… y sin dinero

La primera vez que le dije a mi madre que necesitaba un móvil, mi madre dijo: «Pero tú de qué vas, chaval», y pasó a otro tema. Dime a mí si es normal que tu madre te conteste de la misma forma que Yihad, el chulo de mi barrio. En ese ambiente me estoy criando.

El Orejones ya tiene un móvil desde hace tiempo. Claro, él siempre lo tiene todo antes que nadie: se lo compró su madre porque se sentía culpable cuando se casó con el simple de Pepín. No veas la suerte que tiene. Con el móvil, quiero decir, no con Pepín.

Para empezar, el Orejones puede hacer ese gesto que hacen los del Baronesa Thyssen, ese de sacarse el móvil del bolsillo, mirar la hora bajando la cabeza para un lado y dejarlo luego que se caiga otra vez en el pantalón. Te juro que si vieras ese gesto te entraría una envidia que no te cabría en el pecho. Pero es que además un móvil tiene más prestaciones, por ejemplo, con móvil uno puede llegar a su casa a la hora que le dé la gana, basta con que vayas llamando a tu madre cada media hora para decirle que te retrasas y en ese plan. Las madres se creen que eres superresponsable y te ponen de ejemplo ante otras madres:

—Mi hijo, si va a llegar media hora tarde, me pone un sms.

—¡Qué suerte has tenido con ese hijo! —dice una.

—Eso no lo hacen todos —dice otra.

El Orejones, por ejemplo, un ejemplo, está tan a gusto en mi casa probándole a la Chirli unos estilismos, cuando, de pronto, se acuerda de su madre. Pero se acuerda de su madre sin estresarse como me pasa a mí cuando me acuerdo de la mía, que me empiezan a sudar los alerones, no, él se saca el móvil del bolsillo sin perder la calma, mira la hora de lado (o sea, supercopiando a los del Baronesa) y la llama. Le dice: «Oyes, mami, que se me va a hacer un poco tarde porque estoy ayudando a Manolito con su hermana». Y su madre le dice: «Ay, Ore, siempre haciendo cosas por tus amigos». Tal cual. Y luego vuelve a llamarla otra vez y otra y otra para decirle, con todo su morro, que se va a retrasar un poco más porque mi madre le ha pedido que dé de cenar a la Chirli, pero que ante todo lo que no quisiera es que ella se preocupara. Tal cual. A su madre se le deben de inundar los ojos de lágrimas. Yo vomito. El Orejones es un niño que se sabe vender.

De esta manera que te cuento, dándole largas a su madre, el Orejones se sienta a la mesa día sí día no y cena con nosotros, como uno más. Es el rey de las autoinvitaciones. Mi madre le suele tirar alguna pulla. Le dice, por ejemplo: «Qué tranquila debe de estar tu madre contigo, cariño». O, por ejemplo: «Dicen que donde comen tres comen cuatro, pero no es verdad, si hay cuatro tienes que hacer cena para cuatro».

Cualquier niño se daría cuenta de que le están lanzando una indirecta en toda la línea de flotación pero el Orejones es un niño al que las indirectas le resbalan y vive feliz, haciendo lo que le sale del bolo. A veces mi madre le toma manía, y aunque me veo en la obligación de defenderlo cuando se va, porque yo soy amigo de mis amigos, por dentro también le tomo manía: por tener móvil y por tener tanto morro.

Yo, que en la actualidad no tengo reloj ni tampoco móvil, lo que tengo es que llegar a casa a mi hora. No me queda otra. Me puedo guiar bastante porque mi vida es a, b y c, y sé la hora a la que se va Yihad, a la que se va Melody, a la que llega Bernabé, a la que sale mi abuelo del Tropezón y esa hora en la que el Imbécil dice, me suenan las tripas, porque tiene una barriga que habla cuando tiene hambre. Hay veces, y que me caiga muerto ahora mismo si miento, que a eso de las ocho y media de la tarde pones el oído en la barriga del Imbécil y puedes oír perfectamente la voz de un octavo pasajero que dice: «Échame de comer». Me dan escalofríos sólo de recordarlo.

El caso es que hace tiempo que le vengo diciendo a mi madre que quiero un móvil. Siempre soy el último en tenerlo todo. Yihad cada dos por tres tiene uno distinto, porque su hermano mayor, el que está en régimen abierto, le va dando móviles: en la cárcel se ve que se los regalan. Y Melody Martínez tiene también porque su policía-protector la llama cada dos por tres, a ver si no se ha fugado, como es tradición en su familia.

A mí a veces mi abuelo me deja el suyo. Pero el de mi abuelo es de grande como un teléfono fijo y no se puede hacer el gesto «Baronesa Thyssen» porque no te entra en el bolsillo. Se lo regalaron hace años en la Caja de Ahorros de Castilla-La Mancha. Yo pensé en cambiar mi fortuna a esa caja de ahorros, para ver si me regalaban un móvil, pero mi abuelo dijo que su Caja también estaba para el rescate. Qué mala suerte tenemos en mi familia con los bancos.

A mí me da un poco de vergüenza llevar el móvil de mi abuelo al parque, pero él no lo quiere cambiar porque en los otros modelos no le caben los dedos y se le marcan varios números a la vez. Además, mi abuelo no lo usa nunca. Sólo lo tiene porque mi madre le hace una llamada perdida para que despegue el brazo de la barra del Tropezón y suba a casa. También tiene un busca colgado al cuello de esos que les ponen a los abuelos por si se caen en la bañera y no se saben levantar. A veces le decimos a mi abuelo que sólo le falta llevar un chip como a la Boni por si se pierde y él dice que por mucho aparato que se lleve encima en la vida lo que tenga que ser será.

Todo esto te lo he contado para ponerte en antecedentes penales, pero comencemos esta terrible historia desde el principio de los tiempos.

El principio de los tiempos es hace poco, un mes o así, la tarde en que al volver del colegio mi madre, sin esperar a que nos quitáramos siquiera la mochila, nos dijo que la Chirli iba a cumplir años, que nunca se vuelven a cumplir tres años en la vida y que había que celebrarlo por todo lo alto. Hasta ahí todo bien. Pero a eso añadió algo que nos dejó bastante boquiabiertos. Dijo que lo que hacen los hermanos ideales de todo el mundo mundial es reunir un dinero y comprarle a su hermana pequeña un regalo. Nos quedamos un momento callados, pensando al unísono si nosotros éramos tan ideales como esos hermanos de los que hablaba mi madre.

Y no.

Yo le dije, por intentar sonsacarle algo de información sobre mi capital bancario, que vale, que de acuerdo, pero que mi dinero yo lo pensaba sacar de Bankia. Tenías que haber visto la cara que me puso. Me dijo: «En qué hora hiciste la comunión y te regaló una cuenta la Luisa, Dios mío, qué pesado, en vez de decirme, mamá, saca ese dinero cuando quieras si te hace falta para algo de la casa».

Ahora sí que estaba claro, se había delatado ella solita. Así es como las madres se allanan el terreno antes de confesarte que te han robado.

Y luego le llegó el turno al Imbécil. El Imbécil le dijo que él no tenía que hacerle un regalo a la Chirli hasta que ella no le hiciera un regalo a él, que ésa era la Ley de los Regalos.

El Imbécil siempre parece que habla como si acabara de leer un libro sagrado. Es un libro sagrado que tiene respuestas para todas las problemáticas de la vida. Mi madre se quedó un momento mordiéndose una uña, pensando en qué contestarle. Yo estaba superintrigado porque a mí mi madre me lleva la contraria sin pensárselo dos veces pero con el Imbécil tiene mucho más cuidado, porque es el niño sagrado del libro sagrado. Nadie le contradice.

—Pues por esta vez nos vamos a saltar esa famosa Ley de los Regalos y tú vas a poner un poco de dinero y Manolito otro poco…

—Mejor Manolo, mamá…

—Manolo o Manolito, qué más da. Y no me llevéis tanto la contraria, por dios, que sólo os estoy pidiendo que saquéis un poco de dinero de las huchas y que tengáis un detalle con vuestra hermana, que mira que sois roñosos, que ya es hora de que penséis un poco en los demás, que estoy harta de ser yo la que siempre piensa en los demás, que…

Nos dio una charla de una media hora (más o menos, ya no tenía mi Casio para cronometrarla) y nosotros nos quedamos mirando al infinito. Mirar al infinito es lo mejor que puedes hacer cuando te dan una charla: escuchas el principio, te pones a pensar en tus cosas durante toda la mitad, y luego vuelves a atender cuando ves que la cosa se está acabando. Era mi táctica en misa. Eso sí, con mi madre tienes que estar de verdad atento a la última frase porque ella es superdesconfiada y puede que al final te pregunte: «¿Y qué dices a eso?», y que tú no sepas de qué te estaba hablando, o peor, que se te ocurra decir «pues qué bien…», y se monte un pollo porque ella a lo mejor lo que te estaba diciendo es que hay niños en este mundo que preferirían que su hermano pequeño no hubiera nacido con tal de no compartir y que eso a ti qué te parece. Eso me pasó a mí una vez, que por agradarla le dije que me parecía bien y la lie parda.

Después de que vimos que no había manera de librarse de comprarle un regalo a la Chirli, tuvimos que enfrentarnos a la realidad: cuánto dinero sacábamos de nuestros cerdos. El Imbécil metió la mano en la barriga de su cerdo y rebuscó un rato hasta que sacó veinte céntimos de euro. Muy fuerte. Lo puso encima de la mesa y me dijo: «Tú pones más, que eres es el mayor. Es la Ley de los Regalos».

Iba a chivarme a mi madre pero luego pensé que igual mi madre, en el peor de los casos, se ponía de parte de esa ley, así que decidí negociar con él. Fue una negociación dura. Al final conseguí que pusiera cinco euros. Y yo puse diez, porque él decía que el hermano mayor ponía el doble, y no hubo manera de hacerle entrar en razón.

Yo, la verdad, nunca había llevado quince euros en el bolsillo y estaba algo nervioso. Mi paga es de diez euros. Y no me la dan por mi cara bonita. Para nada. Tengo que bajar la basura, poner y quitar la mesa, hacer mi litera, y hacer recados. Lo de cuidar de mis hermanos es gratis. Vivo esclavizado. Además, mi abuelo se cree que nos cuida pero desde hace tiempo tengo que ir yo detrás de él porque se olvida que ha dejado la cafetera en el fuego, se olvida de ponerse la dentadura, se olvida de subirse la bragueta o se olvida de que a la Chirli no se la puede dejar sola con la ventana de la terraza abierta. Pero no me chivo a mi madre para que ella no se queje de él.

Cuando mi madre se queja mi abuelo se rebota y dice que ahí nos quedamos y que se vuelve al pueblo. Y a mí me da mucho miedo que eso sea verdad, aunque mi abuelo dice que es un teatrillo que hacen y siempre me repite lo de que estamos más unidos que nunca por todas las hipotecas que debemos. Tampoco me he chivado de que a veces se deja unas gotillas en la taza del váter. Yo le digo al oído cuando vuelve al salón: «Abu, ¿has limpiado las gotillas?» Aunque a veces no le pillo porque se ha marchado ya al Tropezón y las tengo que limpiar yo. No lo hago por gusto, no te vayas a creer que soy un maniático de la limpieza, lo hago porque a mi madre le ponen enferma las gotillas y como se encuentre una, aunque sea microscópica, se pone a dar una charla general sobre la lata que es que haya tantos hombres (con sus pitos correspondientes) en esta casa y que no sabemos la alegría tan grande que se llevó al ver que Chirli era una niña y así no habría otro dejando gotillas a diestro y siniestro.

Yo y el Imbécil nos bajamos a la calle con la intención de ir a comprar el regalo de la Chirli. Primero entramos al Tropezón a cambiar las monedas por billetes. El señor Ezequiel se rebotó un montón porque le dejamos todas las monedas en el mostrador. Y, para colmo, el Imbécil, como no llegaba bien para ver dónde las echaba, dejó caer las suyas encima del plato de la tapa del día: unas banderillas de aceituna, pepinillo y pimiento rojo. El señor Ezequiel dijo: «Me cagüen en los niños de los c…», aunque después de sacar una por una las banderillas y colocarlas en un plato limpio, el tío se enrolló y nos dio los tres billetes. Para algo tiene que servir que mi abuelo sea su cliente estrella.

Cuando estábamos en la calle le dije al Imbécil que íbamos a ir a Isla Azul, que es el centro comercial más importante de Europa, según dice un folleto que te dan en el propio centro y donde nos llevó mi padre las pasadas Navidades a jugar a los bolos. Fue una cosa rara porque mi padre no es uno de esos padres de hacer actividades con los hijos. Yo casi lo prefiero porque, por ejemplo, a veces se han dado casos como el del padre del Orejones y el simple de Pepín el verano pasado, que se han puesto a competir organizándole actividades, y como resultado de esta brutal competencia han entrado en bucle y el Orejones no ha salido del centro Xanadú en un mes. Todo el mes de agosto esquiando. Como si fuera un hijo de Urdangarín, aunque en verano y en la carretera de Andalucía. A mí me dio bastante pena porque el Orejones lo pasó muy mal. No es un tío al que le vaya el deporte de alta montaña, ni el de baja montaña tampoco. Al Orejones no le saques de hacer estilismos y coreografías.

El caso es que en Isla Azul habíamos estado una vez jugando a los bolos, después de que mi madre le diera la charla a mi padre con que nos tenía que sacar porque hacer actividades era algo que un hijo recordaría toda su vida. Yo recordaré de ese día que el Imbécil tenía la mano demasiado pequeña para agarrar la bola y que entonces mi padre hacía como que le ayudaba, pero en realidad le hacía todo el trabajo. Y yo me enfadé y dije, así también gano yo a los bolos, y mi padre me guiñó el ojo para que yo no dijera nada porque el Imbécil era pequeño, pero di que el Imbécil encima de no tirar él de verdad la bola se ponía a presumir de lo bien que la tiraba y yo dije que así yo no jugaba, que encima no le iba a felicitar y me senté en una silla y miré para otro lado, como si no estuviera en la bolera sino esperando para entrar en la consulta del doctor Morales.

Entonces, el Imbécil se rebotó, dijo que lo que pasaba es que me daba envidia que él ganara y dijo que él tampoco jugaba y se sentó delante de los bolos. Te lo juro. El encargado se acercó y le dijo a mi padre: «Por favor, señor, baje de ahí al niño que la pista se me deteriora», y entonces mi padre se puso a tratar de convencer en plan suavón al Imbécil para que se bajara: por favor, Nico (de cara a la galería se llama Nico), por favor. Patético. Es que mi padre pasa tanto tiempo fuera que no sabe cómo va la cosa de la educación. Y la gente mirando, claro. Y una señora decía, en la actualidad los padres no saben educar y así va España, a la deriva.

Así que yo, para que mi padre no hiciera más el ridículo, fui y le dije al Imbécil al oído que si no se bajaba no le hablaría durante una semana. Se bajó porque soy su líder. Son medidas que sólo tomo en casos de crisis aguda.

Nos volvimos a casa. Mi madre preguntó que qué tal. Mi padre dijo que bien, pero ya no nos ha vuelto a sacar nunca más porque no quiere líos.

A lo que íbamos, cuando tuvimos el dinero cambiado en billetes nos encontramos al Orejones que iba, como todas las tardes, a nuestra casa. La excusa de cara a la galería es verme a mí, que soy su amigo, pero la verdad verdadera es que el Orejones es un apalancao y lo que le gusta es vivir con nosotros el mayor tiempo posible. Como familia le gustamos más que la suya. Imagínate entonces cómo es la suya. Le dijimos que íbamos a Isla Azul a comprarle a la Chirli un juguete educativo. Había sido idea del Imbécil, que es un vengativo, y pensó que ya que nos hacían comprar un regalo a nuestra hermana se lo compraríamos educativo.

Pero mientras teníamos esa conversación en la esquina de mi casa ocurrió algo que no sé cómo explicar: la Chirli se asomó a la ventana. La suele asomar mi madre a la hora en que piensa que va a venir el Orejones para decirle hola con la mano. La Chirli lo adora y no podemos hacer nada por evitarlo.

Pero yo sabía que mi madre esa tarde no estaba, y a mí de pronto me entró un miedo horrible de que mi abuelo se hubiera dormido y ella estuviera sola encima de la banqueta. Entonces empecé a chillar, empecé a llamar a gritos a mi abuelo y como mi abuelo no contestaba, le dije al Imbécil y al Orejones que se quedaran allí, distrayéndola, mientras yo subía a casa. Ella parecía la de siempre, con sus rizos para arriba y para los lados, y su sonrisa supergrande con las dos paletas separadas y sus ganas de vernos.

Subí las escaleras de dos en dos. Y digo que no sé cómo explicar lo que pasó porque me dio tanto miedo que Chirli se apoyara en la ventana y pudiera caerse que mientras subía notaba que me sudaban las sienes y las gafas se me resbalaban, porque ya hace tiempo que me quité la goma con la que mi madre me las ataba a la cabeza.

Abrí la puerta con la llave que llevo colgada al cuello y que no uso casi nunca porque siempre hay gente y entré en el salón. No había nadie. Fui de puntillas hasta la terraza. Lo primero que vi fue a la Chirli, solita, subida en la banqueta, apoyada en la ventana. Lo segundo que vi fue a mi abuelo, que estaba medio tumbado en la cama, con el periódico abierto tapándole como si fuera una colcha y él con la boca abierta, como se pone cuando ha cogido bien el sueño.

Dije bajito «hola, Chirliiiiii», para que no se asustara si me oía, como cuando saludas a un perro que pasa por tu lado. Ella se volvió un poco y entonces yo la agarré por detrás y la empujé hacia el suelo con tanta fuerza que nos caímos los dos de espaldas. Ella se reía, porque se creía que estábamos jugando, y yo, con la cara en su espalda, empecé a llorar, pero nunca-nunca le he contado a nadie que lloré esa tarde. Mi abuelo entonces se despertó y dijo: «Ah, Manolito, dale un yogur a tu hermana y el plátano que hay encima de la mesa que me ha dicho tu madre que no se me olvide».

Cerré la ventana. Le dije a mi abuelo: «Abu, no abras la ventana ya», y él me dijo: «La habrá abierto alguien porque yo siempre tengo cuidado de que esté cerrada».

Le di a la Chirli el plátano y el yogur y ella se lo empezó a comer cantando y llenándose los rizos de plátano y de yogur. No me digas cómo lo hace, pero hay noches en que por mucho que mi madre la bañe hemos encontrado en sus rizos algún garbanzo del día anterior.

Bajé las escaleras, ahora mucho más despacio y con las piernas flojas. Allí estaban el Orejones y el Imbécil hablando de juegos educativos y riéndose. Ni se habían preocupado, ni estaban pendientes de lo que pasaba arriba, ni habían pensado que una niña de casi tres años asomada a una ventana es algo que está prohibido por el Defensor del Menor. Con un poco de suerte, creo que un día conseguiré el récord del tío más joven de la historia que ha tenido un infarto.

La cosa es que cuando el Orejones dijo que a la Chirli lo que había que comprarle era el disfraz oficial de Lady Gaga y el Imbécil dijo que no, que eso no era educativo, yo, por primera vez en mi vida, le di la razón a mi amigo Ore, que además se ofreció a poner diez euros de su propio cerdo. El Imbécil no podía luchar contra dos y se nos unió y los tres volvimos a casa para sacarle a mi abuelo veinte euros más, y a Melody Martínez, que nos la encontramos por la calle, la convencimos para que pusiera cinco, un poco en calidad de «cuñada», por resumir.

Y siguiendo instrucciones del Orejones que, también por primera vez en la historia, se había convertido en líder de masas, decidimos que ya no iríamos a Isla Azul, el centro más importante de Europa, sino a la Puerta del Sol, que no está en Carabanchel pero también es bastante conocida, porque dijo el Orejones que allí estaba la tienda de disfraces donde se vestía la propia Lady Gaga. Bueno, esto era una información del Orejones que nunca he podido demostrar. También mi padrino Bernabé dice que él se compra los peluquines en la misma tienda de la Puerta del Sol donde se los compraba Frank Sinatra (antes de morir).

Podridos de dinero íbamos al día siguiente para el metro el Orejones, yo y el Imbécil. También nos seguía Melody Martínez, que quería venir aunque tiene prohibido salir del barrio. Nosotros también tenemos prohibido salir del barrio, pero lo íbamos a hacer a escondidillas por una causa justa que sería recordada en los libros de historia de Carabanchel Alto. Hay veces que hacer el bien tiene sus riesgos.

Cuando íbamos a entrar en el metro nos encontramos al chulo de Yihad, que nos dijo que se venía. También nos dijo que si éramos tantos nos convenía coger un taxi. Luego, repasando esa tarde que nunca olvidaré, he pensado muchas veces en su frase. No sé a quién le convenía coger un taxi porque lo que es él no puso ni un euro: el dinero era del Orejones, Melody, yo y el Imbécil de lo que habíamos llamado el «fondo Chirli».

Al entrar en el taxi, Yihad dijo que Melody no cabía y la dejamos en la parada. A mí me dio pena porque Melody había puesto dinero en calidad de «cuñada» y Yihad en calidad de «chulo» no había puesto nada, pero como siempre que está delante de Yihad, me callo lo que pienso, y no me atreví a defenderla. Yo creo que cuando tenga lentillas la cosa cambiará.

Nos montamos en el taxi y el taxista nos dijo que dónde estaba nuestra madre y Yihad le dijo que esperándonos en Sol. El taxista entonces dijo que si llevábamos dinero y todos me miraron a mí y yo tuve que decir que sí. Yo no sabía cuánto podía costar el taxi porque nosotros somos de la gente que siempre va en metro, pero como estábamos podridos de dinero, pensé que teníamos para dar y regalar.

Doce euros y un poco más nos costó. Casi me da otro infarto. Y los otros como si nada, como si no fuera con ellos. Se bajaron del taxi y yo me tuve que quedar ahí sacando el dinero del bolsillo. Me hice tal lío que el taxista me tuvo que coger las monedas y el billete de la mano, porque cuando me pongo nervioso no me salen las cuentas. El hombre se portó tan bien que le dejé un euro de propina. No sé si es lo que se suele dejar pero el tío se quedó bastante contento. Es la primera propina que he dado en mi vida. Y la última. De momento.

Yo quería llevar al Imbécil de la mano, pero el Imbécil me miró y me dijo, pero tú de qué vas. Así de chulito se pone. No quería quedar como el pequeño y, además, estaba el tío encantado en medio del Orejones y de Yihad que le decían, Nico por aquí, Nico por allá. Y yo iba un paso por detrás de ellos, como si fuera el guardaespaldas de ese niño conocido por Nico. Yihad dijo que lo suyo es que nos compráramos algo de merendar. Yo dije que primero compráramos el regalo y luego que ya veríamos, pero ellos ya habían entrado a Rodilla y tuve que comprarles a cada uno un sándwich de foie-gras de 0,95. Yo me compré otro para no parecer un pringao y pedí cuatro vasos de agua y me dieron sólo uno porque dijo la chica que ahí no se iba a merendar gratis. Luego, en la caja, también acabé abriendo la mano para que la chica me ayudara porque a mí me pones a multiplicar 0,95 por cuatro y me entran los temblores de la muerte. A ésta no le dejé propina, por lo de los vasos de agua.

Ellos iban hablando. A veces, Yihad le pasaba el brazo por el hombro a mi hermano, y yo hacía por meterme en la conversación pero estaba quemado y no me salía bien. El Orejones no sabía de verdad dónde estaba Chirigota’s, la tienda esa famosa en la que a él le compran siempre los disfraces. El Orejones siempre lleva los disfraces perfectos hasta el último detalle. Hace dos años iba de Batman y llevaba de Batman hasta los calzoncillos, que se pasó el día enseñándolos, y el año pasado fue de Mario Vaquerizo pero nadie lo entendió y lo confundían con Morticia Adams.

Yo le dije al Orejones que llamara a su madre para preguntarle cuál era la calle de Chirigota’s y él me dijo que a su madre no le podía decir que se había ido a Sol y que prefería no llamarla. Así que fuimos como tontos preguntando por la tienda, pero la mitad de los que nos encontrábamos no hablaban español y la otra mitad parecían de Carabanchel como nosotros, o sea, que no tenían ni idea.

Al principio mandábamos a preguntar al Imbécil, porque era el más pequeño y porque siempre le cae bien a la gente, es un niño con un físico que engaña, pero un señor le dijo que ya no eran horas para que un niño de la infancia fuera por la calle preguntando a desconocidos y nos entró un poco de acojone por si nos podían detener. Había señoras pintadas todavía más que la Luisa y enseñando las tetas porque eran mujeres de la vida, como las llama mi abuelo y creo que no hace falta que dé más detalles. Yihad hacía como que él había estado mil veces en un ambiente como ése, hasta que una de ellas le soltó que ya era hora de que los niños se fueran a la cama y se quedó supercortado. Fue para mí la única alegría de la tarde.

Yo tenía ganas de irme a mi casa. Yo soy uno de esos tíos a los que las aventuras dejan de gustarle cuando empiezan a salir mal. Ya estaba a punto de decirle al Imbécil que se fuera despidiendo de sus amigos porque nosotros nos íbamos al metro, cuando el Orejones nos señaló el letrero salvador: «Chirigota’s, el universo del disfraz», y nos colamos corriendo. Date cuenta de que, aunque todos hacíamos como que no, teníamos un miedo que te cagas.

El señor dependiente nos dijo que casi estaban cerrando. Le dijimos que queríamos un disfraz de Lady Gaga y entonces él nos miró de arriba abajo a los cuatro y nos dijo que si no nos acompañaba nadie. En España a los niños de la infancia no se les tiene consideración: te ven de noche en el centro de Madrid y ya te están preguntando por tu madre. Yo le dije que nuestras madres se habían quedado en la calle, esperándonos, y el hombre miró por el escaparate y vio a dos mujeres de la vida y luego nos miró a nosotros, como si quisiera encontrarnos un parecido.

El tío, sin muchas ganas, nos sacó entonces los tres disfraces diferentes que tenía de Lady Gaga. En realidad, sólo cambiaban las pelucas, una era verde, otra rosa y la otra blanca. El resto, ya se sabe, el típico vestido plateado, las medias y las gafas de tigresa. El Orejones le dijo al dependiente que con qué zapatos iba el traje y el dependiente le dijo que no venía con zapatos. Y el Orejones, que iba en plan experto de los macroconciertos, dijo que eso no podía ser porque lo más importante de Lady Gaga eran los zapatos. El dependiente le dijo que ellos no hacían zapatos de taconazo para que las niñas de tres años se estamparan contra el suelo y las madres de esas niñas los denunciaran luego, que bastante habían tenido con niños que se creían que por llevar la capa de Superman pueden volar o niños que por ir de Spiderman se habían puesto a escalar fachadas. Pero que, claro, si nuestras madres estaban de acuerdo con ponerle taconazos a una pobre niña de tres años (y entonces hizo un gestillo señalando a las dos mujeres de la vida) lo que podíamos hacer entonces era ir a la zapatería de al lado, que era de disfraces de flamenca y tenían tacones hasta para niñas de pecho.

El Orejones y yo la tuvimos gorda, porque él se puso en plan purista y decía que no estaba por la labor de comprar un disfraz de LG sin los zapatos perfectos. Date cuenta de que en la función de Navidad el Orejones hizo un play back de Ricky Martin y llegó al colegio llevando en un carro a unos muñecos gemelos hiperrealistas. Es un fanático de los complementos. Tiene el nivel muy alto y no se daba cuenta de que la Chirli es una niña chica a la que todavía se le puede dar gato por liebre.

Me harté y le dije que nos llevábamos el de la peluca verde. Cuando estábamos en la caja el señor dependiente nos dijo que eran treinta y cinco euros, que estaba rebajado. Y dio así con el puño en el mostrador como hacen las personas que te meten prisa. Me fui sacando todo el dinero para que lo viera también el dependiente, como ya era tradición aquella tarde, y el tío, mirándolo sólo de medio lado, dijo «aquí faltan diez euros». Yo empecé a contarlo porque no me lo acababa de creer, y él repitió, que te digo que faltan diez euros, chaval.

Nos quedamos allí como pasmarotes, sin saber qué hacer. Al rato, yo me atreví y le dije: «¿Y si se le traemos los diez euros que nos faltan mañana?» Y él me dijo: «Tú me traes mañana todo el dinero y yo te doy el traje… o bien sales a la calle ahora y se los pides a tu madre». Y dio otra vez con el puño en el mostrador. Me dijo también que si de verdad lo quería que no tardara en volver porque los disfraces de Lady Gaga para niñas de tres años se los estaban llevando como rosquillas. Y entonces le di diez euros de señal para que viera que yo era un tío serio y de fiar. Es la primera vez que he dejado una señal.

Cuando salimos ya era de noche y las mujeres de la vida se habían multiplicado. Algunas eran enormes y Yihad dijo que seguramente eran de las que tenían pito, pero es que a veces no sabe qué decir para llamar la atención. Yo estaba cabreado por haberme dejado sacar el dinero por el idiota de Yihad y tener que volver a casa sin esa sorpresa que haría que cualquier madre comprendiera que hay ocasiones que para hacer el bien hay que desobedecer. El Imbécil se había quedado mohíno y era de esas veces que está cansado y ya no habla. En esos momentos es él el que te coge la mano porque va mirando al suelo y no le apetece fijarse en nada. Podría vengarme y decirle «pero de qué vas, chaval», pero soy un blando.

El Orejones estaba enfurruñado porque decía que el dependiente nos había timado. Yo creía que los que me habían timado eran el Orejones y el Imbécil poniéndose de lado de Yihad y haciendo que pagara un taxi y unos sándwiches. Y Yihad iba tan tranquilo porque no tenía nada que perder.

Llegamos a la Puerta del Sol sin saber muy bien por qué y estaba tan llena con una manifestación de funcionarios que parecía la noche de Nochevieja. Casi no podíamos andar y el Orejones me cogió de la mano que tenía libre porque se ve que le daba miedo perderse. Lo flipo.

El reloj de la Puerta del Sol marcaba las nueve y yo eché de menos mi Casio y una vida más sencilla, dedicada a cronometrar en Carabanchel Alto.

No me extraña que mi padre no quiera hacer actividades con nosotros. Yo, llevando al Orejones y al Imbécil de la mano, me iba imaginando que era padre de familia y cuando me vi en el espejo de un escaparate me pareció que tenía la misma cara de agobiao que se le pone a mi padre. Seguro que con Melody Martínez esto no había pasado. Le dije a Yihad que si me dejaba llamar a mi casa con su móvil para decirle a mi madre que estábamos en Isla Azul y que ya llegábamos. Yihad se sacó el móvil del bolsillo y dijo: «Otro que se ha muerto». Los móviles que le trae su hermano de la cárcel se le mueren en pocos días. El Orejones me dijo un día que porque son robados. Como verás, en Carabanchel Alto todos hablamos mal de todos, pero eso sí, a nuestras espaldas.

Yihad dijo que lo mejor que podíamos hacer era volvernos en otro taxi, que igual nos detenía la policía porque se veía a la legua que nosotros no éramos funcionarios y no teníamos por qué estar allí. Y yo le dije que vale, porque como sabía que ya me la iba a cargar seguro quería cargármela cuanto antes. Nos pusimos en la Gran Vía y pasaban muchos taxis con luces verdes pero como bajaban escopetaos y no nos atrevíamos a bajar de la acera para pararlos, siempre había listillos que nos los quitaban. Al cabo de un ratazo nos conseguimos colar en uno que había parado en un semáforo.

Yihad se montó delante y dijo la dirección. Y el taxista miró por el retrovisor y nos vio a todos y dijo que cómo nos dejaban ir al centro con el lío que había montado. Lo típico. Le dijimos que nuestras madres estarían esperándonos. En ese momento sonó el teléfono del Orejones. Era su madre. Que qué pasaba. El Orejones le dijo que ya estaba de camino, que es que me había acompañado a Isla Azul a comprar un regalo para la Chirli.

—¿A Isla Azul? —dijo luego el taxista—. Menudos rollistas estáis vosotros hechos.

Cuando el taxi entró en mi plazoleta yo llevaba al Orejones y al Imbécil completamente sopas, cada uno apoyado en uno de mis hombros. Nada les quita el sueño. Poco a poco se fueron despertando y salieron del taxi. Yo me puse el dinero en la mano, para que el taxista cogiera lo que quisiera. Ya todo me daba igual. Oí que Yihad decía «joderrrr», y al taxista que decía «ahí las tenéis».

Ahí estaban, en la acera. Mi madre, la del Orejones y la de Yihad. Daban ganas de no bajarse del taxi. Era una visión espeluznante. Cuando por fin me bajé vi que desde la terraza la Chirli nos decía hola con su sonrisa de siempre. Mi abuelo estaba al lado de ella. Y en la terraza de abajo, estaban la Luisa y Bernabé. Nunca se ha visto un recibimiento igual en Carabanchel Alto.

El primero en entregarse fue Yihad. Llegó hasta su madre, se inclinó un poco como si fuera a hacerle una reverencia y entonces su madre le dio una colleja perfecta, de efecto retardado, y dijo: «Arrea volando para casa que todavía por tu culpa me pierdo Gran Reserva». Pensé que tenía suerte porque si su madre llegaba a tiempo de ver su serie favorita ya no le daría más la bronca. Como es un caso perdido en una casa de casos perdidos tampoco le dan tanta importancia a que esté unas horas desaparecido.

El segundo en entregarse fue el Orejones. Detrás de su madre estaba el simple de Pepín. La madre del Orejones le dijo: «A mí esto no me lo vuelvas a hacer». Y Pepín dijo: «No nos lo vuelvas a hacer, no sabes lo que has hecho sufrir a tu madre». Y la madre del Orejones dijo: «Bueno, Pepín, tú en esto no te metas, que es cosa mía». Y empezaron a discutir sobre quién tenía y quién no tenía derecho a echarle la bronca al Orejones, y así se fueron, con el Orejones detrás de ellos, lento como siempre, y estoy seguro que dándole vueltas al disfraz sin zapatos de Lady Gaga. Pensé en la suerte que tenía porque su madre y Pepín se pondrían a discutir sobre la educación del Orejones, y luego llamaría el padre del Orejones y también discutiría con la madre sobre si Pepín tenía o no que meterse y entonces la madre acabaría defendiendo a Pepín. Lo he visto muchas veces. Y también he visto al Orejones irse a su cuarto empapelado de tías y pasar de ellos.

Y, por último, en las posiciones tercera y cuarta, estábamos yo y el Imbécil. Bueno, el Imbécil en estos casos de vida o muerte se esconde detrás de mí y pone cara de «yo hice lo que me dijeron».

Yo tenía la nuca en modo-colleja porque creía que nada ni nadie me iba a librar de recibirla, ni tan siquiera mi abuelo que se había quedado arriba porque mi madre le habría prohibido hacer, como ella dice, de abogado del diablo, que soy yo. Pero la colleja no llegó. Se ve que no quiere pasar a la historia como la madre que daba las mejores collejas de Carabanchel Alto. Así que la cosa se quedó en eso que yo llamo «la colleja fantasma». La colleja fantasma es esa colleja que estás tan seguro que te van a dar que al final hasta sientes dolor y calentamiento ligeros en la zona afectada. Aunque no hay que exagerar: siempre es mejor una colleja fantasma que una de verdad.

Mi madre dijo:

—¿Ahora volvéis a casa en taxi?

—Es que se nos hacía tarde y para que no te preocuparas…

—Ah. Qué suerte tenéis, yo no tengo dinero para taxis. ¿Quién ha pagado, si se puede saber?

—Entre todos… Bueno, Yihad, no.

—Claro, hombre, Yihad es el listo y vosotros los tontos. Y el dinero, ¿de dónde ha salido?

—Era el del regalo de la Chirli.

—De Chirli —me corrigió mi madre, que cuando se enfada se pone superexigente con el lenguaje.

—Eso, de Chirli. Y como no tenía móvil, no te podía llamar.

—¿Y se puede saber de dónde venís?

—De Isla Azul. De mirar el regalo de la Chirli. De Chirli.

—Y había una manifestación de funcionarios —dijo el Imbécil sin venir a cuento, asomando la cara por detrás de mí.

—¿En Isla Azul había una manifestación de funcionarios? —dijo mi madre, mirándonos de pronto con ojos de mujer policía.

Mi madre se agachó y se me puso a olfatear por la cara, te lo juro, como los perros busca-drogas.

—¿Habéis tomado algo?

—Un sándwich de Rodilla —dijo el Imbécil, asomando otra vez la cabeza.

—¿En Isla Azul? En Isla Azul no hay Rodilla.

—Pero pilla cerca —dijo ya escondiéndose detrás de mí porque se había dado cuenta de que había dicho algo que no era.

—¿Cuánto de cerca?

—No era de Rodilla el sándwich —dije yo—, se parecía. Es que este niño no se entera.

—Sí que me entero —dijo el Imbécil.

Mi madre nos hizo un gesto para que empezáramos a subir a casa delante de ella. El Imbécil iba murmurando mientras subía «sí que me entero, sí que era de Rodilla». La Luisa y Bernabé habían salido al rellano. La Luisa estaba con la Boni en brazos y nos miraban las dos con los ojos saltones.

—La próxima vez le decís a vuestro padrino que os acerque donde sea —dijo la Luisa—, pero eso de iros sin avisar… Eso no.

—¿La próxima vez? —dijo mi madre—. Años tienen que pasar para que haya una próxima vez.

Cuando entramos en casa mi madre nos hizo pasar a la cocina. Mi abuelo y la Chirli quisieron entrar pero mi madre les dejó fuera, no quiere testigos en los interrogatorios.

Nos preguntó que dónde estaba el regalo de Chirli. Yo le dije que habíamos dejado una señal porque no llevábamos bastante. Mi madre nos dijo que ella iría mañana a recogerlo, que dónde era. Y los dos repetimos a la vez «en Isla Azul», aunque sabíamos que al día siguiente ya no podríamos seguir con la mentira. Luego nos dijo que sacáramos el dinero y yo puse lo que quedaba en la encimera. Lo mismo que llevaba haciendo toda la tarde, sólo que cada vez había menos. En ese momento entendí a mi madre cuando vuelve a casa, mira su monedero y dice que el dinero se va sin sentir, «y me dirás lo que he comprado: nada».

Pues como nosotros. Nos habíamos gastado casi la mitad del «fondo Chirli» en un taxi de ida y vuelta por capricho de Yihad, en nuestros sándwiches también por capricho de Yihad, y en dejar la señal de un disfraz, por capricho del Orejones, que ahora no sabíamos si podríamos recoger.

Mi madre se fue al salón y pasó de nosotros. Pasar de nosotros significa que no nos pone de cenar ni nada, que pasa total, aunque había un plato con unos nuggets de pollo, que al Imbécil le encantan porque están permitidos dentro de su dieta, que ya sabes que él nunca se la salta. Cenamos en silencio, no teníamos ganas de hablar, pero teníamos hambre. Y nos comimos los nuggets con la mano y nos peleamos en voz baja por el último y acabamos partiéndolo por la mitad. Chirli se me sentó encima y no hacía caso de mi madre, que la llamaba para que se fuera a la cama.

Pasamos los tres por el salón porque esa noche era mejor desaparecer cuanto antes. Mi madre estaba viendo la tele y se estaba fumando el cigarro que se fuma por la noche cuando está harta. Íbamos por el pasillo y oímos que nos decía:

—Ha salido una manifestación de funcionarios, pero era en la Puerta del Sol. La vuestra no ha salido.

No dijimos nada. En noches como ésa me gustaría seguir durmiendo en la terraza de aluminio visto con mi abuelo. Hay cosas que uno tiene ganas de hablar pero con el Imbécil hay que tener cuidado. Lo larga todo. Es un niño que no tiene filtro.

Esperé a que se durmiera. Se había acostado en su litera porque no siempre tenemos ganas de olernos los pies. Me fui descalzo hasta la terraza y mi abuelo dijo, qué ha pasado, como si me hubiera estado esperando. Y yo, harto ya de mentir, se lo conté todo. Le dije que se había empeñado Yihad en que nos fuéramos en taxi, y que había dejado a Melody fuera y que se había empeñado en merendar con nuestro «fondo Chirli». Yo creí que me iba a dar la razón, como casi siempre, pero esta vez me dijo que hay veces en la vida en que hay que saber decir que no. Y yo le dije que qué fácil era decir eso, que lo más seguro es que, si le decía que no a Yihad, él me diera un empujón que me tirara de espaldas. Mi abuelo dijo que a veces los chulos abusan porque saben que nadie les va a hacer frente. Eso me dijo. También me dijo, eres tú el que te has gastado el dinero y eres tú el que tendrás que sacarlo de algún sitio para recoger el regalo de tu hermana.

Le dije que lo sacaría de mi cerdo. Que lo sacaría todo, que me quedaría sin nada. Le quise dar un poco de pena y yo creía que me iba a decir, no te preocupes, majo, yo te lo pongo, pero no, me dijo que a veces en la vida había que pagar los propios errores.

Pero hizo algo mejor que darme el dinero: habló con mi madre y le dijo que él se acercaría a por el disfraz.

—¿Adónde, a Isla Azul, al centro comercial donde se manifiestan los funcionarios? —le dijo mi madre en plan «a mí no me engaña nadie».

Pero él no la contestó.

La tarde siguiente mi abuelo vino a buscarnos al colegio para ir al centro. El Imbécil dijo que él no se venía. El Orejones tampoco. Habían puesto un poco más de dinero para ayudarme a reponer el «fondo Chirli» pero no les molaba salir otra vez del barrio. Y menos en metro. Casi mejor. Les acompañamos hasta la plazoleta. Chirli estaba asomada con mi madre a la terraza. Parecía como el día anterior y al mismo tiempo nada era igual.

De camino al metro nos encontramos con Melody Martínez. Mi abuelo le dijo, vente con nosotros, maja, si va a ser sólo ir y volver. Y ella dijo, pues vale. Yihad estaba haciendo el murciélago en el Árbol del Ahorcado y estoy seguro de que nos miraba mientras se balanceaba pero ni se acercó. A mi abuelo le tiene miedo porque mi abuelo no le tiene miedo a él.

Con mi abuelo todo me parecía distinto. Cuando llegamos a la calle de la tienda ahí estaban las mujeres de la vida, como si no se hubieran movido. Yo le pregunté a mi abuelo que si era verdad eso que decía Yihad de que las más grandonas eran hermafroditas, o sea, que tenían de todo, y mi abuelo dijo, ay, majo, a estas alturas de la vida el que soy hermafrodita soy yo. Y es verdad porque mi abuelo tiene más tetas que muchas mujeres de la vida, o no de la vida.

El dependiente estuvo mucho más amable. También parecía otro. No daba con los nudillos en el mostrador ni se ponía borde. Nos sacó el traje en seguida y cuando mi abuelo dijo: «Mi nieta va a parecer una mostrenca vestida con esto», el hombre se echó a reír y dijo: «Usted y yo no podemos comprender los gustos de esta juventud». O sea, muy pelota el tío. Bastante falsillo.

No compramos los zapatos de flamenca. Mi abuelo dijo que cuándo se había visto que hubiera que gastarse tanto dinero en una niña de tres años. Yo le dije que es que el Orejones decía que el disfraz sin tacones se quedaba cojo y mi abuelo dijo que si tanto le gustaban los tacones al Orejones que se los comprara él. A Melody y a mí nos dio la risa, y a mi abuelo también, aunque nadie dijo por qué.

A la vuelta, la Puerta del Sol estaba como la noche anterior, a rebosar. Esta vez se manifestaban los maestros. Pensé que igual veía a mi sita Asunción, porque últimamente no hace más que decir que para lo que la pagan debería pasar mucho más de nosotros, y cuando levantamos la voz que ya no nos oímos ni a nosotros mismos, la sita Asunción dice que en el calendario que tiene en la cocina va tachando los días que le quedan para la jubilación. Cuando era pequeño pensaba que los profes vivían siempre dentro de los colegios, sin familia, sin cama, sin televisión, sin nada, y que pasaban la noche como zombis vivientes andando por las clases y por el patio hasta que por la mañana volvíamos los niños. Ahora ya sé que son normales como cualquiera de nosotros pero me sigue pasando que si los veo fuera del colegio no los reconozco. Me pasó una vez, que mi sita estaba comprándose unos Activia del sabor que le gustan a mi madre (frutas tropicales), y al ir yo a coger los dos del mismo estante me dijo de pronto: «Qué, ¿es que no sabemos saludar?» Y fue al oír la voz cuando me di cuenta de que era ella y el corazón se me puso a la velocidad de la luz. Luego, por la noche, cuando vi a mi madre comerse el Activia pensé que igual la sita estaba igual, con los pies por alto, como una madre que ve la tele. Y se me hizo muy raro, la verdad.

Antes de meternos al metro mi abuelo tuvo un detallazo y nos compró dos sándwiches a cada uno, para que nos los fuéramos comiendo por el camino. Tener la panza llena y viajar en metro con tu abuelo es superrelajante. Piensas que él está ahí, para ocuparse de todo. Lo único que me mosqueaba era que Melody Martínez había dado por hecho que lo nuestro era oficial y la tía me buscaba la mano. Tuve que meterme las manos en los bolsillos para que se estuviera quieta y así, con las manos en los bolsillos, cerré los ojos y me quedé dormido. Como el día antes el Orejones y el Imbécil.

La diferencia es que mi abuelo se durmió también. Es un hombre que duerme a todas horas menos por la noche, que es cuando escucha la radio. Y fue Melody Martínez la que me despertó a codazos diciendo que igual nos habíamos pasado de parada. Salimos a la estación de La Peseta, que es una estación que se debe de llamar así en honor a mi abuelo, que se pasa el día pasando los euros a pesetas. Echamos a andar y cuando llevábamos un rato por un sitio que no conocíamos de nada, porque Carabanchel es uno de los barrios más grandes de Europa, vimos un letrero inmenso que ponía «Isla Azul».

Mi abuelo dijo:

«Cuando se lo cuente a tu madre no se lo va a creer».

Entonces pasó un taxi y mi abuelo lo paró porque dijo que estaba muy cansado. Y entramos en mi plazoleta en taxi, como la noche anterior, pero yo, personalmente, mucho más tranquilo.

Y tuve superclaro que, a partir de esa noche, cuando saliera con mi abuelo, sería yo el que tendría que ir despierto.