Lo anunciaban por la radio de mi barrio: «¡Ha llegado la Semana del Japón!», y luego se oía un gong que te ponía los pelos de punta. El Japón había llegado al híper que hay cerca de mi casa y mi madre estaba que se moría por celebrarlo, así que llamó a la Luisa y se lo dijo:

—¿Lo has oído? Ha llegado la Semana del Japón.

—Sí. Yo ya me estaba vistiendo. No hay tiempo que perder.

Mi madre hizo todo lo posible porque nosotros no nos fuéramos con ella, pero nadie estaba dispuesto a cuidarnos. Se lo pidió a mi abuelo:

—Esta tarde no, Cata, tengo la Final de Petanca en el parque del Ahorcado.

—Pues llévatelos.

—No me dejan mis amigos.

Y es verdad, a mi abuelo no le dejan que vaya el Imbécil a las partidas de petanca porque el Imbécil muerde a los viejos que le van ganando a mi abuelo. Un día le mordió en la pierna a un viejo, que es amigo de mi abuelo, y a ese viejo le tuvieron que poner la antirrábica y todo, porque yo le dije a ese viejo que el Imbécil compartía el chupete con la Boni (la perra de la Luisa), y el viejo se puso a gritar y a montar el número mirándose la marca de los dientes del Imbécil en la pierna. No cogió la rabia pero estuvo sin hablarse con mi abuelo durante meses.

Mi madre insistió en que mi abuelo cargara con nosotros:

—Pero, papá, ¿es que no me vas a hacer ese favor?

—Pero si te lo hago todas las tardes. No tengas morro, Catalina.

—No puedo nunca ir a ningún sitio. Me tenéis atada entre unos y otros.

Mi madre siempre dice que no puede salir pero nunca está en casa. Y yo no me quejo, que conste. A nosotros nos gusta (a mi abuelo, a mí y al Imbécil).

Ella jamás se da por vencida así que le empezó a pedir a la gente que se quedara con nosotros. Bajamos con ella al Tropezón, a ver si el señor Ezequiel nos quería cuidar:

—Mira, Ezequiel —dijo mi madre con una sonrisa—, ellos se están aquí en una mesita viendo la tele, calladitos, y no hay niños.

El señor Ezequiel se rascó la cabeza:

—Catalina, no me intentes vender la burra que conozco a tus niños como si los hubiera criado en el bar. Me los dejas y dentro de cinco minutos me están cambiando el canal de la tele para poner sus dibujos, me están manoseando todas las tapas y se están riendo de los clientes.

Yo y el Imbécil empezábamos a estar un poco deprimidos, porque es un corte mortal que tu madre busque un voluntario para cuidarte y que nadie quiera quedarse contigo. Se lo pidió a la Porfiria, la panadera:

—¿Con éstos, te crees que estoy loca? Y se pasan el rato pidiéndome chucherías, si estos niños no tienen boca más que para pedir.

Se lo pidió a la madre del Orejones:

—No puedo —dijo la madre del Ore—, yo también voy a la Semana del Japón. He dejado al Ore con la psicóloga, pagándole dos horas extras.

—¿Y no le puedo dejar yo también los niños a la psicóloga?

—No, porque eso ya sería terapia de grupo y mi Ore necesita un tratamiento de choque individual.

Mi madre estaba tan desesperada que se lo llegó a pedir al vecino del cuarto, uno que nos ha hecho una gotera en el techo del váter porque dice mi abuelo que tiene cara de mear fuera de la taza, fijo.

Subimos al cuarto la Luisa, mi madre, yo y el Imbécil. Yo y mi hermano estábamos cogidos de la mano porque el vecino del cuarto siempre que nos ve, gruñe.

Abrió la puerta y dijo:

—¿Y ahora qué pasa?

Y la Luisa tomó la palabra:

—Es que Catalina y yo nos vamos al médico y los niños no tienen con quién quedarse…

El vecino del cuarto nos miró con el odio asesino de siempre, y yo y el Imbécil nos escondimos detrás de mi madre.

—¿Y qué? —dijo.

—Pues que hemos pensado —siguió la Luisa— que puede ser una buena oportunidad de que hagamos todos las paces y de que usted conozca a los niños de cerca, porque estos niños no son lo que parecen.

—¿Ah, no?

—No. Parecen insoportables, parecen malos porque gritan muchísimo, porque son muy empachosos…

Y siguió mi madre:

—Porque no dejan vivir a nadie, se pelean continuamente, han pintado la escalera…

Y siguió el vecino:

—Me martirizan con los gritos a la hora de la siesta, y cómo se insultan el uno al otro, mi mujer y yo lo comentamos: parecen camioneros.

—Cuidado —dijo mi madre—, que mi marido es camionero.

—Perdón, perdón, no lo decía por su marido. Lo que quería decir es que estos niños no se los regalaba yo a nadie.

—¡Eso sí, eso sí! —dijeron a coro mi madre y la Luisa.

Entre todos nos estaban poniendo verdes. Menos mal que nosotros no tenemos sensibilidad, que si fuéramos de esos niños que les salen traumas, tendríamos ya todo el cuerpo lleno. La Luisa empezó a defendernos un poco:

—Pero todo eso es la apariencia, se lo digo yo, que soy para ellos casi más que una madre, porque a estos niños me los he tenido que tragar yo un montón de tardes que su madre no estaba.

—Bueno, no tantas, Luisa… —dijo mi madre un poco dolida.

—Unas pocas —la Luisa llevaba la voz cantante—. Y le digo yo que detrás de estos dos monstruos de apariencia diabólica —la Luisa nos cogió ahora por la cabeza al Imbécil y a mí— hay dos angelitos que quieren salir. Pero eso a primera vista no se ve, claro, hay que estar mucho rato con ellos.

—¿Cuánto rato? —dijo el vecino mascando el palillo que llevaba en un lado de la boca.

—Dos horas —dijo corriendo mi madre.

—No —dijo el vecino.

—Una hora y media —dijo ahora la Luisa.

Parecía que nos estaban subastando.

La mujer del vecino se asomó para decir:

—Ni diez minutos, Cucú —mi vecina siempre llama así a su marido y al Imbécil y a mí siempre nos da la risa.

Esta vez también nos dio y Cucú nos miró con odio.

—Ni diez minutos —dijo otra vez la mujer de Cucú— porque te tendrías que quedar tú solo con ellos. Recuerda que yo me voy a la Semana del Japón.

Mi madre y la Luisa se marcharon sin decir adiós ni a Cucú ni a su mujer, y yo y el Imbécil fuimos detrás de ellas como dos tontos a los que no quería nadie. A otros niños de otros barrios se les hubiera formado en el cerebro una depresión como una catedral pero aquí, en Carabanchel, los niños de la infancia estamos acostumbrados a que nuestras madres siempre anden por las tardes buscando alguien que se quede con nosotros y que nos aguante. He oído que en otros barrios hay chicas que cobran dinero por quedarse con niños que se quedan solos, aquí, en Carabanchel, la costumbre es pedir el favor a quien sea. Así que la gente la primera vez dice que sí, que sí y que para eso estamos los vecinos, y cuando ese vecino inocente aguanta más de una hora a un niño de Carabanchel Alto, ese vecino ya no quiere volver a repetir la experiencia.

—Es que ni aunque me pagaran, fíjate —dice ese vecino escarmentado.

Así que la madre tiene que buscar un vecino nuevo en cada ocasión.

Yo les dije a la Luisa y a mi madre que podíamos quedarnos solos pero mi madre me recordó que la última vez que nos dejó salía humo por la ventana, porque yo le había estado enseñando al Imbécil a prepararme las tostadas del sábado y en una de ésas empezó en la tele El Chavo del Ocho, se nos fue la olla a Camboya y dejamos las tostadas en el tostador hasta que se pusieron negras, y se puso la cocina negra, y el humo negro salió por la ventana de la cocina, y llegó hasta la nariz de mi madre que, en ese momento, volvía con dos candelabros de La semana de Transilvania en el Sepu. Tiró los candelabros que había comprado y subió ahogándose por las escaleras. Las tostadas seguían en el tostador y el Imbécil y yo estábamos cantando las canciones de los anuncios. No habíamos olido nada, pero es que ya te dije antes que no tenemos sensibilidad.

Por eso mi madre no quería ni oír hablar de dejarnos solos. Yo pensé que iba a decir:

—Está bien, me fastidio y me quedo en casa yo también.

Pero como es la típica madre imprevisible dijo:

—Está bien, me fastidio y me los llevo. Pero, mucho cuidadito. Al primero que me pida que le compre algo le suelto una colleja.

Era cierto. Yo sabía que esa tarde las collejas estaban sobrevolando peligrosamente nuestras cabezas. Así que me apreté la lengua hasta casi hacerme sangre para estarme callado. Los niños de Carabanchel Alto no sabemos entrar a ninguna tienda sin ponernos a pedir como posesos. Es un impulso irrefrenable que han estudiado científicos de todo el mundo. Un científico chino dijo que a algunos niños este síndrome se les curaba con una buena colleja de su madre, pero esta terapia no vale con todo el mundo. Hay niños en mi barrio que una vez que se les ha pasado el picor de la colleja vuelven a pedir como si nada.

Entramos todos al híper por el Sector-Pollería porque mi madre quería comprar ese pollo que nos pone todos los domingos para comer. No es que sea el mismo pollo, entiéndeme, pero deben de ser de la misma familia porque todos saben igualito, un poco requemaos por fuera, porque mi madre hace el pollo igual que el Imbécil las tostadas: se baja al Tropezón a tomarse unos vermutes con mi padre y deja al pollo en la soledad de su horno a que se chamusque. Lo original del pollo es que luego por dentro está crudo. Menos mal que el inconfundible sabor a «Pollo Catalina» se lo quitamos nosotros poniendo en el plato un suave lecho de ketchup que lo mejora bastante.

Llegamos a la pollería y mi madre le dijo al pollero:

—Quiero ése.

Como si entre todos los pollos ella tuviera muy claro cuál iba a ser su próxima víctima.

Con el pollo en nuestro poder entramos en la Semana del Japón en Carabanchel. Por los altavoces salía la voz de una chica japonesa que cantaba su canción japonesa y había máscaras con caras de hombres con la piel blanca y la boca roja y abierta, y también había unas figuras de cerámica de lujo de luchadores de Sumo a punto de atacarse. A mí me pareció de pronto que estaba en el mismo Japón y cogí la mano de mi hermano para que no nos perdiéramos en el Lejano Oriente. El Imbécil, que es un niño bastante extraño, se soltó de mí porque estaba muy emocionado cantando la canción de la chica japonesa. La cantaba como si se la supiera de toda la vida, te lo juro. Mi madre y la Luisa se le quedaron mirando como si el Imbécil estuviera poseído y mi madre dijo con cara de disgusto:

—Qué raros son mis hijos, Luisa, yo cada día los veo más raros.

Y le puso la mano en la frente al Imbécil por si tenía fiebre, pero no tenía. La Luisa tranquilizó a mi madre diciéndole que debía de ser que en su anterior reencarnación el Imbécil había sido una cantante japonesa. Pero al rato, el Imbécil cogió uno de los sables de guerra mortal de los samuráis y empezó a moverlo de un lado para otro mirándonos como si nos fuera a partir en dos. Nos quedamos mirándole bastante aterrorizados.

—Desde luego no sé si antes fue un samuray o una cantante japonesa —dijo la Luisa—, pero que su vida anterior este niño la pasó en Japón, de eso me juego el cuello.

Llegamos a una oferta que había de kimonos con dragón en la espalda y la Luisa y mi madre los toquetearon todos para llevárselos al probador. Mientras, el Imbécil había vuelto a ser cantante japonesa y yo me aburría porque yo en las tiendas siempre me aburro a no ser que me vayan a comprar algo (este síntoma forma parte de la enfermedad que te expliqué antes). De pronto, mi madre dijo que la gran oferta de los kimonos era llevarse siete por el precio de cuatro. Se llamaba «Gran Oferta los Siete Samuráis».

—Manolito, levanta del suelo, ¿te gustaría tener un kimono?

Yo le dije que no con la cabeza.

—Hay que ver el niño este, siempre está con sus caprichitos y hoy que a mí me interesa, no quiere. Pues te aguantas, porque te lo voy a comprar.

Otro síntoma de la enfermedad de pedir en las tiendas: a los niños de Carabanchel Alto nunca nos gusta lo que nuestras madres nos quieren comprar. Pero para mi madre eso no es problema porque ella siempre va a su bola.

Mi madre y la Luisa estaban supercontentas, decían que parecía que la «Gran Oferta los Siete Samuráis» la habían pensado para ellas. «Los Siete Samuráis» serían: mi madre, la Luisa, Bernabé, mi padre, mi abuelo, yo y el Imbécil. Además dijo la Luisa que siempre había pensado que el hábito hacía al monje, así que en cuanto nos pusiéramos los kimonos se respiraría una paz oriental en nuestros hogares.

Como había tanta gente en la cola de los probadores, nos metimos todos en el mismo: los cuatro (Samuráis) y el pollo. Mi madre nos hizo quitar las camisetas para probarnos los kimonos y la Luisa y ella, cuando nos vieron en el espejo con los kimonos puestos, dijeron:

—Pero qué ricos están.

Yo no quería el kimono de seda con el dragón porque, si se enteraban los niños de mi clase, me iban a llamar cosas horribles que no quiero poner aquí en este libro tan fino. El Imbécil estaba encantado y seguía cantando las canciones de la chica japonesa como si entendiera todas las letras. A mí, ya me tenía superharto así que le dije:

—¡Deja ya de hacer el tonto, que no sabes ni lo que cantas!

—Sí que lo sabe el nene.

—A ver, ¿qué es lo que está diciendo ahora la cantante japonesa, listo?

El Imbécil cerró los ojos un momento como para escuchar mejor la letra. Se le había puesto de repente cara de traductor simultáneo, y en ese extraño estado empezó a decir:

«¡Cómo nos gusta el arroz!

cantamos los japoneses

por eso nos lo comemos

felices los doce meses».

Me entró un escalofrío mortal por todo el cuerpo, que me tuve que sentar con el kimono puesto en el suelo del probador. No es fácil la convivencia con un hermano de cuatro años que tiene poderes paranormales. Al ver que yo me sentaba, el Imbécil, con su kimono, se sentó conmigo. La Luisa y mi madre se debían de haber probado ya cuarenta kimonos y, por el bulto que había encima de la silla, debían de quedar otros cuarenta.

Al Imbécil para divertirse no se le ocurrió otra cosa que hurgar en la bolsa del pollo y sacar las dos patas. Me dijo que si jugábamos a Godzilla. A mí el pollo crudo me da un asco que vomito (el pollo chamuscado de mi madre también), así que me tuve que poner una bolsa de plástico en la mano como si fuera un guante para poder coger aquella pata. Cada uno cogió una pata y estuvimos un buen rato luchando pata contra pata mientras el Imbécil daba extraños alaridos en japonés cada vez que atacaba mortalmente mi pata. Al rato nos aburrimos y el Imbécil volvió a meter la mano en la bolsa del pollo en busca de emociones fuertes. Rebuscó un tiempo hasta que sacó la cabeza. Quería que volviéramos a pelear, ahora él con la cabeza y yo con las dos patas. Le dije que no porque, entre la cabeza de aquel pollo muerto y los extraños gritos de ataque del Imbécil, me estaba dando un mal rollo que por la noche seguro que iba a soñar con la Noche de los Pollos Vivientes.

El Imbécil siguió él solo con sus juguetes asquerosos, en cada mano llevaba una pata y las hacía andar como si fueran las patas del monstruo Godzilla. Hacía rodar la cabeza y luego se acercaba hasta ella con las patas terroríficas. En una de ésas, lanzó la cabeza del pollo tan lejos que se coló por la rendija del probador y fue a parar al probador de al lado. El Imbécil y yo nos agachamos y vimos que la cabeza se había quedado entre los pies descalzos de una señora que se estaba probando también kimonos. Nos entró una risa mortal. La cabeza de pollo entre los pies y mirando para arriba. Yo creo que el Imbécil se sentía identificado con la cabeza de ese pollo porque hay veces, cuando vienen amigas de mi madre a casa, que él hace lo mismo: se tumba en el suelo y mira para arriba.

—¿De qué se ríen éstos ahora? —le dijo la Luisa a mi madre.

—Yo qué sé, hija mía, hay veces que les entra esa risa y no se les va en dos horas.

La del probador de al lado estaba todo el rato a punto de pisar la cabeza pero nunca llegaba a pisarla. El Imbécil se tiraba fuerte del pito porque le faltaba muy poco para mearse de la risa. Yo le dije que me diera a mí una pata, y cada uno armado con nuestra pata nos tumbamos en el suelo para poder meter mejor el brazo en el probador de al lado. Queríamos que nuestras patas de Pollo Viviente alcanzaran la cabeza del pollo muerto que en cualquier momento podía resucitar y pegarle un picotazo a aquella mujer en toda la pierna. Era una misión humanitaria. Mi madre nos miró:

—¿Qué hacéis ahí tirados? Vais a limpiar el suelo del probador con el kimono. Es que no sabéis cuidar las cosas, es que no se os puede comprar…

No pudo decir más porque oímos un grito aterrador que venía del probador de al lado. La Luisa abrió la puerta y salimos al pasillo. Un montón de mujeres y de niños vestidos con kimonos había salido de todos los probadores. Vi de lejos las orejas del Orejones López que se coló entre las señoras para venir hasta donde estábamos nosotros. Llegó vestido con un kimono amarillo.

—¿Qué haces aquí? Yo creí que te había dejado tu madre con la psicóloga.

—Ha sido la psicóloga la que me ha traído. Me ha dicho que hoy la terapia era que me llevaba a una tienda a ver qué tal me portaba.

—¿Y cómo te portas?

—Igual que siempre. Llevo todo el rato pidiéndole que me compre lo que sea, y al final me ha dicho que me compra este kimono para ver si así me callo un rato. Y de paso se va a comprar ella otro.

—Pues mola esa terapia —le dije yo—. A mí me han comprado este que llevo, pero no por terapia sino porque quiere mi madre.

Por fin se abrió la puerta del probador del grito y la mujer del grito era, nada más y nada menos, que la mujer de Cucú que estaba pálida como una puerta. Con la voz entrecortada dijo:

—He pisado una cabeza de pollo en el suelo de mi probador.

Un montón de cabezas de mujeres con kimonos se asomaron a su probador y dijeron:

—¡Oooooohhhhh!

Además de la cabeza de aquel pollo que parecía que nos miraba desde el suelo había también el brazo de un niño que salía de la rendija de nuestro probador y que con una pata de pollo en la mano buscaba a tientas la cabeza (del pollo). Las señoras de los kimonos y la mujer de Cucú miraban aquella operación-rescate con los ojos tan abiertos que yo temí que se les salieran de las órbitas y empezaran a caer ojos por el suelo.

—Es que hay veces que se encuentra una cada cosa en los probadores —dijo una señora con un kimono azul.

Por fin, la pata del pollo llegó hasta la cabeza. Entonces, como el Imbécil no podía conseguir que la Pata Viviente agarrara la presa, tiró la pata por los aires. Las señoras gritaron y se echaron para atrás para que no las rozara aquella pata. Y después del grito general, la mano de ese niño (el Imbécil) cogió, sin cortarse un pelo, la cabeza y volvió a meter el brazo en nuestro probador.

El Imbécil se asomó por la puerta con la mejor de sus sonrisas y alzó el brazo con la cabeza del pollo agarrada por las plumillas de arriba.

—Lo ha matado el nene —dijo el Imbécil.

Las señoras hicieron:

¡Aaaaggggg!

No todas las personas están preparadas para entender los juegos del Imbécil ni su sentido del humor.

La mujer de Cucú miró fijamente a los ojos a mi madre y le dijo:

—¿Conque al médico, eh?

Y la Luisa se puso por delante de mi madre como si tuviera que defenderla y le soltó a la mujer de Cucú:

—Pues si no ha ido al médico es porque su Cucú no ha querido quedarse con los niños. Pero, aquí donde la ve, está bastante enferma.

La mujer de Cucú se dirigió a todas las señoras del kimono buscando a alguien en el mundo (mundial) que le diera la razón:

—Dios mío, Dios mío, yo también estoy enferma. Esta familia es una pesadilla que me ha tocado a mí en la vida. No me basta con tenerlos de vecinos de casa, ahora tengo que soportarlos de vecinos de probador.

La mujer de Cucú hablaba como si estuviera a punto de llorar. Entonces llegó la psicóloga del Ore, que es la sita Espe, con un kimono rojo y le dio a la mujer de Cucú una tarjeta con su teléfono por si quería acudir a una terapia de grupo que estaba organizando, especial para personas que fueran vecinas de niños de mi colegio. La mujer de Cucú se quedó mirando la tarjeta como hipnotizada y dijo muy bajito que gracias. En ese momento nos dio bastante pena pero al momento siguiente se nos pasó porque nos dirigió una de esas miradas de odio que nos dedica cuando nos cruzamos con ella por la escalera.

Las señoras fueron metiéndose en sus probadores y nosotros también. Cuando estuvimos dentro, mi madre nos dijo que no volviéramos a jugar más en nuestra vida con un pollo muerto.

—Y te lo digo también a ti —le repitió al Imbécil—, no se juega más con el pollo.

El Imbécil la miró indignado primero, luego le empezó a temblar la barbilla y llorando volvió a meter las patas y la cabeza en la bolsa de plástico.

—No llores, cariño mío —le decía la Luisa—, que tu Luisa te llevará a la tienda de bromas a que cojas tú todos los pollos muertos y los ratones que tú quieras, que son de plástico y no huelen, pero ya verás tú cómo asustan a las señoras de los probadores.

El Imbécil siempre sale ganando. Cada vez que le riñen le tienen que comprar cosas para que se le pase el disgusto. Cuánto me gustaría ser el Imbécil.

Vestidos otra vez con la ropa de Carabanchel y con los kimonos en la bolsa fuimos a comprar los luchadores de Sumo para la Luisa, que tenía el capricho. Allí nos encontramos a la madre del Orejones y al novio de la madre del Orejones. Estaban los dos muy quietecitos y un poco agachados detrás de la estantería.

—He visto al Orejones. Está con la psicóloga en los probadores —le dije.

—Ya lo sé —me dijo muy bajito—. ¿Me puedes hacer un favor, Manolito?

La madre del Orejones me peinó el flequillo, como hace siempre, y a mí me entraron ganas de cerrar los ojos del gusto que me dio.

—No le digas que estoy aquí. Es malo para su terapia psicológica.

—Vale —le dije hablando yo ahora bajito también—. Nunca se lo diré. Me he comprado un kimono azul.

—Pepín y yo, también. Anda que no estarás guapo tú con tu kimono azul. Un día que vengas a dormir te lo traes que yo te vea.

La madre del Orejones y su novio Pepín se fueron escondiéndose por las estanterías para no estropear la terapia del Orejones. La madre del Orejones siempre está pensando en el Ore, y además es tan buena por fuera y por dentro, que me quedé medio flipado imaginándola con el kimono puesto y se me puso una sonrisa de patilla a patilla (de las gafas), me la imaginaba poniéndonos la cena al Ore y a mí con el kimono. Lástima que, como no tengo control mental, en mi imaginación se metió por medio también Pepín, también con su kimono y también poniéndonos la cena, y tuve que darme un tortazo en la cabeza para quitármelo de encima.

La Luisa se compró los luchadores de Sumo. Ella llevaba uno y mi madre el otro porque pesaban casi tanto como un luchador de Sumo de verdad. Yo tenía que llevar la bolsa de los siete kimonos y el Imbécil las dos gorras de las Tortugas Ninja, que nos había regalado mi madre como recuerdo del Japón actual.

Entramos en casa de la Luisa y la Boni, como siempre, nos recibió echando su meadilla de alegría en mitad del salón. Luego se puso a olisquear las bolsas de los kimonos buscando algún regalo para ella.

—Ay, mi Boni, mi niña chica, que no le ha traído nada su mamá.

Mi madre dice que es un poco exagerado el cariño que la Luisa le tiene a la Boni. Lo dice porque le da rabia que la Luisa sea una madre más cariñosa con su perra de lo que es ella conmigo, por ejemplo. Si yo me meara de alegría cuando mi madre volviera a casa no me quiero imaginar cómo se iba a poner.

Como no le habíamos traído nada a la Boni se puso rencorosa y se fue a un rincón. El Imbécil le ofreció el chupete para consolarla y la Boni le enseñó los dientes. En esos momentos se le pone cara de perra loca.

—Ay, qué graciosa —dijo la Luisa—, es como una persona.

La Luisa colocó a los dos luchadores de Sumo en una parte de su salón que está dedicada a los países del mundo. Allí tiene una gaita colgada que compró el año pasado en la Semana de Escocia; una brasileña que en el pasado le dabas cuerda y sonaba una música y movía el culo de un lado para otro, pero la cuerda se estropeó después de que el Imbécil se pasara una tarde entera dándola y dándola. Se ve que la brasileña dijo: «Hasta aquí hemos llegado». La Luisa también tiene un violín muy pequeño de Viena y unos pergaminos auténticos que estaban en las Pirámides colgados hasta que los compró la Luisa. Cuando sea mayor yo tendré un rincón igualito que el de la Luisa, con un cartel grande que diga: «El Mundo Mundial».

Los luchadores de Sumo quedaron superchulos en el rincón de países del mundo. El Imbécil se pidió ir con el luchador que enseñaba los dientes en señal de ataque, y yo con el otro que era más peligroso todavía porque se estaba mordiendo los labios de las ganas que tenía de ponerle al otro la cara del revés.

Cuando subimos a casa, mi abuelo se puso muy contento de vernos, pero en vez de mearse como la Boni en el centro del salón, se fue al váter, porque mi abuelo está de la próstata pero no es un guarro. Le enseñamos el kimono que le habíamos comprado y mi abuelo puso una cara medio rara:

—¡Antes muerto que ponerme yo ese batín, Cata!

Pero mi madre le llamó desagradecido y antiguo y le dijo que a todo le tenía que poner pegas y que un abuelo en camiseta era de lo peor que se puede ver dentro de una casa, así que mi abuelo se tuvo que poner el kimono sin más remedio, claro que se lo puso encima de la ropa que llevaba y, cuando lo vimos comiéndose el soperío de por la noche con el kimono, nos pareció un abuelo auténtico japonés que habíamos visto en una película de guerreros japoneses. A mi padre le contamos por teléfono lo de su nuevo kimono y mi padre le dijo a mi madre que ya lo podía ir devolviendo porque él no pensaba hacer el ridículo. Pero cuando al día siguiente volvió de la carretera mi madre le hizo ducharse y le puso el kimono. Mi padre dijo:

—Ay, Cata, me lo pongo para que no te enfades.

Y todos cenamos con el kimono puesto y la Luisa y Bernabé, como tienen confianza, subieron con el suyo, y nos entró una risa japonesa que hizo temblar las paredes y al rato teníamos, como siempre, a la mujer de Cucú que venía a protestar, también en kimono, y Cucú se asomó un pelín por la puerta con el suyo puesto.

La Semana del Japón hubiera acabado bien si no hubiera sido porque al Imbécil y a mí nos dio por jugar en el salón, una tarde después del colegio, a los samuráis. El Imbécil sufrió una transformación de las suyas y le salió el samuray que llevaba dentro. No veas cómo subía las piernas todas tiesas para arriba, y cómo hacía como un baile con los brazos, un baile de ataque mortal. Mi abuelo le decía:

—Nene, nene, a ver si le vas a saltar las gafas al Manolito.

Eso sí que es una superhumillación: que le tengan que decir a tu hermano pequeño que tenga cuidado para no hacerte daño. Pero el Imbécil estaba poseído y daba patadas con gritos japoneses incluidos. En una de esas patadas mortales, la punta del pie se fue contra la figura que tiene mi madre de las Casas Colgadas de Cuenca. Las Casas Colgadas se cayeron al suelo. Mi madre entró en el salón y nosotros bajamos la cabeza hacia el suelo (mi abuelo también). Yo ya sentía el calentón de la colleja en mi nuca, pero milagrosamente, no hubo collejas. Sólo una voz que decía:

—Los kimonos. Dadme los kimonos.

Nos hizo entregarle los kimonos allí mismo. No le importó que nos quedáramos en calzoncillos.

—Se acabaron los kimonos.

—Si quieres, yo también me lo quito —dijo mi abuelo.

—No te hagas el gracioso, papá, que tiene muy poca gracia.

Estuvimos lo menos media hora supercortados, sentados en el sofá, en calzoncillos y abrazados al abuelo auténtico japonés. Sabíamos que en el fondo habíamos tenido mucha suerte porque la bronca de mi madre podía haber sido mortal, así que era mejor no meterse en líos durante un rato. Pero después de esa media hora nos empezamos a animar otra vez, porque acuérdate que somos de esos niños que tropiezan siempre con la misma piedra. Empezamos a reírnos bajito porque el Imbécil se tiró uno de sus pedos musicales. La melodía que sonó fue Noche de Paz. Le he dicho muchas veces que me enseñe a hacerlo, así podríamos montar un número musical entre los dos para final de curso (no sé por qué pero casi siempre le salen villancicos), pero él me dice:

—No, los pedos musicales son del nene.

Yo creo que en realidad es que no sabe cómo lo hace, que se trata de una cualidad congénita, porque a mi padre se le escapó uno un día que íbamos en el camión y sonó el himno de los Mundiales, te lo juro. Mi madre le miró con cara de odio contenido:

—Anda que, hijo mío, cómo se nota que siempre estás pensando en lo mismo.

Bueno, pues a lo que iba, que con el pedo musical del Imbécil nos empezamos a reír en voz baja para que no nos oyera mi madre; pero nos quedamos alucinados porque mi madre vino al salón con la mejor de las sonrisas y con las Casas Colgadas completamente reconstruidas.

—Ya está.

—Ahora dale los kimonos al nene y a Manolito —le pidió el Imbécil que es mucho más valiente que yo, la verdad.

—No hay kimono ni kimona. Me voy a la calle y no me fío de vosotros ni un pelo. Ya veré cuándo os los devuelvo.

—Mujer —le dijo mi abu—, si no van a hacer nada y si hacen algo les pego dos tortas.

A nosotros nos entró la risa porque mi abuelo no nos ha dado dos tortas en su vida. Hay veces que le hemos dejado que lo intentara pero no le sale. Mi madre le ha intentado enseñar a pegar collejas para cuando no estuviera ella, pero tampoco.

Mi madre nos había dicho que nos vistiéramos pero al Imbécil y a mí nos encanta estar en calzoncillos a media tarde. Entonces fue cuando el Imbécil hinchó los mofletes y enseñando los dientes dijo:

—¿Quién es el nene?

Mi abuelo y yo nos lo quedamos mirando sin entender.

—El nene es el luchador de Sumo de la Luisa.

Es verdad, se parecía cantidad. Ya no nos hacían falta los kimonos: los luchadores de Sumo iban en calzoncillos. Le quitamos a mi abuelo los cordones de los zapatos para ponernos una cinta en la frente como llevan los auténticos luchadores, y nos colocamos en posición de ataque: el Imbécil enseñaba los dientes y yo me mordía el labio de abajo. Nos mirábamos fijamente con furia y en posición de ataque, muy muy quietos porque como estábamos copiando a dos figuras de cerámica no sabíamos lo que hacer después.

—¿Y ahora qué se hace abuelo? —le pregunté yo.

Mi abuelo se estaba empezando a quedar dormido y dijo mascando la saliva y con los ojos ya cerrados:

—No sé, en Mota del Cuervo nunca jugábamos al Sumo, pero supongo que será a pelear revolcándose, pegándose patadas, yo qué sé…

El Imbécil no le dejó acabar la frase; antes casi de que yo me diera cuenta se había tirado encima de mí y nos habíamos caído al suelo.

—Pero no seas burro, niño.

Ésos son los juegos que a él le gustan: los de pegarse y, cuando se emociona, se pasa mucho, te araña y te quiere morder y tirar del pelo. Me costaba mucho trabajo quitármelo de encima porque era como un gato gordo que se me hubiera enganchado.

—¡Abuelo, quítamelo, abuelo!

Pero mi abuelo ya estaba dormido, soplando como si estuviera hinchando un globo.

—¡Ésas no son las reglas, niño, eso no vale!

No tuve más remedio que hacerle unas cuantas cosquillas en sitios estratégicos para dejarle sin fuerzas y que se dejara caer como un muerto al suelo.

—Como vuelvas a hacer trampa, niño, no juego contigo. ¿Vas a hacer trampa sí o no?

Dijo que sí con la boca y que no con la cabeza, pero a eso no hay que darle demasiada importancia, lo hace por despistar.

—No se tira uno encima del otro luchador para morderlo, ni para arañarlo. Las patadas se dan al aire. No se empuja al otro luchador, no se tira del pelo, no se dan tortas ni puñetazos.

—Vale —dijo el Imbécil.

Resultó que yo había prohibido tantas cosas que nos quedamos un rato en posición de ataque sin saber qué hacer.

—Patadas al aire, ¿sí valen? —preguntó el Imbécil.

—Sí.

Fue una sola patada, una patada de su pierna corta que le dio al mando a distancia que había encima de la mesa. El mando a distancia salió por los aires y fue a parar a la cara de mi abuelo. Mi abuelo se llevó la mano a la cara y dijo:

—Ya me habéis matado, ya habéis matado a vuestro abuelo.

Al principio pensamos que era de broma y nos echamos a reír, nos reímos bien a gusto un rato porque el Imbécil volvía a representar cómo había dado con el pie al mando a distancia que estaba en la mesa y cómo el mando había salido volando. Se nos fue pasando la risa cuando vimos que mi pobre abu se retiró la mano de la cara y le corría por la frente un hilillo de sangre. Nos acercamos muy lentamente. El Imbécil se sentó encima de él y empezó a llorar, le decía:

—El nene no quería matar al abu.

Mi abuelo se levantó y fue como borracho al váter. Nosotros le seguimos. Se miró al espejo. Se le estaba haciendo un chichón muy grande y por una parte del chichón le seguía saliendo sangre. No nos decía nada, ni tan siquiera al Imbécil, que le seguía diciendo que él no quería matarlo. El Imbécil es que se cree que morirse es así, porque como mi madre siempre le está diciendo que no llore por los de las películas porque después de morirse luego se van a su casa a cenar tan frescos, ahora él piensa que morirse es quedarse un rato quieto, como se había quedado mi abuelo, y luego irte al ambulatorio.

Al ambulatorio nos fuimos, a que le viera el doctor Morales el chichonazo sangrante. Íbamos andando muy despacio porque el abuelo estaba un poco colgado. El señor Ezequiel, el dueño del Tropezón, se asomó un momento a la puerta y le gritó a mi abuelo:

—¿Qué le pasa, Nicolás, que arrastra los pies?

Y el Imbécil, todavía medio llorando, le contestó también a gritos:

—Porque se ha muerto.

—Pues que pase y que se tome un vino a ver si revive.

Mi abuelo dijo que no con la cabeza y siguió andando.

—No quiere porque se ha muerto —gritó el Imbécil.

—Pues nada, ya sabéis que en Carabanchel Bajo está el cementerio.

El señor Ezequiel no vio lo que mi abuelo llevaba en la frente. Y yo tampoco se lo quise decir porque no quería que se enterara nadie y menos mi madre, porque cuando viera mi madre lo del chichón, se iba a poner hecha una hiedra y me echaría las culpas a mí aunque el que hubiera matado al abuelo hubiera sido el Imbécil.

Fue allí sentados en la sala de espera del doctor Morales cuando nos dimos cuenta de que al abuelo se le había olvidado quitarse el kimono y estaba allí con la mano en la frente, la mirada en el más allá y el kimono amarillo encima de la ropa. El abuelo de Yihad, el señor Faustino, se acercó al mío y le preguntó:

—Nicolás, ¿qué te ha pasado?

—Que me han tirado éstos el mando a distancia a la cabeza.

—No —dije yo—, ha sido el Imbécil.

Había que dejar las cosas claras desde el principio.

—El nene no quería matarlo.

—Que sí, hijo, que sí, pero callaos ya.

A mi abuelo le debía de doler cantidad porque él nunca dice las cosas de esa manera. El señor Faustino me cogió a un aparte y me preguntó si mi abuelo había perdido la cabeza con el golpe. Yo le dije que no creía. Entonces el señor Faustino me dijo que por qué había venido al ambulatorio con un kimono puesto, y yo le dije que era mi madre la que le obligaba a llevar kimono.

El doctor Morales le tuvo que dar dos puntos a mi abuelo en la frente y él no lloró nada de nada, pero nosotros sí porque es nuestro abuelo. Le dio también una pastilla para que se le pasara el mareo y a nosotros nos dio la charla y nos dijo que a los abuelos no se les tiran los mandos a distancia a la cabeza. El Imbécil le preguntó al doctor Morales si con esa pastilla el abuelo iba a resucitar del todo y el doctor Morales dijo que sí, que esperara un poco y ya vería qué abuelo más resucitado iba a tener. Mi abuelo fue dejando de tener cara de muerto, se quitó el kimono y volvimos a casa. Por el camino nos dijo que aunque era verdad que mi madre siempre estaba regañando también era verdad que nosotros éramos unos niños que a veces nos pasábamos de rosca. Se quiso quedar solo en el bar y nos mandó para arriba con el kimono. Cuando llegamos a casa nos encontramos a la Luisa y el Imbécil le dijo que el abuelo se había muerto pero que ya estaba mucho mejor. La Luisa se quedó con los ojos a cuadros y subió detrás de nosotros. El Imbécil siempre tiene que irse de la lengua así que volvió a contarle a mi madre lo del chichón, a su manera, claro:

—Manolito y el nene han matado al abu con el mando a distancia.

—¿Pero qué dice tu hermano, Manolito?

—Aquí —dijo el Imbécil señalando una manchita de sangre que había en la mesa donde mi abuelo se había apoyado—, aquí lo hemos matado.

—No lo hemos matado, mentira podrida, lo has matado tú solo, que al final todas las culpas me las llevo yo.

Mi madre me sacudió tanto que las gafas se me bajaron hasta la punta de la nariz:

—¿Qué le habéis hecho al pobre abuelo? ¿Dónde está mi papá?

—Ahora está en el Tropezón —le dije yo intentando soltarme.

—Con la pastilla del doctor Morales ha resucitado el abu —dijo el Imbécil—. Pero el señor Ezequiel dice que luego a dormir al cementerio.

Mi madre no preguntó más, echó a correr escaleras abajo y nosotros detrás de ella y la Luisa y la Boni. Llegamos al Tropezón. El abu se había bebido dos vinos y daba mucha pena con la venda puesta en la frente.

—Papá, ¿qué te han hecho estos inhumanos?

—Nada, Cata, el susto y nada más. Les pedí el mando a distancia y me lo tiraron un poco fuerte.

—Pero qué bestias —dijo mi madre mirándonos.

—En esa casa todo el mundo se tira el mando a distancia. No somos de esos que se dan las cosas en la mano.

—Tú encima defiéndelos —decía mi madre enseñando los dientes como la Boni—. ¿Cuál ha sido?

—No lo sé, Cata, no lo sé, de verdad, porque estaba dormido.

—¿Y si estabas dormido cómo es que les has pedido el mando a distancia?

Así es mi madre, como esos policías de las películas que hacen temblar a los acusados.

—Lo habré dicho en sueños.

—Dios mío, qué hombre más tonto —entonces se volvió a nosotros—. Lo voy a preguntar sólo una vez más: ¿quién ha sido?

No te lo vas a creer, yo tampoco me creía lo que veían mis gafas. Yo señalé al Imbécil, al fin y al cabo, era un chivato pero tenía mis razones, pero ¡el Imbécil me señaló a mí!

—Muy bien —dijo mi madre—, mañana es sábado. Os quedaréis en casa castigados sin salir.

—Me había invitado la madre del Orejones a ir a su casa con el kimono —le dije yo.

—Si me dices de verdad quién ha sido te dejo ir a casa de tu amigo.

Entonces pensé qué me convenía más, si echarme las culpas o poder ir a cenar y a dormir a casa del Ore. Tardé treinta segundos en contestar. Todos me miraban y se mascaba la tensión ambiental. Bajé la cabeza como el típico niño arrepentido y dije:

—He sido yo y lo hice sin querer.

El muy traidor del Imbécil se puso a reír y mi madre dijo con una sonrisa:

—Lo sabía, si yo lo sabía.

—Bueno, pues ya está, dejemos el tema —dijo mi abuelo.

Aquella noche mi madre curó al abuelo la herida porque le salía un líquido infeccioso y le llevamos el soperío a la cama. Yo me acosté a su lado para leerle un SuperLópez, como él hace cuando yo me pongo malo. Entonces, mi madre me dijo:

—Ahora bien que lo quieres. No te debería dejar que fueras a casa del Orejones mañana.

—Ya me ha pedido perdón, déjale en paz.

Mi madre se acostó y el Imbécil se escapó de su cuna gigantesca, como hace algunas noches, para venirse con nosotros. Se acostó al otro lado de mi abuelo.

—Abuelo, ¿no duermes en el cementerio? —le preguntó.

—Todavía no.

—Mañana tampoco —dijo el Imbécil tocando con el chupete el esparadrapo de la herida.

—Mañana tampoco.

—Abuelo —dije yo—, es un mentiroso de mentiras podridas. Fue él el que te dio, le pegó una patada al mando a distancia y el mando saltó contra tu frente.

El Imbécil se levantó y dijo:

—Le di así —y alzó una de sus piernas de luchador de Sumo para hacernos una demostración.

—Haberlo dicho delante de mamá, listo.

—Déjalo, Manolito, que es muy pequeño…

—Es muy pequeño, es muy pequeño, siempre estáis con lo mismo.

—Al fin y al cabo tú te vas mañana a dormir a casa del Orejones.

El Imbécil que seguía de pie, haciéndonos la demostración de su patada de Sumo a oscuras, se echó encima de nosotros para decir que no quería que yo me fuera a dormir a casa de nadie, que no quería que fuera a casa del Ore. Siempre pasa igual, el Imbécil siempre monta el número cuando yo me voy a dormir a casa de algún amigo.

—El nene se quedará mañana con el abuelo aquí toda la noche, ¿vale? —le dijo mi abuelo para que no se fuera a coger una de sus perras nocturnas.

—¿Y por qué se tiene que quedar contigo cuando yo me voy? Él tiene su cama.

—Nunca estáis contentos con nada. Dejadme que cierre los ojos y duerma tranquilo. Y no me tiréis nada a la cabeza, por favor.

Mi abuelo se durmió y el Imbécil y yo tardamos mucho en dormirnos. La habitación estaba a oscuras y nosotros en silencio, pero yo veía el perfil del Imbécil que estaba tocando sin parar el asa del chupete, como hace siempre que algo le preocupa muchísimo. La sombra del Imbécil se reflejaba en la pared, la sombra de la cabeza era gordísima. Ahora sí que parecía un luchador de Sumo. No era verdad lo que decía mi abuelo, no era verdad que nunca estuviéramos contentos, pero sí que tenía razón en que muchas veces yo quería ser el Imbécil y el Imbécil quería ser Manolito.

A partir de ese día mi madre sólo nos deja ponernos el kimono para salir a recibir a mi padre los viernes y cuando viene alguien a casa, para que la gente nos vea y diga «Pero qué ricos», y mi madre pueda decir por lo bajo «Porque no los conoces».

Eso que dice la Luisa de que «el hábito hace al monje» en mi casa no funciona. Los kimonos no nos han cambiado nada ni nos han dado paz oriental. No sólo al Imbécil y a mí nos entran ganas de pelearnos, también a mis padres, aunque no lo reconozcan, pero cada vez que se ponen el kimono acaban discutiendo por cualquier cosa, aunque nunca llegan a las patadas japonesas como nosotros. Menos mal, porque una patada de mi madre dirigida a las Casas Colgadas de Cuenca acabaría con toda la estantería. Tampoco a Cucú y a su mujer les ha servido de mucho llevar kimono, día sí y día no vienen con el kimono puesto a protestar porque estamos gritando o porque nos reímos muy alto.

—¡Y qué le voy a hacer yo —dice mi madre— si esta casa tiene las paredes de papel!

Dice mi madre que de nada sirve ponerse kimonos japoneses para conseguir la paz oriental si vivimos apretados como los chinos.

Mi abuelo es el único al que le sienta bien ponerse el kimono. Nada más llegar a casa se lo pone encima de lo que lleve, encima del chándal o de la chaqueta de los domingos, también se lo pone para dormir. Mi madre dice:

—Anda que la perra que le ha entrado a mi papá con el kimono.

No hay quien la entienda, primero se empeña en que se lo ponga y ahora le molesta que no se lo quite. A veces el Imbécil se acuerda de la tarde en que mi abuelo se murió y lo llevábamos entre los dos al cementerio. Él sigue creyendo que el abuelo ha resucitado por la pastilla que le dio el doctor Morales. Se sienta a su lado por las noches y le acaricia el kimono y le dice:

—Abu, éste es el traje que llevabas cuando te moriste porque Manolito te mató.

—No, no, no, listo, le mataste tú.

El Imbécil se acuerda siempre de todo menos de lo que no le interesa. La noche en que mi abuelo resucitó, los dos dormimos a su lado. Estábamos muy contentos de tener un abuelo resucitado. Nos dormimos muy, muy tarde, por un lado, por los celos que nos teníamos el uno al otro, pero también porque le estábamos cuidando. De vez en cuando le tocábamos el chichón de la frente y mi abuelo daba un respingo desde su sueño.

—Le sigue doliendo —decía el Imbécil dándole con el chupete.

Nos abrazamos los dos a él, aunque nos lo tuvimos que repartir por el centro, para no pelearnos. Mi abu estaba muy suave con el kimono. A veces parecía que no podía respirar porque lo teníamos un poco aprisionado, pero ninguno de los dos pensábamos quitarnos. Y no nos quitamos. Así en la oscuridad, con el chichón en la frente mi abuelo se parecía al hombre elefante. La paz oriental debía de ser eso: Dormir con un abuelo recién resucitado.