo, cruzó de prisa la avenida sin importarle la llovizna. Por su forma de caminar y quizá por el bolso negro y más bien alargado que llevaba colgado en bandolera del musculoso hombro, se diría que era un bailarín profesional; se movía sin esfuerzo, tan airoso como el viento.
Vestía una camisa de seda azul marino de manga corta, pantalones ligeros de algodón y del mismo azul profundo; calzaba unos zapatos de ante grisáceos, casi sin tacón y con suelas finas como el papel. Tenía un rostro más bien ancho; unas arrugas muy profundas surcaban las mejillas aprisionando casi la boca como si el hombre no hubiese aprendido jamás a reír. Su pelo negro, cortado corto, era hirsuto.
Empezando a cambiar por el sector Este de la Séptima Avenida, desfiló ante la fachada tumultuosa del «Hotel Statler Hilton», atravesó la Calle 32 y, después de pasar bajo la marquesina verde y blanca del «Chinatown Express», se coló en el siguiente portal, el «McDonald's».
Una vez dentro, cruzó el local de estridentes tonos amarillos y anaranjados hasta las cabinas telefónicas alineadas a lo largo de una pared. Ante la última cabina a mano izquierda había una serie de guías telefónicas encerradas en marcos metálicos para disuadir a vándalos y ladrones. Colgaban de un trípode como murciélagos inmóviles en una caverna.
El hombre de las gafas ahumadas seleccionó el libro de las «Páginas Amarillas». La tapa estaba desgarrada, desfigurada, y las páginas centrales mutiladas por el borde inferior como si alguien les hubiese dado una dentellada con la intención de comérselas. Hojeó el volumen hasta encontrar la sección que buscaba. Su dedo índice descendió por la página. Cerca del final se detuvo, y el hombre asintió para sí con la cabeza. Las señas le eran ya conocidas, pero tenía la costumbre de verificar todos sus datos.
Una vez fuera, el hombre atravesó de nuevo la avenida caminando a paso vivo hacia el Oeste a lo largo del Madison Square Carden, y por fin, en la Octava Avenida, cogió un autobús hacia la parte alta de la ciudad. Como el vehículo iba lleno, viajó de pie en el asfixiante y mal ventilado interior. El autobús olía a sudor agrio y moho.
En la parada de la Calle 74, saltó animoso a tierra y recorrió una manzana. Luego dobló frente a Central Park y, tomando la dirección oeste, se encaminó hacia el río Hudson. Entretanto la lluvia había cesado, pero el cielo estaba encapotado y oscuro, como si se cerniera exhausto tras una noche de jaleo. El aire era estático. La ciudad humeaba.
El hombre encontró las señas, aproximadamente a medio camino entre Broadway y el West End en el sector norte de la calle. Mientras subía las escaleras del bloque de viviendas husmeó unos instantes. Abrió las puertas acristaladas de la entrada y penetró en un minúsculo vestíbulo. Frente a él vio una puerta moderna de acero y cristal alambrado con poderosa cerradura. En la pared del vestíbulo había un zumbador, que pulsó con energía. Encima había una discreta placa de bronce con unas palabras: TOHOKU NO DOJO. Y aún más arriba una rejilla ovalada para hablar.
—¿Diga? —La frágil voz le llegó por la rejilla.
El hombre de las gafas ahumadas se ladeó un poco.
—Necesito una entrevista —dijo.
Esperó, descansando ya la mano en el picaporte de la puerta interior.
—Suba, por favor. Segundo piso. A la izquierda hasta el fondo.
La puerta zumbó y él la abrió de un empujón.
Dentro percibió el tufo de sudor acre condimentado con las variedades picantes del esfuerzo y del miedo. Por primera vez desde su llegada a la ciudad se sintió a sus anchas. Desechando despreciativo esa sensación, subió rápido v furtivo los escalones alfombrados.
Terry Tenaka estaba al teléfono hablando con Vincent, cuando Eileen se le acercó. Al percibir la expresión de sus ojos, pidió a Vincent que esperara un momento y, tapando el auricular con la mano, preguntó:
—¿Qué sucede, Ei?
—Ahí hay un hombre que desea ejercitarse hoy mismo.
—¿Ah, sí? Podemos aceptarlo. Fíchalo.
—Creo que debes ser tú quien se ocupe de esto.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Bien. Para empezar, quiere verte. Y, segundo, me he fijado en su forma de andar. Ése no es un alumno.
Terry sonrió.
—¿Ves cuánto se ha difundido nuestra fama? Ese artículo en el New York fue algo inmenso. —Pero, como ella no respondía, añadió—: Hay más, ¿verdad?
Ella asintió.
—Ese tipo me da escalofríos. Sus ojos... —Se encogió de hombros—. No sé..., pero me gustaría que lo resolvieses tú mismo.
—Está bien. Escucha, ofrécele una taza de té o cualquier cosa. Iré ahora mismo.
Ella asintió sonriéndole titubeante.
—¿Ocurre algo? —La voz de Vincent le resonó en el oído.
Terry retiró la mano del auricular.
—¡Ah! Probablemente, nada. Sólo un cliente que ha asustado a Ei.
—¿Cómo sigue ella?
—Muy bien.
—¿Y qué hay de vosotros dos?
—¡Ah, ya sabes! Todo sigue más o menos igual. —Terry soltó una carcajada nerviosa—. Es decir, sigo esperando a que ella me dé el sí. Me he puesto tantas veces de rodillas, que he deshecho ya cuatro pares de pantalones.
—¿Seguimos citados para cenar esta noche? —Vincent se rió.
—Seguro. Siempre que sea pronto. Esta noche me gustaría visitar a Ei.
—Claro. Se trata sólo de algunas preguntas que quiero hacerte. Nick iba a venir, pero...
—¡Eh! ¿Cómo está Nick? Me telefoneó antes de marchar a la Isla. ¿Acaso ha estado holgazaneando todo el verano?
Vincent rió otra vez.
—Sí. Hasta que le metí en cintura. Además, tiene chica nueva.
—¡Bien! —dijo Terry—. Ya iba siendo hora. Los vínculos son todavía muy fuertes, ¿eh?
—Sí. —Vincent supo de sobra a qué se refería Terry—. Me ha encargado afectuosos saludos para ti y Ei. Estoy seguro de que vendrá pronto y pasará a veros.
—Me parece muy bien. ¡Eh!, mi nuevo cliente se cebará con Ei si no voy ahora mismo. Nos veremos a las siete. Hasta luego.
Terry colgó, cruzó la habitación y dobló a la izquierda para encontrarse con mister Maravillas.
Apenas entró Terry, Eileen Okura sintió que se esfumaba parte de su aprensión. Ella se había visto sorprendida por dos elementos distintos. Primero, no había oído acercarse al hombre. Segundo, la apariencia del visitante era poco común. Ahora el hombre continuó erguido tal como ella lo viera al principio, el macuto atravesado sobre la espalda, las gafas de sol balanceándose entre el pulgar y el índice de su mano derecha. Ella observó que las manos y la cara eran demasiado blancas para un oriental. Pero también percibió al escrutar su garganta, allá donde se abría la camisa, que esa epidermis blanquecina predominaba sólo en las partes antedichas, porque su pecho tenía un color más oscuro y natural. Era como si el hombre hubiese sufrido algún accidente horrible. Quizás una explosión afectando a las áreas descubiertas de su piel.
Aparte de eso, sus ojos eran lo que la pasmaban. Parecían totalmente muertos, dos piedras dejadas caer en un estanque de aguas estáticas; era inconcebible que pudieran retener alguna forma de emoción. Y ahora esos mismos ojos la miraban como si ella fuera un raro espécimen, desnudo y tendido sobre una superficie esterilizada, listo para la disección. Eileen sintió un leve espeluzno.
—Watashi ni nanika goyó desu ka —dijo Terry al visitante—. ¿En qué puedo servirle?
—Anata go kono aojó no master desu ka. ¿Es usted el maestro de este dõjõ?
Terry no fingió haber advertido el tono áspero y por ende extremadamente descortés del otro, y dijo:
—So desu. Sí.
—Koko de renshu sasete itadakitai no desu ga. Quiero ejercitarme.
—Está bien. ¿Qué disciplinas le interesan?
—Aikido, karate, kenjutsu.
—Puedo proporcionárselo para el aikido y el karate. En cuanto al kenjutsu, me temo que sea imposible. Mi instructor está de vacaciones.
—¿Y qué hay de usted mismo?
—¿Yo...? He renunciado a la enseñanza del kenjutsu.
—No requiero instrucción. Practique conmigo una hora.
—Yo...
—Eso es mejor que rellenar impresos.
—Conforme. Me llamo Terry Tanaka. ¿Y usted?
—Hideyoshi.
Un nombre surgido del remoto pasado.
—Está bien. La señorita Okura le dará unos impresos necesarios. La tarifa es cuarenta dólares por hora.
El otro hizo una seca inclinación de cabeza. Terry supuso que el hombre sacaría una cartera de plástico atiborrada con cheques de viaje, pero en vez de eso le vio separar ciento veinte dólares de un rollo que se sacó del bolsillo derecho delantero del pantalón.
—Firme aquí —dijo señalando en un impreso. Luego indicó con la cabeza una puerta pequeña al fondo de la habitación—. Allí podrá cambiarse. ¿Trae su propio equipo?
—Sí.
—Magnífico. El dõjõ propiamente dicho está en el piso de arriba. ¿Con qué disciplina prefiere comenzar?
—Déme una sorpresa —dijo Hideyoshi mientras se alejaba. Y, atravesando la puerta, se perdió en la oscuridad del vestuario.
Al volver la cabeza, Terry vio que Eileen miraba estupefacta la puerta ya vacía del fondo. No había sombras. La luz, filtrándose por las persianas entreabiertas de los altos ventanales, era lo bastante difusa para darle una pátina a su piel satinada. «Es esbelta y chiquita —se dijo él—. Una bailarina pálida a punto de ejecutar su parte de un dificultoso pas á deux.»
—¿Quién es ése? —Su voz pareció un bisbiseo en la habitación de techo alto. Sobre sus cabezas resonaron los batacazos en las lonas.
Terry se encogió de hombros. Era un hombre alto, quizás un metro ochenta, de espaldas anchas, cintura estrecha y caderas escurridas. El rostro era chato, los ojos negros sobre unos pómulos muy altos. Le dijo a Eileen lo acordado.
—No pensarás hacerlo, ¿verdad, Terry?
Él alzó los hombros.
—¿Por qué no? Es sólo una hora de ejercicio. —Pero sabía lo que ella quería decir, y su corazón no se sintió tan animoso como lo dejaban entrever sus palabras. Él era, junto con Nicholas, uno de los maestros kenjutsu más relevantes entre los residentes fuera de Japón. A sus treinta y ocho años, Terry había dedicado diez de ellos al estudio de kenjutsu, el antiguo arte japonés de la esgrima. Su justificación para abandonarlo de improviso tal como lo hiciera el pasado año, podría parecerle poco comprensible a un occidental.
En primer lugar, ningún arte marcial dependía exclusivamente de la disciplina física. De hecho, un gran porcentaje era mental. Mucho tiempo atrás él había leído el Go Rin No Sho de Miyamoto Musashi, quizás el mejor tratado sobre estrategia en el mundo entero. Aunque el gran guerrero lo escribiera en muy pocas semanas antes de su muerte, pensó Terry, las nociones que contiene son intemporales. Según sabía, hoy día muchos empresarios japoneses preeminentes planificaban sus principales campañas corporativas de publicidad y ventas ateniéndose a los principios de Miyamoto.
Hacía un rato más o menos, había cogido otra vez el Go Rin No Sho. Pero al releerlo había descubierto lo que se le antojaban significados tenebrosos y muy diferentes ocultos entre la lógica y las circunvoluciones de la imaginación.
El consagrarse con un apasionamiento tan religioso a la dominación de otros no era, según lo entendía él, el auténtico significado de la vida. Luego le habían perturbado unos sueños inquietantes, portentos negruzcos sin forma ni rostro, tanto más reales y horripilantes por esa misma razón. Finalmente se había visto obligado a desembarazarse del volumen, lanzándolo lejos a media noche, sin esperar siquiera hasta el amanecer.
A la luz del día, esa impresión había persistido. Se sentía entonces como si hubiese seguido un camino falso en plena noche para encontrarse por sorpresa al borde de un inmenso abismo. Había tenido la tentación de atisbar el fondo, pero al propio tiempo el entendimiento le había advertido que si lo hacía perdería el equilibrio y se precipitaría a lo insondable. Así pues, Terry había retrocedido un paso y, dando media vuelta, se había desembarazado para siempre de su katana.
Y después de eso hoy aparecía aquel forastero extraño que decía llamarse Hideyoshi.
Terry se estremeció por dentro, pero procuró dominarse cuanto pudo para no revelar a Eileen sus verdaderas emociones. Además, no quiso alarmarla.
Seguramente fue una especie de presagio, porque no tenía la menor duda de que aquel hombre conocía bien las enseñanzas de Miyamoto. Pero, aparte de eso, tenía incluso la certeza de que Hideyoshi era un adepto haragei. Tal concepto se derivaba de dos vocablos: hará, equivalente a centralización e integración, y ki, cuyo significado era una forma ampliada de energía, no sólo intuición o sexto sentido, sino también, según dijera el sensei de Terry, «un modo auténtico de percibir la realidad». Era afín a la noción de tener ojos en la nuca o amplificadores en los oídos. Sin embargo, el haragei podía actuar en ambos sentidos: el ser un receptor hipersensitivo te hacía también un excelente transmisor si conseguías llegar a cierta distancia de otro haragei adepto. Terry lo había captado al instante.
—Sólo otro japonés recién desembarcado del avión de Haneda —dijo con desenfado a Eileen. No le revelaría en ningún caso lo que él sabía ya realmente sobre el individuo.
—Bueno, hay algo raro en su aspecto. —Ella siguió mirando fijamente el vano oscuro que pareció gritarle como la boca de una calavera gesticulante—. Esos ojos... —La muchacha se estremeció—. Son tan impersonales como objetivos fotográficos. —Dio un paso hacia Terry—. ¿Por qué se demorará tanto? ¿Qué estará haciendo ahí dentro?
—Meditando, sin duda —dijo Terry.
Cogió el teléfono y pulsó el botón intercomunicador. Dijo unas palabras en voz baja a alguien del tercer piso informándole sobre el nuevo cliente. Colgó el auricular.
—Tardará todavía otros veinte minutos, por lo menos —le dijo a ella. Contempló su larga y reluciente melena. Cepillada hacia atrás y sin horquillas, caía como una cascada negra como la noche sobre los hombros, seguía por la espalda y llegaba hasta la parte superior de las nalgas. Ella dio un respingo—. ¿Qué pasa? —preguntó él.
Su cabeza se volvió.
—Nada. Noté que me estabas mirando.
—¡Pero si eso lo hago todo el tiempo! —Terry sonrió.
—Por la noche, está bien. —Sus ojos permanecieron serios, sus apetitosos labios firmes y rectos—, no lo hagas aquí, Terry, por favor. Sabes cuánto me lastima. Nosotros dos trabajamos juntos y... —Eileen le miró a los ojos y, por un instante, él sintió que el corazón le daba un tumbo. ¿No sería miedo lo que él había atisbado allí, miedo acechando como un salteador en la noche?
Terry alargó una mano y la atrajo hacia sí. Esta vez ella no se resistió, se dejó acunar como si buscara calor, y le abrazó a su vez. Allí y con él tan cerca se sintió segura.
—¿Te encuentras bien, Ei?
Ella le apretó los músculos en señal de asentimiento, pero sintió las lágrimas pugnando por asomar a sus ojos. La garganta se le secó y no pudo explicarse el porqué. Y se sorprendió a sí misma diciendo:
—Quiero que vayamos esta noche. —E inmediatamente se sintió mejor.
—¿Y qué te parece cada noche? —preguntó Terry.
No fue la primera vez que él le decía eso, aunque antes lo hiciera de forma diferente. La respuesta de Eileen había sido siempre la misma. Sin embargo, ahora supo cuál era la causa de esa agitación interna, supo que cuando él se lo pidiese otra vez aquella noche, ella le daría una respuesta afirmativa.
—Esta noche —musitó—. Pregúntamelo esta noche. —Se secó los ojos—. ¿Cuándo quieres que vaya?
—Voy a cenar con Vincent. Oye, ¿por qué no nos acompañas?
Ella sonrió apenas.
—¡Uh, uh! Vosotros, chicos, charláis de demasiadas cosas que no me interesan lo más mínimo,—Las suprimiremos esta noche, te lo prometo.
Entonces ella rompió a reír.
—¡No, no! No os deseo tanto mal. Bushido es importante para vosotros.
—Es parte de nuestra herencia. Sin él no seríamos japoneses. Yo no he asimilado la cultura occidental hasta ese punto. Y nunca lo haré..., si ello es para hacerme olvidar la historia de mi pueblo. —Terry se interrumpió al verla parpadear y estremecerse.
—¡Mi pueblo! —Las palabras de ella tuvieron un eco espectral—. Bushido. Debo morir por mi Emperador y mi idolatrada patria. —Las lágrimas se agolparon en sus párpados entreabiertos. Detrás de ellas hubo galaxias de dolor—. Nosotros sobrevivimos a la gran tempestad de fuego en marzo... —susurró las palabras como si fueran gritos de moribundos—, ...cuando las flotas aéreas norteamericanas dejaron caer casi setecientas cincuenta mil bombas cargadas con napalm, cuando doscientos mil japoneses fueron asados vivos, cuando la mitad de Tokio quedó hecha cenizas, cuando a la mañana siguiente, al caminar por las calles, vimos que un fuerte vendaval esparcía al viento los cuerpos carbonizados...
—Por favor, Ei...
—Entonces nos mudamos, nos distanciamos de la guerra, partimos hacia el Sur, a Hiroshima, pero muy pronto mis padres, aterrorizados por los rumores que corrían, me enviaron a mis abuelos, quienes vivían en la montaña. —Ella le miró a la cara sin verlo en realidad—. Nunca había el alimento necesario y comenzó la muerte por inanición. ¡Ah!, pero no creas, no fue dramático, simplemente una especie de lasitud que te iba dominando sin que te dieras cuenta. Yo solía sentarme al aire libre durante horas, incapaz de hacer nada o pensar siquiera. El peinarme me costaba una eternidad porque los brazos me dolían mucho cuando los alzaba. Eso por lo que respecta a mí. Para mis padres fue Hiroshima y la luz que cayó del cielo. —Sus ojos recobraron el enfoque y le miraron fijamente—. ¿Qué hay ahí para mí, salvo vergüenza y dolor? ¿Qué hicimos nosotros y, de rechazo, qué nos hicieron? ¡Pobre patria mía!
—Hoy todo está olvidado —dijo él.
—No, no lo está. Y tú, tú más que nadie, debieras entenderlo así. Sois tú, y Vincent y Nick quienes habláis sin cesar del espíritu de nuestra Historia. ¿Cómo se puede celebrar una cosa sin avergonzarse de la otra? La memoria, y no la Historia, es selectiva. Nosotros somos lo que somos. Tú no puedes descartar arbitrariamente a los malos y fingir que jamás existieron. Nick no hace eso, lo sé. Él recuerda, él se siente dolido..., todavía. Pero no creo que tú y Vincent hagáis lo mismo.
Él quiso mencionar sus recientes reflexiones, pero no pudo. Por lo menos entonces no. Era un momento inoportuno, un lugar inoportuno, y tenía un alto concepto de la oportunidad. Quizás esta noche. Esta noche procuraría que todo saliese a relucir. Observó la luz difusa, de pintor, en el rostro satinado, el cuello largo, esbelto, el cuerpo estilizado y compacto. Nadie creería que ella tenía cuarenta y un años; se diría que no pasaba ni un día de los treinta, incluso bajo una luz cruda.
Ahora se cumplían casi dos años desde su primer encuentro y un año desde que se hicieron amantes clandestinos..., al menos para la gente del aojó, pues todos sus amigos estaban enterados, por supuesto. Durante ese tiempo ella no había pedido nunca nada ni había querido saber nada del futuro. Era él quien había sentido últimamente la necesidad de más. Y hacía poco él había descubierto que el final de su encariñamiento con el kenjutsu fue seguido casi instantáneamente por el comienzo de sus amores con Ei. Y ahora le pareció de una lógica incontrovertible el hecho de que en su vida no hubiese nada tan importante como el estar con ella. El dõjõ que él fundara cinco años antes más o menos era un buen establecimiento y estaba más que satisfecho de su rendimiento. Ya era hora para el matrimonio, y un largo viaje de recién casados a algún lugar distante. Quizá París. Sí, decididamente París. Era la ciudad favorita de Ei, él lo sabía y además no había estado nunca allí. No faltaba más que pedírselo. Esta noche. ¿Diría por fin sí? Él pensó que lo haría, y su corazón brincó de gozo.
—Esta noche —dijo—. Estaré de vuelta a las nueve, o las diez, si Vincent queda atascado en el tránsito de la Isla. Pero tú tienes la llave y también algunas ropas allí. Ven cuando te parezca. Pero lleva champaña. «Dom Pérignon.» Yo me ocuparé del caviar.
A Eileen le hubiera sido fácil preguntar a qué venía todo eso, pero se abstuvo por no aguarle la fiesta. Tendría tiempo para averiguar lo que ya sabía en el fondo de su corazón.
—Está bien —dijo abriendo unos ojos como platos.
Él se volvió rápido al recordar su cita.
—Más vale que me vaya arriba y prepare la bokken. Hideyoshi terminará pronto con los otros y quiero estar dispuesto.
Los ojos de Justine estaban completamente secos. Eso era algo inédito en ella, pero eso no la consolaba. No, porque al mismo tiempo le producía una enorme ansiedad, un nudo insoportable en el estómago, una opresión en el pecho que casi le cortaba la respiración y no remitía. «No hay nada malo en ello —se repitió una y otra vez—. Nada. Absolutamente nada.» Se estremeció, sintió frío. Sus dedos le parecieron de hielo.
Se mantuvo erguida e inmóvil en el salón penumbroso de la casa de Nicholas. Miró fijamente la bruma y la lluvia en aquel deplorable domingo. Allá fuera, en alguna parte, estaba el mar, rizándose sin pausa, pero la mortificante lluvia lo ocultaba a sus ojos, como si escondiese un juguete precioso en una mañana de Navidad. Ella quiso salir y otear la niebla hasta encontrar el océano, pero en ese momento le faltó la necesaria presencia de ánimo para enfrentarse con el temporal.
—¡Dios mío! ¡Oh, Dios mío!
Giró sobre sus talones dando la espalda al empañado ventanal, corrió alocadamente por toda la casa en busca del baño y, una vez allí, se derrengó sobre el retrete y vomitó.
Todo el cuerpo le tembló, el sudor le brotó en la frente y, formando minúsculos regueros, resbaló hasta los ojos.
Transcurrió un tiempo que se le antojó infinito, cuando no pudo aguantar ya más la pestilencia, hizo circular el agua en la taza. Fue como si aquel esfuerzo le robara los últimos restos de energía. Pero al rato acumuló la fuerza suficiente para inclinarse sobre el lavabo. El chorro frío le dio en la cara como el balazo de una pistola. Abrió la boca para hacer desaparecer el sabor agrio. No pudo tragar.
Se sentó sobre el borde de la bañera, agradeciendo el frescor que la porcelana le transmitían a las nalgas, y se encorvó descansando la cabeza en los brazos, los brazos en las rodillas. Luego se balanceó arriba y abajo, pensando: No puedo hacerlo. ¡No puedo!
Ahora fue su mente la que vomitó. La historia de las traiciones desplegándose como una bandera aborrecible y aborrecida sobre su cabeza. Anulando cualquier otro signo de vida. A todos sus hombres. Timothy, que fue el primero, el entrenador de baloncesto durante el bachillerato. Seré bueno, Justine. Y se lanzaba salvajemente sobre ella una y otra vez, disfrutando de sus expresiones de dolor, de sus gritos en la simetría estéril del oscurecido gimnasio, mientras sus propios ojos fulguraban con el miedo de ella. Luego Jodie. El licenciado de Harvard con ojos risueños y alma cruel. Quiero ser cirujano, Justine..., y ya lo era. Eddie, que la veía una noche sí y otra no alternando con su esposa; y no quería a ninguna si no tenía a las dos. Y por fin, en San Francisco, había aparecido Chris. Ambos se habían fundido incendiándose como una hoguera, insaciables, insensatos e indiferentes para todo y todos que no fueran ellos mismos. Pero, ¿no sería ella, únicamente, quien se comportaba así? Ella no podía soportar semejante verdad, ni ahora siquiera. El escarbarla era un acto de masoquismo, como el abrir los bordes de una herida a medio curar y pinchar el nervio.
Ella había utilizado entonces el apellido de su padre y... también su dinero. ¡Sólo Dios sabía cuánto! Ella no, desde luego. ¿No sería el dinero lo que la había hecho débil y perezosa? ¡Qué fácil era culpar al vecino! ¡Cuánta limpieza y resolución! Y volviendo a su padre... Cuanto le odiaba ella por haberle dado... esas cosas: su apellido (ella escribía siempre esa palabra en la pantalla de su mente de un modo que no se atribuyese a un error tipográfico, la mala fama que le acompañaba, por lo menos en lo que a ella concernía) y su dinero. ¡Ah, su padre no era como ella! Él llevaba indeleblemente una • contabilidad quién sabía dónde; y no porque le preocupara la cantidad; al fin y al cabo era deducible de los impuestos.
«Dios, esta cuestión me está haciendo malévola e implacable», pensó. Como si fuera una dolencia física que generase bilis a modo de residuo. Dio otra vez algunas arcadas, pero apretando ambos brazos contra el estómago logró contenerse; además, no tenía ya nada para echar; se sintió vacía y, sin embargo, a juzgar por sus ansias se diría que había engullido una pequeña ballena.
No puedo hacerlo, se repitió, no puedo.
Ella había cogido su dinero —una gran suma— y no con escrúpulos, sino de forma desenvuelta. Porque le odiaba. Pero se encontró con que el cogerlo era como poseer la copa de vino que jamás se vacía por mucho que bebas. Lo que le había interesado de verdad a ella, carecía de importancia para él.
Desde luego, eso importaba mucho a Chris, que era después de todo quien hacía más uso del dinero. Por lo menos eso había sido lo que salió a la luz cuando su padre se presentó un buen día en su casa, acompañado por una cuadrilla de detectives locales que él había contratado. Todo quedó escrito en el informe. El hecho la había consternado hasta tal punto que fue incapaz de pronunciar palabra, y menos todavía de protestar cuando su padre y los esbirros arramblaron con toda su ropa, todas sus pertenencias. Él los dejó allí y se hizo acompañar por ella hasta la limusina. Durante el vuelo de regreso al Este ella no dijo ni una palabra. Su padre, sentado al otro lado del pasillo en el reactor «Lear» particular, estaba demasiado absorto con los informes para prestarle atención. Ella notó que no tenía hambre ni fatiga. No era nada.
Ahora le parecía que había transcurrido largo tiempo desde entonces. Algunas veces los años son comparables a eternidades, pero jamás a días. Y, sin embargo, así se le antojó a ella cuando volvía con aquel avión a Nueva York: creyó ver de nuevo la antigua casa de campo, aquella de Connecticut que tanto la encantaba, con las paredes pétreas cubiertas de hiedra verde y avasalladora, las altas ventanas emplomadas, el patio enlosado, y a través del césped esmeralda, más allá del polvoriento sendero, las cuadras de ladrillo bermejo oliendo a heno, y estiércol y sudor de caballo. ¡Cuánto le gustaba ese lugar! Por una razón u otra le recordaba Inglaterra. No como ese otro nuevo de Gin Lañe, allá en la Isla. Pues bien, su padre había vendido la casa antigua poco después de que muriera su madre para pagar dos millones y medio por la nueva propiedad, situada en una de las calles más famosas de toda América.
Recordó que fue por Pascua, en Connecticut. Ella tenía ocho años. Gelda había traído a algunos amigos suyos con quienes ella no quería estar. Su madre había salido, había ido a la ciudad para hacer algunas compras. Así pues, vagabundeó por la anciana mansión, recorrió las espaciosas y amigables estancias, animadas por los diligentes sirvientes que las preparaban para la recepción de aquella noche. Espiando por la ventana, había visto numerosos coches en la plazoleta de entrada, y descendió la larga curva de la escalera principal hasta la planta baja y allí percibió rumor de voces tras las puertas cerradas de la biblioteca. Puso la mano sobre el picaporte, lo hizo girar y empujó.
—¿Papá?
Efectivamente, allí estaba su padre con un grupo de hombres discutiendo asuntos que no tenían el menor significado para ella.
Él frunció el ceño y dijo:
—Como puedes ver, Justine, estoy ocupado en este momento. —No hizo el menor gesto para acercarse a ella.
—Yo quería sólo hablar contigo. —Se sintió empequeñecida ante aquel círculo de hombres. Uno de ellos se movió nervioso en el sofá, el cuero crujió bajo su peso.
—Ésta no es la ocasión. Tengo que llamar a Clifford. —Esta última frase tuvo la forma de una pregunta, pero no la inflexión.
Ella miró descorazonada a su alrededor.
Su padre alcanzó un cordón y tiró de él. Al poco compareció un sirviente.
—¿Señor?
—Clifford —dijo su padre—, cuídese de que se la tenga ocupada hasta la vuelta de la señora Tomkin, ¿me hace el favor? No quiero más interrupciones. ¿Es que Gelda no ha traído a sus amigos?
—Sí, señor.
—Pues ahí es donde ella tiene su lugar, ¿entendido?
—Muy bien, señor. —El hombre dio media vuelta—. ¿Vamos, señorita Justine...?
Pero ella había salido ya para atravesar corriendo el vestíbulo y marcharse por la puerta opuesta cerrándola de golpe. Pudo oír los pasos presurosos de Clifford en su persecución. A ella le gustaba Clifford. Se pasaba largos ratos haciéndole compañía, simplemente charlando. Pero en aquel momento no tenía ganas de estar con nadie.
Recorrió aprisa el costado de la casa, encaminándose hacia las cuadras, y cuando llegó allí estaba sin aliento.
Tenían seis caballos. Árabes. Su favorito era King Said. Era su cabalgadura a todos los efectos. Pero, aunque las niñas fueran ya buenas amazonas, no se las permitía montar los animales, ni siquiera visitar las cuadras, sin la compañía de un adulto.
Dicha prohibición le importó poco a Justine en aquellos momentos. Marchó por el pasillo central lleno de paja hasta la casilla de King Said. Le llamó por su nombre y aparentemente el animal la entendió, pues dio un leve resoplido y pateó un poco; sus ganas de galopar eran inconfundibles. Sacó la testa y la agitó arriba y abajo. Su poderoso cuello se proyectó más allá de ella; su sedosa capa relució. Ella quiso alcanzarle con la mano para acariciarle, pero no lo consiguió.
Entonces se le ocurrió abrir la puerta. Cuando estaba corriendo ya el cerrojo de hierro, Clifford la alcanzó.
—¡Ah, señorita Justine, no debe hacer usted nunca, nunca más eso...!
Pero ella se le lanzó a los brazos y lloró inconsolable contra su pecho.
El regreso a Nueva York había presagiado un bache en su vida. Agobiada por una ansiedad que no podía dominar, se acogió al análisis desesperadamente. Al principio no pareció servirle de ayuda alguna. Pero esto era una apreciación injusta. Después de todo el examen tuvo suma subjetividad, y quizás estuviera demasiado desanimada para percibir algún cambio, fuera ínfimo o no. Era como estar tendida en la cama sin dormir, mirando por la ventana hacia levante mientras la noche persistía tenaz, consultando su reloj, sabiendo que el alba no estaba lejos pero sin percibir la menor señal de luz. Todavía no.
Viéndolo de forma retrospectiva, era verdaderamente un tiempo de economías. Ella no tenía trabajo ni supo afrontar esa situación, pero empezó a dibujar bocetos volviendo al oficio que le gustaba años atrás. Paulatinamente fue formando una carpeta de proporciones corrientes y por fin se sintió dispuesta a salir.
La cosa no resultó tan mal como ella pensaba —se pasaba las noches sin dormir, aterrorizada, antes de cada entrevista—, y consiguió un empleo en la segunda de las agencias adonde acudió. Mas descubrió pronto que el hacer un trabajo de su gusto no era suficiente (¿sabría ya por entonces que estaba curada?). Y, desde luego, supo cuál era la explicación. Pero el verse complicada otra vez en amoríos, le resultó intolerable.
Fue entonces cuando descubrió la danza. Una noche visitó una escuela con una amiga suya y se enamoró al instante de ese arte. A raíz de aquello canalizó su energía sobrante dentro del cuerpo, adoró el concepto de ritmo controlado, la dualidad de tensión y relajamiento que le procuraba la danza.
Ahora bien, no fue sólo el baile lo que la fastidiaba, sino también su preludio. El instructor era un fervoroso partidario del t'ai chi como ejercicio de precalentamiento. Una vez asimilada esa noción fundamental, Justine descubrió jubilosa que podía moverse virtualmente en cualquier área de danza que eligiera, desde la más moderna hasta el ballet.
Cuando había practicado ya más de un año, su instructor le dijo:
—Mira, Justine, si tú hubieses empezado la danza cuando eras niña, hoy serías una gran bailarina. Te lo digo únicamente para darte una idea exacta del lugar que ocupas ahora. Eres una de mis mejores discípulas porque es sensitivo no sólo tu cuerpo sino también tu espíritu, que está impregnado de danza. Ahí alienta la grandeza, Justine, pero es imposible contrarrestar el avance del tiempo.
Ella se llenó de orgullo y felicidad. Pero tan importante como eso fue el hecho de que supiera el porqué. Por primera vez en su vida sintió que tenía dominio de sí misma. Que no iba de acá para allá respondiendo a los caprichos del mundo. Aquí tenía al fin un control firme que ella misma pudo pulsar, que tenía significado real para su entendimiento.
Al cabo de un mes, dejó su empleo de jornada completa en la agencia y emprendió el negocio por su cuenta. La agencia seguía necesitándola y ella se acomodó a eso. Pero tenía plena libertad para escoger los trabajos que prefiriera. Y se encontró con que seis meses después de haberse establecido, estaba ganando en forma de facturas una cantidad tres veces mayor que su antiguo salario.
Fue entonces cuando se encaprichó por la casa en West Bay Bridge.
Y cuando conoció a Nicholas.
No puedo hacerlo, no puedo.
Se levantó y salió dando tumbos del baño, atravesó el vestíbulo con las manos por delante, palmas hacia fuera como una ciega, tanteando su camino a través de la casa. En el salón se dio un topetazo contra la burbujeante pecera. Allí nadaban todos los brillantes habitantes de las profundidades, parsimoniosos como bajo los efectos de la anestesia —ciegos, sordos y mudos—, tan bellos y maquinales como la vegetación que ascendía hacia la brillante superficie. Sintió que le asaltaba otro golpe de náuseas y, girando a medias, tomó la dirección de la entrada.
No puedo aceptar ese compromiso. No puedo confiar en él. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, mi Dios!
Se tambaleó bajo la lluvia, tropezó con los escalones de madera, cayó de rodillas sobre la arena mojada. Era como una pasta pegajosa adhiriéndose a ella diligentemente.
A duras penas se puso en pie, recuperó el equilibrio y corrió sin parar hasta casa.
No mucho después Nicholas volvió del lugar de la playa donde se había encontrado el segundo cadáver.
—Fue un solo tajo. ¿Comprendes?
Así lo dijo Vincent por teléfono.
¡Claro que lo comprendía! Era el tajo de una katana.
El cuerpo de piel blancuzca estaba cercenado oblicuamente desde el hombro derecho hasta un punto situado sobre la cadera izquierda. Un mandoble, un corte con la hoja más fina que jamás se viera. Podía rajar fácilmente una armadura; la carne y el hueso eran como papel para una katana blandida por un maestro esgrimidor. Hojas antiquísimas habían sido preservadas durante miles de años por generaciones sucesivas de guerreros sin perder ni un ápice de su filo o eficacia original; e incluso hoy día ningún arsenal del mundo podía jactarse de poseer un arma tan magnífica como una katana japonesa.
Así fue como murió el segundo hombre. Ahora yacía tal como se le había encontrado: acunado entre las olas moribundas y la arena. No había estado mucho tiempo en el agua. Se podía descartar tranquilamente la posibilidad de que hubiese muerto ahogado.
Pero ahora tendrían que revisar a fondo sus conclusiones. Sin duda Barry Braughm no había sido el único blanco del ninja. Mas en la superficie nada parecía relacionar a las dos víctimas. Este hombre era un obrero de «Lilco», la gran compañía eléctrica de Long Island, un trabajador originario de la clase media baja. Nada en común, nada de nada.
Y, no obstante, el ninja seguía libre, todavía matando.
Ya dentro de casa, Nicholas se despojó del chubasquero caqui, los zapatos de goma y los vaqueros, subidos hasta la rodilla, estaban empapados. Pero eso carecía de interés para él. Su pensamiento se ocupaba sólo de Justine y de la cosa que se había estrellado contra la ventana de la cocina en plena noche. No se atrevía a analizar lo que había sido. Además, no tenía sentido alguno. El le había rogado que permaneciera dentro de su casa y no fuera a la suya.
Ella no estaba allí.
Nicholas maldijo por lo bajo, y al regresar por el salón recogió su chubasquero y se encaminó hacia la puerta.
Nadie contestó a su llamada, pero cuando se acercaba por la playa había visto, mirando por las ventanas del dormitorio, unas luces encendidas en la parte trasera de la casa.
Llamó otra vez y, sintiendo ya cierto temor, probó con el picaporte. Éste cedió. Lo hizo girar y entró en la morada.
Se detuvo inmóvil como una estatua en el umbral escuchando y acechando las sombras. Había alguien en la casa; y no era un intruso. Se percató instantánea y simultáneamente de ambas cosas; su adiestramiento no requería ninguna indicación tangible.
—¡Justine! —La llamó por su nombre.
No era exactamente el tajo lo que le inquietaba. Doc Deerforth y Vincent habían pasado por alto lo otro. Por lo menos no le habían atribuido la importancia que tenía. Al inclinarse sobre el cuerpo había tenido la posibilidad de examinar la parte superior del hombro izquierdo. La magulladura había empezado a ennegrecerse. La había tocado. Bajo la carne, la clavícula estaba fracturada. Se había puesto en guardia al instante; no había querido alarmar a los otros, ni siquiera a Vincent. Si el caso era, de hecho, lo que él creía...
Antaño hubo cierto hombre llamado Miyamoto Musashi. Quizás el guerrero más relevante de Japón. Entre otras cosas fundó el Niten o escuela de Dos Cielos —o ryu— de kenjutsu. Allí se enseñaba el arte de esgrimir dos espadas a un tiempo. Otro aspecto de Musashi, conocido como Kensei, Espada Santa, fue que él usaba bokken, espadas de madera —en combate real— aduciendo que lo hacía así porque eran invencibles.
Todas estas cavilaciones conducían a lo siguiente: aquel hombre había recibido dos golpes, no uno, como supusiera Vincent. Uno había sido el tajo de la acerada katana, abriéndolo prácticamente en canal; el segundo, simultáneo, le había roto la clavícula; éste había sido asestado con una bokken.
—Justine, soy yo, Nick. —Ahora se dejó percibir cierto movimiento al fondo de la casa.
Empezó a sentirse como si, habiéndosele espolvoreado con confetti, viera ahora que los papelillos iban cayendo ordenadamente sobre el suelo para componer un dibujo concreto.
Y lo que vio, le hizo estremecerse hasta el tuétano.
Justine se hizo visible, perfilada por la luz detrás de ella. Se deslizó por la puerta entreabierta del dormitorio.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Justine... —Supuso que era ella..., pero no reconoció el timbre de su voz.
—¿Por qué viniste?
—Te dije que permanecieras en mi casa, lejos de aquí. —Intentó no pensar en la cosa negra, peluda y sanguinolenta sobre el suelo de la cocina. También intentó calmarse, desestimar el hecho considerándolo una coincidencia: porque aquello podría ser un animal utilizado por los ninja como una advertencia ritual; no lo consiguió.
—Me dio claustrofobia, si te interesa saberlo. Ya te he dicho que me ocurre a veces.
—Éste no es un lugar seguro.
—¿Qué estás diciendo? Yo estoy muy cómoda aquí. Ésta es mi casa. Mi casa, Nick. —Con la potente luz contorneándola cual una aurora, él no pudo ver bien sus gestos. Pero no lo necesitó.
—No creo que lo entiendas.
—No —replicó ella entristecida—, me temo que eres tú quien no lo entiende. —Dio un paso adelante—. ¿Por qué no te marchas? Por favor.
—¿Qué ha sucedido?
—No..., no hay nada que decir.
—Tiene que haberlo.
—No quiero hablar de ello, eso es todo.
—Ahora tú no eres la única persona que está implicada en este asunto.
—Nadie está implicado, Nick.
—Sabes muy bien lo que quiero decir.
—Sí, lo sé. Por eso lo digo. Sencillamente..., no estoy preparada para una cosa semejante.
—¿Semejante a qué?
—No me obligues a decirlo con todas las letras...
—Sólo quiero saber qué diablos te ha ocurrido.
—Lo que ha ocurrido..., es que tú no me conoces en absoluto. Yo soy así. Cambiante. Errática. —Dio un suspiro—. Vete, Nick. No me hagas una escena.
Él levantó ambas manos con las pahuas hacia fuera.
—Nada de escenas. —Se acercó a ella—. Sólo quiero algunas respuestas.
—Aquí no las encontrarás. En cualquier caso, hoy no. —Y empezó a girar sobre sí misma para volver a la luz.
—¡Espera, Justine! —Nicholas le tocó el brazo.
—¡Aléjate de mí! —gritó ella empujándole con ambas manos. Y luego, más tranquila, bisbiseó—: Aléjate de mí, Nick. Lo digo en serio, Nick.
Dio media vuelta y la dejó plantada allí; una simple silueta.
Clic. Clic-clic. Clic-clac-clic. ¡Hai!
Mientras se movían hacia delante y hacia atrás, a lo largo de una fina línea, el diámetro de un círculo predeterminado, Terry experimentó el temor de un oponente cualquiera por vez primera en su vida.
Como maestro, un sensei, el temor en kenjutsu era una cosa desconocida para él. Hasta aquel momento.
No era miedo a la derrota —incluso se le había derrotado una o dos veces—, aunque él supiera desde los primeros asaltos que aquel hombre podría ganarle fácilmente. No, era algo más sutil que eso. Era la forma en que combatía aquel individuo, aquel Hideyoshi. El estilo resultaba imperativo en kenjutsu; uno podía decir mucho sobre un oponente si observaba bien su modo de luchar. No sólo dónde había estudiado y con quién, sino también, en términos generales, qué clase de persona era. Pues estilo era también filosofía y, por supuesto, religión. Lo que respetaba y lo que despreciaba.
Ahora Terry sintió preocupación porque atisbaba en la filosofía marcial del contrincante una falta absoluta de respeto por la vida humana. Poco antes Ei había dado en el clavo al comentar que el hombre tenía ojos de muerto. Efectivamente, carecían de brillo y eran tan inánimes como el vidrio. Al parecer, detrás de ellos no alentaba nada. Desde luego no se traslucía sentimiento alguno. Y esto inquietó a Terry. Había oído y leído relatos sobre los samurai en el Japón feudal del siglo XVI, desde que Tokugawa pacificara y unificara a los daimyo guerreadores, fundando el shogunado Tokugawa, que duraría doscientos años... Aquellos hombres atribuían poca importancia o ninguna a la vida humana. Eran como máquinas asesinas, empeñados en cumplir los mandatos del amo, sólo leales a él y al bushido. Pero el bushido, aun siendo rígido e inexpugnable, contenía un núcleo de compasión. Núcleo que esos hombres preferían desestimar. Él se preguntaba no pocas veces qué podría haberles inducido a hacerse tan corruptos.
El hecho de que él se enfrentara ahora con uno de ellos, pareció incongruente. Fue como si le hubiesen trasladado de súbito a otra edad. Karma, se dijo Terry.
Saltó a la izquierda, atacando, pero se le paró el golpe. Entonces las dos bokken silbaron en el aire, moviéndose con tal celeridad que a un observador inexperto le parecería que ambos contendientes estaban agitando enormes abanicos, pues así eran de borrosas las evoluciones de sus espadas.
Terry se movió sobre una rodilla, blandiendo su bokken en sentido vertical, mientras que su antagonista empleó el corte vertical. Un esgrimista menos experimentado habría entrado a matar asestando el mandoble con dos manos de arriba abajo. Eso le habría acarreado el desastre, pues a Terry le hubiera bastado adelantarse unos cuantos centímetros para esquivar ese golpe mortal y, a la vez, atravesar con la punta de su espada el estómago del atacante.
Pero el otro dio un salto atrás, por lo que Terry se vio obligado a recobrar el equilibrio para continuar la lucha.
Había habido ya dos asaltos neutros y, como el tiempo convenido tocara a su fin, aquél seria el último. Entretanto, y mientras paraba varios cortes fulgurantes, Terry tuvo la ingrata sensación de que no había visto todavía el repertorio completo de aquel individuo. Y pensó, sincerándose consigo mismo, que su contrincante había estado jugando con él durante los cuarenta minutos que duraba ya el combate.
Sumamente contrariado, asestó una estocada tras otra. Pero en lugar de ir a la contra, la bokken del otro se pegó a la suya como una sombra, manteniendo sin cesar el contacto. En uno de los lances, ambos estuvieron muy juntos frente a frente y, por primera vez, Terry pudo echar una buena ojeada al rostro del otro. Durante una fracción ínfima, quizás una décima de segundo, su concentración mental, su zanshin (es decir, la forma física combinada con la concentración mental y el mantenerse alerta) flaqueó. Adoptando un aire casi despreciativo, el otro apartó con un golpe de muñeca la bokken de Terry. No tuvo tiempo suficiente para reaccionar y, con la bokken del oponente en la garganta, Terry se dio por vencido.
Cuando Justine salió del dormitorio para prepararse una bebida, se acercaba ya la hora del ocaso. Sin embargo, al mirar por las ventanas de la fachada, ella vio sólo densos bancos de nubes grises haciéndose jirones como serpentinas tras una noche de juerga, deshilachándose al impulso de los vientos altos. La luz macilenta robó todo color a la tierra. La arena parecía plomo compacto, amazacotado.
Justine cogió el ron y súbitamente se paralizó, sin soltar el cuello de la botella. Le pareció haber visto una sombra en el porche. Soltando la botella se movió, despacio, hacia la derecha para ampliar su campo de visión. Anduvo más allá de la viga central entre los dos ventanales panorámicos. Las cortinas se agitaron dificultándole la visión. Así pues, avanzó un poco más hacia la izquierda y, apenas lo hizo, se quedó de piedra. ¡La sombra se había convertido en silueta! ¡Allí había alguien!
Sintió una oleada de miedo indescriptible por todo el cuerpo; inconscientemente se llevó la mano a la garganta. Su corazón batió como un martillo mecánico, y entonces ella recordó, de repente, las palabras de Nicholas. Éste no es un lugar seguro. ¿Se habría referido a esto? Ahora deseó haber prestado más atención a lo que él dijera en vez de empujarle y echarle fuera. Ella se había limitado a escuchar sus propias palabras.
Ahora se preguntó, desesperada, si habría cerrado la puerta de entrada después de que él saliera. Pensó que no, pero no pudo asegurarlo. Sin embargo, no se atrevió a llamar la atención moviéndose hacia ella. Tendría que pasar por delante de las ventanas. Quiso hacerlo a gatas, pero la asustó la posibilidad de hacer un ruido por Ínfimo que fuera.
Entonces le vino al pensamiento el teléfono. Sin perder de vista la silueta, retrocedió con suma lentitud. Por fin lo tocó, convulsa, pero estaba tan nerviosa que tiró el auricular al suelo. Se puso de rodillas para recogerlo. Luego marcó el número de Nicholas y, cerrando los ojos, rezó para que estuviera en casa. Cada timbrazo solitario fue un carámbano atravesando su corazón. Notó un frío glacial, y cuando colgaba el hermético auricular observó que se le había puesto la carne de gallina. Abandonó silenciosa el salón, marchando de puntillas como una bailarina, se sentó sobre un brazo del sofá y miró, pasmada, hacia la silueta. Consideró la conveniencia de salir corriendo por la puerta trasera. Pero, ¿y después qué? ¿Empezaría a golpear la puerta de un vecino? ¿Y qué diría entonces? ¿Que le había sobresaltado una sombra?
Repentinamente se sintió de lo más idiota, como una loca desquiciada por los delirios de su propio pensamiento. Y, al fin y al cabo, la silueta no se había movido desde que ella la vio. Podría ser incluso el respaldo de una silla o...
Se levantó y se puso en movimiento sin darse tiempo a reflexionar sobre un posible repliegue. Abrió con ímpetu la puerta y salió al porche. Aunque el aire estuviese saturado de sal marina, la intensa humedad parecía haber remitido un poco. Soplaba una brisa fresca del Este.
Semejando una muñeca articulada, Justine torció el cuello y obligóse a mirar en dirección de la silueta.
—¡Nicholas! —Su propio grito le cortó el aliento.
El estaba sentado al estilo moro, ambos antebrazos descansando cómodamente sobre las rodillas, y contemplaba el horizonte marino.
—¿Qué estás haciendo aquí? —Justine dio unos pasos hasta colocarse a su lado—. ¡Nick! —Se inclinó sobre él—. ¿Qué diablos haces?
—Meditando.
—¿Sobre qué? —Fue una pregunta de lo más natural y, sin embargo, poco lógica quizá, teniendo presente el talante de ella. Hubiera sido más racional el decirle: «¿No podrías hacerlo en otra parte, lejos de mí?» Mas Justine se abstuvo y eso la sorprendió. No la maravilló menos el hecho de que al encontrarle allí como un guardián de su casa —verdaderamente de su seguridad personal— en vez del supuesto irruptor, su ansiedad se desvaneciera tan aprisa como un mal sueño. ¿Y qué quedaba en su lugar?
Mientras cavilaba sobre eso, oyó que él decía:
—Ahora tendré que contártelo.
Justine reaccionó mejor de lo que cabía esperar. Pues aquello fue equivalente más o menos a decirle: tienes cáncer.
—¿Estás seguro? —preguntó.
—No te lo habría contado si no lo estuviera. Tampoco puedo afirmar que lo entienda del todo, pero ese golpetazo bestial que reventó tu ventana, no tuvo nada de casual. Fue una advertencia ninja.
—Tal vez yo esté despistada —dijo ella, afectando naturalidad—, pero, ¿no dijiste antes que un rasgo característico de los ninja es el de golpear sin previo aviso?
Él asintió.
—Sí, así ocurría..., casi siempre. Sin embargo, cuando se daban ciertas circunstancias..., por ejemplo, una rivalidad cruenta, o una orden específica o la tendencia frecuente entre los ninjas a alardear de invencibilidad..., se divulgaba un aviso ritual.
—Pero esto es disparatado —protestó Justine—. ¿Qué puede tener contra mí un ninja? Jamás ha habido conexión... —Aquí hizo una pausa, pero él no dijo ni palabra, esperando que ella misma lo dedujera por sí sola. No creyó que fuera preciso ayudarla.
Justine se levantó del sofá y paseó nerviosa por la habitación haciendo chascar los dedos. Al fin hizo alto ante el bar, y se sirvió una generosa ración de ron blanco con hielo, sin ofrecerle otra a él; estaba demasiado absorta.
Luego caminó de nuevo hacia el sofá, tomando pequeños sorbos.
—Sólo se me ocurre una cosa —murmuró, todavía algo insegura.
—Veamos si ambos hemos llegado a la misma conclusión.
—Mi padre.
—Tu padre —dijo como un eco Nicholas—. Raphael Tomkin. —Diciendo esto se levantó para servirse por su cuenta una lima—. ¿Qué sabes tú sobre sus negocios?
Justine se encogió de hombros.
—Lo siento, pero no mucho más que cualquier otro. A decir verdad, nunca me interesé demasiado por ellos. Datos elementales, ya sabes. El petróleo es el principal sustentáculo. La corporación es multinacional. A eso se reduce más o menos todo mi saber.
—En otras palabras, no mucho.
—Ya te lo advertí —respingó ella.
—Está bien, está bien. Dejemos eso por el momento. Ahora...
Pero Justine se había llevado ya un largo dedo índice a los labios.
—No, Nick. No me preguntes. Ahora, no. Dejemos las cosas como están. Por favor. ¡Por favor!
Nicholas la miró a los ojos mientras se preguntaba qué le habría pasado inadvertido. Quizá nada..., o tal vez todo. Y él no lo quiso así. Pero, como ahora la deseara más que nunca, se hacía necesario un compromiso. Sería uno algo incómodo en el mejor de los casos, él lo sabía. Hablar era siempre preferible a no decir nada; ahí estribaban todas las relaciones humanas. Y no obstante..., quizás ella tuviese razón después de todo y éste no fuese el momento oportuno. Mientras cavilaba así, vació de un trago la mitad del vaso.
—Y ahora, ¿qué vamos a hacer?
«Excelente pregunta», pensó Nicholas, mirándola. El ninja se proponía matarla, eso parecía dar lugar a muy pocas dudas. Él lo clasificó ya como un dato concluyente, aunque no se pudiera descartar la importancia del móvil. Pero, como no tuviese respuesta inmediata a eso, decidió dejarlo a un lado de momento. Lo que le interesó verdaderamente fue la naturaleza de aquel ninja. Por lo pronto se le antojó ya bastante raro el encontrarse con un ninja de corte moderno, aun cuando él mismo dijera a Vincent y a doc Deerforth que un número indeterminado de ellos operaban clandestinamente como agentes independientes en las altas esferas. Pero el dar con un adepto de la escuela Niten era un hecho sobremanera alarmante. Entre todos los estilos kenjutsu, éste resultaba ser el más difícil de dominar y, por ende, podría ser indicativo de otros elementos. Había varios tipos de ninja, como Nicholas sabía muy bien. ¿Sería sólo una coincidencia?
—Lo único que puedo hacer por el momento es quedarme contigo.
Justine asintió. Extrañamente, eso no la atemorizó. De hecho fue todo lo contrario. Empezó a sentir incluso cierto relajamiento. «Lo necesito —pensó—, bien lo sabe Dios. Sí, lo necesito.»
De improviso se sintió mucho mejor.
Doc Deerforth estaba soñando. Se balanceaba levemente en la hamaca colgada entre dos pilares de su porche. El murmullo delicado e insistente de la lluvia le había arrullado hasta dormirle.
Soñaba con una floresta, reluciente como una inmensa esmeralda, rezumando humedad. Pero aquélla no era una morada de placer o belleza. Al menos, no para él. Pues él corría desesperado entre arbustos inextricables, y cuando volvía a ratos la cabeza para atisbar temerosamente detrás de sí, tenía un vislumbre de la aborrecible bestia que le perseguía sin tregua. Era un tigre. Pese a sus tres metros de longitud, el monstruoso animal parecía moverse sin esfuerzo por la intrincada espesura que, a su vez, parecía querer aplastarle. Sus músculos macizos funcionaban con asombrosa fluidez bajo el lustroso pelaje a rayas. Algunas veces la mirada de doc Deerforth se cruzaba con la de su enemigo. Aquellos ojos despedían un fulgor verdoso en la noche, iluminando el camino ante ellos cual lampiones de luz mortecina. Sin embargo, no tenían la forma de ojos felinos, sino el óvalo inconfundible —incluso con repliegues epicánticos— de unos ojos humanos: japoneses, para ser más específico.
Eran los ojos del ninja a quien doc Deerforth encontró en el escenario selvático de Filipinas poco antes de concluir la guerra.
Ahora él veía su camino obstruido por una enorme acumulación de bambúes. A donde quiera que mirase no descubría ningún paso despejado hacia delante. Fue entonces cuando, al volver la cabeza, vio que aquella bestia humana abría sus fauces y de allí surgía a raudales una llama ardiente, que le envolvía en una sustancia gelatinosa y 1e picoteaba como un avispón. Él se retorció y se golpeó e cuerpo para librarse de aquella materia abrasadora, que se le adhería como si fuese sensitiva. Entretanto a él le había crecido una segunda piel: una excrecencia maligna que empezaba a corroerle la carne. Simultáneamente su propia epidermis se abarquillaba y chamuscaba, dejando al descubierto tendones y nervios. Eso fue todo cuanto quedó cuando la sustancia comenzó a horadarle los huesos reduciéndolos lentamente a polvo. Mientras tanto, el tigre con la faz de ninja no cesaba de hacerle muecas. Y cuando vio que a él se le escurrían las últimas energías como si estuviese expeliendo su vida por vía urinaria, levantó la zarpa derecha. En realidad era un brazo humano amputado a la altura del codo. Arriba la piel era negruzca, sin músculos sustentadores, el brazo —lo que restaba de él— carecía de carne, como si alguna explosión horriblemente súbita lo hubiese vaciado. Pues bien, el tigre con faz de ninja alzó ese miembro como si dijera, «fíjate bien y recuérdalo». Dentro del brazo se vio un tatuaje, un número de siete cifras. Campamento, pensó él una y otra vez. Campamento, campamento, campamento. A todo esto él era ya una medusa, había perdido toda calidad humana, incluso su herencia de los simios. Ahora fluctuaba en una selva insólita, cuando el hombre era todavía parte de los mares grávidos, antes de que apareciera la chispa, antes de que el primer pez se encaramara al borde de su mundo y se convirtiera en anfibio, antes de que la Tierra fuera habitada. Él iba a la deriva, junto con un implacable enemigo, por aquella mar selvática.
—¡Fíjate, fíjate, fíjate! —clamó la bestia, acercándose a lugar donde él se debatía indefenso entre las olas, expuesto a los más insospechados albures.
—¡No, no! —gritó la medusa—. [Destruirás a todos y cada uno! ¿Acaso no lo ves? —Pero, haciendo caso omiso, el tigre humano se abalanzó sobre él—. Hago esto por mi...
Doc Deerforth se despertó con un respingo. Se encontró bañado en sudor, y la camisa de algodón toda retorcida a un lado, de tal modo que le pareció más bien camisa de fuerza. Al parecer, la lluvia había cesado mientras él dormía, pero el agua goteaba todavía de los aleros haciéndole rememorar el mar tenebroso y la medusa, el ninja y el aniquilamiento.
Terry estuvo a punto de morir atropellado mientras hacía el recorrido para reunirse con Vincent. No le dio importancia al incidente porque estaba demasiado absorto en sus pensamientos.
Caminando por la Calle 46, bajó luego de la acera en la Sexta Avenida cuando cavilaba profundamente sobre Hideyoshi. Se había citado con Vincent en el «Michita», un pequeño restaurante japonés de la 46, situado entre las avenidas Sexta y Quinta. Aquel local, administrado al estilo tradicional —bar sushi y habitaciones tatami—, estaba abierto las veinticuatro horas del día porque servía a muchos hombres de negocios japoneses recién llegados al país y rigiéndose todavía por la hora de Tokio. Era un refugio predilecto para Nicholas, Vincent y él mismo, porque allí todos se sentían como en su casa.
Cuando estaba en la acera y con el semáforo cerrado, casi le arrolló un vetusto y estrepitoso taxi que venía lanzado por la avenida. Los estridentes bocinazos le arrancaron de su ensimismamiento, haciéndole saltar hacia atrás y encaramarse a la acera entre rechinamientos de frenos y vehementes juramentos del conductor, un sujeto obeso de greñas lacias.
—¡Jodido paleto! —oyó que le gritaban mientras el taxi pasaba rozándole. Sintió la brisa fría de su paso y le vio alejarse a toda marcha.
Sin embargo, aquel pequeño percance no le hizo perder el hilo de sus cavilaciones. Mientras él había estado preparando su bokken para el combate allá arriba en el dójõ, había observado atentamente las evoluciones de aquel sujeto, primero con el aikido y luego con el karate, sorprendiéndole no poco su agilidad y fortaleza. Pues a los pocos minutos había resultado evidente que el sujeto superaba con mucho en materia de estrategia a los instructores. Desde su inauguración, el aojó había adquirido prestigio como una de las instalaciones mejor dotadas no sólo de América, sino del mundo entero. Eso se debía en gran parte a la sagacidad de Terry para seleccionar sensei. Allí todos los instructores eran maestros de categoría excepcional en sus respectivas especialidades. Y el haber visto con cuánta facilidad se los había burlado, resultaba alarmante. Tanto fue así que, al cruzar la sólida puerta de hierro y madera de pino del «Michita», Terry se preguntó si no sería conveniente hablar a Vincent sobre la visita de Hideyoshi.
Apenas abandonó el aojó, Eileen se fue de compras. Atravesó la ciudad hasta «Bloomingdale's», en donde adquirió varias piezas de ropa interior. Cediendo a un capricho se llevó también una botella de colonia que deseaba probar desde hacía algún tiempo. En el camino de vuelta hacia casa de Terry, se detuvo ante un almacén de bebidas y compró una botella de «Dom Pérignon» 1970.
Aún había luz cuando Eileen llegó al apartamento de Terry. Metió el champaña en el frigorífico y echó los paquetes de «Bloomingdale's» sobre la ancha cama. Después volvió a la cocina, puso a cocer cuatro huevos para el caviar y verificó el número de cebollas y tostadas.
Luego atravesó el espacioso dormitorio y entró en el cuarto de baño; allí abrió la ducha y se desnudó. Cuando se disponía a meterse en la bañera, recordó algo. Sin tomarse la molestia de cubrirse con una toalla, volvió al salón y puso un disco en el tocadiscos; subió el volumen para poder oír la música bajo la ducha.
Cantó mientras el agua la fustigaba, oyó el sonido distante de la música como si lo escuchara desde el otro lado de una cascada. Imaginó estar en una isla tropical, disfrutando con el agua azul turquesa de una laguna desierta. Se lavó el pelo y se enjabonó el cuerpo gozando de la deleitable suavidad contra su piel.
Por fin cerró el grifo y salió, secándose primero el pelo. Luego se colocó desnuda ante el inmenso espejo de Terry y se contempló con aire crítico. La enorgullecía su cuerpo. Tenía una piel delicada y limpia, una carne firme a pesar de su edad. El cuello era largo y esbelto, los hombros semejaban los de una muñeca de porcelana. Los pechos, de encantadora curva, conservaban todavía toda su tersura y firmeza, los pezones eran oscuros y largos, la cintura estrecha, las caderas se curvaban con suavidad. Pero lo que más la enorgullecía eran sus piernas. Dos extremidades largas y prietas con músculos tensos y flexibles, tobillos finos y pies pequeños. Observó el juego de sus músculos mientras se frotaba la piel húmeda con la mullida toalla azul y verde. Los pezones se le pusieron erectos al áspero contacto, y ella sintió un principio de enardecimiento, como si presintiera la llegada inmediata de Terry. Adoraba que las manos de él le acariciaran su cuerpo, pues ¡eran tan tiernas y sabias! Aborrecía la bronquedad. Y Terry sabía muy bien que a ella le gustaban esos escarceos iniciales casi tanto como el sentirlo dentro cuando ambos se movían al unísono. Eileen percibió que el sonrojo se extendía por todo su cuerpo a medida que el pensamiento la hacía profundizar en el tema. Se imaginó que Terry había vuelto ya a casa y se movía por la sala preparando el caviar y el champaña. Soltó repentinamente la toalla para frotarse con una mano los pezones y hurgarse suavemente con la otra entre los muslos.
Al poco lanzó un profundo suspiro y entró en el dormitorio. Acercóse a la cama y se inclinó para abrir el bolso. Sacó la botella de colonia «Chanel N.° 19», la abrió y se humedeció la resplandeciente piel. Luego, se puso el teddy de seda color crema que se había comprado, recreándose con el contacto sensual del tejido. Así sería como la vería Terry cuando llegara.
Dio media vuelta hacia la puerta abierta y frunció el entrecejo. Más allá todo era penumbra, y aunque fuera ya de noche —el ocaso había tocado a su fin mientras ella se duchaba—, estaba segura de haber encendido la luz allí cuando llegó. ¡O tal vez no lo hubiera hecho! Se encogió de hombros y atravesó el umbral.
A mitad de camino hacia la pequeña lámpara de porcelana sobre el velador, junto al sofá, se detuvo para volver la cabeza. Aunque pareciera extraño, creyó haber percibido cierto movimiento en la habitación, a su izquierda. Pero vio tan sólo sombras densas, amazacotadas. Fuera, un gato maulló dos veces como si le estuvieran desollando vivo, luego llegó claramente, a través de la pared, un breve estruendo metálico, tapaderas de basuras cayendo sobre el cemento del callejón. La música continuó sonando. Henry Mancini. Una melodía entre dulzona y amarga, con que daba fin esa cara del disco, como ella sabía muy bien. ¡Mancini era tan romántico...!
Eileen se aproximó al velador y movió el interruptor; en ese instante se apagaron las luces del dormitorio. Ella giró sobre sus talones y durante unos segundos le pasó inadvertido el hecho de que la lámpara no se hubiese encendido. La música concluyó, y ella captó claramente los sonidos casi inaudibles del brazo mecánico volviendo a su lugar y el plato deteniéndose. Luego, oyó sólo un sonido muy próximo y, por fin, se dio cuenta de que era su propio resuello.
—¿Hay alguien ahí? —inquirió, sintiéndose sobremanera estúpida.
La ausencia total de ruidos le pareció mucho más espeluznante que si se hubiese oído una voz dando respuesta. Bajó la vista, miró la esfera fosforescente de su reloj y todo cuanto se le ocurrió pensar fue que Terry no tardaría en volver a casa.
Como si se sintiera atraída por lo desconocido, atravesó despacio el salón hasta quedar inmóvil sobre el umbral del dormitorio. Escudriñó el interior intentando penetrar las penumbras: allí, en la fachada posterior del edificio, las cortinas estaban echadas, los árboles del patio trasero se interponían detrás de las ventanas cerradas, y el dispositivo del acondicionador de aire interceptaba la luz procedente de las casas vecinas.
Eileen fue al cuarto de baño y palpó, a lo largo de la pared, en busca del interruptor. Pero antes de dar con él, oyó el «clic» del tocadiscos de la habitación contigua, y, tras una breve pausa, el piano de Mancini y el contrabajo iniciando un dueto de jazz. La batería se unió pronto a ambos, y luego la cuerda. Lo último fue el lamento del saxo, una voz casi humana entre la miríada de instrumentos. Aquella música estaba llena de tensión.
Eileen se volvió hacia la puerta, no pudo ver más allá de ella. Algo o alguien bloqueó su campo de visión. Dio un paso hacia delante y lanzó un grito sofocado al sentir que algo se proyectaba hacia ella en un movimiento borroso y se arrollaba alrededor de su muñeca derecha.
Cayó hacia atrás dando voces inarticuladas. Alzó el brazo en un intento de liberarse, pero aquella cosa —fuera lo que fuese— se le adhirió silenciosa, inexorable; la presa en la muñeca se acentuó hasta que ella temió por la integridad de sus huesos.
—¿Qué quiere usted? —preguntó inútilmente—. ¿Qué quiere? —Su mente, embotada por el pánico, no tenia ninguna otra ocurrencia. Fue como si la noche se hubiese convertido, por arte de magia, en un ser sensitivo.
Notó el borde de la cama contra las corvas y, como si esa barrera sólida la hiciese volver a la realidad, concentró todas sus fuerzas y se proyectó hacia delante. Ella no creía en fantasmas, no creía que los kami de sus antepasados fuesen objetos tangibles capaces de apresar a los vivos. Así pues, abrió la boca y enseñó los dientes, preparada para morder la cosa que la estaba aprisionando, fuera lo que fuese.
Percibió la solidez de la presión ejercida ante sí e intentó largar una dentellada. Pero en ese instante una fuerza descomunal le echó la cabeza hacia atrás, haciendo entrechocar dolorosamente sus dientes.
—¡Oh, Dios mío!
Oyó sus propias palabras como si llegaran de otro mundo.
De improviso se encontró mirando a un rostro. La cabeza estaba enfundada, al igual que el cuerpo, en un tejido negro de color mate. Una capucha muy ceñida y una máscara que dejaba sólo al descubierto los ojos. Éstos, distantes apenas diez centímetros de ella, semejaron piedras negras en un estanque.
—¡Dios mío! —Así, arqueada hacia atrás y atenazada por una presa de la que no podía escabullirse, se sintió enormemente vulnerable, y esto fue lo que más la asustó.
Cuando él cambió de posición, lo hizo con tal celeridad que Eileen no tuvo tiempo de gritar siquiera. Ella notó sólo cómo se desplazaba la presa, se creyó en poder de alguna fuerza elemental, cual un torbellino, una fuerza de la Naturaleza. Pues ningún hombre, ningún ser humano, podría tener semejante pujanza.
Allá donde los dedos enguantados se hundieron en su cuerpo, le parecía que la carne se disolvía y el hueso, debajo de ella, se pulverizaba. Súbitamente se escapó todo el aire de sus pulmones, como si la hubiesen lanzado al fondo insondable del océano. Sus entrañas se licuaron. La muerte se cernió por doquier como el espectro de un enorme cartel. Agobiada por las náuseas, intentó vomitar. Dio algunas arcadas patéticas contra el freno aplicado a su garganta. Luego, intentó tragar y tampoco pudo. Las lágrimas le nublaron la vista. Parpadeó desesperada, empezó a asfixiarse con su propio vómito.
Ahora aquel rostro aparecía muy próximo al suyo, pero fue como si la atacase un objeto inanimado al que se insuflara vida de repente. Ella no pudo oler ni ver nada; no tuvo ningún indicio que le permitiera entrever los propósitos o las urgencias del atacante. Siguió forcejeando simplemente para poder tragar y por fin lo consiguió, se dio un breve respiro. Pero ahora vio ante sí la pendiente ladera al sur de Japón, en donde ella estuviera, siendo niña, durante los últimos días de la guerra. Vio tan claramente, como si estuviera allí otra vez, los majestuosos pinos meciéndose con el viento del Este, la sarta de sokaijin subiendo penosamente la larga pendiente, una fila maltrecha, una serpiente exhausta que no parecía tener principio ni fin, meramente un cuerpo inmenso e indefinible. Ella rememoró también el zosui, aquel estofado de vegetales que fuera su último alimento durante algún tiempo; notó con intensidad ese sabor en el paladar mientras que el aroma de los nabos montañeses le llenaba la nariz. Jamás se hubiera creído capaz de recordarlo con tamaña precisión; evidentemente, la naturaleza humana se prestaba más a evocar el placer que el dolor.
Hubo un movimiento súbito sobre ella y, al instante, su teddy se hizo jirones, dejándola desnuda. Terry ocupó ahora su mente, porque ella estaba segura de que aquel ser estremecedor se proponía violarla; el saber secretamente cuál era el móvil de la extraña presencia, la indignó y tranquilizó a un tiempo. La muerte pareció quedar en segundo plano, fue una visitante del festival, no la invitada de honor.
Eileen notó sobre sí el cuerpo del individuo, ni caliente ni frío, más bien algo entremedias. Lo suyo no era carne tampoco mármol. Ella se sintió como si la alzaran para colocarla dentro de una cuna..., una posición familiar.
Cerró las piernas, cruzó los tobillos, se propuso todavía resistir. Cuál no sería su sorpresa, su horripilante sorpresa, al notar que él le aferraba la espesa melena y tiraba de ella mientras la retorcía con una mano hasta convertirla en una larga soga.
Ella miró hacia arriba, más allá de su frente. Tuvo suficiente luz para verla: allí estaba tiesa, recta como una espada y más negra que la noche.
Entonces descendió, manejada por él, y se le arrolló alrededor del cuello. Luego empezó a tensarse sobre su garganta como un nudo corredizo, y sin embargo, ella no adivinó lo que estaba a punto de suceder. Pero mientras luchaba por cada aliento, las aletas de la nariz palpitantes porque él seguía cubriéndole la boca con la otra mano, comprendió que su cuerpo no era el objetivo inmediato del asaltante. ¿Será un tipo duro? ¿Tardará en enardecerse? Su mente era como un estanque lleno de anguilas escurridizas analizando monstruosamente esos interrogantes obscenos mientras sus pulmones se quedaban poco a poco sin aire.
¡No! ¡Por favor! ¡Viólame pero no me mates! ¡No lo hagas! Por favor! Eileen intentó gritar lo que había expresado con el pensamiento, pero las palabras surgieron como unos gruñidos animales que sirvieron solamente para acrecentar su terror. Fue como si la inhumanidad del individuo la hubiese desprovisto a ella de su humanidad.
La soga de cabello negro se fue tensando a medida que él tiraba arqueando la espalda, justamente como si estuviese copulando con tremenda violencia. Los músculos de la garganta apresada se contrajeron en un espasmo, sin que ella pudiera evitarlo; los pulmones le ardieron como si los hubiera invadido una materia corrosiva. Esto no puede sucederme a mí, pensó ella. No puedo morir. ¡Ni quiero! ¡No, no, no...!
Entonces luchó angustiada, luchó para realizar la más elemental de las funciones que se le había hecho tan difícil como el escalar una montaña. Cada aliento requirió una batalla desesperada.
Ella se defendió como una tigresa, clavándole las uñas, golpeándole, usando rodillas y muslos para quitárselo de encima, para disuadirle de su propósito monomaniaco, pero todo fue tan inútil como el luchar contra una pared de ladrillo. Se sintió desvalida frente a aquel ser. Él era algo ajeno a los vivientes. Era la muerte misma.
Mientras se ahogaba con su propio vómito, que acudía de nuevo como un tsunami inexorable, mientras sus pulmones se llenaban de fluido, mientras pugnaba aún por la vida, Eileen oyó claramente sobre su cabeza el silbido abrupto, diabólico, y, mirando al cielo, vio la sombra del bombardero solitario que se aproximaba como un eclipse inesperado navegando delante del sol. vio que una parte de él se desprendía y caía hacia tierra como si hubiese defecado, despreciativo, sobre el Imperio Flotante, para abrirse poco después como una flor negra en el radiante cielo blanco y azul.
Conmoción. El calor abrasador del infierno. Luminosidad aniquiladora como si explotasen diez mil soles. ¡Ah, pobre patria mía!
Cenizas arrastradas por el viento candente.
Terry dijo sayonara a Vincent desde la ventanilla abierta del taxi. La lluvia caída durante el día no había librado a la ciudad del calor bochornoso, húmedo, propio de la canícula. Aquello le recordó Tokio.
—Te telefonearé pronto —dijo a Vincent.
—Conforme. Si se te ocurre algo, házmelo saber. —Vincent se acodó en el alféizar.
Terry se rió.
—Sigo creyendo que tú y Nick estáis desorbitando este asunto.
—No hemos sido nosotros quienes fabricamos ese veneno, Terry —replicó muy serio el otro—. Ni hemos inventado la herida de katana.
—No sé, amigo. Hay un montón de dementes en esta ciudad. Y, de todas formas, ¿qué papel representaría aquí un ninja?
Vincent se encogió de hombros al no ocurrírsele una respuesta aceptable.
—¿Lo ves?
—¡Eh, Mac! —gruñó el taxista volviendo la cabeza—. El tiempo es oro y yo no dispongo de toda la noche. Si usted quiere parlotear, ¿por qué no lo hace en la acera, eh?
—Okay —dijo Terry—. Salgamos volando. —Torció un poco la cabeza, sonrió y saludó con la mano a Vincent cuando el taxi arrancó.
Después de dar su dirección al chófer, se recostó en el asiento. Sin poder explicarse el porqué, lamentó no haber contado con más detalle a su amigo la aparición de aquel visitante en el aojó. Supuso que lo habría hecho si no hubiese estado tan obsesionado con ese caso que se le había endosado a Vincent. Nadie como él para sacar jugo de eso.
Ese tipo de misterios encajaba perfectamente con su mentalidad. Terry sospechó que Vincent se moría de tedio. No porque su trabajo fuera mortífero..., bien sabía Dios que entrañaba suficiente misterio para retener su atención. No, era más bien que América empezaba a aburrirle. Quizás él deseara volver a casa.
Sus pensamientos se volvieron hacia Eileen, que le estaría esperando en casa.
«Al fin hemos despejado todos los obstáculos. La paciencia, como solía decirme mi maestro, es con frecuencia una de las armas más importantes. Tú eres demasiado impetuoso, muchacho. Reduce la velocidad y disfruta del ritmo que tú mismo te marques.» De pronto recordó el caviar.
Inclinándose hacia delante, acercó la boca a la rejilla del grueso y maltrecho tabique de plástico entre él y el conductor.
—¡Eh! —llamó—. Olvidé una cosa. Necesito detenerme en la «Russian Tea Room» antes de seguir a la dirección que le he dado.
El conductor lanzó algunas maldiciones y sacudió la cabeza.
—¡Ésta es mi noche de suerte, vaya que sí! ¿No podría habérmelo dicho antes, amigo? Ahora tendré que regresar a la Novena y atajar por..., ¡para caer justamente entre los dientes de la circulación! —Hizo girar el volante y, entre un chirrido de las ruedas del taxi, dio media vuelta en pleno vuelo. Le respondió un concierto de bocinazos mezclado con alaridos y chirridos de freno. El conductor de Terry se asomó por la ventanilla y apuntó con el dedo corazón hacia el cielo—. ¡Que os den por el culo, hijos de puta! —berreó—. ¿Por qué no aprendéis a conducir, so maricones?
En el camino hacia la «Russian Tea Room», Terry sacó papel y lápiz y escribió, casi sin darse cuenta, el nombre Hydeyoshi. Debajo de él, Yodogimi, y por último Mitsunari. Cuando terminó miró fijamente lo que había escrito, como si hubiese descubierto unas extrañas inscripciones en la ladera de un cerro.
El taxi se detuvo bruscamente y el chófer se volvió hacia él.
—Hágame un favor, Mac. No me deje aquí plantado tocándome los cojones. ¿Comprende lo que quiero decirle?
Terry se metió papel y lápiz en el bolsillo y se apeó, presuroso.
Tardó pocos minutos en solucionar la cuestión con el maitre y, después de pagar sus dos onzas de beluga fresco, regresó al taxi. El conductor arrancó como si les persiguieran unos atracadores.
—Hoy día nunca se sabe —farfulló, echando una ojeada a Terry por el retrovisor—. ¿Comprende lo que quiero decir? A veces entran en el taxi unos tipos que parecen de buena ley. Luego, te piden que pares en tal o cual sitio y se pierden. Yo no podría encontrarlos ni con un batallón, ¿comprende lo que quiero decir? Hace años aún era posible distinguirlos; hoy ya no. ¿Quiere que vayamos por el parque?
—¿Por qué no? —dijo Terry—. Será un paseo agradable.
El rodeo no les hizo perder mucho tiempo. El parque, silencioso como una tumba, pareció ser ajeno a las resplandecientes edificaciones circundantes, prístino entre las tinieblas.
Subió aprisa las largas escaleras de piedra, silbando para sus adentros, y cuando se acercaba al descansillo del tercer piso percibió ya levemente la música de Mancini, que se filtraba por la puerta de su apartamento. Sonrió para sí sintiéndose alegre y confiado. Ei adoraba a Mancini.
Hizo girar la llave en la cerradura y entró.
Adivinó al instante que debía dirigirse hacia el dormitorio. Cerró de golpe la puerta y se hizo una oscuridad absoluta; agazapado, rodando sobre sí mismo y gateando, atravesó el salón.
El había olido, visto y palpado instantáneamente las diferencias habidas en el apartamento, y había procedido con arreglo a ello. No había oído nada salvo la música. «Enmascaramiento —pensó—, de lo contrario yo me habría detenido incluso antes de abrir la puerta. Estoy seguro que lo habría hecho. ¡Maldita sea esa música!»
¡Eileen! Su pensamiento gritó así justamente cuando él recibía el golpe.
Había recorrido ya, quizás, unas tres cuartas partes del camino hasta la puerta entreabierta del dormitorio. Se le golpeó con virulencia cuatro veces en el primer segundo de ataque. Él bloqueó los tres primeros reveses, pero se le escapó el cuarto. Recibió el impacto un poco más arriba del riñón derecho. Perdió el aliento y se desplomó al quedársele muerta la pierna. Rodó trabajosamente por el suelo, percibiendo al propio tiempo la luz tenue que surgía del dormitorio junto con un olor dulzón y penetrante.
Algo silbó por el aire rozándole la oreja izquierda, pero él ya rodaba para esquivar el golpe. El borde de una mesa explotó junto a ese lado de su cara, las astillas pasaron zumbando como insectos irritados. Levantó las piernas y golpeó simultáneamente con ambos talones. El esfuerzo le arrancó un gruñido, escuchó como respuesta un sonido similar; acto seguido se levantó raudo y corrió lo mejor que pudo arrastrando un poco la pierna derecha.
Atravesó la puerta a toda marcha y, agarrándose al marco, cerró de un portazo. Entonces dio media vuelta pensando sin pausa: «Tiempo. Necesito tiempo.»
La figura rota, con una pierna todavía sobre el edredón, ahuyentó todo pensamiento racional de su mente. Las rodillas se le hicieron agua, y él mismo se sintió como si el filo penetrante de un cuchillo le hurgase las entrañas.
El rostro de ella estaba oscurecido por las sombras, lo cubrían algunos mechones rebeldes de la melena negra como la noche inundada alrededor de su cuello, los brazos estirados hacia arriba sobre la cabeza, los pechos embadurnados de vómitos, los ojos con la mirada fija en el triángulo oscuro entre los muslos. No se veía ninguna marca en el cuerpo.
Él no necesitó tocarla para averiguar si estaba muerta, no obstante se inclinó sobre el cuerpo porque una parte de su mente le dijo que era preciso tener una seguridad absoluta. Colocó la cabeza de ella sobre sus rodillas y se quedó así hasta que oyó ruido al otro lado de la puerta.
Casi sin ver, Terry se levantó y caminó hacia la pared opuesta. Sus dedos yertos aferraron la fría vaina de cuero laqueado que colgaba de la pared. Se la apretó resueltamente contra el pecho; el tenue silbido producido por la hoja desnuda al desenvainarla le pareció el ruido más estrepitoso que jamás oyera. Incluso más estrepitoso que el de la puerta de madera al hundirse hacia dentro, hecha astillas, bajo el tremendo impulso de una patada de karate.
La figura de ébano quedó plantada en el umbral, empuñando la bokken con la mano izquierda; la diestra, vacía. Fue en ese momento conclusivo de su enfrentamiento cuando Terry permitió que el pensamiento prevaleciera como una realidad. Tembló a pesar suyo.
—Ninja —musitó. Apenas reconoció su propia voz, una voz cargada de emoción—. Has elegido la muerte al presentarte aquí.
Se encaramó de un salto a la cama interpuesta entre ambos y asestó un golpe brutal con su katana. Comprendió instantáneamente que había hecho un movimiento absurdo, porque aquello no ofrecía una base firme y, por consiguiente, él no tenía apoyo para dar el suficiente impulso a su revés.
Sin esfuerzo aparente, el ninja esquivó diestramente su mandoble, no alzó la bokken siquiera; fue como si le dijera que no había necesidad de cruzar las espadas, que él no era bueno ni para eso.
El ninja dio media vuelta, raudo, y se perdió entre las tinieblas del salón. Terry no tuvo más remedio que seguirle, aunque se dijera algo confuso que estaba haciéndole el juego al otro, que el terreno del combate era tan importante como el combate mismo. Corrió saltando sobre el cadáver de Eileen. El corazón se le encogió, la sangre se le heló en las venas. «¡Al infierno con los escrúpulos! —pensó temerariamente—. Puedo batirle en cualquier terreno.» Así, dominado por el pesar y la furia, desechó todo cuanto se le enseñara con extremado esmero.
En el salón, donde Mancini seguía interpretando sus melodías, Terry atisbo el contorno de la bokken e inmediatamente cargó contra ella.
Pero, previendo ese ataque, el ninja se había puesto ya en movimiento mientras él alzaba su katana en plena oscuridad, afirmando bien los pies para aguantar la violencia del esperado golpe bloqueador contra su hoja. Así que la violenta percusión contra su pecho descubierto le cogió totalmente desprevenido. Salió despedido hacia atrás más de dos metros, como si le hubiese abatido una explosión. Se tambaleó, sintiendo que le ardían las costillas y el esternón. Le dolió todo hasta la mandíbula.
—¿Qué..., qué...? —balbuceó confuso.
El ninja fue un borrón indefinible en su nueva embestida. Terry alzó instintivamente su katana sin saber a ciencia cierta la dirección del ataque; las imágenes se le aparecieron borrosas.
Recibió en el pecho un segundo golpe que le proyectó hacia atrás haciéndole doblar la rodilla. La katana, en su mano derecha, pareció pesar tanto como un cuerpo humano. Los pulmones le asediaron. Su desconcierto fue total.
El tercer revés le alcanzó cuando conseguía ponerse en pie. Esta vez se apercibió de lo que le estaba ocurriendo, aunque la violencia del golpe le aplastara contra la pared. Oyó más bien que sintió un crujido como si se rompiera una viga, y notó una humedad extraña en el costado izquierdo. Costillas, pensó entontecido, pues su mente conturbada se ocupaba todavía con lo que le estaba sucediendo. Fue como un sueño; ningún hecho real podría ser tan fantástico.
Otro trallazo le apartó de la pared y la katana se escapó remolineante de su puño..., una estrella muerta danzando por el espacio. Él se miró hacia abajo, vio las costillas fracturadas asomando entre jirones de carne, y sangre con negror de tinta brotando de su cuerpo como el agua del grifo.
Una acción salida directamente del Go Rin No Sho. Había sido el clásico Ataque al Cuerpo del que escribiera Musashi. Arremete con el hombro izquierdo, escribió él, y con espíritu resuelto hasta que el adversario muera. Apréndelo bien. «Pues este ninja lo ha aprendido», se dijo casi reflexivo. Ahora le importó muy poco su supervivencia, considerando que la pobre Eileen yacía muerta en la habitación contigua. No obstante, el dar muerte a aquel monstruo siguió siendo un objetivo sustancial para él.
Así pues, empezó a moverse a lo largo de la pared, luego apartándose de ella. Pero su cuerpo se negaba a obedecer aprisa. Avanzó tambaleante, la mirada fija en el escurridizo ninja, cruzando los brazos ante sí para bloquear el próximo golpe.
No dio resultado. Salió despedido hacia atrás con un gruñido de dolor, el esternón se le astilló bajo los repetidos y bárbaros impactos de la bokken. Por fin el hueso se le disparó a través de los tejidos musculares con tanta efectividad como la metralla. Levantó la vista una vez desde la moldura contra la que se había acurrucado y miró caviloso aquellos ojos duros como piedras pensando que después de todo Musashi tenía razón. La adormecedora música de Mancini le resonaba en los oídos recordándole a Eileen. Sintió que su calor le invadía como una sustancia candente y se iba abriendo camino hacia arriba hasta alcanzarle el cerebro.
Al llamarla con voz tan frágil como el papel de arroz, la sangre le brotó de la boca.
—Eileen —murmuró—, te quiero. —La cabeza cayó hacia delante, los ojos se cerraron.
El ninja se plantó dominante en aquel vacío tenebroso, pareció no respirar. Miró fijamente, sin emoción, el cuerpo derrumbado ante él. Durante un largo momento sus sentidos sondearon el ambiente buscando algún ruido fuera de lo ordinario. Satisfecho al fin, dio media vuelta y cruzó silencioso el aposento. Sacó su saco de debajo del sofá, abrió la cremallera y metió cuidadosamente su bokken junto al arma gemela. Con un solo movimiento cerró el saco y lo levantó. Luego abandonó el apartamento sin mirar atrás.
Y atrás quedó Mancini, todavía tocando; la lenta melodía agridulce aludiendo al amor perdido desgranó sus notas por la habitación. Un quejido hondo se escapó entre los labios de Terry cuando escupió más sangre. Alzó la cabeza y empezó a reptar ciegamente hacia el dormitorio sin comprender por qué, sabiendo tan sólo que debía hacerlo.
Centímetro a centímetro, cada uno más angustioso que el anterior, cruzó por fin el umbral, pero no se detuvo hasta que se desplomó jadeando, babeando sangre junto al cadáver de Eileen.
Ante su vista apareció un cordón. Lo asió y tiró de él. El teléfono se estrelló contra su hombro izquierdo, pero él estaba muy lejos de sentir un goteo tan desdeñable en el inmenso charco que era su dolor. Su dedo trémulo marcó con suma lentitud siete cifras. Los timbrazos del auricular semejaron las campanadas de un templo distante.
Pero, súbitamente, le pareció que Eileen estaba muy lejos y le necesitaba. El auricular se le escapó de entre los dedos húmedos. Con gran trabajo recorrió reptando los últimos metros.
—¿Diga? —La voz de Vincent se dejó oír muy tenue en el abandonado instrumento—. ¿Diga? ¡Diga...!
Pero allí no había ya nadie para oírle. Terry quedó tendido boca abajo sobre el abanico negro que formaba la melena de Eileen, con ojos abiertos, ciegos, ya vidriosos, y la sangre moviéndose cual una segunda lengua desde sus labios a los de ella.
En el salón, la música finalizó.
Suburbios de Tokio PRIMAVERA DE 1959 - PRIMAVERA DE 1960
—Escucha, Nicholas —dijo una tarde el coronel. Era una tarde verdaderamente sombría y deprimente. Nubes de tormenta ocultaban la cumbre del monte Fuji, y a ratos un relámpago con ramificaciones iluminaba el firmamento; poco después se dejaba oír el rugido lejano del trueno.
El coronel, en su estudio, tenía entre las manos una caja lacada sobre cuya tapadera había una pintura representando un dragón y un tigre entrelazados. Nicholas la reconoció: era el obsequio de despedida que So-Peng diera a sus padres.
—Ya va siendo hora, creo yo, de que veas esto —dijo el coronel.
Acto seguido cogió una pipa y una bolsa de tabaco húmedo, en cuyas profundidades hundió la pipa y la llenó con el dedo índice, luego rascó una cerilla de cocina en el borde de su mesa y no continuó hasta haber encendido la cazoleta a plena satisfacción. Su largo dedo índice percutió sobre la tapadera de aquella caja siguiendo el contorno de las dos criaturas que la decoraban.
—Dime, Nicholas, ¿conoces los significados simbólicos del dragón y del tigre en la mitología japonesa?
Nicholas negó con la cabeza.
El coronel dejó escapar una nube de humo azulado y aromático, se puso la pipa en la comisura de la boca y sujetó la boquilla entre los dientes.
—El tigre es el señor de todo el país, y el dragón..., bueno, el emperador del aire. Eso me ha parecido siempre muy curioso. Kukulkán, la serpiente voladora de la mitología maya, era también dueña del aire y se la describía como plumada. Es interesante que dos civilizaciones tan distantes entre sí, compartan una buena porción de mitología, ¿no crees?
—Pero, ¿por qué os dio So-Peng una caja japonesa? —inquirió Nicholas—. Él era chino, ¿verdad?
—Huuum..., una pregunta muy acertada —contestó el coronel, dando una enérgica chupada—. Para la que mucho me temo que no haya una respuesta satisfactoria. Ciertamente So-Peng era originario de la provincia de Liaoning, al norte de China, pero a mí me explicó con toda claridad que su madre era japonesa.
—Sin embargo, eso no aclara nada sobre la caja —observó Nicholas—. No cabe duda que vosotros ibais camino de Japón, pero esta caja es antigua, y difícilmente adquirible, sobre todo en aquellas fechas.
—Sí —convino el coronel, tamborileando en la tapadera—, con toda probabilidad esto había pertenecido a su familia, tal vez lo llevara su madre a China, hacía bastante tiempo. Ahora bien, ¿por qué nos la daría So-Peng a nosotros? Justamente este objeto, quiero decir. Desde luego no fue un capricho; él no era esa clase de hombre. Y tampoco creo que fuera mera coincidencia. —El coronel se levantó y quedó plantado ante la ventana anegada en lluvia. La condensación había hecho de los cristales una escarcha decorativa; la helada invernal no había quedado definitivamente atrás.
«Todo ello me hizo cavilar durante largo tiempo —dijo el coronel, mirando a lo lejos. Frotó el cristal empañado trazando un pequeño óvalo por donde atisbo como si estuviera oteando desde la tronera de una fortaleza sitiada—. Por lo pronto, durante todo el camino desde Singapur a Tokio. So-Peng nos había pedido que no abriésemos el regalo hasta nuestra llegada a Japón, y nosotros respetamos tal petición.
»En el aeropuerto de Haneda nos recibió una comisión de las SCAP, pues, claro está, habíamos volado en un transporte militar. Sin embargo, cuando aterrizamos nos esperaba alguien más. Desde luego tu madre la reconoció al instante, y yo también, guiándome por la descripción que Cheong me hiciera de su sueño. Era Itami, y tenía la misma apariencia con que la viera en sueños tu madre. —Se encogió de hombros—. Sea como fuere, no me sorprendí. Uno termina habituándose a semejantes... fenómenos; son parte de la vida en el Extremo Oriente, como tú lo aprenderás muy pronto sin la menor duda.
»Yo tenía curiosidad por saber cómo se establecería la relación entre tu madre e Itami. Ambas parecían conocerse desde siempre; parecían hermanas más que cuñadas. No hubo ni la más mínima colisión cultural, como pudiera haberla habido cuando una joven educada en una aldehuela china conoce y trata a una gran dama de la sociedad metropolitana japonesa. Pues bien, todo se desarrolló con sumo equilibrio, aunque tu madre e Itami fueron dos personas totalmente diferentes. —El coronel dio media vuelta para encararse con su hijo—. Todas las diferencias que percibas entre ellas..., el carácter efusivo de tu madre, la circunspección férrea de Itami, la apariencia dichosa de tu madre, la tristeza de tu tía..., pues bien, ni una ni otra dio importancia a ninguna de esas discrepancias.
»Eso me hizo cavilar también durante algún tiempo, y por fin llegué a una conclusión: aunque So-Peng me asegurara más o menos que él no conocía el verdadero origen de Cheong, su obsequio fue una forma indirecta de revelarme todo lo contrario.
—Quieres decir que madre es japonesa, ¿no?
—Quizá lo sea en parte. —El coronel se acercó a su hijo y, sentándose junto a él, le puso una mano afectuosa en el hombro—. Pero escúchame, Nicholas, debes prometer que no discutirás jamás esa cuestión con nadie, incluida tu madre. Te lo digo ahora porque..., bueno, fue una información que me confió con carácter confidencial. So-Peng pensó que era importante y por consiguiente debe serlo aunque yo atribuya poca importancia a esas cosas. Yo soy inglés y judío; sin embargo, mi corazón está con esta gente. Mi sangre se altera con su historia, mi alma se eleva resonando con la suya. ¿De qué me sirve mi linaje? Quiero aclararte una cosa, Nicholas. Yo no renuncié a mi nombre judío; simplemente lo descarté. Ahora bien, se puede aducir, supongo yo, que ambos procedimientos son la misma cosa. ¡Y no es así! Yo no lo hice por gusto, sino por necesidad. Como norma general, Inglaterra no quiere a los judíos; y nunca los ha querido. Cuando cambié de nombre descubrí que se me abrían muchas puertas que estaban cerradas hasta entonces. Aquí se plantea una cuestión moral a debatir, lo sé bien. ¿Se debería intentar seguir adelante? Sí, digo yo, y que el diablo cargue con las consecuencias. Ése es mi parecer. Y, aun cuando mi alma esté con los japoneses, no soy budista ni shinto. Esas religiones no tienen ningún significado particular para mí, salvo lo referente a la erudición. En el fondo de mi corazón no he renunciado jamás a mi confesión judaica. No es tan fácil echar por la ventana seis mil años de lucha. La sangre de Salomón, de David y de Moisés corre también por tus venas, hijo. No lo olvides jamás. El que decidas hacer algo al respecto, será asunto tuyo exclusivamente. Yo no me interpondré en una cuestión tan íntima. Sin embargo, tengo el deber de decírtelo, de exponerte los hechos tal como son. Espero que lo interpretes así. —Durante un largo momento miró con aire solemne a su hijo, luego abrió el último regalo del enigmático So-Peng, la caja con el tigre y el dragón.
Nicholas bajó la vista y contempló con pasmo el fuego centelleante de dieciséis esmeraldas talladas, de más de un centímetro.
Ahora hacía ya casi siete años que Nicholas estudiaba bujutsu y se sentía aún como si no supiese nada o poco menos. Era fornido y tenía unos reflejos soberbios; hacía todos los ejercicios y prácticas con suma concentración y asiduidad, pero sin ningún sentimiento ni devoción especial. Eso le sorprendía y preocupaba. Se había preparado concienzudamente para el trabajo duro y difícil, pues éste era el tipo de esfuerzo que más le atraía e interesaba. No había contado, sin embargo, con una actitud indiferente por su parte. Cierto día, reflexionando durante los ejercicios sobre el suelo en el aojó, se había dicho que su interés por aprender bujutsu seguía vigente y sin cambio alguno. Si acaso, ese deseo se había acrecentado. Era que..., bueno, resultaba muy difícil explicarlo. Quizá no existiese la indispensable chispa.
O quizá todo fuese imputable a su instructor. Tanka era un individuo flemático y compacto que tenia mucha fe en los movimientos repetidos sin cesar y, al parecer, en nada más. Nicholas se veía obligado a repetir la misma maniobra una y otra vez hasta sentir que se le habían grabado sus secuencias en el cerebro, y los nervios y los músculos. Era un trabajo tedioso y él lo aborrecía. Tanto como el hecho de que Tanka les conceptuara unos niños no preparados todavía para desenvolverse en el mundo de los adultos y les diera el trato correspondiente.
Solía encandilarse mirando hacia el lado opuesto del aojo en donde Kansatsu, el maestro del ryu, daba clases individuales a un grupo selecto y muy reducido de alumnos veteranos. Anhelaba estar allí en lugar de aquí con la cochina tabarra de los ejercicios no especializados.
Se había incorporado al mismo ryu que Saigo —según se había dispuesto mediante la intervención de Itami— y para mayor escarnio le mortificaba la circunstancia de que su primo, por ser mayor y haber entrado en el ryu antes que él, estuviese bastante más adelantado. Y Saigo se ocupaba de recordárselo a cada oportunidad. En el do jó se mostraba despectivo con Nicholas —tal como hacían otros muchos alumnos porque no les gustaba su aspecto occidental y opinaban que un gaijin, un extranjero, no debería tener acceso al bujutsu, la más tradicional y sagrada de las instituciones japonesas— y jamás le llamaba primo. La cosa variaba mucho en casa. Allí se desvivía por darle pruebas de cortesía. Nicholas, por su parte, había desistido de solventar el asunto con Saigo después de la tercera tentativa frustrada.
A decir verdad, Saigo era una espina clavada en el costado de Nicholas cuando ambos acudían al dõjõ. Podría haberle sido de gran ayuda y, sin embargo, hacía todo lo posible para dificultarle aún más las cosas, llegando hasta el extremo de convertirse en cabecilla oficioso de la «oposición».
Una tarde, acabado ya el trabajo y tomada la ducha de rigor, Nicholas se estaba vistiendo cuando cinco o seis muchachos se le acercaron y le rodearon.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó uno de los mayores—. Este lugar es donde me siento yo.
Nicholas continuó vistiéndose sin decir palabra. Exteriormente no se alteró, pero por dentro el corazón le batió como un martillo pilón.
—¿No tienes nada que decir? —terció otro chico. Éste era pequeño y más joven que los demás, pero aparentemente se envalentonó con la presencia de los mayores. Se rió desdeñoso—. Tal vez no entiende el japonés. ¿No creéis que convendría hablarle en inglés, como se hace con los monos en el zoológico? —La risa se generalizó.
—Eso es —dijo el muchacho mayor cogiendo el hilo—. Quiero una respuesta, mono. Explícanos por qué estás aquí ocupando nuestro sitio, apestándolo como si fuese un foco de enfermedades venéreas.
Nicholas se levantó.
—¿Por qué no os vais a jugar a otra parte, en algún lugar donde tengan más éxito vuestras bromas?
—¡Fijaos, fijaos! —clamó regocijado el pequeño—. ¡Este mono habla!
—¡Cállate! —le dijo el grandullón. Luego se volvió hacia Nicholas—: No puedo asegurar que me agrade mucho tu tono, mono. Creo que lamentarás lo que acabas de decir. —Y sin más aviso su mano derecha se proyectó como un hacha contra el cuello de Nicholas.
Éste bloqueó el golpe, y acto seguido los demás se amontonaron sobre él.
En plena refriega vio a Saigo que abandonaba el local desinteresándose por completo del tumulto. Le llamó a voces.
Saigo hizo alto y se aproximó.
—¡Quietos! —ordenó abriéndose paso con los hombros. Los empujó hacia la pared, dando a Nicholas algún espacio para respirar—. ¿Qué ocurre aquí?
—Es el gaijin —dijo el muchacho mayor, apretando los puños—. Está alborotando otra vez.
—Aja. ¿Es cierto eso? —dijo Saigo—. ¿Uno contra seis? Difícil de creer. —Se encogió de hombros e, inopinadamente, golpeó a Nicholas con el canto de la mano en el estómago. Nicholas se dobló hacia delante y cayó de rodillas, tocó el suelo con la frente como si rezara. Luego vomitó e intentó llenar de aire sus doloridos pulmones. Boqueó como pez fuera del agua.
—No molestes más a esta gente, Nicholas —dijo Saigo, plantándose junto a él—. ¿Dónde están tus modales? Pero, ¿qué cabe esperar, compañeros, si su padre es un bárbaro y su madre una china? Vamonos.
Abrió la marcha, dejando solo a Nicholas con su dolor.
A mitad de semana ella había llegado inesperadamente con su reducido cortejo, sembrando el pavor por toda la casa, empezando con Cheong, quien temía siempre que las habitaciones no estuviesen lo bastante limpias, los alimentos lo bastante apetitosos y su familia lo bastante bien vestida para agradar a Itami.
Ella parecía, a juicio de Nicholas, una muñeca minúscula, una porcelana perfecta para colocar sobre un zócalo y bajo una campana de cristal que la protegiera de los elementos. De hecho, Itami no necesitaba semejante protección contra el exterior; tenía una voluntad férrea y el poder indispensable para hacerla sentir, incluso a su marido, Satsugai.
Desde su escondite en otra estancia, Nicholas espió y vio cómo la propia Cheong representaba la meticulosa ceremonia del té para Itami, arrodillándose en el tatami ante una mesa lacada de verde. Vestía la indumentaria japonesa tradicional y se había recogido el cabello largo y reluciente en un complicado moño sujeto con agujas de marfil. Nicholas pensó que jamás le había parecido tan hermosa ni tan regia como en aquel momento. Distaba mucho de la aristocracia glacial de Itami, y tal vez ésa fuera la razón de que él admirara mucho más a su madre. Itami era un tipo distinto de mujer según lo atestiguaban los innumerables álbumes de fotografías que había visto de un Japón antiguo, anterior a la guerra. Pero, ¡ah, Cheong! Nadie podía comparársele. Ella personificaba una nobleza de alma que Itami no podría alcanzar jamás, por lo menos no en esta vida. Aunque Itami fuese poderosa, su magnetismo no era nada comparado con el encanto irresistible de Cheong, porque ésta exhalaba una serenidad interna tan profunda como la calma absoluta de un sofocante día estival, una joya viviente, única. Ella estaba hecha de una sola pieza, según lo expresaba Nicholas, y eso era lo que él respetaba y admiraba por encima de todo.
Nicholas no sintió gran interés en hablar con Itami; pero si abandonase la casa desestimando su augusta presencia, cometería un acto muy reprobable de descortesía; su madre se enfurecería y, como era de esperar en ella, cargaría con toda la culpa. No deseó una cosa semejante, así que hacia el atardecer empujó la puerta del shóji y entró.
Itami levantó la vista.
—¡Ah, Nicholas! No sabía que estuvieses en casa.
—Buenas tardes, tía.
—Disculpadme un momento —dijo Cheong poniéndose en pie sin el menor esfuerzo—. El té se enfriará. —Por una razón u otra no recurría abiertamente a la servidumbre cuando Itami estaba presente. Así pues, los dejó solos y Nicholas empezó a sentirse incómodo bajo la mirada escrutadora de Itami.
Se le acercó a la ventana, contempló distraído el bosque de criptomería y pino.
Itami le preguntó:
—¿No sabes que en lo más denso de ese bosque hay un antiguo santuario shinto?
—Sí —contestó Nicholas volviéndose—. Me lo contó mi padre.
—¿Lo has visto?
—Todavía no.
—¿Y sabes, Nicholas, que dentro de ese santuario hay un pequeño parque lleno de musgo?
—Cuarenta variedades diferentes, según tengo entendido, tía. Sí, lo sé, pero se me ha dicho que los sacerdotes son las únicas personas autorizadas a ver el santuario.
—Quizá no sea tan difícil eso, Nicholas. Y no puedo imaginarte como un aspirante al sacerdocio. No te sienta. —Itami se levantó de improviso—. ¿Te gustaría acompañarme para verlos? ¿El santuario y el parque?
—¿Cuándo? ¿Ahora?
—Claro está.
—Pero yo pensé...
—Todo es posible de una forma u otra, Nicholas. —Ella sonrió y dijo levantando la voz—: Cheong, Nicholas y yo vamos a dar un paseo. No tardaremos. —Luego se volvió hacia él y le tendió la mano—. Vamos —murmuró afable.
Caminaron en silencio hasta alcanzar el límite del bosque. Allí torcieron hacia la derecha, bordearon la hierba a lo largo de unos doscientos metros y entonces ella le condujo sin titubear hacia el interior. Nicholas se encontró en un sendero angosto muy trillado entre árboles y maleza.
—Bien, Nicholas —dijo Itami—, ahora dime si te gusta tu adiestramiento en el dojo. —Caminó cautelosa con sus geta de madera, utilizando a modo de bastón la sombrilla de papel lacado para mantener el equilibrio en el desigual terreno.
—Es un trabajo muy duro, tía.
—Sí. —Itami agitó una mano como si desechase esa aseveración—. Pero no es nada que tú no hubieses previsto.
—No.
—¿Te gusta ese trabajo tan duro?
Nicholas la miró de reojo, preguntándose adonde quería ir a parar su interlocutora. Él no se proponía, ni mucho menos, hablarle de la animosidad creciente entre Saigo y él mismo. Eso sería improcedente. No se lo había contado a sus padres siquiera.
—A ratos —dijo encogiéndose de hombros—. Me gustaría avanzar más aprisa. Soy demasiado impaciente, supongo.
—En ciertas ocasiones se recompensa sólo a los impacientes —dijo ella pasando por encima de una enmarañada raíz—. Vamos, ayúdame a recorrer el último trecho, ¿quieres? —Se le colgó del brazo—. ¡Ah, aquí estamos!
A todo esto habían alcanzado un calvero y, cuando abandonaron la sombra protectora de los pinos, Itami alzó la sombrilla sobre su cabeza. Tenía una piel blanca como la nieve, labios de un rojo profundo y unos ojos negros comparables a trozos de lignito.
La pared del templo, lacada a conciencia, se bañaba en sol, y Nicholas tuvo que hacer guiños incesantes hasta que sus ojos se habituaron a aquel resplandor. Era como si estuviese contemplando un mar de oro.
Empezaron a caminar por un paseo azulado, cubierto con gravilla de caliza, que circundaba por completo el templo; uno podría recorrerlo hasta la eternidad sin acercarse a su objetivo ni alejarse de él.
—Pero has sobrevivido —murmuró ella con ternura—. Y eso es de agradecer. —Entretanto habían ascendido la larga escalinata de madera hasta las puertas de bronce y madera lacada, que estaban abiertas, penumbrosas, silentes como si esperasen algo o a alguien. Allí se detuvieron ambos. Ella le puso una mano en el hombro, tan grácil que si él no la hubiese visto tal vez no se hubiera dado cuenta de que estaba allí—. Yo tuve serias dudas cuando me visitó tu padre para pedirme que le ayudara a conseguirte el ingreso en un ryu adecuado. —Itami sacudió la cabeza—. No tuve más remedio que acceder; el honor me dictó que me abstuviera de hacer comentarios, pero sentí inquietud. —Dio un suspiro—. En cierto modo te compadezco. ¡Qué extraña debe de ser tu vida! Los occidentales no te aceptarán jamás porque tienes sangre oriental, y los japoneses te despreciarán por tus facciones occidentales. —Su mano surcó el aire como una mariposa y le rozó la mejilla con el dedo índice. Le examinó atentamente—. Incluso tus ojos son los de tu padre. —La mano descendió otra vez al costado; fue como si no hubiese hecho jamás ese ademán—. Pero yo no soy tan fácil de engañar. —Apartó su implacable mirada de él y dijo—: Vamos adentro y recemos.
—Hermoso, ¿verdad? —dijo Itami.
Él tuvo que darle la razón. Ambos se habían detenido junto a un riachuelo de apacibles meandros que se precipitaba por unas rocas cubiertas de musgo desde una altura de dos metros a lo sumo. Allí todo era verde, incluso el agua, incluso los guijarros. A juicio de Nicholas, podría haber cuatro mil especies de musgo en vez de cuarenta.
—Y pacífico —añadió ella—. ¡Cuánta paz hay aquí! El mundo exterior no existe. Se ha esfumado. —Cerró la sombrilla a la sombra de la criptomería colgante. Echando hacia atrás su pequeña cabeza, hizo una profunda inspiración—. Fíjate, Nicholas, es como si el propio tiempo se hubiese disuelto. Como si no hubiese habido siglo xx, ni expansión, ni imperialismo..., ni guerra. —Él la observó atento hasta que ella abrió los ojos y miró al vacío—. Pero hubo guerra. —Dio media vuelta—. ¿Nos sentamos en ese banco de piedra? Bien. Quizás el shogun, uno de los Tokugawa, se sentara en el lugar que ahora ocupamos. ¡Vaya! Eso te da cierta idea de la historia, ¿verdad? Cierta sensación de continuidad, de pertenecer a algo... —Se volvió hacia él—. Pero sospecho que a ti no. Por lo menos, todavía no. En ese aspecto nosotros dos somos iguales. ¡Ah, sí, lo somos! —Se rió—. Veo por tu expresión que te he sorprendido. Pues no deberías estarlo. Ambos somos intrusos, ya ves, aislados para la eternidad de lo que más anhelamos.
—Pero, ¿cómo es posible? —protestó Nicholas—. Tú eres una Nobunaga, perteneces a una de las familias más antiguas y nobles de Japón.
Itami le sonrió como podría hacerlo un depredador, dejándole ver unos dientes blancos y muy iguales brillando con saliva.
—¡Ah, sí! —exclamó algo jadeante—, una Nobunaga, nada más cierto. Pero eso, como otras muchas cosas en Japón, es .pura fachada: el admirable lacado bajo el cual se oculta un carcamán podrido. —Desfigurado por la angustia, su rostro dejó de ser hermoso—. Escúchame bien, Nicholas. Aquí el honor ha desertado de nuestro campo; hemos tolerado que los bárbaros occidentales nos corrompan. Ahora somos una raza despreciable..., ¡hemos cometido tantos actos aborrecibles! ¡Cómo se estremecerán nuestros antepasados en sus tumbas! ¡Cómo codiciarán sus kami el descanso definitivo antes que retornar a esta... sociedad moderna!
Itami alzó cada vez más la voz, y Nicholas se mantuvo muy quieto a su lado, esperando que el aire fresco la tranquilizara. Pero ella no quiso calmarse ahora, o quizá no pudiera. Nicholas supuso que le habría costado mucho comenzar, mas, una vez superada esa inercia inicial, nada podría detenerla.
—¿Sabes quiénes son los zaibatsu, Nicholas?
—Los conozco sólo de nombre —respondió él sintiéndose una vez más inseguro del terreno que; le estaba haciendo pisar.
—Pide a tu padre uno de estos días que te describa a los zaibatsu, ¿quieres? El coronel sabe muchas cosas sobre ellos y a ti te convendría conocerlas. —Luego dijo, como si ello lo explicara todo—: Satsugai trabaja para uno de los zaibatsu.
—¿Cuál de ellos?
—Yo aborrezco a mi marido, Nicholas. Y, fíjate... —lanzó una breve carcajada—, sólo tu padre sabe el porqué. ¡Qué ironía! Pero la vida es irónica. Un demonio que te priva de lo que más deseas. —Las frágiles manos se apretaron en su regazo como los puños de un bebé—. ¿De qué me sirve ser una noble Nobunaga, si he de acarrear para siempre conmigo el oprobio de mi bisabuelo? Mi vergüenza me resulta tan insoslayable como tu sangre mestiza a ti.
»Mi bisabuelo dejó el servicio del shogun a los veintiocho años, para hacerse un ronin. ¿Sabes lo que es eso?
—Un samurai sin maestro.
—Sí, un guerrero sin honor. Un filibustero, un ladrón. Se hizo mercenario, vendió su poderoso brazo al mejor postor. Encolerizado ante ese comportamiento deshonroso e indecoroso, el shógun despachó hombres de armas en su persecución, y cuando éstos le capturaron se atuvieron a la orden dictada por el shógun. No hubo seppuku para mi bisabuelo; el shógun no quiso concederle una muerte honorable. Él era ya carroña; no un bushi. Le crucificaron como se hacía entonces con la canalla del país.
»En casi todos esos casos se aniquilaba a la familia entera del ofensor..., mujeres y niños, para eliminar su posesión más preciada, su linaje. Sin embargo, esta vez no se hizo así.
—¿Por qué? —inquirió Nicholas—. ¿Qué sucedió?
Itami se encogió de hombros y esbozó una sonrisa desmayada.
—Karma. Este karma mío que constituye la espina dorsal de mi vida. Yo me rebelo contra él porque me causa dolor y me hace llorar de noche. Me avergüenzo de decirlo. Soy una bushi, una mujer samurai, incluso en nuestros días. El tiempo no puede alterar ciertas cosas. Mi sangre hierve con diez mil batallas; mi alma resuena con el cintarazo de la katana, su hoja, sus temibles matices acerados.
Itami se levantó, la sombrilla se abrió como una enorme flor.
—Algún día lo entenderás. Y recordarás. Ahora tendrás dificultades en el ryu. No me interrumpas. Lo sé bien. Pero no debes renunciar jamás. ¿Me oyes? Jamás. —Dicho esto desvió la cabeza; el suave tono pastel de la sombrilla amortiguó la pasión hirviente en sus ojos negros—. Vamos —la oyó decir él—. Ya es hora de volver al mundo.
—Esto es Ai Uchi —dijo Muromachi empuñando una bokken. Siete estudiantes, el grupo de Nicholas, formaban un semicírculo perfecto ante él—. Aquí, en el ryu Itto, esto es la primera enseñanza. La primera entre centenares. Ai Uchi significa: acuchilla al oponente tal como él te acuchille a ti. La oportunidad es lo que aprenderás aquí, a saber, el elemento básico del kenjutsu. Uno que no deberéis olvidar jamás. Ai Uchi es carencia de cólera. Quiere decir que trates al oponente como si fuese un invitado de honor. Quiere decir que renuncies a tu vida o deseches todo temor. Ai Uchi es la técnica primera y también la última. Recordadlo. Es el círculo Zen.
Ésa había sido la lección que se enseñó primero a Nicholas cuando llegó al ryu siete años atrás. Él no la comprendió por completo y, sin embargo, tampoco la olvidó. Y durante los años subsiguientes, mientras practicaba con furia glacial los mil mandobles de la katana bajo la tutela de Muromachi, mientras asimilaba la enseñanza moral del kenjutsu y acumulaba conocimientos con vertiginosa celeridad, rememoraba siempre esa primera lección, y cada vez que la evocó sintió una calma absoluta y se adentró en el vórtice del ciclón antes de que el ciclón le avasallara.
Y ensayó una y otra vez los mil mandobles, sintiéndose como si sus brazos y piernas fuesen surcos desgastados en el aire hasta que, finalmente, se manifestó por sí sola la retribución cuando su espada resultó no ser espada, su propósito resultó no ser propósito y él supo que la primera lección impartida en fechas ya lejanas por Muromachi, era el conocimiento supremo.
Sin embargo, no estaba satisfecho. Reflexionando sobre eso cierto atardecer después del adiestramiento, intuyó una presencia extraña en el local. Levantó la vista pero no vio a nadie. La estancia estaba desierta. Pese a todo, no pudo desterrar de su cabeza la idea de que allí había alguien. ¡Se levantó y, cuando se disponía a preguntar en voz alta, se le ocurrió que podrían ser algunos chicos acechándole y no quiso darles esa satisfacción!
Así pues, empezó a moverse entre las penumbras alrededor de la habitación. El área más distante del dõjó vacío estaba teñida por el resplandor pulverulento de un sol crepuscular que bañaba la neblina industrial y cuyos radiantes filamentos reptaban ya por las escarpas majestuosas del Fuji. Sus apreciaciones cambiaron aprisa de signo. Aun estando todavía seguro de que había alguien con él, ahora tuvo el presentimiento de que esa persona no le deseaba mal alguno. No supo explicarse cómo había llegado a esa conclusión; fue más bien una reacción puramente automática.
La luz invadió aquel rincón del aojó tocando el lacado claro del pasamanos y una buena porción de la plataforma elevada tras él, pero dejando a oscuras la viga de la esquina. Mientras él examinaba ese juego de luces y sombras, se oyó una voz.
—Buenas tardes, Nicholas.
La sombra del rincón pareció cobrar vida, una figura surgió de su bolsillo oculto y se expuso a la luz. Era Kansatsu.
El maestro, hombre enjuto y de poco peso, tenía un pelo hirsuto prematuramente blanco. Sus ojos, que parecían no moverse jamás, captaban todo al instante.
Kansatsu no hizo el menor ruido cuando descendió de la plataforma y se plantó ante Nicholas; éste, desnudo hasta la cintura, se quedó totalmente mudo. Desde que él llegara al ryu, el maestro le había dirigido apenas tres palabras. Y ahora, ambos estaban allí, juntos. Nicholas entendía ya lo suficiente para saber que aquel encuentro no había sido casual.
Comprendió que Kansatsu le había estado observando, pues el hombre avanzó un poco y con el dedo índice extendido tocó la contusión amoratada que Nicholas tenía debajo del esternón en el lado izquierdo.
—Corren tiempos muy malos para Japón —dijo Kansatsu—. Y muy tristes. —Tras estas palabras levantó la vista—. Nos metimos en la guerra porque así lo quiso la economía, y nuestro imperialismo dictó que nos expandiéramos allende las islas. —Dio un suspiro—. Pero la guerra fue desaconsejable a pesar de todo porque su móvil era la codicia, no el honor. Mucho me temo que el japonés nuevo agregue el lustro del bushido a sus actos en vez de dejar que sus actos evolucionen naturalmente partiendo de él. —Su mirada se entristeció—. Y ahora pagamos el precio. Los norteamericanos nos arrollan, nuestra nueva Constitución es norteamericana y todo el impulso del Japón moderno sirve a los intereses norteamericanos. Extraño, ¿no? ¡Qué extraño que Japón sirva a semejante amo! —Se encogió de hombros—. Pero, fíjate, cualquiera que sea la suerte de Japón, el bushido no fenecerá nunca por completo. Nosotros empezamos a vestir ropa occidental para los negocios, nuestras mujeres se peinan al estilo norteamericano, y todos adoptamos los modales occidentales. Pues bien, nada de eso importa. El japonés es como el sauce que se doblega bajo el viento, pero no se quiebra. Ésas son meras manifestaciones externas de nuestro deseo de alcanzar la paridad en el mundo. Así que los norteamericanos contribuyen sin darse cuenta a nuestros fines, pues con su dinero nosotros llegaremos a ser más poderosos que nunca. Ahora bien, al mismo tiempo deberemos velar por nuestra tradición, ya que el bushido es lo único que nos fortalece.
Se quedó pensativo unos instantes y de pronto dijo:
—Tú quieres llegar a ser uno de los nuestros. Sin embargo, esto... —y señaló el recuerdo del golpe que le asestara Saigo—, me dice que no estás teniendo mucho éxito.
—El éxito vendrá a su debido tiempo —contestó Nicholas—. Estoy aprendiendo a no ser impaciente.
Kansatsu asintió.
—Bien. Muy bien. No obstante, es preciso dar también los pasos necesarios. —Colocó las yemas de los dedos todas juntas ante sí y empezó a caminar pausadamente por el dõjõ, con Nicholas a su costado—. Es hora ya, creo yo, de que empieces a trabajar con otro sensei. No quiero que renuncies a tu muy valiosa labor con Muromachi; prefiero más bien ampliar tu horario corriente.
Hizo una pausa y, conduciendo a Nicholas por la penumbrosa habitación, añadió:
—Mañana comenzarás a trabajar conmigo. En haragei.
Nicholas dividía siempre sus relaciones con Satsugai en dos secciones distintas. El punto específico de demarcación había sido la recepción zaibatsu, a la que asistió con sus padres. Desde luego era muy posible que esa percepción cambiante fuera estrictamente una función de su propio crecimiento. Por otra parte, él había propendido a creer que todo estribaba también en lo que se revelara allí aquella noche.
Satsugai no era un hombre grande, ni por su talla ni por su volumen. Ahora bien, él era a su modo un tipo muy notable: macizo de pecho y vientre, piernas rechonchas y brazos demasiado cortos para el tamaño de su cuerpo. Su cabeza parecía estar unida con cemento a los hombros sin necesidad de que mediara el cuello. Su faz era un óvalo perfecto coronado por un pelo de negro azabache cortado en brosse, lo que le daba un porte militar, por lo menos a juicio de Nicholas. El rostro era chato, pero no de la forma típica japonesa. Sus ojos, por ejemplo, eran almendrados a todas luces y de un negro tan lustroso que parecían cuentas de obsidiana, pero tomaban la dirección oblicua hacia arriba en el mismísimo extremo, y esta rareza, combinada con sus pómulos altos y planos, más el profundo color amarillo de su piel, dejaba entrever su ascendencia mongola. Nicholas solía imaginarlo sin la menor dificultad como una reencarnación de Gengis-Kan. Y ello no sería tan disparatado como pudiera parecer a primera vista si se recordase su historia. Nicholas evocaba la invasión mongólica de Japón entre 1274 y 1281: Fukuoka, en el Sur, fue su principal objetivo por estar próxima al litoral continental asiático. Según sabía Nicholas, Satsugai había nacido en el distrito de Fukuoka, y aunque fuera japonés puro en todos los aspectos, mentalidad tradicional, totalmente reaccionaría, ¿quién podría asegurar que sus ascendientes no hubiesen figurado entre aquellos nómadas a caballo tan temidos?
Cabría suponer que, una vez conocidas todas esas peculiaridades de su apariencia física, uno podría definir al hombre. Pues bien, no había nada de eso. Satsugai era sin lugar a dudas un individuo nacido para capitanear. Siendo originario de un país consagrado a la idea del deber para con un grupo, los mayores de la propia familia o daimyo, y en grado sumo el shógun, quien representara durante unos doscientos cincuenta años el concepto de Japón con mucha más autoridad y mayor sentido real que el propio Emperador, fue siempre, sin embargo, un hombre aparte. Exteriormente esto no era así, por supuesto, pues él se dedicaba íntegramente a Japón, su Japón, y con tal fin pertenecía a numerosos grupos, no sólo al del conglomerado zaibatsu. No obstante, Nicholas vio muy claro en la noche de aquella recepción, que Satsugai se creía superior a los demás mortales. Y, aunque pareciese extraño, ésa era una buena parte de su capacidad para el caudillaje. Los japoneses eran secuaces natos; se les había educado para seguir con obediencia ciega los dictados del shógun, incluso hasta la muerte. Así pues, ¿acaso era tan sorprendente que Satsugai encontrara' una amplia comitiva de seguidores fanáticos? Era una almohada sutil sobre la cual él dormía tranquilo. ¡César no había procedido de forma diferente!; pero, así y todo, era también un factor motivador de importancia cardinal en su vida.
Itami estaba siempre a su lado. Asimismo Saigo se le arrimaba como si absorbiera la energía de un sol próvido. Pero había una cuarta persona con ellos aquella noche, y desde el instante en que la vio, Nicholas quedó cautivado. Se inclinó y preguntó a su madre quién era aquella chica.
—Es la sobrina de Satsugai. Y ha venido del Sur —le informó Cheong—. Parece ser una visita breve. —Nicholas dedujo del tono de su voz que la tal visita no sería nunca lo bastante breve para satisfacerle. Él quiso preguntarle por qué le desagradaba aquella chica, pero Satsugai se acercaba ya con ella a remolque para presentársela a Cheong y al coronel.
Era esbelta y alta..., un occidental la llamaría cimbreña. Su melena oscura era muy larga; los ojos parecían inmensos, cristalinos y feraces. Su cutis era como porcelana, poseía ese arrebol interno que es imposible imitar con cosméticos. Nicholas pensó que aquella mujer era pasmosa. Se llamaba Yukio Jokoin, según le participó más tarde Satsugai, cuando se la presentó aparte.
Ella llegó acompañada de Saigo. Y éste lo hizo patente manteniéndola bajo su férula casi toda la velada. Nicholas intentó cortejarla, pero no pudo averiguar si a ella le gustaban esas atenciones o no.
Él se pasó casi toda la velada hirviendo por dentro, preguntándose si debería invitarla a bailar. Desde luego tenía la certeza de querer hacerlo; pero ignoraba qué reacciones desencadenaría su acción. No era que le intimidase la actitud principesca y protectora de Saigo; más bien se diría que le abrumaba la circunspección del padre, cuyas relaciones con el coronel eran tempestuosas, por decir algo.
No había nadie a quien pudiera pedir consejo, y al final se dijo que se estaba preocupando por algo cuya significación tenía sólo importancia para él.
Así pues, se les acercó. Fue la propia Yukio quien le brindó la oportunidad, pues empezó a hacerle preguntas sobre Tokio, una ciudad que ella no visitaba desde hacía algún tiempo; Nicholas tuvo al punto la impresión de que ella estaba confinada a Kyoto y sus contornos.
Como cabía suponer, Saigo tenia una opinión más bien desfavorable sobre su entremetimiento, pero cuando se disponía a vocearlo así, su padre le llamó y tuvo que retirarse a regañadientes.
Mientras la conducía hacia la pista de baile, Nicholas tuvo ocasión de admirar su quimono. Era de color gris perla con hebras de platino corriendo por su trama. Las ruedas y los radios color azul medianoche eran el motivo del bordado, es decir, el clásico entre el daimyo de la época feudal.
Cuando empezaron a evolucionar al ritmo de una melodía lenta, la muchacha parecía no tener peso, y al estrecharla contra sí él notó el calor de su cuerpo y el juego sutil de los músculos debajo del fino quimono.
—Nosotros dos somos demasiado jóvenes para recordar la guerra —dijo ella con voz algo ronca—. Y sin embargo nos afecta una enormidad. ¿No te parece extraño?
—No, a decir verdad. —Nicholas aspiró el perfume almizcleño de su piel, y se le antojó que hasta el sudor de ella era aromático—. La Historia es una serie continua, ¿no crees? Los incidentes no tienen lugar en un vacío, sino que levantan ondas que se extienden hacia el exterior y, al cruzarse con otras, las hacen cambiar de curso y resultan modificadas a su vez.
—¡Qué filosófico! —Pensó que la muchacha se burlaba hasta que la oyó reír y agregar—: Pero me gusta esa teoría. ¿Y sabes por qué? ¿No? Pues porque significa que lo que estamos haciendo aquí ahora afectará a nuestras respectivas historias.
—¡Cómo! ¿Te refieres a nosotros?
—Sí. A nosotros dos. Un dúo. Blanco y negro. Yin y yang.
Mientras hablaba, ella consiguió, sin que Nicholas se apercibiera, adherírsele aún más. Y de pronto, cuando más entregado estaba al ritmo de la música, sintió la pierna femenina entre las suyas. La muchacha se arqueó discretamente hacia atrás y él notó el contacto ardiente con su muslo y luego, aunque le pareciera increíble, el abultamiento púbico. Ella continuó hablando, mirándole de hito en hito, mientras se restregaba suavemente contra él. Fue como si les sustentase un fulcro hecho materia. Nicholas respiró apenas por temor de que cualquier movimiento precipitado les desequilibrara haciéndoles perder esa privilegiada posición. Fue una acción asombrosamente íntima en medio de seiscientas personas más o menos, todas ellas con ricos atavíos, todas ellas desdeñosas de las nuevas corrientes o de las teorías liberales. Esa situación sobremanera clandestina le entusiasmó, máxime cuando en uno de los giros sorprendió a Saigo mirándoles encolerizado desde el borde de la pista y enzarzado todavía en una discusión con su padre, que, aparentemente, no le dejaba marchar. Fue la única vez que Nicholas tuvo una buena opinión de aquel sujeto.
Los dos bailaron durante un largo momento que pareció ser infinito, y cuando al fin hubieron de separarse —sin cambiar ni una palabra sobre esos instantes de intimidad—, él no pudo adivinar que no volverían a verse durante casi cuatro años.
Los domingos, el coronel acostumbraba a levantarse tarde. Quizá se permitiese ese lujo para poder hacer añicos la rutina aprovechando la circunstancia de que el día no era laborable. Aunque él se despertara a las seis en punto seis días a la semana, disfrutaba saltando de la cama cuando le placía al llegar ese séptimo día.
Entonces nadie le importunaba, salvo Cheong, que parecía invulnerable a sus accesos de ira, por fortuna poco frecuentes. Algunas veces ella permanecía en el 'futan, a su lado, hasta que le veía despertar, pero otras veces se levantaba temprano para hacer cosas en la cocina después de despachar a los sirvientes.
En los fines de semana Cheong preparaba las comidas. Ella lo habría hecho muy gustosa cada día —Nicholas lo sabía— porque la cocina le encantaba, pero el coronel se lo había prohibido.
—Deja que lo haga Tai —le había dicho, enojado, cierto día—. Después de todo, la pagamos para eso. Tu tiempo libre debe ser exclusivamente para ti, para hacer lo que se te antoje.
Pero ella replicó:
—¿Hacer qué?
—Sabes muy bien a lo que me refiero.
—¿Quién, mí? —exclamó ella señalándose con el pulgar—. Mí, sólo china ignorante, coronel señor. —Se expresó en un inglés burdo, aunque su dominio del idioma fuese admirable, y mientras hablaba le hizo una reverencia tras otra.
Al coronel le exasperaban sus parodias —ella era una mimo excelente, pues captaba con suma habilidad los acentos y las idiosincrasias— porque remedaban demasiado bien la realidad. Él no quería evocar esas facetas de la brumosa tierra asiática tan cercana a ellos mediante la genkainada: el desdén absoluto con que norteamericanos e ingleses por igual trataban a los chinos y los malayos, como si éstos fueran una especie infrahumana, útil tan sólo para faenas domésticas o sexuales. En aquella ocasión el coronel estrechó entre sus brazos nervudos y tostados a Cheong y la besó con fiereza en los labios, pues sabía por experiencia que ése era el único medio de hacerla callar y que cualquier expresión colérica habría servido tan sólo para espolearla.
En aquella mañana dominical Cheong estaba ya arriba manipulando verduras frescas cuando Nicholas llegó a la cocina.
Unos haces oblicuos de luz solar jaspeaban las ventanas haciéndolas centellear. Se oía el ronroneo de un avión distante maniobrando para aterrizar en Haneda. A ras del horizonte se distinguía la V voladora de los gansos que se alejaban de la elipse del sol naciente.
Él le dio un beso y se dejó abrazar.
—¿Irás hoy al dõjõ? —le preguntó ella en voz baja.
—No, si padre se queda en casa.
Cheong empezó a abrir guisantes.
—Creo que hoy te reserva una sorpresa. Por eso esperé que decidieras quedarte.
—Ya intuí que debería hacerlo —contestó él—. Quería estar aquí.
Cheong dijo, sin apartar la vista de sus legumbres:
—Llegará un tiempo en que eso no será posible.
—¿Te refieres a padre?
—No, se trata de ti.
—Creo que no te entiendo.
—Cuando tu padre y yo abandonamos Singapur, So-Peng estaba ya agonizando. Fue una muerte relativamente lenta y él tuvo mucho que hacer antes del final. Pero, según me dijo él, aquélla sería la última vez que nos veríamos. Y tenía razón. —Sus manos se movieron ágiles sobre la superficie de madera, dichosamente disociada de las palabras—. Yo sabía que debería coger a tu padre y dejar Singapur para siempre; nuestra vida nos esperaba en otra parte; estaba aquí. Pero el separarme de So-Peng me partía el corazón. Él era mi padre; verdaderamente, mucho más que un padre, y yo mucho más que una hija. Quizá fuera eso lo que nos indujese a adoptarnos mutuamente; nuestras mentalidades más bien que nuestra sangre eran las que se asemejaban.
»El día de nuestra partida, me detuve en el porche de su casa tal como hiciera tantas veces siendo niña. Entonces So-Peng me puso una mano en el brazo. Fue la primera y la última vez que me tocó durante mi edad adulta. Tu padre estaba ya en la calle.
—Ahora tú eres yo, Cheong —me dijo en ese dialecto mandarín tan peculiar que usábamos solamente para entendernos entre nosotros dentro de la casa.
—¿Qué quiso decirte?
—Lo ignoro..., sólo lo sospecho. —Cheong se limpió las manos, las hundió en un cuenco de agua fría con limón, luego reanudó su trabajo, rápida y certera; esta vez con los pepinos—. Yo lloré durante todo el camino a través del bosque hasta que alcanzamos el calvero en donde estaba aparcado el jeep. Desde luego tu padre no dijo nada, aunque le hubiese gustado sin duda hacer preguntas; él no quiso avergonzarme.
—¿Tuviste que marcharte a la fuerza? —inquirió Nicholas.
—Sí —respondió ella apartando por primera vez la vista de su trabajo—. Yo tenía mi deber para con tu padre. Eso era mi vida. Lo supe aquel mismo día, y también lo supo So-Peng. Pues le habría parecido inconcebible que me quedase con él, que abandonase mi deber. No podía suceder semejante cosa. Abandonar el deber es lo mismo que destruir lo que hace único al individuo, único y capaz de hazañas prodigiosas.
»EL deber es la esencia de la vida, Nicholas. La muerte no tiene ningún dominio sobre él. Es la inmortalidad auténtica.
Resultó que el coronel tenia libre todo el día y, como era primavera, se fue con Nicholas al jardín botánico Jindaiji para la contemplación tradicional de los cerezos en flor.
Durante el camino dejaron a Cheong en casa de Itami; ella había prometido acompañarla a casa de su tío, que estaba enfermo.
La niebla matinal se había levantado y un viento fuerte del Este barría ya los últimos jirones de bruma; unos cirros sumamente tenues se desplegaban por el cielo como pinturas impresionistas recién colgadas en alguna sala inmensa de un museo inconmensurable.
Asimismo el parque parecía haber sido dejado caer del cielo para una venta al por mayor. Los árboles cargados de flores, sus largas ramas doblándose bajo el peso de la rosada cosecha, tenían un aspecto etéreo, casi sobrenatural. Tal vez en otras estaciones del año el parque se mostrara no menos bello aunque más bien austero. Pero esto era abril, y el resplandor desplegado allí cortaba la respiración.
Quimonos y sombrillas de papel encerado y brillante se dejaban ver marchando despaciosos por senderos serpentinos bajo dos cielos, uno cercano y fragante, el otro remoto, fuera de tu alcance.
Ambos se detuvieron ante un vendedor de tofu dulce. El coronel compró una ración para cada uno y reanudaron su paseo saboreando el confite. Se cruzaron con niños bulliciosos, mimados por sus padres, y jóvenes parejas entrelazadas. Había muchos norteamericanos.
—Padre, ¿querrás contarme algo acerca del zaibatsu? —preguntó Nicholas.
El coronel se llevó una porción de tofu a la boca y masticó reflexivo.
—Bueno, estoy seguro de que tú sabes ya un poco al respecto.
—Sé que los zaibatsu son cuatro de los complejos industriales más grandes de Japón —dijo Nicholas—. También sé que durante un período breve después de la guerra se juzgó a muchos altos ejecutivos de zaibatsu por crímenes de guerra. Y verdaderamente no lo comprendo.
El coronel se vio obligado a agacharse un poco cuando pasaron por unos cerezos de ramas muy bajas. Era como si ambos estuviesen volando entre nubes de un tono rosado. La moderna Tokio parecía no haber existido jamás y ser más bien una representación viva de algún relato de ciencia ficción. El oriental paseando por allí a aquellas horas no tendría dificultad en comprenderlo. Los símbolos abundaban en Japón y adquirían por sí solos su potencia. Para el japonés no había, quizá, símbolo más poderoso que la flor del cerezo. Ella encarna renovación y purificación, amor e inefabilidad, belleza intemporal: todos ellos conceptos básicos para el espíritu japonés. Estos pensamientos desfilaron por la mente del coronel mientras él se preguntaba cómo debería abordar el tema.
—Según ocurre con todas las cosas japonesas, la respuesta no es sencilla —dijo por fin—. De hecho, tienen un origen muy distinto: la larga historia militarista de Japón. Al comienzo de la Restauración Meiji el año 1868, Japón hizo un esfuerzo fulgurante y concertado para desterrar el aislamiento y el feudalismo que habían caracterizado los doscientos años largos del poderoso shógunado Tokugawa. Eso significó también el desechar un tradicionalismo que, según estimaban muchos, era la columna vertebral del poderío japonés.
Los dos siguieron por la derecha para marchar cuesta abajo camino de un pequeño lago. El griterío infantil les llegó tamizado por el follaje.
—Pero, con esa nueva política —prosiguió el coronel—, esa occidentalización, si lo prefieres, sobrevino con toda naturalidad el lento desmoronamiento del gran poder samurai. Después de todo, ellos habían sido siempre los tradicionalistas más pétreos de Japón. Entonces se les tachó de reaccionarios porque se opusieron enérgicamente a lo que intentaba crear la Restauración Meiji. Tú sabes bien, según me consta, que desde 1582 —cuando Hideyoshi Toyotomi fuera shogun— sólo los samurai estaban autorizados a portar dos espadas..., la katana era un arma exclusiva del samurai. Luego eso cambió. La ley del Servicio Militar obligatorio prohibió el uso de la katana, y al crearse un Ejército nacional integrado por «plebeyos», se derribó con suma eficacia la barrera de las clases sociales que los samurai exaltaran desde su establecimiento el año 792 d.d.C.
Durante un rato pasearon por la orilla del lago, cuyo azul puro y frío contrastaba con el blanco rosado de las flores. Embarcaciones de juguete surcaban las aguas, al viento sus velas blancas, mientras sus minúsculos capitanes corrían gozosos por el borde del agua intentando mantenerlos en marcha.
—Sin embargo, no fue tan fácil batir a los samurai —dijo el coronel. Las diminutas velas moviéndose airosas sobre la superficie se le antojaron una estampa perfecta del pasado aniquilador de Japón—. Muchos de ellos combatieron abiertamente, y cuando se les derrotó, formaron sociedades. La principal fue una llamada Genyosha —sociedad del Tenebroso Océano—, pero hubo otras tales como la Kokuryukai o sociedad del Dragón Negro. Estas sociedades, hoy día muy activas, son organizaciones reaccionarias que creen firmemente en el imperialismo y en un destino manifiesto de Japón como adalid del mundo asiático.
»Ahora bien, la Genyosha nació en Fukuoka y sigue teniendo allí su base. Como quiera que esa parte de Kyushu sea la región de este país más próxima al continente, no es nada extraño que la Genyosha alcance allí su máxima virulencia.
Nicholas recordó las invasiones mongólicas, e imaginó los violentos sentimientos nacionalistas que habrían suscitado allí esas súbitas incursiones. Y todo ello le indujo a pensar en Satsugai.
Encontraron un banco junto al agua y tomaron asiento. En la orilla más distante del pequeño lago un niño empuñaba un haz de globos multicolores y, más allá, sobre las frondosas copas, se delineaba en el cielo la presencia frágil y trémula de una cometa; se le había dado la imagen de un ladrón lanzando llamas.
—Habiendo fallado su tentativa de derrocamiento contra el régimen Meiji, la Genyosha se dedicó a minar la Restauración desde dentro. Eran hombres inteligentes. Ellos sabían que la oligarquía Meiji, propugnante de la industrialización, requeriría la expansión económica para seguir adelante. Y, a su juicio, ello implicaba la explotación y subsiguiente subyugación de China.
—Trabajando dentro del marco político prescrito para la nueva sociedad japonesa, los hombres de la Genyosha buscaron aliados en los altos niveles gubernamentales. Tomaron como blanco principal a los miembros del Estado Mayor Central, en donde la filosofía reaccionaria era norma más bien que excepción.
»Ahí, las inminentes elecciones generales de 1882 fueron una gran ayuda. La Genyosha cerró tratos con los posibles beneficiados. Ella procuraría que esos políticos detentasen el poder y a cambio se le garantizaría la práctica de una política exterior resueltamente imperialista. Así pues, la Genyosha contrató a numerosos matones y los desplegó por todos los distritos del país. Las palizas se hicieron moneda corriente. Fueron las elecciones del miedo.
Ante ellos desfilaron dos oficiales norteamericanos con sus familias: vestían sus uniformes como si fueran una divisa sublime, y pisaban como los héroes conquistadores que eran. Quizás ellos vieran, allá donde estuviesen, todo cuanto había en torno suyo, pero no cabía duda de que no entendían nada.
—Con el implantamiento de esa política y el éxito de la expansión japonesa en Manchuria y Shanghai, llegaron los intereses de comerciantes e industriales japoneses en el extranjero. Entonces la economía creciente tuvo una importancia crucial para Japón, y el ritmo de crecimiento fue prodigioso. Ese caldo de cultivo dio origen a cuatro combinados industriales inmensos, entre ellos los zaibatsu.
—Entonces, Kansatsu tenía razón cuando dijo que la economía era tan responsable como el militarismo del camino emprendido por Japón hacia la guerra —observó pensativo Nicholas.
El coronel asintió.
—En muchos aspectos Japón era una nación primitiva según el módulo universal; el Tokugawa se había encargado de eso. Pero, por otra parte, él entendía quizá mejor que otros la pureza de su patria. Ahora bien, mucho me temo que eso sea una de las cosas que le pasaron inadvertidas a MacArthur. ¡Ah!, él sabía lo suficiente de cultura para dejar al Emperador allá donde estuviera siempre, a despecho de quienes se desmelenaban pidiendo su juicio y ejecución como criminal de guerra. Fíjate, y eso dejando aparte el hecho de que desde un principio el Emperador ha procurado ayudar cuanto ha podido a los norteamericanos después de la guerra. MacArthur sabía muy bien que cualquier tentativa para destronarle desencadenaría el caos en Japón; pues era una tradición con la que no osaban jugar ni los más poderosos shogunes.
»Sin embargo, también desde un principio los norteamericanos promovieron el mito de que la fuerza impulsora del esfuerzo de guerra japonés, se debía en su totalidad a los militares. —Se lamió los dedos pegajosos y sacó su pipa—. Nada podría haber estado tan lejos de la verdad.
Fueron los miembros del zaibatsu quienes abrumaron al país hasta tal extremo que la guerra resultó ser la única alternativa económica viable.
—Pero, ¿qué me dices del pueblo japonés en su conjunto? —preguntó Nicholas—. Seguramente no querría la guerra...
El coronel se colocó la pipa sin encender entre los dientes. Levantó la vista y contempló el suave balanceo de las ramas repletas con el viento.
—Por desgracia, esto ejemplifica la larga historia del pueblo engañado. Y eso resulta de vivir durante tanto tiempo como una sociedad feudal y rendir obediencia ciega al Emperador, al shogun, al daimyo. Termina siendo una tendencia ingénita. —Se enderezó en el banco y se encaró a medias con su hijo, sosteniendo con una mano la cazoleta de la pipa—. No es sorprendente, pues, que el sentimiento contra la guerra se hubiese generalizado apenas poco antes de la contienda. De hecho, el Partido Social-demócrata, que evidenciara una tesitura resueltamente antimilitarista cuando Japón invadió Mancharía, perdió gran parte de su cuerpo electoral en las elecciones generales de 1932, cuando Japón invadió Mancharía. El exiguo pero inextirpable Partido Comunista fue la única voz que se levantó solitaria contra el imperialismo durante aquella época. Fue un endeble junco, si acaso, en un huracán; los ijaimatsu y la Genyosha habían manipulado a los principales resortes humanos del Gobierno y de los medios de comunicación. Así que la guerra se hizo inevitable.
Ambos levantaron la vista al oírse un estrépito de pasos precipitados. Por su izquierda aparecieron dos policías uniformados bajando de tres en tres los escalones de piedra y extendiendo ambos brazos para mantener el equilibrio. Los paseantes se alarmaron. Sonó un grito estridente. Los niños miraron atónitos; sus embarcaciones de juguete marcharon balanceantes a la deriva, totalmente olvidadas. Algunos oficiales norteamericanos vacilaron unos instantes antes de salir disparados detrás de la Policía. Nicholas y el coronel se levantaron y empezaron a rodear con el gentío la orilla izquierda del lago.
Se había formado ya una gran aglomeración cuando llegaron al lugar de los hechos atajando por el césped para evitar las escaleras repletas. Cogiendo por el brazo a Nicholas, el coronel se abrió camino con el hombro en la muchedumbre. Cuando estaban ya cerca empezaron a notar empellones por todas partes. Pero la agitación fue breve, porque aparecieron muy pronto en el escenario más números de la Policía metropolitana.
La línea delantera de espectadores se abrió, permitiéndoles ver una extensión de hierba semejante al claro de un bosque. Había flores de cerezo esparcidas por el bosque como si se celebrara la vuelta del héroe a casa. Nicholas consiguió atisbar un quimono. Al principio le pareció gris, pero cuando la inquieta multitud le impelió hacia delante, pudo ver que tenía una trama de finas líneas negras y blancas que se fundían a cierta distancia. Tenía también un orillo blanco.
Cuando los policías se abrieron camino entre los mirones, aquellos que estaban ya en el claro abrieron filas, y entonces Nicholas vio un hombre arrodillado en la hierba. Su frente tocaba el suelo sembrado de flores. El brazo derecho estaba pegado al cuerpo y la mano desaparecía entre los pliegues del quimono sobre el vientre. Frente a él había un caja pequeña de palo rosa y latón, así como una larga cinta de seda que se perdía en la sombra.
Detrás de Nicholas, el coronel exclamó cogiéndole por los hombros:
—¡Ése es Hanshichiro! —Se refería al gran poeta japonés.
Nicholas se revolvió para ver mejor. Entonces logró atisbar entre el bosque de piernas inquietas el rostro del hombre arrodillado. El pelo era de un gris acerado, la faz ancha y chata, las facciones toscas. Grandes arrugas hacían descender las comisuras de la boca. Los ojos estaban cerrados. De improviso Nicholas descubrió que la cinta de seda no estaba en sombra, sino teñida. Siendo muy porosa, dejaba pasar la sangre, que se extendía por la tierra a los pies de Hanshichiro.
—Seppuku —dijo el coronel—. Así es como termina todo para el honorable.
Pero Nicholas estaba todavía cavilando sobre el orden increíble de aquello. El se había habituado a las historias de la guerra; allí la muerte era desaliñada. Pero aquí..., ¡qué serena, qué precisa, qué parecida al paso del tiempo mientras que alrededor de su quietud las aguas se agitaban revueltas!
—¿Te encuentras bien, Nicholas? —El coronel le puso una mano en el hombro y miró hacia abajo, preocupado.
Nicholas asintió.
—Creo que si. —Levantó la vista—. Sí, estoy bien. Sólo me siento... un poco extraño, como si esto hubiese sido excesivo para asimilarlo de golpe. Yo... ¿Por qué lo haría en pleno parque? ¿Acaso quería que le viera todo el mundo?
—Que le viera y tomase buena nota —dijo el coronel.
Entretanto habían dejado el lago y subían por los altozanos del parque, en donde la arboleda tapaba todo, incluso las veredas circundantes. Allá arriba Nicholas vio todavía el fluctuante dragón escupiendo su fuego al aire, como si desafiara a las corrientes que le zarandeaban.
—Era un hombre amargado y enraizado firmemente en el pretérito. No pudo reconciliarse nunca más con los nuevos caminos de Japón. —Un cochecito azul marino cargado con unos sonrosados mellizos desfiló ante ellos empujado por una matrona japonesa—. Hanshichiro era un artista genial..., y obseso. Un hombre de honor inmarcesible. Ése fue su modo de protestar contra la marcha de Japón hacia el futuro, un futuro que, según él, le destruirá en última instancia. —Un joven marinero norteamericano y su novia japonesa se les aproximaron desde la cima riendo y entrelazando las manos... El marinero rodeó la cintura de la chica y le dio un beso en la mejilla. Ella rió entre dientes y apartó la cara. Su cabello ondeó al viento pareciendo rebelarse, como el cuerpo articulado del dragón.
—Y hay muchos semejantes a Hanshichiro —observó Nicholas—. Satsugai nació en Fukuoka, ¿verdad?
El coronel miró meditativo a su hijo. Se detuvo y hurgó en un bolsillo de su chaqueta. Sacó la bolsa de tabaco y emprendió las manipulaciones habituales para cargar su pipa.
Sin dejar de observar al dragón que volaba alto sobre su cabeza, Nicholas dijo:
—He leído la Constitución, padre. Sé que tú interviniste en su elaboración. No es japonesa, pero sí muy democrática. Mucho más que la política del Gobierno actual. Políticamente Japón se ha inclinado demasiado hacia la derecha; no se desmanteló jamás a los zaibatsu. Subsiste intacto casi todo el personal anterior a la guerra. Yo no lo entiendo.
El coronel sacó un encendedor «Ronson» de color gris militar y, volviéndose de espaldas al viento, hizo brotar la llama con el pulgar. Aspiró profundamente tres o cuatro veces, exhalando casi un suspiro de satisfacción antes de soltar la tapa automática del encendedor.
—Quiero saber cuáles son tus sentimientos antes de responder a eso. ¿Te preocupa que Hanshichiro haya muerto? ¿O el haber presenciado cómo se quita la vida un hombre?
—No lo sé. No lo sé, de verdad. —Nicholas pasó la mano por la barandilla metálica que corría a lo largo del sendero, agradeciendo el contacto frío del metal con su piel—. No sé si habrá tenido ya efecto. Es como una película, no la vida real. Yo no le conocía y tampoco me era conocido su trabajo. La escena me ha entristecido, supongo yo, pero no sé explicar el porqué. Él hizo lo que deseaba hacer.
El coronel chupó la pipa, sopesando lo que acababa de decir su hijo. ¿Qué habría esperado él? ¿Lágrimas? ¿Agitación histérica? Temió el momento de regresar a casa y contárselo a Cheong. A ella le encantaba la poesía del anciano. Él cometía una tremenda injusticia pensando que la muerte del poeta debiera afectar a Nicholas tanto como a él mismo. Sus respectivas experiencias no eran las mismas, y tampoco lo eran sus generaciones; en cualquier caso, Nicholas no tenía el mismo sentido de la Historia que él y Cheong. Y desde luego la enfocaba con una perspectiva muy diferente. Por unos instantes pensó en Satsugai. Pocas cosas le pasaban inadvertidas a Nicholas. Él debería observarle en lo sucesivo con la máxima atención.
—Aunque el camino emprendido por los norteamericanos fuera el hacer totalmente culpables de la guerra a los militares —dijo el coronel—, justo es recordar que se practicó una purga entre los zaibatsu. Ahora bien, hubo tanta incineración de muchos documentos originales y tanta falsificación deliberada de otros muchos, que un gran número de altos ejecutivos lograron pasar inadvertidos. Otros no, por supuesto, y consecuentemente se les juzgó y condenó por crímenes de guerra.
Ambos caminaron hacia la puerta orientada al Este, ante la cual habían aparcado su coche.
—Ahora bien, los norteamericanos vinieron aquí animados de las mejores intenciones. —El coronel tiró de su pipa y exhaló el humo azulado—. Recuerdo bien el día que terminamos de redactar la nueva Constitución y la dejamos caer como otra bomba atómica sobre el Primer Ministro y el ministro de Asuntos Exteriores. Ambos quedaron anonadados. Aquello no era una Constitución japonesa; tenía un espíritu absolutamente occidental, eso es cierto. Pero a MacArthur le guiaba el firme propósito de mantener el país al margen de su pasado feudal, que se le antojaba sumamente peligroso. Su punto esencial era que se debería arrebatar todo el poder al Emperador para depositarlo en manos del pueblo japonés, aunque manteniéndole a él como símbolo del Estado.
—¿Y qué sucedió entonces? —inquirió Nicholas.
—El año 1947 Washington dio una vuelta en redondo por mediación de MacArthur. Se anularon diversos derechos, se sobreseyeron numerosas sentencias por crímenes de guerra y se rehabilitó a los líderes de los zaibatsu devolviéndoles la preeminencia que habían tenido antes de la guerra.
—Todo eso parece muy contradictorio.
—Sólo si lo enfocas desde un ángulo exclusivamente japonés —dijo el coronel—. Escucha, Norteamérica tiene un miedo cerval al comunismo universal; los norteamericanos recurrirán a cualquier cosa para atajar su difusión. Si no, fíjate cómo han ayudado a Francia y España, y aquí a Chiang Kai Shek. Ellos creen que el fascismo es su mejor arma contra el comunismo.
—Entonces, los norteamericanos han desestimado deliberadamente su propia Constitución para Japón, reinstaurando los zaibatsu reaccionarios, guiándonos en dirección del ala derecha.
El coronel asintió pero no hizo comentario alguno. Ahora se sintió como si temiese no llegar nunca a la puerta del parque y aquello fuera un viaje incierto a pie que él no estuviese ya en condiciones de terminar.
—Sentémonos aquí un minuto —dijo bajando la voz.
Pasaron por encima de la baja barandilla y se dejaron caer sobre un trozo de césped bañado en sol. No obstante, el coronel sintió escalofríos y se encogió para guarecerse del viento. Finas hojas nubosas navegaron a ratos sobre sus cabezas, cruzándose con el sol y proyectando breves sombras que danzaron cual espectros sobre el vasto césped. Las flores de cerezo murmuraron; un par de perros ladraron recordando el sonido de una batería; una mariposa pardusca y blanca revoloteó errante sobre las briznas de hierba..., alegre danzarina sin pareja. El día le pareció un haiku al coronel, perfecto y triste a un tiempo, capaz de hacer saltar las lágrimas. Se preguntó por qué parecerían apesadumbrados tantos haiku.
El coronel había presenciado muchas muertes en su día: muertes de hombres que él conocía y de otros que no. Con el tiempo uno se va recubriendo de un caparazón contra el que rebotan esos desastres personales; y si no ocurre así, se perderá el juicio.
Aquella muerte dentro del parque, en un día primaveral y soleado, entre niños..., los herederos de Japón, había sido diferente. El coronel se sintió abatido. Al igual que César volviendo a Roma desde los brazos de Cleopatra, desde el verano eterno a los fríos de marzo. Pensó en el águila circunvolando la efigie de César en la plaza; el augurio. Y se le antojó que aquel suicidio importante del que fuera testigo, era también una especie de augurio. Pero no supo qué podría augurar.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Nicholas. Y puso la mano en el brazo de su padre.
—¿Qué? —Por un momento los ojos del coronel parecieron mirar muy lejos—. ¡Ah, sí! Estupendamente bien, Nicholas. No te preocupes. Sólo estaba pensando sobre la forma de participar a tu madre la muerte de Hanshichiro. Ella se apenará mucho...
Guardó silencio durante un rato, contemplando las flores rosadas en torno suyo. Al cabo de un rato se sintió más tranquilo.
—Padre, necesito preguntarte algo.
Podría haber llegado el momento que temiera el coronel, pero el tono de Nicholas reveló a su padre que se había pasado mucho tiempo cavilando sobre esa pregunta.
—¿De qué se trata?
—¿Pertenece Satsugai a la Genyosha?
—¿Por qué lo preguntas?
—Parece una pregunta bastante lógica. Satsugai capitanea uno de los zaibatsu, es un reaccionario virulento a juzgar por su filosofía, y ha nacido en Fukoaka. —Nicholas se volvió hacia su padre—. Francamente, me sorprendería que no fuese un miembro. ¿No fue eso lo que le permitió recuperar el poder después de la purga de 1947?
—¡Ah! —exclamó juicioso el coronel—. ¡Ah! Una conjetura muy lógica, Nicholas. Eres muy observador. —El coronel pensó unos instantes. A su izquierda varios chorlitos grises levantaron el vuelo, estrepitosos, desde las copas de los árboles, los circunvolaron una vez y luego se dirigieron hacia el Oeste, camino del sol.
Más allá, el dragón cometa se vio obligado a descender, requerido por unas manos invisibles; el día tocó a su fin.
—La Genyosha —dijo el coronel, midiendo cuidadosamente sus palabras— fue fundada por Hiraoka Kotaro. El más fiable de sus lugartenientes fue Minusai Sjokan. Satsugai es hijo suyo.
Nicholas dejó pasar unos momentos antes de decir:
—¿Significa eso una respuesta afirmativa?
El coronel asintió mientras pensaba en otra cosa.
—¿Sabes por qué Satsugai dio el nombre de Saigo a su único hijo?
—No.
—¿Recuerdas que, según te dije, la Genyosha decidió trabajar al principio dentro del marco político del país? ¿Sí? Pues bien, llegó a esa conclusión por el camino más dificultoso. La ley sobre el servicio militar dividió a la oligarquía Meiji en tres facciones. Una de ellas fue acaudillada por un hombre llamado Saigo. El era el líder de los samurai ultraconservadores. El año 1877 Saigo condujo a treinta mil de sus samurai al campo de batalla contra un ejército regular moderno desplegado por el Gobierno Meiji. Éste, armado con rifles y piezas de artillería, derrotó sin dificultad a los samurai.
—¡Lo conozco, desde luego! —exclamó Nicholas—. La rebelión Satsuma. Nunca se me ocurrió relacionar esos nombres. —Rompió un tallo de hierba—. Ése fue el último levantamiento samurai, ¿verdad?
—Sí, el último. —El coronel se levantó sintiéndose capaz al fin de enfrentarse con el mundo exterior... y el rostro entristecido de Cheong. Él no podía soportar que su esposa se pusiera triste.
Cruzaron el resto del parque, pasaron bajo el alto arco metálico. A sus espaldas el cielo quedó despejado de dragones, el sol se perdió entre los densos jirones de niebla que enrojecían el firmamento cual una gota de sangre.
Aquella noche ambos soñaron con la muerte de Hanshichiro. Cada cual a su modo.